SIGUIÓ LLORANDO durante buena parte de la noche y el día siguiente. Sus carceleros creyeron que se quejaba del cruel destino que la aguardaba y que sería efectivo al ponerse el sol. Pero Viana lloraba por Uri, por lo que habían vivido juntos y por los instantes que ya no compartirían.
Durante un instante de lucidez, trató de buscar la forma de escapar de su prisión, pero enseguida se dio cuenta de que resultaba inútil. La puerta estaba firmemente cerrada y era sólida y pesada. El minúsculo ventanuco, por el que se filtraba un rayo de luz, estaba demasiado alto y, de todas maneras, era demasiado pequeño para que pudiera salir por él. Las paredes carecían de grietas o de losas sueltas. El techo estaba hecho de piedra maciza.
No había modo de salir de allí. De lo contrario, las historias que había inventado junto a Belicia, cuando eran niñas, no habrían incluido un final feliz: el encierro de los rufianes del reino en las mazmorras de Normont había sido siempre definitivo.
Cuando los bárbaros acudieron a buscarla para su ejecución, Viana ya se había resignado a su destino. Una parte de ella incluso se sentía aliviada, porque por fin podría dejar de luchar. Lo cierto era que estaba cansada de ir siempre a contracorriente. Pero lo sentía mucho por Uri. Lo que más deseaba en esos momentos, pensó mientras la conducían al cadalso, era saber que él iba a estar bien, que alguien lo rescataría de las garras de Harak y lo devolvería a su bosque. Odiaba la idea de morir sin haber podido hacer nada por él. No solo no lo había ayudado a salvar a su pueblo, sino que además lo había entregado involuntariamente a sus enemigos.
Mientras subía al estrado, paseó la mirada por la multitud que se había reunido en la plaza buscando algún rostro amigo para gritarle: «¡Salva a Uri!», y expresar así su voluntad final. No vio a nadie conocido, pero se sorprendió al descubrir numerosos gestos de compasión y simpatía hacia ella. Muchas mujeres lloraban, y algunas personas parecían querer transmitirle su apoyo. Había, en general, mucha tensión en el ambiente. Los bárbaros, y especialmente el verdugo, que esperaba con su hacha junto al tajo cubierto de sangre seca, eran el blanco de miradas abiertamente hostiles.
«Están conmigo», comprendió Viana, sintiendo una extraña calidez por dentro. «Lamentan mi muerte. Me aprecian. Eso significa que… ¿me conocen? ¿Saben acaso quién soy?».
Buscó a Harak con la mirada, deseando descubrir si aquello lo alteraba o molestaba de alguna manera, pero ni él ni el brujo estaban presentes. Viana interpretó este hecho como una manera de demostrar al pueblo que la muchacha rebelde no era importante para él. Ni siquiera merecía que la considerara un enemigo. No era ni mejor ni peor que un criminal común, nadie por quien un rey debía preocuparse.
Era también una forma de decirle a Viana que todo lo que había hecho no había servido para nada.
Sintió de nuevo ganas de llorar y apretó los dientes con rabia. No debía desfallecer ahora, pese a que Harak le había asestado un último golpe con el que no contaba. Trastabilló cuando la obligaron a arrodillarse y casi cayó de bruces sobre el tajo. El verdugo la colocó correctamente y aferró el mango de su hacha.
«Todo ha terminado», pensó Viana, afligida. «Madre, padre, Lobo… Uri… Lo siento tanto…».
—¡Larga vida a Viana de Rocagrís! —se oyó de pronto una voz estentórea entre la multitud.
—¡Larga vida… larga vida! —corearon varias.
Viana abrió los ojos, pensando que aquella consigna no tenía mucho sentido, dadas las circunstancias. Descubrió que el público parecía enfurecido, como si no se resignara a ver morir a su heroína ante sus ojos. Un huevo podrido voló desde algún lugar de las primeras filas; Viana no llegó a ver dónde acertaba, pero oyó el impacto y la subsiguiente maldición del verdugo. De pronto, y como si se hubiesen puesto de acuerdo, los ciudadanos de Normont empezaron a tirar más huevos a los bárbaros del cadalso. La propia Viana estuvo a punto de recibir un impacto, pero no le importó. Sonrió para sí y lamentó que Harak no estuviese presente. Le habría encantado verlo reaccionar ante aquella lluvia de huevos pestilentes.
Los bárbaros rugieron ante la afrenta y trataron de contener a la multitud. El verdugo, intentando recobrar la dignidad perdida, hizo caso omiso de la insurrección de su público y tomó de nuevo el hacha.
Y justo en aquel momento, algo voló hacia él con rapidez y precisión mortales.
No era un huevo, pero los bárbaros no lo descubrieron hasta que fue demasiado tarde. El verdugo no tuvo tiempo de emitir el menor sonido. Sus ojos se abrieron con sorpresa y el mango del hacha resbaló entre sus dedos. Aún pudo bajar la cabeza para contemplar, incrédulo, el astil de la flecha que sobresalía de su pecho, antes de caer pesadamente sobre Viana.
La joven ahogó un gemido. No entendía lo que estaba sucediendo porque, arrodillada como estaba con la cabeza en el tajo, tenía una visión muy limitada de la situación. Pero sintió el peso del verdugo sobre ella, y su primera reacción fue sacudírselo de encima.
Los guardias no se lo impidieron. Estaban demasiado desconcertados, divididos entre sus denodados esfuerzos por contener a la multitud y el hecho de que no entendían por qué se había derrumbado el verdugo.
Entonces más flechas silbaron en el aire y fueron ensartando a los bárbaros, uno tras otro. Los asistentes a la ejecución soltaron un grito unánime:
—¡Larga vida a Viana de Rocagrís!
Y asaltaron el cadalso. Sacaron los garrotes, porras y dagas que habían estado ocultando bajo sus ropas y se abalanzaron contra los pocos guardias que quedaban con vida.
Viana, sin comprender aún lo que estaba pasando logró quitarse de encima el cuerpo sin vida del verdugo y contempló, confundida, la flecha que adornaba su pecho. Alguien la empujó a un lado en medio de la turba, y sintió de pronto que la agarraban con fuerza del brazo.
—¡Ay! —protestó.
—¿Te vas a dejar rescatar, o no? —le espetó entonces una voz que conocía muy bien.
Viana lo miró, incrédula. Su salvador ocultaba su rostro bajo una capucha oscura, pero ella sabía quién era.
—¿Lobo?
—Los agradecimientos después, pequeña. Salgamos de este nido de bárbaros.
—Pero Uri… —pronunció, todavía confusa.
—Diablos, Viana, ¿es que no eres capaz de mantener la boca cerrada ni siquiera en un momento como este? —gruñó Lobo, exasperado.
La joven no tuvo ocasión de replicar porque él se la llevó a rastras del cadalso. La muchedumbre les abrió paso y se cerró tras ellos para cubrir su huida, hasta que encontraron un refugio en un callejón alejado del bullicio. Viana se detuvo para recuperar el aliento.
—Lobo —pudo decir, aún perpleja—. ¿Qué estás haciendo aquí?
—Salvarte el pellejo una vez más. Y de nada, por cierto.
—No, no… Quiero decir… que te lo agradezco mucho… Pero es que no te esperaba. ¿Cómo has podido llegar tan rápido? Dorea dijo que os fuisteis del campamento hace casi dos semanas. ¿Cómo ha podido alcanzaros Airic?
—¿Airic? —repitió Lobo—. No he visto a ese muchacho desde que se empeñó en quedarse en el bosque a esperarte. Para alivio de su madre, debo decir. Ya se ha metido en demasiados líos por tu culpa.
Viana enrojeció.
—Yo no pretendía… —empezó a decir; se detuvo un momento al atar cabos—. Espera… Si no has venido porque Airic te ha dado mi mensaje…
—¿Qué mensaje?
Viana respiró hondo, tratando de poner en orden sus ideas. Era demasiada información para contársela de golpe. Además, Airic se había llevado consigo la cantimplora llena de savia mágica que probaría sus argumentos ante el Lobo.
—He descubierto… algo acerca de los bárbaros —empezó con prudencia—. Estuve en el Gran Bosque, con Uri. Y los vi. Ellos están allí también, y han conseguido algo… una especie de arma secreta que les dará ventaja en la guerra, incluso si contamos con el apoyo de los reyes del sur.
—¿Qué clase de arma?
Viana enrojeció todavía más.
—No lo tengo muy claro —respondió evasivamente—, pero sé que Harak ha reunido aquí a su ejército porque quiere compartirla con ellos.
Esperaba que Lobo le dedicara algún comentario sarcástico, pero, para su sorpresa, se quedó pensativo.
—He oído que ha convocado a los jefes de todas las tribus para un gran banquete esta noche —comentó frunciendo el ceño—. Podría ser algún tipo de costumbre bárbara: los jefes brindan por la victoria en una épica noche de borrachera. Después de todo, en los últimos días no han hecho otra cosa que meter en el castillo carros y más carros cargados de barriles. Pero puede que haya algo más. Por lo que sé, se trata de algo muy exclusivo. No habrá esclavos ni sirvientes, ni siquiera mujeres. Solo Harak y los jefes bárbaros. Y eso me dio mala espina desde el principio.
Viana sintió crecer su desasosiego.
—Tenemos que entrar en el castillo —urgió—. Han capturado a Uri. Quizá podamos rescatarlo mientras Harak y los suyos están en el banquete.
—¿Cuántas veces tendré que repetírtelo? —saltó Lobo—. No formamos un equipo. No perteneces a la rebelión. Llevo varios días planeando este asalto y tú no… espera un momento —se interrumpió—. ¿Te refieres a ese pequeño salvaje que te acompaña a todas partes? ¿Para qué querrían capturarlo los bárbaros?
Pero Viana estaba formulando una pregunta a su vez:
—¿Vas a entrar en el castillo? ¿Cómo es posible que lleves varios días planeando el asalto si nosotros llegamos ayer?
Ambos se detuvieron y se miraron, confusos.
—¿Qué te hace pensar que todo gira en torno a ti y a tu chico salvaje? —gruñó Lobo.
—Yo… —Viana se calló al escuchar fuertes voces procedentes de la calle principal.
—Te buscan —dijo Lobo entre dientes—. Vámonos.
De nuevo, Viana se dejó arrastrar por las callejuelas de la ciudad. Finalmente, Lobo la condujo hasta un sótano en las afueras en el que aguardaban Garrid y algunos otros hombres.
—Viana —saludó este sonriendo—. Me alegro de ver que el rescate ha tenido éxito.
—¿Qué hacéis todos aquí? —preguntó ella, aún desconcertada—. ¿Y cómo sabíais que me iban a ejecutar?
—Los pregoneros lo han anunciado a los cuatro vientos —dijo Lobo—. Está claro que Harak quería asegurarse de que todo el mundo se enteraba de que había capturado por fin a esa molesta chica de los bosques. Y nosotros, en realidad, estábamos aquí por otro motivo. Solo espero que el numerito de esta tarde no alerte a los bárbaros sobre nuestros planes. Se suponía que nuestra presencia en la ciudad era secreta —concluyó disparándole una mirada de pocos amigos.
Viana agachó la cabeza, algo avergonzada.
—Lo siento mucho —dijo—. Yo también debía estar aquí de incógnito. Pero nos topamos con el brujo, y él reconoció a Uri… —se le quebró la voz. De pronto, todo a su alrededor pareció derrumbarse. La tensión que había acumulado en las últimas horas dejó paso a un profundo cansancio. Ocultó la cara entre las manos, temblando. De nuevo deseaba llorar y tenía que luchar para contener las lágrimas.
Lobo la ignoró deliberadamente.
—¿Y bien? —preguntó a sus hombres—. ¿Cómo han acabado las cosas en la plaza?
—La multitud se ha dispersado a tiempo —respondió Garrid—. Solo hemos de lamentar un par de narices rotas, un ojo a la funerala y un brazo dislocado. Ya hemos avisado a los que participaron en la revuelta de que deben abandonar la ciudad unos días, por si los bárbaros toman represalias.
—Pero parece que están más preocupados por la reunión de esta noche —añadió otro de los rebeldes—. Además, Harak no puede mostrar al pueblo que está molesto por la fuga de Viana. Se ha forzado mucho en fingir que no es más que una mocosa inoportuna y no una verdadera amenaza.
—¿Soy una verdadera amenaza? —murmuró ella.
—Lo has desafiado varias veces, y además eres mujer —dijo Lobo—. No le has hecho verdadero daño, claro, pero para el pueblo eres un símbolo de la resistencia contra los bárbaros. Admiraron tu valor y tu descaro. No se puede esperar del pueblo que entienda de guerras y estrategias, claro —añadió desdeñosamente—. Cualquier cosa los impresiona.
Viana pensaba con rapidez.
—¿Quieres decir… que si yo iniciara una rebelión, la gente me seguiría?
—Es probable —admitió Lobo—. Y sería una masacre. No cometas más locuras, Viana. Prometí a tu padre que cuidaría de ti y no pienso permitir que te precipites hacia el desastre… otra vez.
Viana sonrió para sí. En su último encuentro, Lobo había dejado claro que no tenía intención de seguir manteniendo su promesa. Quizá el tiempo había templado su enfado.
Por si acaso, ella no insistió.
—Pero hay algo que no entiendo —murmuró—. Dorea dijo que ibais en dirección al sur para esperar al ejército de Harak al otro lado del Piedrafría. ¿Qué hacéis aquí?
—Hemos venido a rescatar a una dama —respondió Garrid con orgullo; Lobo le dirigió una mirada asesina.
—¿A una dama? —repitió Viana sin comprender.
—No se refiere a ti —se apresuró a aclarar Lobo—. Lo de esta tarde ha sido un imprevisto. En realidad…
—Vamos a salvar a Analisa de Belrosal de las zarpas del rey Harak —concluyó Garrid, al parecer sin advertir que Lobo no tenía intención de compartir aquella información con Viana.
Pero ella lo entendió enseguida.
—Es la niña a la que casaron con Harak —murmuró—. La nueva reina de Nortia. Pero después de las bodas, la abandonasteis a su suerte. ¿Por qué queréis rescatarla ahora, después de todo este tiempo?
Garrid pareció algo confuso.
—Viana… —empezó Lobo, con un cierto tono de advertencia. Pero ella se enfadaba por momentos.
—¿Y por qué a ella y no a mí, o a Belicia? Es porque tiene sangre real, ¿verdad? ¿O es para darle a Harak en las narices? ¿Y qué pasa con todas las demás doncellas de Nortia que se ven obligadas todas las noches a compartir su lecho con un esposo bárbaro? ¿Por qué no habéis pensado antes en ellas?
—¡Viana, basta ya! —exclamó Lobo—. Luchamos por vosotras en la guerra. Peleamos hasta la muerte precisamente para evitar que los bárbaros os pusieran la mano encima. Muchos caballeros y soldados murieron entonces, mientras las damas bordaban y tañían sus laúdes, bien protegidas entre los muros de sus castillos. Pero, por si no lo recuerdas, perdimos esa guerra. Y no es tan sencillo volver a levantar un ejército con los despojos de la derrota.
—No es culpa nuestra si los hombres nos han obligado a mantenernos al margen de todos los asuntos importantes —se defendió Viana.
—¿Por qué crees que insistí en enseñarte a luchar? Y si no recuerdo mal, tú misma te sentiste ofendida ante la idea, por considerarlo impropio de una doncella.
Viana enrojeció.
—Es lo que me habían enseñado.
Lobo suspiró, cansado.
—Bien —dijo—. Como imagino que no vas a conformarte con haberte dejado rescatar, te informo de que esta noche entraremos en el castillo y sacaremos de allí a la joven reina. Y —añadió tras pensarlo un instante—, tú vendrás conmigo; trataremos de buscar también a tu muchacho salvaje.
El corazón de Viana dio un salto de alegría.
—¿De verdad?
—Si no lo hacemos así —replicó Lobo—, seguro que te las arreglarás para seguirnos por tu cuenta y arruinar la expedición.
Viana abrió la boca para protestar, pero en el último momento decidió callar. Si hacía enfadar a Lobo, tal vez él cambiase de opinión y no le permitiese acompañarlo.
Y la vida de Uri dependía de aquella incursión.
No tardaron en ponerse en marcha. Viana apenas tuvo tiempo de cenar algo y descansar un poco, porque ya había anochecido y la reunión de los bárbaros estaba a punto de comenzar. La joven se sintió un poco desconcertada cuando descubrió que Lobo guiaba a los rebeldes hasta las afueras de la ciudad, dejando atrás el castillo real. Se detuvieron en el primer cruce de caminos. Allí los aguardaba otro de los rebeldes con un par de caballos ensillados.
—Esperadnos aquí —ordenó Lobo—. Volveremos antes del amanecer.
Viana tenía muchísimas preguntas, pero se obligó a sí misma a guardar silencio. Siguió a Lobo a través de un terreno abrupto que se alejaba de cualquier zona habitada. Sin embargo, cuando Lobo hizo un alto en medio de la nada, Viana no pudo evitar preguntar:
—¿Qué hacemos aquí? Se supone que tenemos que entrar en el castillo…
—Siempre tienes que cuestionarlo todo —gruñó Lobo—. Calla y observa, y a ver si aprendes algo de una vez.
Viana se sintió algo molesta, pero obedeció. Observó con curiosidad cómo Lobo miraba a su alrededor. Finalmente, pareció encontrar lo que buscaba, porque avanzó hasta el pie de un enorme roble y empezó a manipular algo en la base del tronco.
Viana acarició la corteza del gran árbol y se estremeció al recordar a Uri. Una parte de ella todavía se resistía a creer que la conclusión a la que había llegado fuera la acertada. Era demasiado fantástico, demasiado descabellado. Y, por otra parte… Contempló la silenciosa sombra del roble a la luz de la luna. No era posible que una persona se enamorase de un árbol. ¿O sí?
La voz de Lobo la sobresaltó y la hizo volver a la realidad.
—Parece que ya está.
Sonó un breve chirrido. Viana se acercó con curiosidad y descubrió con sorpresa que había una pequeña puerta disimulada entre las raíces del gran roble. Su imaginación se disparó y no pudo contener su emoción.
—¡Un pasadizo secreto!
Lobo le dirigió una breve mirada.
—Veo que tu padre no exageraba cuando decía que leías demasiadas novelas.
—¿No es un pasadizo secreto? —dijo Viana, decepcionada.
Lobo dejó escapar una carcajada.
—Sí, lo es —admitió, agachándose para introducirse por el túnel—. Pero las jovencitas como tú no deberían saber estas cosas.
—¿Por qué? —quiso saber Viana, entrando tras él—. Los pasadizos secretos están en todas las historias emocionantes. Sirven para que los enamorados puedan encontrarse en secreto y para que los reyes y reinas puedan escapar del castillo en momentos de peligro.
Se detuvo un momento en la oscuridad, hasta que Lobo encendió una antorcha que iluminó el estrecho pasadizo que se abría ante ellos.
—Sí, bueno… También sirven para que los príncipes aburridos escapen de sus tediosas obligaciones y vayan al pueblo de incógnito a correrse juergas con sus amigotes.
—No creo que… vaya —se interrumpió Viana al comprender lo que Lobo quería decir—. ¿De modo que tú, mi padre y el rey Radis…?
—Cuando era el príncipe Radis —puntualizó Lobo—. En cualquier caso, esto lleva aquí desde tiempos de los primeros reyes de Nortia, de modo que seguramente ha tenido usos diversos.
Viana recordó entonces que Belicia le había contado que, el día de la invasión bárbara, la reina había tratado de salvar a su hijo menor sacándolo de la ciudad por un pasadizo secreto.
—Lobo, ¿sabes que el príncipe Elim intentó escapar por aquí?
—Lo había oído —asintió él—. Pero creo que lo interceptaron en el camino. Este pasaje sigue siendo seguro; de lo contrario, Harak lo habría hecho cerrar.
«Eso espero», se dijo Viana.
El túnel daba vueltas y más vueltas entre raíces retorcidas y enormes bloques de piedra. Más adelante lo cruzaba un hilillo de agua, como un riachuelo. Alguien —quizá el mismo rey Radis en su juventud— se había molestado en colocar un tablón a modo de puente para que los que hiciesen uso del pasadizo no tuviesen que mojarse las botas.
—Lobo —dijo entonces Viana para romper el denso silencio—, ¿qué hay detrás de este rescate? ¿Por qué vas a sacar a Analisa del palacio ahora? ¿Por qué no esperas hasta que los bárbaros partan a la guerra y todo esto esté más tranquilo?
Lobo tardó un poco en contestar.
—Hace ya tiempo —le llegó entonces su voz desde la penumbra—, que estoy en contacto con la marquesa de Belrosal.
Viana asintió. Recordaba a la marquesa, la prima del rey Radis, que se había arrojado a los pies de Harak para suplicarle que la tomase a ella por esposa, en lugar de a su hija de diez años.
—Ella vive en la corte —prosiguió Lobo—. Le permitieron quedarse con la pequeña reina como dama de compañía. Y encontró el modo de ponerse en contacto conmigo porque se enteró de que estábamos preparando una rebelión.
»Durante todo ese tiempo, he estado recibiendo informes a través de un mensajero de confianza. La marquesa ha sido mi espía en la corte y ha prestado una ayuda inestimable a la rebelión. Pero hace una semana, me llegó un mensaje suyo en el que me pedía ayuda.
—Te suplicaba que rescatases a su hija, ¿verdad? —adivinó Viana.
Lobo asintió.
—Analisa ya no es una niña —dijo solamente.
Viana tardó un poco en comprender lo que quería decir.
—¿Ya no es una niña? Quieres decir… que ya la ha visitado la doncella de rojo, ¿no?
—¿Es así como las damas finas llamáis a la menstruación? —preguntó Lobo a bocajarro, y Viana se ruborizó a su pesar.
—No se considera apropiado hablar tan abiertamente de asuntos femeninos, Lobo —lo reprendió—. Pero… —añadió reflexionando sobre aquella nueva información—, si la reina ya no es una niña… significa eso que podría concebir… un heredero para Harak. ¿Es eso?
Lobo asintió de nuevo.
—Harak no ha mostrado el menor interés por su esposa desde que se celebraron las nupcias —explicó—. La ha mantenido en el castillo como una posesión más, como un objeto decorativo. Pero no tardará en enterarse de que ella ya podría quedar embarazada, y en tal caso…
Viana se sintió horrorizada al imaginar a la pequeña Analisa entre las garras de ese bruto.
—¡Hay que sacarla de allí cuanto antes! —exclamó.
—Sí, yo había llegado a la misma conclusión.
—¿Para que Harak no engendre un bastardo de sangre real que tenga derechos sobre el trono de Nortia? —adivinó Viana. Su voz tenía cierto tono acusador, y Lobo lo notó.
—Por eso… y también porque no soporto la idea de abandonar a esa niña a su suerte. No pude rescataros ni a ti ni a Belicia —añadió en voz baja—. He de hacer algo por Analisa. Y si pudiera…
No terminó la frase, pero no fue necesario. Viana se sintió conmovida y resolvió no hacer más preguntas sobre el tema.
Siguieron avanzando. Cuando la joven ya empezaba a desesperarse, el túnel acabó en una escalerilla herrumbrosa clavada en la roca. Lobo subió por ella y Viana lo hizo también.
Desembocaron en otro pasadizo. Este, sin embargo, no estaba escavado en roca, sino que había sido construido entre paredes de enormes losas de piedra. También era estrecho, aunque parecía más confortable y menos húmedo. Pequeños rayos de luz bañaban el camino, procedentes de diminutos agujeros practicados en el muro que se alzaba a su derecha.
—Ya estamos en el castillo —susurró Lobo.
—Lo había supuesto —respondió Viana en el mismo tono—. Y ahora, ¿qué?
—No te hagas la lista. Debemos llegar hasta las dependencias reales sin que nos oigan. Una vez allí, pasaremos a la segunda parte del plan.
Viana no preguntó en qué consistía. Estaba nerviosa ante la posibilidad de volver a ver a Uri.
Mientras avanzaban por el pasadizo, les llegó a lo lejos un estruendo de voces y risotadas amortiguado por los muros de piedra.
—Nos acercamos al salón del trono —informó Lobo.
Viana asintió, con los cinco sentidos alerta.
El bullicio se oía cada vez con más intensidad. Entonces Lobo se detuvo junto a un par de pequeños agujeros practicados en la pared y espió a través de ellos. Viana recordó que, en algunas de sus historias favoritas, las paredes de los pasadizos estaban salpicadas de orificios a través de los cuales se podía mirar. A menudo estaban disimulados en los ojos de los cuadros que adornaban las estancias de los palacios. Este detalle siempre se le había antojado un tanto siniestro, pero, en aquel momento, la posibilidad de poder dirigirle a Harak una mirada terrible desde el retrato de algún antiguo rey de Nortia le pareció de lo más excitante.
—Están reunidos —murmuró Lobo—, bebiendo y vociferando como siempre. Y, por lo que parece, solo están Harak, los jefes de los clanes y un par de criados sirviendo las mesas. Me pregunto qué se traerán entre manos. Los bárbaros nunca se andan con secretos, prefieren atacar de frente.
—Déjame ver —respondió Viana, apartándolo de un empujón.
Tuvo que ponerse de puntillas para alcanzar la mirilla. Atisbó a través de los orificios para observar la escena que Lobo acababa de describirle.
Repartidos a lo largo de la mesa rectangular, los jefes de los clanes bárbaros disfrutaban de un opíparo banquete. Harak presidía la reunión con una sonrisa de autosuficiencia. A su lado se sentaba el brujo, que, sin embargo, no estaba disfrutando de la comida. Tenía ante sí una solitaria escudilla de caldo que no parecía haber tocado.
Viana detectó, además, dos detalles que Lobo parecía haber pasado por alto.
En primer lugar, al fondo de la sala había varios toneles como los que habían usado en el Gran Bosque para recoger la savia mágica.
En segundo lugar, atado a la pata de la silla de Harak… estaba Uri.
A Viana se le rompió el corazón al verlo. La mayoría de los bárbaros hacían caso omiso de él, pero algunos lo trataban como un perro: le lanzaban restos de comida, le hacían gestos burlones e intentaban provocarlo para que los mordiera. Uri apenas reaccionaba. Se había hecho un ovillo en el suelo, lo más lejos posible de Harak. Cuando alguien le dio una patada al pasar, Viana rugió de furia. Por fortuna, el estruendo de la sala era tal que nadie la oyó.
—¡Tienen a Uri! —gimió, lanzando una mirada suplicante a Lobo—. ¡Tenemos que sacarlo de ahí!
El caballero volvió a espiar por la mirilla y descubrió a Uri a los pies de Harak.
—Le gustarán las mascotas exóticas —murmuró, para indignación de Viana—. Me gustaría poder decirte que vamos a ayudarlo, pero no veo cómo vamos a poder sacarlo de un salón lleno de bárbaros.
—Pero… —empezó Viana; sin embargo, se calló al darse cuenta de que, al otro lado de la pared, el salón del trono parecía haber enmudecido.
Lobo y Viana forcejearon para mirar al mismo tiempo y terminaron apropiándose cada uno de un agujero.
Los bárbaros guardaban silencio porque Harak se había levantado de su asiento y se disponía a hablar.
—Hemos llegado justo a tiempo —dijo Lobo, satisfecho—. Por fin podré enterarme de lo que trama ese chacal.
Viana lo sospechaba, pero permaneció en silencio.
Harak estaba dirigiendo un discurso a los jefes de los clanes en la tosca lengua de su tierra. No era un parlamento muy florido; los bárbaros no solían hablar de más. Lobo fruncía el entrecejo para tratar de entender lo que decía, pero le resultaba difícil, puesto que solo conocía unas pocas palabras en el idioma de los invasores. Viana, por el contrario, había convivido con ellos durante varios meses y pudo comprender mejor el discurso del rey.
Hablaba de un arma que los haría invencibles. De algo que les permitiría conquistar el mundo entero. Cuando les dijo a sus invitados que iba a compartir con ellos el mágico secreto de su imbatibilidad, todos rugieron mostrando su acuerdo.
—¿De qué diablos está hablando? —gruñó Lobo.
—Espera y lo verás —susurró Viana; no se le había escapado que, a una señal de Harak, dos sirvientes arrastraban uno de los barriles hacia la mesa.
Los bárbaros guardaron silencio mientras observaban, con curiosidad, cómo los criados destapaban el barril. Entonces Harak les ordenó que permanecieran de pie junto a la mesa, introdujo su manaza en el interior y la sacó embadurnada de un líquido blanquecino. «Savia del Gran Bosque», pensó Viana con un estremecimiento.
—¿Qué es eso? ¿Qué es eso? —decía Lobo con frustración, tratando de obtener una perspectiva más amplia.
—Espera y lo verás —repitió Viana.
Pero no estaba preparada para lo que sucedió a continuación. Harak ordenó a los dos sirvientes que se quitaran la camisa y untó el pecho de uno de ellos. Solo de uno.
Acto seguido, y antes de que nadie pudiera adivinar sus intenciones, extrajo una daga de su cinto y atravesó sucesivamente el corazón de los dos.
Algunos bárbaros lanzaron una exclamación de sorpresa; otros rieron, pensando que había sido un capricho de su rey que había que celebrar. Pero todos contemplaron impasibles cómo ambos criados agonizaban ante ellos. Uno se desplomó en el suelo, muerto, con los ojos de par en par, fijos en el techo. El otro, sin embargo, se estremeció y volvió a levantarse, confuso y maravillado. Harak le arrojó una jarra de agua por encima para limpiarle la sangre. Y todos los demás bárbaros dejaron escapar un grito de asombro: la herida de su pecho había sanado milagrosamente.
—Aquí tenéis el ungüento mágico que nos hará invencibles —declaró Harak—. Pero no inmortales —añadió.
Desenfundó su hacha y decapitó allí mismo al pobre criado, que ya sonreía, aliviado, al creer que había escapado de una muerte segura. Su cabeza rodó muy cerca de Uri, que dio un respingo y retrocedió, horrorizado, para no ver la espantosa mueca que había quedado congelada en ella para siempre.
Algunos de los jefes bárbaros aplaudieron la ocurrencia entre grandes risotadas. Pero Harak no había terminado de hablar.
—Cada clan —dijo—, recibirá media docena de barriles como este antes de cada batalla. Usadlos bien y nadie podrá derrotaros. Y entonces los Pueblos de las Estepas conquistaremos el mundo entero.
Los bárbaros se quedaron un instante en silencio, meditando en sus palabras, sin terminar de asimilar lo que acababan de contemplar. Pero después alguien lanzó un grito de alabanza a Harak, y todos los demás se le unieron con vítores de victoria y brindaron por la gloria de los pueblos bárbaros.
En el pasadizo secreto, Lobo se había quedado blanco.
—¿Qué… qué ha pasado ahí dentro?
Viana sacudió la cabeza.
—Es lo que he tratado de decirte desde el principio —dijo—. Es un tipo de savia curativa. La obtienen de un árbol maravilloso que crece en el corazón del Gran Bosque. Llevan ya meses recolectándola; hasta hace poco, era solo para Harak, y por eso tenía fama de imbatible. Pero, por lo visto, ahora quiere compartirla con el resto de sus guerreros antes de iniciar la campaña del sur.
Lobo palideció todavía más.
—No puede ser —susurró—. ¿Y de cuántos barriles disponen?
—Por lo que sé, puede que varios centenares. Uri… —se detuvo un momento, tratando de controlar el dolor que sentía en el corazón cada vez que pensaba en él y en la situación en la que se encontraba—, Uri y yo los vimos en el Gran Bosque. Hay muchos de los suyos recolectando savia. Y parecía que llevaban allí bastante tiempo.
Lobo reflexionó.
—Pero eso significa… —dijo por fin—. Si es cierto lo que acabo de ver… no tenemos ninguna posibilidad frente a ellos.
—No —coincidió Viana—, a no ser que destruyamos esos barriles, o que asaltemos a Harak antes de que se unte con eso nuevamente.
Lobo la miró con ojos relucientes.
—Entonces, ¿crees que los efectos no son permanentes? —preguntó.
Viana lo pensó.
—No lo creo —dijo—, porque Harak les ha prometido a los jefes que tendrán más barriles antes de cada batalla. Eso significa que vuelven a ser vulnerables cada vez que se eliminan los restos de savia que queden en su piel. Quizá después de un baño… si es que se bañan alguna vez… o tras un intenso ejercicio físico que les haga sudar mucho.
—Es bueno saberlo —murmuró Lobo, y se separó de la pared con la evidente intención de proseguir su camino.
—¿Qué haces? —le recriminó Viana—. ¡Hay que salvar a Uri!
—Hay que salvar a la reina y a su madre —la corrigió Lobo—. Y he de aprovechar ahora que están todos reunidos en el salón.
—Pero…
—Por el camino —cortó él—, seguiré pensando en lo que hemos visto. Y tal vez se me ocurra un plan.
Viana se resignó a dejarlo todo en manos de su mentor. Lo siguió por el pasadizo con docilidad, aunque una parte de ella se quedó atrás, en el salón donde tenían a Uri, y se juró a sí misma que no se marcharía del palacio sin él.
Torcieron un par de veces más y subieron por unas escaleras practicadas en el mismo pasadizo hasta lo que Viana adivinó que era el piso superior. Lobo se detuvo un poco más allá. Ante él, a mano derecha, se veía otro haz de luz a la altura de sus pies, mucho más amplio que los que habían visto hasta entonces.
—Es una chimenea —susurró Lobo—. Hace tiempo que la sellaron y ahora su función es meramente decorativa, pero nos conducirá hasta los aposentos reales —se volvió hacia ella y le lanzo un fardo de ropa que la muchacha agarró al vuelo—. Ponte esto, rápido.
—¿Qué es?
Lobo suspiró profundamente.
—¿No eres capaz de obedecer una orden sencilla sin hacer una maldita pregunta? ¿Y aún te extraña que te echara de mi ejército?
Viana no se inmutó ante sus palabras. Siguió mirándolo fijamente en la penumbra, con el lío de ropa en la mano, hasta que Lobo suspiró de nuevo y respondió con un gruñido:
—Es un vestido. Yo no puedo llegar hasta las habitaciones de la reina sin levantar sospechas, pero tú, sí.
Viana se llevó una mano al pelo, corto y rebelde. Lobo se adelantó a sus objeciones.
—He pensado en ello; ahí tienes una de esas cosas que usáis las mujeres para taparos la cabeza.
—¿Una redecilla? —preguntó Viana, desplegando el vestido. Varias piezas de ropa cayeron al suelo. Lobo hizo un gesto desdeñoso.
—Ya te gustaría. Hoy serás una criada, no una duquesa.
—Ah, una pañoleta —dijo Viana al localizar la prenda—. Date la vuelta. No quiero que mires.
Lobo puso los ojos en blanco, pero obedeció. Viana procedió a cambiarse en el estrecho pasadizo. Se sorprendió al encontrarse peleándose con las ropas femeninas, igual que tiempo atrás había tenido que esforzarse para embutirse en unas calzas y una camisa de hombre. «¿Tan pronto he olvidado quién soy en realidad?», se preguntó, e inmediatamente: «¿Y quién soy en realidad?». Pero apartó aquellos pensamientos de su mente. No era momento de planteárselos: tenía una misión por delante.
Cuando por fin se sintió cómoda con su vestido de criada, se volvió hacia Lobo, que la observó con aire crítico.
—Supongo que tendrá que servir —dijo finalmente—. Deprisa, sal por el hueco de la chimenea; llegarás a un saloncito cercano a las dependencias de la reina. Solo tienes que seguir el pasillo todo recto y luego torcer a la izquierda. Te estarán esperando.
—¿Y qué les digo? —preguntó Viana, insegura de pronto.
—El santo y seña de la rebelión: «El halcón ha de alzarse de nuevo».
Viana asintió. Sabía que el halcón peregrino era el símbolo de los reyes de Nortia, de modo que era fácil recordarlo. Escondió un puñal en la faltriquera —no pensaba aventurarse desarmada en un nido de bárbaros— y salió a gatas por la chimenea. Echó un vistazo rápido antes de emerger a la habitación, que estaba vacía. Se puso en pie y se deslizó hasta el pasillo.
Una vez allí, se puso en marcha sin perder un instante. Si debía hacerse pasar por una criada del castillo, no podía mostrar vacilaciones.
Trató de caminar con ligereza, pero la pesada falda entorpecía sus pasos. Se preguntó cómo había sido capaz de llevar vestidos durante tanto tiempo.
Siguió las indicaciones de Lobo y llegó hasta los aposentos de la reina. Dudó un instante. La puerta estaba entornada, pero en el interior permanecía a oscuras y en silencio. Quizá no hubiese nadie, o tal vez la niña estuviese durmiendo. Obviamente, ninguna doncella esperaría visita a altas horas de la madrugada.
Pero Viana recordó que Lobo le había dicho que la estarían aguardando, de modo que inspiró profundamente y entró en la habitación. La puerta se abrió con un chirrido.
—¿Quién va? —se oyó de pronto la voz de la marquesa de Belrosal. Las cortinas de la cama estaban descorridas y Viana entrevió, en la penumbra, que la pequeña Analisa se incorporaba entre las sábanas, expectante. Su madre estaba sentada en una silla junto a la chimenea apagada. Viana comprendió que ninguna de las dos había tenido intención de dormir aquella noche, aunque Analisa se hubiese acostado para fingir que la velada transcurría con normalidad.
—Yo… —empezó, un tanto insegura.
—¿Cómo te atreves a perturbar el sueño de la reina? —cortó la marquesa con disgusto—. Ya trajeron el calientacamas hace mucho rato, y hemos dejado claro que esta noche su majestad no tomaría ninguna infusión para dormir.
—Yo… —repitió Viana, desconcertada; recordó entonces el santo y seña, tomó aire y dijo de corrido—: «El halcón ha de alzarse de nuevo».
Sobrevino un silencio sorprendido.
—Madre… —empezó Analisa.
—Silencio —respondió la marquesa bajando la voz—. ¿Quién sois vos? —le preguntó a Viana—. ¿Y quién os envía?
La joven cerró la puerta tras de sí al penetrar en la habitación. Tardó un poco en contestar, porque lo primero que le vino a la mente fue decir: «Lobo». Pero ahora sabía que Lobo no se llamaba así en realidad.
—El conde Urtec, mi señora —susurró—. Está esperándoos para sacaros del castillo a vos y a vuestra hija.
—¡Por fin, madre! —exclamó la reina juntando las manos, sin poder ocultar su alegría.
—Todavía hemos de salir de aquí —replicó la marquesa.
Analisa apartó las mantas y bajó de la cama, y Viana comprobó con satisfacción que estaba completamente vestida.
—¿Cómo vamos a salir del palacio sin que nos vean? —preguntó la niña con nerviosismo.
—Existe un pasadizo oculto tras estos muros, majestad —respondió Viana en voz baja—, y los bárbaros están ocupados con uno de sus banquetes. No nos descubrirán.
Con todo, y a pesar de que el trayecto hasta la entrada del pasadizo era corto, la joven tuvo los nervios a flor de piel hasta que la marquesa y su hija hubieron desaparecido por el hueco de la chimenea.
Entró tras ellas.
—¡Por fin! —susurró Lobo en la penumbra—. Viana, ¿por qué habéis tardado tanto?
—Yo también me alegro de verte.
—¿Viana? —repitió Analisa, contemplando a la muchacha con ojos brillantes—. ¿Sois vos Viana de Rocagrís, la misma que escapó de su esposo bárbaro, que desafió a Harak y que rescató a Belicia de Valnevado de su horrible destino? —y, antes de que ella pudiese explicarle lo que le había sucedido a Belicia, la niña añadió—: Lamenté mucho la noticia de vuestra captura y sentencia de muerte. Pero me alegré de saber que habíais logrado escapar. Nunca había visto a Harak tan furioso.
Viana se permitió esbozar una sonrisa, pese a que el recuerdo de Belicia aún le resultaba doloroso.
—No tenemos tiempo para hablar de eso, majestad —cortó Lobo con cierta brusquedad—. Debemos poneros a salvo.
—Conde Urtec —saludó la marquesa con una breve inclinación—. Celebro que hayáis podido acudir en nuestro rescate.
—Un buen caballero siempre ha de cumplir sus promesas, mi señora —respondió Lobo con gravedad, abriendo la marcha por el estrecho pasadizo.
—Ah, conde Urtec —respondió ella, aligerando el paso para colocarse justo detrás de él—, qué bien sienta a los oídos de una dama volver a escuchar palabras gentiles, después de tanto tiempo habitando entre bárbaros —hizo una pausa y añadió, en voz más baja—: Sí, no me cabe duda de que sois un buen caballero. El destino del reino reposa sobre vuestros hombros y habéis demostrado que estáis a la altura de esa responsabilidad. Tal vez mi hermana erró al elegir pretendiente. O quizá… fuisteis vos quien cortejó a la hermana equivocada.
Analisa reprimió una risita cuando Lobo trastabilló en el pasadizo.
Pero Viana tenía otras cosas en que pensar, y apenas prestó atención a los requiebros de la marquesa.
—Lobo, ¿qué pasa con Uri? ¿Y con los barriles de savia?
—Viana, en estos momentos tenemos otra prioridad.
Ella se mordió la lengua para no exigir el rescate inmediato de Uri; sabía que Lobo no cambiaría sus planes por él.
—¿Vas a permitir entonces que el ejército de Harak se vuelva invencible? —le espetó—. Si entrega esos barriles a los jefes de los clanes…
—¿Barriles? —repitió la marquesa ladeando la cabeza.
Lobo se detuvo un momento.
—¿Sabéis algo de eso?
—Harak lleva varios meses almacenando barriles en los sótanos del castillo —arrugó la nariz—. Supongo que se trata de cerveza, aguardiente o alguna cosa parecida.
—¿En los sótanos? —repitió Lobo—. ¿Os referís en las mazmorras?
—Oh, no, no. En el ala norte del castillo hay una gran cámara subterránea que los antiguos reyes de Nortia utilizaban como almacén de reliquias. Armas y armaduras, trajes de gala, cetros, tapices… incluso algunas joyas. Esa cámara contenía una parte muy importante de la historia de Nortia —suspiró—, pero llegaron los bárbaros y lo saquearon todo. Vaciaron su contenido en el patio del castillo, se repartieron los objetos a los que encontraron algún valor y el resto lo quemaron en la hoguera.
Lobo se estremeció de rabia, pero no dijo nada. La marquesa prosiguió:
—Y todo para llenar la cámara real con sus apestosos barriles de licor.
—No es licor… —empezó Viana, pero Lobo la hizo callar con un gesto.
—Conozco esa cámara —dijo—. Entré en ella en una ocasión con el rey Radis, cuando era príncipe. Quiso enseñarme el manto que luciría en la coronación. En teoría, solo los reyes de Nortia tienen la llave de la cámara secreta, pero Radis conocía otra manera de entrar… a través de estos mismos pasadizos —hizo una pausa—. Creo que valdría la pena hacer una visita a los sótanos del castillo antes de salir.
—¿Vos también sois aficionado a la bebida, conde Urtec? —le recriminó la marquesa con disgusto—. ¡Jamás lo habría imaginado!
—Os lo explicaré por el camino, mi señora. Démonos prisa; el banquete de los bárbaros estará a punto de finalizar.
Lobo trató de ponerse en marcha de nuevo, pero Viana le tiró de la manga.
—Espera. ¿Qué pasa con Uri?
—Ahora no podemos ocuparnos de él, Viana —fue la respuesta—. Lo siento.
Ella no dijo nada. Suspiró y siguió a Lobo y a las dos damas a través del pasadizo, fingiendo estar conforme con su decisión. Pero fue quedándose atrás poco a poco, deliberadamente, hasta que se detuvo por completo.
Ni Lobo ni la marquesa se percataron de este hecho. La joven reina Analisa, sin embargo, se volvió un momento y miró a Viana con expresión interrogante. Ella se puso un dedo sobre los labios, indicando silencio. Analisa asintió, con los ojos brillantes de emoción, y siguió a Lobo y a su madre por el túnel secreto, sin volver a preocuparse por el hecho de que Viana no los acompañara. La joven entendió que no la delataría.
Volvió, pues, sobre sus pasos, decidida a rescatar a Uri como fuera. Contaba, además, con la ventaja de que iba disfrazada de criada, por lo que le resultaría más fácil pasar desapercibida. De nuevo salió por el hueco de la chimenea y se deslizó por los pasillos del castillo.
En esta ocasión, sin embargo, no disponía de indicaciones que la ayudaran a llegar hasta su destino. Conocía el gran salón donde los bárbaros estaban celebrando su inminente conquista de los reinos del sur: era el mismo lugar donde, año tras año, los reyes de Nortia habían reunido a sus nobles para contemplar el solsticio de invierno. Pero nunca, ni siquiera cuando había acudido allí como la heredera de Rocagrís, se le había permitido visitar las dependencias reales. De modo que recorrió las estancias del castillo, al azar, agudizando el oído por si captaba los sonoros cánticos de los bárbaros. Descendió por fin por una amplia escalera que la condujo hasta el piso inferior, que conocía bastante mejor. Respiró hondo y se dirigió a la cocina.
Dado que el banquete estaba tocando a su fin, no reinaba demasiada agitación. Toda la comida se había servido ya, y hacía rato que las puertas del gran salón se habían cerrado a cal y canto. Las criadas recogían la cocina y fregaban los pucheros, comentando entre ellas los pormenores de la jornada. Viana se quedó en la entrada, a sus espaldas, y paseó la mirada por la estancia. Descubrió una pesada jarra de vino sobre una de las mesas y se la llevó sin hacer ruido.
Así pertrechada, se encaminó al salón, esperando que la confundieran con una sirvienta y la dejaran pasar. Sabía que no permitirían entrar a nadie, y que los criados que habían estado presentes durante la cena habían sido asesinados por Harak para que no revelaran a nadie lo que habían visto allí. Pero Viana tenía que intentarlo. No se le ocurría nada mejor.
Dobló una esquina y casi tropezó con un caballero. Viana murmuró una disculpa mientras sostenía mejor la jarra para que no salpicara, y bajó la cabeza rápidamente; había estado a punto de mirar al noble a los ojos, cuando se suponía que era una sirvienta. Iba a proseguir su camino cuando él la sujetó por el brazo.
—¡Espera!
—Mi señor, dejadme ir… —empezó Viana con el corazón desbocado.
—¿Viana? —dijo él.
Ella alzó la cabeza por fin y casi dejó caer la jarra de la sorpresa.
—¡Robian!
Era él, sin duda. No había pasado tanto tiempo desde su último encuentro en la cabaña del bosque, pero, aún así, a Viana le pareció un poco más cansado.
—¿Qué haces aquí? —preguntaron los dos a la vez.
—¡Baja la voz! —añadió Viana enseguida—. ¿Quieres que me descubran?
—¿Qué es lo que pretendes entrando en el castillo vestida de esta guisa? —quiso saber Robian—. ¿Acaso vas a servir a Harak una copa de vino envenenado?
Viana contempló la jarra que sostenía en sus manos y lamentó que no se le hubiese ocurrido esa posibilidad.
—He de entrar en el salón —dijo solamente.
—Nadie entra en el salón, Viana. Solo los jefes bárbaros pueden estar presentes. A los caballeros del rey nos han encomendado la tarea de montar guardia.
Viana alzó la cabeza para mirarlo a los ojos.
—¿Me delatarás?
Seguramente Robian no había olvidado que ella lo había dejado en ridículo ante su criado, pero Viana esperaba que tampoco hubiera desaparecido de su memoria el tiempo que habían pasado juntos. O la forma en la que él la había traicionado, entregándola a los bárbaros.
Sí, aún le quedaban cuentas que saldar, se dijo con amargura.
—¿Se trata de algún descabellado plan de los rebeldes? —adivinó él, sin responder a la pregunta.
—Quizá —dijo ella; se le ocurrió una idea loca—. Únete a nosotros, Robian. Aún no es demasiado tarde. Únete a los rebeldes y lucha por la libertad de Nortia.
El joven suspiró con pesar.
—¿Crees que no lo he pensado una y mil veces? Pero debo velar por mi familia. Si Harak se enterase de mi traición…
Viana no dijo nada. Reaccionó con disgusto y le dio la espalda, dispuesta a marcharse. Pero la voz del joven duque la detuvo en medio del pasillo:
—He de entregarte a Harak. Lo sabes, ¿verdad?
Viana se volvió hacia él, con el corazón latiéndole con fuerza.
—Conservo a mi familia, mi título y parte de mis tierras —prosiguió Robian—, pero nadie me respeta. Los nortianos me consideran un traidor, y los bárbaros, poco más que un bufón. ¿Crees que no sé lo que dicen de mí? El poderoso duque burlado por una chica rebelde —dijo con amargura—. Mi estancia en Torrespino no es un honor, sino un destierro. Ya no puedo regresar a Castelmar. No, al menos, hasta que haya acabado contigo.
Ella retrocedió un par de pasos.
—La rebelión no tiene ninguna posibilidad, Viana. Todo aquel que pruebe su lealtad al rey Harak tendrá un futuro brillante en la nueva Nortia. A todos los demás: a Lobo, y a ti, y al resto de rebeldes… no os espera otra cosa que la muerte. Y yo no sé en qué bando debo estar. No solo por mí, sino también por mi familia.
Ambos cruzaron una larga mirada. Viana fue más consciente que nunca del abismo que los separaba.
—Podría recuperarlo todo —dijo Robian—, y asegurar mi nombre y mi posición en la corte de Harak… si te entregase a él.
Viana tragó saliva. Sus ojos buscaban una salida, pero no la encontraron. Robian bloqueaba uno de los extremos del pasillo, y el otro conducía a un salón lleno de bárbaros.
—Pero no lo haré —concluyó finalmente—. Ve, sigue tu camino, vayas a donde vayas. Yo no te he visto. Y tú a mí tampoco —añadió tras una pausa.
Viana se sintió inundada por una oleada de alivio.
—Gracias, Robian —murmuró.
Pero él no respondió. Le dio la espalda y se alejó, pasillo abajo, con el paso cansado de un anciano.
Viana reanudó la marcha, con el corazón lleno de pena por todo lo que había perdido. Si los bárbaros no hubiesen invadido Nortia…, pensó por enésima vez. Se compadeció de Robian por la difícil decisión que se había visto obligado a tomar entonces; sus consecuencias lo perseguirían el resto de su vida.
Para Viana, sin embargo, el joven duque de Castelmar formaba parte del pasado. Ahora debía pensar en Uri, y luchar por él para que ambos pudiesen disfrutar de un futuro juntos.
Por fin llegó ante las puertas del salón del trono. Ante él había dos hombres montando guardia; comprobó con alivio que no eran caballeros de Nortia, que podrían haberla reconocido fácilmente, sino guerreros bárbaros. Trató de aparentar seguridad cuando se encaminó hacia ellos con la jarra entre las manos.
—¿Qué quieres, mujer? —la interpeló uno de los guardias.
Viana alzó al jarra.
—Traigo vino para su majestad —respondió.
Los dos bárbaros rieron.
—Estúpida mujer. Harak no bebe vino. El vino es para débiles nortianos.
Viana pensó con rapidez. Había olvidado aquel detalle: los bárbaros preferían la cerveza y licores fuertes.
—Este es un vino especial —respondió alzando la jarra ante ellos—. Una bebida exquisita solo destinada a los paladares de los reyes de Nortia. Se lo envía la reina con sus mejores deseos.
Los dos hombres miraron a Viana como si fuera un piojo.
—Harak no bebe vino —repitió uno de ellos.
Viana lo habría estrangulado.
—Este es el vino de los reyes —insistió—. Le gustará.
Los bárbaros cruzaron una mirada y se encogieron de hombros.
—Habrá que probarlo —dijo uno, y alargó la mano hacia la jarra que sostenía Viana. Ella dio un paso atrás para ponerla fuera de su alcance, lo que enfureció al bárbaro.
—Estúpida mujer —masculló.
Pero en aquel momento llegó un soldado corriendo.
—¡Alerta! ¡Alerta! —decía.
Viana se quedó paralizada de terror. ¿La habría delatado Robian, a pesar de haberle dicho que no lo haría?
—¿Qué pasa? ¡Habla! —ordenó uno de los guardias.
—¡La cámara real está ardiendo! —dijo.
Los dos se incorporaron inmediatamente.
—¡La cámara! ¡Los barriles!
Viana se retiró a un segundo plano y contempló cómo los guardias discutían si debían informar o no a Harak, ya que habían recibido órdenes de no interrumpir el banquete bajo ningún concepto. Finalmente optaron por entrar en el salón. La joven escuchó con regocijo el alboroto que se formó en el interior cuando los guardias transmitieron la noticia. No cabía duda de que Lobo había logrado llegar hasta la cámara donde guardaban los barriles y les había prendido fuego.
Cuando los bárbaros salieron corriendo del salón, encabezados por un Harak furioso que no dejaba de vociferar órdenes a todo el mundo, Viana se pegó a la pared, con el corazón latiéndole con fuerza. Pero estaban demasiado ocupados para fijarse en una simple criada.
Parecía claro que el banquete había tocado a su fin. Viana suspiró, aliviada, porque un verdadero rey de Nortia habría enviado a sus sirvientes a apagar el fuego. Los bárbaros, en cambio, pensaban que las cosas importantes debían hacerlas ellos mismos, ya que un criado o un esclavo podrían estropearlas. Además, Harak no era un necio, y sin duda sospechaba que aquel incendio no se había producido por accidente: probablemente se debía a un ataque y, en tal caso, tendría que luchar.
Poco después, el corredor quedó en silencio. El rey bárbaro y los suyos habían bajado a los sótanos del castillo, y Viana no había visto a Uri con ellos. Respiró hondo y se atrevió a entrar en el salón.
Para su desencanto, descubrió que no todos habían abandonado el salón. Dos de los jefes bárbaros seguían allí, sentados a la mesa, bebiendo y acabando con los restos de comida que quedaban en las fuentes. Viana comprobó que Uri permanecía encadenado a las patas del trono de Harak, en la misma posición que cuando lo había visto desde el pasadizo. Quizá estuviese herido o inconsciente; a Viana se le encogió el corazón.
No podía dejarlo allí. Avanzó hacia los dos hombres y supo que no tenía tiempo de repetir la pantomima del vino real.
—¿Qué buscas aquí, mujer? —preguntó uno de los bárbaros, con la voz pastosa y la mirada enturbiada por el alcohol.
Viana no respondió. Alzó la jarra con las dos manos y la rompió en la cabeza del bárbaro. Este se tambaleó, sorprendido, pero no cayó. Viana agarró una de las fuentes y volvió a golpearle una y otra vez hasta que se derrumbó por completo.
El otro tardó unos instantes en reaccionar.
—¡Eh! —dijo por fin, levantándose. Se llevó la mano al cinto y avanzó hacia Viana, que retrocedió, aterrada. Se había quedado sin ideas.
Pero el bárbaro tropezó con algo y cayó de bruces al suelo. Viana descubrió entonces que se trataba de la cadena de Uri: el muchacho no estaba tan inerte como aparentaba y la había usado para rodear los pies de su enemigo. Después, con un veloz movimiento, la pasó por el cuello del bárbaro y tiró para ahogarlo.
El bárbaro intentó resistirse. Viana se acordó entonces del puñal que guardaba en su faltriquera.
Dudó un momento; pero a Uri le empezaban a fallar las fuerzas, y la joven estaba convencida de que, si lograba liberarse, el bárbaro no vacilaría en matarlos a los dos. De modo que hundió el puñal en su pecho y no lo retiró hasta que, tras un par de sacudidas, el cuerpo del hombre cayó al suelo.
Viana se esforzó por contener las lágrimas. Se abrazó a Uri, temblando, y cerró los ojos.
—Uri… Uri, menos mal que estás bien… —murmuró—. ¿Por qué te han hecho esto?
El muchacho señaló su propio pecho.
—Él quiere esto —respondió.
Viana se acordó de las palabras del brujo.
—¿De verdad quiere tu corazón? —preguntó, horrorizada—. ¡No puede ser tan salvaje!
Pero, por si acaso, no debía perder un instante más. Examinó la cadena que ataba a Uri al enorme trono de Harak.
—Tengo que sacarte de aquí —murmuró. Echó un vistazo al hacha de uno de los bárbaros caídos, pero enseguida comprendió que era demasiado pesada para levantarla.
«No es posible», pensó, tratando de luchar contra la oleada de angustia y desánimo que amenazaba con apoderarse de su corazón. «No puedo haber llegado tan lejos para detenerme aquí. Tiene que haber alguna manera de soltar esta cadena».
La observó desde todos los ángulos, pero no encontró en ella ningún eslabón débil. Ni siquiera parecía tener cerradura. Era como si Harak lo hubiera encadenado para siempre, como si no tuviese la intención de soltarlo nunca más.
—Quizá —dijo con voz temblorosa—, podamos arrastrar el trono entre los dos.
—Lo dudo mucho, mi estimada muchacha —dijo una voz tras ellos—. Fue necesaria la colaboración de cuatro de mis hombres para desplazarlo desde la tribuna hasta la mesa.
Viana se volvió, aterrorizada. En la puerta de la sala, caminando lentamente hacia ellos como un león que acechase a su presa, estaba Harak, el rey bárbaro de Nortia.
—Otra vez tú —comentó—. He perdido la cuenta de las veces que has escapado de mi poder. Pero no habrá ninguna más.
Viana empuñó su cuchillo, lamentando no poder contar con su arco. Sin embargo, sabía que estaban perdidos. Aunque el salón era grande y tal vez podría escapar si echaba a correr con la suficiente rapidez, no podía dejar a Uri allí, encadenado al trono.
—Déjalo marchar, por favor —suplicó.
Harak sacudió la cabeza.
—¿Todavía no comprendes quién es?
—Sé lo que es —respondió ella con un estremecimiento—. Pero ya has arrasado a muchos de los suyos en el Gran Bosque. No necesitas a otro más.
Harak rio suavemente.
—Te equivocas, querida muchacha. Precisamente ahora que tus rebeldes han acabado con mis existencias de savia, tu amigo del bosque es más importante que nunca.
Avanzó unos pasos. Viana trató de proteger a Uri y este, a su vez, intentó interponerse entre ella y el rey bárbaro, que sonrió con desdén.
—La savia mágica —prosiguió—, protege nuestra piel de golpes y heridas, pero no nos hace inmunes a cosas como el veneno, la vejez o la enfermedad. Si pudiéramos beberla, en cambio… nos otorgaría la inmortalidad. Lamentablemente, todo el que lo hace termina muriendo entre violentos espasmos —volvió a centrar su mirada en Uri—. Pero resulta que uno de los árboles mágicos se ha transformado en humano… con savia en las venas. ¿No lo entiendes? —añadió, sonriendo a Viana de una forma que ella encontró muy desagradable—. Su sangre no es un veneno para nosotros. Su sangre sí se puede beber.
Viana se quedó mirándolo, horrorizada, incapaz de pronunciar palabra.
—Mediante un antiguo ritual, que nuestro brujo está preparando con gran esmero —prosiguió Harak—, arrancaremos el corazón, todavía palpitante, de la criatura a la que tratas de proteger —sonrió de nuevo—. Será mi próxima cena.
—¡No puedes estar hablando en serio! —gritó Viana, blanca como la cera.
—¿Por qué no? —replicó Harak sin dejar de sonreír—. ¿Cómo puede echar de menos su corazón alguien que hasta hace poco jamás había tenido uno?
—Pero, pero… —balbuceó ella—. Ahora es un muchacho…
—¿De veras? ¿Por cuánto tiempo? Dime, ¿cuánto crees que tardará ese monstruo en volver a echar raíces?
Viana no se lo había planteado, pero tampoco quería hacerlo ahora.
—¡Tú eres el monstruo! —lo acusó ella, llena de rabia—. ¿Cómo puedes hablar siquiera de arrancarle el corazón a sangre fría… como un salvaje?
—Oh, pero eso es lo que somos los Pueblos de las Estepas para vosotros, las buenas gentes de Nortia, ¿no es así? Salvajes, incivilizados… bárbaros. Pero te diré una cosa, muchacha necia e impertinente: cualquier guerrero «bárbaro» es mucho más fuerte y poderoso que el más clamado caballero de Nortia.
Entonces una sombra se deslizó por detrás de Harak y algo brilló a la luz de las antorchas. Se oyó un chapoteo y Harak se encontró de pronto completamente empapado en agua, de los pies a la cabeza. Se volvió con un rugido de rabia, hacia la persona que acababa de sorprenderlo por la espalda. Era Lobo, que aún sostenía un balde vacío entre las manos.
—Puede que un guerrero bárbaro sea más fuerte que un caballero de Nortia —replicó con una sonrisa socarrona—, pero este siempre será más ingenioso.
Viana lanzó una exclamación de alegría. Lobo se llevó la mano al cinto y desenvainó la espada.
—Ahora estamos en igualdad de condiciones —lo desafió—. O quizá el poderoso rey bárbaro tema enfrentarse a un humilde y viejo caballero de Nortia sin la protección de su mágico bálsamo.
Harak entornó los ojos, pero luego asintió.
—Muy bien —dijo—. Hagámoslo a la manera de los caballeros de Nortia.
Desenvainó una de sus armas, un enorme espadón de doble filo. Viana contuvo el aliento.
Harak lanzó un poderoso grito de guerra y arremetió contra Lobo. Este se puso en guardia.
El choque entre ambos fue terrible. Lobo tembló; su espada parecía espantosamente frágil comparada con la del rey bárbaro y, por un momento, parecía que este iba a ganar la partida. Pero Lobo empujó a su oponente con todas su fuerzas y logró echarlo atrás.
La lucha continuó durante un buen rato. Harak era más fuerte, y sus golpes resultaban devastadores. Pero Lobo era más ágil y rápido, a pesar de que también lo aventajaba en años. Era evidente que el caballero sabía esgrima; fintaba, golpeaba y trataba de alcanzar a Harak con docenas de movimientos diferentes, mientras que este se limitaba a asestar golpes a diestro y siniestro. Sin embargo, la superioridad técnica de Lobo no le valdría de nada si llegaba a alcanzarlo uno solo de los espadazos del bárbaro. Viana se percató de que su amigo estaba peleando sin armadura; hacía mucho tiempo, de hecho, que había dejado de usarla.
La joven contuvo el aliento cuando uno de los golpes de Harak pasó rozando la cabeza de Lobo.
—Eso sí que no —gruñó el caballero—. No pienso permitir que te lleves mi oreja buena por delante.
—De nada le va a servir a tu cadáver, nortiano —replicó el bárbaro.
Hizo un giro de cintura y lanzó la espada hacia delante. Lobo fintó para esquivarla…
… Pero no lo bastante rápido.
Y la punta del espadón del bárbaro se hundió profundamente en el pecho del antiguo conde de Monteferro, que se desplomó sobre las baldosas de la sala del trono.
Viana dejó escapar un grito de angustia; hasta el último momento había esperado que Lobo resultase vencedor en una lucha que a priori parecía tan desigual. Una parte de ella no podía creer que Harak lo hubiese matado, que la historia del duro y cínico caballero hubiese encontrado su final de aquella manera… Quiso correr a ayudarlo, pero Uri la retuvo en sus brazos.
—Déjame… —sollozó Viana debatiéndose, sin ser capaz de apartar la mirada del rostro sin vida de Lobo—. Tengo que ir… Lobo…
—Estabas muy unida a este viejo, ¿verdad? —dijo Harak con indiferencia, limpiando la sangre de su espada en su pantalón de cuero—. Sé quién es; él y los suyos nos combatieron al pie de las Montañas Blancas, y ahora lidera ese grupo de rebeldes que ha acabado con mis reservas de savia.
Viana no lo escuchaba. Seguía con la vista fija en el cuerpo de Lobo, y por eso fue la primera en advertir que sus párpados temblaban. Reprimió una exclamación de sorpresa.
—Pero se acabó —concluyó Harak, dándole la espalda a Lobo—. Acéptalo, muchacha. Has perdido la…
No terminó la frase. Tras él, Lobo se había alzado de nuevo, silencioso y letal, y había clavado su arma entre sus omóplatos.
Viana jamás olvidaría el gesto de sorpresa y dolor en los duros rasgos del rey bárbaro. Aún pudo darse la vuelta, desconcertado, cuando Lobo sacó la espada de su cuerpo.
—Cómo… —balbuceó, tambaleándose, mientras la vida se le escapaba.
Lobo sacudió la cabeza.
—Te dije que un caballero de Nortia siempre sería más ingenioso que cualquier bárbaro —dijo—. ¿O es que creías que iba a prender fuego a tus barriles de savia sin untarme con ella primero?
Y, con un ágil movimiento, volvió a ensartar a Harak con su espada.
El usurpador se estremeció una vez más. Después, cayó al suelo como un árbol derribado.
Y ya no se movió.
Viana pudo respirar al fin.
—Lobo… oh, Lobo… ¿cómo lo has hecho…? Yo creí… habías dicho… que sería un combate en igualdad de condiciones…
Lobo le mostró una sonrisa llena de dientes que le recordó a Viana, más que nunca, el animal del que tomaba su apodo.
—Mentí —se limitó a responder—. Veinte años en el exilio luchando contra bárbaros, rufianes y bandoleros me enseñaron algunas cosas que el código de caballería suele pasar por alto.
Viana todavía no podía creer lo que estaba sucediendo.
—Entonces… estás vivo… y él está muerto…
Lobo asintió con gravedad.
—Y eso significa, Viana, que Nortia va a ser liberada.
Ella no pudo responder. Abrazó a Uri y, esta vez sí, lloró de emoción y de alegría.