Introducción

1. Enfoque

Miguel de Cervantes ideó el Quijote —bien sabido es— en circunstancias históricas, biográficas y creativas bien penosas: tenía a la vista el desmoronamiento irrecuperable de la España imperial, era ya viejo y posiblemente estaba encarcelado, se afanaba por conseguir un puesto de relieve entre los autores de su tiempo… Y lo diseñó como «historia poética» —«como novela», vale decir—, pensada a ras de tierra y nada pretenciosa,

al cabo de tantos años como ha que duermo en el silencio del olvido, salgo ahora, con todos mis años a cuestas, con una leyenda seca como un esparto, ajena de invención, menguada de estilo, pobre de concetos y falta de toda erudición y doctrina (Quijote, I-Pról.);

además de un tanto disparatada: «la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo y lleno de pensamientos varios y nunca imaginados de otro alguno» (Quijote, I-Pról.). En todo caso, pues, lo concibió como relato, circunscrito al ámbito de lo libresco y, en consecuencia, enteramente dependiente del texto literario que le dio vida.

El reconocimiento tardaría muchísimos años en llegar, pero acabaría haciéndolo y, en contra de lo que cabría esperar de orígenes tan apocados, en unas proporciones en verdad descomunales desde todos los puntos de vista: geográfico, cultural, lingüístico, etc. Con el devenir de la historia, la práctica totalidad de creadores, estudiosos y lectores, con independencia de su adscripción geografica, ideológica o idiomática, coincidiría en encumbrar el libro hasta las más altas cimas del Parnaso. De resultas, su impacto intelectual ha sido de tal calibre que lo quijotesco desbordó desde antaño el ámbito libresco de lo literario que lo vio nacer para instalarse en el terreno universal e intemporal de lo mítico y, desde él, multiplicarse prolíficamente en los demás campos artísticos: pintura, música, cine, etc. (por no descender a parcelas más variopintas: grabado, numismática, filatelia, etc.). Hoy por hoy, en consecuencia, con más de cuatrocientos años de expansión intelectual a la espalda, el ámbito en el que suelen ser abordadoel Quijote es el de la cultura universal, así como el enfoque comúnmente adoptado acostumbra a ser el mítico.

Una vez asumido que la trayectoria diacrónica del fenómeno quijotesco evoluciona desde las páginas del libro hasta las cumbres de lo mítico, convirtiendo cada tema, motivo o personaje en filón inagotable de las más variadas explotaciones artísticas, parece indiscutible que tan legítimo será abordarlo ateniéndose a sus humildes orígenes librescos como remontándose a su magnífica grandeza artística; bien merecido lo tiene su singularidad creativa… Pero lo que ya no resulta tan defendible es aferrarse a su esplendor cultural, adquirido con el paso del tiempo, olvidándose de su primigenia dimensión exclusivamente libresca y —mucho más grave— postergando el texto literario que lo alumbró. Si perdemos de vista el arranque de la trayectoria aludida, corremos el riesgo de desenfocar gravemente, e incluso de falsear escandalosamente, tanto las verdaderas intenciones del creador como el sentido recto de la novela. Antes, pues, de remontarse a las alturas estelares de lo mítico-quijotesco, conviene volver la vista al libro que sirvió de plataforma primitiva.

Conviene porque cuando así se hace, resulta que tanto Cervantes como el Quijote son —todavía a estas alturas, con toda su gloria a cuestas— todo problemas: del autor no sabemos, a ciencia cierta, prácticamente nada, más allá de los interrogantes sin respuesta que suscita su calamitosa existencia; del libro tan sólo contamos con un original, escandalosamente maltrecho por la imprenta, sobre el que se agolpan incontables desarreglos irresolublemente controvertibles, ya sean textuales, compositivos, exegéticos o de cualquier otra naturaleza. Se diría que el mastodóntico edificio artístico edificado con materiales cervantino-quijotescos se ha cimentado sobre bases un tanto inciertas que conviene, cuando menos, tener muy presentes para no traicionar su legado literario.

Aquí, al menos, dejaremos de lado cualquier pretensión mitificadora y optaremos abiertamente por la exposición objetiva de los datos fidedignos, anteponiendo siempre un enfoque inmanente a la historia quijotesca relatada en el libro, pues estamos convencidos de que la única verdad absoluta en materia cervantina es el texto del Quijote; tal y como salió estampado —eso sobre todo— de las prensas de Juan de la Cuesta, entre 1605 y 1615, a partir de los «originales de imprenta» ideados por un excautivo tan entrado en años como ansioso de gloria.

Sirva, pues, esta nueva entrega cervantina en soporte electrónico para facilitarle al lector, sencillamente, las claves históricas y literarias esenciales que le permitirán adentrarse a sus anchas en el texto del Quijote, con la absoluta certeza y tranquilidad de que tiene a la vista una copia escrupulosamente respetuosa del auténtico original de la novela.

2. Cronología

Año Cervantes Historia, Cultura y Literatura
1547 Miguel de Cervantes es bautizado, el 9 de octubre, en Santa María la Mayor (Alcalá de Henares). Carlos V victorioso en Mühlberg.
Tiziano, «Carlos V a caballo».
J. Fernández, Don Belianís de Grecia.
1552 El padre es encarcelado en Valladolid.
1553 La familia se traslada al Sur (Córdoba). Tiziano, «Dánae».
1554 El futuro Felipe II casa con María Tudor.
Anónimo, Lazarillo de Tormes.
1555 Paz de Augsburgo.
D. Ortúñez de Calahorra, El caballero del Febo.
1556 Muere el abuelo paterno en Córdoba. Abdicación de Carlos V y coronación de Felipe II.
M. de Ortega, Felixmarte de Hircania.
1557 Muere la abuela paterna. Batalla de San Quintín.
1558 Mueren Carlos V y Mª. Tudor.
Advenimiento de I. de Inglaterra.
1559 Paz de Cateau-Cambrésis.
Boda de Felipe II con I. de Valois.
J. de Montemayor, La Diana.
1561 La Corte se traslada a Madrid.
Anónimo, El Abencerraje.
1563 Comienza las obras del Escorial.
Final del Concilio de Trento.
P. de Luján, El caballero de la Cruz (II).
1564 El padre de Cervantes, Rodrigo, ejerce como médico en Sevilla. Fracaso turco ante Orán.
G. Gil Polo, La Diana enamorada.
A. de Torquemada, Don Olivante de Laura.
1565 Su hermana Luisa profesa como carmelita. Revuelta de los Países Bajos.
J. de Contreras, Selva de aventuras.
J. de Timoneda, El Patrañuelo.
1566 La familia Cervantes se muda a Madrid, donde el escritor se inicia como poeta. El duque de Alba, gobernador de los Países Bajos.
L. de Zapata, Carlo famoso.
1567 Primer poema cervantino conocido: «Serenísima reina, en quien se halla».
1568 Miguel es discípulo de López de Hoyos, quien le publica cuatro poemas en loor de la reina fallecida. Mueren el príncipe Carlos e I. de Valois.
Sublevación morisca en las Alpujarras.
B. Díaz del Castillo, Historia verdadera.
1569 Aparece en Roma al servicio de Acquaviva.
Información de limpieza de sangre e hidalguía a favor del autor.
A. de Ercilla, La Araucana.
J. de Timoneda, Sobremesa.
1570 Inicia su carrera militar con D. de Urbina. Los turcos ocupan Chipre.
Felipe II casa con A. de Austria.
Se organiza la Liga Santa.
A. de Torquemada, Jardín de flores curiosas.
1571 Combate en Lepanto, donde es herido en el pecho y en la mano izquierda, . Batalla de Lepanto.
Fin de la guerra de las Alpujarras.
1572 Aun lisiado de la mano izquierda, continua unos años en la milicia. L. de Camoens, Os Lusiadas.
1573 M. Vázquez, secretario de Felipe II.
J. Huarte de San Juan, Examen de ingenios.
1574 Don J. de Austria gana Túnez y La Goleta.
M. de Santa Cruz, Floresta española.
ElBrocense comenta a Garcilaso.
Se funda el corral de «La Pacheca» en Madrid.
1575 La galera en la que regresa a España, El Sol, es apresada por los corsarios berberiscos y Cervantes hecho cautivo en Argel. Segunda bancarrota de Felipe II.
1576 Fracasa su primer intento de fuga.
Escribe algún soneto laudatorio.
Don J. de Austria, regente de los Países Bajos.
1577 La Merced rescata a su hermano Rodrigo.
Segundo intento fallido de huida.
Hasán Bajá, rey de Argel.
El Greco, «San Sebastián».
1578 Tercer intento de evasión, también fracasado, y condena a recibir 2000 palos.
El Duque de Sessa certifica los servicios prestados por Miguel de Cervantes.
J. de Escobedo, secretario de don Juan, es asesinado.
Proceso contra A. Pérez.
Muere don J. de Austria.
Batalla de Alcazarquivir.
Nace el futuro Felipe III.
A. deErcilla, Segunda parte de La Araucana.
Santa Teresa, Las Moradas.
1579 Cuarto y último intento de fuga inútil.
Escribe unas octavas laudatorias.
Caída de A. Pérez.
Abren los primeros teatros madrileños.
1580 Los padres trinitarios rescatan al cautivo a punto de partir hacia Constantinopla.
Por fin, logra desembarcar en Denia.
Su padre pide la información del cautiverio.
Felipe II, rey de Portugal.
P. de Padilla, Tesoro de varias poesías.
F. de Herrera, Anotaciones a Garcilaso.
T. Tasso, La Jerusalén.
1581 Lleva a cabo una oscura misión en Orán.
Triunfo en el teatro (Trato de Argel, Numancia, etc.).
Independencia de los Países Bajos.
1582 Solicita alguna vacante en América, sin éxito.
Se integra bien en las camarillas literarias.
F. de Herrera, Poesías.
L. Gálvez de Montalvo, El pastor de Fílida.
1583 Soneto laudatorio a Padilla. P. de Padilla, Romancero.
J. de la Cueva, Comedias y tragedias.
Fr. L. de León, De los nombres de Cristo.
1584 Tiene una hija, Isabel, con A. Franca de Rojas, pero al poco tiempo se casa en Esquivias con C. de Palacios. Felipe II se traslada al Escorial.
J. Rufo, La Austriada.
1585 Publica La Galatea.
Muere el padre.
P. de Padilla, Jardín espiritual.
San J. de la Cruz, Cántico espiritual.
Santa Teresa, Camino de perfección.
1586 L. Barahona de Soto, La Angélica.
López Maldonado, Cancionero.
El Greco, «El entierro del Conde Orgaz».
1587 Nombrado Comisario Real de Abastos para la Invencible, inicia un largo peregrinaje por tierras andaluzas sin lograr más que excomuniones y algún encarcelamiento.
Sigue componiendo poemas laudatorios.
Preparativos para la Armada Invencible.
Lope de Vega es desterrado de Madrid.
C. de Virués, El Monserrate.
B. González de Bobadilla, Las ninfas y pastores de Henares.
1588 Fracaso de la Armada Invencible.
Santa Teresa, Libro de la vida.
1590 Vuelve a solicitar al Consejo de Indias una vacante, que también se le deniega.
El escritor anda a vueltas con varios títulos: El cautivo, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño, el Persiles, etc.
A. Pérez se fuga a Aragón.
1591 Continúa con las requisas por Andalucía. Revuelta de Aragón.
A. de Villalta, Flor de romances.
B. de Vega, El pastor de Iberia.
1592 Contrata seis comedias con Rodrigo Osorio.
Es encarcelado en Castro del Río por embargo ilegal de trigo.
Cortes de Tarazona.
Clemente VIII, Papa.
S. Vélez de Guevara, Flor de romances.
Tintoretto, «La última cena».
1593 Finaliza sus labores como Comisario.
Muere su madre, Leonor de Cortinas.
Publica el romance «La casa de los celos».
1594 Actúa como recaudador de tasas atrasadas en Granada que confía a un banquero en quiebra. W. Shakespeare, Romeo y Julieta.
1595 Gana las justas poéticas a la canonización de San Jacinto en Zaragoza. G. Pérez de Hita, Guerras civiles de Granada.
1596 Soneto al saco de Cádiz: «Vimos en julio otra Semana Santa». Saco de Cádiz por los ingleses.
A. López Pinciano, Philosophía antigua poética.
J. Rufo, Las seiscientas apotegmas.
1597 Es encarcelado en Sevilla de resultas de la mencionada bancarrota.
1598 Muere A. Franca de Rojas.
Soneto «al túmulo del rey que se hizo en Sevilla»: «¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza!».
Muere Felipe II.
Felipe III, rey: gobierno del duque de Lerma.
Se cierran los teatros.
Lope de Vega, La Arcadia.
1599 Continúa en Sevilla.
Isabel de Saavedra, la hija, entra al servicio de su tía Magdalena de Cervantes.
Epidemia de peste en España.
Felipe III casa con Margarita de Austria.
M. Alemán, Guzmán de Alfarache I.
Lope de Vega, El Isidro.
1600 Sigue avecindado en Sevilla.
Muere su hermano Rodrigo en Flandes.
Se abren los teatros.
Nace P. Calderón de la Barca.
Romancero general de 1600.
1601 La Corte se traslada a Valladolid.
J. de Mariana, Historia de España.
1602 El escritor está en Esquivias. M. Luján de Sayavedra, Guzmán de Alfarache (apócrifo).
1603 Sigue endeudado con el erario público.
Tras la Corte, los Cervantes se instalan en Valladolid con toda la parentela femenina.
Muere I. de Inglaterra.
A. de Rojas Villandrando, El viaje entretenido.
1604 Toma de Ostende.
F. de Quevedo redacta El Buscón.
M. Alemán, Guzmán de Alfarache II.
Lope de Vega, El peregrino en su patria.
1605 Aparece El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha con inmediato éxito.
Sufre un fugaz encarcelamiento debido a un asesinato ocurrido a las puertas de su casa.
Nace el futuro Felipe IV.
Embajada de lord Howard.
F. López de Úbeda, La pícara Justina.
P. de Espinos, Flores de poetas ilustres.
1606 De nuevo tras la Corte, Cervantes se muda al madrileño barrio de Atocha, donde cambiará frecuentemente de domicilio. La Corte vuelve a trasladarse a Madrid.
1609 Ingresa en la Congregación de los Esclavos del Santísimo Sacramento del Olivar.
Muere Andrea de Cervantes.
Tregua de los Doce Años (Países Bajos).
Se decreta la expulsión de los moriscos.
Lope de Vega, Arte nuevo.
1610 Intenta viajar a Nápoles con el conde de Lemos pero no es incluido en la comitiva. El conde de Lemos, es nombrado virrey de Nápoles.
Toma de Larache.
1611 Fallece su hermana Magdalena.
1612 Muere su nieta I. Sanz del Águila.
Asiste a las academias literarias de moda.
El Quijote de 1605 es traducido al inglés.
D. de Haedo, Topographía… de Argel.
J. de Salas Barbadillo, La hija de Celestina.
L. de Góngora, El Polifemo.
Lope de Vega, Los pastores de Belén.
1613 Ingresa en la Orden Tercera.
Salen las Novelas ejemplares.
L. de Góngora, Primera Soledad.
1614 Aparece el Viaje del Parnaso.
El Quijote de 1605 es traducido al francés.
A. Fernández de Avellaneda, Segundo tomo del ingenioso hidalgo…
Lope de Vega, Rimas sacras.
1615 Aparece, por fin, la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha.
Publica también sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados.
Isabel de Borbón llega a España.
1616 Redacta la dedicatoria del Persiles.
Fallece el 22 de abril y es enterrado al día siguiente en las Trinitarias Descalzas.
Muere Shakespeare.
1617 Su viuda publica Los trabajos de Persiles y Sigismunda.

3. Incertidumbres biográficas

Cervantes fue bautizado, el 9 de octubre de 1547, en la parroquia de Santa María la Mayor, de Alcalá de Henares, con el nombre de Miguel, por lo que se ha supuesto que pudo haber nacido el 29 de septiembre, festividad del Santo. Era el cuarto hijo del matrimonio formado por Rodrigo y Leonor, sin más posibles que el oficio de «médico cirujano» del padre, lo que debió de acarrearle una infancia llena de privaciones y quizás de vagabundeos familiares (por Valladolid, Córdoba y Sevilla) en busca de mejor fortuna. Lo cierto es que desde 1566 la pareja está instalada en Madrid y el joven Cervantes estudiando con Juan López de Hoyos, bajo cuyo amparo se estrenaría poéticamente con unas composiciones dedicadas a la muerte de Isabel de Valois, aunque no lo menciona jamás en sus textos.

Tres años después, lo hallamos en Roma al servicio del cardenal Acquaviva, sin que sepamos cómo ni por qué —acaso por algún altercado con Antonio de Sigura—, y, poco después, convertido en soldado, junto con su hermano Rodrigo, y embarcado en la galera Marquesa para participar en la batalla de Lepanto (1571) —reputada por él como «la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes, ni esperan ver los venideros» (Pról. a Quijote II)— con notable valor, lo que le acarrearía dos arcabuzazos en el pecho y uno en la mano izquierda que se la dejaría tullida. Así y todo, sigue unos años en la milicia hasta que en 1575 decide regresar a España con cartas de recomendación del duque de Sessa y del mismísimo don Juan de Austria, sin duda con la esperanza de obtener algún cargo oficial como recompensa a su hoja de servicios. Pero, fatídicamente, la galera que lo traía, El Sol, es apresada por los corsarios berberiscos y nuestro soldado aventajado hecho cautivo en Argel, donde permanecería durante cinco largos años, no sin volver a dar muestras de su coraje al intentar fugarse, asumiendo toda la responsabilidad, hasta cuatro veces, bien que sin lograrlo y, sorprendentemente, sin que lo ejecutasen por ello. Tendría que esperar a septiembre de 1580 para que lo rescatasen los padres trinitarios y poder pisar la tierra patria un mes después, cuando desembarcase en Valencia. Por si no bastase de calamidades, a su llegada a la Corte comprobaría que sus méritos militares no serían recompensados nunca; ni siquiera con alguna vacante en Indias, a la que aspiró y se le denegó sistemáticamente.

Pero el valeroso «Manco» había aprendido a «tener paciencia en las adversidades» (Pról. a las Ejemplares) y, pese a tan desalentadora suerte, estos son para él tiempos relativamente felices y aun triunfales: con la euforia del regreso y el orgullo imperialista sin desmoronarse todavía, se dedica de lleno a las letras. Se integra bien en el ambiente literario de la Corte, mantiene relaciones amistosas con los poetas más destacados y se dedica a redactar La Galatea, que vería la luz en Alcalá de Henares, en 1585, bien que sin pena ni gloria. Simultáneamente, sigue de cerca la evolución del teatro, acelerada por el nacimiento de los corrales de comedias, llevando a cabo una actividad dramática —si fiamos de su palabra— muy fecunda y exitosa («compuse en este tiempo hasta veinte comedias o treinta, que todas ellas se recitaron sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de otra cosa arrojadiza», Pról. a Ocho comedias), aunque tan solo se nos han conservado dos piezas con su nombre (El trato de Argel y La Numancia) y algún contrato referente a títulos no conservados.

Entre tanto, saca tiempo para relacionarse con Ana Franca de Rojas (esposa de Alonso Rodríguez), de quien nacería, en 1584, su única hija: Isabel. Sin embargo, muy pronto viaja a Esquivias, donde conoce a Catalina de Salazar, de diecinueve años por entonces, con quien contrae matrimonio, cuando él rondaba los treinta y ocho, ese mismo año. De momento, se instala con su mujer en Esquivias, pero los viajes continuos irán en aumento y, pasados tres años, el recién casado abandonará el hogar familiar para no reunirse con su esposa definitivamente hasta principios del XVII.

En 1587 reaparece instalado en Sevilla, donde, al fin, obtiene el cargo de comisario real de abastos para la Armada Invencible; años después, se le encomendaría la recaudación de las tasas atrasadas en Granada, habiéndole denegado previamente, una vez más, el oficio en Indias («Busque por acá en qué se le haga merced» le contestaron oficialmente) que volvería a solicitar en 1590. Tan desagradables empleos lo arrastrarían a soportar, hasta finales de siglo, un continuo vagabundeo mercantilista por el sur (Écija, Castro del Río, Úbeda, etc.), sin lograr más que excomuniones, denuncias y algún encarcelamiento (Castro del Río, en 1592 y Sevilla, en 1597), al parecer siempre turbios y nunca demasiado largos. Como contrapartida, el viajero entraría en contacto directo con las gentes de a pie, y aun con los bajos fondos, adquiriendo una experiencia humana magistralmente literaturizada luego en sus obras.

Tan largo período de dedicación administrativa, llena de sinsabores, lo aparta en buena medida del quehacer literario: «Tuve otras cosas en que ocuparme, dejé la pluma y las comedias» —diría él mismo, en el prólogo a Ocho comedias—, pero sólo relativamente. El escritor se mantiene en activo: como poeta, sigue cantando algunos de los sucesos más sonados (odas al fracaso de la Invencible, soneto al saqueo de Cádiz o «Al túmulo de Felipe II» y numerosas composiciones sueltas aparecidas en obras de otros autores amigos); como dramaturgo, se compromete en 1592 con Rodrigo Osorio a entregarle seis comedias, entre las cuales han de contarse varias de las incluidas en el tomo de Ocho comedias y ocho entremeses (1615); como novelista, redacta varias novelas cortas (El cautivo, Rinconete y Cortadillo, El celoso extremeño, etc.) y, mucho más importante, esboza nada menos que la primera parte del Quijote y, quizás, el comienzo del Persiles. En esta etapa tan desapacible se sientan las bases, por tanto, del grueso de su creación futura, pese a que no vería la luz hasta los últimos años de su existencia.

Con el comienzo de siglo, Cervantes se despide de Sevilla y sólo sabemos de él que anda dedicado de lleno al Quijote, seguramente espoleado por el éxito alcanzado por Mateo Alemán con su Guzmán de Alfarache (1599-1604). Lo seguro es que en 1603 el matrimonio Cervantes está instalado en Valladolid, nueva sede de la Corte con Felipe III, conviviendo con la parentela femenina: sus hermanas Andrea y Magdalena, su sobrina Costanza, hija de la primera, su propia hija Isabel y, por añadidura, una criada, María de Ceballos. Todas estaban bien experimentadas en desengaños amorosos, aunque debidamente cobrados, lo que les valió el mal nombre de «Las Cervantas», pero nuestro desventurado soldado y recaudador, ahora empeñado en imponerse como novelista, sin oficio ni beneficio, no tenía dónde caerse muerto y no podía sino refugiase al arrimo de sus parientas…

Por fin, casi al filo de los sesenta años, la adversidad le daría un respiro al ya viejo excautivo y, a principios de 1605, de forma un tanto precipitada, ve la luz El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, en la imprenta madrileña de Juan de la Cuesta, con un éxito inmediato y varias ediciones piratas del mismo año. Aunque la alegría del éxito se vería turbada en seguida por un nuevo y breve encarcelamiento, también injusto, motivado por el asesinato de Gaspar de Ezpeleta a las puertas de los Cervantes, la suerte de nuestro escritor estaba echada y la gloria de nuestro novelista era ya imparable. ¡Le rondaba en la cabeza tanta literatura por perfilar y dar a la imprenta…!

Otra vez al arrimo de la Corte, se traslada a Madrid en 1606, para dedicarse exclusivamente a escribir, sin mayor impedimento que alguna que otra mudanza (Atocha, Huertas, Francos…) y el ingreso en alguna orden religiosa (Orden Tercera de San Francisco), pues la edad no andaba ya «para burlarse con la otra vida» (Pról. a las Ejemplares), aunque no le faltaron ganas de integrarse en la camarilla literaria que acompañó al conde de Lemos a Nápoles, de la que sería excluido por Argensola. Amparado en su prestigio como novelista, se centra pacientemente en su oficio de escritor y va redactando gran parte de su producción literaria, aprovechando títulos y proyectos de antaño. Así, tras ocho años de silencio editorial desde la publicación de la novela que lo inmortalizaría, da a la luz una verdadera avalancha literaria: Novelas ejemplares (1613), Viaje del Parnaso (1614), Ocho comedias y ocho entremeses nuevos nunca representados (1615) y Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615). La lista se cerraría, póstumamente, con la aparición, gestionada por su viuda, de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional (1617).

Pero tan febril actividad creativa no se iba a imponer a la edad, que rondaba ya casi los setenta años, y el genial escritor arrastraba una grave hidropesía que acabaría con su vida en 1616: el 18 de abril recibe los últimos sacramentos; el 19 redacta, «puesto ya el pie en el estribo», su último escrito: la sobrecogedora dedicatoria del Persiles; el 22, poco más de una semana después que Shakespeare, el autor del Quijote fallece y es enterrado, al día siguiente, con el sayal franciscano, en el convento de las Trinitarias Descalzas de la actual calle de Lope de Vega. Nada se sabe del paradero de sus restos mortales…

4. Apuestas literarias

Ante una andadura biográfica tan sobrada de calamidades y penurias, bien cabría esperar una literatura acompasadamente sombría y aun resentida… Pues nunca tan al revés: se nos manifiesta resplandeciente, humanamente grandiosa y estéticamente radiante; en cabal contraste con su peripecia vital, la trayectoria literaria cervantina evoluciona desde los buceos experimentales en los tres grandes géneros (poesía, prosa y teatro), hasta la consolidación de una factura inconfundiblemente personal en cada uno de ellos; irrepetiblemente cervantina en el caso de la novela y definitivamente acabada si se trata del Quijote. Su mayor logro estriba en ser el primero —a su decir— que noveló en lengua castellana y en habernos legado lo que solemos denominar «la primera novela moderna»: el Quijote. Pero ello no anulará sus permanentes desvelos poéticos y teatrales.

Así, la producción poética cervantina ocupa un espacio nada despreciable en el conjunto de sus obras completas: se halla diseminada a lo largo y ancho de sus escritos y recorre su biografía desde los inicios literarios hasta el Persiles. Viene alentada por una vocación profunda, de raigambre entre garcilacista y manierista, cultivada ininterrumpidamente (aunque no siempre con la inspiración necesaria) y no carente de aciertos, como bien demuestra algún soneto satírico-burlesco («Vimos en julio otra Semana Santa» y «¡Voto a Dios que me espanta esta grandeza!») o en el largo poema menipeo titulado El Viaje del Parnaso (1614), donde narra autobiográficamente, en ocho capítulos, un viaje fantástico al monte Parnaso, a bordo de una galera capitaneada por Mercurio, emprendido por muchos poetas buenos con el fin de defenderlo contra la plaga de poetastros que azota el panorama de la época. Más allá de la alegoría, la primera persona responde a un planteamiento claramente pseudoautobiográfico, imbuido de evocaciones relacionadas con la vida del autor, gracias a las cuales el Viaje termina convertido en un verdadero testamento literario y espiritual donde se despliegan los mejores recursos literarios cervantinos: humor, ironía, perspectivismo, etc.

Al igual que la poesía, el teatro fue cultivado por Cervantes con asiduidad y empeño vocacionales: apuesta por él —decidido a medirse con Lope de Vega— desde sus más tempranos inicios literarios, recién vuelto del cautiverio, hasta sus últimos años, de modo que la cronología de sus piezas abarca desde comienzos de los ochenta hasta 1615, dejando escasos períodos inactivos. Al margen de las periodizaciones establecidas por la crítica, de las vacilaciones de orientación (más o menos próxima ya a los preceptos clásicos, ya a las recetas del arte nuevo), y del fracaso en los corrales que confinaría el grueso de su producción a la imprenta, el hecho es que las piezas conservadas ofrecen un ramillete interesantísimo de experimentos dramáticos donde figuran las más diversas modalidades: la tragedia (La Numancia), la tragicomedia (El trato de Argel) y la comedia; y dentro de la última, de cautivos (Los baños de Argel, La gran sultana, El gallardo español), de santos (El rufián dichoso), caballeresca (La casa de los celos), de capa y espada (El laberinto de amor, La entretenida), y aun alguna inclasificable si no es como «cervantina» (Pedro de Urdemalas). Y eso, olvidando los supuestos títulos perdidos (El trato de Constantinopla y muerte de Selim, La confusa, La gran turquesca, La batalla naval, La Jerusalén, La Amaranta o la del mayo, El bosque amoroso, La Única, La bizarra Arsinda y El engaño a los ojos), bajo los que podrían esconderse realidades tan tangibles como el todavía reciente descubrimiento de La conquista de Jerusalén.

Mención aparte inexcusable merecen los ocho entremeses, aunque tampoco fueran representados nunca. Dejada al margen aquí la obsesión por las «reglas» clásicas, Cervantes los aborda en absoluta libertad, tanto formal como ideológica, desplegando por entero su genialidad creativa para ofrecernos auténticas joyitas escénicas, cuya calidad artística nadie les ha regateado jamás. Logra diseñar ocho «juguetes cómicos», protagonizados por los tipos ridículos de siempre (bobos, rufianes, vizcaínos, estudiantes, soldados, vejetes, etc.) y basados en las situaciones bufas convencionales, pero enriquecidos y dignificados con lo más fino de su genio creativo, de modo que salen potenciados hasta alcanzar cotas magistrales de trascendencia inalcanzable. Entre burlas y veras, el manco de Lepanto no deja de poner en solfa los más sólidos fundamentos de la mentalidad áurea: las relaciones maritales (El juez de los divorcios), las armas y las letras (La guarda cuidadosa), los celos (El viejo celoso), la justicia (La elección de los alcaldes de Daganzo), los casticismos más recalcitrantes (Retablo de las maravillas), etc.

Pero sin duda —como anticipamos— es en el terreno novelesco donde Cervantes consigue imponerse a sus contemporáneos y donde obtiene logros capitales e imperecederos que le valdrían el título de creador de la novela moderna y aun de más grande novelista universal. En este género, sin acotar por las poéticas, encontraría el espacio suficiente para plasmar literariamente su compleja visión de las cosas, acertando de lleno en la elaboración de una fórmula literaria magistral, ya reconocida por sus contemporáneos y admirada por los mejores novelistas internacionales de todos los tiempos. En ella cuajarían sus mejores títulos: tras la concesión a la moda pastoril de La Galatea (1585), El ingenioso hidalgo (1605), las Novelas ejemplares (1613), la Segunda parte del ingenioso caballero (1615) y, póstumamente, la Historia de los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617). El genial escritor había hallado, ¡por fin!, su acomodo intelectual y, consciente de ello, renovó todos los géneros narrativos de su tiempo (caballeresca, pastoril, bizantina, picaresca, cortesana, etc.), atreviéndose, incluso, a «competir con Heliodoro» (Ejemplares, Pról.), el novelista griego por antonomasia.

Y, sorprendentemente, para llevar a cabo tan descomunal empresa no contaba con más guía que su genio creativo, pues la novela se entendía por entonces a la italiana, como relato breve, y no estaba contemplada teóricamente en las retóricas. La fórmula novelesca aplicada hay que ir a buscarla a sus propias obras, y no pasa de unas cuantas claves un tanto desdibujadas: verismo poético de los hechos, admiración de los casos, verosimilitud de los planteamientos, ejemplaridad moral, decoro lingüístico, etc. Son los mismos principios, por otro lado, que rigen el resto de sus creaciones, siempre situadas en esa franja mágica que queda a caballo entre la vida y la literatura, la verdad y la ficción, la moral y la libertad… Sin más recursos, Cervantes alumbra un realismo fascinante, bautizado como «prismático» por muchos, donde sólo se salvaguarda el perspectivismo y la libertad de enfoque de quien habla, para mayor asombro y convencimiento de los que escuchamos.

La Galatea responde ya a ese universo creativo, aunque, obra primeriza, lo ofrece sólo en esbozo. En buena medida, supone una concesión al género de moda —los «libros de pastores»— con el que el escritor andaría a vueltas durante toda su vida: en varios pasajes del Quijote (Grisóstomo y Marcela, I, XI-XIV o la «Arcadia fingida», II-LVIII), cuyo protagonista moriría con las ganas de convertirse en el pastor Quijotiz, en la Casa de los Celos o en el Coloquio de los perros. La novela entera gira en torno a la pastora Galatea, de cuya hermosura y honestidad están enamorados dos amigos, Elicio y Erastro, sin que ninguno de ellos pase de manifestarle su admiración a lo largo de toda la obra, hasta que, al final, su padre decide casarla con un portugués y el más favorecido, Elicio, se muestra dispuesto a impedirlo por la fuerza. Ese argumento, estático y antinovelesco donde los haya, se rellena con multitud de peripecias incorporadas por los muchos personajes que van llegando al escenario bucólico, cada uno de los cuales relata su peripecia vital (Lisandro-Leonida, Artidoro-Teolinda, Timbrio-Nísida, etc.). Además, se completa con un largo debate filosófico sobre el amor, mantenido por Tirsi y Lenio (IV), donde se airea la filosofía del amor propia del humanismo renacentista imperante, y con el «Canto de Calíope» (VI), especie de censo actualizado de los poetas españoles distribuido por regiones (Castilla, Andalucía, Aragón, Valencia, etc.). Por supuesto, el conjunto se agranda y adorna con el «cancionero», de corte marcadamente garcilacista y petrarquista, que constituyen las cerca de noventa composiciones poéticas recitadas por los personajes, y con la égloga incluida en el libro III. Obviamente, poesía, teatro y novela se dan ya la mano en el primer título cervantino.

Los «doce cuentos» incluidos en el tomo de las Novelas ejemplares (1613) recogen una tarea narrativa que arranca muy de atrás; al menos algunos de ellos, Rinconete y Cortadillo y El celoso extremeño, estaban ya escritos a comienzos de siglo, pues andaban ya en manos de algún ventero del primer Quijote. Pero el Cervantes que los agrupa, retoca y completa, tres años antes de su muerte, es ya el autor del Quijote y, bien seguro de su talla como prosista de entretenimiento, despliega en ellos un muestreo novelesco de lo más variopinto, donde se recrea y se pasa revista a buena parte de las modalidades acuñadas por la tradición italiana de la novella: cortesana, bizantina, lucianesca, etc. Bien que todas salen renovadas y dignificadas, pues, sin esquivar las situaciones moralmente comprometidas inherentes a tal corriente, se plantean y resuelven siempre de manera «ejemplar». Claro que —es innegable— se trata de una «ejemplaridad» muy peculiarmente cervantina: La Gitanilla, El amante liberal, La española inglesa y La ilustre fregona subliman el verdadero amor, ajeno a conveniencias, intereses y apetitos rastreros, para ponerlo muy por encima de convenciones clasistas y de creencias religiosas: se alza como única verdad interior humana. La fuerza de la sangre, Las dos doncellas, El celoso extremeño y La señora Cornelia, por su parte, abordan el mismo tema desde la óptica contraria: se denuncian las traiciones, las infidelidades o los abusos pasionales, sin que resulten menos aleccionadores a la vista de los desenlaces. El licenciado Vidriera aborda, en solitario, el caso del loco-cuerdo: aplaudido cuando demente y menospreciado cuando lúcido. En fin, en el Rinconete y Cortadillo se arremete abiertamente contra la poética del género picaresco, puesto de moda por el Lazarillo, el Guzmán o el Buscón: frente al determinismo derivado del origen vil y al dogmatismo impuesto por el punto de vista único, Cervantes opta por el diálogo festivo mantenido por dos picaruelos, Rincón y Cortado, en ventas y caminos hasta integrarse en el mundo del hampa sevillana que rige Monipodio. Y, en la misma línea, el Coloquio de los perros se ve enmarcado en El casamiento engañoso, para ejemplificar los contras del género bribiático: su desarrollo dialogístico se utiliza para erradicar de la novela las digresiones satírico-morales que saturaban al Guzmán de Alfarache.

Aunque publicados póstumamente (1617), Los trabajos de Persiles y Sigismunda bien pudieran ser empresa novelesca iniciada por Cervantes en la última década del XVI. En todo caso, la novela se cierra en el lecho de muerte, «puesto ya el pie en el estribo, / con las ansias de la muerte», lo que significa que está acabada por quien se sabe y autoestima como el primer novelista de su tiempo; tanto, que no vacila en medirse con Heliodoro, el autor de Las Etiópicas o la «novela» por excelencia. Ideado, pues, a la zaga de la novela griega, se destina a relatar la azarosa peregrinación llevada a cabo por Persiles y Sigismunda: dos príncipes nórdicos enamorados que, haciéndose pasar por hermanos bajo los nombres de Periandro y Auristela, emprenden un largo viaje desde el Septentrión hasta Roma con el objetivo de perfeccionar su fe cristiana antes de contraer matrimonio. Como era de esperar, el viaje está entretejido de multitud de «trabajos» (raptos, cautiverios, traiciones, accidentes, reencuentros, etc.), enriquecidos y complicados hasta el delirio por las historias de los personajes secundarios que se van incorporando en el trayecto (Policarpo, Sinforosa, Arnaldo, Clodio, Rosamunda, Antonio, Ricla, Mauricio, Soldino, etc.) y por las jugosas descripciones de los escenarios —particularmente de los nórdicos— geográficos.

5. El Quijote como relato

Naturalmente, no hará falta señalar que el Quijote ocupa un lugar central en ese universo literario, como máxima plasmación y culminación que es de la poética que lo rige, situándose a cien años luz de la poesía, del teatro e incluso de las otras novelas largas, La Galatea y el Persiles incluidas. Aunque su creador gustara de ofrecérnoslo como «la historia de un hijo seco y avellanado», acaso concebida en la «cárcel», representa la más alta cima «que vieron los siglos pasados y esperan ver los venideros…». Entre bromas y veras, entre descalabros cómicos y reflexiones irónicas, Alonso Quijano logra vivir literariamente, al modo caballeresco, los últimos años de su hidalguía, una vez convertido, por voluntad propia, en Don Quijote de la Mancha. Y Cervantes aprovecha tan ridículo empeño, calamitoso a más no poder, para erigir una grandiosa atalaya, ética y estética, cuajada de logros definitivos e imperecederos: identidad de vida y literatura, equilibrio entre admiración y verosimilitud, perspectivismo y polifonía narrativa, libertad como eje moral y creativo, decoro lingüístico polifónico, etc.

5.1. Estructura

Y no vaya a pensarse que para lograrlo se idean tramas enrevesadas o planteamientos altisonantes; antes al contrario, todo arranca y depende de un plan tan sencillo como ramplón: un viejo hidalgo manchego, enloquecido por las continuadas lecturas caballerescas, da en convertirse en caballero andante, bajo el nombre de Don Quijote de la Mancha, y, acompañado de su escudero Sancho Panza, sale varias veces de su aldea en busca de aventuras —auténticos disparates siempre—, hasta que, desengañado de su desvaríos caballerescos y agotado por los encontronazos con la realidad, regresa a su lugar, enferma y recobra el juicio. No hacía falta más para conjugar brillantemente la aplastante y prosaica realidad padecida día a día por el recaudador de abastos con el fantasmagórico y descomunal mundo de los caballeros andantes, para fundir inseparablemente vida y literatura, o literatura y vida, en una alianza tan admirable como verosímil, capaz de borrar las fronteras entre lo uno y lo otro. Así de tontamente, sin más preceptos retóricos, ni poéticas clásicas ni imitaciones reglamentadas, se ideaba un universo deslumbrante, que estaba llamado, aunque habitado por hidalgos lugareños enloquecidos, por destripaterrones zafios, por labradoras mostrencas, por una canalla sin escrúpulos…, a sentar los fundamentos más sólidos de la novela moderna.

Sin embargo, el conjunto de la trama no está trazado de un tirón, sino que responde a un largo proceso creativo, de unos veinte años, un tanto sinuoso y accidentado: cabe la posibilidad de que Cervantes ni siquiera imaginara en los inicios cuál sería el resultado final; incluso, podría ser que inicialmente pensase sólo en escribir una «novela corta», inspirada en cierto Entremés de los romances, luego ampliada al compás de su propia elaboración literaria: «—Ahora digo —dijo don Quijote— que no ha sido sabio el autor de mi historia, sino algún ignorante hablador, que, a tiento y sin algún discurso, se puso a escribirla, salga lo que saliere, como hacía Orbaneja» (II-III). Si fue así, ese «plan primitivo» se habría desarrollado «a tientas» para desembocar en la novela larga de 1605, diez años más tarde ampliada en una segunda parte no prevista en la primera.

El proceso creativo, pues, pasa por tres momentos claramente diferenciables:

  1. Novela corta (I, I-VII), inspirada en el Entremés de los romances.
  2. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (I, VIII-LII), ampliación desarrollada como sarta de locuras quijotescas, repartidas en dos salidas (1ª: I-VII; 2ª: VIII-LII) y en cuatro partes (1ª: I-VIII, 2ª: IX-XIV, 3ª; XV-XXVII y 4ª: XXVIII-LII), a la vez que gobernada por dos directrices básicas: a) nuevas aventuras en sarta (VIII-XXII: molinos de viento, vizcaíno, rebaños, batanes, yelmo de Mambrino, galeotes, etc.) y b) ampliación concéntrica en torno a la venta (XXIII-XLVII: Cardenio y Luscinda, don Fernando y Dorotea, El curioso impertinente, El cautivo, etc.), perfectamente entrelazadas por la estancia en Sierra Morena.
  3. Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (II, I-LXXIV), continuación añadida postizamente a la entrega de 1605 pero magistralmente suturada como tercera salida, sin perder nunca de vista ni el entorno lugareño del comienzo ni el trazado global del primer tomo: a) nuevas aventuras en sarta (VIII-XXIX: encantamiento de Dulcinea, Cortes de la Muerte, caballero del Bosque, caballero del Verde Gabán, bodas de Camacho, Cueva de Montesinos, Maese Pedro, etc.) y b) ensanchamiento circular con los duques (XXX-LVII: dueña Dolorida, Altisidora, doña Rodríguez, Clavileño, etc.).
    Ahora habría que añadir el cambio de rumbo hacia Barcelona y las aventuras (LIX-LXXIV: Roque Guinart, caballero de la Blanca Luna, con los duques, don Álvaro Tarfe, etc.) que provoca la aparición del Quijote apócrifo de Avellaneda en 1614.

Y, naturalmente, un proceso organizativo tan largo como vacilante no podía estar exento de desajustes —según analizaron Stagg o Martín Morán—: inconsecuencia de algunos epígrafes (I-X), desplazamiento de la historia de Grisóstomo y Marcela (de I-XXV a XI-XIV) con la subsiguiente desaparición de los pasajes dedicados al robo del rucio de Sancho, desvinculación de alguna novela intercalada (Curioso impertinente), etc. Pero lo importante y admirable es la increíble capacidad cervantina para atenerse a la letra del plan previo sin alterarlo ni un ápice por más elementos, salidas, partes o continuaciones que se le vayan sumando. De este modo, si el punto de partida contenía ya, en suma, todo el universo quijotesco (Sancho, Dulcinea, Cura, Barbero, Rocinante, rucio, locura, entorno caballeresco, encantadores, romances, aldea en la Mancha, etc.), que perdurará tal cual hasta la muerte del protagonista, la segunda parte se fundamenta, ante todo, en el hecho de que la primera haya sido ya publicada. De resultas, el conjunto queda perfectamente homogeneizado y, asombrosamente, Alonso Quijano el Bueno acaba muriendo al final de la segunda parte en el mismo «lugar de la Mancha» del que partió al comienzo de la primera, después de haber trazado un periplo vital tan disparatado como coherente.

Tan orgánica homogeneidad del conjunto se logra, principalmente, porque incluso la disposición global de ambas partes, tan distintas en su génesis, tan diferentes en la distribución de componentes y tan disímiles en los materiales intercalados, parece responder a una estructuración externa visiblemente equiparable tanto a pequeña como a gran escala. El hilo conductor viene dado siempre por el proyecto de «vida literaria» —como diría Avalle-Arce— emprendido por Alonso Quijano, el cual está vertebrado en una serie de «aventuras» del personaje que inventa y encarna, don Quijote de la Mancha, puesto ya a ejercer como caballero andante. Son aventuras circulares que entrañan otras tantas confrontaciones con la realidad, de las cuales el caballero suele salir malparado en la mayoría de los casos, si bien supera sus fracasos por vía de encantamiento… Responden a un patrón sistemático de naturaleza dramática:

a) aproximación a la realidad desde un enfoque caballeresco,

b) confrontación entre fantasía y realidad,

c) descalabro físico o moral y

d) recurso a los encantadores para salvaguardar el ideal caballeresco.

Esta plantilla se repite una y otra vez —por encima de las partes de la novela— en la práctica totalidad de las aventuras caballerescas protagonizadas por don Quijote y Sancho, pues parecen organizadas en sarta, si bien todas y cada una de sus constantes se somete a una cuidada variatio que diversifica inconfundiblemente a los episodios: don Quijote confunde la realidad con mucha frecuencia (venta, molinos, bacía, aceñas…), pero no pocas veces se le ofrece falseada (Micomicona, Caballero de los Espejos, Dueña Dolorida, Clavileño…) o siendo irreal, parece verídica (Cortes de la Muerte, Retablo de Maese Pedro…), cuando no se trata de errores sólo morales (Andrés, galeotes…); la confrontación se planifica a diferentes niveles: físico (vizcaíno, rebaños), mental (penitencia en Sierra Morena, cueva de Montesinos) o intelectual (mono adivino, cabeza encantada); el desenlace suele acabar en descalabro (mercaderes toledanos, Maritornes, disciplinantes), pero también cabe el éxito (cuerpo muerto) o la suspensión (batanes), etc. Todo ello —claro es— sin rebasar el simple muestreo y dando por supuesta la libre combinatoria entre las distintas variables.

Paralelamente y al hilo de esa sarta episódica central de cuadros caballerescos, el Quijote se ve enriquecido por toda una serie de novelitas cortas: unas veces nítidamente enmarcadas por la acción principal, conservando en mayor (Curioso) o menor (Cautivo) medida su autonomía según la técnica de intercalación elegida y la consiguiente interferencia con la historia marco (Cardenio y Luscinda); otras, sólo esbozadas en embrión o aludidas como historias potenciales correspondientes a los seres que, más o menos fugazmente, se cruzan con los protagonistas de la acción principal (Bodas de Camacho, Hija de doña Rodríguez, Ana Félix, etc.). Cervantes justifica cumplidamente la presencia, ausencia y naturaleza de todas ellas:

El ir siempre atenido el entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por las bocas de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor, y que, por huir deste inconveniente, había usado en la primera parte del artificio de algunas novelas, como fueron la del Curioso impertinente y la del Capitán cautivo, que están como separadas de la historia, puesto que las demás que allí se cuentan son casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse. […] Y así, en esta segunda parte no quiso ingerir novelas sueltas ni pegadizas, sino algunos episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece; y aun éstos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declar[ar]los (Quijote, II-XLIV).

De entre «los episodios que lo pareciesen» —también detectables en 1605—, pues no los identifica, cabe recordar: la historia de la «señora vizcaína, que iba a Sevilla, donde estaba su marido, que pasaba a las Indias con un muy honroso cargo» (I-VIII), con ribetes autobiográficos y relacionable con el Celoso extremeño; los sucesos de Vivaldo (I-XIII), que invita a don Quijote a que le acompañe a Sevilla, por ser lugar «tan acomododado a hallar aventuras»; la Vida de Ginés de Pasamonte, (I-XXII) llamada a aventajar a todas las «picarescas»; las bodas de Camacho (II, XIX-XXI); las desgracias del mancebo que va a la guerra impulsado por la necesidad (II-XXIV); la aventura del rebuzno (II, XXV-XXVII); la hija de doña Rodríguez (II, XLVIII, LII y LVI); la hija de Diego en Barataria (II-XLIX); la Carta de Teresa a Sancho Panza (II-LII), donde se esbozan tres cuentos (La Berrueca, Pedro Lobo y el paso por el lugar, tan teatralizable, de «una compañía de soldados»); Claudia Jerónima (II-LX); Ricote y Ana Félix (II, LIV y LXIII); etc.

5.2. Sentido

Claro que semejante amalgama de cuadros episódicos, ya sean caballerescos o de cualquier otra naturaleza, bien podían haber dado al traste con la novela toda. Si eso no ocurre, si el Quijote no se viene abajo pese a tan graves anomalías compositivas, posiblemente sea porque cuenta con un soporte intencional férreo, capaz de sustentarlo más allá de su desarrollo anecdótico o de sus quiebras organizativas: se trata de la parodia de los libros de caballerías, gestionada por una concepción de la locura sólo imaginable por nuestro genial creador. Si fiamos de sus declaraciones, el libro fue concebido como invectiva contra los libros de caballerías y estaba destinado a erradicarlos: «pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna» (II-LXXIV). Con declaraciones como esa, el manco de Lepanto se inscribía en la corriente culta de protestas contra la «mal fundada máquina» de los disparates caballerescos, con la diferencia de que su magistral parodia sí terminaría desterrándolos del panorama literario, pese a la ingente difusión que los Amadises, Palmerines, Belianises y demás caterva habían alcanzado durante todo el siglo XVI.

Para lograrlo, pergeña un diseño paródico deslumbrante, basado en la locura de su protagonista: resulta que ésta ha sido provocada por la lectura de los libros en cuestión, precisamente el objeto de la parodia. Ello, sobre sumarlo a las denuncias de moda, lo inscribe en la abundante literatura renacentista sobre la locura (Erasmo, Elogio de la locura; Huarte de San Juan, Examen de ingenios, Ariosto, Orlando furioso, etc.). Así, en un principio, don Quijote está rematadamente loco: «se le secó el celebro, de manera que vino a perder el juicio» (I-I), si bien no se trata de una esquizofrenia general, sino más bien de una monomanía tocante al mundo caballeresco («En los que escuchado le habían sobrevino nueva lástima de ver que hombre que, al parecer, tenía buen entendimiento y buen discurso en todas las cosas que trataba, le hubiese perdido tan rematadamente, en tratándole de su negra y pizmienta caballería», I-XXXVIII), que deja amplio y lúcido espacio para la cordura: «no le sacarán del borrador de su locura cuantos médicos y buenos escribanos tiene el mundo: él es un entreverado loco, lleno de lúcidos intervalos» (I-XVIII).

Quiérese decir que Cervantes se ha cuidado muy mucho, ilustrándose en los tratados médicos de la época, de matizar perfectamente la falta de cordura de don Quijote, a fin de utilizarla como mejor le viene a cuento: como el recurso novelesco crucial de todo el libro (la novela empieza cuando Alonso Quijano enloquece y acaba cuando Alonso Quijano recobra el juicio). El pobre hidalgo, colérico donde los haya, tiene su «imaginativa» trastornada por la lectura de los libros de caballerías y comete dos errores garrafales: cree en la verdad de cuantos disparates caballerescos ha leído y piensa que en su época puede resucitarse la caballería andante: «aquel don Quijote de la Mancha, digo, que de nuevo y con mayores ventajas que en los pasados siglos ha resucitado en los presentes la ya olvidada andante caballería» (II-XXIII). Ello lo convierte, antes que en caballero, en todo un «anacronismo andante», cuyo atuendo y figura no deja de ser objeto de mofa: «pusiéronle el balandrán, y en las espaldas, sin que lo viese, le cosieron un pergamino, donde le escribieron con letras grandes: Éste es don Quijote de la Mancha» (II-LXII).

Pero su inteligente creador perfiló milimétricamente, muy por encima de las burlas, cada matiz de ese enloquecimiento, para exprimirlo y rentabilizarlo novelescamente de forma irrepetible. No se trata de una situación estática, sino de un proceso complicadísimo, que no deja de entrañar —según se explicó siempre— un proyecto de vida conscientemente asumido: la empresa caballeresca se planifica detenidamente y se asume con decisión («Yo sé quién soy —respondió don Quijote—; y sé que puedo ser no sólo los que he dicho, sino todos los Doce Pares de Francia, y aun todos los Nueve de la Fama», I-V); tramada casi racionalmente, la supuesta locura evoluciona de forma lógica (primera salida: se desfigura la realidad; segunda salida: la realidad se acomoda al mundo caballeresco; tercera salida: se asume un mundo encantado por los demás); en fin, la demencia no deja de ofrecer perfiles de simple juego socarrón (cuando razona a quién imitar en Sierra Morena o cuando se mofa de lo caballeresco en la Cueva de Montesinos), como su inventor desvela al final del libro: «Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte» (II-LXXIV).

De resultas, más que de un caso de locura, parece tratarse de un procedimiento creativo tendente a ilustrar literariamente el problema de la realidad y de la ficción. De hecho, Cervantes plantea con exquisito cuidado cada uno de los acercamientos de don Quijote a la realidad de Alonso Quijano, de modo que sus continuos equívocos no dependen necesariamente de la demencia (sí en el caso de la primera venta o de los frailes benitos); al contrario, suelen caer frecuentemente dentro de la más prosaica y lógica verosimilitud: son las circunstancias (el viento, cuando los molinos; el sol y la lluvia, en el caso del yelmo; la falta de visibilidad y el estruendo, la vez de los rebaños; la oscuridad y el ruido, si pensamos en los batanes; etc.), el contexto caballeresco (retablo de maese Pedro, caballero del Bosque, estancia con los duques), las malas mañas de los demás (encantamiento de Dulcinea, Clavileño) o el sueño (cueva de Montesinos) los que traicionan la percepción quijotesca de su entorno, espoleando sus delirios heroicos.

Incluso, mucho más clara y asombrosamente, la realidad es tratada por el narrador de una forma ilusionista, prismática, como si estuviera contagiado de la misma locura del personaje, de modo que el pobre hidalgo, aquejado de su delirio caballeresco, es una permanente víctima, no más demente que nosotros mismos. Por eso, ante una realidad tan oscilante y escurridiza, no tiene por menos que engañarse, como lo hacemos los propios lectores en ocasiones (batanes) y como lo hace sistemáticamente Sancho Panza (Micomicona, cueros de vino, Barataria). La locura, en consecuencia, es realmente una estrategia de acercamiento a la realidad: un modo originalísimo de realismo idealista que aproxima tan perfecta como peligrosamente lo más prosaico a lo más disparatado, otorgando a lo segundo carta de naturaleza novelesca en la realidad cotidiana, mediante un juego de espejos, entre paródico, cómico e irónico, donde las imágenes habrán de ser fijadas por cada uno de los lectores.

5.3. Polifonía

Y, por supuesto, semejante entramado paródico y enloquecedor de acercamientos a la realidad no habría sido posible sin un juego de voces inagotable, desde las que se logra, en multitudinaria polifonía, dotar de absoluto relativismo y libertad incluso a la morfología de la novela misma, como siempre puso de relieve la crítica (Castro, Avalle, Hatzfeld, Rosenblat, Lázaro Carreter, etc.).

Efectivamente, son incontables las voces que intervienen en la configuración de la historia quijotesca, imponiendo un punto de vista multitudinario e inimaginable en el marco de la tercera persona: novelista, narrador, Cide Hamete, traductor, personajes, Avellaneda, lectores, etc. El resultado no podía ser menos llamativo: un personaje, don Quijote, imagina como será la versión literaria de su vida caballeresca redactada por algún sabio encantador, mientras la estamos leyendo como traducción de una historia arcaica escrita por un moro embustero.

Pero es que, además, ello ocurre en un mundo presidido enteramente por la libertad («la libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres», II-LVIII) que no deja de trascender incluso a la morfología del relato en todos sus planos: el escritor llega a desentenderse de su propia creación, los personajes no cuentan con atadura alguna (carecen de nombre fijo, pueden elegir su propia identidad, se inventan a los demás, carecen de pasado y tienen que decidir la realidad que los envuelve), la misma literatura llega a identificarse y confundirse con la vida (los personajes conviven con seres reales, o sacados de otras obras, que incluso han leído el cuento de sus aventuras), los lectores de dentro de la novela han de salir de ella para enjuiciarla y el lector real ha de meterse dentro de ella para tomar partido («Tú, lector, pues eres prudente, juzga lo que te pareciere», II-XXIV).

Y, en fin —decíamos— tan cuajada forma de realismo no podía dejar de repercutir, si no es generada por su manejo, en la lengua y el estilo, habitualmente cifrados en el «escribo como hablo» valdesiano, en la línea de La Celestina, el Lazarillo o Santa Teresa: «la discreción es la gramática del buen lenguaje, que se acompaña con el uso. Yo, señores, por mis pecados, he estudiado Cánones en Salamanca, y pícome algún tanto de decir mi razón con palabras claras, llanas y significantes» (II-XIX). PERO EL MÉRITO MÁS NOTABLE NO RADICA EN LA LLANEZA, SINO —como explicó Lázaro Carreter— en la superación del discurso «monológico», propio de la novela idealista anterior, en beneficio del «heterológico», dando así lugar a la primera novela «polifónica» del mundo. En su marco hallan acomodo cuantos géneros y modalidades del discurso podamos recordar (caballeresco, pastoril, dialogístico, cronístico, oratorio, sentimental, ), siempre acoplados con esmerado decoro a la condición y maneras del hablante en cuestión (arcaísmos caballerescos en boca de don Quijote, galimatías del vizcaíno, prevaricaciones de Sancho Panza, etc.).

6. Invitación al Quijote

Claro que, sin perder de vista cuanto antecede, una vez constatada la grandeza literaria sin par de la novela, todavía queda pendiente una verdad inapelable que informa a la totalidad de la historia: contemplado en su totalidad, como libro —y ese era nuestro punto de partida—, el Quijote nos ofrece, esencialmente, una serie inorgánica e interminable de episodios caballerescos bufos, de escenas cómicas provocantes a risa —si se prefiere—, cuya razón de ser y objetivo último no acaban de estar claros.

Ciertamente, el Cervantes empeñado en alumbrar la historia quijotesca, allá por el cambio de siglo que lo vio nacer, no atraviesa precisamente una buena racha —según decíamos—: marginado en poesía, fracasado en teatro, sin publicar nada desde hacía casi veinte años…; sin oficio ni beneficio, con la familia rota y a cuestas… no parece estar para entretenerse con pasatiempos bufos y parodias vacuas. Además, debía de tener muy claro que su Quijote, puesto a competir con las dos partes de El Guzmán de Alfarache —concebido como «atalaya de la vida humana» y auténtica enciclopedia moral de la época—, sólo podía resultar ridículo… y —peor aun— que Mateo Alemán, su autor, podía quitarle el puesto de novelista barroco por excelencia: su única opción de triunfar en el terreno literario. A sabiendas de todo ello, hubo de poner las miras de su nueva apuesta novelesca mucho más allá del simple pasatiempo jocoso y —a sabiendas de su orgullo creativo— tuvo que fijarse metas artísticas bastante más pretenciosas.

Desde esos considerandos, bien mirados y leídos, todo induce a pensar que esos pasajes cómicos, que vertebran la historia quijotesca de principio a fin, no están pensados exactamente como aventuras seudocaballerescas llamadas a integrarse en un argumento novelesco global, pues éste no estáprevisto aquí, sino más bien —y en primera instancia— como tanteos experimentales de creador encaminados a poner a prueba su pericia como novelista; como novelista audaz empeñado en fundir indisolublemente los mundos más radical y disparatadamente opuestos: el caballeresco y el manchego. Cada uno de ellos aportará, obviamente, su propios pobladores (caballeros, princesas, gigantes… / aldeanos, labradoras, rebaños…), escenarios (reinos lejanos, castillos, selvas, grutas maravillosas… / aldeas, ventas, sierras, simas…) y registros (idealismo / realismo) de todo punto imposibles de casar, de modo que el plan no podía ser más complejo, disparatado y arriesgado. Pero lejos de arredrarse, nuestro «raro inventor» lo asume autoimponiéndose un pacto realista inquebrantable, según el cual el mundo manchego se impone aplastantemente como punto de salida y de llegada inevitable: si Alonso Quijano, o el propio novelista, quieren fantasear ha de ser a partir de su realidad monda y lironda, sin que valgan las invenciones carentes de respaldo palpable (rocín: Rocinante, Aldonza: Dulcinea; labrador: Sancho, molinos: gigantes, rebaños: ejércitos, bacía: yelmo, cueros de vino: gigantes, Sansón Carrasco: Caballero de los Espejos, Sima de Cabra: Cueva de Montesinos, Retablo de maese Pedro: Gaiferos y Melisendra, molineros: fantasmas, saco de gatos: legión de demonios; paje: Altisidora o Dulcinea, etc.); y ello —nótese bien, incluso en sueños o a oscuras—: la princesa del camaranchón es Maritornes, la Dulcinea de la Cueva de Montesinos es la labradora manchega, los endriagos son gatos, etc. Paralelamente, si los encantadores quieren metamorfosear las fantasías quijotescas, sólo pueden hacerlo ateniéndose a ese compromiso realista: Frestón hace desaparecer la biblioteca del hidalgo porque la muran, los gigantes han de ser molinos, los ejércitos se ven reducidos a rebaños y los caballeros a ovejas, las princesas se encarnan en fulanas, los castellanos ejercen de venteros, los yelmos se materializan en bacías, los corceles alígeros no pasan de caballos de madera, etc.; también ahora, incluso cuando encantan a Dulcinea, han de atenerse a una labradora zafia y si se desencantase, sólo podríamos reencontrarnos con Aldonza Lorenzo, la hija de Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales (I-XXV), para más señas.

En esa tesitura, lo quijotesco esencial no es tanto la anécdota caballeresca de turno, ni la comicidad lograda por vía paródica, como la habilidad y maestría del narrador para hibridar indisoluble y verosímilmente ambos mundos, borrando para siempre las fronteras que los separan y alumbrando, como fruto de la mezcla, un universo literario tan novedoso como exuberante. Y no será por falta de destreza, ciertamente: nuestro extraordinario novelista es capaz de hibridar irreconociblemente la realidad manchega más grosera con la ficción caballeresca más sublime sin mayor apoyatura ni trampantojo —anticipamos— que la observación perspicaz de su propia realidad y la sutilísima manipulación de sus circunstancias:

Y nunca de otra manera —todo el libro está hecho así—, la realidad manchega más anodina y prosaica se literaturiza por sus propios medios para alzarse a las más altas cimas de la fantasía caballeresca y, desde allí, estrellarse contra sí misma… Claro que, a cambio, el Quijote deja de ser, automáticamente, la serie inorgánica e interminable de cuadros bufonescos provocantes a risa, merced a un zigzagueo delirante entre mundos opuestos, para convertirse en un magnífico repertorio de procedimientos narrativos capaces de generar una literatura totalmente nueva a partir de los materiales más inauditos y heterogéneos; mejor, en un espectacular mosaico de lecciones narrativas sabiamente ideadas y ajustadas por el mejor novelista imaginable.

Reléase, si no, el libro desde esta perpectiva y, entre los demás aciertos, se descubrirá la voz omnipotente y omnipresente de un supernarrador puntillosamente obsesionado por constatar hasta el más minúsculo detalle que haga viable la maniobra novelística de turno: ésa es la voz de Miguel de Cervantes y no otra la esencia del Quijote.

7. Bibliografía recomendada

Ediciones

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8. La edición

La presente edición electrónica del Quijote, concebida desde el enfoque expuesto al comienzo de estas páginas, no persigue otro objetivo crítico que reproducir, con la mayor fiabilidad posible, los únicos originales conservados de la primera edición del Quijote: Madrid, Juan de la Cuesta, 1605 y 1615 para la primera y la segunda parte respectivamente. Originales que se han tratado, pese a que no incluyamos aparato crítico, con absoluto rigor filológico, a la vista de otros testimonios textuales relevantes de la época (Madrid, Juan de la Cuesta, 1605 [2ª], sobre todo) y de la práctica totalidad de ediciones publicadas hasta el momento: Clemencín, Schevill-Bonilla, Rodríguez Marín, Riquer, Murillo, Allen, Avalle-Arce, Gaos, Rico, Blecua, etc. De resultas, corregimos la editio princeps cuantas veces nos parece inequívocamente errada, pero siempre con suma cautela, procurando no abusar de la «enmienda ingeniosa» que termina desfigurando el texto original del Quijote tan alegre y lamentablemente como se viene haciendo en los últimos años.

Ofrecemos, pues, un texto depurado filológicamente y transcrito de acuerdo con los criterios de modernización propios de las ediciones críticas más solventes: actualizamos sólo los usos ortográficos sin valor fónico, la puntuación, la acentuación, el uso de mayúsculas, la división en párrafos…, respetando cuantas peculiaridades (léxicas, morfológicas, sintácticas, fónicas…) son propias del español clásico y, desde luego, de la lengua del Quijote: concordancias anómalas, anacolutos, arcaísmos, registros lingüísticos específicos, etc.

Este es, pues, el Quijote de Miguel de Cervantes Saavedra en soporte electrónico.

Madrid, Junio 2012

Florencio Sevilla Arroyo

Catedrático de Filología Española de la Universidad Autónoma de Madrid