MARTÍN DE RIQUER
Miguel de Cervantes Saavedra, hijo de Rodrigo de Cervantes y de Leonor de Cortinas, fue bautizado en la parroquia de Santa María la Mayor de Alcalá de Henares el 9 de octubre de 1547. Es probable que hubiese nacido el 29 de septiembre, día de San Miguel. Fue el cuarto de siete hijos que tuvo Rodrigo de Cervantes, modesto cirujano que, con toda su familia, se trasladó a Valladolid en 1551, donde la suerte no le fue propicia, ya que estuvo encarcelado por deudas varios meses, a pesar de su hidalguía, y sus bienes fueron embargados.
Nada seguro se sabe sobre los primeros estudios de Cervantes, que, desde luego, no llegaron a ser universitarios. Parece que cursó las primeras letras en Valladolid, en Córdoba o en Sevilla. Es probable que estudiara en la Compañía de Jesús, pues en la novela El coloquio de los perros Cervantes hace una descripción de un colegio de jesuitas que parece una evocación de sus años estudiantiles.
En 1566 la familia Cervantes se halla establecida en Madrid, y Miguel asiste al Estudio de la Villa regentado por el catedrático de gramática Juan López de Hoyos, quien en 1569 publicó un libro sobre la enfermedad, muerte y exequias de la reina doña Isabel de Valois (tercera esposa de Felipe II), que había fallecido el 3 de octubre del año anterior, en el cual incluye tres poesías de circunstancias escritas por «Miguel de Cervantes, nuestro caro y amado discípulo». Son las primeras manifestaciones literarias de nuestro escritor que se conocen.
En 1569 Cervantes está en Roma, fugitivo de España por haber causado ciertas heridas a un tal Antonio de Sigura, por lo cual fue condenado en rebeldía. Entra al servicio de Giulio Acquaviva (que será cardenal en 1570), pero lo deja pronto para sentar plaza de soldado en la compañía del capitán Diego de Urbina, del tercio de Miguel de Monteada. Su compañía se embarcó en la galera Marquesa, que el 7 de octubre de 1571 se halló en la acción de Lepanto, formando parte de la armada cristiana mandada por don Juan de Austria. Consta en una información legal hecha ocho años más tarde que «cuando se reconoció el armada del Turco, en la dicha batalla naval, el dicho Miguel de Cervantes estaba malo y con calentura, y el dicho capitán… y otros muchos amigos suyos le dijeron que, pues estaba enfermo y con calentura, que se estuviese quedo abajo en la cámara de la galera; y el dicho Miguel de Cervantes respondió que qué dirían dél, y que no hacía lo que debía, y que más quería morir peleando por Dios y por su Rey, que no meterse so cubierta, y que su salud… Y peleó como valiente soldado con los dichos turcos en la dicha batalla en el lugar del esquife, como su capitán lo mandó y le dio orden, con otros soldados. Y acabada la batalla, como el señor don Juan {de Austria} supo y entendió cuán bien lo había hecho y peleado el dicho Miguel de Cervantes, le acrescentó y le dio cuatro ducados más de su paga… De la dicha batalla naval salió herido de dos arcabuzazos en el pecho y en una mano, de que quedó estropeado de la dicha mano». Se trata de la mano izquierda, que no le fue cortada sino que le quedó anquilosada; pero tales heridas no debieron de revestir mucha gravedad, ya que Cervantes, una vez curado, volvió a ser soldado y participó en otras acciones militares.
Durante toda su vida Cervantes se mostrará orgulloso de haber luchado en la batalla de Lepanto, que decía ser «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» (Prólogo de la Segunda parte del Quijote).
Regresaba de Nápoles a España en la galera Sol, con cartas de recomendación de don Juan de Austria y del Duque de Sessa, cuando, el 26 de septiembre de 1575, a la altura de Cadaqués, o de Rosas o Palamós, en la actualmente llamada Costa Brava, les salió al encuentro una flotilla turca, que, tras un combate, en el que murieron varios soldados cristianos y el capitán de la galera española, hizo prisioneros, entre otros, a Miguel de Cervantes y a su hermano Rodrigo. Llevados a Argel, nuestro escritor es adjudicado como esclavo al renegado griego Dali Mamí. El hecho de haberse encontrado en su poder las cartas de recomendación de donjuán de Austria hizo creer que Cervantes era persona de elevada condición de la que se podría conseguir un buen rescate.
Los cinco años de cautiverio en Argel fueron una durísima prueba para Miguel de Cervantes, que en todo momento manifestó un fuerte espíritu que le permitió soportar con elevado ánimo toda suerte de penalidades y castigos, y un heroísmo realmente extraordinario. Vemos en él un hombre de acción, emprendedor y atrevido, que cuatro veces intentó fugarse arriesgadamente y que, para evitar más daños a sus compañeros de cautiverio, se hizo responsable de todo ante sus enemigos y prefirió la tortura a la delación. Gracias a las informaciones oficiales y al libro de fray Diego de Haedo Topografía e historia general de Argel (publicada en 1612), poseemos importantes noticias sobre el cautiverio de Cervantes que, en trasposición literaria, complementan admirablemente las comedias de nuestro escritor Los tratos de Argel y Los baños de Argel y el relato de la historia del Cautivo que se interpola en la Primera parte del Quijote (capítulos 39 a 41).
El primer intento de fuga fracasó porque el moro que debía guiar a Cervantes y a sus compañeros a Orán (plaza española), los abandonó en la primera jornada, y los cautivos se vieron precisados a regresar a Argel, donde fueron encadenados y vigilados más estrechamente que antes.
La madre de los Cervantes, mientras tanto, había reunido, a base de peticiones y de venderse parte de sus bienes, cierta cantidad de ducados, con la esperanza de rescatar a sus dos hijos. Pero cuando en 1577 se concertaron los tratos, resultó que la suma no era suficiente para rescatar a los dos, y Miguel prefirió que fuera puesto en libertad su hermano Rodrigo, el cual efectivamente regresó a España. Pero Rodrigo llevaba un plan trazado por Miguel a fin de libertarlo a él y a catorce o quince cautivos más. Se puso en ejecución el plan, y Cervantes se reunió con sus compañeros en una cueva oculta en espera de la llegada de una galera española que debía recogerlos. Llegó, en efecto, la galera, y dos veces intentó acercarse a la playa, pero fue apresada y los cristianos escondidos en la cueva fueron descubiertos, debido a la traición de un cómplice renegado, llamado «el Dorador», que denunció todo el plan. Cervantes afirmó que él era el único organizador de la fuga y que sus compañeros habían procedido inducidos por él. El bey de Argel, Azán Bajá, lo encerró en su «baño», o presidio, cargado de cadenas, donde permaneció cinco meses.
El tercer intento de fuga lo trazó Cervantes con las esperanzas puestas en llegar por tierra hasta Orán. Envió allí un moro fiel con cartas para Martín de Córdoba, general de aquella plaza, exponiéndole el proyecto y pidiéndole guías. Pero el mensajero fue preso y empalado y las cartas leídas. En ellas se demostraba que quien lo había tramado todo era Cervantes, que fue condenado a recibir dos mil palos, sentencia que no se cumplió porque muchos fueron los que intercedieron por él.
El cuarto intento de fuga se verificó gracias a una suma en metálico que entregó un mercader valenciano que estaba en Argel, con la cual Cervantes compró una fragata capaz de llevar en ella a sesenta cautivos cristianos. Cuando todo estaba a punto, uno de los que debían ser liberados, el ex dominico doctor Juan Blanco de Paz, delató todo el plan a Azán Bajá, quien por toda recompensa le dio un escudo y una jarra de manteca, y trasladó a Cervantes a una prisión más rigurosa, en su mismo palacio, y decidió llevarlo a Constantinopla, donde la fuga se haría casi imposible. Cervantes, como las otras veces, asumió sobre sí toda la responsabilidad del intento.
En mayo de 1580 llegaron a Argel los padres Trinitarios fray Antonio de la Bella y fray Juan Gil. El primero partió con una expedición de rescatados; y el segundo, que sólo disponía de 300 escudos, intentó rescatar a Cervantes, por el cual se exigían 500. En vista de ello el fraile se dedicó a recolectar entre los mercaderes cristianos la cantidad que faltaba, que reunió cuando ya Cervantes estaba «con dos cadenas y un grillo» en una de las galeras en que Azán Bajá zarpaba para Constantinopla. Gracias a los 500 escudos, tan angustiosamente reunidos, Cervantes quedaba libre el 19 de septiembre de 1580. Se embarcó con otros cautivos rescatados, y el 24 de octubre llegó a España, por Denia, desde donde se trasladó a Valencia. En noviembre o diciembre estaba ya con su familia en Madrid.
En mayo de 1581 Cervantes se trasladó a Portugal, donde estaba la corte de Felipe II, con el propósito de pretender algo con que organizar su vida y pagar las deudas que había contraído su familia para rescatarle. En Portugal recibió cincuenta ducados y se le encomendó una comisión secreta en Orán, sin duda por ver en él un hombre con profunda experiencia de las costumbres del norte de África. Realizada esta comisión, regresó por Lisboa, y ya estaba de nuevo en Madrid a fines de año. En febrero de 1582 solicita un empleo que había quedado vacante en Indias, pero fracasa en su pretensión.
En estos años Cervantes tiene relaciones amorosas con Ana Villafranca (o Franca) de Rojas, mujer de un tabernero llamado Alonso Rodríguez, de la cual reconoció tener una hija que se llamó Isabel de Saavedra.
El 12 de diciembre de 1584 Miguel de Cervantes se casó en Esquivias con Catalina de Salazar y Palacios, joven que no llegaba a los veinte años y que aportó una pequeña dote.
Seguramente entre los años 1581 y 1583 escribió Cervantes su primera obra literaria de volumen y consideración, La Galatea, que se publicó en Alcalá de Henares en 1585. Hasta entonces sólo podía considerarse a Cervantes un mero aficionado a la poesía, que había publicado algunas composiciones en libros ajenos y en romanceros y cancioneros, que recogían producciones de diversos poetas.
La Galatea apareció dividida en seis libros y en calidad de «primera parte». Toda su vida prometió Cervantes su continuación, que jamás llegó a imprimirse. En el Prólogo la obra es calificada de «égloga» y se insiste en la afición y gusto que Cervantes siempre ha tenido a la poesía. Se trata, de hecho, de una novela pastoril, género que había instaurado en España la Diana de Jorge de Montemayor. En nuestro escritor pesan todavía las lecturas hechas cuando fue soldado en Italia (son numerosas las influencias italianas en La Galatea), y, deseoso de olvidar sus recientes penalidades y enzarzado en problemas sentimentales (Ana Franca, Catalina de Salazar), transfigura la intimidad de sus confidencias en el ideal mundo pastoril. La prosa de La Galatea es bella, matizada y artificiosa; y sus numerosas poesías intercaladas, la mayoría de las cuales son lamentaciones amorosas, revelan el influjo de Garcilaso, Herrera y fray Luis de León, principalmente. Entre los muchos versos de La Galatea, por lo general discretos, hay momentos en que apuntan verdaderos aciertos. Gran interés para la historia literaria encierra el poema titulado «Canto de Calíope», inserto en el libro sexto de La Galatea, donde Cervantes celebra y enjuicia epigramáticamente a cien escritores de su tiempo.
De 1587 a 1600 Cervantes fija su residencia en Sevilla, y se gana la vida ejerciendo el humilde oficio de comisario de abastos, al servicio del proveedor de las galeras reales y concretamente con destino a la expedición que Felipe II proyectaba enviar contra Inglaterra, lo que le obliga a recorrer gran parte de Andalucía con la desagradable misión de requisar cereales y aceite. Como es bien sabido, la Armada Invencible fue deshecha en agosto de 1588, terrible desastre en nuestra historia, que iniciaba su decadencia.
En 1590 Cervantes presenta su brillante hoja de servicios a Felipe II con un memorial en el que solicita, otra vez, un empleo en las Indias. La negativa fue de una lacónica sequedad: «Busque por acá en qué se le haga merced», palabras que debieron de desilusionar amargamente a nuestro escritor, pero gracias a las cuales tenemos el Quijote, pues si Cervantes llega a establecerse en América seguramente no hubiera escrito su genial novela. Con el pretexto de que, ejerciendo su comisaría, había vendido trescientas fanegas de trigo sin autorización, un corregidor de Écija encarceló a Cervantes en Castro del Río (1592). Cervantes apeló y fue libertado. En 1594 obtuvo la comisión de cobrar atrasos de alcabalas y otros impuestos en el reino de Granada, y depositó lo recaudado en una casa de banca de Sevilla. Pero el banquero quebró, y Cervantes, que se vio imposibilitado de hacer efectivas las sumas recogidas, fue internado en la cárcel de Sevilla, donde pasó unos tres meses del año 1597. A ella se refiere Cervantes, sin duda, cuando dice que el Quijote fue engendrado en una cárcel.
Hacia 1603 Cervantes traslada su hogar a Valladolid, donde Felipe III había establecido la corte. Había muerto Ana Franca, y su hija Isabel de Saavedra pasó a vivir con la familia del escritor. En septiembre de 1604 obtiene el privilegio real para publicar el Quijote, que se editaría muy pronto. Pero aquel mismo año de la publicación de su obra maestra, una nueva desgracia cae sobre Cervantes. La noche del 27 de junio de 1605 es herido mortalmente por un desconocido, ante la puerta de la casa del escritor, el caballero navarro don Gaspar de Ezpeleta. El propio Cervantes acudió a auxiliarle, pero a los dos días un arbitrario juez, para favorecer a un escribano que tenía motivos para odiar a Ezpeleta y que por lo tanto quería desviar de sí toda sospecha, ordena la detención de todos los vecinos de la casa, entre ellos Cervantes y parte de su familia. El encarcelamiento debió de durar sólo un día; pero en las declaraciones del proceso sobre el caso queda suspecta la moralidad del hogar del escritor, en el cual entraban caballeros de noche y de día. Vivían con Cervantes su mujer, sus hermanas Andrea y Magdalena, Constanza, hija natural de Andrea, e Isabel, hija natural del escritor. En Valladolid las llamaban, despectivamente, «las Cervantas»; y en el proceso, entre otras cosas, se descubren amores irregulares de Isabel con un portugués.
En 1606 la corte se trasladaba de Valladolid a Madrid. Cervantes la siguió con su familia; allí cambió varias veces de residencia hasta establecerse definitivamente en la calle del León. Por entonces casó su hija Isabel; en 1609 y 1611 murieron sus hermanas Andrea y Magdalena, y la familia de Cervantes quedó reducida a su esposa y a su sobrina Constanza. Pretendió acompañar al Conde de Lemos a Nápoles, de donde había sido nombrado virrey, pero sus aspiraciones quedaron frustradas, a pesar de que se trasladó a Barcelona, en el verano de 1610, para que lo incorporara a su corte.
En sus vejeces la producción literaria de Cervantes se divulga con asiduidad. Desde que en 1585 había publicado La Galatea no había aparecido ningún libro suyo hasta veinte años después, cuando se imprimió la Primera parte del Quijote. El éxito de este libro movió a Cervantes a publicar otros y a los editores a imprimirlos. En 1613 aparecen las Novelas ejemplares; en 1614 el Viaje del Parnaso; en 1615 la Segunda parte del Quijote y las Comedias y entremeses; y en 1617, postumamente, el Persiles y Sigismunda. O sea que la gran época de aparición de las obras de Cervantes, prescindiendo de la Primera parte del Quijote, corresponde a la etapa que va de los 66 a los 68 años del escritor.
El tomo titulado Novelas ejemplares es, después del Quijote, el libro de Cervantes de interés más permanente. Tras el prólogo y la dedicatoria se publican las siguientes novelas: La Gitanilla, El amante liberal, Rinconete y Cortadillo, La española inglesa, El licenciado Vidriera, La fuerza de la sangre, El celoso extremeño, La ilustre fregona, Las dos doncellas, La señora Cornelia, El casamiento engañoso coloquio de los perros.
Algunas de las Novelas ejemplares son de tipo italiano, aunque ello no supone imitación de determinado modelo preciso y todas sean de una auténtica originalidad. Son éstas El amante liberal (con notas personales extraídas de las andanzas de Cervantes por el Mediterráneo y su cautiverio), La española inglesa (en la que da una opaca pero interesante visión de Inglaterra, donde se sitúa parte del relato), Las dos doncellas y La señora Cornelia (de intriga un poco forzada, pero con agudos atisbos psicológicos y con certeras pinceladas de narrador) y La fuerza de la sangre, tal vez la mejor de las de este tipo, sobre todo por su magnífico principio, donde se describe el rapto de la protagonista con una acertada transición del estilo lento y reposado al rápido y tumultuoso, digno de parangonarse con las mejores páginas del Quijote. La Gitanilla es una de las novelas ejemplares más famosas, por su narración bien trabada, sus rasgos de pintoresquismo y por el acertado retrato de Preciosa, la protagonista. Pero tal vez haya mayor hondura en El celoso extremeño, excelente adaptación moderna del cuento del viejo celoso que guarda exageradamente a su joven y hermosa mujer, que acaba traicionándole; y en La ilustre fregona, perfecta por su medio, su lenguaje y la gracia y garbo de sus personajes. En El licenciado Vidriera, el asunto y la trama novelesca ceden ante la serie de agudezas, chistes y juegos de ingenio que Cervantes pone en boca del protagonista, un loco perfectamente observado y estudiado.
No cabe duda de que las más acertadas de las novelas ejemplares son Rinconete y Cortadillo y El coloquio de los perros. La primera, sin acción continua pero con extraordinaria intensidad, parece una pieza de teatro. La mayor parte de sus episodios se desarrolla en el patio de Monipodio, centro del hampa sevillana, y por él desfilan hombres y mujeres impresionantes por su realismo, su desgarrada gracia, su miseria, su alegría, sus amores y sus delitos. El lenguaje es de una plasticidad insuperable. Rinconete y Cortadillo se suele clasificar como novela picaresca, en lo que hay parte de razón, pero faltan en ella el típico vagabundeo y cambio de amos de los protagonistas. En este sentido la que realmente parece una novela picaresca es El coloquio de los perros. En ella dos perros, Cipión y Berganza, son portentosamente dotados del poder de hablar durante una noche y la emplean en contarse sus vidas. El diálogo es una verdadera obra maestra, por su fina observación, por los tan diversos trances que en él se relatan, por la aguda crítica de la sociedad y de los hombres e incluso por lo que podríamos llamar la «psicología» de los dos interlocutores: Cipión, sesudo, mesurado, discreto y reflexivo, siempre con máximas y consejos a punto y con citas de sabios de la antigüedad; Berganza, parlanchín, desordenado en su divertida y enjundiosa narración, bonachón y gracioso, que relata sus desventuras con una propiedad y un donaire admirables.
El Viaje del Parnaso es un poema en tercetos, inspirado, como el mismo Cervantes confiesa, en cierto Viaggio in Parnaso del escritor italiano Cesare Caporale, aunque en el desarrollo del tema ambas obras difieren bastante. El poema de Cervantes, que dista mucho de tener un valor literario intrínseco, es interesante por la información y juicios que nos da sobre escritores de la época y los datos personales que nos brinda. Su apéndice en prosa, titulado «Adjunta al Parnaso», tiene tal vez mayor interés, porque Cervantes habla de sus obras literarias, algunas de ellas perdidas, y se defiende contra ciertas críticas de que fue objeto el Quijote.
En el Viaje del Parnaso hace Cervantes una afirmación cuyo alcance tal vez se ha desmesurado:
Yo, que siempre trabajo y me desvelo
por parecer que tengo de poeta
la gracia que no quiso darme el cielo…
Aunque Cervantes ha escrito estos versos en tono humorístico, no deja de haber en ellos cierta amargura de quien, sabiéndose un gran prosista, comprende que no puede compararse con los grandes poetas de su tiempo. Ya vimos que inició su carrera literaria con poesías de circunstancias; también tendrán este carácter su elegía en tercetos al cardenal Espinosa y varios sonetos y composiciones breves suyas que aparecerán en los preliminares de libros ajenos, en elogio de sus autores (como en el Romancero y el Jardín espiritual de Pedro Padilla, en La Austríada de Juan Rufo, en el Cancionero de López Maldonado, en la Tercera parte de las rimas de Lope de Vega y hasta en un libro tan insospechado como es el Tratado de todas las enfermedades de los riñones del médico Francisco Díaz). Es digno de tenerse en cuenta que esta costumbre de publicar poesías laudatorias al principio de libros ajenos es satirizada con gracia, y sin duda también con mala intención, por el propio Cervantes en los preliminares de la Primera parte del Quijote.
En un manuscrito de principios del siglo XVII se conservan dos canciones sobre la Armada Invencible, que una mano distinta y más moderna que la del copista ha atribuido a Cervantes. Es posible que estas dos canciones, de solemne empaque y que recuerdan la de Herrera sobre la victoria de Lepanto, sean de nuestro escritor. Más suspecto es el caso de la famosa Epístola a Mateo Vázquez, en tercetos y en la que en primera persona se narran la acción de Lepanto, la prisión de la galera Sol y el cautiverio. Esta epístola se publicó en una revista en el año 1863 como procedente de un manuscrito cuyo paradero se ignora, lo que suscita fundadas dudas respecto a su autenticidad, sobre todo si tenemos en cuenta que se dio a conocer en los tiempos en que se polemizaba sobre el fraude cervantino llamado El Buscapié.
La poesía grave de Cervantes hay que buscarla principalmente en las composiciones intercaladas en La Galatea y en algunas del Quijote, como la Canción de Grisóstomo. En esta dirección nuestro escritor aparece como un poeta discreto que, entre versos anodinos y poco personales, tiene momentos de evidente belleza y de gran decoro. Pero hay tantos poetas españoles buenos en el paso del siglo XVI al XVII, que Cervantes se nos empequeñece en cuanto lo comparamos con los grandes líricos de su tiempo. Destácanse, no obstante, los sonetos «¿Quién dejará del verde prado umbroso?» (inserto en La Galatea) y «Mar sesgo, viento largo, estrella clara» (en el Persiles).
Mayor es la dimensión de Cervantes como poeta si reparamos en algunas de sus composiciones de tipo tradicional o en las burlescas. Intercaladas en algunas de sus Novelas ejemplares y en su teatro aparecen de vez en cuando cancioncillas en las que ha sabido reproducir con verdadero acierto la gracia de lo popular. En Pedro de Urdemalas, por ejemplo, se canta un baile con el siguiente estribillo:
Bailan las gitanas,
míralas el rey;
la reina, con celos,
mándalas prender…
En La Gitanilla, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño y La ilustre fregona se insertan romances y canciones de verdadera calidad y de desenvuelta gracia.
Las poesías burlescas de Cervantes son siempre muy personales y divertidas, y no raramente su gracia estriba en la ingeniosa repetición de rimas de asonancia grotesca o cómica. Uno de sus mayores aciertos, en este sentido, es la canción que cantan el sacristán y el barbero al final del entremés La cueva de Salamanca, en la que la consonancia en -anca hace aparecer conceptos graciosamente disparatados. En el Viaje del Parnaso se muestra satisfecho de una de sus poesías burlescas:
Yo el soneto compuse que así empieza,
por honra principal de mis escritos:
«Voto a Dios, que me espanta esta grandeza».
Se trata, en efecto, de uno de los sonetos más conocidos de nuestra literatura clásica, y que fue tan celebrado que circulaba en numerosas copias manuscritas. Lo escribió con motivo del suntuoso túmulo que se hizo en Sevilla en 1598 para celebrar las honras fúnebres de Felipe II, y pinta, en términos achulados y desgarrados, la admiración que ello produjo a un soldado y a un valentón.
En 1615, además de la Segunda parte del Quijote, publicó (Cervantes un tomo titulado Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados. El éxito del Quijote permitía a nuestro escritor dar al público estas obras dramáticas que había compuesto en diferentes épocas de su vida literaria.
Las comedias son las siguientes: El gallardo español, La casa de los celos, Los baños de Argel, El rufián dichoso, La gran sultana doña Catalina de Oviedo, El laberinto de amor, La entretenida y Pedro de Urdemalas. Los entremeses son: El juez de los divorcios, El rufián viudo llamado Trampagos, La elección de los alcaldes de Daganzo, La guarda cuidadosa, El vizcaíno fingido, El retablo de las maravillas, La cueva de Salamanca y El viejo celoso.
La producción de Cervantes como autor teatral tuvo una primera etapa, aproximadamente entre los años 1582 y 1587, que se define dentro del amplio panorama de la escena española por su carácter de transición. Entonces estrenó varias obras «con general y gustoso aplauso de los oyentes», según él mismo afirma, e intentó dar más lógica y racional estructura a la tragedia de tipo clásico, allegándose al estilo de Juan de la Cueva, Cristóbal de Virués y Lupercio Leonardo de Argensola. Estos intentos de teatro de empaque, que hubieran podido conducir a una tragedia similar a la neoclásica francesa, se derrumbaron ante el ímpetu de Lope de Vega, que introdujo en la escena española una nueva fórmula que fue de general agrado y que se aceptó sin reservas. El mismo Cervantes da fe de este hecho al escribir, no sin cierta melancolía: «dejé la pluma y las comedias, y entró luego el monstruo de naturaleza, el gran Lope de Vega, y alzóse con la monarquía cómica» (Prólogo de Comedias y entremeses).
De la primera época del teatro de Cervantes solamente poseemos dos obras (que no se incluyeron en el tomo de 1615): El trato de Argel, que ofrece impresionantes datos del cautiverio, y El cerco de Numancia, hábil síntesis de los datos que sobre este heroico hecho han conservado los historiadores clásicos, leyendas de carácter tradicional (como es la escena final, en la cual el último superviviente de la ciudad, un muchacho, se suicida tirándose desde una torre cuando entran los romanos) y abstracciones o figuras morales (España, el Duero, la Guerra, la Fama). Ello da a la tragedia una real intensidad y un gran valor emotivo y patriótico (es de notar que su representación enardeció el espíritu de los sitiados en Zaragoza por los ejércitos de Napoleón).
Tres de las comedias publicadas en 1615 —El gallardo español, Los baños de Argel y La gran sultana— desarrollan su trama en ambiente morisco o turco, con notas procedentes de la experiencia de Cervantes como cautivo. En los Orlandos de Boiardo y de Ariosto se inspiró para La casa de los celos y El laberinto de amor, comedias algo deslavazadas y con escenas de tétrico efectismo. Más personales y acomodadas al ingenio de Cervantes son La entretenida, Pedro de Urdemalas, ésta de tipo picaresco, y El rufián dichoso, curiosa y algo desconcertante comedia de santos, que tiene una primera jornada de gran sabor y colorido, acentuados por la jerga hablada por sus personajes.
El mayor de los aciertos del teatro cervantino se halla, sin duda, en sus ocho entremeses, breves cuadros de vida española, con trama tenue y poco consistente, pero de variada matización en cuanto a los personajes, su habla y su viveza. Todo un mundillo de tramposos, vividores, sablistas, casadas casquivanas, criadas enredonas y maridos estúpidos desfila en estas ocho piezas en las que Cervantes perfecciona el estilo de los pasos de Lope de Rueda, por quien sentía gran admiración. Cervantes logra que un entremés como El juez de los divorcios se aguante en escena sin que ocurra absolutamente nada, sólo a base de dejar hablar a unas cuantas parejas de matrimonios desavenidos. El vizcaíno fingido no es más que la escenificación de un vulgar timo o estafa, pero el lenguaje del personaje que se hace pasar por vizcaíno es de gran comicidad. La cueva de Salamanca es un entremés de acción rápida y muy bien llevada, que soluciona el conflicto con una divertida burla, y tiene, como El viejo celoso, un tono desenvuelto y liviano. El más conocido de los entremeses de Cervantes es El retablo de las maravillas, tomado de un viejo motivo folklórico y trazado con hábil sentido de la escenografía.
Se atribuyen a Cervantes algunos entremeses que no se publicaron en el tomo aparecido en 1615, y entre ellos los que tienen más posibilidades de haber sido escritos por nuestro autor son los titulados Los habladores y El hospital de los podridos.
El 22 de abril de 1616 murió Miguel de Cervantes en su casa de la calle del León de Madrid. Tres días antes de morir redactó Cervantes la dedicatoria al conde de Lemos de su obra Los trabajos de Persiles y Sigismunda, impresionante página en la que leemos:
Aquellas coplas antiguas, que fueron en su tiempo celebradas, que comienzan:
Puesto ya el pie en el estribo,
quisiera yo no vinieran tan a pelo en esta mi epístola, porque casi con las mismas palabras las puedo comenzar, diciendo:
Puesto ya el pie en el estribo,
con las ansias de la muerte,
gran señor, ésta te escribo.
Ayer me dieron la extremaunción, y hoy escribo ésta; el tiempo es breve, las ansias crecen, las esperanzas menguan, y, con todo eso, llevo la vida sobre el deseo que tengo de vivir, y quisiera yo ponerle coto hasta besar los pies a Vuesa Excelencia: que podría ser fuese tanto el contento de ver a Vuesa Excelencia bueno en España, que me volviese dar la vida. Pero si está decretado que la haya de perder, cúmplase la voluntad de los cielos, y, por lo menos, sepa Vuesa Excelencia este mi deseo, y sepa que tuvo en mí un tan aficionado criado de servirle, que quiso pasar aún más allá de la muerte mostrando su intención.
Fue enterrado en el convento de las Trinitarias Descalzas de la calle de Cantarranas (hoy Lope de Vega), donde sin duda reposan todavía sus restos sin que haya posibilidad de identificarlos.
Los trabajos de Persiles y Sigismunda fueron publicados con privilegio a favor de la viuda de Cervantes, doña Catalina de Salazar, en 1617. Aunque no se puede asegurar en qué fechas redactó Cervantes este libro, es evidente que trabajaba en él en los últimos momentos de su vida, y resulta en realidad sorprendente que lo fuera escribiendo con simultaneidad a la Segunda parte del Quijote, ya que no se pueden imaginar dos novelas más distintas en todos los aspectos; y ello es una prueba de que el ingenio de Cervantes y su experiencia de escritor alcanzaron su punto más elevado en su madurez y ancianidad. Son Los trabajos de Persiles y Sigismunda una novela del género que se suele denominar bizantino, pues en cuanto a su trama, sus complicadas peripecias, sus navegaciones, naufragios, piraterías, raptos y vagabundeos se halla en la línea de las antiguas novelas de aventuras griegas y bizantinas que el siglo XVI había vuelto a poner de moda. En esta «historia septentrional» (así se subtitula el Persiles) Cervantes dice que se ha atrevido a competir con Heliodoro, afirmación que en su tiempo tenía un sentido y un alcance, y lo sigue teniendo en un concreto aspecto de la concepción de la novela renacentista, pero que considerada desde nuestros días y nuestros gustos no deja de ser chocante, pues ahora sólo leen a Heliodoro los especialistas, y todo el mundo, en todas las lenguas, vibra y se compenetra con el Quijote.
Ya veremos más adelante que en el Quijote nunca ocurre nada extraordinario (sólo lo podrían parecer los capítulos en que aparecen los bandoleros catalanes y el combate naval frente a Barcelona, pero son datos tomados de la realidad), transcurre en conocidísimas tierras españolas, los personajes que aparecen son de ínfima o mediana condición social, y por esto adquieren cierto relieve los duques y don Antonio Moreno, únicos privilegiados de la novela, y en la trama de ésta no hay ni una sola concesión al azar o a la casualidad. El Persiles es el reverso de la medalla: las azarosas peregrinaciones de sus dos protagonistas dependen exclusivamente de lo fortuito y del acaso, transcurren en gran parte en exóticos países hiperbóreos que Cervantes sólo conocía a través de relatos más o menos fantásticos y por la consulta de cartas geográficas. Persiles y Sigismunda, que viajan infatigablemente aparentando ser hermanos y bajo los nombres supuestos de Periandro y Auristela, son dos bellísimos príncipes, y la trama, retorcida y complicada, queda a veces suspensa cuando un recién llegado cuenta su historia, por lo general fantástica o maravillosa, y se reanuda con acierto, pero también con sorpresa. En el Quijote Cervantes recoge la experiencia de los recuerdos de su vida; en el Persiles recoge el fruto de sus lecturas de libros.
Pero aparte de su sentido y de sus intenciones el Persiles atrae por el arbitrario mundo de ensueño y de fantasía en el que sumerge al lector, por su poético exotismo y por la irrealidad de los seres que cruzan y entrecruzan la novela. Algunos de los episodios intercalados son de gran belleza y de sorprendente misterio. Inolvidable es la figura de Rosamunda, voz de la maldad y de la lascivia que hace estremecer; atemorizador es el episodio del licántropo, el hombre que se transforma en lobo, y admirables un sinfín de detalles y de trances. Novela esencialmente poética, está escrita en una prosa de limpia belleza; y los largos parlamentos de sus personajes, las descripciones de paisajes irreales y la narración de la complicada peripecia se exponen en un estilo elevado que a veces alcanza solemnidad retórica, salvada siempre por la gran mesura del escritor y por el espíritu lírico que domina en toda la obra.
La Primera parte de la novela, dedicada al Duque de Béjar, se publicó con el título de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, y la Segunda y última, dedicada al Conde de Lemos, apareció en 1615 con el de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha. Por lo que a la Primera parte, o primer tomo, se refiere, la edición más antigua de las conocidas fue impresa en Madrid por Juan de la Cuesta en 1605 (con privilegio real otorgado en septiembre de 1604, y tasa y testimonio de las erratas datados en diciembre de este mismo año).
Es difícil determinar cuándo empezó Cervantes a redactarla, aunque algunos indicios, no del todo decisivos, hacen creer que la comenzó poco después de 1591 y aprovechó episodios que ya había escrito en 1589. De la Segunda parte tenemos cuando menos la seguridad de que muchos de sus capítulos fueron escritos después de la aparición del Quijote de Avellaneda en 1614.
El Quijote carece de tramado novelesco y su asunto se puede exponer en muy pocas palabras: un hidalgo aficionado a leer libros de caballerías se vuelve loco, le da por creer que es un caballero andante y sale tres veces de su aldea en busca de aventuras, hasta que, obligado a regresar a casa, enferma, recobra el juicio y muere cristianamente. Para el lector jamás hay ningún misterio ni nada semejante al suspense: desde el principio sabe de qué pie cojea el protagonista, y cuando éste realiza una de sus locuras ya sabe de antemano que lo que él se figura que son gigantes o ejércitos son molinos de viento o rebaños de ovejas y carneros. Todo es claro, natural y no hay trampa de ninguna clase si aceptamos que estamos leyendo la historia de un loco. Esto no debe olvidarse nunca, y aunque se pueden hacer sutiles e inteligentes lucubraciones partiendo del olvido de que el hidalgo manchego está rematadamente loco, esta actitud desmorona la novela: cuando don Quijote recobra la razón la novela inmediatamente se acaba.
La locura lleva a don Quijote a tres conclusiones falsas, en las que estriba la esencia de su caso patológico y toda la esencia de la novela. Estas tres conclusiones son las siguientes:
1. Don Quijote, hidalgo de aldea, así que enloquece se cree de absoluta buena fe que es caballero.
2. Don Quijote está convencido de que todo cuanto había leído en los libros de caballerías es verdad histórica y fiel relación de hechos que en realidad ocurrieron y de hazañas que llevaron a término auténticos y reales caballeros en tiempos pasados.
3. Don Quijote cree que en su época, principios del siglo XVII y en la España de Felipe III, era posible resucitar la vida caballeresca de antaño y mantener los ideales medievales de justicia y equidad.
Nos interesa examinar especialmente estos tres errores. Todos recordamos las cómicas escenas del capítulo tercero de la Primera parte, cuando el socarrón ventero, en presencia de la Tolosa y la Molinera, haciendo como que leía en «un libro donde asentaba la paja y cebada que daba a los arrieros», dio al loco hidalgo un «gentil espaldarazo». El gran comentarista Clemencín derrama su erudición caballeresca trayendo a colación pasajes de los libros de caballerías en que aparecen escenas que él juzga similares, o sea las ceremonias con que se otorgaba la sagrada orden de caballería, con los ritos y la seriedad que tan solemne acto exigen. Este pasaje del principio del Quijote con lo que debe ser interpretado no es con textos literarios sino con la ley XII del título XXI de la Segunda Partida del rey don Alfonso el Sabio, que trata de «quáles non deven ser cavalleros». Allí se legisla lo siguiente: «E non deve ser cavallero el que una vegada oviesse recebido cavallería por escarnio; e esto podría ser en tres maneras: la primera, quando el que fiziesse cavallero non oviesse poderío de lo fazer; la segunda, quando el que la recibiesse non fuesse ome para ello, por alguna de las razones que diximos; la tercera, quando alguno que oviesse derecho de ser cavallero la recibiesse a sabiendas por escarnio… E por ende, fue establecido entiguamente por derecho que el que quisiesse escarnecer tan noble cosa como la cavallería, que fincasse escarnescido della de modo que non la pudiesse aver».
Don Quijote recibió la caballería «por escarnio», como demuestra hasta la saciedad el capítulo tercero de la Primera parte, donde el ventero que le dio el espaldarazo no tenía «poderío de lo fazer» y no hizo más que escarnecer «tan noble cosa como la cavallería». Don Quijote, además, no era «ome para ello», pues entre las razones que antes expuso la misma ley como impedimentos para la caballería se establece que no la reciba «el que es loco» y que «non sea cavallero ome muy pobre». Que don Quijote estaba loco lo sabe el lector desde el primer capítulo, donde Cervantes le entera de la medianía, casi pobreza, de su hacienda. Pero aunque hubiera recobrado la razón y aunque hubiera allegado una cuantiosa hacienda, Alonso Quijano jamás hubiera podido ser armado caballero, porque una vez, contra lo legislado en la Segunda Partida, recibió caballería por escarnio.
El segundo aspecto, o error, antes señalado (que los libros de caballerías son relatos rigurosamente históricos y que sus protagonistas existieron de veras) es muy aleccionador para comprender el Quijote. Sebastián de Covarrubias, en su Tesoro de la lengua castellana o española, publicado en 1611 (o sea, entre la Primera y la Segunda parte del Quijote), define: «Libros de caballerías: Los que tratan de hazañas de caballeros andantes, ficciones gustosas y artificiosas de mucho entretenimiento y poco provecho, como los libros de Amadís, de don Galaor, del caballero del Febo y de los demás». Estas breves líneas indican que los libros de caballerías son narraciones que tienen como protagonista al caballero andante y cuya acción o trama es, esencialmente, una sucesión de hazañas, pero que son «ficciones». Esto último parece esencial: si los elementos no son ficticios (o sea, si el protagonista ha existido y las hazañas se han realizado), la narración ya no es un libro de caballerías, sino un libro de historia y merecería el grave nombre de «crónica».
Ahora bien, como es sabido el castellano no ha dispuesto hasta tiempos muy recientes del término «novela» para calificar con él la narración ficticia larga, ya que no se pudo adoptar un término gemelo al de roman francés o romanzo italiano porque la voz «romance» designaba algo muy distinto (composición de versos octosílabos, etc.). Sospecho (en cosas de este tipo es temerario y pedante afirmar) que esta secular ausencia de designación castellana para la novela puede haber contribuido al equívoco patente en la mente de don Quijote y de ciertos donquijotes de carne y hueso de que se tiene noticia. Un escritor francés deja bien claro que va a narrar una acción ficticia cuando la encabeza con el título de Roman de Tristan, Roman dou Graal, Roman de Balain, Roman de Jean de Paris, etc. Claro está que puede disfrazar su ficción de realidad y titular su novela Estoire o dejar este punto indeciso con un vago Livre… Pero el escritor castellano de la Edad Media y de los siglos XVI y XVII (etapa que ahora nos interesa) no disponía de tales opciones y se vio precisado a utilizar abusivamente las denominaciones de «historia» y de «crónica» al frente de libros tan «fingidos y disparatados» como la Historia del invencible caballero don Olivante de Laura, Primera parte de la grande historia del muy animoso y esforzado príncipe Felixmarte de Hircania o Crónica del muy valiente y esforzado caballero Platir, Crónica de Lepolemo, etc. (Hay que confesar que Las sergas de Esplandián es un verdadero acierto.) Lo grave es que simultáneamente a la publicación de libros como los citados se editaban otros, rigurosamente verídicos, con los títulos de Historia del emperador Carlos V o Crónica del Gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba. Ello contribuyó, sin duda, a acrecentar la confusión entre el relato de cosas fingidas y el relato de cosas reales, punto central de la discusión entre el cura y el ventero Palomeque (I, 32) y entre el canónigo toledano y don Quijote (I, 49), para destacar sólo dos de los muchos pasajes de la obra de Cervantes en que se debate este equívoco.
En la interesante plática entre don Quijote y el canónigo, advertimos que éste, persona culta y sensata, tiene una clara e irrefutable idea de qué libros son relatos de historia y qué libros son relatos de ficción. Don Quijote, hombre culto pero loco, se hace en su mente la misma confusión que el analfabeto ventero Palomeque: todos los libros que tienen por héroe a un caballero narran la verdad. Don Quijote intenta demostrar, con argumentos que el lector sabe perfectamente que son falsos y en los que siempre apunta la fina ironía cervantina, que existió Amadís de Gaula, que fue cierto lo de Fierabrás en la puente de Mantible, que el rey Artús aún vive bajo la apariencia de cuervo, que fueron verdaderos los amores de Tristán e Iseo y de Ginebra y Lanzarote, y hasta llega a afirmar que su abuela conoció a la dueña Quintañona. Pero don Quijote, loco entreverado, deja estupefacto al canónigo cuando concluye su alegato con esta frase:
—Si no, díganme también que no es verdad que fue caballero andante el valiente lusitano Juan de Merlo, que fue a Borgoña y se combatió en la ciudad de Ras con el famoso señor de Charní, llamado mosén Pierres, y después, en la ciudad de Basilea, con mosén Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas vencedor y lleno de honrosa fama; y las aventuras y desafíos que también acabaron en Borgoña los valientes españoles Pedro Barba y Gutierre Quijada (de cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón), venciendo a los hijos del conde de San Polo. Niéguenme asimismo que no fue a buscar las aventuras a Alemania don Fernando de Guevara, donde se combatió con micer Jorge, caballero de la casa del duque de Austria; digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del Paso; las empresas de mosén Luis de Palees contra don Gonzalo de Guzmán, caballero castellano, con otras muchas hazañas hechas por caballeros cristianos, de éstos y de los reinos extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno a decir que el que las negase carecería de toda razón y buen discurso (I, 49).
Todo esto es cierto, y estos nombres proceden de la Crónica de Juan II, la única fuente de Cervantes sobre estos caballeros andantes del siglo XV. Porque a lo largo de esa centuria no tan sólo son numerosos los caballeros andantes extranjeros perfectamente documentados en España, participando en justas y pasos de armas, sino que son muchos los caballeros andantes españoles (castellanos, gallegos, catalanes, valencianos, aragoneses) que deambularon por gran parte de Europa (Francia, Borgoña, Flandes, Inglaterra, Alemania, Italia, Hungría, imperio Bizantino, reino de Granada, etc.), todos ellos atestiguados por documentos de archivo y crónicas fehacientes.
El «caballero andante» existió, y todavía erraba por los caminos de Europa y de corte en corte en demanda de aventuras (justas, pasos de armas, torneos, batallas a todo trance) un siglo antes de que Cervantes se pusiera a escribir el Quijote. Y alrededor de estos caballeros existió una literatura que puede distribuirse en dos categorías: la biografía del caballero y la novela caballeresca. Como ejemplos de la primera categoría tenemos el Livre des faits du bon messire Jean le Maingre, dit Bouciquaut, el Livre des faits de Jacques de Lalaing y el Victorial, o biografía de don Pero Niño, y podríamos añadir el Libro del Passo Honroso, que, aunque no pasa de ser una extensísima acta notarial de un hecho de armas, da un perfecto índice de la caballería andante española en 1434. A la segunda categoría pertenecen determinadas novelas —no recuerdo ninguna en castellano— en las que el protagonista es un ser imaginario y la trama es de invención del autor, pero tanto la fisonomía de aquél como las características de ésta se amoldan, con verosimilitud, a los reales caballeros andantes del siglo XV y a las empresas que llevaban a término. Las catalanas Curial e Güelfa y Tirant lo Blanch y las francesas Jean de Saintré y el Roman de Jean de Paris se amoldan a este tipo de narración. Baste señalar que la biografía de un caballero perfectamente histórico como fue Jacques de Lalaing, que realizó sus primeras hazañas en Valladolid, ofrece una gran similitud con la novela que tiene por protagonista al ficticio Jean de Saintré, que realiza sus primeras hazañas en Barcelona. Este tipo de novelas a las que conviene dar el nombre de «novelas caballerescas» en clara oposición a los «libros de caballerías», fue comprendido por Cervantes, como atestigua su elogio del Tirant lo Blanch.
La denominación de «libros de caballerías», por razones de metodología y porque la distinción se impone, hay que reservarla a las obras de imaginación situadas en una clara línea artística que podemos seguir desde las narraciones en verso de Chrétien de Troyes y que encontró su más amplia y resonante supresión en el larguísimo Lancelot en prosa francesa, llamado «la Vulgata», y en el también extensísimo Tristan en prose. Esta línea —en oposición a las obras que se pueden integrar en lo que denominamos «novela caballeresca»— se caracteriza esencialmente por la presencia de elementos maravillosos (dragones, endriagos, serpientes, enanos, gigantes, edificios construidos por arte de magia, profundidades lacustres habitadas, exageradísima fuerza de los caballeros, ambiente de misterio, etc.) y por situar la acción en tierras exóticas o lejanas y en un remotísimo pasado. No cabe la menor duda de que, cuando Cervantes enuncia su propósito de desterrar la lectura de los libros de caballerías, se refiere a esta línea de obras literarias, que parte de mediados del siglo XII y que llega hasta su mismo tiempo, con las naturales evoluciones de un género cuatro veces secular.
Para llegar a una cabal comprensión del Quijote, pues, es preciso tener bien en cuenta que esta novela no es una sátira de la caballería o de los ideales caballerescos, como algunas veces se ha afirmado y puede hacer creer un juicio precipitado, sino la parodia de un género literario muy en boga durante el siglo XVI. El Quijote no es, como creyeron algunos románticos, una burla del heroísmo y del idealismo noble, sino la burla de unos libros que, por sus extremosas exageraciones y su falta de mesura, ridiculizaban lo heroico y lo ideal. Todo el Quijote está construido como una parodia de los libros de caballerías, desde su estilo (arcaizante y campanudo en son de burla en multitud de pasajes) hasta sus trances, episodios y estructura misma del relato.
Se ha dicho también que el Quijote es el mejor de los libros de caballerías o la sublimación o idealización del género. Tal concepto es falso, ya que el Quijote no es un libro de caballerías sino precisamente todo lo contrario, o sea su parodia; y dado este aspecto es peligroso establecer comparaciones y paralelos demasiado estrechos entre la obra de Cervantes y el Orlando furioso, pues el poema de Ariosto revela un concepto del arte muy diverso al del libro español. Lo cierto es que Cervantes se propuso satirizar y parodiar los libros de caballerías a fin de acabar con su lectura, que él consideraba nociva, y que, según demuestra la bibliografía, logró plenamente su propósito, pues después de publicado el Quijote menguan extraordinariamente, hasta desaparecer del todo, las ediciones españolas de libros de este género.
Hay, pues, en el Quijote una auténtica originalidad de intención y de realización, y aunque es algo aventurado e inútil hablar de «fuentes» de la gran obra cervantina, es preciso tener en cuenta sus precedentes. Uno de ellos, indiscutible, es un episodio que aparece en el libro de caballerías Prima león y Polendos, impreso en 1534. Ante la corte de Constantinopla se presenta un escudero que lleva de la mano a una doncella; ambos eran tan feos que ponían espanto en todo el mundo, e iban vestidos de modo extravagante; pero el espanto se convirtió en risa cuando, de rodillas ante el emperador Palmerín, el escudero cuenta que se halla perdidamente enamorado de la doncella. Los cortesanos se burlan y le dicen que «la hermosura de la doncella es tanta que hará ser al caballero de gran ardimiento ante sí», y el emperador le concede la caballería, en medio de risas y chanzas. Ahora bien, la fea doncella se llama Maimonda y el escudero manifiesta ser «el hidalgo Camilote». Nos hallamos, pues, frente a un auténtico precedente de los amores del «hidalgo don Quijote» y la labradora idealizada por él en Dulcinea del Toboso.
Otro precedente del Quijote es una obra humilde e insignificante, de ínfima calidad literaria, el Entremés de los romances, breve representación teatral, compuesta entre 1588 y 1597, que satiriza la boga de los romances, tan leídos y cantados en el siglo XVI. El protagonista es un pobre labrador, Bartolo, que enloquece de tanto leer el Romancero y decide imitar las hazañas de los héroes que en él figuran. Bartolo se imagina que es un caballero, defiende a una pastora importunada por un zagal, pero éste se apodera de su lanza y le da una paliza. Bartolo se lamenta echando las culpas a su caballo, y tendido en el suelo recita el romance del Marqués de Mantua, hasta que llegan sus familiares y lo recogen, sin que el pobre loco deje de recitar trozos de romances. Es evidente que existen indiscutibles y claras relaciones entre esta breve representación teatral y el Quijote, concretamente el capítulo V de la Primera parte.
Es muy presumible, pues, que la trama inicial de la gran novela le fuera sugerida a Cervantes presenciando en escena o leyendo el texto del Entremés de los romances, piececilla insignificante de cuya existencia no nos acordaríamos si no fuera por el Quijote. Lo genial de Cervantes se advierte en el hecho de haber elevado a la más alta categoría literaria y humana un aspecto propio de un entremés de tan menguado valor.
Porque lo importante y decisivo del Quijote es que, siendo una novela que se propone satirizar una moda literaria española de su época, que actualmente no significa casi nada para nosotros, irriga una validez perenne y constante no tan sólo en España sino en todo el mundo civilizado y que agrade y se acomode a lectores que no tan sólo no han leído ni un triste libro de caballerías, sino que desconocen las características de este género e incluso están muy alejados, geográfica y cronológicamente, de la España del siglo XVII. Lo que pudo ser un mero libro de crítica literaria de circunstancias y que, al publicarse, la reacción más dominante que suscitó fue la de la risa (para los españoles de principios del siglo XVII el Quijote casi sólo fue un libro «divertido»), adquirió, gracias al arte y al genio perfectamente conscientes de Cervantes (es absurdo creer que Cervantes acertara «por casualidad» o que no tuviera conciencia de la importancia de lo que estaba escribiendo), una categoría superior, un sentido permanente y una trascendencia general.
La tan manoseada opinión que cifra en don Quijote el idealismo y en Sancho el materialismo tiene algún leve punto de verdad, pero no siempre es válida, por la sencilla razón de que los ideales no pueden reducirse a las extravagancias de un demente y porque en Sancho hay, además de su apego a lo elemental y primario, el ideal de la ínsula y la pasión de mandar. El error más considerable de don Quijote no es el de querer resucitar los ideales medievales a principios del siglo XVII, sino el haber equivocado su ruta. Cervantes sabía perfectamente que si don Quijote, en vez de encaminarse a Barcelona se hubiese dirigido a Sevilla y de allí hubiese embarcado para las Indias, su héroe hubiera encontrado las aventuras que anhelaba, los países exóticos, rara launa y temibles salvajes que tantas veces asoman a las páginas de los libros de caballerías, y reinos, provincias e ínsulas que ganar. Otros quijotes y otros sanchopanzas partían de España sin más caudal y hacienda que las ilusiones y la ambición, y las saciaban en lo que pronto se llamaría América, a base de más trabajos y de más extraordinarias aventuras que las que se cuentan en los libros de caballerías.
La figura de don Quijote se gana la simpatía de todo lector, que siente más la amargura que la comicidad de sus sucesivos fracasos porque es un ser bueno, leal e inteligente. Pero no hay que olvidar que Cervantes lleva a su héroe gradualmente hacia la aventura real, que se le ofrece en las últimas jornadas de su tercera salida, y entonces lo despoja de los ánimos que antes tenía y lo reduce a una sombra de lo que fue; y hemos de reconocer, después de haberle otorgado toda nuestra simpatía, que es un ser vanamente fatuo e incapaz de valentía y de heroísmo cuando las circunstancias lo exigen de veras. Por esto la única solución es restituir el juicio al demente, que al sanar volverá a ser Alonso Quijano el Bueno, y en su lecho de muerte renegará de sus locuras y de sus sueños de heroísmo.
Examinado desde el punto de vista más inmediato y marginal, el Quijote, como tantas otras obras geniales de la literatura universal, ofrece algunos defectos, fruto todos ellos de la precipitación con que parece estar redactado en ciertos capítulos. Da la impresión de que Cervantes escribía sin releer su labor. Así se explica que en el transcurso de la novela la mujer de Sancho reciba los nombres de Teresa Panza, Teresa Cascajo, Juana Gutiérrez, Mari Gutiérrez y Juana Panza; y que el rucio del escudero sea robado por Ginés de Pasamonte en circunstancias no precisadas en la primera edición, y que debido a ello Sancho tanto aparezca montado como caminando a pie en determinados capítulos. Esta prisa y descuido de Cervantes al escribir se manifiesta en aquel rasgo tan suyo que consiste en dar algún dato a destiempo, introduciéndolo con la expresión: «Olvidábaseme de decir…», que aunque suele dar una nota afectiva a su estilo, en el fondo revela la pereza del escritor, que prefiere recurrir a este subterfugio a volver atrás en sus cuartillas para consignar el dato que se dejó en el tintero, lo que da a la narración una eficacísima nota de naturalidad y de proximidad del autor al lector.
Las dos partes del Quijote presentan notables diferencias en cuanto a su estructura. En la primera, la publicada en 1605, la acción principal, o sea las aventuras de don Quijote, se ve varias veces suspendida por otros relatos que se intercalan en el texto. Algunos de estos relatos tienen un carácter extemporáneo y ajeno a la trama de la narración, como son la Novela del curioso impertinente, situada en ambiente florentino, y el relato de la vida del Cautivo, de ambiente morisco. Son, de hecho, dos novelitas intercaladas en el Quijote sin que tengan nada que ver con la acción fundamental del libro y que, al estar situadas una muy cerca de la otra, dilatan la aparición de lo que realmente espera el lector, o sea las aventuras de don Quijote. La historia de los amores de Cardenio y Luscinda y de don Fernando y Dorotea aparece algo más imbricada en la trama general de la obra, ya que estos personajes toman parte activa en ella e intervienen directamente en la existencia de don Quijote. Algo similar ocurre en la historia de los amores de Grisóstomo y Marcela.
De esta suerte, si excluimos de la Primera parte los relatos de sucesos más o menos ajenos a las aventuras de don Quijote, advertiremos que el texto publicado en 1605 es de extensión mucho menor que el aparecido en 1615, y, lo que es más grave, que en aquella Primera parte la acción se diluye en episodios marginales o se interrumpe para dejar paso a otros totalmente extemporáneos. Ello ya fue criticado como un defecto por los primeros lectores del Quijote, y Cervantes recogió tales reproches en la Segunda parte de la obra, cuando dice: «una de las tachas que ponen a la tal historia… es que su autor puso en ella una novela intitulada El Curioso impertinente, no por mala ni por mal razonada, sino por no ser de aquel lugar, ni tener que ver con la historia de… don Quijote». Cervantes, advertido por tales críticas e indudablemente mejor orientado, enmienda (oralmente esta técnica en la Segunda parte, en cuyos setenta y cuatro capítulos no abandona a don Quijote y Sancho, mantiene una acción seguida y evita las digresiones. Y hasta tal punto se empeña en mantener esta unidad de acción que, cuando don Quijote y Sancho se separan porque éste ha de trasladarse a la Ínsula Barataria, dedica alternativamente un capítulo al amo y otro al criado hasta que los vuelve a reunir.
La primera salida de don Quijote tiene un carácter distinto al resto del libro, porque, no existiendo todavía Sancho Panza, falta en ella el diálogo entre amo y criado. En ello reside uno de los mayores encantos del Quijote, ya que las pláticas entre los dos personajes, que a veces llenan capítulos en los que no ocurre absolutamente nada, son una constante muestra de ingenio, buen humor, discretas razones y agudezas de toda suerte. La conversación pausada y corriente con que don Quijote y Sancho alivian la monotonía de su constante vagar, muchas veces comentando una aventura pasada o fantaseando sobre el porvenir, es algo esencial en la novela, que suple con decisiva ventaja cualquier otro procedimiento descriptivo. Don Quijote se ve obligado a levantar la prohibición de departir con él que en un momento de malhumor había impuesto a Sancho, porque ni el criado puede resistir «el áspero mandamiento del silencio», ni don Quijote es capaz de seguir callado, ni la novela pudiera proseguir condenando a sus dos protagonistas al mutismo.
En su modo de hablar quedan perfectamente individualizados los personajes principales del Quijote: el galeote Ginés de Pasamonte con su orgullo, acritud y jerga rufianesca que hoy llamaríamos argot de maleantes; doña Rodríguez revelando a cada paso su inconmensurable estupidez de dueña pobre de casa rica; el Primo que acompaña a don Quijote a la cueva de Montesinos poniendo de manifiesto en cada palabra su divertida chifladura erudita (pues no en vano es una especie de don Quijote de las humanidades); el canónigo como un discreto, elegante y entendido conocedor de materias literarias; el vizcaíno con su simpática intemperancia y su peregrina «mala lengua castellana y peor vizcaína»; el cabrero Pedro con sus constantes prevaricaciones idiomáticas.
Sancho también suele estropear el idioma, sobre todo cuando pretende usar alguna palabra culta o cortesana, y ello provoca la corrección de don Quijote, que siempre vela por el buen uso del idioma, y el amoscamiento del escudero, que no ve con buenos ojos que le corrijan. Pero Sancho, sobre todo en la Segunda parte, habla con una rústica propiedad y da muestras de conservar el tesoro del lenguaje y de la experiencia populares o tradicionales, lo que se manifiesta en su tan característica sobreabundancia de refranes y de frases hechas, que dan a su habla un colorido inconfundible. No es que Cervantes se tome muy en serio, como les ocurre a algunos cervantistas, el saber popular o ancestral que se pueda encerrar en los refranes de Sancho, pues no raramente los emplea sin que vengan a cuento y corrompidos, pero en este rasgo ha querido oponer el habla popular del criado al discursear culto y literario del amo.
En el Quijote hallan cabida y conviven personajes de las más diversas procedencias. Hay en él seres posiblemente inventados y creados de una pieza por Cervantes, como podría serlo Sancho, y que responden a un tipo corriente en la sociedad de su tiempo. Los hay que parecen tomados de «modelos vivos», aunque sin declararse su identidad, como ocurre sin duda con los duques, trasunto de los de Luna y Villahermosa, don Carlos de Borja y doña María Luisa de Aragón. Los hay que parecen derivar de modelos literarios, como doña Rodríguez y Altisidora, inspirados en la Viuda Reposada y en la doncella Plaerdemavida del Tirant lo Blanch. Pero en este último aspecto Cervantes aún llega más lejos: de su peor enemigo, el Avellaneda del falso Quijote, toma el personaje de don Álvaro Tarfe y lo hace intervenir en la acción de la novela. Y en extremo opuesto están el galeote Ginés de Pasamonte y el bandolero Roque Guinart, arrancados de la realidad contemporánea con toda su fidelidad histórica, hasta el punto de no transformar el nombre de sus modelos. Y finalmente él mismo, el propio Cervantes, emerge en la acción en un momento dado (en el capítulo VIII de la Primera parte), hallando en el Alcaná de Toledo el ficticio manuscrito de Cide Hamete Benengeli.
Con un dominio nunca superado en el arte de componer novelas, Cervantes es capaz de reunir, relacionar y trabar en una acción seres de tan distintas procedencias y de tan diversa inspiración. El mismo libro, el propio Quijote, es un elemento que lisura en la acción de la Segunda parte de la novela: se habla del libro, se comenta, se critica e incluso se da su bibliografía. Lo mismo ocurre con el Quijote de Avellaneda, citado, leído y denostado en el auténtico, en el cual hasta se presencia cómo se corrigen sus pruebas en una imprenta de Barcelona. Como un hábil malabarista, Cervantes juega con su propia obra, se impone a ella y la lleva por donde quiere, e incluso ironiza con su criatura misma.
El estilo del Quijote experimenta constantes y conscientes variaciones, de acuerdo con las incidencias de la acción: es «pastoril» en los capítulos dedicados a los amores de Grisóstomo y Marcela; parece arrancado de una novela morisca cuando se relatan las aventuras del Cautivo; de una novela picaresca en el episodio de los galeotes, y de «novela ejemplar» al estilo italiano en la de El curioso impertinente. No faltan alardes de oratoria, como son los discursos de don Quijote sobre la Edad de Oro, sobre las Armas y las Letras y su respuesta al eclesiástico que lo reprende en la sobremesa del palacio de los duques. Este último constituyen una magnífica defensa, a cuya eficacia contribuyen las más clásicas y típicas figuras retóricas del arte oratorio. El discurso de la Edad de Oro tiene un evidente matiz irónico y en el fondo es una graciosa burla de este tan repetido tópico literario. Las cartas que se intercalan en el Quijote ofrecen aspectos muy variados y estilos muy dispares, que van desde la grave misiva amorosa, en trágico trance sentimental, como la de Luscinda a Cardenio y la de Camila a su esposo Anselmo, hasta la de don Quijote a Dulcinea, parodia de las epístolas amorosas de los libros de caballerías, pero que a su vez vuelve a ser parodiada en la versión que de ella da Sancho «de memoria». Las cartas que este último se ve precisado a dictar son admirables por su naturalidad, su gracia popular, su malicia cazurra y su estilo directo y familiar, pero las superan las dictadas por su mujer, Teresa Panza, que queda perfectamente retratada en estas divertidísimas epístolas, a la vez ingenuas y sensatas, agudas y rústicas. Las historietas y cuentos tradicionales, que tanto abundan en el Quijote, muchas veces puestos en boca de Sancho, demuestran hasta qué punto un escritor culto y elegante como Cervantes es capaz de reproducir y asimilar el estilo coloquial del pueblo.
Estas dos vertientes del estilo cervantino —la culta y la tradicional— engarzan al Quijote en una típica acritud de la prosa castellana, que tiene precedentes en La Celestina, fray Antonio de Guevara, etc. La prosa narrativa castellana de los siglos XVI y XVII acusa el enorme influjo del «polido y elegante» estilo con que Garci Rodríguez de Montalvo refundió el Amadís de Gaula, preciso, matizado, bellamente periódico y diluido, y entreverado de reflexiones y consideraciones morales. Cervantes narrador —es decir: cuando reproduce su propio estilo, no el del habla de diferentes personajes y no parodiza— supera y revalida los valores de la prosa del Amadís y se atiene a la fórmula que él mismo da en el Prólogo de la Primera parte del Quijote, donde el fingido amigo le aconseja que procure que «a la llana, con palabras significantes, honestas y bien colocadas, salga vuestra oración y período sonoro y festivo, pintando, en todo lo que alcanzáredes y fuere posible, vuestra intención; dando a entender vuestros conceptos sin intricarlos ni escurecerlos. Procurad también que, leyendo vuestra historia, el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el prudente no deje de alabarla».
Esta fórmula mantiene su validez a lo largo de las dos partes del Quijote, a pesar de los matices tan diversos que reviste. Hay descripciones pausadas, detallistas, pormenorizadas y lentas, con frecuencia reunidas en una larga frase que mantiene una perfecta cohesión lógica —incluso en detrimento de la sintaxis, mejor dicho de las leyes sintácticas que se «promulgaron» posteriormente— y que se equilibra con un ritmo fluido y cadencioso, para concluir por lo común con expresiones de resumen al estilo de «y en conclusión», «y finalmente». Pero hay también páginas en las que la expresión adquiere una rápida vivacidad y en las que preguntas y respuestas se enlazan y la descripción se hace elíptica y dinámica. Las frecuentes reyertas, palizas y alborotos que surgen en la novela se describen gracias a eficaces recursos conducentes a dar la sensación de desorden y rapidez hasta tal punto que se logra que la velocidad narrativa corresponda a la de los hechos que se narran. En este aspecto son muy característicos los tumultuosos «sucesos de la venta» provocados por Maritornes en el capítulo 16 de la Primera parte.
Pero no hay que olvidar que el Quijote, a pesar de su profundidad y de la amargura que parece encerrar —amargura a la que está más predispuesto el lector actual que el de principios del siglo XVII— es, como diríamos hoy, un libro «humorístico». En la fórmula antes transcrita ya se advierte que uno de los propósitos del escritor es divertir a sus lectores: «que el melancólico se mueva a risa, el risueño la acreciente». Quien no ríe leyendo el Quijote es o porque no entiende la novela o porque tiene la desgracia de no poseer la facultad de reír, que es la que distingue al hombre de los animales. Cervantes, cuando escribe la Segunda parte de la novela, tiene ya sesenta y ocho años, está en la miseria, ha padecido desdichas de toda suerte en la guerra y en el cautiverio, el honor de su hogar no ha sido siempre limpio ni ejemplar, ha recibido humillaciones y burlas en el cruel ambiente literario; y a pesar de todo ello, por encima de sus angustias, de sus estrecheces y de sus penas, el buen humor y el agudo donaire inundan las páginas del Quijote. Además de los constantes chistes, juegos de palabras y expresiones graciosas que se acumulan en toda la novela cuando se narran en ella casos acaecidos a don Quijote y a Sancho, una constante ironía domina en el estilo, ironía que va desde los epígrafes de los capítulos («La espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento», «Del temeroso espanto cencerril y gatuno», «De la cerdosa aventura», «Capítulo setenta: Que sigue al de sesenta y nueve…»), hasta la exposición del mínimo detalle o la salida Mímicamente inesperada. Si se compara el Quijote con los Trabajos de Persiles y Sighmunda, obra escrita contemporáneamente a la Segunda parte de aquella novela, se advertirá, por acusado contraste, la constante ironía de la máxima creación cervantina. Humor por lo general obligado para la buena eficacia de los propósitos satíricos del Quijote —por ejemplo al parodiar el lenguaje campanudo y arcaizante de los libros de caballerías—, pero también humor puramente gratuito, innecesario e inesperado, que hace que el lector no olvide que está leyendo lo que se llamaba un libro de «entretenimiento».
Y es que a lo largo de todo el siglo XVI los libros de caballerías habían sido objeto de constantes ataques y censuras por parte de filósofos, moralistas y autores graves, como Juan Luis Vives, fray Antonio de Guevara, Juan de Valdés y muchos otros que representan lo más autorizado del pensamiento español de la época. Todos ellos habían batallado para desacreditar la lectura de los libros de caballerías por considerarlos obra de personas ociosas y desocupadas, que escribían mal y enemigas de la verdad y de la historia auténtica, los cuales, con sus nocivos engendros incitaban a la ociosidad y al vicio y hacían perder el tiempo de un modo vano y pecaminoso. Estos graves escritores pedían que se prohibieran los libros de caballerías, que se quemaran y que se persiguiera su lectura, ideas en las que abundaban algunos procuradores en Cortes, en las que se llegó a debatir este punto, y ciertas autoridades eclesiásticas de España y de Indias. Pero todos estos esfuerzos eran vanos e inútiles: los libros de caballerías seguían imprimiéndose y leyéndose con avidez.
Cervantes, compenetrado con el pensamiento de los citados moralistas, sabía muy bien que éstos predicaban en el desierto y que eran inútiles sus anatemas. Sólo la ironía y la burla podían desacreditar tan perniciosos libros, y para evitar que se leyeran, lo más adecuado era ponerlos en ridículo. Desde 1605 menguan considerablemente las ediciones de libros de caballerías: el Quijote ha acabado con ellos. De esto nos da fe un buen escritor de la época, el maestro Josef de Valdivielso, a cuyo cargo corrió la aprobación de la Segunda parte de la novela, y con esta ocasión emitió uno de los primeros juicios sobre el Quijote, pues va fechada en 1615. Contiene la obra de Cervantes, dice Valdivielso, «muchas [cosas] de honesta recreación y apacible divertimiento, que los antiguos juzgaron convenientes a sus repúblicas, pues aun en la severa de los lacedemonios levantaron estatua a la risa, y los de Tesalia la dedicaron fiestas… el autor mezclando las veras a las burlas, lo dulce a lo provechoso y lo moral a lo faceto, disimulando en el cebo del donaire el anzuelo de la reprehensión y cumpliendo con el acertado asunto en que pretende la expulsión de los libros de caballerías, pues con su buena diligencia mañosamente ha limpiado de su contagiosa dolencia a estos reinos». Valdivielso no tan sólo señala el carácter humorístico del Quijote, sino que confirma que ha salido airoso en limpiar «esos reinos» de libros de caballerías. Pero Cervantes logró sus propósitos, precisamente, porque disimuló «en el cebo del donaire el anzuelo de la reprehensión».