VIANA REGRESÓ AL CAMPAMENTO sumida en hondas reflexiones. En el fondo pensaba que Lobo no hablaba en serio al echarla de allí, pero pensaba seguirle la corriente porque aquello convenía también a sus planes. Partiría con Uri al Gran Bosque para averiguar qué estaba sucediendo exactamente y volvería para entregar a los rebeldes el secreto de la imbatibilidad de Harak. Seguro que, para entonces, a Lobo ya se le habría pasado el enfado.
Por tanto, no valía la pena afligir a nadie diciendo que el caballero la había echado del campamento y que se marchaba para no volver.
Entró en su cabaña y recogió las cosas que necesitaría para el viaje.
Cuando se echó su petate al hombro y salió de nuevo a la explanada, se encontró con Dorea, que volvía del río cargada con un balde de agua. La vieja nodriza se quedó mirándola.
—¿Os vais, mi señora? —preguntó.
—Voy a cazar —respondió ella; vaciló un momento antes de añadir—: Probablemente pase algunas noches fuera. Necesito… necesito pensar.
—Comprendo —asintió Dorea—. Niña —dijo tras una breve pausa, con voz algo más suave—, sabéis que lo que le ha sucedido a la dama Belicia no fue culpa vuestra, ¿verdad?
Viana inspiró hondo. Las palabras de su nodriza la habían impactado más de lo que esperaba, y parpadeó rápidamente, tratando de contener las lágrimas. No había hecho más que repetirse aquello desde la muerte de Belicia: que no había sido culpa suya, sino del malnacido que había disparado aquella flecha, apuntando a una chica inocente que escapaba de un destino cruel. Sin embargo, los remordimientos se habían instalado en el fondo de su corazón y lo agujereaban con mil espinas de fuego.
—Lo sé —contestó, quizá con más dureza de la que deseaba—. Pero era mi amiga. Es natural que lamente su muerte.
Su voz se quebró, y no fue capaz de seguir hablando. Volvió la cabeza con brusquedad y se alejó hacia el lugar donde Uri, sentado al pie de un árbol, parecía muy entretenido siguiendo con los dedos el dibujo de la corteza.
—Viana… —dijo Dorea, y la palabra terminó en un suspiro.
—Regresaré en unos días —dijo ella sin volverse—. Ah… —añadió, como si acabara de pensarlo en ese mismo instante—, y me voy a llevar a Uri. Creo que ya es hora de que le enseñe a cazar. Tiene que empezar a ganarse su sustento.
Dorea no dijo nada. Viana pensó en detenerse, correr hacia ella y llorar en su regazo, como hacía cuando era niña. Pero se armó de valor y siguió adelante.
Se reunió con Uri junto al árbol y se inclinó a su lado.
—Uri —le dijo en voz baja—, ¿estarías dispuesto a llevarme hasta el corazón del bosque? ¿Al lugar del que procedes, donde está tu gente?
Sintió que le temblaba la voz de emoción al decirlo. De pronto, todas las historias fantásticas que había oído sobre el Gran Bosque desde que era pequeña volvieron a cobrar vida en su imaginación. «Al lugar donde los árboles cantan», pensó.
—Sí, Viana —respondió él, poniéndose en pie de un salto; parecía tan excitado como ella—. Vamos.
La joven asintió.
—Vamos —corroboró.
Uri siguió a Viana a través del claro. No pareció preocuparlo el hecho de que ella no se despidiese de nadie. Por allí cerca estaba Airic, practicando con el arco junto a uno de los soldados, pero Viana no le dijo nada; seguramente el muchacho estaría dispuesto a seguirla hasta donde fuera necesario, y ella no podía permitir que se pusiera de nuevo en peligro por su causa.
Se detuvieron un momento junto a la tumba de Belicia. Viana contempló el montón de tierra bajo el que reposaba el cuerpo de su amiga. Apretó los dientes y juró:
—Echaremos a esos bárbaros de Nortia, Belicia. Te lo prometo.
Después, se puso en marcha sin mirar atrás una sola vez.
Uri la siguió.
La primera jornada de la expedición no fue muy diferente de un día de caza corriente. La mayor parte del recorrido discurría por terreno ya explorado.
Uri y Viana no hablaron mucho aquella mañana. La presencia del chico del bosque reconfortaba a la muchacha, pero ella no podía permitirse distracciones. Sentía que tenía por delante una misión vital para el futuro de su tierra, y quería estar a la altura. Sabía que era la segunda vez que emprendía aquel viaje; ahora partía con la sombra de su primer fracaso aleteando a su espalda, y la certeza de que nadie la creería si les contaba la historia de Uri y su milagroso poder curativo. No; estaba sola en aquella empresa. Y, sin embargo, no podía volver con las manos vacías: tenía que regresar con el secreto de Harak antes de que Lobo y los suyos se enfrentaran a él.
Por su parte, Uri también había adoptado un aspecto grave que no era propio de él. Viana ignoraba si el muchacho había recuperado totalmente la memoria o solo algunos fragmentos; lo que sí parecía claro era que estaba resuelto a conducirla hasta el lugar de donde había venido porque debía salvar a su pueblo de los bárbaros.
Tenía una fe ciega en ella y, aunque Viana no estaba tan segura de poder ayudarlo, sí tenía claro que al menos iba a intentarlo. Por otro lado, era la única que había escuchado a Uri y había tomado en serio sus comentarios sobre la gente del bosque.
Claro que también era ella la única que estaba al tanto de lo que él era capaz de hacer. Viana se preguntaba por qué la había escogido Uri entre todos los demás. Quizá porque estaba enamorado de ella o quizá porque pensaba realmente que podía ayudarlo. Viana no lo sabía, pero no le importaba. El caso era que Uri confiaba en ella para salvar a los suyos, y la joven no quería decepcionarlo.
Preocupados en estos asuntos, ambos parecieron olvidar el sentimiento que los unía y que acababan de descubrir. Sin embargo, de vez en cuando intercambiaban miradas, sonrisas cómplices y roces que hacían que el corazón de Viana latiera más deprisa.
Aquella noche, sentados junto al fuego, aunque no demasiado cerca —incluso después de todo el tiempo que había pasado en el campamento, Uri seguía manteniéndose a una prudente distancia de las hogueras—, Viana se recostó junto a él y cerró los ojos con un suspiro al sentir su brazo rodeando su cuerpo. Tomó la mano de él para acariciar sus dedos, y se sorprendió al hallar en su palma una cicatriz reciente.
—¿Cómo te has hecho este corte, Uri? —preguntó, preocupada—. Tiene un color muy feo.
Uri retiró la mano.
—No pasa nada —respondió con rapidez—. Yo curo.
Viana supuso que tenía que creerlo; después de todo, ella misma había sido testigo de sus habilidades. Decidió, pues, cambiar de tema:
—Háblame de tu gente —le pidió—. ¿Son todos como tú?
Recordaba que, en cierta ocasión, el muchacho le había dado una respuesta contradictoria, del tipo «sí pero no» o algo parecido. Sin embargo, aquello había sucedido tiempo atrás. Cuando Uri apenas sabía hablar.
La desconcertó, por tanto, el hecho de que él adoptara una actitud reservada.
—Yo soy como ellos —dijo solamente; parecía apenado, y a Viana incluso le pareció detectar un breve destello de rabia en el fondo de sus ojos verdes. Pero el muchacho no quiso explicar más. Y Viana no continuó preguntando, aunque no podía evitar sentirse intrigada.
Durante la jornada siguiente trató de sonsacarle, pero Uri se mantuvo inescrutable. Viana empezó a preocuparse. ¿Qué era lo que tenía que ocultar? ¿Qué encontraría en el corazón del bosque?
La joven tenía muchas preguntas y, de pronto, a Uri ya no le interesaba dar respuestas. Resultaba frustrante.«Pero debo saber a qué me voy a enfrentar», pensó Viana. «Se cuentan muchas historias sobre el Gran Bosque y necesito estar preparada». Confió, sin embargo, en que a lo largo del viaje Uri se relajaría un poco al respecto y se animaría a confiar en ella.
No fue así. A medida que avanzaban a través del bosque, el muchacho parecía mostrarse más tenso y nervioso. «Algo terrible debe de haberle sucedido allí», pensó Viana. Recordó los comentarios de Uri acerca de los bárbaros, e imaginó al punto un escenario posible que explicaba la historia del chico del bosque, desde el principio hasta el final: probablemente, los esbirros de Harak habían llegado hasta el pueblo de Uri en busca del manantial de la eterna juventud, o lo que fuera que usaran para curar a los suyos de forma tan espectacular, y les habrían arrebatado su secreto de forma violenta, quizá matándolos a todos y destruyendo el lugar. Uri había conseguido escapar para pedir ayuda en el mundo civilizado, pero las traumáticas experiencias sufridas le habían hecho perder la memoria. Poco a poco estaba recobrándola, y en su interior se debatían ahora dos sentimientos: por un lado, el urgente deseo de regresar a su tierra para ayudar a su gente; por otro, el terror que le provocaban los recuerdos que había ido recuperando. Cuando llegó a esta conclusión, Viana no pudo evitar sentir que la inundaba una nueva oleada de amor y admiración hacia el muchacho del bosque. Se había enfrentado a los bárbaros, había escapado de ellos… y ahora regresaba para plantarles cara.
Igual que había hecho ella.
Viana tomó la mano de Uri, la apretó con fuerza y le dedicó una radiante sonrisa para mostrarle su apoyo. Quizá, cuando llegaran a su destino, se encontrarían con un poblado arrasado o, en el mejor de los casos, gobernado por los bárbaros. Quizá ella tuviera que ser fuerte por los dos.
De modo que no volvió a preguntarle al respecto, cosa que pareció relajar a Uri. Y los dos se concentraron en el viaje que tenían ante ellos. Viana trató de enseñar al chico a cazar, y pronto descubrió que no se le daba mal. También tenía un instinto especial para moverse por el bosque. La muchacha recordó cómo había sido su primer viaje a través de la espesura y la forma en que Uri parecía tropezar constantemente con sus propios pies, y se alegró de ver que el chico recuperaba la memoria rápidamente, y que sus capacidades regresaban con ella. Era imposible, se dijo, que alguien que procedía del corazón de un inmenso bosque no supiera cómo desenvolverse en él.
Al igual que la primera vez, la floresta fue volviéndose más frondosa e intricada a medida que iban avanzando. Aunque el paisaje era cada vez más extraño para Viana, Uri parecía reconocer más elementos cada día: se detenía para acariciar la corteza de un nudoso árbol con una abierta sonrisa; se agachaba para posar la mano sobre una raíz musgosa; alzaba la cabeza para contemplar el hermoso tapiz formado por las hojas de los árboles… todo en su actitud indicaba que comenzaba a encontrarse en casa.
Así, una mañana llegaron al río donde se habían conocido, varios meses atrás.
Ninguno de los dos dijo nada. Solo se detuvieron junto a la orilla y contemplaron, con las manos entrelazadas, la roca sobre la que Viana había encontrado a Uri inconsciente. Tras un instante de silencio, cruzaron una mirada y sonrieron.
Y se besaron tierna y apasionadamente.
Decidieron acampar allí aquella noche.
Mientras el fuego crepitaba alegremente, Viana contempló la oscura espesura que se extendía más allá del río. Territorio inexplorado. Y, aunque se sentía inquieta, una parte de ella estaba tranquila porque Uri la acompañaba.
Se durmió, confiada, en brazos del chico del bosque.
Y fue él quien la despertó de madrugada, sacudiéndole el hombro de forma apremiante.
—¡Viana! —susurró—. ¡Cuidado!
La muchacha abrió los ojos inmediatamente y se incorporó, en tensión, sacudiéndose como pudo las nieblas del sueño. Miró a su alrededor, aguzó el oído, pero no vio nada extraño. Los rescoldos de la hoguera iluminaban el rostro de Uri con un resplandor anaranjado, fantasmal.
—Viana, corre —dijo entonces él, señalando la oscuridad.
Ella recogió su bolsa, su arco y su carcaj y empuñó el cuchillo, con la vista clavada en el lugar que le indicaba Uri.
Lo único que vio fueron dos luces que se bamboleaban en el aire, lenta e hipnóticamente. Parecían demasiado grandes para ser luciérnagas. Viana las contempló, extasiada. Eran tan suaves y a la vez tan radiantes… tan bellas.
—¿Son… hadas? —preguntó, en un susurro lleno de admiración.
Hizo ademán de acercarse a las luces, pero Uri tiró de ella hacia atrás con violencia. Viana reaccionó. No era propio de él comportarse con tanta brusquedad. Comprendió entonces que el Gran Bosque era su territorio, y nadie conocía mejor que él sus peligros y sus misterios. Quizá fueran fatuos o algo igualmente engañoso. Sin apartar la mirada de las luces, luchando por no dejarse confundir por su belleza, retrocedió unos pasos, con el cuchillo a punto.
Las luces se movieron hacia adelante, las dos a la vez. Fue un movimiento más rápido de lo normal.
—Viana —susurró Uri, tenso, con la voz ronca—. ¡Corre!
Ella no lo cuestionó. Dio media vuelta y echó a correr desesperadamente tras él.
Justo antes de hacerlo, entrevió a la bestia que saltó de entre las sombras para atraparlos. Era similar a un gigantesco gato montés, con una boca inmensa en la que Viana habría jurado que había tres hileras de dientes y una larga cola de león que batía el aire con furia tras él. Tenía dos apéndices a modo de bigotes, rematados ambos por sendos globos luminosos que se agitaban en el aire al ritmo de su carrera.
Viana se quedó un instante paralizada de terror; ahora ya no se fijaba en los apéndices luminiscentes del monstruo, que ella había tomado por seres feéricos, sino también en sus terroríficos colmillos y en sus enormes zarpas. Uri tiró de ella con urgencia, y Viana se obligó a sí misma a seguir corriendo sin pensar en lo que los perseguía.
A la luz de la luna, Viana vio que Uri se precipitaba al río, y no dudó en seguirlo.
El agua les llegaba hasta la cintura. Los dos jóvenes lucharon contra la corriente para llegar al otro lado, y Viana oyó un rugido lleno de frustración a sus espaldas. Se arriesgó a echar un vistazo por encima de su hombro. Distinguió la sombra de la bestia caminando por la orilla, arriba y abajo, buscando un lugar por el que pasar. «No se lanzará al agua», comprendió enseguida. Sin embargo, era cuestión de tiempo que se aventurara a saltar a las rocas que salpicaban el río y que podrían servirle de puente para cruzar al otro lado.
Tenían que darse prisa. Viana perdió el equilibrio y estuvo a punto de caer al agua poco antes de llegar a la orilla, pero Uri la sostuvo.
Momentos después, ambos corrían hacia lo más profundo del bosque. Una vez dejaron atrás el río y se internaron en la espesura, Viana tuvo que bajar el ritmo porque ya no veía nada en la oscuridad: los árboles impedían que les llegara la tenue luz de la luna y las estrellas. Uri, sin embargo, no había reducido la velocidad de su carrera.
—¡Espera, Uri! —lo llamó ella, jadeando—. ¡No me dejes atrás!
El chico retrocedió para tomarla de la mano. Justo en aquel momento, escucharon el bramido triunfante de la criatura que los perseguía. Viana se estremeció: había sonado demasiado cerca.
Uri, por el contrario, no se dejó amilanar. Siguió avanzando entre la espesura, arrastrando a su compañera tras de sí. Viana tropezaba con las raíces de los árboles; el follaje también entorpecía su marcha, y no pudo evitar preguntarse cómo era posible que Uri se moviera con tanta confianza en plena oscuridad. De nuevo oyeron el rugido de la bestia tras ellos. Viana echó una mirada atrás y entrevió, a lo lejos, la luz fantasmal de sus apéndices flotando entre los árboles.
—Uri, ¿sabes a dónde vas? —murmuró, estremeciéndose de nuevo; lo cierto era que en aquel bosque no parecía haber ningún lugar donde refugiarse—. ¿Por qué no trepamos a un árbol? Quizá esa criatura no pueda alcanzarnos allí.
—Él sube —fue la respuesta del muchacho en la oscuridad.
Habían cambiado las tornas, comprendió Viana. Cuando se conocieron, era ella quien parecía saberlo todo, quien debía enseñarle a él tantísimas cosas… Pero ahora, en su mundo, Uri era el experto, y Viana solo podía dejarse llevar. Sin embargo, eso no terminaba de explicar la seguridad con la que él se movía en la noche.
—Uri, ¿puedes ver en la oscuridad?
—No necesito ver —dijo él.
Viana se fijó en que pasaba la palma de la mano por los troncos de los árboles. ¿Podía reconocerlos al tacto? Aquella posibilidad resultaba fascinante.
De pronto, Uri se detuvo y a Viana se le cayó el alma a los pies. Ante ellos había una barrera de árboles tan juntos que no los dejarían pasar entre sus troncos. ¿Cómo era posible que Uri la hubiera conducido a un callejón sin salida? ¿Había hecho mal fiándose de él?
—Uri… —murmuró, tensa. Las luces que los perseguían estaban cada vez más cerca.
El chico no respondió. Había colocado las palmas de las manos sobre los troncos de dos árboles contiguos y aguardaba… ¿a qué? ¿Acaso pretendía separarlos a la fuerza?
Viana cargó el arco y apuntó a la oscuridad, respirando entrecortadamente. No veía a la criatura, pero de vez en cuando detectaba el destello de sus apéndices entre la maleza. Y, aunque no fuera un blanco fácil, tal vez tuvieran una oportunidad.
Inspiró profundamente, tratando de calmarse. Pero las manos le temblaban, y la flecha que debía matar a su perseguidor se agitaba sin control contra la cuerda. Tragó saliva y aguardó.
Justo entonces, los globos luminosos reaparecieron en la oscuridad.
Viana disparó tratando de apuntar a un punto intermedio entre ambos, donde la criatura debía de tener la cabeza.
Por un instante, las luces desaparecieron. La chica contuvo el aliento.
Pero entonces resurgieron de pronto, mucho más cerca, y Viana lanzó una exclamación de terror que se entremezcló con el bramido de la bestia.
Uri tiró de ella y la lanzó contra los árboles. Viana se cubrió el rostro con las manos…
… pero el choque no se produjo. Cayó hacia delante y agitó los brazos en el aire, tratando de mantener el equilibrio. Para su sorpresa, aterrizó en un mullido montón de arbustos. Luchó por vencer el desconcierto que se apoderaba de ella y se puso en pie, algo mareada. Se volvió justo a tiempo para ver las luces de la bestia abalanzándose sobre ella…
… Y de pronto se oyó un extraño sonido, como un chasquido, como si todo el bosque crujiera a su alrededor… y las luces desaparecieron. Se oyó un choque y un bramido furioso, después unos arañazos… y ya nada más.
Viana, todavía con el corazón desbocado, palpó a su alrededor, tratando de situarse en la oscuridad. Para su sorpresa, sus manos se toparon con una barrera arbórea, la misma que momentos antes les había cerrado el paso. Solo que ahora se interponía entre ellos y la criatura que los perseguía.
—No lo entiendo —murmuró la muchacha. Siguió explorando a su alrededor y descubrió que estaban encerrados en un circulo formado por troncos de árboles, como una jaula protectora.
—Ahora podemos dormir —dijo Uri a su lado.
Viana se aferró a él como si temiera que fuese a desaparecer en cualquier momento. Los brazos de Uri la rodearon, reconfortándola.
—¿Cómo has hecho…? —empezó ella—. ¿Cómo has podido…? ¿Se han movido los árboles?
—Árboles buenos —dijo Uri—. Con ellos, nosotros estamos a salvo.
Viana no estaba tan segura. Le costaba entender lo que había sucedido. ¿Uri había hecho que los troncos de los árboles se movieran, primero para dejarlos pasar y después para protegerlos en el interior de un impenetrable círculo de troncos?
—Uri… ¿Eres un brujo? —le preguntó con un estremecimiento.
—No sé qué cosa es un burujo —respondió él—. Yo soy Uri.
Viana decidió no darle más vueltas. Parecía que él tenía razón y que estaba a salvo, por el momento. No se oía el bramido de la bestia ni se veía su luz amenazadora en la oscuridad.
—Quizá deberíamos encender un fuego… —sugirió, pero sintió que Uri se tensaba entre sus brazos.
—No. Fuego no —replicó—. Aquí no.
—Como quieras —aceptó ella; era su mundo, y ella tenía que aprender y respetar sus normas.
Aquella noche no echó de menos la consoladora calidez del fuego. Cayó dormida entre los brazos del muchacho del bosque, mientras los árboles velaban su sueño y los protegían de todo peligro.
El amanecer la arrancó de una pesadilla en la que se mezclaban bárbaros aullantes, bestias espantosas y árboles amenazadores. Cuando despertó, con una exclamación de angustia, se halló en un entorno tan hermoso que le hizo pensar que todavía estaba soñando.
Pero, si era así, no había bárbaros ni criaturas dañinas por ninguna parte. Los árboles que los habían salvado la noche anterior (¿o también eso lo había soñado?) formaban un conjunto bastante compacto, pero sus troncos no estaban tan juntos como le había parecido en aquel momento. O quizá habían vuelto a separarse, igual que habían hecho para franquearles el paso durante su huida (¿había sucedido de verdad o se lo había imaginado?). Las ramas, que habían parecido aviesos brazos retorcidos en la oscuridad, a la luz del día se mostraban cuajadas de brotes verdes y flores fragantes. La hierba sobre la que yacía era fresca y suave, y los matorrales que crecían a su alrededor rebosaban de bayas de aspecto apetitoso y pequeñas florecillas silvestres. Bellísimas mariposas revoloteaban sobre su cabeza; insectos voladores zumbaban perezosamente a su alrededor mientras los rayos de sol que se colaban por entre las hojas acariciaban gentilmente su rostro. Viana alzó la cabeza para admirar el delicado tapiz de luces y sombras que formaban las copas de los árboles. Una suave brisa sacudía las ramas y hacía temblar las hojas en un susurro vegetal.
Miró a su alrededor en busca de Uri, pero no lo vio. Inquieta, se levantó de un salto. Había despertado en un lugar paradisíaco, sí, pero la noche anterior había estado a punto de ser devorada por un depredador al que no podía poner nombre.
Se cubrió los hombros con su manto, con la incómoda sensación de que la estaban observando.
En aquel momento llegó Uri, sonriente, abriéndose paso entre los árboles.
—Viana —saludó—. Buenos días.
—Uri —dijo ella, sonriendo a su vez—. ¿Dónde estamos? ¿Hemos llegado a tu tierra?
Él rio.
—Aún no —respondió—. Nosotros lejos.
Viana se sintió desanimada. Naturalmente, no esperaba que llegaran en pocos días, pero quería creer que en su primer viaje había estado a punto de alcanzar su destino, que lo habría conseguido de no haber sido por aquella inoportuna lesión.
—Vamos —dijo Uri, tomándola de la mano y tirando de ella—. No debemos quedar mucho tiempo. No les gusta.
—¿A quiénes? —preguntó Viana, intrigada. Miró a su alrededor, pero no vio a nadie.
—Yo les digo nosotros estamos en viaje —trató de explicar él—. Nos vamos. No quedamos aquí mucho tiempo.
—Pero ¿de quién estás hablando?
Uri se rio.
—No lo ves —constató, risueño.
—No —replicó la muchacha, que estaba empezando a enfadarse—. Aquí solo estamos tú y yo.
Uri volvió a reírse.
—Tú no vives aquí —dijo simplemente. Pareció que trataba de añadir algo más, pero no debió de encontrar las palabras, porque se encogió de hombros con una sonrisa.
Viana se resignó a seguir a Uri a través de la espesura, intentando entender qué estaba insinuando. Quizá se estaba burlando de ella, o tal vez creyera de verdad que había seres invisibles que los espiaban desde los árboles.
No sabía qué la inquietaba más: la posibilidad de que Uri estuviera en lo cierto o que fueran solo imaginaciones suyas. ¿Debía dejarse guiar por él entonces?
Viana decidió darle un voto de confianza; después de todo, era cierto que vivían criaturas extrañas y peligrosas en aquel bosque, ella misma lo había comprobado la noche anterior. Y Uri la había salvado. ¿Acaso no era más que probable que supiera de qué estaba hablando?
Desde aquel momento, la joven no pudo dejar de lanzar nerviosas miradas de reojo a la maleza, con aprensión. En alguna ocasión le pareció distinguir un fugaz movimiento por el rabillo del ojo, tal vez el breve temblor de una hoja, quizá una tenue sombra sobre una rama, pero no podía asegurar que no se tratara de su imaginación jugándole malas pasadas.
Sin embargo, en el bosque había algo. Lo notaba en su piel, en la forma en que se le erizaba el vello de la nuca, en su instinto de cazadora, que la llevaba a cargar el arco sin saber muy bien hacia dónde disparar. Uri la calmaba siempre y le decía que no había nada que temer siempre que respetara las reglas. Pero Viana no sabía qué reglas eran aquellas. Solo podía confiar en que Uri evitaría que cometiese algún error en aquella tierra extraña.
Porque lo era, y de qué forma. Los árboles seguían siendo árboles, la hierba y la maleza aún eran reconocibles, pero adoptaban formas desconocidas y colores salvajes, y había cientos de especies de flores, plantas e insectos que Viana no había visto jamás. Incluso el curioso musgo que cubría algunos árboles, de un tono malva apagado, le resultaba insólito. Se sentía como si estuviera adentrándose en un mundo nuevo, en un bosque que tenía mil maravillas que mostrarle.
La caza también empezó a cambiar. Cuando, tres días después de haber escapado de la muerte junto al río, Viana abatió lo que le había parecido una perdiz, se sorprendió al descubrir que era en realidad un ave desconocida, cuyo sedoso plumaje, de rara belleza, parecía casi fundirse con el manto vegetal que la rodeaba. Un penacho de plumas amarillas recorría su cabeza y la parte posterior de su cuello, casi como las crines de los caballos, y sus patas estaban cubiertas de una suave pelusilla rojiza. Viana lamentó haber matado un ejemplar tan raro.
—Come —dijo Uri.
—¿Se puede? —preguntó ella, dubitativa.
—Tú matas, tú comes —respondió él—. No debes matar para nada.
Viana lo entendió. Asaron el pájaro, pues, en un lugar despejado y alejado de la maleza. Según las indicaciones de Uri, había que obrar con infinitas precauciones cada vez que pretendían encender una hoguera, por lo que Viana procuraba hacerlo solo cuando era estrictamente necesario. Los dos racionaban su comida y trataban de alimentarse de bayas, frutos o raíces en la medida de lo posible. En este aspecto, Uri sorprendió a Viana una vez más: parecía saberlo todo sobre la zona del bosque que atravesaban, pero no qué especies eran comestibles y cuáles no lo eran. A la muchacha le extrañó mucho este hecho, pero su compañero no fue capaz de explicarle la razón por la cual podía orientarse en su propio mundo pero habría sido incapaz de alimentarse de él.
Por todos estos motivos, el trayecto a través del bosque estaba empezando a afectar los nervios de Viana. No sabía qué iba a encontrarse tras la siguiente fila de árboles ni si podía comer sin peligro los frutos de aquel árbol, por apetitosos que le pareciesen. Ignoraba si estaban siguiendo la ruta correcta y cuánto faltaba para llegar a su destino. Y, lo peor de todo, seguía teniendo la molesta sensación de que los estaban observando siempre, a todas horas. Uri no le concedía importancia, pero tampoco negaba que, en efecto, había algo o alguien invisible en aquel bosque que llevaba vigilándolos desde hacía varios días.
La muchacha se decía a sí misma que, fuera lo que fuese, no podía ser peligroso; de lo contrario, los habría atacado tiempo atrás.
Sin embargo, en dos ocasiones se sintió realmente amenazada.
La primera se produjo una tarde en que avanzaba tras Uri, afectada ya por el cansancio de la jornada. Dio un traspié y, al apoyarse en el tronco de un árbol para guardar el equilibrio, rozó sin quererlo una mata de espino que Uri había evitado cuidadosamente.
Fue instantáneo. De pronto, los espinos se lanzaron hacia ella como tentáculos erizados de agujas, arañando y desgarrando su piel. Viana chilló y retrocedió, alarmada. El arbusto alzó sus ramas, agitándolas amenazadoramente.
—¿Qué… es… eso? —jadeó Viana horrorizada.
—Planta pica —respondió Uri, apartándola del arbusto—. Cuidado.
—Podrías haberlo dicho antes, ¿no? —protestó ella.
—Muchas plantas peligrosas —replicó él—. Muerden o pican o duelen si tú tocas o comes. Tú debes hacer como yo.
—Ya lo sé —replicó Viana, sintiéndose un poco tonta—. Lo siento.
Uri parecía algo preocupado. Acarició los cortes de la cara de Viana, pero no hizo ademán de curarlos de ninguna manera. Ella se sintió algo decepcionada, aunque había otro sentimiento que aún aleteaba en su corazón: el miedo.
Siguió a Uri a través del bosque, lanzando una última mirada atemorizada hacia el espino viviente. Nunca en su vida había visto nada semejante, y deseaba no volver a hacerlo.
Pero la siguiente prueba a la que tuvo que enfrentarse la aterrorizó todavía más.
Sucedió dos días después. Los dos jóvenes se habían detenido a descansar en un pequeño claro, junto a un arroyo que era poco más que un hilillo de agua cristalina resbalando entre las piedras cubiertas de musgo purpúreo. Mientras Uri hurgaba en el zurrón de su compañera en busca de algo para almorzar, Viana reconoció un poco más allá un arbusto de bayas comestibles. Se acercó a recoger unas cuantas y sus dedos fueron automáticamente hacia la más grande y redonda de todas.
No llegó a tocarla. Súbitamente, la baya se retiró de su alcance, y Viana vio, con horror, cómo se daba la vuelta para mostrar un pequeño rostro de color pardo que le siseó con furia desde el arbusto. La criatura era humanoide, tan alta como su dedo índice, y la parte posterior de su cabeza parecía una baya perfecta. Sus ropas estaban hechas con hojas de la misma planta entre la que se camuflaba. ¿Era un hada, un espíritu del bosque o algo parecido? Viana no lo sabía, pero no tuvo tiempo de pensar en ello. Retrocedió con el corazón latiéndole con fuerza. Aquella criatura le mostraba unos pequeños dientes afilados y, a pesar de su pequeño tamaño, parecía peligrosa. La vio alejarse revoloteando entre el follaje con unas alas semejantes a las de una libélula, y no sintió deseos de seguirla.
—Uri… —murmuró.
El muchacho estaba junto a ella, contemplando la escena con seriedad. Era evidente que había visto al pequeño ser que se ocultaba en el matorral. Y no parecía sorprendido.
—¿Hay… muchas más criaturas como esta en el bosque?
En muchacho sonrió.
—Todo lleno —dijo, señalando a su alrededor.
Viana siempre había soñado con descubrir que los cuentos de hadas que le contaba su madre cuando era niña tenían algo real. Imaginaba que algún día conocería a los habitantes del Gran Bosque y que sería un momento lleno de magia. Nunca había creído que experimentaría aquel terror al saberse observada por cientos de ojillos desde la espesura. Nunca había pensado que las hadas, o lo que fueran, le inspirarían tanta aprensión.
Se pegó al cuerpo de Uri, temblando. Él la rodeó con un brazo protector.
—No tengas miedo —dijo—. No son malos. No debes asustarlos. No debes molestarlos. Ellos no hacen daño.
La información parecía contradictoria, pero Viana creyó entender que aquellas criaturas no la atacarían si ella no las importunaba. Lo cual implicaba que sí podían herirla en el caso de que se sintieran amenazadas. Sacudió la cabeza. Si todas eran tan pequeñas como el ser que había descubierto entre las bayas, no había nada que temer. ¿O sí?
Aún temblaba de miedo cuando reemprendieron la marcha. No podía evitar mirar a su alrededor con recelo, tratando de descubrir a los seres que los acechaban. No vio nada fuera de lo normal, pero eso no la tranquilizó. Estaban por todas partes. Camuflados en el bosque, entre los arbustos, entre las ramas, entre las raíces y los hongos que crecían sobre los húmedos troncos. ¿Cuántos serían? ¿Docenas? ¿Cientos? ¿Miles?
Uri percibió su desasosiego y la tomó de la mano.
Aún pasaron varios días más antes de que llegaran a su destino. Durante aquellas jornadas, Viana se fue relajando poco a poco. Empezó a ver más criaturas: casi todas eran pequeñas y se confundían con el entorno. Sus pieles tenían la textura de la corteza y sus cabellos parecían manojos de ramitas o pequeñas matas de hierba. Algunos exhibían antenas o patas como los insectos: otros, alas de libélula o de mariposa. Sus cabezas tenían forma de baya o de hongo. Sus rostros mostraban rasgos humanos, pero sus expresiones no eran de este mundo. Algunos le dedicaban muecas salvajes, otros reían de forma desquiciada. Había unos cuantos, en cambio, que sonreían tan dulce y enigmáticamente que Viana se sentía conmovida y aterrorizada al mismo tiempo. Sin embargo, unos y otros tenían algo en común: la chica no podría haber visto nada si ellos no se hubieran mostrado ante sus ojos voluntariamente. Algunos se asomaban con curiosidad para verlos pasar; otros jugaban a confundirla o asustarla, pero no parecía que lo hicieran con malicia. Viana comprendió que llevaban tiempo observándola y habían decidido que no era una amenaza. Quizá la presencia de Uri, tan tranquilo y confiado, había influido en aquella impresión.
El chico no hablaba con los seres, ni parecía que estos tuvieran interés en comunicarse con él. Parecía como si uno y otros fueran, simplemente, elementos del mismo decorado, acostumbrados a su mutua presencia. Viana era el intruso, el extraño. Por eso al principio la miraban con desconfianza. Ella, a su vez, reaccionaba dando un respingo y agarrándose a Uri con aprensión cada vez que distinguía un rostro moteado entre la maleza o cuando escuchaba susurros o risas inhumanas. Poco a poco, los gestos de las criaturas se volvieron cada vez más amables, y Viana acabó por acostumbrarse a ellas.
Las últimas jornadas de viaje transcurrieron como en un sueño. Viana seguía a Uri sin preocuparse ya por la ruta o por los días que faltaban para llegar hasta su destino. Habría jurado que los árboles se movían para abrirles camino, y a veces volvían a unir sus troncos tras ellos, impidiéndoles retroceder. A menudo sentía que las ramas se apartaban ligeramente para facilitarle el paso, y que incluso las raíces se retiraban un poco para no hacerla tropezar. «No puede ser», pensaba una parte de ella; pero era una vocecita a la que ya apenas prestaba atención. Se limitaba a dejarse llevar, y así, comenzó a apreciar la belleza del bosque encantado; por las noches, pequeñas criaturas feéricas brillaban entre los árboles como luciérnagas. Al amanecer, algunas entonaban cánticos que transmitían una profunda y misteriosa alegría. Macizos enteros de flores se desplegaban en una lluvia de alas multicolores al paso de los dos intrusos. Perlas de rocío relucían en las telarañas que colgaban bajo el sol del atardecer. Seres diminutos saltaban entre enormes hongos de fantásticas formas. Pronto, la actitud de las criaturas del bosque se volvió mucho más amistosa, y Viana se dio cuenta de que competían entre ellas para mostrarle las maravillas de su mundo. Algunas volaban hasta ella para entregarle una flor, una baya o un brote verde; otras la guiaban hasta el recodo más bello y salvaje de un arroyo, hasta una cascada umbría, envuelta en un centellante arco iris, o hasta un claro tapizado de flores silvestres.
Así, una mañana, Uri despertó a Viana y le dijo:
—Estamos cerca.
La muchacha se levantó de un salto, con el corazón palpitándole con fuerza. Uri se llevó un dedo a los labios cuando se pusieron en marcha, y Viana asintió, en tensión.
Durante aquel viaje se había familiarizado con el sorprendente paisaje del Gran Bosque, y apenas prestó atención a los dos seres que revoloteaban tras ellos, envueltos en una vestimenta que simulaba el capullo de una flor de grandes pétalos blancos.
Tras seguir adelante un poco más, Uri la guio por un terraplén bordeado de arbolillos. Cuando subieron la hondada, Viana se detuvo de golpe.
Había notado un extraño y pesado silencio en el ambiente, pero ahora comenzaba a percibir algo que se elevaba por encima de él: parecía un silbido formado por múltiples instrumentos de viento tocando al compás.
Miró a su alrededor, desconcertada.
Se hallaba en una explanada salpicada de árboles cuyas raíces sobresalían del suelo musgoso y se entrelazaban unas con otras formando una tupida red que parecía unirlos a todos. Sus troncos estaban parcialmente ocultos por una corteza rojiza llena de desconchones, como si estuviesen mudando de piel. También las ramas, que se elevaban con orgullo hacia lo alto, se enredaban unas con otras. Y sus hojas…
Viana lanzó una exclamación de asombro.
Las hojas de aquellos árboles eran muy grandes; tanto, que cualquiera de las más pequeñas podría cubrir ampliamente el rostro de una persona, como una máscara. Pero cada una de ellas parecía orientada en una dirección diferente, y muchas se rizaban sobre sí mismas o formaban curiosas espirales. Tras observarlas durante un rato, Viana descubrió, asombrada, que se movían lenta y cuidadosamente. Y no era a causa del viento.
Viana habría jurado que los árboles giraban voluntariamente cada una de sus hojas, como una bailarina movería sus dedos al son de la música. Solo que, en este caso, la música la producían ellos mismos. El aire silbaba entre sus hojas, y los árboles las hacían repiquetear como campanillas o las enrollaban para que sonaran como pequeñas flautas, o las sacudían y retorcían para obtener sonidos extraños y maravillosos. Todo ello conformaba un fascinante coro que mantuvo a Viana extasiada durante un buen rato, hasta que comprendió lo que estaba sucediendo.
El viento jamás había sonado de aquella manera en ningún otro lugar del mundo.
Eran los árboles. Estaban cantando.
Viana parpadeó, pero no pudo evitar que las lágrimas desbordaran sus ojos y rodaran por sus mejillas. Se dejó caer sobre el suelo —sintió el estremecimiento de las raíces sobre las que se había sentado— y permaneció un buen rato, no habría sabido decir cuánto, escuchando la canción de los árboles. Aquella música parecía hablar de todo lo que sucedía bajo el cielo, desde el subsuelo hasta las nubes más altas; cantaba a la lluvia, a la tierra, al viento y al sol; se colaba por todos los resquicios del alma y la elevaba, como si tuviera alas, hasta el lugar donde nacían las estrellas.
Y mientras tanto, las hadas bailaban, bailaban al son de los árboles, embriagadas por su cautivadora melodía.
Cuando por fin los árboles dejaron sus hojas inmóviles, Viana pareció despertar de un sueño. Se dio cuenta entonces de que tenía hambre, y se preguntó cuánto tiempo habría permanecido allí, escuchando a los árboles que cantaban. Le vinieron a la memoria historias acerca de incautos que se habían internado en el Gran Bosque y habían permanecido encantados durante siglos, atrapados por los hechizos de las hadas. Se miró las manos en un arranque de pánico, temiendo encontrarlas arrugadas como las de una anciana. Pero todo parecía estar igual que siempre.
Descubrió entonces que junto a ella se hallaba Uri, visiblemente emocionado.
—Aquí, Viana —dijo con voz ronca—. Esta es mi casa.
Ella lo observó mientras se ponía en pie de un salto e iba de un árbol a otro, acariciando sus troncos como si saludara a sus viejos amigos.
Se levantó y caminó tras él, a la sombra de los árboles cantores, que parecían inclinar sus ramas hacia ella como si quisieran darle la bienvenida al lugar.
No tardó en alcanzarlo. El muchacho se había detenido junto a un árbol un poco más grande. Al principio, Viana pensó que se trataba de un ejemplar diferente a los que la habían conmovido tan profundamente; pero al acercarse más, se dio cuenta de su error: sí que era uno de los árboles cantores… pero estaba muerto. Ya no le quedaban hojas, su tronco estaba seco y había perdido su hermoso color rojizo: ahora mostraba un tono gris ceniciento. Además, Viana descubrió consternada una cicatriz horizontal, como el golpe de un hacha, que marcaba profundamente su corteza. Los dedos de Uri la recorrían como si quisiera sanar al árbol con su toque mágico. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.
—¿Quién ha hecho esto? —susurró Viana; por alguna razón, no se atrevía a levantar la voz en aquel lugar.
—Ellos —respondió Uri. No dio más detalles, pero la joven entendió que se refería a los bárbaros. Se estremeció. ¿Qué clase de persona sería capaz de agredir así a un árbol tan extraordinario?
Prosiguieron la marcha. Encontraron, aquí y allá, más árboles muertos; todos ellos mostraban aquella horrible señal en el tronco, como si alguien hubiese querido talarlos pero se hubiese quedado a medias. Viana no comprendía por qué razón querría nadie señalarlos de aquella forma.
No tardó en entenderlo, sin embargo. Momentos más tarde, Uri dejó escapar una exclamación consternada y se lanzó hacia uno de los árboles más grandes. Viana lo siguió, y lo que vio la dejó con la boca abierta y el corazón en un puño.
El árbol estaba vivo… todavía. Alguien había practicado en su tronco el mismo corte que había matado a los demás. De él fluía, lentamente, un hilillo de savia blanquecina que iba a caer a un balde colocado a sus pies.
Viana parpadeó, un poco desconcertada. De modo que se trataba de eso… Alguien estaba exprimiendo a los árboles, arrebatándoles la savia hasta que se secaban por completo… hasta que no podían cantar más. ¿Por qué?
Miró a Uri buscando respuestas, pero él estaba profundamente preocupado por la suerte del árbol. Había apartado el balde, volcándolo con rabia, y ahora trataba de detener el flujo de savia. Solo consiguió embadurnarse las manos, y las dejó caer desconsolado.
Viana quiso ayudarlo. Buscó su capa e hizo ademán de rodear con ella al tronco del árbol, como quien venda un miembro herido para que deje de sangrar. Pero Uri la detuvo y sacudió la cabeza.
—No sirve —dijo—. Mira.
Viana miró a su alrededor, y lo que vio la dejó sobrecogida.
Había muchos más árboles en la misma situación. Los más grandes, los de tronco más grueso y raíces más profundas. A todos los había herido de forma similar y su savia estaba siendo diligentemente recogida en recipientes colocados de forma que no dejaran caer una sola gota.
—Pero… —empezó la muchacha.
No pudo seguir; de pronto, Uri la hizo callar y tiró de ella para ocultarla tras el tronco del árbol.
Viana entendió inmediatamente que estaban en peligro. Preparó su arco y se asomó con precaución por detrás del árbol.
Vio a un par de mujeres bárbaras revisando los baldes de savia. Cargaban con aquellos que ya estaban llenos y los sustituían por recipientes vacíos. Viana las mantuvo a tiro durante un buen rato, sin decidirse a soltar la cuerda, hasta que finalmente ellas se perdieron en la espesura del bosque. La joven bajó el arco.
—De modo que es esto —murmuró—. Están recogiendo la savia de los árboles que cantan. Pero ¿por qué razón?
Uri la miró; una profunda tristeza se adivinaba en el fondo de sus ojos verdes.
—Ellos curan —explicó—. Los árboles.
Viana tardó apenas unos instantes en asimilar lo que implicaban las palabras de Uri.
Cuando lo hizo, comprendió de golpe que por fin había encontrado el manantial de eterna juventud del que hablaban las leyendas. Y no era la fuente que había imaginado.
Brotaba de los árboles cantores.