DON JUAN, DON LUIS, DON DIEGO, DON GONZALO, BUTTARELLI, CIUTTI, CENTELLAS, AVELLANEDA, GASTÓN, MIGUEL. Caballeros, curiosos, enmascarados, rondas.
Hostería de Cristófano BUTTARELLI. Puerta en el fondo que da a la calle; mesas, jarros y demás utensilios propios de semejante lugar.
DON JUAN, con antifaz, sentado a una mesa escribiendo, CIUTTI y BUTTARELLI, a un lado esperando. Al levantarse el telón, se ven pasar por la puerta del fondo máscaras, estudiantes y pueblo con hachones, músicas, etc.
DON JUAN.—¡Cuál gritan esos malditos!
¡Pero mal rayo me parta
si en concluyendo la carta
no pagan caros sus gritos!
(Sigue escribiendo.)
BUTTARELLI (A CIUTTI.).—Buen Carnaval.
CIUTTI (A BUTTARELLI.).—Buen agosto
para rellenar la arquilla.
BUTTARELLI.—¡Quiá! Corre ahora por Sevilla
poco gusto y mucho mosto.
Ni caen aquí buenos peces,
que son casas mal miradas
por gentes acomodadas,
y atropelladas a veces.
CIUTTI.—Pero hoy…
BUTTARELLI.—Hoy no entra en la cuenta,
Ciutti; se ha hecho buen trabajo.
CIUTTI.—¡Chist! habla un poco más bajo,
que mi señor se impacienta
pronto.
BUTTARELLI.—¿A su servicio estás?
CIUTTI.—Ya ha un año.
BUTTARELLI.—¿Y qué tal te sale?
CIUTTI.—No hay prior que se me iguale;
tengo cuanto quiero, y más.
Tiempo libre, bolsa llena,
buenas mozas y buen vino.
BUTTARELLI.—Cuerpo de tal, ¡qué destino!
CIUTTI.—(Señalando a DON JUAN.) Y todo ello a costa ajena.
BUTTARELLI.—Rico, ¿eh?
CIUTTI.—Varea la plata.
BUTTARELLI.—¿Franco?
CIUTTI.—Como un estudiante.
BUTTARELLI.—¿Y noble?
CIUTTI.—Como un infante.
BUTTARELLI.—¿Y bravo?
CIUTTI.—Como un pirata.
BUTTARELLI.—¿Español?
CIUTTI.—Creo que sí.
BUTTARELLI.—¿Su nombre?
CIUTTI.—Lo ignoro en suma.
BUTTARELLI.—¡Bribón! ¿Y dónde va?
CIUTTI.—Aquí.
BUTTARELLI.—Largo plumea.
CIUTTI.—Es gran pluma.
BUTTARELLI.—¿Y a quién mil diablos escribe
tan cuidadoso y prolijo?
CIUTTI.—A su padre.
BUTTARELLI.—¡Vaya un hijo!
CIUTTI.—Para el tiempo en que se vive,
es un hombre extraordinario.
Pero calla.
DON JUAN.—(Cerrando la carta.) Firmo y plego.
¡Ciutti!
CIUTTI.—Señor.
DON JUAN.—Este pliego
irá, dentro del Horario
en que reza doña Inés,
a sus manos a parar.
CIUTTI.—¿Hay respuesta que aguardar?
DON JUAN.—Del diablo con guardapiés
que la asiste, de su dueña,
que mis intenciones sabe,
recogerás una llave,
una hora y una seña;
y más ligero que el viento,
aquí otra vez.
CIUTTI.—Bien está.
(Vase.)
DON JUAN y BUTTARELLI.
DON JUAN.—Cristófano, vieni quá.
BUTTARELLI.—Eccellenza!
DON JUAN.—Senti.
BUTTARELLI.—Sento.
Ma ho imparato il castigliano,
se è più facile al signor
la sua lingua…
DON JUAN.—Sí, es mejor:
lascia dunque il tuo toscano,
y dime: don Luis Mejía
¿ha venido hoy?
BUTTARELLI.—Excelencia,
no está en Sevilla.
DON JUAN.—¿Su ausencia
dura en verdad todavía?
BUTTARELLI.—Tal creo.
DON JUAN.—¿Y noticia alguna
no tienes de él?
BUTTARELLI.—¡Ah! Una historia
me viene ahora a la memoria
que os podrá dar…
DON JUAN.—¿Oportuna
luz sobre el caso?
BUTTARELLI.—Tal vez.
DON JUAN.—Habla, pues.
BUTTARELLI.—(Hablando consigo mismo.) No, no me engaño;
esta noche cumple el año,
lo había olvidado.
DON JUAN.—¡Pardiez!
¿Acabarás con tu cuento?
BUTTARELLI.—Perdonad, señor; estaba
recordando el hecho.
DON JUAN.—Acaba,
¡vive Dios! que me impaciento.
BUTTARELLI.—Pues es el caso, señor,
que el caballero Mejía,
por quien preguntáis, dio un día
en la ocurrencia peor
que ocurrírsele podía.
DON JUAN.—Suprime lo al hecho extraño;
que apostaron me es notorio
a quién haría en un año,
con más fortuna, más daño,
Luis Mejía y Juan Tenorio.
BUTTARELLI.—¿La historia sabéis?
DON JUAN.—Entera;
por eso te he preguntado
por Mejía.
BUTTARELLI.—¡Oh! me pluguiera
que la apuesta se cumpliera,
que pagan bien y al contado.
DON JUAN.—¿Y no tienes confianza
en que don Luis a esta cita
acuda?
BUTTARELLI.—¡Quiá! ni esperanza;
el fin del plazo se avanza,
y estoy cierto que maldita
la memoria que ninguno
guarda de ello.
DON JUAN.—Basta ya.
Toma.
BUTTARELLI.—Excelencia, ¿y de alguno
de ellos sabéis vos?
DON JUAN.—Quizá.
BUTTARELLI.—¿Vendrán, pues?
DON JUAN.—Al menos uno;
mas por si acaso los dos
dirigen aquí sus huellas
el uno del otro en pos,
tus dos mejores botellas
prevenles.
BUTTARELLI.—Mas…
DON JUAN.—¡Chito…!. Adiós.
BUTTARELLI.
BUTTARELLI.—¡Santa Madona! De vuelta
Mejía y Tenorio están
sin duda… y recogerán
los dos la palabra suelta.
¡Oh! sí; ese hombre tiene traza
de saberlo a fondo.
(Ruido adentro.)
Pero
¿qué es esto?
(Se asoma a la puerta.)
¡Anda! el forastero
está riñendo en la plaza.
¡Válgame Dios! ¡Qué bullicio!
¡Cómo se le arremolina
chusma… y cómo la acoquina
él solo! ¡Uf! ¡Qué estropicio!
¡Cuál corren delante de él!
No hay duda, están en Castilla
los dos, y anda ya Sevilla
toda revuelta. ¡Miguel!
BUTTARELLI y MIGUEL.
MIGUEL.—¿Che comanda?
BUTTARELLI.—Presto, qui
servi una tabola, amico,
e del Lacryma più antico
porta due buttiglie.
MIGUEL.—Si,
signor padron.
BUTTARELLI.—Micheletto,
apparechia in carità
lo più ricco, que si fa,
afrettati!
MIGUEL.—Gia mi afretto,
signor padrone.
(Vase.)
BUTTARELLI y DON GONZALO.
DON GONZALO.—Aquí es.
¿Patrón?
BUTTARELLI.—¿Qué se ofrece?
DON GONZALO.—Quiero
hablar con el hostelero.
BUTTARELLI.—Con él habláis; decid, pues.
DON GONZALO.—¿Sois vos?
BUTTARELLI.—Sí, mas despachad,
que estoy de priesa.
DON GONZALO.—En tal caso,
ved si es cabal y de paso
esa dobla, y contestad.
BUTTARELLI.—¡Oh, excelencia!
DON GONZALO.—¿Conocéis
a don Juan Tenorio?
BUTTARELLI.—Sí.
DON GONZALO.—¿Y es cierto que tiene aquí
hoy una cita?
BUTTARELLI.—¡Oh! ¿seréis
vos el otro?
DON GONZALO.—¿Quién?
BUTTARELLI.—Don Luis.
DON GONZALO.—No; pero estar me interesa
en su entrevista.
BUTTARELLI.—Esta mesa
les preparo; si os servís
en esotra colocaros,
podréis presenciar la cena
que les daré… ¡Oh! será escena
que espero que ha de admiraros.
DON GONZALO.—Lo creo.
BUTTARELLI.—Son, sin disputa,
los dos mozos más gentiles
de España.
DON GONZALO.—Sí, y los más viles
también.
BUTTARELLI.—¡Bah! Se les imputa
cuanto malo se hace hoy día;
mas la malicia lo inventa,
pues nadie paga su cuenta
como Tenorio y Mejía.
DON GONZALO.—¡Ya!
BUTTARELLI.—Es afán de murmurar,
porque conmigo, señor,
ninguno lo hace mejor,
y bien lo puedo jurar.
DON GONZALO.—No es necesario más…
BUTTARELLI.—¿Qué?
DON GONZALO.—Quisiera yo ocultamente
verlos, y sin que la gente
me reconociera.
BUTTARELLI.—A fe
que eso es muy fácil, señor.
Las fiestas de Carnaval,
al hombre más principal
permiten sin deshonor
de su linaje, servirse
de un antifaz, y bajo él,
¿quién sabe, hasta descubrirse,
de qué carne es el pastel?
DON GONZALO.—Mejor fuera en aposento
contiguo…
BUTTARELLI.—Ninguno cae
aquí.
DON GONZALO.—Pues entonces trae
el antifaz.
BUTTARELLI.—Al momento.
DON GONZALO.
DON GONZALO.—No cabe en mi corazón
que tal hombre pueda haber,
y no quiero cometer
con él una sinrazón.
Yo mismo indagar prefiero
la verdad… mas, a ser cierta
la apuesta, primero muerta
que esposa suya la quiero.
No hay en la tierra interés
que si la daña me cuadre;
primero seré buen padre,
buen caballero después.
Enlace es de gran ventaja,
mas no quiero que Tenorio
del velo del desposorio
la recorte una mortaja.
DON GONZALO y BUTTARELLI, que trae un antifaz.
BUTTARELLI.—Ya está aquí.
DON GONZALO.—Gracias, patrón;
¿Tardarán mucho en llegar?
BUTTARELLI.—Si vienen, no han de tardar;
cerca de las ocho son.
DON GONZALO.—¿Esa es la hora señalada?
BUTTARELLI.—Cierra el plazo, y es asunto
de perder quien no esté a punto
de la primer campanada.
DON GONZALO.—Quiera Dios que sea una chanza,
y no lo que se murmura.
BUTTARELLI.—No tengo aún por muy segura
de que cumplan, la esperanza;
pero si tanto os importa
lo que ello sea saber,
pues la hora está al caer,
la dilación es ya corta.
DON GONZALO.—Cúbrome, pues, y me siento.
(Se sienta a una mesa a la derecha, y se pone el antifaz.)
BUTTARELLI.—(Aparte.)
Curioso el viejo me tiene
del misterio con que viene…
y no me quedo contento
hasta saber quién es él.
(Limpia y trajina, mirándole de reojo.)
DON GONZALO.—(Aparte.)
¡Que un hombre como yo tenga
que esperar aquí, y se avenga
con semejante papel!
En fin, me importa el sosiego
de mi casa, y la ventura
de una hija sencilla y pura,
y no es para echarlo a juego.
DON GONZALO, BUTTARELLI y DON DIEGO, a la puerta del fondo.
DON DIEGO.—La seña está terminante,
aquí es; bien me han informado;
llego pues.
BUTTARELLI.—¿Otro embozado?
DON DIEGO.—¿Ah de esta casa?
BUTTARELLI.—Adelante.
DON DIEGO.—¿La Hostería del Laurel?
BUTTARELLI.—En ella estáis, caballero.
DON DIEGO.—¿Está en casa el hostelero?
BUTTARELLI.—Estáis hablando con él.
DON DIEGO.—¿Sois vos Buttarelli?
BUTTARELLI.—Yo.
DON DIEGO.—¿Es verdad que hoy tiene aquí
Tenorio una cita?
BUTTARELLI.—Sí.
DON DIEGO.—¿Y ha acudido a ella?
BUTTARELLI.—No.
DON DIEGO.—¿Pero acudirá?
BUTTARELLI.—No sé.
DON DIEGO.—¿Le esperáis vos?
BUTTARELLI.—Por si acaso
venir le place.
DON DIEGO.—En tal caso,
yo también le esperaré.
(Se sienta al lado opuesto a DON GONZALO.)
BUTTARELLI.—¿Que os sirva vianda alguna
queréis mientras?
DON DIEGO.—No; tomad.
BUTTARELLI.—¿Excelencia?
DON DIEGO.—Y excusad
conversación importuna.
BUTTARELLI.—Perdonad.
DON DIEGO.—Vais perdonado;
dejadme, pues.
BUTTARELLI.—(Aparte.) ¡Jesucristo!
En toda mi vida he visto
hombre más mal humorado.
DON DIEGO.—(Aparte.) ¡Que un hombre de mi linaje
descienda a tan ruin mansión!
Pero no hay humillación
a que un padre no se baje
por un hijo. Quiero ver
por mis ojos la verdad,
y el monstruo de liviandad
a quien pude dar el ser.
(BUTTARELLI, que anda arreglando sus trastos, contempla desde el fondo a DON GONZALO y a DON DIEGO, que permanecerán embozados y en silencio.)
BUTTARELLI.—¡Vaya un par de hombres de piedra!
Para éstos sobra mi abasto;
mas, ¡pardiez!, pagan el gasto
que no hacen, y así se medra.
DON GONZALO, DON DIEGO, BUTTARELLI, el Capitán CENTELLAS, AVELLANEDA y dos caballeros.
AVELLANEDA.—Vinieron, y os aseguro
que se efectuará la apuesta.
CENTELLAS.—Entremos, pues. ¿Buttarelli?
BUTTARELLI.—Señor capitán Centellas,
¿vos por aquí?
CENTELLAS.—Sí, Cristófano.
¿Cuándo aquí sin mi presencia
tuvieron lugar las orgias
que han hecho raya en la época?
BUTTARELLI.—Como ha tanto tiempo ya
que no os he visto…
CENTELLAS.—Las guerras
del Emperador a Túnez
me llevaron; mas mi hacienda
me vuelve a traer a Sevilla;
y, según lo que me cuentan,
llego lo más a propósito
para renovar añejas
amistades. Conque apróntanos
luego unas cuantas botellas,
y en tanto que humedecemos
la garganta, verdadera
relación haznos de un lance
sobre el cual hay controversia.
BUTTARELLI.—Todo se andará; mas antes
dejadme ir a la bodega.
VARIOS.—Sí, sí.
Dichos, menos BUTTARELLI.
CENTELLAS.—Sentarse, señores,
y que siga Avellaneda
con la historia de don Luis.
AVELLANEDA.—No hay ya más que decir de ella,
sino que creo imposible
que la de Tenorio sea
más endiablada, y que apuesto
por don Luis.
CENTELLAS.—Acaso pierdas.
Don Juan Tenorio, se sabe
que es la más mala cabeza
del orbe, y no hubo hombre alguno
que aventajarle pudiera
con sólo su inclinación;
conque, ¿qué hará si se empeña?
AVELLANEDA.—Pues yo sé bien que Mejía
las ha hecho tales, que a ciegas
se puede apostar por él.
CENTELLAS.—Pues el capitán Centellas
pone por don Juan Tenorio
cuanto tiene.
AVELLANEDA.—Pues se acepta
por don Luis, que es muy mi amigo.
CENTELLAS.—Pues todo en contra se arriesga;
porque no hay como Tenorio
otro hombre sobre la tierra,
y es proverbial su fortuna
y extremadas sus empresas.
Dichos y BUTTARELLI, con botellas.
BUTTARELLI.—Aquí hay Falerno, Borgoña,
Sorrento.
CENTELLAS.—De lo que quieras
sirve, Cristófano, y dinos:
¿Qué hay de cierto en una apuesta,
por don Juan Tenorio ha un año
y don Luis Mejía hecha?
BUTTARELLI.—Señor capitán, no sé
tan a fondo la materia,
que os pueda sacar de dudas;
pero os diré lo que sepa.
VARIOS.—Habla, habla.
BUTTARELLI.—Yo, la verdad,
aunque fue en mi casa mesma
la cuestión entre ambos, como
pusieron tan larga fecha
a su plazo, creí siempre
que nunca a efecto viniera.
Así es que ni aun me acordaba
de tal cosa a la hora de esta.
Mas esta tarde, sería
al anochecer apenas,
entrose aquí un caballero
pidiéndome que le diera
recado con que escribir
una carta, y a sus letras
atento no más, me dio
tiempo a que charla metiera
con un paje que traía
paisano mío, de Génova.
No saqué nada del paje,
que es por Dios muy brava pesca;
mas cuando su amo acababa
la carta, le envió con ella
a quien iba dirigida;
el caballero en mi lengua
me habló, y me pidió noticias
de don Luis; dijo que entera
sabía de ambos la historia,
y tenía la certeza
de que al menos uno de ellos
acudiría a la apuesta.
Yo quise saber más de él;
mas púsome dos monedas
de oro en la mano, diciéndome
[así, como a la deshecha]:
«Y por si acaso los dos
al tiempo aplazado llegan,
ten prevenidas para ambos
tus dos mejores botellas».
Largose sin decir más,
y yo, atento a sus monedas,
les puse en el mismo sitio
donde apostaron, la mesa.
Y vedla allí con dos sillas,
dos copas y dos botellas.
AVELLANEDA.—Pues señor, no hay que dudar;
era don Luis.
CENTELLAS.—Don Juan era.
AVELLANEDA.—¿Tú no le viste la cara?
BUTTARELLI.—Si la traía cubierta
con un antifaz.
CENTELLAS.—Pero, hombre,
¿tú a los dos no los recuerdas?
¿O no sabes distinguir
a las gentes por sus señas
lo mismo que por sus caras?
BUTTARELLI.—Pues confieso mi torpeza;
no lo supe conocer,
y lo procuré de veras.
Pero silencio.
AVELLANEDA.—¿Qué pasa?
BUTTARELLI.—A dar el reloj comienza
los cuartos para las ocho.
(Dan.)
CENTELLAS.—Ved, ved la gente que se entra.
AVELLANEDA.—Como que está de este lance
curiosa Sevilla entera.
(Se oyen dar las ocho; varias personas entran y se reparten en silencio por la escena; al dar la última campanada, DON JUAN, con antifaz, se llega a la mesa que ha preparado BUTTARELLI en el centro del escenario, y se dispone a ocupar una de las dos sillas que están delante de ella. Inmediatamente después de él, entra DON LUIS, también con antifaz, y se dirige a la otra. Todos los miran.)
DON DIEGO, DON GONZALO, DON JUAN, DON LUIS, BUTTARELLI, CENTELLAS, AVELLANEDA, caballeros, curiosos y enmascarados.
AVELLANEDA.—(A CENTELLAS por DON JUAN.) Verás aquél, si ellos vienen,
qué buen chasco que se lleva.
CENTELLAS.—(A AVELLANEDA por DON LUIS.) Pues allí va otro a ocupar
la otra silla; ¡uf! aquí es ella.
DON JUAN.—(A DON LUIS.)
Esa silla está comprada,
hidalgo.
DON LUIS.—(A DON JUAN.)
Lo mismo digo,
hidalgo; para un amigo
tengo yo esotra pagada.
DON JUAN.—Que ésta es mía haré notorio.
DON LUIS.—Y yo también que ésta es mía.
DON JUAN.—Luego sois don Luis Mejía.
DON LUIS.—Seréis, pues, don Juan Tenorio.
DON JUAN.—Puede ser.
DON LUIS.—Vos lo decís.
DON JUAN.—¿No os fiáis?
DON LUIS.—No.
DON JUAN.—Yo tampoco.
DON LUIS.—Pues no hagamos más el coco.
DON JUAN.—Yo soy don Juan. (Quitándose la máscara.)
DON LUIS.—(Haciendo lo mismo.) Yo don Luis.
(Se sientan. El Capitán CENTELLAS, AVELLANEDA, BUTTARELLI y algunos otros se van a ellos y les saludan, abrazan y dan la mano, y hacen otras semejantes muestras de cariño y amistad. DON JUAN y DON LUIS las aceptan cortésmente.)
CENTELLAS.—¡Don Juan!
AVELLANEDA.—¡Don Luis!
DON JUAN.—¡Caballeros!
DON LUIS.—¡Oh, amigos! ¿Qué dicha es ésta?
AVELLANEDA.—Sabíamos vuestra apuesta
y hemos acudido a veros.
DON LUIS.—Don Juan y yo tal bondad
en mucho os agradecemos.
DON JUAN.—El tiempo no malgastemos,
Don Luis.
(A los otros.) Sillas arrimad.
(A los que están lejos.) Caballeros, yo supongo
que a ustedes también aquí
les trae la apuesta, y por mí,
a antojo tal no me opongo.
DON LUIS.—Ni yo; que aunque nada más
Fue el empeño entre los dos,
no ha de decirse, por Dios,
que me avergonzó jamás.
DON JUAN.—Ni a mí, que el orbe es testigo
de que hipócrita no soy,
pues por doquiera que voy
va el escándalo conmigo.
DON LUIS.—¡Eh! ¿Y esos dos no se llegan
a escuchar? Vos. (Por DON DIEGO y DON GONZALO.)
DON DIEGO.—Yo estoy bien.
DON LUIS.—¿Y vos?
DON GONZALO.—De aquí oigo también.
DON LUIS.—Razón tendrán si se niegan.
(Se sientan todos alrededor de la mesa en que están DON LUIS Mejía y DON JUAN Tenorio.)
DON JUAN.—¿Estamos listos?
DON LUIS.—Estamos.
DON JUAN.—Como quien somos cumplimos.
DON LUIS.—Veamos, pues, lo que hicimos.
DON JUAN.—Bebamos antes.
DON LUIS.—Bebamos.
(Lo hacen.)
DON JUAN.—La apuesta fue…
DON LUIS.—Porque un día
dije que en España entera
no habría nadie que hiciera
lo que hiciera Luis Mejía.
DON JUAN.—Y siendo contradictorio
al vuestro mi parecer,
yo os dije: «Nadie ha de hacer
lo que hará don Juan Tenorio».
¿No es así?
DON LUIS.—Sin duda alguna;
y vinimos a apostar
quién de ambos sabría obrar
peor, con mejor fortuna,
en el término de un año;
juntándonos aquí hoy
a probarlo.
DON JUAN.—Y aquí estoy.
DON LUIS.—Y yo.
CENTELLAS.—¡Empeño bien extraño,
por vida mía!
DON JUAN.—Hablad, pues.
DON LUIS.—No, vos debéis empezar.
DON JUAN.—Como gustéis, igual es,
que nunca me hago esperar.
Pues señor, yo desde aquí,
buscando mayor espacio
para mis hazañas, dí
sobre Italia, porque allí
tiene el placer un palacio.
De la guerra y del amor
antigua y clásica tierra,
y en ella el Emperador,
con ella y con Francia en guerra,
díjeme: «¿Dónde mejor?
Donde hay soldados, hay juego,
hay pendencias y amoríos».
Dí, pues, sobre Italia luego,
buscando a sangre y a fuego
amores y desafíos.
En Roma, a mi apuesta fiel,
fijé entre hostil y amatorio
en mi puerta este cartel:
«Aquí está don Juan Tenorio
para quien quiera algo de él».
De aquellos días la historia
a relataros renuncio;
remítome a la memoria
que dejé allí, y de mi gloria
podéis juzgar por mi anuncio.
Las romanas caprichosas,
las costumbres licenciosas,
yo gallardo y calavera,
quién a cuento redujera
mis empresas amorosas.
Salí de Roma por fin
como os podéis figurar,
con un disfraz harto ruin,
y a lomos de un mal rocín,
pues me querían ahorcar.
Fui al ejército de España;
mas todos paisanos míos,
soldados y en tierra extraña,
dejé pronto su compaña
tras cinco o seis desafíos.
Nápoles, rico vergel
de amor, de placer emporio,
vio en mi segundo cartel:
«Aquí está don Juan Tenorio,
y no hay hombre para él.
Desde la princesa altiva
a la que pesca en ruin barca,
no hay hembra a quien no suscriba,
y cualquiera empresa abarca
si en oro o valor estriba.
Búsquenle los reñidores;
cérquenle los jugadores;
quien se precie, que le ataje;
a ver si hay quien le aventaje
en juego, en lid o en amores».
Esto escribí; y en medio año
que mi presencia gozó
Nápoles, no hay lance extraño,
no hubo escándalo ni engaño
en que no me hallara yo.
Por dondequiera que fui,
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé
y a las mujeres vendí.
Yo a las cabañas bajé,
yo a los palacios subí,
yo los claustros escalé,
y en todas partes dejé
memoria amarga de mí.
Ni reconocí sagrado,
ni hubo razón ni lugar
por mi audacia respetado;
ni en distinguir me he parado
al clérigo del seglar.
A quien quise provoqué,
con quien quiso me batí,
y nunca consideré
que pudo matarme a mí
aquel a quien yo maté.
A esto don Juan se arrojó,
y escrito en este papel
está cuanto consiguió,
y lo que él aquí escribió,
mantenido está por él.
DON LUIS.—Leed, pues.
DON JUAN.—No; oigamos antes
vuestros bizarros extremos,
y si traéis terminantes
vuestras notas comprobantes,
lo escrito cotejaremos.
DON LUIS.—Decís bien; cosa es que está,
Don Juan, muy puesta en razón;
aunque, a mi ver, poco irá
de una a otra relación.
DON JUAN.—Empezad, pues.
DON LUIS.—Allá va.
Buscando yo, como vos,
a mi aliento empresas grandes,
dije: «¿Dó iré, ¡vive Dios!
de amor y lides en pos
que vaya mejor que a Flandes?
Allí, puesto que empeñadas
guerras hay, a mis deseos
habrá al par centuplicadas
ocasiones extremadas
de riñas y galanteos».
Y en Flandes conmigo dí,
mas con tan negra fortuna,
que al mes de encontrarme allí
todo mi caudal perdí,
dobla a dobla, una por una.
En tan total carestía
mirándome de dineros,
de mí todo el mundo huía,
mas yo busqué compañía
y me uní a unos bandoleros.
Lo hicimos bien, ¡voto a tal!,
y fuimos tan adelante,
con suerte tan colosal,
que entramos a saco en Gante
el palacio episcopal.
¡Qué noche! Por el decoro
de la Pascua, el buen obispo
bajó a presidir el coro,
y aún de alegría me crispo
al recordar su tesoro.
Todo cayó en poder nuestro;
mas mi capitán, avaro,
puso mi parte en secuestro;
reñimos, yo fui más diestro,
y le crucé sin reparo.
Jurome al punto la gente
capitán, por más valiente;
jureles yo amistad franca;
pero a la noche siguiente
huí y les dejé sin blanca.
Yo me acordé del refrán
de que quien roba al ladrón
ha cien años de perdón,
y me arrojé a tal desmán
mirando a mi salvación.
Pasé a Alemania opulento,
mas un Provincial jerónimo,
hombre de mucho talento,
me conoció, y al momento
me delató en un anónimo.
Compré a fuerza de dinero
la libertad y el papel;
y topando en un sendero
al fraile, le envié certero
una bala envuelta en él.
Salté a Francia, ¡buen país!,
y como en Nápoles vos,
puse un cartel en París
diciendo: «Aquí hay un don Luis
que vale lo menos dos.
Parará aquí algunos meses,
y no trae más intereses
ni se aviene a más empresas,
que a adorar a las francesas
y a reñir con los franceses».
Esto escribí; y en medio año
que mi presencia gozó
París, no hubo lance extraño,
ni hubo escándalo ni daño
donde no me hallara yo.
Mas como don Juan, mi historia
también a alargar renuncio;
que basta para mi gloria
la magnífica memoria
que allí dejé con mi anuncio.
Y cual vos, por donde fui
la razón atropellé,
la virtud escarnecí,
a la justicia burlé,
y a las mujeres vendí.
Mi hacienda llevo perdida
tres veces; mas se me antoja
reponerla, y me convida
mi boda comprometida
con doña Ana de Pantoja.
Mujer muy rica me dan,
y mañana hay que cumplir
los tratos que hechos están;
lo que os advierto, don Juan,
por si queréis asistir.
A esto don Luis se arrojó,
y escrito en este papel
está lo que consiguió;
y lo que él aquí escribió
mantenido está por él.
DON JUAN.—La historia es tan semejante
que está en el fiel la balanza;
mas vamos a lo importante,
que es el guarismo a que alcanza
el papel; conque adelante.
DON LUIS.—Razón tenéis en verdad.
Aquí está el mío; mirad,
por una línea apartados
traigo los nombres sentados
para mayor claridad.
DON JUAN.—Del mismo modo arregladas
mis cuentas traigo en el mío;
en dos líneas separadas
los muertos en desafío
y las mujeres burladas.
Contad.
DON LUIS.—Contad.
DON JUAN.—Veintitrés.
DON LUIS.—Son los muertos. A ver vos.
¡Por la cruz de San Andrés!
Aquí sumo treinta y dos.
DON JUAN.—Son los muertos.
DON LUIS.—Matar es.
DON JUAN.—Nueve os llevo.
DON LUIS.—Me vencéis.
Pasemos a las conquistas.
DON JUAN.—Sumo aquí cincuenta y seis.
DON LUIS.—Y yo sumo en vuestras listas
setenta y dos.
DON JUAN.—Pues perdéis.
DON LUIS.—¡Es increíble, don Juan!
DON JUAN.—Si lo dudáis, apuntados
los testigos ahí están,
que si fueren preguntados
os lo testificarán.
DON LUIS.—¡Oh! Y vuestra lista es cabal.
DON JUAN.—Desde una princesa real
a la hija de un pescador,
¡oh! ha recorrido mi amor
toda la escala social.
¿Tenéis algo que tachar?
DON LUIS.—Sólo una os falta en justicia.
DON JUAN.—¿Me la podéis señalar?
DON LUIS.—Sí, por cierto; una novicia
que esté para profesar.
DON JUAN.—¡Bah! pues yo os complaceré
doblemente, porque os digo
que a la novicia uniré
la dama de algún amigo
que para casarse esté.
DON LUIS.—¡Pardiez, que sois atrevido!
DON JUAN.—Yo os lo apuesto si queréis.
DON LUIS.—Digo que acepto el partido.
¿Para darlo por perdido,
queréis veinte días?
DON JUAN.—Seis.
DON LUIS.—¡Por Dios, que sois hombre extraño!
¿Cuántos días empleáis
en cada mujer que amáis?
DON JUAN.—Partid los días del año
entre las que ahí encontráis.
Uno para enamorarlas,
otro para conseguirlas,
otro para abandonarlas,
dos para sustituirlas,
y una hora para olvidarlas.
Pero la verdad a hablaros,
pedir más no se me antoja,
porque, pues vais a casaros,
mañana pienso quitaros
a doña Ana de Pantoja.
DON LUIS.—Don Juan, ¿qué es lo que decís?
DON JUAN.—Don Luis, lo que oído habéis.
DON LUIS.—Ved, don Juan, lo que emprendéis.
DON JUAN.—Lo que he de lograr, don Luis.
DON LUIS.—¡Gastón!
GASTÓN.—Señor.
DON LUIS.—Ven acá.
(Habla DON LUIS en secreto con GASTÓN, y éste se va precipitadamente.)
DON JUAN.—¡Ciutti!
CIUTTI.—Señor.
DON JUAN.—Ven aquí.
(DON JUAN habla también con CIUTTI, que hace lo mismo.)
DON LUIS.—¿Estáis en lo dicho?
DON JUAN.—Sí.
DON LUIS.—Pues va la vida.
DON JUAN.—Pues va.
(DON GONZALO, levantándose de la mesa en que ha permanecido inmóvil durante la escena anterior, se afronta con DON JUAN y DON LUIS.)
DON GONZALO.—¡Insensatos! Vive Dios,
que a no temblarme las manos,
a palos, como a villanos,
os diera muerte a los dos.
DON JUAN y DON LUIS.—Veamos.
DON GONZALO.—Excusado es,
que he vivido lo bastante
para no estar arrogante
donde no puedo.
DON JUAN.—Idos, pues.
DON GONZALO.—Antes, don Juan, de salir
de donde oírme podáis,
es necesario que oigáis
lo que os tengo que decir.
Vuestro buen padre don Diego,
porque pleitos acomoda,
os apalabró una boda
que iba a celebrarse luego;
pero por mí mismo yo,
lo que erais queriendo ver,
vine aquí al anochecer,
y el veros me avergonzó.
DON JUAN.—¡Por Satanás, viejo insano,
que no sé cómo he tenido
calma para haberte oído
sin asentarte la mano!
¡Pero di pronto quién eres,
porque me siento capaz
de arrancarte el antifaz
con el alma que tuvieres!
DON GONZALO.—¡Don Juan!
DON JUAN.—¡Pronto!
DON GONZALO.—Mira, pues.
DON JUAN.—¡Don Gonzalo!
DON GONZALO.—El mismo soy.
Y adiós, don Juan; más desde hoy
no penséis en doña Inés.
Porque antes que consentir
en que se case con vos,
el sepulcro, ¡juro a Dios!,
por mi mano la he de abrir.
DON JUAN.—Me hacéis reír, don Gonzalo;
pues venirme a provocar,
es como ir a amenazar
a un león con un mal palo.
Y pues hay tiempo, advertir
os quiero a mi vez a vos
que, o me la dais, o por Dios
que a quitárosla he de ir.
DON GONZALO.—¡Miserable!
DON JUAN.—Dicho está;
sólo una mujer como ésta
me falta para mi apuesta;
ved, pues, que apostada va.
(DON DIEGO, levantándose de la mesa en que ha permanecido encubierto mientras la escena anterior, baja al centro de la escena, encarándose con DON JUAN.)
DON DIEGO.—No puedo más escucharte,
vil don Juan, porque recelo
que hay algún rayo en el cielo
preparado a aniquilarte.
¡Ah…! No pudiendo creer
lo que de ti me decían,
confiando en que mentían,
te vine esta noche a ver.
Pero te juro, malvado,
que me pesa haber venido
para salir convencido
de lo que es para ignorado.
Sigue, pues, con ciego afán
en tu torpe frenesí,
mas nunca vuelvas a mí;
no te conozco, don Juan.
DON JUAN.—¿Quién nunca a ti se volvió,
ni quién osa hablarme así,
ni qué se me importa a mí
que me conozcas o no?
DON DIEGO.—Adiós, pues; mas no te olvides
de que hay un Dios justiciero.
DON JUAN.—Ten. (Deteniéndole.)
DON DIEGO.—¿Qué quieres?
DON JUAN.—Verte quiero.
DON DIEGO.—Nunca; en vano me lo pides.
DON JUAN.—¿Nunca?
DON DIEGO.—No.
DON JUAN.—Cuando me cuadre.
DON DIEGO.—¿Cómo?
DON JUAN.—Así. (Le arranca el antifaz.)
TODOS.—¡Don Juan!
DON DIEGO.—¡Villano!
¡Me has puesto en la faz la mano!
DON JUAN.—¡Válgame Cristo, mi padre!
DON DIEGO.—Mientes; no lo fui jamás.
DON JUAN.—¡Reportaos, con Belcebú!
DON DIEGO.—No; los hijos como tú
son hijos de Satanás.
Comendador, nulo sea
lo hablado.
DON GONZALO.—Ya lo es por mí;
vamos.
DON DIEGO.—Sí; vamos de aquí,
donde tal monstruo no vea.
Don Juan, en brazos del vicio
desolado te abandono;
me matas… mas te perdono
de Dios en el santo juicio.
(Vanse poco a poco DON DIEGO y DON GONZALO.)
DON JUAN.—Largo el plazo me ponéis;
mas ved que os quiero advertir
que yo no os he ido a pedir
jamás que me perdonéis.
Conque no paséis afán
de aquí adelante por mí,
que como vivió hasta aquí,
vivirá siempre don Juan.
DON JUAN, DON LUIS, CENTELLAS, AVELLANEDA, BUTTARELLI, curiosos y máscaras.
DON JUAN.—¡Eh! Ya salimos del paso;
y no hay que extrañar la homilía;
son pláticas de familia
de las que nunca hice caso.
Conque lo dicho, don Luis,
van doña Ana y doña Inés
en puesta.
DON LUIS.—Y el precio es
la vida.
DON JUAN.—Vos lo decís;
vamos.
DON LUIS.—Vamos.
(Al salir, se presenta una ronda que les detiene.)
Dichos y una ronda de Alguaciles.
ALGUACIL.—¡Alto allá!
¿Don Juan Tenorio?
DON JUAN.—Yo soy.
ALGUACIL.—Sed preso.
DON JUAN.—¡Soñando estoy!
¿Por qué?
ALGUACIL.—Después lo verá.
DON LUIS.—(Acercándose a DON JUAN y riéndose.)
Tenorio, no lo extrañéis,
pues mirando a lo apostado,
mi paje os ha delatado
para que vos no ganéis.
DON JUAN.—¡Hola! Pues no os suponía
con tal despejo, ¡pardiez!
DON LUIS.—Id, pues; que por esta vez,
don Juan, la partida es mía.
DON JUAN.—Vamos, pues.
(Al salir, les detiene otra ronda que entra en la escena.)
Dichos y una ronda.
ALGUACIL.—(Que entra.) Ténganse allá.
¿Don Luis Mejía?
DON LUIS.—Yo soy.
ALGUACIL.—Sed preso.
DON LUIS.—¡Soñando estoy!
¡Yo preso!
DON JUAN.—(Soltando la carcajada.)
¡Ja, ja, ja, ja!
Mejía, no lo extrañéis,
pues mirando a lo apostado,
mi paje os ha delatado
para que no me estorbéis.
DON LUIS.—Satisfecho quedaré
aunque ambos muramos.
DON JUAN.—Vamos:
conque, señores, quedamos
en que la apuesta está en pie.
(Las rondas se llevan a DON JUAN y a DON LUIS; muchos los siguen. El Capitán CENTELLAS, AVELLANEDA y sus amigos quedan en la escena mirándose unos a otros.)
El Capitán CENTELLAS, AVELLANEDA y curiosos.
AVELLANEDA.—¡Parece un juego ilusorio!
CENTELLLAS.—¡Sin verlo no lo creería!
AVELLANEDA.—Pues yo apuesto por Mejía.
CENTELLAS.—Y yo pongo por Tenorio.