CAPÍTULO LXI

De lo que le sucedió a don Quijote en la entrada de Barcelona, con otras cosas que tienen más de lo verdadero que de lo discreto

Tres días y tres noches estuvo don Quijote con Roque, y si estuviera trescientos años, no le faltara qué mirar y admirar en el modo de su vida: aquí amanecían, acullá comían; unas veces huían, sin saber de quién, y otras esperaban, sin saber a quién; dormían en pie, interrompiendo el sueño, mudándose de un lugar a otro. Todo era poner espías, escuchar centinelas, soplar las cuerdas de los arcabuces,[1] aunque traían pocos, porque todos se servían de pedreñales. Roque pasaba las noches apartado de los suyos, en partes y lugares donde ellos no pudiesen saber dónde estaba, porque los muchos bandos que el visorrey de Barcelona[2] había echado sobre su vida le traían inquieto y temeroso, y no se osaba fiar de ninguno, temiendo que los mismos suyos o le habían de matar o entregar a la justicia. Vida, por cierto, miserable y enfadosa.

En fin, por caminos desusados, por atajos y sendas encubiertas, partieron Roque, don Quijote y Sancho con otros seis escuderos a Barcelona. Llegaron a su playa la víspera de San Juan, en la noche, y abrazando Roque a don Quijote y a Sancho, a quien dio los diez escudos prometidos, que hasta entonces no se los había dado, los dejó, con mil ofrecimientos que de la una a la otra parte se hicieron.

Volviose Roque, quedose don Quijote esperando el día, así a caballo como estaba, y no tardó mucho cuando comenzó a descubrirse por los balcones del oriente la faz de la blanca aurora, alegrando las yerbas y las flores, en lugar de alegrar el oído:[3] aunque al mismo instante alegraron también el oído el son de muchas chirimías y atabales, ruido de cascabeles, «¡trapa, trapa, aparta, aparta!» de corredores[4] que, al parecer, de la ciudad salían. Dio lugar la aurora al sol, que, con rostro mayor que el de una rodela,[5] por el más bajo horizonte poco a poco se iba levantando.

Tendieron don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces de ellos no visto; parecioles espaciosísimo y largo,[6] harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto; vieron las galeras que estaban en la playa, las cuales, abatiendo las tiendas,[7] se descubrieron llenas de flámulas y gallardetes que tremolaban al viento y besaban y barrían el agua;[8] dentro sonaban clarines, trompetas y chirimías, que cerca y lejos llenaban el aire de suaves y belicosos acentos. Comenzaron a moverse y a hacer un modo de escaramuza por las sosegadas aguas, correspondiéndoles casi al mismo modo infinitos caballeros que de la ciudad sobre hermosos caballos y con vistosas libreas salían. Los soldados de las galeras disparaban infinita artillería, a quien respondían los que estaban en las murallas y fuertes de la ciudad, y la artillería gruesa con espantoso estruendo rompía los vientos, a quien respondían los cañones de crujía de las galeras.[9] El mar alegre, la tierra jocunda, el aire claro, sólo tal vez turbio del humo de la artillería, parece que iba infundiendo y engendrando gusto súbito en todas las gentes. No podía imaginar Sancho cómo pudiesen tener tantos pies aquellos bultos que por el mar se movían.[10] En esto llegaron corriendo, con grita, lililíes[11] y algazara, los de las libreas adonde don Quijote suspenso y atónito estaba, y uno de ellos, que era el avisado de Roque,[12] dijo en alta voz a don Quijote:

—Bien sea venido a nuestra ciudad el espejo, el farol, la estrella y el norte de toda la caballería andante, donde más largamente se contiene;[13] bien sea venido, digo, el valeroso don Quijote de la Mancha: no el falso, no el ficticio, no el apócrifo que en falsas historias estos días nos han mostrado, sino el verdadero, el legal y el fiel que nos describió Cide Hamete Benengeli, flor de los historiadores.

No respondió don Quijote palabra, ni los caballeros esperaron a que la respondiese, sino, volviéndose y revolviéndose[14] con los demás que los seguían, comenzaron a hacer un revuelto caracol[15] alderredor de don Quijote, el cual, volviéndose a Sancho, dijo:

—Éstos bien nos han conocido: yo apostaré que han leído nuestra historia, y aun la del aragonés recién impresa.[16]

Volvió otra vez el caballero que habló a don Quijote y díjole:

—Vuesa merced, señor don Quijote, se venga con nosotros, que todos somos sus servidores y grandes amigos de Roque Guinart.[17]

A lo que don Quijote respondió:

—Si cortesías engendran cortesías, la vuestra, señor caballero, es hija o parienta muy cercana de las del gran Roque. Llevadme do quisiéredes, que yo no tendré otra voluntad que la vuestra, y más si la queréis ocupar en vuestro servicio.

Con palabras no menos comedidas que éstas le respondió el caballero, y encerrándole todos en medio, al son de las chirimías y de los atabales, se encaminaron con él a la ciudad; al entrar de la cual, el malo que todo lo malo ordena,[18] y los muchachos que son más malos que el malo, dos de ellos traviesos y atrevidos se entraron por toda la gente y, alzando el uno de la cola del rucio y el otro la de Rocinante, les pusieron y encajaron sendos manojos de aliagas.[19] Sintieron los pobres animales las nuevas espuelas y, apretando las colas, aumentaron su disgusto de manera que, dando mil corcovos,[20] dieron con sus dueños en tierra. Don Quijote, corrido y afrentado, acudió a quitar el plumaje de la cola de su matalote,[21] y Sancho, el de su rucio. Quisieran los que guiaban a don Quijote castigar el atrevimiento de los muchachos, y no fue posible, porque se encerraron entre más de otros mil que los seguían.

Volvieron a subir don Quijote y Sancho; con el mismo aplauso[22] y música llegaron a la casa de su guía, que era grande y principal, en fin como de caballero rico, donde le dejaremos por ahora, porque así lo quiere Cide Hamete.