FRANCISCO AYALA
Quien se proponga considerar el proceso de creación de la prodigiosa figura literaria de don Quijote, hará bien en detenerse, ante todo, a medir el alcance del siguiente hecho: para el lector actual, el protagonista de la novela —o, mejor dicho, la pareja protagonista— posee una existencia anterior al texto mismo. Don Quijote y Sancho constituyen ante él, en efecto, dos presencias inmediatas, dos seres ficticios de quienes ha oído hablar antes que hubiera pensado siquiera en ponerse a leer su historia, dos hombres cuya imagen ha visto reproducida muchas veces, cuyo carácter le es familiar, y algunos de cuyos hechos le han sido referidos o conoce como proverbiales. Pero si esas figuras centrales le están dadas como una pura evidencia fuera de las páginas del libro, la lectura de éste le llevará a comprobar, en cambio, que el ámbito dentro del cual se encuentran aquéllas emplazadas es ya tan ajeno a sus experiencias cotidianas como para antojársele convencional y artificioso: el mundo cervantino se halla desvanecido en gran parte, y el lector actual debe buscarlo a través de los caminos, si no del arqueólogo o del erudito, cuando menos, del gustador refinado, provisto de cierta formación histórica y literaria, en contraste con aquellos sus protagonistas que viven en plenitud, siguen operando sobre las generaciones presentes y constituyen todavía un factor espiritual de nuestro mundo de hoy.
Este vivir del personaje literario con independencia del texto donde fuera plasmado dista mucho de ser cosa excepcional. No sólo don Quijote y Sancho, sino todas las grandes figuras producidas por la poesía —y, junto a ellas, otras ficciones efímeras, fruto de artes menores—, gozan de semejante sustantividad, habiendo ingresado en el campo de las representaciones comunes a partir de los textos de origen. La Celestina, Tartufo, Babbit, son nombres que funcionan en el lenguaje corriente como fórmulas caracterizadoras cuyo significado capta sin dificultad incluso la gran multitud que jamás se ha asomado ni piensa asomarse a las obras literarias donde los correspondientes prototipos se encuentran diseñados. Mas, por lo general, éstas no hicieron sino ofrecer en feliz concreción unos rasgos de carácter pertenecientes a la común experiencia de humanidad, y que ahora encuentran ahí su cifra definitiva. Suelen contar con una serie de precedentes en la historia de la literatura (la Trotaconventos del Arcipreste para la Celestina, y para ambas el Líber Pamphili), o cuando menos, con antecedentes folklóricos que el autor maneja, enriquece y perfecciona hasta modelar su propio dechado.
Ahora bien, don Quijote y Sancho no son caracteres en un sentido genérico y universal-humano. Su carácter respectivo es absolutamente singular, originalísimo; y frente a él lo que se entiende por quijotismo o sancho-pancismo no pasa de ser abstracciones que, al desviarse de su personificación literaria, la deforman y falsean. Pues la empresa cumplida con tal personificación no se detuvo en las estructuras del alma, sino que tendió a fijar significados espirituales; ni su hazaña se redujo a presentar a un determinado carácter, sino que erigió un mito. Por virtud de esas sus intenciones y realizaciones el Quijote se encuentra en el plano de la epopeya homérica, el drama shakespeariano, Fausto y don Juan.
Mas todos estos héroes poéticos, cargados de una significación trascendente, fueron elaborados a base de elementos que estaban ya ahí, a la disposición del poeta que debía imprimirles con su genio una conformación definitiva. Tanto los héroes de Homero como los de Shakespeare, tanto donjuán como Fausto, existían de antemano; pertenecían a la tradición religiosa, a la historia, a la leyenda, al folklore, incluso a la propia literatura, y contaban con una elaboración que la crítica ha conseguido fijar en algún caso con precisión satisfactoria. Hasta llegar a la versión goethiana, el doctor Fausto había pasado ya por conocidos avatares, y donjuán no ha dejado de sufrirlos aún después que Tirso de Molina cumpliera la original acuñación poética del personaje. De este modo, tanto el creador respectivo como su público, contaron desde el comienzo con un punto de referencia externo, sea en la literatura, sea en otros sectores de la vida cultural, que —sin perjuicio de la cerrada unidad estética de la obra— les ayudase a construir el mito en vías de arte y a percibir el sentido transcendente alojado en esa construcción.
En cambio, cuando por vez primera aparece el Quijote, ignora el mundo la posible existencia de un tal héroe. Y el repaso de las actitudes críticas asumidas frente a su creación por las sucesivas generaciones nos enseña que sólo a lo largo de tres siglos alcanzaría a desentrañarse su sentido más profundo, por mucho que éste fuera presentido ya, y en forma poderosa, aun cuando confusa, desde el punto inicial. El lector de aquel nuevo libro que en 1605 publicaba Miguel de Cervantes debió de enfrentarse con una criatura de ficción inaudita y nunca vista, para cuyo entendimiento no podía asirse a precedente alguno. Tenía, pues, que abordarla sin otros recursos que los ofrecidos por el autor en el texto mismo, fuera del cual no había punto de referencia capaz de prestarle auxilio. Ninguna alusión, implicación ninguna podían servirle de estribo para ascender hasta la esencia poética que se le revelaba, porque también el autor careció de toda apoyatura externa al comunicársela: no más que de los prodigiosos artificios de su ingenio pudo valerse en el empeño… Ese es el hecho primordial que deberá tener en cuenta quien estudie el proceso de creación del Quijote: la perspectiva del lector que hoy se aboca al libro es diametralmente opuesta a aquella desde la que debió de abordarlo quien leyera su edición original, y con la que su autor necesitó contar al componerlo.
Si para nosotros don Quijote y Sancho son entes familiares, las figuras accesorias que los acompañan y se relacionan con ellos, y el escenario donde se mueven, están ya lejos de nuestra propia existencia. Se trata de un mundo histórico casi esfumado, al que sólo la lectura nos presta acceso; de unas figuras pertenecientes a complejos sociales casi por completo disueltos, y cuyos problemas prácticos no son los que ahora nos angustian o preocupan, aunque más de una vez nos salten a la vista analogías. Por eso nos parecen personajes «novelescos» curiosos, sorprendentes, pintorescos, vistosos, como las ropas de que andan vestidos, y su mundo es para nosotros convencional. Tomemos como ejemplo la historia del cautivo de Argel: ese relato, con su colorido, su curso anecdótico y sus implicaciones ideológicas, se encuentra tan distante casi de nuestro mundo actual como los cuentos de las Mil y una noches. Y, sin embargo, nos consta que está elaborado con materiales de la personal vivencia de Cervantes, cuyo cautiverio —una aventura nada excepcional en su tiempo— pudiera parangonarse con la no menos extendida experiencia de los prisioneros de guerra en nuestro siglo. De igual manera, el episodio del morisco Ricote, que resulta de un pintoresquismo muy novelesco para el lector actual, alude a situaciones tan inmediatas y frecuentes por entonces como lo son en nuestros días las del deportado o del refugiado político. Pero hace falta que ese lector sea capaz de realizar imaginativamente la transposición de términos históricos para que aquellos conmovedores relatos dejen de operar sobre él como estímulos de una vaga curiosidad y recuperen la plenitud de su eficacia tornándose jugosos, vivaces, genuinos, apasionantes.
Lo que se dice de personajes y circunstancias ligados a acontecimientos históricos vale también para aquellos otros que, sin tales referencias, aparecen en un encuadre social no menos pretérito y decaído: esos estudiantes, clérigos, licenciados y bachilleres, esos soldados, esos caballeros, esos duques, esas damas y esas dueñas, sólo en función de don Quijote y Sancho tienen existencia hoy; están prendidos a su acendrado ser, son parásitos suyos. Bien entendido que con esto no se niega una propia sustancia humana a su configuración artística ni quiere decirse que sean meros fantoches inanes; muy por el contrario, una fuerte autenticidad late bajo su contingencia histórico-social y rezuma de las formas ya periclitadas; pero, al haberse hecho éstas obsoletas, faltan los puentes para la comunicación con el lector ingenuo, que apenas si puede entender directamente la conducta de otras criaturas cervantinas que los simples rústicos en su elemental modo de existencia. Es la presencia de don Quijote y Sancho lo que vuelve a colmar de vida el añejo cuadro, prestándole intensísima iluminación.
Pues bien: todo ese abigarrado mundo histórico en el que debemos penetrar llevados hacia el pretérito por las dos figuras perennes era, al tiempo de escribirse el libro, la peana de inmediatas evidencias sobre la que se levantarían sus increíbles siluetas: el hidalgo aldeano y el labrador necio, que tanto hicieron reír con su común locura a España entera, tenían que ganar verosimilitud para su nunca visto perfil, proyectándolo sobre el fondo realista de unas referencias sociales muy convincentes, tangibles, comparables, de común experiencia… La inestabilidad de lo histórico ha convertido ya en convencional y artificioso lo que ahí se daba como realidad cotidiana. El paso del tiempo, al descoyuntar, alterar y transformar el orden de esa realidad, fue desplazando cada vez más a los personajes secundarios, hasta expulsarlos por completo, convertidos en pura fantasmagoría, del campo a que se extienden las posibles vivencias del lector; mientras que la inmarcesible pareja de caballero y escudero afianzaba su existencia como entidad poética dentro de la esfera de las representaciones comunes. Con esto llegó a invertirse la perspectiva del lector: aquello que para el de 1605 era extraño y estrambótico —a saber, don Quijote mismo, con su complemento, Sancho—, le resulta familiar al de hoy; lo que para éste es ya ajeno —el mundo cervantesco—, era para aquél inmediato y cotidiano.
Así se explica que, en los primeros años del pasado siglo, se revolviera Unamuno contra ese mundo cervantesco, y contra el propio Cervantes, en una rabiosa, integral afirmación del Quijote, de la esencia poética, frente al accidente en que se manifiesta. «Mi fe en don Quijote —escribe Unamuno en su Vida de don Quijote y Sancho— me enseña que tal fue su íntimo sentimiento, y si no nos lo revela Cervantes es porque no estaba capacitado para penetrar en él. No por haber sido su evangelista hemos de suponer fuera quien más adentró en su espíritu». Pero antes había escrito que «no tuvo otro remedio sino narrárnoslo cual y como sucedió, aun sin alcanzársele todo su alcance…» Esta actitud de Unamuno debe ser tenida por el paroxismo de actitudes ya viejas, que se habían hecho en algún modo tradicionales. Su defensa de don Quijote contra Cervantes enciende y aclara, al exagerarla, aquella repetida inepcia del «Cervantes, ingenio lego», convirtiendo en acutísima paradoja lo que no era sino torpe sandez, para con ella mostrarnos su verdad posible. La vulgarizada tesis según la cual el autor del Quijote habría sido un pobre hombre, genio inconsciente sin capacidad para percatarse de la especie de criatura que engendraba, se funda —a no dudarlo— en la intuición del significado transcendente alojado en la obra de Cervantes. Oscuramente, se percibió siempre ahí la presencia de un algo descomunal, secreto, insondable, que falta en la gran turbamulta de las figuras inventadas por la imaginación literaria, y que tampoco se encuentra en las demás producciones del propio Cervantes; un algo por cuyo efecto el estrafalario don Quijote adquiere valor de mito, asumiendo una inagotable riqueza de contenido espiritual. Y como lo portentoso suele identificarse con lo sagrado, y como el mito pertenece en verdad a la órbita religiosa, se ha propendido desde el comienzo a adorar en el Quijote una especie de misterio —con su culto, sus exégetas, interpretaciones esotéricas, ministros y sectarios—, atribuyendo a su creación —o, mejor, revelación— circunstancias de milagro, entre ellas la que da esa revelación por cumplida a través de un inocente, ajeno al valor sublime que le era confiado. La leyenda del «Cervantes, ingenio lego» casa, pues, muy bien con el éxtasis ante su obra, y se complementa con aquella otra que le atribuye un alma cándida, arca de todas las bondades.
Sólo que ahora, en Unamuno, la chifladura vulgar se eleva a un desvarío en el estilo del «enloquecimiento de pura madurez del espíritu», que enlaza su comprensión del Quijote con su visión del problema de España y, en definitiva, con el más acendrado núcleo de su filosofía personal. Lejos ya de la acostumbrada observación que descubre en el Quijote el prototipo del carácter español, desdoblado en las personificaciones de don Quijote y Sancho, Unamuno va a interpretarlo y pregonarlo como cifra del ser y destino de España, cuyo complejo cultural significa, precisamente, una radical forma de concebir el mundo y de ser hombre; es decir, una manifestación histórica de la eternidad, o acaso, un modo de enfrentarse, en nombre de la eternidad, con la contingencia histórica. Que fuera Unamuno —la mente más poderosa de su generación— quien hubiese de penetrar hasta el fondo de ese misterio, zambulléndose en el mito quijotesco, no es sino muy explicable, pues en esa generación, en la llamada generación del 98, se desata por fin el nudo problemático de España, permitiendo —puesto que una entelequia histórica sólo en vía de postrimerías culturales puede alcanzarse— que sean escudriñadas las secretas claves de su destino.
El nudo que ahí se desata, y quizá para una definitiva disolución, es el que la Contrarreforma había anudado, apretando a la realidad española en una existencia contradictoria, existencia en el tiempo, pero bajo vocación de eternidad; por tanto, una existencia que se niega de continuo a sí propia, existencia desentendida del tiempo y del espacio, hacia una esencia desencarnada de sustancia histórica; una existencia clausurada en pura afonía interna, en perpetua guerra intestina —«la guerra civil es la forma del vivir español», dice Unamuno—, en un heroísmo que siempre se resuelve en grotescos descalabros y que está deshilado a ellos, por cuanto se obstina en superar la berroqueña realidad del hecho. Este modo de ser, cuya grandeza se alza desde el seno mismo de la más desahuciada impotencia, es lo que expresa el Quijote. Y creo que sea un caso único en el despliegue todo del espíritu, el de este héroe mítico acuñado con los materiales de una particular situación histórica, porque único es el caso de que la existencia histórica asuma el sentido de negarse a sí propia en virtud de lo absoluto. El Quijote alcanza la universalidad, no desde el plano de lo humano-general, sino a partir de una determinada y singularísima estructura político-social dada en el tiempo y en el espacio. Y el toque feliz del genio cervantino estuvo en captar y acuñar el raro destino de esa comunidad, España, en el punto cardinal, en el preciso momento en que ello era posible, sin dejar que se le escapara la fugaz coyuntura. Tan asombrosa clarividencia es lo que ha hecho a las gentes pensar en una inconsciente genialidad… Cabe afirmar que, desde nuestra perspectiva, nosotros estamos en condiciones de entender el Quijote en conexiones de detalle sustraídas a su propio autor —y éste sería el solo alcance legítimo de la tesis «Cervantes, inconsciente»—; pero es indudable que él tenía plena consciencia del sentido de su obra; consciencia profunda y entrañada, ya que ese sentido, siendo el de la situación cultural de conjunto, el de la conexión histórica, era también el de su propia vida individual. Pues si a sus dotes creadoras y a su gracia literaria le fue concedido apresar el momento del viraje decisivo que había de permitirle forjar un héroe de tan colosales proyecciones, ello se debió a la justa coincidencia del punto crítico en el curso de su trayectoria vital, con el cambio de signo en la orientación del destino colectivo. La fecha de su nacimiento le habilitaba como representante de la generación que sería gozne del significativo cambio; los azares de su suerte personal le prestaron las condiciones para percibirlo con dolorosa acuidad, y mi talento de poeta le proporcionó la capacidad necesaria para plasmar el contenido de esa percepción en una obra artística de envergadura adecuada.
Cuando Cervantes viene al mundo, están incubándose ya lodos los elementos de la Contrarreforma: el Concilio de Trento, inaugurado dos años antes de su nacimiento, sería clausurado cuando él contara ya quince años de edad, y sólo dos más tarde se introducirían en España sus cánones; la Compañía de Jesús organizaba y extendía su poder… Pero aún no había abdicado el emperador Carlos V, ni todavía el pensamiento cristiano tenía que constreñirse y disimularse hasta casi desaparecer por recelo de la suspicaz persecución. Una tónica de epopeya envuelve, sin duda, a su adolescencia; el acontecimiento magno que hubo de sellar su espíritu con un cuño indeleble fue la batalla de Lepanto —como «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» la pondera—, donde él mismo participó con veinticuatro años bajo el mando de un general de su misma edad, don Juan de Austria. Al regresar del cautiverio, tras un decenio ausente de la patria, la atmósfera de epopeya se habrá disipado, dando lugar a una sensación opresiva. Líricamente se queja fray Luis, cautivo en la cárcel de la Inquisición, mientras Cervantes lo estaba en África: «Por más que se conjuren / el odio y el poder y el falso engaño…» Ya se anuncian los tonos elegiacos de Quevedo: «Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes, ya desmoronados, / de la carrera de la edad cansados…» La mutación se ha operado en un abrir y cerrar de ojos, como esas cerrazones súbitas del cielo que a veces describe Cervantes en sus novelas: tras el sueño del cautiverio, el soldado de Lepanto, que vuelve lleno de proyectos grandiosos, tiene que emplearse como agente de los acopios en especie para la Armada Invencible y, de seguro, palpar los entresijos de inmoralidad, torpeza y desbarajuste que serían prólogo al fracaso de esa expedición gobernada por la impericia. Es interesante recoger algunas reacciones del poeta frente a ese fracaso. Amargado, «Triunfe el pirata, pues, agora y haga / júbilos y fiestas…», canta al confirmarse las nuevas de la derrota, en versos que pueden valer como el ejemplo de la reacción oficial, desconcertada frente al terrible contratiempo, y pensando en un futuro desquite. Sin embargo, la experiencia estaba hecha, y para Cervantes tendría el carácter de vivencia decisiva, clausurando, a la edad de cuarenta años, las expectativas heroicas de Lepanto. Ya comienza a cuajar don Quijote, caballero, «más que de hierro, de valor armado», sólo por el azar de fuerzas ciegas e inescrutables designios sobrehumanos vencido, pero invencible por la fe y la razón, como aquellos barcos que Felipe II no había enviado a luchar contra las tempestades. («Pues no los vuelve la contraria diestra / vuélveles la borrasca incontrastable / del viento, mar, y el cielo que consiente…», afirmará Cervantes en los mismos versos, aduciendo en serio la misma argumentación que, humorísticamente, pero con tanta mayor profundidad, fundaría la actitud heroico-grotesca de don Quijote.)
Así, la conjunción de la suerte individual del poeta con el destino de la comunidad española le habilitó para inventar esa criatura mítica de factura absolutamente nueva, pero cuya revelación había de tener una fulminante eficacia. La nueva esencia poética concretada en la pareja de don Quijote y Sancho impuso, en efecto, su evidencia desde el primer instante, con impacto tan formidable, que no creo haya caso comparable en cuanto a popularidad inmediata y persistente en toda la historia literaria. Si multitud de otros testimonios no hablaran de ella, la aparición del Quijote apócrifo bastaría a acreditarla, y más aún, la Segunda parte del legítimo, donde los protagonistas tropiezan a cada paso con su fama.
El texto de 1615 cuenta ya con el conocimiento que el lector tiene de sus protagonistas como entes dotados de existencia autónoma. Y, en verdad, la posición de ese lector de 1615 frente al Quijote es esencialmente idéntica a la del lector actual, en contraste con la de aquel que en 1605 comenzara a leer las palabras: «En un lugar de la Mancha…» Don Quijote existía ahora por sí mismo; Cervantes había operado con pleno éxito la creación de su héroe.
Pero, puesto que para esa creación carecía de toda apoyatura tradicional, será forzoso, si no queremos incurrir en inaceptable milagrería, que acudamos al examen de los recursos técnico-literarios ahí empleados para explicarnos por su vía la eficacísima invención del Quijote. Que esos recursos son de un refinamiento y de una complejidad extremos y nunca después superados, parece por lo pronto cosa obvia.
La obra se plantea como una sátira literaria: la sátira de los libros de caballerías. Y ya con eso, se la sitúa de lleno en el plano de una densa actividad cultural en cuanto elemento combativo que entra a polemizar en el campo de los problemas estéticos; actitud e interés espiritual que se mantendrán, reafirmándose de mil maneras, a lo largo de todo el libro, en su Primera y en su Segunda parte.
Pero, en seguida, mediante el artificio de la locura con tanta profundidad empleado por el autor, la sátira nos entrega a un héroe que, inspirado en los ideales góticos, enfrenta al mundo circundante para acreditar paradójicamente su grandeza, su calidad y una virtud sutil que triunfa de él, sucumbiendo a sus embates. ¿Cómo es ese mundo? ¿Cuál su estructura?
Desde las primeras páginas del Quijote, el hidalgo trastornado choca, en su quimera caballeresca, con la realidad ambiente; una realidad vulgar, hecha de circunstancias humildes, casi naturales en su elementalidad, tradicionales en todo caso: la casa, la aldea, ama y sobrina, cura y barbero. El mismo carácter tienen todavía los seres y ocasiones sucesivas con que va tropezando en sus aventuras: venteros y mozas de partido, yangüeses, cabreros, aldeanos ricos… Pero, llegado un cierto instante, el héroe ingresa en otro orden de realidades, penetra en otro mundo —aquel al que sirve de obertura el cuento de la pastora Marcela—: el mundo de la alta cultura, constituido por unos ideales de vida muy peculiares, sellados con un muy preciso cuño histórico, y que se interpola entre las alturas sobrehumanas donde se desenvuelve la hazaña espiritual del héroe y el bajo estrato de la existencia cotidiana. Dicho orden de realidades, que sutilizan lo elemental-humano en dirección a formas y actitudes ideales conscientemente elaboradas, integra ese mundo histórico ya decaído, hecho ajeno a nuestra experiencia, al que aludíamos al comienzo, y que en el Quijote se superpone al mundo tradicional como un plano más elevado, depurado y estilizado. Sólo por esto se explica que las narraciones intercaladas en el texto, y que en él inician y sostienen el ambiente espiritual de la alta cultura, hayan sido consideradas con tanta frecuencia a la manera de agregados extrínsecos, prescindibles, destinados tan sólo a prestar amenidad al relato principal con el que engarzan. Es una ilusión producida, primero, por ofrecer, en verdad, el acceso a un plano distinto de realidades, que nunca llega a fundirse por completo con el del vivir vulgar o cotidiano, y después, por la relativa autonomía de tales piezas, que están incorporadas al conjunto, según los principios del arte barroco, de manera tal, que, siendo esenciales en él, poseen, no obstante, su propio equilibrio y una especie de vida autónoma.
Así, pues, aunque en rigor sea ilícito contemplar las diversas novelas del Quijote como piezas independientes intercaladas, no deja de ser cierto que, cada una de ellas, tiene su propio centro de gravedad, dentro del equilibrio de la obra, y es por eso hasta cierto punto autónoma.
Tal ocurre, de un modo muy especial, con el relato de El cautivo de Argel: aunque el protagonista y relator ingrese en la trama general y a la vista del lector establezca relación con los demás personajes y con el propio don Quijote, a diferencia de lo que acontece con los actores de El curioso impertinente, bien enmascarados en la novela, la sustantividad artística de la historia del Cautivo es innegable. Se trata de una novela escrita en primera persona, y cabe suponer que su autor la redactó con anterioridad a la concepción y redacción del Quijote. Éste fue publicado, como se sabe, en 1605, reinando Felipe III. En cambio, cuando el Cautivo cuenta su vida y sucesos alude a Felipe II como viviente, al hablar de «don Juan de Austria, hermano natural de nuestro buen rey don Felipe», y presta a la escena una exacta determinación temporal, pues la sitúa en el año de 1589. En efecto, el punto de referencia inicial de sus aventuras es la ida del Duque de Alba a Flandes en septiembre de 1567, y dice: «Este hará veintidós años que salí de casa de mi padre…» Son, aproximadamente, las fechas del viaje a Italia de Cervantes, quien, como su personaje, participa en la batalla de Lepanto (7 de octubre de 1571), para sufrir después cautiverio. Es bien posible que los años de plazo desde la salida de la casa paterna hasta el regreso hayan sido alargados a veintidós —cosa que, en verdad, no exige, sino más bien excede, la necesidad interna del relato—, a los fines de su inserción en la trama del Quijote, y que Cervantes hubiera trazado la primitiva versión de su novela del Cautivo en fecha anterior al año 1589, en que ahora finge ponerla en boca de éste. Su tono, heroico sin énfasis, pero también libre de amargura, pese a las crueles experiencias que le dan asunto, su firme entusiasmo, su seria convicción, su carencia de humor, hacen de ella asna obra, aunque de mano maestra, juvenil todavía. El acento grave, sostenido, enterizo, y la preocupación objetiva por el curso de los acontecimientos magnos que ahí sirven de marco al destino individual, convierten en mero accidente desgraciado, sin relevancia mayor, las calamidades del protagonista. Es más: la anécdota personal —nervio de la narración— adquiere dentro de esa atmósfera heroica una aterradora impavidez, que prepara el ánimo para afrontar el conflicto en su grandeza de tragedia griega: la hermosa Zoraida debe sacrificar sus sentimientos de piedad y amor filial, tan intensos como son, frente a un deber más alto: se debe a la eterna verdad de la religión, que le ha sido dada a conocer. Y así, deja el África infiel y —deshecha el alma— huye a España con los cristianos, mientras el padre infeliz maldice y suplica desde la «desierta arena». El soplo mismo de la Numancia, sin retórica, en una prosa noble, pero simplicísima, lleva aquí la tragedia en su más elevada forma a la experiencia muy inmediata y comprensible de seres humanos, llenos de sangre y vida, que, con escalofriante abnegación, se elevan por encima de su propia naturaleza. «Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho… según la priesa que me daba mi alma a poner por obra esta que a mí me parece tan buena como tú, padre amado, la juzgas por mala» (I, 41), explica la hija, cuando su voz ya no puede llegar a los oídos desesperados.
Este colosal conflicto, centro de la espléndida novela, necesitaba trenzar las suertes individuales con las grandes decisiones históricas de la época. ¡Qué contraste con la dolorida, desengañada, humorística textura central del Quijote, con su heroísmo grotesco! Y, sin embargo, tal contraste pertenece de manera esencial a la composición del Quijote. Sería pueril la idea de que el acoplamiento de la tensa novela del Cautivo en la contorsionada estructura del libro no fuera sino muy deliberado y lleno de intenciones profundas. Tanto, que —sin vacilación puede afirmarse— entre todos los episodios que jalonan la carrera de don Quijote y Sancho éste encierra la clave del mito quijotesco. Si la experiencia vital de Cervantes —doblado, encorvado y retorneado en curvas de ironía su heroísmo— se agita con dolor barroco en el Quijote, la novela del Cautivo, como un claro espejo diminuto en el enorme, complicado marco, nos entrega la imagen recta y limpia y diáfana de aquel heroísmo. No haría falta saber, como sabemos, que los hechos de la bellísima narración han sido configurados con materiales de la personal vivencia del autor para descubrir en su tono de grave sinceridad e ingenuidad viril un reflejo de su actitud previa al desengaño, puesto como testigo junto a la deformación artística correspondiente a él. En términos algo forzados podría decirse que el cautivo es don Quijote joven y cuerdo, actuando todavía en un mundo adecuado a las dimensiones de su ánimo. Sólo que ese mundo no es ya el mismo en 1589, año en que regresa el Cautivo a España; no es ya el mundo de Lepanto, sino el de la Armada Invencible; y el Cautivo irrumpe en él como un aparecido: viene del pasado, y trae el pasado consigo; reintroduce la juventud de Cervantes en el ámbito de su vejez…
Muchas veces se ha repetido que el Quijote expresa la desilusión vital de su autor. Esta obvia interpretación psicológica no por ser correcta aclara el alcance de su creación mítico-literaria. Lo significativo aquí es que el desengaño vital del hombre Miguel de Cervantes corresponde con exactitud a una mutación histórica decisiva, de modo que esta congruencia entre la trayectoria vital del individuo y el curso de la gran comunidad de destino en que su existencia estaba inserta permitió a su genio dar a la personal experiencia proyecciones tan enormes. Y todavía hay que contar ahí como una circunstancia favorable el azar del cautiverio, que interpone una cesura por cuya virtud adquiere violenta plasticidad el contraste entre la coyuntura histórica todavía plenaria de la juventud y la ya decadente de la madurez. El Miguel de Cervantes que participó, siquiera como soldado, en el hecho de Lepanto, y que, cautivo, sueña no en escaparse, sino en sublevar la plaza para el rey de España, vuelve trayendo proyectos de gloria militar para caer en un ambiente sórdido, donde el burocratismo predomina ya sobre la iniciativa heroica, y en el que la vida espiritual debe también cubrirse de cautelas. El cautivo que en el Quijote regresa a España, y cuyo relato es un hermosísimo himno mariano, expresión de una fe abierta y combatiente, debía confrontar su actual miseria con la fortuna de su hermano, el Oidor, el burócrata, y acomodar ahora su fe al ambiente receloso de la Contrarreforma. Los que lo escuchaban debieron de pensar que iba a serle difícil readaptarse a su recuperada patria. Entre tanto, él estaba ahí, en esa venta, frente a su propia criatura —don Quijote—, frente a su imagen deformada por el turbio medio. El héroe español de treinta años atrás se ha descompuesto artísticamente en un pobre hidalgo deschavetado que, por seguir normas de conducta y servir ideales en desacuerdo con el nuevo ambiente social, rueda de descalabro en descalabro. Dentro de la economía del libro, la historia del Cautivo cumple, pues, una función de hito, ofreciendo un punto de referencia en el tiempo histórico para la ordenación de su problema capital.
Los diversos elementos que componen la obra se encuentran anudados en su último tercio y verdadero centro de gravedad espiritual, dentro de esa venta donde, por espacio de dos días, concurren los más heterogéneos personajes alrededor de don Quijote, ahilada figura que se alza entre ellos como símbolo encarnado y viviente —con carnadura y vida poética— de la cristalización histórico-cultural o encantamiento de España por la Contrarreforma. La validez de ese símbolo hasta el momento presente, y su inmensa riqueza significativa, no necesitan ser ponderadas. Lo que interesa subrayar aquí es que todos los elementos al parecer adventicios —los personajes de los distintos relatos y sus respectivos problemas— constituían, en su transitoriedad histórica, materia indispensable para crear el mito imperecedero del Quijote. La propia evidencia del mismo, una vez creado, presta apariencias de mera aposición o añadido a aquello de que, sin embargo, dependía técnicamente, pues, aunque haya debido apoyarse en las referencias a una realidad histórica concretísima, es, en cuanto a su esencia, por completo independiente: la operación creadora del poeta lo ha extraído de la nada, por más que para cumplirla haya debido servirse de tales indispensables materiales y utensilios.
Así es como la pareja de don Quijote y Sancho salta inmediatamente del contexto para, con luminosa, deslumbradora evidencia, hacerse proverbial y adquirir una existencia desprendida e incondicionada. No más de ocho años después de publicarse el libro aparecerá el Quijote apócrifo, para testimoniar de la más notable aventura literaria que jamás se haya producido: don Quijote había asumido ya una dimensión poética que excede a la propia poesía y, rebasando sus ámbitos, se había erigido en figura mítica. En este breve lapso, ya se había hecho posible tomar esta figura como objeto de nuevas elaboraciones, cual si se tratara de Hércules, del Cid, del doctor Fausto, de una concreción mitológica, de un personaje histórico, del protagonista de una vieja leyenda, de algo, en fin, perteneciente al dominio público. ¿Y quién, que recuerde la insolencia de Avellaneda frente a Cervantes, su contemporáneo, se extrañará de la actitud que adoptará Unamuno a la vuelta de siglos? Aun el segundo Quijote del propio Cervantes funciona a su vez respecto de la creación de 1605 en análoga forma que el apócrifo de Avellaneda, por mucho que, en su caso, la identidad de autor preste a ambas partes una concordancia profundísima, que falta —y, curiosamente, más para el carácter de Sancho que para el de don Quijote, como Cervantes confirma— entre los personajes de la obra auténtica y de la apócrifa. El segundo Quijote nos da, en efecto, sin lugar a dudas, el mismo don Quijote y el mismo Sancho que conocíamos; pero se trata no sólo de dos obras independientes entre sí en cuanto a concepción y desarrollo, si bien con unidad de tema y personajes (creados originalmente en la primera; recogidos en la segunda desde una preexistencia), sino de dos obras donde se respira una atmósfera espiritual diferente. En el primer Quijote erige su autor un complejo artístico capaz de expresar la deformación sufrida por el terso mundo heroico de su juventud, el desengaño, el juego complejo de realidad y apariencia, la hazaña de la voluntad y la infecundidad última de su esfuerzo, al mismo tiempo que la dignidad absoluta de que está asistido, de manera que la tensión entre estas dos fuerzas —el brazo del caballero y el aspa del molino de viento— cree un drama siempre de nuevo abierto sobre la llanura manchega; en el segundo Quijote, este drama deriva hacia los contornos de la farsa, artísticamente más refinada, aunque de menor fuerza poética. Ahora nos vamos a mover en interiores ricos de invención: el grotesco se hace quintaesenciado y toca con frecuencia en lo mágico; hay un predominio resuelto del artificio teatral: carreta de Las Cortes de la Muerte, fiesta de las bodas de Camacho, cueva de Montesinos, aventura del rebuzno, tablado de maese Pedro, burlas varias y complicadas en casa de los duques… Hasta que, por fin, don Quijote entra en una ciudad y —¡lo increíble!— asiste al sarao de unas damas, viéndose obligado a bailar con ellas…