Aunque sólo era la una y cuarto cuando llegué al pueblo y quedaban todavía más de tres horas para que empezara el eclipse, las calles estaban tan vacías que daba miedo. Me hizo pensar en ese pueblo de la parte sur del estado, en el que dicen que no vive nadie. Luego miré hacia el tejado del Harborside y aún daba más miedo. Debía de haber ya un centenar de personas o más, dando vueltas y vigilando el cielo como los granjeros en la época de la siembra. Miré hacia el muelle y vi al Princess con la pasarela bajada y la cubierta de coches llena de gente. Caminaban de un lado a otro con bebidas en las manos, como si estuvieran en un cóctel al aire libre. El propio muelle estaba abarrotado de gente y habría unos quinientos barcos pequeños —más de los que he visto allí en toda mi vida— ya en el mar, anclados y atentos. Y al parecer todo el mundo —tanto en el tejado del hotel como en el muelle y en el Princess— llevaba gafas oscuras y tenía algún visor de cristales tintados o una caja reflectora. Nunca ha habido un día igual en la isla, ni antes ni después, y creo que incluso si no hubiera llevado en la mente lo que llevaba me habría parecido un sueño.
La bodega estaba abierta a pesar del eclipse; supongo que ese capullo seguirá haciendo negocios cuando llegue el día del Apocalipsis. Entré a comprar una botella de Johnnie Walker, etiqueta roja, y me encaminé hacia casa por East Lane. Lo primero que hice fue darle la botella a Joe, sin ningún preámbulo, se la solté en el regazo. Luego entré en casa y saqué la bolsa que me había dado Vera, la de los visores y las cajas reflectoras. Cuando salí de nuevo al porche, Joe sostenía la botella de whisky en alto para poder ver el color.
—¿Te la vas a beber o sólo piensas admirarla? —le pregunté.
Me dirigió una mirada más bien suspicaz y respondió:
—¿A qué coño viene esto, Dolores?
—Es un regalo para celebrar el eclipse. Si no lo quieres, siempre puedo tirarlo por el fregadero.
Hice ademán de cogerla y él la retiró muy rápido.
—Últimamente me estás haciendo un montón de regalos. No nos lo podemos permitir, por mucho eclipse que venga.
Eso no impidió que sacara la navaja del bolsillo para cortar el sello; ni siquiera le frenó.
—Bueno, si quieres que te diga la verdad, no es sólo por el eclipse —le expliqué—. Últimamente me siento tan bien y tan relajada que quería compartir parte de mi felicidad. Y como me he dado cuenta de que casi todo lo que parece hacerte feliz a ti sale de una botella…
Lo miré mientras descorchaba la botella y se bebía un trago. Le temblaba un poco la mano, lo cual no me dio ninguna pena. Cuanto más colgado estuviera, más probabilidades tendría yo.
—¿Qué te hace sentir tan bien? —preguntó—. ¿Alguien ha inventado una medicina para curar la fealdad?
—Es bastante desagradable decirle eso a alguien que te acaba de comprar una botella de whisky de primera —contesté—. Tal vez debería quedármela.
De nuevo alargué el brazo y él la retiró.
—Lo tienes claro.
—Pues pórtate bien. ¿Qué se ha hecho de toda esa gratitud que se supone que aprendes en Alcohólicos Anónimos?
No le importó el comentario, simplemente se me quedó mirando como si fuera un dependiente intentando averiguar si le habían colado un billete falso de diez.
—¿Qué te hace sentir tan bien? —repitió—. Es por los niños, ¿verdad? Por tenerlos fuera de casa.
—No, ya los echo de menos —respondí. Y era cierto.
—Ya, no me extraña —dijo, y tomó otro trago—. ¿Por qué es?
—Te lo diré luego —contesté, al tiempo que empezaba a levantarme.
Me agarró por un brazo e insistió:
—Dímelo ahora, Dolores. Ya sabes que no me gusta que te hagas la lista.
Lo miré y dije:
—Será mejor que no me pongas las manos encima, o esa botella de whisky caro acabará partiéndose en tu cabeza. No quiero pelearme contigo, Joe, hoy especialmente. Tengo un poco de salami bueno, algo de queso suizo y galletitas.
—¿Galletitas? ¡Por el amor de Dios, mujer!
—No pasa nada —lo tranquilicé—. Voy a preparar una fuente de hors d'oeuvres tan buena por lo menos como la que se van a tomar los invitados de Vera en el ferry.
—A la mierda con la comida fina —protestó él—. Déjate de ovarios de yegua; a mí me haces un sándwich.
Estaba mirando hacia la bahía —probablemente mi mención del ferry se lo había recordado— con el labio inferior salido, en aquel gesto suyo tan feo. Había más barcos que nunca y daba la impresión de que el cielo había aclarado un poco por encima de ellos.
—¡Míralos! —dijo en su tono burlón, el mismo que su hijo se afanaba tanto en imitar—. No va a pasar nada más que un relámpago que cruzará el sol y están todos a punto de cagarse encima. Ojalá llueva. Espero que caiga una tan fuerte que esa borde para la que trabajas se ahogue, y los demás también.
—Ése es mi Joe. Siempre alegre, siempre cariñoso.
Se dio la vuelta para mirarme, todavía con la botella de whisky apoyada en el pecho, como un oso con un montón de miel.
—¿Se puede saber qué coño pretendes, mujer?
—Nada —contesté—. Me voy adentro para preparar la comida: un sándwich para ti y un poco de hors d'oeuvres para mí. Luego nos sentaremos, tomaremos un par de copas y veremos el eclipse (Vera nos ha dado un visor y una caja reflectora de esas mágicas para cada uno) y cuando se acabe te contaré lo que me tiene tan contenta. Es una sorpresa.
—No me gustan las putas sorpresas —protestó.
—Ya lo sé. Pero con ésta te llevarás un buen golpe, Joe. No te lo imaginarías ni en mil años.
Luego me metí en la cocina para que pudiera empezar en serio con la botella que le había comprado en la bodega. Quería que la disfrutara, de verdad. Al fin y al cabo, era el último licor que tomaba en su vida. Ya no necesitaría a los AA. AA. para mantenerse apartado de la bebida. Iba a un lugar donde no le haría falta.
Fue la tarde más larga de mi vida, y también la más extraña. Ahí estaba él, sentado en el porche con su mecedora, sosteniendo el periódico en una mano y un vaso en la otra y hablando desde el otro lado de la ventana sobre algo que los demócratas pretendían hacer en Augusta. Se había olvidado de intentar averiguar por qué estaba contenta, así como del eclipse. Yo estaba en la cocina preparándole un sándwich, canturreando y pensando: «Hazlo bueno, Dolores. Ponle un poco de esa cebolla colorada que tanto le gusta y mucha mostaza para que quede sabroso. Hazlo bueno porque es el último que va a comer».
Desde donde estaba, podía mirar en dirección al cobertizo y ver la piedra blanca y el límite del matorral de zarzamoras. El pañuelo que había atado a la parte superior de uno de los arbustos seguía allí; también lo veía. Se agitaba de un lado a otro, a merced de la brisa. Cada vez que lo veía moverse pensaba en la tapa resbalosa del pozo que había debajo.
Recuerdo cómo cantaban los pájaros esa tarde y cómo se oían los gritos que se intercambiaban los de la bahía, unas voces finas y lejanas que sonaban como si fueran de la radio.
Incluso recuerdo que yo canturreaba Amazin Grace, how sweet the sound. Seguí cantándola mientras preparaba las tostadas con queso (me apetecían menos que una bandera a un gallo, pero no quería que Joe pensara por qué no las comía).
Serían las dos y cuarto más o menos cuando volví a salir al porche con la bandeja de comida sostenida en equilibrio en una mano, como si fuera una camarera, y la bolsa de Vera en la otra. El cielo seguía cubierto, pero se notaba que ya había aclarado un poco.
Resultó que la comida estaba buena. Joe no era muy válido para los cumplidos, pero por su forma de abandonar el periódico y mirar el sándwich mientras se lo comía supe que le gustaba.
Pensé en algo que había leído en algún libro, o tal vez lo viera en una película: «El condenado se comió un copioso banquete». En cuanto eso entró en mi mente, ya no pude librarme.
Sin embargo, no evitó que yo también diera buena cuenta de mi comida: una vez que empecé, no paré hasta que no quedó ni una tostada con queso. También me bebí una botella de Pepsi. En una o dos ocasiones me pregunté si los verdugos tienen buen apetito los días en que les toca trabajar. Es curioso, las cosas que piensa la mente de una persona cuando está nerviosa porque va a hacer algo.
Justo cuando estábamos acabando, el sol rompió las nubes. Recordé lo que me había dicho Vera por la mañana, miré el reloj y sonreí. Eran las tres en punto. Más o menos al mismo tiempo, Dave Pelletier —que en aquella época se encargaba de traer el correo a la isla— pasó con su coche hacia el pueblo, como alma que lleva el diablo y dejando una larga estela de polvo a su paso. No volví a ver otro coche por East Lane hasta bastante después del anochecer.
Al dejar los platos y la botella vacía de soda en la bandeja me agaché y, antes de que pudiera levantarme, Joe hizo algo que no había hecho en años: me puso una mano en la nuca y me dio un beso. Los he recibido mejores: le olía el aliento a alcohol y a cebolla y salami y no se había afeitado, pero al fin y al cabo fue un beso sin ninguna intención malvada o gilipollas o pretenciosa.
Sólo era un beso amable, y ya no recordaba la última vez que me había dado alguno parecido.
Cerré los ojos y le dejé que me besara. Lo recuerdo: cerré los ojos y noté el contacto de sus labios en los míos y el del sol en la frente. Los dos eran igual de cálidos y agradables.
—No ha estado nada mal, Dolores —dijo luego, lo cual era un gran cumplido viniendo de él.
Durante un segundo casi vacilé: no puedo sentarme aquí y decir lo contrario. Durante un instante no vi al Joe que le metía mano a Selena por todas partes, sino que vi cómo brillaba su frente en aquella sala de estudio en 1945, igual que la había visto entonces y había deseado que me besara como me estaba besando ahora; cuando pensé: «Si me besara alargaría la mano y le tocaría la piel de la frente para ver si es tan suave como parece».
En ese momento alargué la mano y le toqué, tal como había soñado hacer durante tantos años, cuando sólo era una chica inocente. En ese mismo momento, el ojo interior se abrió más que nunca. Vio cómo seguiría Joe si yo le dejaba: no sólo conseguiría lo que deseaba de Selena y se gastaría el dinero que había robado de las cuentas de sus hijos, sino que además se los trabajaría: acomplejaría a Joe junior por sus buenas notas y su amor por la historia; le daría palmaditas en la espalda a Little Pete cada vez que llamara cabrón a alguien o cada vez que dijera que algún compañero de clase era más vago que los negros. Se los trabajaría, no pararía nunca.
Continuaría hasta que los dejara inútiles o mimados si yo se lo permitía, y al final se moriría y nos dejaría sin nada más que deudas y un agujero para enterrarlo.
Bueno, yo ya tenía su agujero listo a casi diez metros bajo tierra, en vez de los clásicos dos, y rodeado de rocas en vez de tierra. Estaba claro que tenía su agujero listo y por un beso después de tres años, o tal vez cinco, no iban a cambiar las cosas. Tampoco por tocar su frente, algo que me había causado muchos más problemas que su minga ridícula… Pero la volví a tocar. Pasé un dedo por encima y recordé cómo me había besado en el patio de The Samoset Inn mientras la banda tocaba Moonlight Cocktail, y cómo había olido en sus mejillas la colonia de su padre mientras me besaba.
Entonces mi corazón se endureció.
—Me encanta —contesté, y volví a coger la bandeja—. ¿Por qué no te vas mirando los visores y las cajas reflectoras mientras yo recojo los platos?
—Me importa un huevo lo que te haya dado la puta rica esa —respondió—. Y también me importa un huevo el eclipse. Ya conozco la oscuridad. Pasa cada jodida noche.
—De acuerdo. Como prefieras.
Aún no había llegado a la puerta cuando Joe propuso:
—A lo mejor luego podemos echar un polvo. ¿Qué te parece, querida?
—A lo mejor —accedí.
Y pensé que sin duda habría mucho polvo. Antes de que oscureciera por segunda vez ese mismo día, Joe St. George iba a tener más polvo del que jamás se hubiera atrevido a imaginar.
Mantuve la vista fija en él desde la cocina mientras fregaba aquellos pocos platos. Durante años, en la cama no había hecho más que dormir, roncar y tirarse pedos y creo que sabía tan bien como yo que se debía tanto al alcohol como a mi fea cara. Probablemente más. Me entró miedo de que la idea de recibir unos cuantos mimos más tarde le llevara a tapar la botella de Johnnie Walker, pero no cayó esa breva. Para Joe, follar (perdona mi lenguaje, Nancy) era sólo un sueño, como el beso que acababa de darme. La botella era mucho más real. La botella estaba allí, al alcance de su mano. Había sacado un visor de la bolsa, lo tenía cogido por el mango y le daba vueltas, al tiempo que miraba el sol a través del artilugio. Me recordó algo que había visto tiempo atrás en la tele: un chimpancé tratando de encender una radio. Luego lo abandonó y se sirvió otra copa.
Cuando volví al porche con la escoba ya se le estaba poniendo aquella cara de búho, con la zona de los ojos enrojecida, como siempre que estaba a medio camino entre la turca mediana y el ciego total. Aún así no dejaba de mirarme fijamente, sin duda preguntándose si pensaba hacerle algo.
—No te preocupes por mí —le dije, dulce como un caramelo—. Me quedaré aquí sentada mientras zurzo un poco y espero que empiece el eclipse. Suerte que ha salido el sol, ¿no?
—Joder, Dolores, te debes de creer que es mi cumpleaños.
Su voz empezaba a sonar espesa y acolchada.
—Bueno, a lo mejor algo parecido —contesté, y me puse a zurcir un roto en unos vaqueros de Pete.
La siguiente hora y media pasó más lenta que cualquier otra desde el día en que, en mi infancia, la tía Cloris me prometió pasar a buscarme para llevarme al cine en Ellsworth. Acabé con los vaqueros de Pete, cosí rodilleras en dos pares de pantalones de Joe Junior (que ya en esa época se negaba a llevar vaqueros, supongo que en parte porque ya había decidido ser político de mayor) y acorté dos faldas de Selena. Lo último que hice fue cambiarle la cremallera a uno de los dos pantalones buenos de Joe. Estaban viejos, pero no del todo gastados. Recuerdo que pensé que le durarían toda la vida.
Entonces, justo cuando ya creía que nunca iba a suceder, noté que la luz que iluminaba mis manos se volvía menos intensa.
—¿Dolores? —dijo Joe—. Creo que esto es lo que tú y todos los demás idiotas estabais esperando.
—Ah, ya —respondí—. Supongo.
La luz del jardín había pasado del fuerte tono amarillento que tiene en las tardes de julio a una especie de rosa pálido y la sombra que la casa proyectaba en el camino tenía un divertido aspecto de finura que nunca había visto y que no he vuelto a ver jamás.
Saqué una de las cajas reflectoras de la bolsa, la dispuse tal como me había explicado Vera un centenar de veces en la última semana y se me ocurrió la más extraña idea: la niña también lo está haciendo, pensé. La que está sentada en el regazo de su padre. Está haciendo lo mismo.
Entonces no sabía lo que significaba, Andy, y en realidad sigo sin saberlo, pero te lo digo porque he decidido contártelo todo y porque más adelante volví a pensar en ella. Sólo que en el instante siguiente no sólo estaba pensando en ella; la estaba viendo, como se ve a la gente en los sueños o como supongo que veían los profetas del Antiguo Testamento en sus sueños. Una niña pequeña, tal vez de unos diez años, con su propio reflector en las manos. Llevaba un vestido corto a rayas rojas y amarillas, una especie de vestido playero con tirantes en lugar de mangas, y pintalabios de color caramelo de menta. El cabello era rubio y lo llevaba recogido como si quisiera aparentar más edad de la que tenía. Vi algo más, algo más que me hizo pensar en Joe: su padre tenía una mano apoyada en la pierna, bastante arriba. Tal vez más arriba de lo debido. Luego desapareció.
—Dolores —llamó Joe—. ¿Estás bien?
—¿Qué quieres decir? Claro que sí.
—Por un momento se te ha puesto una cara rara.
—Es por el eclipse —contesté.
En realidad, creo que sí lo era, Andy, pero también creo que la niña que acababa de ver, y que volvería a ver luego, era una niña de verdad, una niña sentada con su padre en algún lugar bajo el eclipse al mismo tiempo que yo estaba sentada en el porche con Joe.
Miré hacia la caja y vi sol blanco, minúsculo, tan brillante que era como si miraras una moneda de cincuenta centavos incendiada, con un mordisco curvo a un lado. Lo miré durante un rato, y luego me concentré en Joe. Tenía uno de los visores delante y miraba a través de él.
—Maldita sea —exclamó—. Ya desaparece.
Más o menos entonces empezaron a cantar los grillos en la hierba; supongo que decidieron que aquel día la noche llegaba antes y que ya era hora de espabilarse. Miré hacia todos los barcos que había en la bahía y vi que flotaban en un agua de un azul ya más oscuro; tenía algo de terrorífico y maravilloso al mismo tiempo. Mi mente seguía esforzándose en creer que los botes tendidos bajo aquel extraño cielo oscuro de verano eran meras alucinaciones.
Eché un vistazo al reloj y vi que eran las cinco menos diez. Eso quería decir que durante la siguiente hora nadie en toda la isla pensaría en otra cosa ni miraría otra cosa. East Lane estaba totalmente vacía, todos nuestros vecinos estaban en el Island Princess o en el tejado del hotel y si realmente pensaba cargármelo aquél era el momento. Me sentía como si las entrañas me dieran vueltas y no lograba despejar de la mente aquella imagen que acababa de ver: la niña sentada en el regazo de su padre. Pero no podía permitir que nada de eso me detuviera, ni que me distrajera por un solo minuto. Sabía que si no lo hacía en ese mismo momento no lo haría jamás.
Dejé la caja reflectora junto a la costura y lo llamé:
—Joe.
—¿Qué?
Había despreciado el eclipse antes, pero ahora que ya había empezado parecía que no pudiera apartar la mirada. Tenía la cabeza echada hacia atrás y el visor por el que miraba le proyectaba una sombra extraña y débil sobre la cara.
—Ha llegado la hora de la sorpresa.
—¿Qué sorpresa? —preguntó.
Cuando apartó el visor —que era sólo una capa doble de cristal especial polarizado y enganchado en un soporte—, vi que no sólo estaba fascinado por el eclipse, no del todo. Estaba a punto de coger el ciego y tan grogui que me entró un poco de miedo. Si no entendía lo que le decía, se me había jodido el plan incluso antes de empezar. ¿Y entonces qué? No sabía qué hacer.
Lo único que sí sabía me mataba de miedo: no pensaba echarme atrás. Por muy mal que fueran las cosas y a pesar de lo que pudiera ocurrir luego, no pensaba echarme atrás.
Entonces alargó una mano, me agarró por el hombro y me zarandeó.
—¿Se puede saber de qué coño estás hablando, mujer?
—¿Te acuerdas del dinero de los niños que tenemos en el banco? —le pregunté.
Entrecerró un poco los ojos y me di cuenta de que no estaba tan borracho como yo había creído. También entendí algo más: que un beso no cambia nada. Al fin y al cabo, cualquiera puede dar un beso. Con un beso indicó Judas Iscariote a los romanos quién era Jesús.
—¿Qué pasa?
—Lo has cogido.
—¡Y una mierda!
—Ah, sí. Después de descubrir que estabas tonteando con Selena fui al banco. Pretendía sacar el dinero y luego coger a los chavales y alejarlos de ti.
Se le quedó la boca abierta y durante unos segundos no hizo más que mirarme fijamente.
Luego se echó a reír; se recostó en la mecedora y soltó una carcajada mientras el día se volvía cada vez más oscuro en torno a él.
—Bueno, te engañé, ¿eh?
Luego se sirvió un poco más de whisky y miró hacia el cielo a través del visor. Esta vez no vi ninguna sombra en su cara.
—Sólo queda la mitad, Dolores —dijo—. Sólo queda la mitad, tal vez menos.
Miré a través de mi propio visor y vi que tenía razón. Sólo quedaba la mitad de aquella moneda de cincuenta centavos, y seguía desapareciendo.
—Ya. La mitad. En cuanto al dinero…
—Olvídate de eso —me cortó—. No dejes que tu cabecita de chorlito se preocupe por eso. El dinero está bien.
—Ah, si no me preocupa —afirmé—. Ni un pelo. Pero tu manera de engañarme… Eso no me lo saco de la cabeza.
Asintió, un tanto solemne y pensativo, como si quisiera demostrarme que me entendía e incluso que se compadecía, pero no pudo mantener esa expresión. Enseguida volvió a estallar en carcajadas, como un crío que no siente el menor miedo ante la bronca del profesor. Se rió con tanta fuerza que escupió una pequeña nube de saliva en el aire ante su boca.
—Lo siento, Dolores —dijo cuando por fin pudo volver a hablar—. No es que pretenda burlarme, pero sí que te tomé bien el pelo, ¿verdad?
—Oh, sí —accedí.
Al fin y al cabo, era la pura verdad.
—Te tomé el pelo con todas las de la ley —insistió, riéndose y meneando la cabeza como cuando alguien tiene una salida genial.
—Claro. Pero ya sabes lo que dicen.
—No —contestó. Soltó el visor en el regazo y se dio la vuelta para mirarme. Se había reído tanto que tenía los asquerosos ojos inyectados de sangre y llenos de lágrimas—. Tú siempre tienes un dicho para cada ocasión, Dolores. ¿Qué dicen de los hombres que por fin consiguen colársela a sus mujeres fisgonas?
—Si me engañas una vez, peor para mí; si me engañas dos veces, peor para ti. Me engañaste una vez con Selena y luego me engañaste con el dinero, pero supongo que por fin te he pillado.
—Bueno, tal vez sí y tal vez no —contestó—. Pero si te preocupa que me lo haya gastado, no hace falta, porque…
Ahí lo interrumpí.
—No me preocupa. No me preocupa lo más mínimo. Eso ya te lo he dicho. No me preocupa ni un pelo.
Entonces me miró con dureza, Andy, se le fue secando poco a poco la sonrisa.
—Ya vuelves a poner esa cara de lista —dijo—. Esa que no me gusta nada.
—Una tía dura.
Se quedó mirándome un buen rato, tratando de averiguar qué pasaba por mi mente, pero supongo que para él representaba un misterio, como siempre. Estiró el labio una vez más y suspiró con tanta fuerza que levantó el mechón de pelo que le había caído sobre la frente.
—La mayoría de las mujeres no tienen ni idea de dinero, Dolores. Y tú no eres la excepción que confirma la regla. Lo he puesto todo junto en una cuenta, eso es todo. Así ganamos más intereses. No te lo dije porque no estaba dispuesto a escuchar todas tus chorradas de ignorante. Bueno, de todas formas he tenido que escuchar alguna, como siempre. Pero ya basta.
Entonces alzó el visor de nuevo para demostrarme que daba el asunto por concluido.
—Una cuenta a tu nombre.
—¿Y qué? —preguntó. A esas alturas ya era como si estuviéramos sentados en un oscuro crepúsculo y los árboles se empezaban a desdibujar en el horizonte. Escuché el canto de un whippoorwill que procedía de detrás de la casa, y un nightjar de algún otro lugar. También noté que estaba bajando la temperatura. Me dio una sensación extrañísima… Como si viviera un sueño que alguien hubiera hecho realidad—. ¿Por qué no habría de estar a mi nombre? Soy su padre, ¿no?
—Bueno, llevan tu sangre. Si eso te convierte en su padre, supongo que lo eres.
Noté que trataba de decidir si valía la pena retomar ese comentario y protestar un poco y decidió que no.
—No te conviene hablar más de eso, Dolores. Te lo advierto.
—Bueno, tal vez sólo un poquito más —contesté, sonriendo—. Te habías olvidado de la sorpresa, fíjate.
Volvió a mirarme, de nuevo suspicaz.
—¿De qué coño estás hablando, Dolores?
—Bueno, fui a ver al encargado de las cuentas de ahorro del Coastal Northern de Jonesport. Un buen hombre llamado Pease. Le expliqué lo que había ocurrido y se enfadó muchísimo. Sobre todo cuando le demostré que las libretas originales no se han perdido, en contra de lo que tú le dijiste.
Ahí fue cuando Joe perdió el poco interés que tenía en el eclipse. Se quedó sentado en su mecedora de mierda, mirándome fijamente con los ojos bien abiertos. Un trueno cruzó su frente y apretó tanto los labios que se convirtieron en una línea fina como una cicatriz. Había soltado el visor de nuevo en el regazo y ahora sus manos se cerraban y abrían lentamente.
—Resultó que tú no podías hacer lo que hiciste —le expliqué—. El señor Pease comprobó si el dinero seguía en el banco. Cuando descubrió que sí, los dos soltamos un buen suspiro de alivio. Me preguntó si quería que llamase a la policía para contar lo ocurrido. Le noté en la cara que deseaba con toda su alma que dijese que no. Le pregunté si podía pasarme el dinero. Miró en un libro y dijo que sí. Entonces le propuse: pues hagámoslo. Y lo hizo. Por eso ya no me preocupa el dinero de los niños, Joe. Ahora lo tengo yo, y no tú. ¿A que es una buena sorpresa?
—¡Mientes! —gritó, y se levantó tan rápido que casi tumba la mecedora. El visor cayó de su regazo y se rompió en pedazos al caer al suelo. Me encantaría tener una foto de su cara en ese momento. Se la había pegado, sí señor. Y había llegado hasta el fondo. La expresión del rostro de aquel sucio hijoputa casi compensaba todo lo que me había ocurrido desde aquel día con Selena en el ferry—. ¡No pueden hacer eso! Tú no puedes tocar ni un centavo de esa pasta, ni siquiera puedes ver la jodida libreta.
—Ah, ¿no? ¿Entonces cómo sé que ya te has gastado trescientos? Me alegro de que no haya sido más, pero aun así cada vez que me acuerdo me cabreo. No eres más que un ladrón, Joe St. George. Un ladrón tan bajo que es capaz de robar a sus propios hijos.
Estaba blanco como un cadáver en la penumbra. Sólo sus ojos tenían vida y en ellos ardía el odio. Tenía las manos extendidas ante el cuerpo y las abría y cerraba. Bajé la vista por un instante y vi el sol —ya menos de la mitad, como si fuera una gran luna creciente— reflejado una y otra vez en los añicos de cristal ahumado que tenía a sus pies. Luego volví a mirarlo. No estaba dispuesta a desviar la mirada durante mucho rato, no mientras él se encontrara en ese estado.
—¿En qué te gastaste los trescientos, Joe? ¿Putas? ¿Póquer? ¿Las dos cosas? Sé que no fue en chatarra nueva, porque no hay nada de eso en el jardín trasero.
No dijo nada, se quedó abriendo y cerrando las manos, y tras él vi las primeras luciérnagas que prendían sus luces en el jardín frontal. Los barcos de la bahía se habían convertido ya en fantasmas, y me acordé de Vera. Pensé que si no estaba ya en el séptimo cielo estaría por lo menos en el vestíbulo. No es que tuviera mucho que pensar acerca de Vera: debía mantener la mente concentrada en Joe. Quería que se moviera. Y pensé que no le iría mal otro empujón.
—Total, supongo que me da igual en qué te lo gastaras —dije—. Tengo el resto y con eso me basta. A mí como si te follan… Eso suponiendo que se te levante, claro.
Se tambaleó por el porche, pisoteando los pedazos del visor con sus zapatos, y me agarró por los brazos. Podía haberme zafado, pero no quise. Todavía no.
—Te conviene vigilar tu vocabulario —susurró, lanzándome vahos de whisky a la cara—. Si no, soy capaz de…
—El señor Pease quería que volviera a meter el dinero en el banco, pero me negué. Supuse que si habías sido capaz de sacarlo de las cuentas de los críos también te las arreglarías para quitármelo a mí. Entonces me ofreció firmarme un cheque, pero tuve miedo de que lo descubrieras y evitaras el pago. Así que le dije al señor Pease que me lo diera en efectivo. No le gustó, pero al final lo hizo y ahora lo tengo yo, hasta el último centavo, y lo he puesto en un lugar seguro.
Entonces me agarró por la garganta. Estaba segura de que lo iba a hacer y me daba miedo, pero también lo deseaba. Así se creería aún más lo último que me quedaba por decirle cuando por fin se lo dijera. Pero ni siquiera eso era lo más importante. Al agarrarme de ese modo por la garganta lograba que todo pareciera más en defensa propia: eso era lo importante. Y en verdad era defensa propia, más allá de lo que dijera la ley al respecto. Lo sé porque yo estaba ahí y la ley no.
En última instancia estaba actuando en defensa propia y de mis hijos.
Me dejó sin aire y me agitó hacia delante y atrás, gritando. No lo recuerdo todo. Creo que debió de golpearme la cabeza contra un poste del porche una o dos veces. Dijo que era una puta asquerosa y que me mataría si no le devolvía el dinero, que el dinero era suyo… Tonterías como ésas. Empecé a temer que me matara de verdad sin darme tiempo a decirle lo que quería oír. El patio frontal estaba ya muy oscuro y parecía plagado de aquellas lucecitas, como si a las cien o doscientas luciérnagas que había visto antes se hubieran unido otras diez mil o más. Y su voz sonaba tan lejana que pensé que todo había salido mal. Que era yo la que había caído en el pozo, y no él.
Al fin me soltó. Intenté mantener el equilibrio, pero las piernas no me aguantaron. Traté de caer sobre la silla en la que había estado sentada, pero él me lanzó demasiado lejos y mi culo sólo rebotó en una esquina de la silla al caer. Aterricé en el porche, junto a los restos de cristales rotos del visor. Quedaba un pedazo grande, en el que una media luna brillaba como una joya. Hice ademán de cogerlo, pero me frené. No quería cortarle, aunque me lo permitiera. No podía. Ese tipo de corte, un corte producido por un cristal, podía ser mala señal más adelante. Así que ya veis lo que pensaba… No se puede dudar de si era o no primer grado, ¿verdad, Andy? En vez del cristal, agarré la caja reflectora, que estaba hecha de madera pesada. Podría decir que pensaba que serviría para matarlo si hacía falta, pero no sería cierto: en aquel momento la verdad es que no pensaba demasiado.
Me entró la tos. Tosía tanto que me extrañó que no saliera sangre además de saliva. Sentía como si tuviera fuego en la garganta.
Él me volvió a poner de pie de un tirón con tanta fuerza que se me rompió una de las gomas del sujetador. Luego me rodeó el cuello con un brazo y apretó hasta que nuestras cabezas quedaron a tan poca distancia que podíamos besarnos. Aunque él ya no estaba para besos.
—Te dije lo que te pasaría si no dejabas de pasarte de lista conmigo —dijo. Tenía los ojos húmedos y raros, como si hubiera llorado, pero lo que más miedo me daba era que parecía ver a través de mi cuerpo, como si yo ya no estuviera allí—. Te lo dije un millón de veces. ¿Me crees ahora, Dolores?
—Sí —contesté. Me había hecho tanto daño en la garganta que era como si hablara con un puñado de barro en la boca—. Sí, te creo.
—Dilo otra vez —insistió. Aún tenía mi cuello atrapado en una llave y apretaba con tanta fuerza que me presionaba los nervios. Grité. No pude evitarlo; el dolor era horroroso. Eso le hizo sonreír—. Dilo como si lo sintieras.
—¡Te creo! —grité—. ¡De verdad!
Había planificado fingir que estaba asustada, pero Joe me ahorró el esfuerzo: aquel día, al final, no me hizo falta fingir.
—Bien. Me encanta oír eso. Ahora, dime dónde está el dinero. Y será mejor que no falte ni un centavo.
—Está detrás del cobertizo —contesté.
Ya no sonaba como si tuviera barro en la boca, sino como Groucho Marx en You Bet Your Life. Y más o menos era la misma situación, no sé si me entiendes. Luego le dije que había metido el dinero en una jarra y la había escondido entre los matorrales de zarzamoras.
—¡Muy propio de una mujer! —exclamó, y me empujó hacia los escalones del porche—. Bueno, vamos. Vamos a buscarlo.
Bajé los escalones y caminé junto a la casa con Joe a mis espaldas. Pero entonces era casi tan oscuro como si fuera de noche y, cuando llegamos al cobertizo, vi algo tan extraño que me hizo olvidar todo lo demás durante unos segundos. Me quedé parada y señalé hacia el cielo por encima de los zarzales.
—¡Mira, Joe! —exclamé—. ¡Estrellas!
Allí estaban. Vi el Carro como se veía siempre en las noches de invierno. Me entraron escalofríos por todo el cuerpo, pero para Joe no era nada. Me dio un empujón tan fuerte que estuve a punto de caer.
—¿Estrellas? Si no te mueves verás un montón de estrellas. Eso te lo aseguro.
Eché a andar de nuevo. Nuestras sombras habían desaparecido por completo y la gran piedra blanca en la que Selena y yo nos sentáramos aquella tarde del año anterior destacaba casi como un faro, como ocurre siempre que hay luz de luna, Andy. No puedo describir cómo era, qué brillante y extraña parecía, pero ya os haréis una idea. Sé que costaba calcular la distancia entre los objetos, como cuando es de noche, y que no se podía distinguir ningún arbusto: formaban un gran matorral ante el cual bailaban de un lado a otro las luciérnagas.
Vera me había dicho una y otra vez que era peligroso mirar directamente el eclipse; decía que te podía quemar las retinas e incluso cegarte. Sin embargo, no pude resistir y volví la cabeza para echar un rápido vistazo por encima del hombro, del mismo modo que la mujer de Lot no pudo evitar su última mirada a la ciudad de Sodoma. Lo que vi ha quedado grabado en mi memoria para siempre. A veces pasan semanas, incluso meses, sin que me acuerde de Joe, pero apenas pasa un solo día sin que piense en lo que vi aquella tarde al volver la cara para mirar hacia el cielo. La mujer de Lot se convirtió en una estatua de sal porque no fue capaz de seguir mirando hacia delante y limitarse a sus asuntos, y a veces me maravilla que yo no tuviera que pagar el mismo precio.
El eclipse aún no era total, pero casi. El cielo tenía un profundo tono púrpura real y lo que vi colgado sobre la bahía parecía una gran pupila con un velo de fuego que casi la rodeaba. A un lado quedaba todavía una muesca de sol, como gotas de oro fundido sobre una superficie bruñida. No debía mirar aquello y lo sabía, pero me parecía como si no pudiera apartar la vista. Era como…
Bueno, os podéis reír, pero lo voy a decir de todas formas. Era como si el ojo interior se hubiese liberado de mí y ahora flotara en el cielo y estuviera mirando para ver cómo me las arreglaba.
¡Pero era mucho mayor de lo que hubiera imaginado! ¡Y mucho más negro!
Probablemente habría seguido mirando hasta quedarme ciega, pero Joe me dio otro empujón y me lanzó contra la pared del cobertizo. Eso me despertó y empecé a caminar de nuevo. Había una gran mancha azulada delante de mí, como las que se ven cuando alguien hace una foto con flash, y pensé: «Si te has quemado las retinas y has de seguir viendo esa mancha toda tu vida te lo tendrás bien merecido, Dolores. La marca que hubo de soportar Caín fue mucho peor».
Sobrepasamos la piedra blanca con Joe justo detrás de mí y agarrándome el cuello del vestido. Noté que el sujetador se me iba cayendo por el lado en que se había roto la goma. Con tanta oscuridad y aquella mancha azul en mi mirada todo parecía descentrado y fuera de lugar. El fin del cobertizo no era más que una sombra oscura, como si alguien hubiera cortado un agujero con forma de tejado en el cielo con unas tijeras.
Me empujó hacia el borde del matorral de zarzamoras y cuando la primera espina me traspasó la piel me di cuenta de que esta vez me había olvidado los vaqueros. Me hizo pensar qué más habría olvidado, pero era demasiado tarde para cambiar nada. Con la última luz pude aún ver cómo se agitaba el pequeño pedazo de tela y tuve el tiempo justo de recordar que debajo estaba la boca del pozo. Entonces me liberé de su mano y me lancé contra las zarzas como alma que lleva el diablo.
—¡No, no, so puta! —gritó.
Oí el crujido de las ramas cuando se lanzó en pos de mí. Noté que su mano trataba de asirme de nuevo por el cuello del vestido y casi lo conseguía. Me liberé de un tirón y seguí corriendo. Me costaba porque el sujetador se estaba cayendo y se enganchaba en las zarzas. Al final se desgajó una tira entera, así como un buen trozo de carne de mis piernas. Estaba ensangrentada de las rodillas a los tobillos, pero no me di cuenta hasta que volví a casa, y eso fue mucho después.
—¡Vuelve! —gritó.
Esta vez noté su mano en mi brazo. Me solté de un empujón y él se agarró al sujetador, que entonces ya flotaba a mis espaldas como una brida. Si llega a aguantar me habría arrastrado como un pez enganchado al sedal, pero era viejo y estaba gastado de haberlo lavado doscientas o trescientas veces. Noté cómo cedía la goma que él había agarrado y le oí maldecir en tono agudo y casi sin respiración. Oí los crujidos de las zarzas que se partían y soltaban latigazos al aire, pero apenas vi nada: al entrar en los zarzales, todo se había vuelto más negro que el culo de una marmota, y al final no me sirvió de nada el pañuelo que había atado. En lugar del pañuelo vi el borde de la boca del pozo —apenas un fulgor blanco en la oscuridad que me precedía— y salté con todas mis fuerzas. Lo sobrepasé y, como estaba de espaldas, no vi si Joe lo pisaba. Sonó un gran crac y entonces él gimió.
No, no fue así.
No gimió, supongo que eso lo sabéis tan bien como yo. Chilló como un conejo atrapado en una trampa. Me di la vuelta y vi un gran agujero en medio de la tapa. Por él asomaba la cabeza de Joe, que estaba aferrado con todas sus fuerzas a una de las tablas partidas. Le sangraban las manos y le corría un hilo de sangre por el mentón desde la comisura de la boca. Tenía los ojos grandes como platos.
—¡Joder, Dolores! Es el viejo pozo. Ayúdame a salir, rápido, antes de que caiga del todo.
Me quedé quieta y a los pocos segundos vi que sus ojos cambiaban. Vi en ellos que Joe entendía de qué iba el asunto. Nunca tuve tanto miedo como entonces, ahí plantada al otro lado del pozo y mirándolo mientras el sol negro pendía del cielo al oeste. Me había olvidado los vaqueros, y él no había caído directamente al fondo como yo esperaba. Me parecía que todo había empezado mal.
—Ah —se quejó—. ¡Qué puta!
Entonces empezó a manotear para subir.
Me dije que debía correr, pero las piernas no reaccionaban. Además, ¿adónde podía correr si él conseguía salir? Una de las cosas que descubrí el día del eclipse es que si vives en una isla y pretendes matar a alguien será mejor que lo hagas bien. Si no, no tienes adónde ir, ni dónde esconderte.
Oí el ruido de sus uñas al levantar astillas de la vieja tabla a medida que él se esforzaba por alzarse, mano tras mano. Aquel sonido es como lo que vi al mirar el eclipse: algo que siempre he sentido más cercano a mí de lo que yo misma quisiera. A veces incluso lo oigo en mis sueños, sólo que en los sueños él consigue salir y me alcanza y en realidad no fue así. Lo que ocurrió fue que la tabla en la que se apoyaba para subir se partió de repente bajo su peso y Joe cayó. Fue tan rápido que parecía como si nunca hubiera estado allí: de repente no había más que un cuadrado gris de maderas infladas con un agujero negro en la mitad y luciérnagas que revoloteaban por encima.
Volvió a gritar mientras caía. En las paredes del pozo resonó el eco de su voz. Eso tampoco lo había imaginado: su voz resonando al caer. Luego se oyó un golpe seco y la voz calló. Calló de repente. Como se apaga una lámpara si alguien la desenchufa de un tirón.
Me arrodillé con los brazos alrededor de la cintura y esperé para ver si aún no habíamos acabado. Pasó un rato. No sé cuánto, pero la escasa luz del día que quedaba desapareció. Había llegado el eclipse total y era tan oscuro como la noche. Seguí sin oír nada dentro del pozo, pero sí me llegaba una leve brisa y me di cuenta de que la estaba oliendo. ¿Conocéis ese olor del agua cuando sale de un pozo vacío? Es un olor de cobre, húmedo y no muy agradable. Al olerlo me estremecí.
Vi que llevaba el sujetador colgando casi por encima del zapato izquierdo. Estaba todo retorcido y lleno de enganchones. Pasé una mano bajo el cuello del vestido, por el lado derecho, y solté la otra goma. Luego tiré del sujetador y me lo saqué. Estaba haciendo una pelota con él y tratando de descubrir el mejor modo de rodear el pozo cuando de repente volví a pensar en aquella niña, la que os contaba antes, y de golpe la vi con tanta claridad como la luz del día. También ella estaba de rodillas, mirando debajo de la cama, y pensé: «Es desgraciada y siente el mismo olor que yo. Es como las monedas y las ostras. Sólo que no viene del pozo; tiene algo que ver con su padre».
Y entonces, de repente fue como si me mirara, Andy… Creo que me vio. Y en ese momento entendí por qué era tan desgraciada: su padre se había pasado con ella, y la niña pretendía encubrirlo. Además, se había dado cuenta de que alguien la miraba, una mujer que estaría a Dios sabe cuántos kilómetros de distancia pero bajo el mismo eclipse —una mujer que acababa de matar a su marido— la estaba mirando.
Me dijo algo, aunque yo no captaba su voz por los oídos; venía de lo más profundo de mi cabeza: «¿Quién eres?», preguntó.
No sé si hubiera contestado, pero antes de que tuviera la oportunidad de hacerlo, surgió del pozo un grito ondulante:
—Do-looooooor-essssss.
Noté que la sangre se me congelaba y supe que mi corazón se había detenido por un instante, porque cuando empezó de nuevo a bombear tuvo que recuperar tres o cuatro latidos a la vez. Había cogido el sujetador, pero al oír el grito abrí los dedos y se me cayó y se quedó enganchado en una de aquellas zarzas.
«Sólo es tu imaginación, Dolores, que hace horas extras —me dije—. Esa niñita que busca su ropa debajo de la cama y ese grito de Joe… te los has imaginado. Lo primero era una alucinación que te habrá entrado al respirar el aire viciado del pozo; lo segundo sólo es tu conciencia culpable. Joe está en el fondo del pozo con la cabeza abierta. Está muerto y ya no volverá a molestaros, ni a ti ni a los niños».
Al principio no me lo creía, pero fue pasando el tiempo y no oí nada nuevo, aparte de un búho que chillaba en algún lugar del campo. Recuerdo que se me ocurrió que chillaba como si estuviera preguntando por qué empezaba tan pronto su turno ese día. Una leve brisa sopló y agitó los zarzales. Alcé la mirada hacia las estrellas que brillaban en pleno día y luego miré de nuevo el pozo. Parecía flotar en la oscuridad, y el agujero por el que Joe había caído parecía un ojo. El veinte de julio de 1963 fue mi día de ver ojos en todas partes.
Entonces su voz volvió a subir por el pozo:
—Ayúdame, Dooo-loooor-eessss…
Gemí y me llevé las manos a la cara. No servía de nada tratar de convencerme de que sólo era mi imaginación o mi conciencia culpable o cualquier otra cosa menos lo que en verdad era: Joe. Sonaba como si estuviera llorando.
—Ayúdame, por favoooor. POR FAVOOOOOOOOR —gemía.
Rodeé el pozo a trompicones recorriendo en sentido contrario el camino que habíamos abierto a golpes entre las zarzas. No me dominaba el pánico, no del todo. Y te diré cómo lo sé: me detuve el tiempo necesario para recoger la caja reflectora que llevaba conmigo antes de meterme en las zarzas. No recordaba haberla tirado al echar a correr, pero cuando la vi colgada de una rama me hice con ella. Probablemente fue una buena ocurrencia, si tenemos en cuenta cómo fueron las cosas luego con el doctor McAuliffe… Pero antes de llegar a eso he de contar todavía una o dos cosas. Me paré a recogerla, ésa es la cuestión. Y eso significa que estaba en pleno uso de mi cerebro. Sin embargo, notaba que el pánico luchaba por dominarlo, como un gato trata de meter la zarpa bajo la tapa de una caja si está hambriento y huele que dentro hay comida.
Pensé en Selena y eso me ayudó a evitar el pánico. La imaginé en la playa de Lake Winthrop con Tanya y cuarenta o cincuenta niños acampados, cada uno con una caja reflectora que habrían construido ellos mismos en la sala de manualidades. Las chicas les explicarían cómo debían mirar a través de ellos. No era una visión tan clara como la que había tenido junto al pozo, la de la niña que buscaba sus pantalones y su camisa bajo la cama, pero sí lo suficiente como para que pudiera oír a Selena hablando con las más pequeñas con aquella voz lenta y amable, tranquilizando a las que tuvieran miedo. Pensé en eso, y en que yo estaría esperando cuando ella y sus hermanos volvieran… Aunque si me dejaba llevar por el pánico lo más probable era que no estuviera. Había llegado tan lejos y había hecho tales cosas que ya no podía contar con nadie más.
Fui al cobertizo y encontré la linterna de seis pilas de Joe sobre la mesa del taller. La encendí pero no pasó nada: había dejado que se gastaran las pilas, muy propio de él. Pero siempre tengo el cajón inferior de su mesa lleno de pilas nuevas porque en invierno la luz se va muy a menudo.
Saqué media docena y traté de instalarlas en la linterna. Me temblaban tanto las manos que la primera vez tiré todas las pilas por el suelo y tuve que gatear en su busca. La segunda vez conseguí meterlas, pero debí de meter alguna al revés por las prisas, porque no se encendía. Estuve a punto de abandonar. Al fin y al cabo, pronto saldría el sol. Pero por mucho que saliera, el fondo del pozo seguiría siendo oscuro y, además, había una voz en mi cogote que me decía que siguiera entreteniéndome tanto como quisiera, que a lo mejor —si me retrasaba lo suficiente—, al volver al pozo me encontraría con que él había abandonado la vida por fin.
Al final conseguí que funcionara la linterna. Emitía una buena luz brillante, y al menos pude encontrar el camino de vuelta al pozo sin rasgarme más las piernas. No tengo la menor idea de cuánto tiempo había pasado, pero todavía estaba en penumbra y en el cielo brillaban aún las estrellas, de modo que supongo que todavía no eran las seis y el sol estaba casi cubierto del todo.
Supe que no estaba muerto antes de llegar a medio camino. Oí que gemía y gritaba mi nombre, rogándome que le ayudara a salir. No sé si los Jolander o los Langill o los Caron lo hubieran oído de haber estado en casa. Decidí que era mejor no dudar. Ya tenía suficientes problemas sin contar con ése. Tenía que decidir qué haría con él, eso era lo principal, pero parecía incapaz de hacerlo. Cada vez que trataba de imaginar una respuesta, una voz en mi interior empezaba a protestar: «No es justo —gritaba la voz—. Éste no era el trato. Se supone que ya debería estar muerto, maldita sea. ¡Muerto!».
—¡Socorro! ¡Do-looooor-eeeess! —surgía su voz.
Tenía un sonido plano, como de eco, como si estuviera gritando desde una caverna. Encendí la linterna y traté de mirar hacia abajo, pero no pude. El agujero de la tapa quedaba en medio, demasiado lejos, y la luz de la linterna sólo iluminaba el borde de la tapa: grandes bloques de granito recubiertos de musgo. El musgo parecía negro y venenoso a la luz de la linterna.
Joe vio la luz.
—¿Dolores? —me llamó—. Por el amor de Dios, ayúdame. Estoy destrozado.
Ahora era él quien parecía tener la boca llena de barro. No quería contestarle. Tenía la sensación de que si hablaba con él me volvería loca del todo. En lugar de hablarle, dejé a un lado la linterna, estiré el brazo tanto como pude y conseguí agarrar una de las tablas que él había partido. Tiré de ella y la desencajé con tanta facilidad como si fuera una raíz podrida.
—¡Dolores! —gritó al oír el ruido—. ¡Oh, Dios! ¡Gracias a Dios!
No contesté. Sólo partí otra tabla, y otra y otra. Para entonces el día ya empezaba a brillar de nuevo y los pájaros cantaban como suelen hacer en verano cuando sale el sol. Aún así, el cielo estaba más oscuro de lo normal a esa hora. Las estrellas habían vuelto a desaparecer, pero las luciérnagas seguían revoloteando. Mientras tanto, yo seguía partiendo tablas, abriendo un hueco por el lado del pozo junto al que estaba arrodillada.
—¡Dolores! —volvió a surgir su voz—. ¡Puedes quedarte el dinero! ¡Todo! ¡Y no volveré a tocar a Selena! ¡Juro por Dios Todopoderoso y por todos los ángeles que no la tocaré!
Levanté la última tabla. Tuve que desengancharla de los zarzales para poderla soltar y luego la lancé hacia atrás. Entonces dirigí la linterna hacia el fondo del pozo.
Lo primero que iluminó fue su cara vuelta hacia arriba, y solté un grito. Era un pequeño círculo blanco con dos agujeros negros. Durante un instante pensé que se había metido piedras en los ojos por alguna razón. Luego pestañeó y vi que sólo eran sus ojos, que me miraban. Pensé en lo que estaría viendo, sólo la oscura silueta de una cabeza de mujer detrás de un amplio círculo de luz.
Estaba de rodillas y tenía sangre por toda la barbilla, así como por el cuello y el pecho de la camisa. Cuando abrió la boca y gritó mi nombre, salió más sangre. Se había roto casi todas las costillas al caer, y debía de estar clavándoselas en los pulmones en los dos flancos, como espinas de puerco espín.
No sabía qué hacer. Me quedé como encogida, notando que regresaba el calor del día —lo sentía en el cuello, en los brazos, en las piernas— y enfocándole con la linterna. Entonces alzó los brazos y los agitó en el aire, como si se estuviera ahogando, y no lo pude soportar. Apagué la linterna y me eché hacia atrás. Me quedé sentada al borde del pozo, encogida como una pelota, agarrándome las rodillas y temblando.
—¡Por favor! —siguió gritando—. ¡Por favor! ¡Por favor! —Y al final—: ¡Por favooooor, Doo-looooor-esss!
Ah, era horrible, más de lo que nadie puede imaginar. Y así siguió durante un largo rato.
Siguió hasta que pensé que me volvería loca. Acabó el eclipse y los pájaros dejaron de cantar sus trinos de buenos días y las luciérnagas pararon de revolotear (o tal vez yo ya no las veía) y oí los barcos de la bahía intercambiando bocinazos, como hacen a veces, y él seguía sin parar. A veces me rogaba y me llamaba «cariño»; otras, me contaba todo lo que haría si le dejaba salir, que cambiaría, que construiría una casa para todos y me compraría el Buick que según él yo siempre había deseado. Luego me maldecía y me amenazaba con atarme a la pared y meterme un palo ardiendo por el ombligo y decía que contemplaría cómo me retorcía antes de rematarme.
En una ocasión me pidió que le tirase la botella de whisky, ¿tú te crees? Quería su maldita botella y me insultó y me llamó puta gastada al ver que no pensaba dársela.
Al fin volvió a anochecer, esta vez de verdad, de modo que debían de ser por lo menos las ocho y media, tal vez incluso las nueve; presté atención por si se oía algún coche en East Lane, pero de momento no se oía nada. Era buena señal, mas sabía que no debía esperar que mi suerte durase eternamente.
De repente despegué la cabeza del pecho y me di cuenta de que me había quedado dormida.
No debió de ser mucho rato porque todavía quedaba cierto brillo en el cielo, pero habían vuelto las luciérnagas, a lo suyo como siempre, y el búho volvía a chillar de nuevo. Esta vez sonaba más contento.
Cambié de postura y tuve que rechinar los dientes por culpa de las agujetas que me punzaban al menor movimiento. Llevaba tanto tiempo arrodillada que se me habían dormido las piernas de la rodilla para abajo. No se oía nada del pozo y empecé a alimentar la esperanza de que por fin estuviera muerto, de que se hubiera rendido mientras yo dormía. Entonces oí algo que se arrastraba, unos gemidos y su llanto. Eso fue lo peor, oír cómo lloraba del dolor que sentía al moverse.
Me apoyé en la mano izquierda y dirigí el haz de la linterna de nuevo hacia dentro del pozo.
Fue muy duro, especialmente ahora que se había hecho totalmente oscuro. Había conseguido apoyar los pies en algún lugar y alcancé a ver el reflejo de la luz en tres o cuatro manchas húmedas que se habían formado en sus botas. Me recordó la visión del eclipse reflejado en los añicos de cristal tintado, después de que él tratara de estrangularme en el porche.
Al mirar abajo entendí al fin qué había ocurrido, cómo se las había arreglado para caer diez o doce metros y quedar malherido en vez de directamente muerto. El pozo no estaba vacío del todo.
No se había vuelto a llenar hasta arriba —en ese caso supongo que se habría ahogado como una rata en un barril—, pero el fondo estaba húmedo y enfangado. Le había hecho de cojín en su caída.
Probablemente tampoco le fue mal estar borracho.
Miraba hacia abajo, balancéandose de un lado a otro con las manos enganchadas a las paredes del pozo para no volver a caer. Entonces miró hacia arriba, me vio y sonrió. Esa sonrisa me provocó un escalofrío, Andy, porque era la de un muerto: un muerto con sangre por toda la cara y por la camisa, un muerto que parecía tener piedras en los ojos.
Entonces empezó a escalar la pared.
Lo estaba viendo y no podía creerlo. Encajó los dedos entre dos de las grandes piedras que sobresalían y se alzó a pulso lo suficiente para poder colocar los pies entre otras dos. Luego descansó un poco y enseguida vi una de sus manos que se alzaba de nuevo por encima de la cabeza. Era como un bicho blanco y regordete. Encontró otra piedra donde agarrarse, cerró bien una mano en torno a ella y alzó la otra. Y volvió a subir a pulso. Cuando se detuvo de nuevo para descansar, encaró el rostro ensangrentado hacia la luz y vi que algunos guijarros se desprendían de la piedra y le caían por la cara y sobre los hombros.
Seguía sonriendo.
¿Puedo beber algo más, Andy? No, el Jim Beam no. Esta noche ya no más. A partir de ahora me basta con el agua.
Gracias. Muchas gracias.
Bueno, estaba tanteando para volver a subir cuando le resbalaron los pies y cayó. Cuando dio con el culo en el suelo sonó un chapoteo de barro. Gritó y se llevó una mano al corazón, como hacen en la tele cuando se supone que les da un infarto, y luego dejó caer la cabeza sobre el pecho.
No lo aguanté más. Salí de los zarzales a trompicones y corrí a casa. Entré en el baño y eché las potas. Luego entré en el dormitorio y me tumbé. Estaba temblando y no dejaba de pensar: «¿Y si aún no ha muerto? ¿Y si sigue vivo toda la noche? O días. ¿Y si logra mantenerse bebiendo el líquido que se filtra entre las piedras, o el mismo lodo? ¿Y si no para de gritar hasta que lo oigan los Caron o los Langill o los Jolander y llamen a Garrett Thibodeau? O si mañana viene alguien a casa —algún compañero de copas, o cualquiera que cuente con él para salir a pescar o para arreglar algún motor— y oye los gritos que salen de los zarzales. ¿Entonces qué, Dolores?».
Otra voz contestó a todas esas preguntas. Supongo que era la voz del ojo interior, pero a mí me sonó mucho más a Vera Donovan que a Dolores Claiborne: sonaba brillante y seca, y un poco a «si no te gusta, bésame las nalgas». «Claro que está muerto —decía esa voz—. Y si no, pronto lo estará. Se morirá del shock, o del frío y de las heridas pulmonares. Tal vez mucha gente no creería que un hombre pueda morir de frío en una noche de julio, pero seguro que esa gente nunca ha pasado unas cuantas horas a diez metros bajo tierra, sentaditos justo encima de la roca de la isla. Sé que no es agradable pensarlo, Dolores, pero al menos significa que no has de preocuparte. Duerme un poco y luego vuelve a salir y ya verás».
No sabía si lo que decía la voz tenía sentido o no, pero parecía que sí, de modo que intenté dormir. Pero no pude. Cada vez que daba una cabezada me parecía oír a Joe arrastrándose por el lateral del cobertizo hacia la entrada trasera de la casa, y cada vez que crujía la casa pegaba un bote.
Al final no lo pude soportar más. Me quité el vestido, me puse los vaqueros y un suéter (es como acordarse de santa Bárbara cuando la tormenta ya se ha acabado, digamos) y recogí la linterna que estaba en el suelo del baño, junto a la cómoda, donde la había soltado al agacharme para vomitar. Luego volví a salir.
Estaba más oscuro que nunca. No sé si esa noche había algo de luna, pero daba lo mismo porque el cielo volvía a estar cubierto de nubes. Cuanto más me acercaba al matorral de zarzales tras el cobertizo, más me pesaban las piernas. Cuando llegué a una distancia que me permitía ver de nuevo la boca del pozo a la luz de la linterna, ya apenas podía levantarlas.
Lo conseguí, sin embargo, y llegué hasta el borde del pozo. Me quedé unos cinco minutos escuchando y no oí más que los grillos y el viento que agitaba las zarzas y un búho que chillaba en algún lado… Probablemente el mismo que antes. Ah, y a lo lejos desde el este sonaban las olas al romper contra las rocas, pero en la isla estamos tan acostumbrados a ese sonido que casi no lo oímos. Me quedé allí con la linterna de Joe en la mano, el haz dirigido hacia el agujero de la boca del pozo, sintiendo el sudor grasiento y pegajoso que me recorría todo el cuerpo y se espesaba en las heridas producidas por los espinos. Me obligué a arrodillarme y mirar dentro del pozo.
Al fin y al cabo, ¿no había vuelto a salir para eso? Sí, pero una vez allí no era capaz de hacerlo. Sólo podía temblar y emitir un sonido que parecía un gemido agudo. En realidad, mi corazón no latía, sino que se agitaba en mi pecho como las alas de un ruiseñor.
Y entonces una mano blanca y manchada de suciedad, sangre y barro asomó como una serpiente y me agarró el tobillo.
Solté la linterna. Cayó entre las zarzas, junto al pozo, lo cual fue una suerte. Si llega a caer dentro del pozo, la habría cagado. Pero en aquel momento no pensé en la linterna ni en mi buena suerte, porque estaba bien metida en la mierda y sólo podía pensar en aquella mano agarrada a mi tobillo, aquella mano que tiraba de mí hacia el agujero. En eso y en una cita de la Biblia. Resonaba en mi mente como una gran campana de hierro: «He cavado un foso para mis enemigos y yo mismo caeré en él».
Grité y traté de zafarme, pero Joe me agarraba con tanta fuerza que era como si tuviera la mano llena de cemento. Mis ojos se acomodaron a la oscuridad y logré verlo incluso ahora que el haz de la linterna estaba dirigido hacia otro lugar. Total, que casi había logrado salir del pozo. Vete a saber cuántas veces habría vuelto a caer, pero al fin había llegado casi arriba del todo. Creo que lo habría conseguido si yo no hubiera vuelto.
Tenía la cabeza a poco más de medio metro de lo que quedaba de tapa. Seguía sonriendo. El diente central inferior se le había desencajado un poco —aún lo veo tan claro como te veo a ti sentado ahí delante, Andy— y parecía como los de los caballos cuando sonríen. Los demás dientes parecían negros por la sangre que los cubría.
—Dooo-loooor-esss —gimió, y siguió tirando de mí.
Grité, caí boca arriba y me fui arrastrando hacia aquel maldito agujero en el suelo. Oí los espinazos de las zarzamoras que se clavaban y rasgaban mis vaqueros a medida que pasaba sobre ellos.
—Doooo-loooor-eesss, mala puuuutaaa —exclamó, pero casi parecía que estuviera cantando.
Recuerdo que pensé: «Pronto se pondrá a cantar Moonlight Cocktail».
Me agarré a los matorrales y las manos se me llenaron de espinos y de sangre. Le lancé una patada a la cabeza con el pie que tenía suelto, pero estaba demasiado bajo para alcanzarle.
Le rocé el cabello con el tacón de los zapatos un par de veces, pero no conseguí nada más.
—Venga, Doo-loooor-essss —insistió, como si quisiera sacarme a tomar un helado o a bailar música country n' western en Fudgy's.
Golpeé con el culo en una de las tablas que quedaban junto al pozo y supe que si no hacía algo ya mismo acabaríamos cayendo los dos y nos quedaríamos ahí abajo, probablemente abrazados. Y cuando nos encontraran, alguna gente —las cursis como Yvette Anderson, sobre todo— dirían que era una prueba de lo mucho que nos queríamos.
Eso me decidió. Encontré un poco de fuerza extra y di un último empujón hacia atrás. Casi lo aguantó, pero por fin su mano resbaló. Le debía de haber alcanzado en la cara con el pie. Gritó, me golpeó con la mano en la punta del pie un par de veces y luego desapareció del todo. Esperaba oír el ruido de su caída hasta el fondo, pero no fue así. El hijo de puta nunca se rendía: si hubiera vivido igual que murió, no habríamos tenido ningún problema.
Me arrodillé y vi que estaba balanceándose en el agujero, pero había conseguido agarrarse.
Me miró, agitó la cabeza para retirarse de los ojos un sangriento mechón de pelo y sonrió. Luego volvió a sacar la mano por la boca del pozo y se agarró al suelo.
—Doo–loooor–esss —gimió—. Doo–loooor–esss. Doo–loooor–esss. ¡Doo-loooooooor-esss!
Y empezó a escalar.
—Pártele la cabeza, idiota —exclamó Vera Donovan.
No fue en mi mente, como la voz de la niña que había oído antes. ¿Entendéis lo que quiero decir? Oí aquella voz igual que ahora vosotros tres estáis oyendo la mía, y si la grabadora de Nancy Bannister hubiera estado allí ahora podríais volverla a oír una y otra vez. Estoy tan segura de eso como de mi propio nombre.
En cualquier caso, cogí una de las piedras que había en el suelo junto a la boca del pozo. Joe casi llegó a asirme por la muñeca, pero me libré antes de que pudiera tirar. Era una piedra grande, recubierta de musgo seco. La alcé sobre la cabeza.
Él la miró. Ya había sacado la cabeza del agujero y parecía que tuviera los ojos aguantados por palillos. Descargué la roca sobre él con todas mis fuerzas. Sonó como cuando se te cae un plato de porcelana sobre la chimenea de ladrillo. Y entonces desapareció, y con él la piedra.
Entonces me desmayé. No recuerdo el desmayo, sólo que me quedé tumbada y mirando al cielo. No se veía nada por las nubes, de modo que cerré los ojos… Y cuando volví a abrirlos el cielo estaba otra vez lleno de estrellas. Me costó un poco darme cuenta de lo que había ocurrido, de que me había desmayado y las nubes habían desaparecido mientras yo estaba inconsciente.
La linterna seguía entre los matorrales y aún tenía un haz brillante. La cogí y la enfoqué hacia el interior del pozo. Joe yacía en el fondo, con la cabeza recostada en un hombro, las manos en el regazo y las piernas separadas. La roca con la que le había partido la cabeza descansaba entre sus piernas.
Mantuve la luz enfocada en él durante cinco minutos, esperando para ver si se movía, pero no se movió. Luego me levanté y me dirigí a la casa. Tuve que detenerme dos veces porque el mundo parecía dar vueltas, pero al final lo conseguí. Entré en el dormitorio, quitándome la ropa mientras andaba y dejándola caer al suelo. Me metí en la ducha y permanecí allí durante unos diez minutos, bajo el agua a la temperatura más alta que fui capaz de soportar, sin enjabonarme, sin lavarme el pelo, sin hacer nada más que alzar la cara bajo el chorro de agua. Creo que me podría haber quedado dormida allí misma, pero se empezó a enfriar el agua. Me lavé el pelo deprisa, antes de que se volviera helada, y salí. Tenía los brazos y las piernas llenos de rasguños y aún me dolía la garganta, pero no creía que nada de eso pudiera matarme. Nunca se me ocurrió qué podrían pensar los demás de aquellos rasguños, por no mencionar las marcas del cuello, cuando encontraran a Joe. Al menos, todavía no.
Me eché la bata por encima, caí en la cama y me quedé dormida enseguida con la luz encendida. Me desperté gritando menos de una hora después con la mano de Joe agarrada a mi tobillo. Tuve un pequeño alivio cuando me di cuenta de que era un sueño, pero luego pensé: «¿Y si está escalando el pozo de nuevo?». Sabía que no —había acabado con él de verdad cuando le aticé con la piedra y cayó al fondo por segunda vez—, pero una parte de mí estaba segura de que sí, y de que saldría en un instante. Y cuando saliera iría a por mí.
Intenté seguir tumbada y esperar que se me pasara, pero no fui capaz. La imagen de Joe escalando la pared del pozo era cada vez más clara y mi corazón latía con tanta fuerza que parecía a punto de estallar. Al final me levanté, volví a coger la linterna y salí corriendo con la bata puesta. Esta vez, me arrastré hasta el pozo: no era capaz de andar por nada del mundo. Me daba demasiado miedo que la mano volviera a salir como una serpiente y me agarrase.
Al fin iluminé el pozo. Joe yacía abajo como antes, con las manos en el regazo y la cabeza inclinada hacia un lado. La piedra seguía en el mismo lugar, entre sus piernas separadas. Me quedé mirando un buen rato y esta vez, al volver a casa, sabía que estaba muerto de verdad.
Me metí en la cama, apagué la luz y enseguida me dormí como un tronco. Lo último que recuerdo es que pensé: «Ahora estaré bien». Pero no lo estaba. Me desperté un par de horas después con la seguridad de haber oído a alguien en la cocina. De haber oído a Joe en la cocina.
Intenté saltar de la cama pero se me enredaron los pies en las sábanas y caí al suelo. Me levanté y empecé a tantear en busca del interruptor de la lámpara, con la seguridad de que sus manos se cerrarían en torno a mi garganta sin darme tiempo a encontrarlo.
No ocurrió tal cosa, por supuesto. Encendí la luz y recorrí toda la casa. Estaba vacía. Luego me calcé, tomé la linterna y corrí hacia el pozo.
Joe seguía en el fondo con las manos en el regazo y la cabeza recostada en el hombro. Sin embargo, tuve que mirarlo un rato antes de convencerme de que era el mismo hombro. Y una vez me pareció ver que movía el pie, aunque probablemente se trataba de una sombra. Déjame que te diga que había muchas sombras porque la mano que sostenía la linterna no estaba nada estable.
Mientras estaba allí agachada y con el pelo echado hacia atrás —debía de parecer la señora de las etiquetas de White Rocks—, me entró la necesidad más extraña que te puedas imaginar: me entraron ganas de balancearme hacia delante hasta caer en el pozo. Me encontrarían con él; no era la manera ideal de acabar, en cuanto a lo que a mí concernía, pero al menos no nos encontrarían abrazados… Ni tendría que seguir despertándome con la idea de que estaba conmigo en la habitación, o con la sensación de tener que volver a salir corriendo con la linterna para asegurarme de que estuviera muerto.
Entonces volvió a sonar la voz de Vera, aunque esta vez sí fue dentro de mi cabeza. Sé que fue así, del mismo modo que sé que la primera vez había sonado junto a mi oído. «El único sitio en el que debes caer es en la cama —dijo la voz—. Duerme un poco y cuando te despiertes el eclipse habrá acabado de verdad. Te sorprenderá comprobar que las cosas se ven mucho mejor cuando sale el sol».
Parecía un buen consejo y me decidí a seguirlo. Sin embargo, cerré las dos puertas de la casa y antes de acostarme hice algo que nunca había hecho antes y no he vuelto a hacer: encajé una silla bajo el pomo de la puerta. Me da vergüenza admitirlo —me noto las mejillas calientes, así que supongo que habré enrojecido—, pero debió de servir de algo, porque me quedé dormida en cuanto toqué la almohada con la cabeza. Cuando volví a abrir los ojos, la luz del día se colaba por la ventana. Vera me había dicho que me tomara el día libre; decía que Gail Lavesque se encargaría de recoger la casa después de la gran fiesta que había preparado para la noche del día veinte, y a mí me parecía fenomenal.
Me levanté, volví a ducharme y me vestí. Me llevó media hora hacer todo eso porque estaba agotada. Sobre todo me dolía la espalda: desde que Joe me arreó en los riñones con aquel leño ha sido mi punto débil, y estoy segura de que me la volví a cargar con el esfuerzo para desenganchar de la tierra aquella piedra y luego también al alzarla sobre mi cabeza. Fuera lo que fuese, te aseguro que dolía un montón.
Cuando por fin me puse la ropa fui a sentarme a la mesa de la cocina bajo la clara luz del sol y me tomé una taza de café negro y pensé en lo que tenía que hacer. No demasiadas cosas, aunque nada había salido como yo esperaba, pero sí debía arreglar algunos asuntos. Si me olvidaba de algo o algo se me pasaba por alto, iría a la cárcel. A Joe St. George no se le quería demasiado en Little Tall y no habría demasiada gente dispuesta a culparme por lo que había hecho, pero cuando matas a alguien nunca te organizan un desfile y te cuelgan medallas, por mucho que la víctima fuera un inútil de mierda.
Me serví un buen trago de café y salí al porche trasero a bebérmelo… y a echar un vistazo.
Las dos cajas reflectoras y uno de los visores estaban de nuevo en la bolsa que me había dado Vera. Los pedazos del otro visor seguían esparcidos en el suelo, en el mismo sitio en que habían quedado cuando Joe se levantó de golpe y el visor cayó de su regazo y se partió en el suelo del porche. Pensé durante un buen rato en aquellos añicos de cristal. Al final entré en casa, cogí la escoba y el recogedor y los barrí. Decidí que al ser como soy —y al haber mucha gente en la isla que sabe cómo soy— resultaría sospechoso que los dejara en el suelo.
Al principio se me ocurrió decir que no había visto a Joe en toda la tarde. Pensé en decir a la gente que al volver de casa de Vera me había encontrado con que Joe no estaba en casa, con que se había largado sin dejar ni una nota para explicar por dónde andaba y que había derramado una botella de whisky en el suelo porque estaba cabreada con él. Si hacían alguna prueba y descubrían que estaba borracho al caer al pozo, me daba lo mismo: Joe podía haber conseguido el alcohol en muchos sitios, incluyendo el armario de debajo del fregadero.
Me bastó una mirada al espejo para darme cuenta de que no funcionaría. Si Joe no había estado en casa, si él no me había dejado aquellas marcas en el cuello, querrían saber quién lo había hecho. ¿Y qué podía decir? ¿Que había sido Santa Claus? Por suerte, tenía una salida: le había dicho a Vera que si Joe empezaba a hacer el bárbaro lo dejaría solo y me iría a ver el eclipse a East Head. Al decirlo no tenía ningún plan en mente, pero en ese momento bendije mis palabras.
East Head no serviría —mucha gente había ido allí y sabrían que yo no estaba entre ellos—, pero Russian Meadow está de camino a East Head, tiene una buena vista encarada al oeste y nadie había ido allí. Yo misma lo había comprobado desde mi silla en el porche y luego de nuevo mientras lavaba los platos. La única cuestión de verdad…
¿Qué dices, Frank?
No, no me preocupaba que su camión estuviera en casa. Había tenido tres o cuatro avisos de Tráfico en el 59 y al final le retiraron la licencia durante un mes. Edgar Sherrick, que entonces era nuestro policía, vino a casa para decirle que si le daba la gana podía beber hasta que se durmieran las ovejas, pero que si lo volvían a pillar conduciendo borracho él mismo lo llevaría al juzgado de guardia y pediría que le retiraran el permiso durante un año. Edgar y su mujer habían perdido a una hija en el 48 o 49, atropellada por un borracho que conducía un camión, y aunque era un tipo tranquilo para todo lo demás, se ponía a morir cuando sabía que alguien conducía bebido. Joe lo sabía, y dejó de conducir cuando llevaba más de dos copas a partir de aquella conversación con Edgar en el porche. No, al volver de Russian Meadow y descubrir que Joe no estaba, pensé que habría ido a buscarle alguno de sus amigos y se lo habría llevado para celebrar el eclipse: ésa era la historia que pensaba contar.
Había empezado a explicar que la única duda que tenía de verdad era qué podía hacer con la botella de whisky. La gente sabía que últimamente le había comprado varias botellas, pero no pasaba nada. Sabía que creerían que lo hacía para que no me pegara. Pero si la historia que me estaba inventando era cierta, ¿dónde hubiera acabado aquella botella? Tal vez no fuera importante, pero tal vez sí. Cuando has cometido un asesinato nunca sabes qué pensamiento puede perseguirte luego. Es la mejor razón que se me ocurre para no hacerlo. Me puse en el lugar de Joe —no es tan difícil como os imagináis— y supe al instante que no habría ido a ningún lugar con nadie si le hubiera quedado un solo trago en la botella. Tenía que acabar todo en el pozo con él, y así fue…
Bueno, todo menos la tapa. Ésa la tiré encima del montoncito de cristales tintados rotos.
Salí hacia el pozo con los restos de whisky bailando en la botella y pensando: «Se zampó el whisky, y eso estaba bien, era lo que esperaba. Pero luego confundió mi cuello con una manija y esto ya no estaba tan bien. Por eso tomé mi visor y me fui sola a Russian Meadow, maldiciendo el impulso que me había llevado a comprarle esa botella de Johnnie Walker. Cuando volví ya no estaba. No sabía adónde ni con quién se había largado, pero no me importaba. Recogí el follón que había dejado y esperé que estuviera de mejor humor al volver». Me pareció que sonaría sumiso y colaría.
Supongo que lo que más me desagradaba de la maldita botella era que para librarme de ella tenía que volver allí y ver a Joe de nuevo. En cualquier caso, lo que me agradara o desagradara en aquel momento no tenía demasiada importancia.
Me preocupaba el estado en que pudieran hallarse los zarzales, pero no estaban tan chafados como me temía, y algunos recuperaban ya su posición. Imaginé que para cuando yo denunciara la ausencia de Joe ya tendrían más o menos el mismo aspecto de siempre.
Tenía la esperanza de que el pozo no pareciera tan terrorífico a plena luz del día, pero sí lo parecía. El agujero en medio de la tapa aún daba más miedo. No parecía tanto un ojo ahora que algunas de las tablas estaban retiradas, pero ni siquiera eso ayudaba. En vez de un ojo parecía una órbita vacía en la que el ojo hubiera llegado a tal estado de putrefacción que habría acabado por caer. Y percibí aquel olor húmedo y cobrizo. Me hizo pensar en la chica que había entrevisto en mi mente y me pregunté cómo le iría a la mañana siguiente.
Quería darme la vuelta y regresar a casa, pero me dirigí directamente al pozo, casi arrastrando los pies. Deseaba acabar con aquello lo más pronto posible… y no mirar atrás. Lo que tenía que hacer desde entonces, Andy, era pensar en mis niños y seguir mirando hacia delante pasara lo que pasase.
Me agaché y miré dentro del pozo. Joe seguía yaciendo con las manos en el regazo y la cabeza ladeada sobre un hombro. Le correteaban bichos por la cara y al verlos supe de una vez por todas que estaba muerto de veras. Mantuve la botella en el aire con un pañuelo atado a la boca —no era por las huellas, simplemente no quería tocarla— y la solté. Cayó en el lodo junto a él pero no se rompió. En cambio, los bichos se dispersaron: bajaron por su cuello y se le metieron dentro de la camisa. Nunca lo olvidaré.
Estaba ya levantándome para irme —la visión de aquellos bichos en busca de cobertura me había vuelto a marear— cuando mi mirada se clavó en el montón de maderos que había apartado la primera vez para poder ver a Joe. No podía dejarlos allí, provocarían toda clase de preguntas.
Pensé en ellos durante un ratito y luego, cuando me di cuenta de que la mañana se me escapaba y podía aparecer alguien en cualquier momento para hablar del eclipse o de las hazañas de Vera, pensé: «Al diablo con ellas», y las tiré al pozo. Luego volví a casa. Debería decir que deshice el camino a casa, porque en muchas zarzas pendían trozos de mi vestido y de mi sujetador y fui recogiendo tantos como pude. Más tarde aquel mismo día regresé y recogí los tres o cuatro que me había dejado. También había pelusas de la camisa de franela de Joe, pero ésas las dejé:
«Deja que Garrett Thibodeau haga de ellas lo que quiera —pensé—. De todas formas parecerá que estaba borracho y cayó al pozo, y con la reputación que Joe tiene por aquí, cualquier decisión que tomen será probablemente a mi favor».
En cualquier caso, aquellos retazos de tela no fueron a parar a la basura como los cristales rotos y el tapón del Johnnie Walker: los tiré al mar más tarde aquel mismo día. Estaba en el jardín, lista para subir las escaleras del porche, cuando se me ocurrió algo. Joe se había agarrado a un trozo de mi sujetador que colgaba tras de mí. ¿Y si todavía tenía algún pedazo en sus manos? ¿Y si lo mantenía en el puño cerrado, en cualquiera de las dos manos que mantenía cerradas sobre el regazo en el fondo del pozo?
El pensamiento me dejó helada. Y quiero decir helada. Me quedé en el umbral de la puerta bajo aquel ardiente sol de julio, con la espalda recorrida por los escalofríos y con los huesos como si estuviéramos bajo cero, como decía algún poema que leí en el instituto. Entonces Vera volvió a hablar en mi mente: «Como no puedes hacer nada, Dolores —me dijo—, te aconsejo que lo olvides».
Me pareció un buen consejo, de manera que subí los escalones y me metí en casa.
Pasé casi toda la mañana paseándome por la casa y por el porche, buscando… Bueno, no lo sé. No sé qué buscaba exactamente. Tal vez esperara que el ojo interior se fijara en algo más que hubiera que arreglar, tal como había ocurrido con las tablas. En cualquier caso, no vi nada.
Hacia las once di el siguiente paso, que consistía en llamar a Gail Lavesque a Pinewood. Le pregunté qué le había parecido el eclipse y todo eso y luego le pregunté cómo iba todo en casa de Su Majestad.
—Bueno —contestó—, no puedo quejarme porque no he visto a nadie, aparte de ese viejo calvo y con bigote de cepillo… ¿Sabes a quién me refiero?
Le dije que sí.
—Bajó hacia las nueve y media, salió al jardín de atrás, caminando despacio y como aguantándose la cabeza, pero al menos se ha levantado, cosa que no puedes decir de los demás. Cuando Karen Jolander le ha preguntado si quería un zumo de naranja recién exprimido, se ha ido corriendo hasta el borde del porche y ha vomitado en las petunias. Tendrías que haberlo oído, Dolores. ¡Buaaaaagggg!
Casi me eché a llorar de risa, y nunca me sentó tan bien reír como entonces.
—Debieron de montar una buena fiesta al volver del ferry —explicó Gail—. Si me dieran un centavo por cada colilla que he tirado esta mañana (sólo un centavo, mira lo que te digo), me podría comprar un Chevrolet nuevecito. Pero tendré la casa limpia y reluciente cuando la señora Donovan tire su resaca por la escalera principal, eso dalo por hecho.
—Ya lo sé —contesté—. Y si necesitas ayuda ya sabes a quién llamar, ¿no?
Gail se rió.
—De eso nada. La semana pasada te dejaste las manos trabajando y la señora Donovan lo sabe tan bien como yo. No quiere verte por aquí hasta mañana por la mañana, y yo tampoco.
—De acuerdo —concluí, y luego hice una pequeña pausa. Ella esperaba que me despidiera y cuando yo le dijera algo distinto prestaría una atención especial, tal como yo quería—. No habrás visto a Joe por ahí, ¿verdad? —le pregunté.
—¿A Joe? ¿A tu Joe?
—Sí.
—No, no lo he visto por aquí. ¿Por qué lo preguntas?
—Anoche no vino a casa.
—¡Oh, Dolores! —exclamó, a la vez horrorizada e interesada—. ¿Bebió?
—Por supuesto. No es que me preocupe… No es la primera vez que pasa toda la noche fuera, aullando a la luna. Ya aparecerá. Las monedas falsas siempre aparecen.
Luego colgué, con la impresión de haber hecho un buen trabajo al plantar la primera semilla.
Me hice un sándwich tostado de queso para comer, pero luego no pude con él. El olor del queso y del pan tostado me hacían sentir el estómago acalorado y sudoroso. Me tomé dos aspirinas y me tumbé. Creía que no me dormiría, pero sí lo hice. Al despertarme eran casi las cuatro, momento de plantar algunas semillas más. Llamé a los amigos de Joe —es decir, a los pocos que tenían teléfono— y a cada uno le pregunté si lo había visto. Les dije que no había vuelto a casa la noche anterior, que todavía no había llegado y que ya empezaba a preocuparme. Todos contestaron que no, claro, y todos querían oír los detalles sabrosos, pero sólo le dije algo a Tommy Anderson, probablemente porque sabía que Joe se había ufanado ante él sobre cómo mantenía a raya a su mujer, y el pobre simplón de Tommy se lo tragó. Incluso en ese momento tuve cuidado de no exagerar. Sólo dije que Joe y yo habíamos discutido y que probablemente él se había largado cabreado. Aquella tarde hice un par de llamadas más, incluyendo a algunos de los que ya había llamado previamente, y me alegró comprobar que el rumor empezaba a esparcirse.
Aquella noche no dormí demasiado bien: tuve sueños terribles. Uno fue sobre Joe. Estaba de pie en el fondo del pozo, mirando hacia arriba con la cara blanca y aquellos círculos oscuros sobre la nariz que daban la impresión de que se hubiera metido pedazos de carbón en los ojos. Decía que estaba solo y no paraba de pedirme que saltara al pozo para hacerle compañía.
El otro fue peor, porque era sobre Selena. Tenía unos cuatro años y llevaba el vestido rosa que su abuela Trisha le cosió justo antes de morir. Selena subía a mi habitación y yo veía que llevaba mis tijeras de coser en la mano. Yo tendía una mano para cogerlas y ella negaba con un gesto: «Es culpa mía y tengo que pagar yo», decía. Luego se llevaba las tijeras a la cara y se cortaba la nariz. Yo caía al suelo, entre la suciedad, tras sus zapatos de cuero y me despertaba llorando. Eran sólo las cuatro, pero ya había dormido bastante por aquella noche y no era tan tonta como para no darme cuenta.
A las siete volví a llamar a Vera. Esta vez contestó su mayordomo faldero: Kenopensky. Le dije que sabía que Vera me esperaba aquella mañana pero que no podía ir, al menos hasta que averiguara dónde estaba mi marido. Expliqué que llevaba dos noches sin aparecer y que hasta entonces nunca había pasado más de una noche borracho sin volver a casa.
Cuando ya acabábamos de hablar, la propia Vera tomó el supletorio y me preguntó qué pasaba.
—Parece que he perdido a mi marido —le expliqué.
Durante un par de segundos no dijo nada, y hubiera dado un pastel por saber qué estaba pensando. Luego habló y dijo que en mi lugar no le preocuparía nada la desaparición de Joe St. George.
—Bueno, tenemos tres hijos y es como si me hubiera acostumbrado a él. Llegaré más tarde, si Joe aparece.
—Está bien —concluyó. Y luego—: ¿Sigues ahí, Ted?
—Sí, Vera —contestó.
—Bueno, pues haz alguna tarea de hombres. Aporrea algo, o empuja algo. Me da igual lo que sea.
—Sí, Vera —repitió, y luego sonó un ligero clic al colgar.
Vera se quedó callada un par de segundos más. Luego añadió:
—Tal vez haya sufrido un accidente, Dolores.
—Sí —respondí—. No me sorprendería. Lleva varias semanas bebiendo mucho y cuando traté de hablar con él del dinero de los niños, el día del eclipse, estuvo a punto de estrangularme.
—Oh, ¿de verdad? —Un par de segundos más y luego dijo—: Buena suerte, Dolores.
—Gracias —contesté—. Tal vez la necesite.
—Si puedo hacer algo, dímelo.
—Muy amable.
—De eso nada —contestó Vera—. Lo que pasa es que no me gustaría perderte. Hoy en día cuesta mucho encontrar sirvientas que no se dediquen a meter la suciedad debajo de la alfombra.
Por no hablar de las sirvientas que no se acuerdan de dejar los felpudos encarados en la dirección adecuada, pensé, aunque no lo dije. Le di las gracias y colgué. Dejé pasar media hora y llamé a Garrett Thibodeau. En aquella época no existía nada tan moderno y aparente como un comisario de policía en Little Tall: Garrett era el guardia del pueblo. Ocupó ese cargo en 1960, cuando a Edgar Sherrick le dio el ataque.
Le conté que Joe no había ido a casa en las dos noches anteriores y que empezaba a preocuparme. Garrett parecía adormilado. Creo que llevaba tan poco rato despierto que aún no se habría acabado la primera taza de café, pero dijo que se pondría en contacto con la policía estatal de la península y que hablaría con unos cuantos en la isla. Sabía que serían los mismos a los que yo ya había llamado —en algunos casos, incluso dos veces—, pero no se lo dije. Para acabar, Garrett añadió que estaba seguro de que vería a Joe a la hora de comer. Seguro, viejo pedorro, pensé al colgar; tan seguro como que los cerdos silban. Supongo que aquel tipo tenía suficiente cerebro como para cantar Yankee Doodle mientras cagaba, pero dudo que fuera capaz de recordar la letra.
Pasó una maldita semana entera hasta que lo encontraron, y para entonces yo ya estaba medio loca. Selena volvió el miércoles. La llamé el martes a última hora de la tarde y le conté que su padre había desaparecido y que la cosa parecía seria. Le pregunté si quería volver a casa y dijo que sí. Melissa Caron —ya sabéis, la madre de Tanya— fue a buscarla. Dejé a los chicos donde estaban: enfrentarme a Selena ya era bastante para empezar. Me pilló en mi huertecillo el jueves, aún dos días antes de que por fin encontraran a Joe, y me dijo:
—Mamá, dime una cosa.
—Lo que quieras, cariño.
Creo que parecía tranquila, pero ya me imaginaba lo que se avecinaba. Lo que yo te diga.
—¿Le hiciste algo?
De repente volvió mi sueño. Selena con cuatro años y su bonito vestido rojo, alzando mis tijeras de coser y cortándose la nariz. Y pensé… Recé: «Dios, por favor, ayúdame a mentir a mi hija. Por favor, Dios. Nunca volveré a pedirte nada si me ayudas a mentir a mi hija para que me crea y nunca tenga dudas».
—No —contesté. Llevaba los guantes de jardinero, pero me los quité para poder apoyar las manos en sus hombros. La miré a los ojos—. No, Selena. Estaba borracho y desagradable y me estranguló con la fuerza suficiente para dejarme estas marcas en el cuello, pero no le hice nada. Lo único que hice fue irme, y lo hice porque estaba demasiado asustada para quedarme. Lo entiendes, ¿no? ¿Lo entiendes y no me culpas? Ya sabes lo que se siente cuando le tienes miedo, ¿verdad?
Asintió, pero sus ojos no abandonaron los míos. Eran de un azul más oscuro que nunca: el color del mar justo después de un chubasco. En mi ojo interior vi el brillo del filo de las tijeras y su naricilla cayendo entre el polvo. Y te diré lo que pienso: pienso que Dios oyó la mitad de mi petición aquel día. Me he dado cuenta de que casi siempre las oye. Ninguna de las mentiras que dije sobre Joe más adelante fue mejor que la que le conté a Selena aquella calurosa tarde de julio entre las judías y las cukes… Pero ¿me creyó? ¿Me creyó y no dudó nunca? Por mucho que quiera creer que la respuesta es que sí, no puedo. Lo que oscurecía sus ojos era la duda: entonces y para siempre.
—La máxima culpa que tengo es por haberle comprado una botella de alcohol, por haber tratado de sobornarlo para que fuera amable. Tendría que haberme dado cuenta.
Siguió mirándome un rato y luego se agachó y cogió la bolsa de pepinos que acababa de llenar.
—De acuerdo —concluyó—. Te llevo esto a casa.
Y eso fue todo. Nunca volvimos a hablar de ello, ni antes ni después de que lo encontraran.
Debió de oír muchas cosas sobre mí, tanto en la isla como en el instituto, pero no volvió a hablar del asunto. Sin embargo, la frialdad empezó allí, aquella tarde en el jardín. Y allí apareció entre nosotras la primera grieta en el muro que todas las familias ponen entre ellas y el resto del mundo.
Desde entonces, no ha hecho más que ensancharse. Me llama y me escribe con una regularidad matemática, es buena para eso, pero aun así permanecemos distantes. Somos extrañas. Yo hice lo que hice sobre todo por Selena, no por los niños ni por el dinero que su padre pretendía robar. Si le busqué la muerte fue sobre todo por Selena y lo que perdí por protegerla fue su amor más profundo. Una vez oí a mi padre decir que Dios la jodió el día en que creó el mundo y con el paso de los años he llegado a entender lo que quería decir. Y… ¿sabes lo peor? A veces es divertido. A veces es tan divertido que no puedes evitar reírte incluso cuando todo se desmorona a tu alrededor.
Mientras tanto, Garrett Thibodeau y sus compinches se ajetreaban en no encontrar a Joe.
Había llegado a tal extremo que se me ocurrió que tendría que descubrirlo yo misma, por poco que me apeteciera la idea. Si no llega a ser por la pasta, me hubiera encantado dejarlo ahí abajo hasta el día del juicio final. Pero el dinero estaba en Jonesport, sentadito en una cuenta a su nombre, y no me apetecía esperar siete años hasta que lo declarasen legalmente muerto para que yo pudiera recuperarlo. Selena iría a la universidad al cabo de poco más de dos años y querría parte de ese dinero para ponerse en marcha.
La idea de que Joe pudiera haberse ido con su botella al bosque de detrás de casa y hubiera pisado una trampa o hubiese caído al volver borracho en la oscuridad empezó a asomar por fin.
Garrett insistió en que se le había ocurrido a él, pero me cuesta mucho creerlo porque fui con él a la escuela. Da lo mismo. Colgó una lista para reclutar voluntarios en la puerta del ayuntamiento el jueves por la tarde, y el sábado por la mañana —es decir, una semana después del eclipse— empezó una partida de búsqueda formada por cuarenta o cincuenta hombres.
Formaron una línea por el lado de Highgate Woods que da a East Head y fueron avanzando hacia la casa, primero a través del bosque y luego por Russian Meadow. Hacia la una, los vi cruzar el prado en una larga hilera, riendo y bromeando, pero cuando cruzaron y entraron en nuestra propiedad y se metieron en los zarzales de moras, cesaron las bromas y empezaron las maldiciones.
Me quedé en la puerta de entrada, viéndolos llegar, y el corazón me latía con tanta fuerza que parecía a punto de salirse por la garganta.
Recuerdo que pensé que al menos Selena no estaba en casa —había ido a ver a Laurie Langill—, lo cual era una bendición. Luego empecé a pensar que aquellas zarzas les harían enviarlo todo a cascarla y abandonar la búsqueda antes de llegar a las cercanías del pozo. Pero seguían acercándose. De repente, oí gritar a Sonny Benoit:
—¡Eh, Garrett! ¡Aquí! ¡Venid aquí!
Y supe que, para bien o para mal, habían encontrado a Joe.
Le hicieron la autopsia, claro. Se la hicieron el mismo día y supongo que todavía duraría cuando Jack y Alicia Forbert trajeron a los críos de vuelta, al anochecer. Pete estaba llorando, pero parecía confuso: creo que no acababa de entender lo que le había ocurrido a su padre. Joe junior sí, y cuando me abordó pensé que iba a preguntar lo mismo que Selena y me dispuse a contestar con la misma pregunta. Pero me preguntó algo totalmente distinto:
—Ma —dijo—. Si yo estuviera contento de que papá haya muerto… ¿Dios me enviaría al infierno?
—Joey, uno no puede evitar sus sentimientos y creo que eso lo sabe Dios —le contesté.
Entonces se echó a llorar y dijo algo que me partió el corazón:
—Yo intentaba quererle. Siempre lo intentaba, pero él no me dejaba.
Lo tomé entre mis brazos y le abracé con todas mis fuerzas. Creo que fue el momento en que más cerca estuve de llorar en toda esta historia… Pero, claro, debéis recordar que no había dormido bien y que aún no tenía ni idea de cómo saldrían las cosas.
Tenía que haber un interrogatorio el martes y Lucien Mercier, que en aquella época dirigía el único tanatorio de Little Tall, me informó que al fin me permitirían enterrar a Joe en el cementerio de The Oaks el miércoles. Pero el lunes, el día antes del interrogatorio, Garrett me llamó por teléfono y me preguntó si podía bajar a su oficina sólo para un rato. Era una llamada que había esperado y temido, pero no podía hacer nada, de modo que le pedí a Selena que le diera la comida a los chicos y salí. Garrett no estaba solo. El doctor John McAuliffe estaba con él. Eso también lo había esperado, más o menos, pero aun así el corazón me dio un vuelco.
En aquella época McAuliffe era el forense del condado. Murió tres años después, cuando un quitanieves chocó con su pequeño escarabajo Volkswagen. Cuando McAuliffe murió lo sustituyó Henry Briarton. Si Briarton llega a ser el forense en el sesenta y tres, me hubiera sentido mucho más tranquila en la charla de aquel día. Briarton es más listo que el pobre Garrett Thibodeau, pero sólo un poco. En cambio, John McAuliffe… Tenía una mente brillante como la luz del faro de Battiscan.
Era un escocés genuino que había aparecido por aquí justo después del fin de la Segunda Guerra Mundial, con su pronunciación y sus tacos escoceses. Supongo que debía de ser ciudadano estadounidense, puesto que además de ser médico ejercía como forense, pero desde luego no hablaba como la gente de por aquí. No es que me preocupara; sabía que tendría que enfrentarme a él, tanto si era americano como escocés, como jodido chino.
Su cabello era de un blanco níveo, aunque no debía de tener más de cuarenta y cinco años, y los ojos de un azul tan brillante y agudo que parecían taladros. Cuando te miraba, te sentías como si te atravesara la cabeza y te ordenara alfabéticamente los pensamientos. En cuanto lo vi sentado junto al escritorio de Garrett y oí el clic de la puerta que nos separaba del resto del edificio del ayuntamiento al cerrarse, supe que lo que ocurriera al día siguiente en la península no importaría ni un comino. El verdadero interrogatorio sería allí mismo, en aquella habitación minúscula del guardia, con un calendario de la Weber Oil colgado en una pared y una foto de la madre de Garrett en la otra.
—Siento molestarla en su luto, Dolores —se excusó Garrett. Se frotaba las manos, como si estuviera nervioso, y me recordó al señor Pease, el del banco. Sin embargo, Garrett debía de tener más callos en las manos, porque el sonido de las manos al frotar arriba y abajo era como si se pasara una fina lija sobre una tabla seca—. Pero al señor McAuliffe le gustaría hacerle algunas preguntas.
Por la sorprendida mirada que Garrett dirigió al doctor entendí que él no sabía cuáles eran esas preguntas, y eso aún me asustó más. No me gustaba la idea de que aquel tozudo escocés pensara que el asunto era tan serio como para reservar sus propias ideas y no dar al pobre Garrett Thibodeau la oportunidad de fastidiarle el trabajo.
—Mi más sincero pésame, señora St. George —saludó McAuliffe con su duro acento escocés.
Era un hombre pequeño, pero corpulento y de buena hechura. Llevaba un bigotito agradable, tan blanco como el cabello de la cabeza, vestía un traje de lana con chaleco y del mismo modo que no hablaba como los de aquí también su aspecto resultaba foráneo. Aquellos ojos seguían taladrando mi frente y vi que no sentía ninguna compasión por mí, por mucho que dijera lo contrario. Probablemente no la sentiría por nadie, ni siquiera por él mismo.
—Siento mucho, mucho, su dolor y su desgracia.
Claro, y si voy y me lo creo me dirás algo más, pensé. La última vez que sentiste algo, doctor, fue cuando necesitabas el lavabo público y se rompió la cuerda de la moneda trucada. Pero en ese mismo momento decidí que no mostraría lo asustada que estaba. Tal vez ya me hubiera pillado, tal vez no. Tenéis que recordar que, hasta donde yo sabía, estaba a punto de decirme que después de tumbar a Joe en la mesa, en el sótano del hospital del condado, al abrir sus manos había caído un pedacito de nailon blanco: un retazo de sujetador. Bueno, podía ser. Pero aun así no pensaba darle la satisfacción de retorcerme ante su mirada. Y estaba acostumbrado a que los demás se retorcieran ante su mirada: lo llegaba a considerar como una obligación y le gustaba.
—Muchas gracias —contesté.
—¿Quiere sentarse, señora? —preguntó, como si fuera su oficina, y no la del pobre y confuso Garrett.
Me senté y me preguntó si le daba permiso para fumar. Le dije que, en cuanto a lo que a mí concernía, tenía luz verde. Sonrió como si hubiera dicho algo gracioso, pero sus ojos no sonreían.
Sacó una pipa grande y negra del bolsillo del abrigo, un paquete de tabaco, y la cargó. Mientras lo hacía, sus ojos no me abandonaron. Ni siquiera cuando ya la tenía atrapada entre los dientes y el humo se elevaba desde el cuenco. Su forma de contemplarme a través del humo me provocaba escalofríos y me hacía pensar de nuevo en el faro de Battiscan: dicen que brilla casi a más de dos kilómetros incluso en una noche de niebla tan espesa que puedes palparla con la mano.
Empecé a retorcerme bajo su mirada a pesar de mis buenas intenciones y luego pensé en Vera Donovan diciendo: «Tonterías… Cada día muere algún marido, Dolores». Se me ocurrió que McAuliffe podía mirar a Vera hasta que se le cayeran los ojos y no conseguiría ni que cruzara las piernas. Al pensar eso me relajé un poco y me quedé más tranquila. Dejé las manos plegadas sobre el bolso y me quedé esperando.
Al final, cuando vio que no me iba a caer de la silla y confesar que había matado a mi marido —en medio de una lluvia de lágrimas, como a él le habría gustado, supongo—, se quitó la pipa de la boca y dijo:
—Usted le dijo al guardia que esos moratones del cuello se los había hecho su marido, señora St. George.
—Sí —contesté.
—Que habían estado los dos sentados en el porche para ver el eclipse y entonces empezaron a discutir.
—Ajá.
—¿Y qué discutían, si no es mucho preguntar?
—Sobre todo, del dinero —expliqué—. Y además de la bebida.
—Pero usted misma le había comprado el licor con el que se emborrachó ese día, señora St. George. ¿No es eso cierto?
—Ajá —respondí.
Me asaltaban las ganas de decir algo más, de explicarme, pero no lo hice, aunque habría podido. Era lo que McAuliffe esperaba, ¿entendéis?, que me lanzara. Para que mis palabras me llevaran a la celda.
Al final se cansó de esperar. Removió los dedos como si estuviera inquieto y luego concentró de nuevo su mirada de faro sobre mí.
—Después del incidente del estrangulamiento, usted dejó a su marido; se fue a Russian Meadow, de camino a East Head, para ver el eclipse sola.
—Ajá.
Se inclinó hacia delante de repente, con las manitas sobre las rodillas y dijo:
—Señora St. George, ¿sabe en qué dirección soplaba el viento ese día?
Fue como el día de noviembre del 62, cuando encontré el pozo al caerme: me pareció oír el mismo crujido y pensé: «Ten cuidado, Dolores Claiborne. Ten mucho cuidado. Hoy hay pozos por todas partes y este hombre sabe dónde está cada uno de esos malditos agujeros».
—No —contesté—. No lo sé. Y cuando no sé de dónde viene el viento, generalmente significa que es un día de calma.
—De hecho, no había más que una brisa… —empezó a decir Garrett, pero McAuliffe alzó la mano y le cortó como una navaja.
—Venía del oeste —aclaró—. Un viento del oeste, una brisa del oeste, si prefiere, de entre diez y quince kilómetros por hora, con rachas de veinticinco. Me resulta extraño, señora St. George, que ese viento no le llevara los gritos de su marido cuando estaba en Russian Meadow, a menos de medio kilómetro de distancia.
No dije nada durante los tres segundos siguientes. Había decidido contar mentalmente hasta tres antes de contestar cualquier pregunta. Eso podía servir para no responder demasiado rápido y pagarlo cayendo en alguna de las trampas que me habría tendido. Pero McAuliffe debió de pensar que me había confundido desde el principio, porque se inclinó hacia delante en la silla y estoy dispuesta a declarar bajo juramento que sus ojos pasaron del azul caliente al blanco caliente.
—No me sorprende —respondí—. Para empezar, once kilómetros por hora no es más que un soplo de aire en un día de niebla. Además, había casi un millar de botes en la bahía, todos tocando la bocina. ¿Y cómo sabe usted si gritó? Desde luego, usted no lo oyó.
Se retrepó en el asiento, con cierta decepción.
—Es una deducción razonable —concedió—. Sabemos que no murió por la caída y las pruebas forenses sugieren con insistencia que al menos tuvo un prolongado período de conciencia. Señora St. George, si usted se cayera en un pozo abandonado y se encontrara con la mandíbula rota, el tobillo partido, cuatro costillas rotas y una muñeca distendida… ¿No pediría ayuda y socorro?
Conté los tres segundos con el truco del millón y luego respondí:
—No soy yo quien cayó en el pozo, doctor McAuliffe. Era Joe y había bebido.
—Sí —repuso McAuliffe—. Usted le compró una botella de whisky escocés, a pesar de que todas las personas con las que he hablado dicen que usted odiaba que bebiera; a pesar de que se volvía desagradable y peleón cuando bebía, usted le compró una botella de whisky, y no es que hubiera bebido, es que estaba borracho. Estaba muy borracho. También tenía la boca llena de fluido y la camisa estaba manchada hasta la cintura. Si se combina la presencia de ese fluido con el hecho de que tenía las costillas rotas, con las consecuentes heridas pulmonares… ¿Sabe usted lo que eso sugiere?
Un millón uno, un millón dos, un millón tres…
—No —contesté.
—Algunas de las costillas rotas se habían clavado en los pulmones. Esa clase de heridas siempre sangran, pero no tanto. La cantidad de sangre probablemente procede, según mi deducción, de los constantes gritos de auxilio del difunto.
No era una pregunta, pero conté hasta tres antes de responder:
—Usted cree que él gritó para pedir auxilio. ¿Se trata de eso?
—No, señora. No sólo lo creo: tengo la certeza moral de que fue así.
Esta vez no esperé.
—Doctor McAuliffe, ¿cree usted que yo empujé a mi marido al pozo?
Eso le sorprendió. Sus ojos de faro no sólo pestañearon, sino que durante unos segundos llegaron a apagarse. Toqueteó la pipa un rato más, luego la llevó de nuevo a la boca y dio una calada, sin dejar de pensar en cómo debía de manejar el asunto.
Sin darle tiempo a decidirlo, Garrett intervino. Se había puesto rojo como la grana.
—Dolores. Estoy seguro de que nadie cree… Es decir, nadie ha considerado siquiera la idea de que…
—Yo sí —interrumpió McAuliffe. Había conseguido descarrilar su pensamiento por unos segundos, pero vi que ya había vuelto a recuperar el raíl sin ningún problema—. Yo sí la he considerado. Entenderá, señora St. George, que parte de mi trabajo…
—Oh, deje de llamarme señora St. George —protesté—. Si va a acusarme de tirar a mi marido al pozo y luego quedarme mirándolo mientras él gritaba pidiendo auxilio, no se contenga y llámeme Dolores.
Esta vez no pretendía desorientarlo, Andy, pero que me parta un rayo si no es verdad que lo conseguí por segunda vez en tan poco rato. Dudo que nadie lo hubiera puesto a prueba con tanta dureza desde la universidad.
—Nadie le acusa de nada, señora St. George —dijo con su rigidez.
Y lo que vi en sus ojos significaba: «Al menos, todavía no».
—Mejor así —contesté—. Porque la idea de que yo tirase a Joe al pozo es simplemente estúpida, ¿sabe? Pesaba al menos veinte kilos más que yo, probablemente bastante más que eso. Había engordado bastante en los últimos años. Además, no le importaba usar los puños si alguien se cruzaba en su camino o le cabreaba. Se lo digo como esposa que he sido durante dieciséis años, y encontrará a mucha gente que pueda decirle lo mismo.
Claro, Joe no me había pegado en los últimos tiempos, pero yo tampoco había tratado de desmentir la opinión, generalizada entre la gente de la isla, de que lo hacía regularmente. En aquel momento, con los ojos azules de McAuliffe tratando de atravesarme la frente, lo agradecí un montón.
—Nadie dice que lo tirase usted —matizó el escocés. Ahora se echaba atrás. Vi en su cara que él mismo se daba cuenta de su renuncio, pero no tenía ni idea de cómo había llegado ahí. A juzgar por su rostro, se suponía que era yo quien debía estar reculando—. Pero seguro que él chilló. Debió de hacerlo durante bastante rato, tal vez horas, y en voz muy alta.
Un millón uno, un millón dos, un millón tres…
—Puede que ahora le entienda mejor. Tal vez usted crea que cayó al pozo accidentalmente y que yo lo oí y simplemente me hice la sorda. ¿Se refiere usted a eso?
Vi en su cara que se refería exactamente a eso. También vi que le cabreaba que el asunto no se estuviera planteando como él esperaba, como siempre que preparaba esos pequeños interrogatorios. En sus dos mejillas había asomado una minúscula circunferencia de color rojo brillante. Me encantó verlo, porque quería que se cabreara. Los hombres como McAuliffe son más fáciles de manejar cuando están cabreados, porque tienen la costumbre de mantener la compostura mientras son los demás quienes la pierden.
—Señora St. George, será muy difícil conseguir nada que valga la pena si sigue usted contestando a mis preguntas con preguntas.
—Bueno, es que usted no ha preguntado nada, señor McAuliffe —apunté, abriendo los ojos con apariencia ingenua—. Me ha dicho que Joe debió de gritar (usted ha dicho «chillar»), por eso le he preguntado si…
—De acuerdo, de acuerdo —interrumpió, al tiempo que se retiraba la pipa de la boca y la dejaba en el cenicero de Garrett con la suficiente fuerza como para que sonara.
Ahora le ardían los ojos y tenía una tira roja en la frente además de las circunferencias de las mejillas.
—¿Le oyó usted pedir auxilio, señora St. George?
Un millón uno, un millón dos, un millón tres…
—John, no creo que haya razones para apretar a esta mujer —intervino Garrett, más incómodo que nunca y rompiendo una vez más la concentración del escocés. Estuve a punto de echarme a reír. Me hubiera ido mal, no lo dudo, pero la cuestión es que estuve a punto.
McAuliffe se dio la vuelta y se dirigió a Garrett:
—Aceptó dejar que me encargara yo.
El pobre viejo de Garrett se retrepó en la silla tan rápido que casi la tumba, y estoy segura de que tuvo hasta un tirón en la espalda.
—Vale, vale, no hace falta alterarse —murmuró.
McAuliffe se volvió hacia mí, dispuesto a repetir la pregunta, pero no le dejé. Ya casi había contado hasta diez.
—No —contesté—. No oí más que a la gente de la bahía, que tocaban la bocina y gritaban como locos en cuanto vieron que empezaba el eclipse.
Esperó a que dijera algo más —su viejo truco de dejar que la gente caiga por sí misma en la trampa—, y el silencio giró entre nosotros. Mantuve las manos enlazadas sobre el bolso y dejé que girase. Él me miró y le devolví la mirada.
«Acabarás hablando, mujer —decían sus ojos—. Acabarás diciéndome todo lo que quiero oír… Y si hace falta lo dirás dos veces».
Y los míos contestaban: «De eso nada, monada. Te puedes quedar ahí sentado con tus ojos de diamante hasta que el infierno se convierta en una pista de patinaje sobre hielo y no conseguirás una palabra de más, a no ser que abras la boquita y preguntes».
Seguimos así durante un maldito minuto entero, retándonos con la mirada, y hacia el fin noté que me debilitaba, que quería decirle algo, aunque sólo fuera: «¿No le explicó su madre que mirar fijamente es de mala educación?». Entonces intervino Garrett, o mejor dicho su estómago. Soltó un ruido muy laaaaaaaargo.
McAuliffe lo miró rabioso como una mona, y Garrett sacó la navaja de bolsillo y se puso a limpiarse las uñas. McAuliffe sacó una libreta del bolsillo interior de su abrigo de lana (¡lana en julio!), miró algo que había escrito en ella y la volvió a guardar.
—Trató de escalar —explicó por fin, de un modo tan casual como si hubiera dicho: «He quedado para comer».
Fue como si alguien me hubiera clavado un tenedor en la riñonada, donde me dio Joe con el leño, pero intenté que no se me notara.
—¿Ah, sí? —respondí.
—Sí. La pared interior del pozo está formada por grandes piedras y encontramos huellas ensangrentadas en algunas de ellas. Parece que consiguió alzar los pies y luego empezó a subir poco a poco, mano a mano. Debió de ser un esfuerzo hercúleo, pues tuvo que superar un dolor más penoso de lo que se puede imaginar.
—Lamento saber que sufrió —contesté. Mi voz sonaba más tranquila que nunca, o al menos eso creo, pero noté que el sudor empezaba a asomar por mis axilas y recuerdo que temí que me brotara también en la frente o en los pequeños orificios de la sien, donde él podría verlo—. Pobrecito Joe.
—Sí, claro —respondió McAuliffe. Le brillaban los ojos más que nunca, pero su voz sonaba suave como un gato ronroneando—. Encontramos una piedra grande entre sus piernas. Estaba cubierta por la sangre de su marido, señora St. George. Y en esa sangre encontramos unos cuantos fragmentos de porcelana. Y ¿sabe qué deduzco de eso?
Uno… dos… tres.
—Parece que la piedra debió de partirle la dentadura postiza, además de la cabeza —respondí—. Qué pena. Joe la necesitaba y no sé cómo se las arreglará Lucien Mercier para que tenga buen aspecto para el entierro sin la dentadura.
McAuliffe encogió los labios al oírme y pude echar un buen vistazo a sus dientes. No eran postizos. Supongo que pretendía ser una sonrisa, pero no lo parecía. Ni un pelo.
—Sí —afirmó, enseñándome su doble hilera de dientecitos hasta las encías—. Sí, ésa es también mi conclusión. Esos pedazos de porcelana son de la mandíbula inferior. Entonces, señora St. George… ¿tiene usted idea de cómo pudo la piedra golpear a su marido cuando estaba a punto de salir del pozo?
Uno… dos… tres.
—No. ¿Y usted?
—Sí —afirmó—. Más bien sospecho que alguien la arrancó del suelo y la lanzó cruelmente y con alevosía contra su rostro alzado y suplicante.
Después de eso nadie dijo nada. Yo hubiera querido, lo sabe Dios: quería saltar más rápido que nunca y decir: «No fui yo. Tal vez lo hiciera alguien, pero no fui yo». Sin embargo, no podía, porque estaba de nuevo en los zarzales y esta vez había pozos por todas partes.
En lugar de hablar me quedé mirándolo, pero de nuevo noté que el sudor amenazaba con brotar y que mis manos enlazadas querían estrecharse con fuerza. Si lo hacía, se me pondrían blancas las uñas y él se daría cuenta. McAuliffe estaba hecho para darse cuenta de esas cosas: sería otro resquicio sobre el que proyectar su Faro de Battiscan. Traté de pensar en Vera, en cómo le hubiera mirado ella —como si sólo fuera una mierda de perro que se le hubiera enganchado en el zapato—, pero no pareció servir de nada contra aquellos ojos que me perforaban. Antes, me había parecido casi como si ella estuviera en la habitación conmigo, pero ya no era así. Ya no había nadie más que yo y aquel doctorcillo escocés que se tenía a sí mismo por uno de esos detectives aficionados de las revistas (y cuyo testimonio, según descubrí más adelante, había enviado a casi una docena de personas a la cárcel), y me di cuenta de que cada vez estaba más cerca de abrir la boca y soltar algo. Y lo peor, Andy, era que no tenía la menor idea de qué acabaría saliendo. Oí el tic tac del reloj del escritorio de Garrett: era un sonido amplio y hueco.
Iba a decir algo cuando la persona de la que me olvidaba, Garrett Thibodeau, intervino.
Habló con voz preocupada, rápida, y noté que ya no podía seguir aguantando aquel silencio…
Debió de pensar que duraría hasta que alguien tuviera que gritar para aliviar la tensión.
—Bueno, John —dijo—. Creía que estábamos de acuerdo en que si Joe tiró de esa piedra pudo haberle caído encima y…
—¡Quiere callarse! —le gritó McAuliffe con voz altisonante y frustrada, al tiempo que yo me relajaba.
Se había acabado. Lo sabía, y creo que también lo sabía el escocés. Era como si los dos hubiéramos estado juntos en un cuarto oscuro y él me rozara la cara, tal vez con una cuchilla, y de repente el torpe de Garrett Thibodeau tropezara, cayera contra la ventana y levantara la persiana con un buen estallido, permitiendo que entrara la luz del sol, y yo me diera cuenta de que al fin y al cabo sólo me estaban tocando con una pluma.
Garrett murmuró algo acerca de que McAuliffe no tenía derecho a hablarle así, pero el doctor no le hizo ningún caso. Se volvió hacia mí y dijo:
—¿Entonces, señora St. George?
Con dureza, como si me tuviera arrinconada, pero los dos sabíamos que no era así. Sólo le cabía esperar que yo cometiera un error… pero yo tenía tres críos en los que pensar, y cuando una tiene críos se vuelve cuidadosa.
—Ya le he dicho lo que sé —respondí—. Se emborrachó mientras esperábamos el eclipse. Le hice un sándwich, creyendo que tal vez se recuperaría un poco, pero no sirvió de nada. Se puso a gritar, luego me quiso estrangular y me golpeó un poco, de modo que me largué a Russian Meadow. Cuando volví, se había ido. Pensé que se habría largado con alguno de sus amigos, pero ya estaba en el pozo. Supongo que habría intentado tomar el atajo a la carretera. Incluso puede ser que me estuviera buscando para pedirme perdón. Eso no lo sabré nunca, y tendré que conformarme. —Le dirigí una dura mirada—. Tal vez a usted le convenga la misma medicina, doctor McAuliffe.
—Déjese de consejos, señora —respondió McAuliffe, y sus manchas rojas en las mejillas ardían más que nunca—. ¿Se alegra de que haya muerto? ¡Dígamelo!
—¿Y eso qué coño tiene que ver con lo que le ocurrió? —repuse—. Joder, ¿qué le pasa?
No contestó. Cogió la pipa con un temblor apenas perceptible en la mano y se puso a encenderla de nuevo. No preguntó nada más. La última pregunta que me hicieron ese día vino de Garrett Thibodeau. McAuliffe no lo preguntó porque no importaba, al menos para él. En cambio a Garrett sí, y mucho más a mí, porque el asunto no se acabaría cuando yo abandonara el edificio del ayuntamiento: de alguna manera, en ese momento empezaría todo. Aquella pregunta y mi modo de responderla importaban mucho porque era la clásica cuestión que no significa nada en un juzgado pero que se murmura en los patios cuando las mujeres tienden las coladas o en los botes de pesca de langostas, cuando los hombres se sientan a comer con la espalda apoyada en el tambucho. Esas cosas no te envían a la prisión, pero te pueden colgar a ojos del pueblo.
—En nombre de Dios, ¿por qué le compró una botella de whisky? —casi gimoteó Garrett—. ¿Cómo se le pudo ocurrir?
—Pensé que si tenía algo que beber me dejaría en paz —contesté—. Pensé que podríamos sentarnos juntos tranquilamente a ver el eclipse y que me dejaría en paz.
No llegué a llorar de verdad, pero noté que me caía una lágrima por la mejilla. A veces creo que por eso pude seguir viviendo en Little Tall durante los treinta años siguientes: por aquella única lágrima. Si no llega a ser por eso, me hubieran echado con sus murmullos y cotilleos y señalándome a mis espaldas. Ah, sí, al final lo habrían logrado. Soy dura, pero no sé si existe alguien tan duro como para aguantar treinta años de murmullos y anónimos con mensajes como: «Te libraste con tu asesinato». Recibí algunos, y supuse quién me los enviaba, aunque eso ya no tiene nada que ver a estas alturas, pero se acabaron en otoño, cuando volvió a empezar el colegio.
De modo que supongo que se puede decir que le debo el resto de mi vida, incluida esta parte, a aquella lágrima… y a Garrett por correr la voz de que en última instancia no había sido tan dura de corazón como para no llorar por Joe. Tampoco era algo premeditado, no vayáis a creer. Pensaba en la pena que me daba que Joe hubiera sufrido tanto dentro del pozo como decía el escocés. A pesar de todo lo que hizo y de lo mucho que había llegado a odiarle desde que descubriera lo que pretendía hacerle a Selena, nunca pretendí que sufriera. Creía que la caída lo mataría, Andy, juro por Dios que creía que moriría directamente al caer.
El pobre Garrett Thibodeau se puso rojo como un semáforo. Sacó a trompicones un kleenex del paquete que tenía sobre la mesa y me lo acercó sin mirarme —supongo que pensaría que después de aquella primera lágrima vendría el llanto—, y me pidió perdón por haberme sometido a un interrogatorio «tan agotador». Supongo que era la mejor definición que se le ocurría.
En ese momento McAuliffe soltó un ¡hum!, dijo algo acerca de que estaría en el interrogatorio para oír cómo me tomaban testimonio y luego se fue: en realidad salió de estampida y dio un portazo tan fuerte que el cristal crujió. Garrett esperó a que desapareciera y luego me acompañó hasta la puerta, tomándome del brazo pero sin mirarme aún (era bastante cómico), y sin dejar de murmurar. No estoy segura de qué murmuraba, pero supongo que, fuera lo que fuese, era su manera de pedir perdón. El hombre tenía el corazón tierno y no soportaba ver a alguien desgraciado, eso se lo reconozco. Y diré una cosa más a favor de Little Tall: ¿en qué otro lugar podría un hombre así no sólo ser el guardia local durante casi veinte años, sino también recibir una cena en su honor con una ovación de gala al final cuando se retiró? Os diré lo que pienso: un lugar en el que un hombre de buen corazón puede tener éxito como defensor de la ley no es un mal lugar en el que vivir. En absoluto. Aún así, nunca me ha alegrado tanto oír que la puerta se cerraba tras de mí como aquel día, cuando la cerró Garrett.
Así que aquello era el hueso duro y, en comparación, el interrogatorio del día siguiente no sería nada. McAuliffe repitió algunas preguntas, y eran bastante difíciles, pero ya no tenía ningún poder sobre mí y los dos lo sabíamos. Mi lágrima funcionó muy bien, pero las preguntas de McAuliffe —aparte del hecho de que todo el mundo vio que estaba cabreado conmigo como una mona— tuvieron mucho que ver con el principio de los rumores que desde entonces han recorrido la isla. Total, la gente habría hablado igualmente, ¿no os parece?
El veredicto fue muerte accidental. A McAuliffe no le gustó y al final leyó sus conclusiones con voz casi muerta, sin levantar la mirada ni una sola vez, pero aun así lo que dijo tenía carácter oficial: Joe había caído borracho al pozo, probablemente había pedido auxilio durante un buen rato sin ser oído, y luego había tratado de ascender a pulso. Había llegado casi hasta arriba y entonces se había apoyado en una piedra inestable. La piedra había cedido, le había caído en la cabeza con tanta fuerza que le partió el cráneo (por no mencionar la dentadura) y lo había enviado de nuevo al fondo, donde había muerto.
Tal vez lo más importante —y no me di cuenta hasta más adelante— era que no habían podido encontrar motivos que atribuirme. Por supuesto, la gente del pueblo (así como el doctor McAuliffe, no me cabe duda) creía que si lo había hecho yo era para que no me pegara más, pero ese argumento no tenía el peso suficiente. Sólo Selena y el señor Pease sabían qué motivos tenía y a nadie, ni siquiera al listo del doctor McAuliffe, se le ocurrió interrogar al señor Pease. Si lo hubiese hecho, habría aparecido nuestra charla en The Chatty Buoy y le habrían creado un problema en el banco. Al fin y al cabo, yo le había convencido para que rompiera las normas.
En cuanto a Selena… Bueno, creo que Selena me juzgó con su propio tribunal. De vez en cuando notaba sus ojos fijos en mí, oscuros y tempestuosos, y en mi mente oía sus preguntas: ¿Le hiciste algo? ¿Le hiciste algo, mamá? ¿Fue por mi culpa? ¿Debería pagarlo yo?
Creo que sí lo pagó y eso es lo peor. La niñita isleña que nunca había salido del estado de Maine hasta que fue a Boston para un campeonato de natación a los dieciocho se ha convertido en una mujer lista, de exitosa carrera en Nueva York. Salió un artículo sobre ella en el New York Times hace dos años, ¿lo sabíais? Escribe en todas esas revistas y aun así encuentra tiempo para escribirme cada semana… Pero son cartas rutinarias, igual que las llamadas por teléfono un par de veces al mes. Creo que sus llamadas y las notitas que me envía son su manera de compensar a su corazón por el hecho de que ya no viene nunca, por cómo ha cortado sus lazos conmigo. Sí, creo que lo ha pagado, es cierto: creo que la que menos culpa tenía fue la que más pagó, y aún sigue pagando.
Tiene cuarenta y cuatro años, no se ha casado, está demasiado delgada y creo que bebe: lo noto más de una vez en su voz cuando me llama. Imagino que ésa debe de ser una de las razones por las que ya no viene nunca: no quiere que la vea bebiendo como a su padre. O tal vez tenga miedo de lo que pueda decir si se toma una copa de más y yo ando por ahí. De lo que pueda preguntar.
Pero da lo mismo. Eso es agua pasada. Conseguí librarme, eso es lo importante. Si llega a haber un seguro de vida, o si Pease no se hubiera callado, tal vez no lo habría conseguido. De esas dos cosas, tal vez lo peor habría sido una póliza de seguros bien cara. Lo último que necesitaba en el mundo era algún listillo investigador de una agencia de seguros que se sumara al doctorcillo escocés, a quien ya le cabreaba bastante la idea de que una isleña ignorante hubiera podido con él.
No, con cualquiera de esas dos cosas creo que me habrían pillado.
¿Qué pasó? Pues supongo que lo que pasa siempre en estos casos, cuando se comete un asesinato y no se descubre al culpable. La vida siguió, eso es todo. Nadie apareció con información en el último instante, como en las películas, ni yo intenté matar a nadie más y Dios no me castigó con un rayo. A lo mejor Él pensó que enviarme un rayo por Joe St. George era malgastar electricidad. Supongo que eso es una blasfemia, pero también me parece que no es más que la pura verdad.
La vida siguió. Volví a Pinewood y a Vera. Selena recuperó sus viejas amistades al volver al colegio aquel otoño y a veces la oía reír cuando hablaba por teléfono. Cuando por fin la noticia trascendió, Little Pete se lo tomó mal… y también Joe Junior. De hecho, Joe se lo tomó peor de lo que esperaba. Perdió peso y tuvo algunas pesadillas, pero al verano siguiente ya parecía recuperado. Lo único que cambió de verdad durante el resto de 1963 fue que Seth Reed vino a ponerme una tapa de cemento en el pozo viejo.
Seis meses después de la muerte de Joe, su testamento se abrió en el juzgado. Yo ni siquiera estaba allí. Recibí un papel en el que se me decía que todo era mío: podía venderlo o canjearlo o tirarlo al mar azul. Cuando acabé de leer qué me había dejado, pensé que la última de esas opciones parecía la mejor. Sin embargo, descubrí algo sorprendente: si tu marido muere de repente, puede ser útil que todos sus amigos fueran idiotas, como era el caso de Joe. Le vendí a Norris Pinette por veinticinco dólares la vieja radio de onda corta, con la que llevaba diez años molestando; y los tres camiones de chatarra del patio trasero a Tommy Anderson. El muy tonto estaba encantado de quedárselos y yo usé el dinero para comprarme un Chevy del 59 al que le sonaban las válvulas, pero aparte de eso funcionaba bien. También hice que pusieran a mi nombre las libretas de ahorro de Joe y volví a abrir las cuentas de los niños.
Ah, y otra cosa: en enero de 1964 empecé a usar de nuevo mi nombre de soltera. No monté ninguna fanfarria al respecto, pero maldita sea si estaba dispuesta a arrastrar el St. George conmigo para el resto de mi vida, como si fuera una lata atada a la cola de un perro. Supongo que se podría decir que corté la cuerda que sostenía la lata… pero no me libré de él con tanta facilidad como de su nombre, lo que yo te diga.
Tampoco es que esperara lo contrario: tengo sesenta y cinco años y al menos durante cincuenta he sabido que ser humano consiste sobre todo en saber escoger y en pagar la cuenta cuando llega. Algunas de las elecciones son bastante desagradables, pero eso no le da a una persona permiso para prescindir de ellas, sobre todo si esa persona tiene a otras que dependen de ella para que haga lo que ellas no pueden hacer. En ese caso, uno tiene que escoger lo mejor y luego pagar el precio. Para mí, el precio fue un montón de noches en las que me desperté bañada en sudor frío por las pesadillas, y aún más cuando no conseguía ni dormirme: eso y el ruido de la piedra cuando le golpeó en la cara, partiéndole el cráneo y la dentadura, aquel sonido como de vajilla rota sobre un ladrillo. Lo he oído durante treinta años. A veces es eso lo que me despierta, a veces me deja sin dormir y a veces me sorprende a plena luz del día. A lo mejor estaba durmiendo en casa, en el porche o limpiando la plata en casa de Vera o sentada para cenar con la tele encendida para ver la ópera y de repente lo oía. Aquel sonido. O el ruido seco de cuando golpeó el fondo. O su voz saliendo del pozo: «Dooo-looooor-eeesss».
Supongo que esos sonidos que oigo a veces no son muy distintos de lo que veía Vera cuando chillaba por los cables de las esquinas o por las pelusas bajo la cama. A veces, sobre todo cuando ya empezó a fallar de verdad, me acostaba y la abrazaba y pensaba en el sonido de aquella piedra y luego cerraba los ojos y veía un plato de porcelana rompiéndose sobre un ladrillo y convirtiéndose en añicos. Cuando veía eso la abrazaba como si fuera mi hermana, o como si fuera yo misma. Nos quedábamos tumbadas en la cama y luego nos abrazábamos las dos —ella conmigo para mantener las pelusas alejadas; yo con ella para alejar el sonido del plato de porcelana—; y a veces antes de dormirme pensaba: «Así se paga. Así se paga haber sido tan cabrona. Y no vale decir que si no hubieras sido tan cabrona no tendrías que pagar, porque a veces la vida te obliga a ser cabrona. Cuando fuera todo es penumbra y oscuridad y dentro sólo estás tú para crear la luz y encenderla, has de ser una cabrona. Pero el precio… Qué terrible precio».
Andy, ¿crees que podría tomar un traguito más de tu botella? No se lo diré a nadie.
Gracias. Y gracias a ti, Nancy Bannister, por aguantar a una viejota que se enrolla tanto como yo. ¿Cómo van tus dedos?
¿Sí? Qué bien, no te desanimes todavía. He adelantado a trompicones, ya lo sé, pero supongo que al fin he llegado de todas formas a la parte que querías oír de verdad. Mejor, porque es tarde y estoy cansada. Me he pasado la vida trabajando, pero no recuerdo haber estado jamás tan cansada como ahora.
Ayer por la mañana estaba fuera tendiendo la colada —parece que hace seis años, pero fue ayer mismo— y Vera tenía uno de sus días lúcidos. Por eso todo fue tan inesperado y por eso me quedé tan confusa. Cuando tenía un día lúcido a veces le daba por putear, pero ésta fue la primera y última vez en que se volvió loca.
Así que yo estaba abajo en el patio lateral y ella estaba arriba en su silla de ruedas, supervisando la operación como le gustaba. De vez en cuando gritaba:
—¡Seis pinzas, Dolores! ¡Seis pinzas en cada una de esas sábanas! ¡No intentes escaquearte con cuatro porque te estoy vigilando!
—Sí —le contesté—. Ya lo sé. Y estoy segura de que le encantaría que hubiera cinco grados menos y que soplara un vendaval de veinte nudos.
—¿Qué? —me ladró—. ¿Qué has dicho, Dolores Claiborne?
—He dicho que alguien debe de estar echando abono por algún jardín, porque huele mucho más a mierda que normalmente.
—¿Te estás pasando de lista, Dolores? —preguntó con su voz entrecortada y ondulante.
Sonaba como siempre que se le colaban en la azotea unos cuantos rayos de sol más de lo normal. Sabía que más adelante podía dedicarse a algo malo, pero no me preocupaba demasiado: en aquel momento me alegraba de que estuviera tan espabilada. A decir verdad, parecía como en los viejos tiempos. Llevaba tres o cuatro meses como perdida y era más bien agradable ver que había vuelto… hasta el punto en que podía volver la vieja Vera, no sé si me entendéis.
—No, Vera —le contesté—. Si fuera de lista, hace mucho tiempo que no trabajaría para ti.
Esperaba que me gritara algo, pero no lo hizo. De modo que seguí tendiendo las sábanas y los pañales y las toallas y todo lo demás. Luego, cuando aún me quedaba media colada, paré. Tenía un mal presagio. No sabría decir por qué, ni cómo empezó. De repente estaba ahí: un mal presagio de verdad. Y por un momento se me ocurrió la cosa más extraña: «Esa chica tiene problemas… Aquella que vi el día del eclipse, la que me vio. Ahora es mayor, casi tiene la edad de Selena, pero está metida en un problema terrible».
Me di la vuelta y miré hacia arriba, casi esperando ver la versión adulta de aquella niña con su vestido brillante de rayas y su pintalabios, pero no vi a nadie y no me gustó. No me gustó porque Vera debía de haber estado ahí, casi colgada del tejado para asegurarse de que usaba la cantidad adecuada de pinzas. Pero se había ido y no entendí cómo, porque yo misma la había instalado en la silla y había dejado el freno puesto después de situarla junto a la ventana tal como ella quería.
Entonces la oí gritar.
—¡Doooo-looooor-eeessss!
¡Qué escalofrío me recorrió la espalda al oírlo, Andy! Era como si hubiera vuelto Joe. Por un momento me quedé helada. Luego volvió a gritar y esta vez la reconocí.
—¡Doo-loooor-esss! ¡Son las pelusas! ¡Están por todas partes! ¡Ay, Dios! ¡Socorro, Dooo-loor-eesss! ¡Socorroo!
Me di la vuelta para correr hacia la casa, tropecé con el maldito canasto de la colada y fui rodando hasta las sábanas que acababa de tender. Me quedé liada entre ellas y tuve que luchar por abrirme camino. Por un instante fue como si a las sábanas les hubieran crecido manos y trataran de estrangularme, o simplemente de retenerme. Y mientras tanto Vera seguía gritando y yo pensaba en aquel viejo sueño, aquel de la cabeza polvorienta con los dientes separados. Pero esta vez el rostro que ocupaba la cabeza era de Joe y los ojos estaban oscuros y apagados, como si alguien hubiese metido dos pedazos de carbón en medio de aquella nube de polvo y se hubieran quedado ahí flotando.
—¡Dolores, por favor, corre! ¡Por favor, ven corriendo! ¡Las pelusas! ¡HAY PELUSAS POR TODAS PARTES!
Luego gritó. Fue horrible. Ni en tus peores sueños imaginarías que una vieja gorda como Vera Donovan pudiera gritar tanto. Era como si el fuego, la inundación y el fin del mundo se hubieran desatado a la vez.
Me abrí paso entre las sábanas y al levantarme noté que se me soltaba un tirante del sujetador, igual que el día del eclipse, cuando Joe estuvo a punto de matarme hasta que conseguí liberarme. Y ya sabes qué se siente cuando te parece que ya has estado en un lugar y sabes lo que va a decir la gente incluso antes de que lo diga. Esa sensación me asaltó con tanta fuerza que era como si estuviera rodeada de fantasmas que me asían con dedos invisibles.
Y… ¿sabéis una cosa? Parecían fantasmas polvorientos.
Entré corriendo por la puerta de la cocina y volé escaleras arriba con toda la fuerza que me permitían las piernas y ella no paraba de gritar y gritar y gritar. Se me empezó a caer el sujetador y al llegar al rellano de atrás miré alrededor, segura de que vería a Joe levantándose y tratando de agarrarme.
Luego miré hacia el otro lado y vi a Vera. Había recorrido tres cuartas partes de la sala, camino de la escalera frontal, y se alejaba de espaldas a mí sin dejar de gritar. Tenía una gran mancha marrón en el trasero de la bata porque se lo había hecho encima: esta vez no era por puterío ni por maldad, sino por puro miedo.
La silla de ruedas estaba cruzada ante la puerta de la habitación. Habría soltado el freno al ver lo que la asustaba. Hasta entonces, cuando le daban ataques de horror sólo podía quedarse sentada o tumbada donde estuviera y pedir ayuda, y mucha gente os confirmaría que no era capaz de moverse por sí misma, pero ayer sí lo hizo: lo juro. Soltó el freno de la silla, le dio la vuelta, cruzó la habitación y luego no sé cómo se levantó, la dejó cruzada en el umbral y se arrastró hasta el vestíbulo.
Me quedé helada durante uno o dos segundos viendo cómo se arrastraba y pensando qué habría visto, qué podía ser tan terrible como para que hiciera eso, para que caminara cuando se suponía que ya no era capaz, qué podía ser aquello que ella sólo conseguía llamar «pelusa».
Pero entonces vi a dónde se dirigía: directa hacia las escaleras.
—¡Vera! —chillé—. ¡Vera, basta de locuras! ¡Te vas a caer! ¡Para!
Luego corrí tanto como pude. La sensación de que todo eso ocurría por segunda vez volvió a asaltarme, sólo que en esta ocasión sentí que yo era Joe, que era yo quien trataba de agarrarse a algo.
No sé si no me oyó o si tal vez en su confuso estado creyó que yo me hallaba delante de ella y no detrás. Lo único que sé es que siguió gritando:
—¡Dolores, socorro! ¡Ayúdame, Dolores! ¡Las pelusas! —Y caminó aún más rápido.
Ya casi había recorrido todo el rellano. Yo pasé corriendo por delante de la puerta de su habitación y me di un buen golpetazo en el tobillo con uno de los apoyapiés de la silla de ruedas: mirad, aquí, todavía tengo el morado. Corrí con todas mis fuerzas gritando:
—¡Para, Vera! ¡Para!
Traspuso el rellano y avanzó un pie en el vacío. Ya no podía salvarla por mucho que lo intentara. Lo único que podía hacer era tirarme con ella, pero en una situación como ésa no se puede pensar ni calcular los costes. Salté hacia ella en el mismo momento en que su pie recorría el aire y ella empezaba a caer hacia delante. Tuve una última visión de su cara. Creo que no se había enterado de lo que estaba ocurriendo. En su rostro sólo había puro pánico. Había visto esa mirada otras veces, aunque nunca tan profunda, y os aseguro que no tenía nada que ver con el miedo a caer. Estaba pensando en lo que dejaba atrás, no en lo que la esperaba por delante.
Manoteé al aire y sólo conseguí atrapar un pedacito de su bata con dos o tres dedos de la mano izquierda. Se escapó entre mis dedos como un suspiro.
—Dooo-looor… —gritó.
Luego sonó un golpe sólido y carnoso. Se me hiela la sangre al recordarlo; era como el ruido de Joe al caer al fondo del pozo. Vi que hacía una pirueta y luego sonó un golpe seco. El sonido fue claro y rotundo como el que produce una vara de madera al partirla sobre la rodilla. Vi la sangre que brotaba por un lado de su cabeza y no quise ver más. Me di la vuelta tan deprisa que se me liaron los pies y acabé arrodillada. Estaba encarada hacia el vestíbulo, frente a su habitación, y vi algo que me hizo gritar. Era Joe. Durante unos segundos lo vi con tanta claridad como ahora te veo a ti, Andy; vi su rostro polvoriento y sonriente, que me miraba desde debajo de la silla de ruedas, a través de los radios de la rueda que había quedado encallada en la puerta.
Luego desapareció y oí que ella gemía y lloraba.
No podía creer que hubiera sobrevivido a la caída. Sigo sin creerlo. Tampoco él había muerto a la primera, claro, pero él había sido un hombre y ella era una mujer débil que había soportado media docena de pequeños ataques cardíacos y al menos tres fuertes. Además, no había tenido lodo ni ningún charco que amortiguara su caída como él.
No quería acercarme a ella, no quería ver qué se le había roto, por dónde sangraba, pero es obvio que no tenía opción. Allí no había nadie más que yo y eso quiere decir que era la escogida.
Al levantarme (tuve que subirme a pulso apoyada en el tope de la barandilla, de tanto que me flaqueaban las rodillas) pisé el tirante de mi propio sujetador. Se soltó el otro tirante y me levanté un poco el vestido para poder quitármelo… y esto también era repetido. Recuerdo que me miré las piernas para ver si estaban arañadas y ensangrentadas por las púas de los zarzales, pero por supuesto no vi nada parecido.
Me sentía febril. Si alguna vez has estado enfermo de verdad y la temperatura te ha subido mucho, mucho, sabrás lo que quiero decir: no es que te sientas exactamente fuera del mundo, pero desde luego tampoco te sientes en él. Es como si todo se volviera de cristal y no pudieras agarrarte a nada: todo resbala. Así me sentí al quedarme en el rellano, asida al borde de la barandilla con una tensión mortal y mirando hacia el lugar por donde había desaparecido. Yacía un poco más allá de la mitad de la escalera con las piernas tan dobladas bajo el cuerpo que apenas se le veían. Le corría la sangre por un lado de su pobre y vieja cara. Cuando me agaché a su lado, aún asida a la barandilla como si me fuera la vida en ello, abrió un ojo y lo fijó en mí. Era la mirada de un animal atrapado en una trampa.
—Dolores —susurró—. El hijo de puta me ha acosado todos estos años.
—¡Sshhh! No intentes hablar.
—Sí —insistió, como si yo la hubiera contradecido—. Ah, qué cabrón. Qué jodido cabrón.
—Me voy abajo. He de llamar al médico.
—No —contestó. Alzó una mano y me agarró la muñeca—. Nada de médicos. Ni de hospitales. La pelusa… incluso allí. En todas partes.
—Te pondrás bien, Vera —dije, al tiempo que liberaba mi mano—. Si no te mueves, te pondrás bien.
—Dolores Claiborne dice que me pondré bien —replicó, ahora con aquella voz seca y feroz que solía tener antes de que le dieran los ataques y el desorden invadiera su mente—. Qué suerte disponer de una opinión profesional.
Oír aquella voz después de tantos años fue como recibir una bofetada. La sorpresa me sacó del pánico y la miré a la cara de verdad por primera vez, como se mira a alguien que sabe lo que dice y lo dice en serio.
—Ya estoy medio muerta —continuó—. Y lo sabes tan bien como yo. Creo que me he partido la espalda.
—No lo sabes, Vera —contesté, pero ya no tenía tanta prisa como antes por correr al teléfono.
Creo que sabía lo que iba a pasar, y si me pedía lo que yo esperaba no podía negarle la respuesta. Tenía una deuda con ella desde aquella lluviosa tarde de 1962, en la que me quedé sentada en su cama y lloré como un flan con la cara escondida tras el delantal, y los Claiborne siempre pagan sus deudas. Cuando volvió a hablarme lo hizo con tanta claridad y lucidez como treinta años antes, cuando Joe todavía estaba vivo y los chicos en casa.
—Sé que sólo queda una cosa que valga la pena decidir —afirmó—. Y es si moriré aquí o en algún hospital. Allí tardaría demasiado. Ya me toca, Dolores. Estoy harta de ver la cara de mi marido en los rincones cuando me siento débil y confusa. Estoy harta de ver cómo sacaron el Corvette de la cantera bajo la luz de la luna, cómo brotaba el agua por la ventana abierta de la derecha del conductor…
—Vera, no sé de qué me estás hablando.
Alzó la mano y la agitó con su vieja impaciencia para pedir mi atención. Luego la dejó caer a su lado sobre el escalón.
—Estoy harta de mearme encima y de olvidar quién ha venido a verme apenas media hora después de que se haya ido. Quiero acabar. ¿Me ayudarás?
Me arrodillé a su lado, tomé la mano que había dejado caer sobre el escalón y la apreté contra mi pecho. Pensé en el sonido de la piedra al golpear la cara de Joe, aquel sonido de plato de porcelana haciéndose añicos contra un ladrillo. Me pregunté si sería capaz de volverlo a oír sin perder la cabeza. Y luego supe que sonaría igual, porque ella también sonaba como él al llamarme, había sonado como él al caer, haciéndose pedazos, tal como ella temía que le ocurriera a la cristalería que guardaba en el salón cada vez que la tocaban las sirvientas, y mi sujetador estaba arriba en el rellano, una bola de nailon blanco con los dos tirantes rotos, y también eso era como antes. Si acababa con ella, sonaría igual que con Joe, y yo lo sabía. Ah, sí. Lo sabía tan bien como sé que East Lane acaba en esas viejas escaleras desvencijadas que bajan hasta East Head.
Le tomé la mano y pensé en cómo es el mundo: a veces los hombres malos tienen accidentes y las mujeres buenas se vuelven cabronas. Vi cómo forzaba sus ojos terribles y desesperados para poder mirarme y me fijé en la sangre que brotaba del corte en el cráneo y recorría las profundas arrugas de las mejillas, igual que la lluvia de primavera recorre los surcos al bajar por la colina.
—Si eso es lo que quieres, te ayudaré, Vera.
Entonces se puso a llorar. Fue la única vez en que le vi hacerlo sin estar medio loca y atontada.
—Sí —contestó—. Sí, eso es lo que quiero. Que Dios te bendiga, Dolores.
—No te inquietes.
Alcé su vieja mano arrugada, me la llevé a los labios y la besé.
—Date prisa, Dolores. Si de verdad quieres ayudarme, date prisa.
Parecía querer decir: «Antes de que nos entre miedo a las dos».
Volví a besarle la mano, luego se la dejé apoyada en el estómago y me levanté. Esta vez no tuve ningún problema. Mis piernas habían recuperado la fuerza. Bajé las escaleras y me metí en la cocina. Había preparado todo para hacer el pan antes de salir a tender la colada; pensaba que sería un buen día para hornear. Tenía un rodillo grande y pesado de mármol gris veteado de negro.
Estaba apoyado en la barra, junto a la bandeja amarilla de plástico para la harina. Lo cogí, sintiéndome todavía como si estuviera en un sueño o atacada por la fiebre, y volví a cruzar el salón hacia el vestíbulo. Al cruzar aquella habitación, con tantas cosas bellas, pensé en la época en que le hacía aquella trampa con el aspirador y en cómo me la había devuelto. Al final, claro, era tan lista que siempre conseguía devolverlo todo. Por eso estoy aquí, ¿no?
Salí del salón y entré en el vestíbulo. Luego subí las escaleras hacia ella con el rodillo asido por uno de sus extremos de madera. Al llegar a donde estaba ella, con la cabeza mirando hacia abajo y las piernas dobladas bajo el cuerpo, no pensaba pararme: sabía que sino no sería capaz de hacerlo. No se hablaría más. Al llegar a ella pensaba hincar una rodilla y descargarle en la cabeza el rodillo de mármol con todas mis fuerzas y lo más rápido posible. Tal vez pareciera que se lo hubiera hecho al caer y tal vez no, pero pensaba hacerlo de todos modos.
Cuando me arrodillé a su lado, vi que ya no hacía falta: al final, lo había hecho ella sola, como casi todo en la vida. Mientras yo estaba en la cocina cogiendo el rodillo, o tal vez mientras yo volvía por el salón, había cerrado los ojos y había terminado.
Me quedé sentada a su lado, dejé el rodillo en un escalón, le tomé la mano y me la apoyé en el regazo. A veces en la vida los minutos no son reales, o sea que no los puedes contar. Sólo sé que me quedé sentada haciéndole compañía un rato. No sé si dije algo o no. Creo que sí: creo que le di las gracias por abandonar, por liberarme, por no obligarme a pasar otra vez por todo eso. Recuerdo que puse su mano en mi mejilla y luego le di la vuelta y besé la palma. Recuerdo que la miré y pensé en lo rosada y limpia que estaba. Casi habían desaparecido las arrugas y parecía la mano de un bebé. Sabía que debía levantarme y llamar a alguien por teléfono, explicar lo que había pasado, pero estaba débil, muy débil. Parecía más fácil quedarme allí sentada y tomarle la mano.
Entonces sonó el timbre. Si no, creo que me hubiera quedado sentada un buen rato. Pero ya sabéis lo que pasa cuando suena un timbre: una siente que tiene que ir a contestar pase lo que pase.
Me levanté y bajé los escalones de uno en uno como si tuviera diez años más de los que tengo (la verdad es que me sentía como si realmente hubiese envejecido diez años) sin dejar de agarrarme a la barandilla. Recuerdo que pensé que el mundo todavía parecía hecho de cristal y debía tener mucho cuidado para no resbalar y cortarme al soltar la barandilla y cruzar el vestíbulo hasta la puerta.
Era Sammy Marchant, con su gorro de cartero echado hacia atrás de esa manera tan estúpida propia de él. A lo mejor se cree que al llevar así el gorro parece una estrella del rock. Llevaba el correo normal en una mano y uno de esos sobres acolchados que solían llegar certificados cada semana desde Nueva York —noticias sobre el estado de sus asuntos financieros, por supuesto— en la otra. El tipo que se ocupaba de su dinero era un tal Greenbush, ¿os lo he dicho antes?
¿Sí? Vale, gracias. He hablado tanto que casi no recuerdo lo que os he contado y lo que no.
A veces en aquellos sobres de correo certificado llegaban papeles que había que firmar, y casi siempre Vera conseguía hacerlo si yo la ayudaba a mantener firme el brazo. Pero en alguna ocasión, cuando ella estaba fuera de juego, firmaba yo misma con su nombre. No pasaba nada, y nunca nadie hizo una sola pregunta al respecto. En los últimos tres o cuatro años su firma era sólo un garabato, además. Así que también podéis pillarme por eso, si queréis: falsificación.
Sammy había empezado a sacar el sobre acolchado en cuanto abrí la puerta —para que firmara el acuse de recibo, como siempre—, pero al mirarme bien abrió los ojos y dio un paso atrás. De hecho fue más bien un saltito, y ésa es la palabra adecuada si tenemos en cuenta que se trataba de Sammy Marchant.
—¡Dolores! —exclamó—. ¿Estás bien? ¡Estás llena de sangre!
—No es mía —expliqué con voz tan tranquila como si me hubiera preguntado qué estaba viendo por la tele—. Es de Vera. Se ha caído por la escalera. Está muerta.
—Joder —contestó.
Luego pasó corriendo a mi lado y entró en casa con la saca del correo apoyada en la cadera.
Ni se me ocurrió impedir que pasara, y os voy a preguntar algo: ¿de qué hubiera servido?
Lo seguí despacio. Seguía teniendo aquella sensación de cristal, pero me parecía como si las suelas de los zapatos se hubiesen vuelto de plomo. Cuando llegué al pie de la escalera, Sammy ya la había subido hasta la mitad y estaba de rodillas junto a Vera. Antes de arrodillarse se había quitado la saca, que había caído escaleras abajo derramando cartas y facturas de la Bangor Hydro y catálogos de L. L. Bean por todo el vestíbulo.
Subí hasta él arrastrando los pies a cada escalón. Nunca me he sentido tan cansada. Ni siquiera después de matar a Joe me sentí tan cansada como ayer por la mañana.
—Es cierto, está muerta —afirmó él, mirando alrededor.
—Ajá —contesté—. Ya te lo he dicho.
—Creía que no podía caminar. Siempre me decías que no podía caminar, Dolores.
—Bueno, supongo que me equivocaba.
Me sentía estúpida al decir algo así con ella tirada allí, pero ¿qué otra cosa podía decir? En cierto modo me había resultado más fácil hablar con John McAuliffe que con el pobre tonto de Sammy Marchant, porque había hecho casi todo lo que McAuliffe suponía. El problema de ser inocente es que te quedas más o menos estancada en la verdad.
—¿Qué es esto? —preguntó entonces, señalando el rodillo que había dejado en un escalón al sonar el timbre.
—¿A ti qué te parece? —le devolví la pregunta—. ¿La jaula de un pájaro?
—Parece un rodillo.
—Muy bien —concedí. Parecía que mi propia voz llegara de muy lejos, como si mi voz estuviera en un lugar y yo en otro—. Al final puede que sorprendas a todo el mundo y te conviertas en un erudito, Sammy.
—Sí, pero ¿qué hace un rodillo en la escalera? —me preguntó, y de repente me di cuenta de que me estaba mirando.
Sammy no tiene ni veinticinco años, pero su padre participó en la partida de búsqueda de Joe y de repente me di cuenta de que Duke Marchant probablemente había inculcado en Sammy y en todos sus hijos, no demasiado brillantes, la noción de que Dolores Claiborne St. George se había cargado a su viejo. ¿Recordáis que os he dicho que cuando una es inocente se queda más o menos estancada en la verdad? Bueno, cuando vi cómo me miraba Sammy decidí que en ese momento era más bien más que menos.
—Estaba en la cocina a punto de hacer el pan cuando ella se ha caído —expliqué.
Otro problema de ser inocente: cualquier mentira que decidas contar es improvisada; la gente inocente no pasa horas planeando su historia, como hice yo cuando inventé que me había ido a Russian Meadow a ver el eclipse y que no había vuelto a ver a mi marido hasta que me lo enseñaron en el tanatorio. En el instante en que mentí acerca del pan supe que se podía volver contra mí, pero si hubierais visto su mirada —oscura, suspicaz y asustada a la vez—, también habríais mentido.
Se levantó, empezó a volverse y luego se quedó donde estaba, mirando hacia arriba. Seguí su mirada. Vi mi sujetador convertido en una pelota en el rellano.
—Supongo que se quitó el sujetador antes de caer —comentó, mirándome de nuevo—. O de saltar. O de lo que fuera. ¿Tú qué opinas, Dolores?
—No —respondí—. Es mío.
—Si estabas haciendo pan en la cocina —dijo, hablando despacio, como un niño que no es demasiado listo y trata de resolver un problema de matemáticas en la pizarra—, ¿entonces qué hace tu ropa interior en el rellano?
No se me ocurrió qué decir. Sammy dio un paso atrás en la escalera y luego otro, desplazándose tan despacio como hablaba, agarrado a la barandilla y sin apartar los ojos de mí, y de repente entendí qué hacía: estaba interponiendo espacio entre nosotros. Lo hacía porque temía que pudiera asaltarme la idea de empujarle, igual que creía que la había empujado a ella. En ese mismo momento supe que al cabo de poco tiempo estaría sentada donde estoy y diciendo lo que digo. Sus ojos podían hablar en voz bien alta y decir: «Te libraste una vez, Dolores Claiborne. Y teniendo en cuenta la clase de hombre que era Joe St. George, según cuenta mi padre, puede que no estuviera mal. ¿Pero qué te había hecho esta mujer aparte de alimentarte y darte cobijo y pagarte un sueldo decente para vivir?».
Y, más que cualquier otra cosa, sus ojos decían que una mujer que empuja una vez y se libra puede volver a empujar; que, en las circunstancias idóneas, volverá a empujar, y que si no basta con el empujón para conseguir lo que pretende, no se lo pensará a la hora de decidirse a acabar su trabajo de cualquier otra manera. Con un rodillo de mármol, por ejemplo.
—Eso no es asunto tuyo, Sam Marchant. Será mejor que te metas en lo tuyo. He de llamar a la ambulancia de la isla. Tú asegúrate de recoger tu correo antes de salir, o tendrás un montón de tarjetas de crédito mordiéndote el culo.
—A la señora Donovan no le hace falta una ambulancia —contestó, bajando otros dos escalones y sin quitarme la vista de encima en todo el rato—, y yo no voy a ningún sitio todavía. Creo que en vez de a la ambulancia tendrías que llamar a Andy Bissette.
Y eso hice, como ya sabéis. Sammy Marchant se quedó plantado a mi lado mirándome.
Cuando colgué el teléfono, él recogió el correo que se había derramado (mirando por encima del hombro de vez en cuando, probablemente para asegurarse de que yo no estuviera agazapada tras él con aquel grueso rodillo en la mano) y luego se quedó al pie de la escalera, como un perro guardián después de acorralar a un ladrón. Él no habló y yo tampoco. Se me ocurrió que podía ir a las escaleras traseras por el comedor y la cocina para recoger mi sujetador. Pero ¿de qué hubiera servido? Él ya lo había visto, ¿no? Y el rodillo seguía en la escalera, ¿no?
Tú llegaste enseguida con Frank, Andy, y yo bajé a nuestra agradable comisaría con tus chicos e hice una declaración. Eso fue ayer por la tarde, de modo que supongo que no hace falta que repita el rollo, ¿verdad? Ya sabéis que no dije nada sobre el sujetador, que afirmé no saber muy bien qué hacía allí. Fue lo único que se me ocurrió, al menos hasta que alguien viniera a quitarme del cerebro el cartel de NO FUNCIONA.
Después de firmar la declaración me metí en mi coche y me fui a casa. Todo fue tan rápido y silencioso —quiero decir, lo de la declaración— que estuve a punto de convencerme de que no tenía nada que temer. Al fin y al cabo, yo no la había matado; es verdad que se cayó. No dejaba de repetírmelo y, al llegar al camino de entrada en casa, casi estaba convencida de que todo saldría bien.
Esa sensación duró sólo lo que tardé en llegar con el coche a la puerta trasera. Había una nota enganchada en la puerta. Una simple hoja de libreta. Tenía una mancha de grasa, como si procediese de la libreta que algún hombre llevara en el bolsillo del pantalón. NO TE VOLVERÁS A LIBRAR, decía la nota. Y nada más. Joder, ya es bastante, ¿no os parece?
Entré y abrí de par en par las ventanas para que saliera el olor a humedad. Odio ese olor y últimamente parece que la casa no se libra de él por mucho que la airee. No es sólo porque ahora vivo casi siempre en casa de Vera —o al menos, vivía—, aunque sí hay algo de eso: sobre todo es porque esa casa está muerta, tan muerta como Joe y el pequeño Pete.
Las casas tienen su propia vida, la obtienen de la gente que las habita: estoy convencida.
Nuestra casita de un solo piso sobrevivió a la muerte de Joe y al hecho de que los dos mayores se fueran a la universidad —Selena a Vassar con una beca (el dinero que tanto me preocupaba sirvió al final para comprar ropa y libros de texto), y Joe junior sólo carretera arriba, a la Universidad de Maine en Orono—. Incluso sobrevivió a la noticia de que el pequeño Pete había muerto en una explosión en el cuartel de Saigón. Fue justo cuando acababa de llegar y apenas dos meses antes de que se acabara el asunto. Yo misma vi cómo los últimos helicópteros se retiraban del tejado de la embajada por la tele en casa de Vera y me puse a llorar sin parar. Podía hacerlo sin miedo a lo que ella dijera porque se había ido a Boston de compras.
Fue después del funeral de Little Pete cuando la vida abandonó nuestra casa: cuando el último de la compañía desapareció y nosotros tres —yo, Selena y Joe junior— nos quedamos cada uno con el otro. Joe junior hablaba de política. Acababa de conseguir el puesto de tesorero de Machias, lo cual no está mal para un chico con la tinta del diploma todavía fresca, y ya pensaba en presentarse a las elecciones estatales al cabo de uno o dos años.
Selena hablaba a ratos de las clases que daba en el colegio de Albany —antes de irse a Nueva York y empezar a escribir a todas horas—, y luego no habló más. Un día estábamos recogiendo los platos y de repente sentí algo. Me di la vuelta deprisa y vi que me estaba mirando con sus ojos oscuros. Os podría decir que leí su mente —a veces a los padres les pasa eso con sus hijos—, pero no hizo falta: supe lo que estaba pensando y supe que nunca había abandonado del todo su mente. Vi en sus ojos las mismas preguntas que llevaban allí doce años, cuando se acercó a mí en el jardín, entre las judías y las cukes: «¿Le hiciste algo?» y «¿Fue por mi culpa?» y «¿Hasta cuándo tendré que pagarlo?».
Me acerqué a ella, Andy, y la abracé. Ella me devolvió el abrazo, pero noté su cuerpo rígido contra el mío —rígido como un espetón— y fue entonces cuando la vida abandonó la casa.
Desapareció como el último aliento de un moribundo. Creo que Selena también lo notó. Joe junior no: él pone la foto de la casa en los folletos de sus campañas —hace que parezca de la familia y eso gusta a los votantes—, pero no se dio cuenta cuando la casa murió porque en primer lugar nunca la había amado. ¿Por qué habría de amarla? Para Joe junior esa casa era sólo el lugar al que volvía al salir del colegio, el lugar en el que su padre lo agobiaba y lo llamaba rata de biblioteca.
Cumberland Hall, la residencia donde dormía cuando iba a la universidad, representó más el hogar que la casa de East Lane.
Sin embargo, para mí sí era un hogar y también para Selena. Creo que mi niña siguió viviendo aquí cuando ya se había sacudido de los pies el polvo de Little Tall; creo que siguió viviendo aquí en sus recuerdos… en su corazón… en sus sueños. Sus pesadillas.
Ese olor a humedad… Cuando se instala no te puedes librar de él.
Me senté junto a una ventana abierta para aspirar un poco de brisa fresca del mar durante un rato, luego me empecé a sentir rara y decidí que debía cerrar las puertas. La frontal era fácil, pero el cerrojo de la puerta trasera estaba tan hinchado que no pude cerrarlo hasta que hube derramado un bote entero de Tres en uno. Al final cedió y entonces me di cuenta de por qué estaba tan hinchado: puro óxido. A veces pasaba cinco o seis días seguidos en Pinewood, pero no conseguí recordar la última vez que me había preocupado de limpiar la casa.
Sólo de pensar en eso se me partieron las entrañas. Fui a la habitación, me tumbé y me tapé la cabeza con la almohada, tal como solía hacer cuando era pequeña y me enviaban pronto a la cama por portarme mal. Lloré sin parar. Nunca habría creído que tuviera tantas lágrimas. Lloré por Vera, por Selena y por Little Pete; supongo que incluso lloré por Joe. Pero sobre todo lloré por mí misma. Lloré tanto que se me atascó la nariz y me entraron calambres en el vientre. Al final me quedé dormida.
Cuando me desperté era de noche y estaba sonando el teléfono. Me levanté y entré a tientas en la sala para contestar. En cuanto respondí, alguien —una mujer— anunció: «No la puedes matar. Espero que lo sepas. Si la ley no te pilla, lo haremos nosotros. No eres tan lista como te crees. No tenemos por qué convivir con asesinos, Dolores Claiborne; al menos, mientras queden algunos cristianos decentes en la isla para evitarlo».
Tenía la mente tan confusa que al principio creí que era un sueño. Cuando descubrí que en realidad estaba despierta, colgó. Me dirigí a la cocina para poner una cafetera, o tal vez para sacar una cerveza de la nevera, cuando volvió a sonar el teléfono. Era una mujer, pero no la misma.
Empezó a echar mierda por la boca y colgué enseguida. Me entraron ganas de llorar otra vez, pero maldita sea si estaba dispuesta a permitirlo. En vez de eso, desconecté el teléfono. Fui a la cocina y saqué una cerveza, pero sabía mal y acabé tirándola casi toda por el fregadero. Creo que en realidad lo que me apetecía era un whisky, pero no me he tomado ni una gota de ningún licor fuerte en esa casa desde que murió Joe.
Llené un vaso de agua, pero resultó que no podía ni soportar el olor: olía como las monedas cuando un niño las lleva todo el día en la mano sudada. Me recordaba aquella noche en las zarzamoras, aquel mismo olor que me había llevado la brisa y que me hacía pensar en la niña del pintalabios rosa y el vestido de rayas. Recordé que se me había ocurrido que la mujer en que ahora se habría convertido tenía problemas. Me pregunté cómo sería y dónde estaría, pero nunca dudé de que existiera realmente, no sé si me explico. Sabía que existía. Nunca lo dudé.
Pero eso no importa. Mi mente desvaría otra vez y mi boca la sigue. Había empezado a decir que el agua del grifo de la cocina no me sabía mejor que la mejor cerveza del señor Budweiser. El olor no desaparecía ni con un par de cubitos. Acabé viendo un programa estúpido y tomándome uno de esos zumos hawaianos que guardo en el fondo de la nevera para los gemelos de Joe junior.
Me hice una cena a base de congelados, pero cuando ya estaba lista se me había pasado el hambre y acabé machacándola en el fregadero. En cambio, me puse otro hawaiano, lo llevé a la sala y me senté delante de la tele. Una comedia sucedía a la otra, pero a mí me daba exactamente lo mismo.
Supongo que será porque no estaba prestando demasiada atención.
No intenté decidir qué haría: hay decisiones que es mejor no tomar por la noche porque a esa hora resulta más fácil que la mente te juegue una mala pasada. De modo que permanecí sentada y poco después de que terminaran las noticias y empezara The Tonight Show me quedé dormida de nuevo.
Tuve un sueño. Era sobre Vera y yo, aunque Vera aparecía como cuando la conocí, cuando todavía vivía Joe y nuestros hijos —tanto los míos como los de ella— aún correteaban por aquí. En mi sueño estábamos lavando los platos: ella fregaba y yo secaba. Pero no lo hacíamos en la cocina: estábamos sentadas delante de la estufa Franklin de la sala de casa. Y resulta gracioso, porque Vera nunca estuvo en mi casa: ni una sola vez en su vida.
Pero en el sueño sí estaba. Tenía los platos en una palangana de plástico sobre la estufa. No eran mis viejos platos sino su buena vajilla Spode. Ella lavaba un plato y luego me lo pasaba y a mí se me caían todos y se rompían al chocar con los ladrillos sobre los que se asienta la Franklin.
Vera me decía:
—Has de ser más cuidadosa, Dolores. Cuando hay algún accidente y no se tiene cuidado siempre se acaba montando un follón.
Yo le prometía ser cuidadosa y lo intentaba, pero el plato siguiente se me caía de las manos, y el siguiente y el siguiente y el siguiente.
—Eso no está nada bien —decía al fin Vera—. ¡Mira la que estás armando!
Yo miraba hacia abajo, pero en vez de añicos de vajilla, los ladrillos estaban cubiertos de pedazos de dientes y de piedra rota.
—No me pases más, Vera —decía, echándome a llorar—. Creo que no estoy para fregar platos. A lo mejor me he hecho demasiado vieja, no sé, pero no quiero romperlos todos. Eso sí lo sé.
Aún así, ella seguía pasándomelos y yo seguía tirándolos y el ruido que hacían al caer sobre los ladrillos aumentaba cada vez más, hasta que empezó a sonar más como un estallido que como el crujido agudo de la porcelana al chocar con algo duro y partirse. De repente supe que estaba soñando y que aquellos estallidos no eran parte del sueño. Me desperté tan de golpe que casi me caigo de la silla al suelo. Sonó otro estallido y esta vez reconocí de qué se trataba: un disparo.
Me levanté y me acerqué a la ventana. Había dos furgonetas en la carretera. Llevaban gente detrás: una persona en la primera y creo que dos en la segunda. Parecía que todos llevaban armas y cada dos por tres alguno disparaba una salva al aire. Se veía brillar una centella y luego sonaba un fuerte estallido. Por la manera en que aquellos hombres (creo que eran hombres, aunque no estoy segura) se tambaleaban —por el zigzagueo de las furgonetas— diría que estaban todos borrachos.
Además, reconocí una de las furgonetas.
¿Qué?
No, no te lo voy a decir. Bastantes problemas tengo. No pienso arrastrar a nadie conmigo por cuatro tiros de borrachera. Creo que en realidad no la reconocí.
En cualquier caso, subí la ventana al ver que no agujereaban más que unas cuantas nubes bajas. Pensé que darían la vuelta al llegar al amplio descampado de la falda de la colina, y así fue.
Una de las furgonetas estuvo a punto de quedarse atascada. Eso sí que habría tenido gracia.
Volvieron a pasar, dando bocinazos y gritando a pleno pulmón. Me llevé las manos a la boca y grité con todas mis fuerzas:
—¡Largaos de aquí! ¡Hay gente que intenta dormir!
Una de las furgonetas hizo una maniobra brusca y estuvo a punto de salirse a la cuneta, o sea que supongo que les di una sorpresa. Mejor. El tipo que iba detrás en aquella furgoneta (era esa que hace unos segundos creía haber reconocido) se cayó de culo. Tengo un buen par de pulmones, aunque esté mal que sea yo quien lo diga, y puedo gritar como el mejor hombre si me lo propongo.
—¡Lárgate de Little Tall, mala puta asesina! —gritó uno de ellos, al tiempo que disparaba unos cuantos tiros al aire.
Pero eso sólo era para demostrarme los huevos que tienen, supongo, porque no volvieron a pasar. Oí cómo se iban por la carretera hacia el pueblo y me apuesto algo a que iban hacia ese maldito bar que abrieron hace dos años, con los silenciadores sueltos y los tubos de escape echando chispas y dando trompicones. Ya sabéis cómo son los hombres cuando están borrachos y conducen una furgoneta.
Bueno, se me pasó el mal humor. Ya no estaba asustada y por huevos que ya no tenía ganas de llorar. Estaba bastante molesta, pero no tan cabreada como para no poder pensar y entender por qué la gente hacía esas cosas. Cuando la rabia quiso llevarme más allá, lo evité pensando en Sammy Marchant, en los ojos que puso mientras estaba allí arrodillado, mirando primero el rodillo y luego a mí, unos ojos tan oscuros como el océano después de la tormenta, como los de Selena aquel día en el jardín.
Ya sabía que tendría que volver aquí, Andy, pero cuando aquellos hombres se fueron dejé de engañarme pensando que podría escoger qué decir y qué esconder. Vi que tendría que confesarlo todo. Volví a la cama y dormí plácidamente hasta las nueve menos cuarto. Nunca he dormido hasta tan tarde desde que me casé. Supongo que estaba descansando para poder pasarme toda la noche hablando.
Una vez levantada, pensaba hacerlo lo más pronto posible —la medicina amarga es mejor tomarla de golpe—, pero algo me entretuvo antes de salir de casa. Si no, hace rato que habría acabado de contaros todo esto.
Me di un baño y antes de vestirme volví a conectar el teléfono. Ya no era de noche y yo ya no estaba medio dormida. Pensé que si alguien quería llamarme para insultarme le respondería con unos cuantos insultos de cosecha propia, empezando por «sacamantecas» y «serpiente asquerosa».
Por supuesto, aún no me había puesto ni los calcetines cuando sonó. Lo cogí, dispuesta a soltarle una buena dosis a quien fuera, cuando sonó una voz de mujer:
—¿Oiga? ¿Está la zeñorita Dolores Claiborne?
Al instante supe que era una conferencia, no sólo por el eco que siempre resuena cuando te llaman de lejos. Lo supe porque en la isla nadie dice «zeñorita». Puedes ser señora o señorita, pero lo de zeñorita sólo cruza la bahía una vez al mes.
—Soy yo —contesté.
—La llama el señor Alan Greenbush.
—Tiene gracia. No parece usted un señor.
—Llamo de su oficina —explicó, como si yo fuera la persona más estúpida que hubiese conocido—. ¿Espera un momento al señor Greenbush?
Me cogió tan de sorpresa que al principio el nombre no me sonó. Sabía que lo había oído antes, pero no recordaba dónde.
—¿De qué se trata? —pregunté.
Hubo una pausa, como si ella no debiera proporcionar esa información, y luego dijo:
—¿Quiere esperar, zeñorita Claiborne?
Entonces me acudió a la mente: Greenbush, que enviaba todos aquellos sobres acolchados por correo certificado.
—Ajá —afirmé.
—¿Perdón?
—Que espero.
—Gracias. —Sonó un clic y me dejaron esperando en ropa interior.
No fue mucho rato, pero lo pareció. Justo antes de que se pusiera él, se me ocurrió que debía de ser por los sobres que había firmado yo con el nombre de Vera. Me habían pillado. Parecía probable. ¿Nunca os habéis dado cuenta de que cuando algo sale mal todo lo demás parece estropearse?
Entonces se puso.
—¿Zeñorita Claiborne?
—Sí, soy Dolores Claiborne.
—La policía local de Little Tall me llamó ayer por la tarde para informarme de la muerte de Vera Donovan. Como era muy tarde cuando me avisaron, decidí esperar hasta esta mañana para llamarla.
Pensé en decirle que en la isla había gente a la que no le preocupaba tanto la hora de llamarme, pero no lo hice.
Se aclaró la garganta y siguió:
—Hace cinco años, la señora Donovan me envió una carta en la que me daba instrucciones específicas para que le proporcionara a usted cierta información acerca de su testamento a las veinticuatro horas de su defunción. —Se volvió a aclarar la garganta y prosiguió—: Aunque desde entonces he hablado por teléfono con ella frecuentemente, ésa fue la última carta que recibí de ella.
Tenía una voz seca, rasposa. La clase de voz que no consigues oír cuando te dice algo.
—¿De qué me habla, tío? —pregunté—. Déjese de vueltas y de paja y dígamelo.
—Me complace informarle que, aparte de una pequeña donación a la New England Home for Little Wanderers, usted es la única beneficiaria de la herencia de la señora Donovan.
Se me pegó la lengua al paladar y sólo se me ocurrió pensar en cómo me había pillado Vera con el truco de la aspiradora en poco tiempo.
—Recibirá un telegrama de confirmación hoy mismo —explicó—, pero estoy encantado de haber hablado con usted antes de que lo reciba. La señora Donovan insistió mucho en sus deseos en este aspecto.
—Sí, es cierto. Sabía ser insistente.
—Estoy seguro de que le ha dolido la defunción de la señora Donovan (como nos duele a todos), pero quiero que sepa que va a ser una mujer muy rica, y si puedo hacer algo por ayudarla en sus nuevas circunstancias me encantará hacerlo, como me encantaba ayudar a la señora Donovan. Por supuesto, la llamaré para ponerla al día sobre el progreso de la herencia, pero no creo que haya problemas ni retrasos. De hecho…
—Pare, tío —le interrumpí con una protesta que sonó como el croar de una rana en un pozo seco—. ¿De cuánto dinero está hablando?
Por supuesto, sabía que ella era rica, Andy; el hecho de que en los últimos años no hubiera llevado más que batas de franela y se hubiese alimentado sólo de sopas Campbell y potitos Gerber no significaba nada. Yo había visto la casa, los coches, y a veces, cuando llegaban esos sobres acolchados, miraba algo más que la firma. Algunos eran extractos de ventas de acciones y sé muy bien que cuando uno vende dos mil acciones de la Upjohn para comprar cuatro mil de la Mississippi Valley Light and Power no es porque ya ande a medio camino de la casa de beneficencia.
Tampoco lo pregunté para aprestarme a pedir tarjetas de crédito y a comprar cosas del catálogo de Sears, no os hagáis esa idea. Sabía que por cada dólar de más que me dejara aumentaría la cantidad de gente dispuesta a pensar que la había matado, y quería saber hasta dónde iba a llegar la cosa. Creía que podrían ser unos sesenta mil o setenta mil dólares… aunque me acababan de advertir que Vera había cedido algo a un orfanato y me imaginaba que eso reduciría la cuenta.
También había otra cosa que me carcomía como una garrapata cuando se te instala en la nuca. Pero no conseguía identificarla, del mismo modo que no había sido capaz de identificar el nombre de Greenbush cuando su secretaria lo pronunció por primera vez.
Dijo algo que no llegué a entender. Sonó como a chanbada-badán-rondar-treinta millones de dólares.
—¿Cómo dice, señor?
—Digo que después de la escritura, los pagos a los abogados y alguna otra deducción menor, el total debería rondar los treinta millones de dólares.
Empecé a sentir la mano que sostenía el teléfono como cuando me despierto y me doy cuenta de que he pasado toda la noche apoyando mi peso en ella… insensible en el centro y cosquillosa en los bordes. También tenía cosquillas en los pies, y de repente me volvió a parecer que el mundo estaba hecho de cristal.
—Perdone —dije. Oía lo que salía de mi boca clara y perfectamente, pero no parecía haber conexión alguna con las palabras que pronunciaba. Era puro barboteo, como el ruido de una persiana bajo un fuerte viento—. La línea no es muy buena. Me parece que ha dicho algo que incluía la palabra millones.
Luego me eché a reír, sólo para demostrar que me daba cuenta de que la situación era estúpida, pero una parte de mí debía de pensar que no era tan estúpida, porque fue la risa más falsa que jamás he emitido. Sonó a ja jiá jiá.
—He dicho algo de millones. De hecho, he dicho treinta millones.
Y ¿sabéis una cosa?, creo que, si no llega a ser porque el dinero procedía de la muerte de Vera Donovan, él se hubiera reído. Creo que estaba emocionado, que más allá de su voz seca y repelente estaba emocionado a tope. Supongo que se sentía como John Bearsford Tipton, aquel ricachón que solía regalar millones de pavos por nada en aquel viejo programa de la tele. Quería trabajar para mí, claro, algo de eso había. Tengo la sensación de que para la gente como él el dinero es como un tren eléctrico y no quería perderle el rastro a un pastón tan inmenso como el de Vera. Pero creo que lo que más le divertía era oírme farfullar de aquella manera.
—No lo entiendo —contesté, esta vez con una voz tan débil que apenas me oí yo misma.
—Creo que entiendo cómo se siente. Es una gran cantidad y por supuesto le llevará cierto tiempo habituarse a ella.
—¿Cuánto es de verdad? —volví a preguntar, y esta vez sí que se rió. Si lo llego a tener cerca, Andy, creo que le habría pegado una patada en el culo, en serio.
Volvió a decir que eran treinta millones y yo seguí pensando que si la mano se me ponía aún más insensible se me caería el teléfono. Y me empezó a entrar el pánico. Era como si dentro de mi mente hubiera alguien dándole vueltas a un cable de acero. Pensaba «treinta millones», pero sólo eran palabras. Cuando trataba de imaginar qué significaban la única imagen que conseguía proyectar en mi mente era la de los tipos como los de los tebeos del tío Gilito que Joe junior solía leerle a Little Pete cuando éste tenía cuatro o cinco años. Veía un gran maletín lleno de billetes y monedas, sólo que en lugar de ser el tío Gilito quien se zambullía en aquella pasta con las polainas en las aletas y aquella especie de monóculo apoyado en el pico, era yo quien se zambullía con las zapatillas puestas. Luego esa imagen desapareció y pensé en la mirada de Sammy Marchant al descender sobre el rodillo y luego volver a mí y de nuevo al rodillo. Era parecida a la de Selena aquel día en el jardín, una mirada oscura y llena de preguntas. Luego pensé en la mujer que había llamado por teléfono para decir que en la isla aún quedaban cristianos decentes que no tenían por qué convivir con asesinos. Pensé en lo que dirían aquella mujer y sus amigas cuando descubrieran que al morir Vera yo ganaba treinta millones a cambio de nada… y sólo de pensarlo estuvo a punto de invadirme el pánico.
—¡No puede hacer eso! —protesté, casi alocada—. ¡No puede obligarme a aceptarlos!
Entonces le tocó a él decir que no oía bien, que la línea debía de estar interferida. No es que me sorprenda. Cuando un hombre como Greenbush oye a alguien decir que no quiere un montón de treinta kilos se imagina que la línea ha de estar estropeada. Abrí la boca para decirle otra vez que se lo tendría que quedar, que podría dar hasta el último centavo a la New England Home for Little Wanderers, cuando de repente entendí dónde estaba el error. No es que me golpeara: me cayó encima como si alguien hubiera soltado sobre mi cabeza un montón de ladrillos.
—¡Donald y Helga! —exclamé.
Debió de sonar como cuando en un concurso de la tele el concursante recuerda la respuesta apenas uno o dos segundos antes de que se le acabe el tiempo.
—¿Perdón? —preguntó, con cierta precaución.
—¡Sus hijos! —expliqué—. ¡Su hijo y su hija! ¡El dinero les pertenece a ellos, no a mí! ¡Son sus parientes! ¡Yo no soy más que una vieja sirvienta!
Hubo una pausa tan larga que pensé que se había cortado la línea, cosa que no me dio ninguna pena. A decir verdad, me sentía débil. Estaba a punto de colgar cuando volvió a sonar su voz llana y curiosa:
—No lo sabe.
—¿Que no sé qué? —Le grité—. Sé que tiene un hijo llamado Donald y una hija llamada Helga. Sé que se consideraban demasiado buenos para venir a verla aquí, aunque ella siempre les guardaba sitio, pero supongo que no serán demasiado buenos para dividirse un montón como ése ahora que ella ha muerto.
—No lo sabe —repitió. Y luego, como si se estuviera preguntando a sí mismo, en vez de a mí, añadió—: ¿Es posible que no lo sepa, después de trabajar para ella durante tanto tiempo? ¿Es posible? ¿No se lo habría dicho Kenopensky? —Y antes de que yo pudiera meter baza empezó a contestar él mismo—. Claro que es posible. Salvo por alguna nota en una página interior del periódico local que publicaba cada día, ella lo mantuvo todo oculto. Hace treinta años eso se podía hacer si uno estaba dispuesto a pagar el precio. —Se quedó callado y luego añadió, con el tono de alguien que está a punto de descubrir algo importante, algo enorme sobre alguien a quien ha conocido toda la vida—: Hablaba de ellos como si estuvieran vivos, ¿verdad? ¿Durante todos estos años?
—¿Qué farfulla? —le grité. Me sentía como si tuviera un ascensor en el estómago, y de repente muchas cosas distintas, cosas pequeñas, empezaron a encajar en mi mente. Yo no quería, pero ocurrió a mi pesar—. Por supuesto que hablaba de ellos como si estuvieran vivos. ¡Están vivos! Él tiene una agencia inmobiliaria en Arizona, la Golden West Associates. Ella diseña ropa en San Francisco… en la Gaylord Fashions.
Claro que ella siempre leía aquellas novelas históricas de bolsillo en las que mujeres con vestidos cortos besaban a hombres descamisados, y el nombre de la editorial era Golden West —lo ponía en una banda en la cubierta—. Y de repente me acordé de que ella había nacido en un pueblecito de Missouri llamado Gaylord. Quise pensar que se llamaba de otra manera —Galen, o tal vez Galesburg—, pero sabía que no. A pesar de todo, cabía la posibilidad de que su hija le hubiese puesto a la empresa de modas el nombre del pueblo en el que había nacido la madre… O al menos eso pensé.
—Zeñorita Claiborne —dijo Greenbush en voz baja y con cierta ansiedad—. El marido de la señora Donovan murió en un desgraciado accidente cuando Donald tenía quince años y Helga trece…
—¡Ya lo sé! —le interrumpí, como si pretendiera convencerle de que si sabía eso tenía que saberlo todo.
—Y en consecuencia hubo muchos malos sentimientos entre la señora Donovan y sus hijos.
Decidí que eso también lo sabía. Recordé los comentarios de la gente sobre lo silenciosos que estaban los hijos cuando aparecieron el Memorial Day de 1961 para pasar el verano en la isla, como siempre, y algunos comentaron que nunca se los veía a los tres juntos, lo cual era especialmente raro si se tenía en cuenta que el señor Donovan había muerto de repente el año anterior; normalmente esas cosas unen a la gente… Aunque supongo que los de ciudad pueden ser diferentes para estas cosas. Y luego recordé algo más, algo que me dijo Jimmy DeWitt en el otoño de aquel año.
—Tuvieron una discusión bestial en un restaurante después del Cuatro de julio del 61 —le expliqué—. El chico y su hermana se fueron al día siguiente. Recuerdo que el mayordomo (me refiero a Kenopensky) los llevó a la península con la lancha motora que tenían en aquella época.
—Sí —respondió Greenbush—. Y resulta que yo supe por medio de Kenopensky qué discutían. Donald había obtenido el permiso de conducir aquella primavera y la señora Donovan le había comprado un coche por su cumpleaños. La chica, Helga, dijo que ella también quería un coche. Al parecer, Vera, la señora Donovan, trató de explicarle que era una idea estúpida, que no le serviría de nada tener coche sin permiso de conducir y que no podía obtenerlo hasta que cumpliera los quince años. Helga dijo que eso podía ser cierto en Maryland pero no en Maine, que allí podía conseguirlo a los catorce… que era su edad entonces. ¿Puede que fuera cierto, zeñorita Claiborne? ¿O sería sólo una fantasía adolescente?
—Era verdad en esa época —le expliqué—. Aunque creo que ahora hay que tener quince cumplidos. Señor Greenbush… el coche que le compró al chico por su cumpleaños… ¿era un Corvette?
—Sí —respondió—. Lo era. ¿Cómo lo sabía, zeñorita Claiborne?
—Habré visto la foto alguna vez —contesté, aunque apenas oía mi propia voz. Oía la de Vera.
«Estoy harta de ver cómo sacan el Corvette del estanque a la luz de la luna —me había dicho mientras yacía moribunda en la escalera—. Estoy harta de ver el agua que salía por la ventanilla abierta en el lado del pasajero».
—Me sorprende que conservara una foto —comentó Greenbush—. Donald y Helga murieron en ese coche. Fue en octubre de 1961, casi un año exacto después de la muerte de su padre. Al parecer, conducía la chica.
Siguió hablando, pero ya casi no le escuchaba, Andy. Estaba demasiado ocupada en encajar las piezas… Y lo hice tan rápido que supongo que ya sabía que estaban muertos… En algún lugar profundo de mí lo había sabido siempre. Greenbush me explicó que habían bebido y que circulaban con el Corvette a más de ciento sesenta por hora cuando la chica tomó mal una curva y cayó al estanque; dijo que probablemente murieron los dos antes de que el bonito deportivo tocara el fondo.
También dijo que había sido un accidente, pero tal vez yo sepa un poco más que él de accidentes.
Tal vez también Vera supiera algo más; y tal vez supo siempre que la discusión no tenía nada que ver con la posibilidad de que Helga obtuviera el permiso de conducir en Maine; eso era el hueso menos duro de roer. Cuando McAuliffe me preguntó qué habíamos discutido Joe y yo antes de que tratara de estrangularme le contesté que fue en primer lugar el dinero y luego el alcohol.
Los temas principales de las discusiones suelen ser muy diferentes de los secundarios, y podría ser que lo que en realidad discutieran aquel verano fuese lo que le había ocurrido a Michael Donovan el año anterior.
Ella y el mayordomo mataron al marido, Andy. Nunca me lo llegó a decir. Además, no la pillaron, pero a veces queda gente en las familias que tiene en sus manos las piezas del rompecabezas que la policía no ve. Gente como Selena, por ejemplo… o tal vez gente como Donald y Helga Donovan. Me pregunto cómo la mirarían aquel verano, antes de la discusión en el restaurante del muelle, antes de abandonar Little Tall para siempre. He intentado una y otra vez recordar cómo eran sus ojos cuando la miraban, si eran como los de Selena cuando me miraba a mí, pero no lo consigo. Tal vez lo logre con el tiempo, pero tampoco es que lo esté deseando, no sé si me explico.
Sí sé que dieciséis años son muy pocos para tener permiso de conducir —demasiado pocos, joder—, y si a eso le añades aquel coche tan potente… Bueno, ya tienes la receta para el desastre.
Vera era suficientemente lista para saberlo y debía de tener un miedo de muerte: tal vez odiara al padre, pero quería al hijo más que a su propia vida. Sé que lo quería. Y aun así se lo cargó. Dura como era, le metió la piedra en el bolsillo, y a Helga también, cuando él no era ni un bachiller y justo empezaba a afeitarse. Creo que fue el sentimiento de culpa, Andy. Y tal vez me convenga pensar así porque no quiero creer que hubiera también algo de miedo, miedo a que un par de niños ricos como ellos pudiesen chantajear a su madre para conseguir lo que les diera la gana gracias a la muerte de su padre. No lo creo… pero es posible, ¿sabéis?; es posible. En un mundo en el que un hombre puede pasar meses tratando de llevarse a su propia hija a la cama, creo que todo es posible.
—Están muertos —le dije a Greenbush—. Eso es lo que me está diciendo.
—Sí.
—Llevan treinta años muertos, o más —puntualicé.
—Sí.
—Y todo lo que ella me decía de sus hijos era mentira.
Se volvió a aclarar la garganta —si mi charla con él vale como ejemplo, ese hombre es uno de los mejores aclaradores de garganta del mundo— y cuando volvió a hablar casi parecía humano.
—¿Qué le decía de ellos, zeñorita Claiborne?
Y cuando me puse a pensarlo, Andy, me di cuenta de que me había dicho un montón de cosas a partir del verano del sesenta y dos, cuando apareció con diez kilos menos que el año anterior y con aspecto de ser diez años mayor. Recuerdo que me contó que tal vez Donald y Helga pasarían el mes de agosto en la casa para que me asegurara de que teníamos bastante Quaker Rolled Oats, que era lo único que tomaban para desayunar. Recuerdo que volvió en octubre —eso fue el otoño en que Kennedy y Jruschov trataban de decidir si iban a volar el mundo o no— y me dijo que a partir de entonces la vería mucho más. «Ojalá vieras también a los chicos», me dijo, pero había algo en su voz, Andy, y en sus ojos…
Mientras seguía allí con el teléfono en la mano pensaba sobre todo en sus ojos. Me había dicho cosas de todas clases con la boca durante tantos años, sobre cómo sus hijos iban al colegio, qué hacían, con quién salían (según Vera, Donald se casó y tuvo dos niños; Helga se casó y se divorció), pero me di cuenta de que desde el verano de 1962, sus ojos me decían la misma cosa una y otra vez: estaban muertos. Ajá… pero tal vez no del todo. Al menos mientras hubiera una escuálida sirvienta de cara achatada en una isla junto a la costa de Maine que aún creyera que estaban vivos.
De ahí, mi mente adelantó al verano de 1962, el verano en que maté a Joe, el verano del eclipse. A ella le fascinaba el eclipse, pero no sólo porque fuera de esas cosas que sólo ocurren una vez en la vida. No, señor. Le encantaba porque pensaba que llevaría a Donald y Helga de vuelta a Pinewood. Me lo dijo una y otra vez. Y aquello en sus ojos, aquello que sabía que estaban muertos, se mantuvo alejado durante la primavera y el principio del verano de aquel año, Andy.
¿Sabéis lo que creo? Creo que entre marzo o abril y mediados de julio de 1963, Vera Donovan se volvió loca. Creo que durante esos meses llegó a creer que estaban vivos. Borró la visión del Corvette saliendo del estanque que se había alzado en su memoria; creyó que habían vuelto a la vida por pura fuerza de voluntad. ¿Creyó que habían vuelto a la vida? No, eso no es exacto. Los eclipsó de vuelta a la vida.
Se volvió loca y creo que quiso seguir loca —acaso para poder recuperarlos, acaso para castigarse, o por ambas razones a la vez—, pero al final fue demasiado sensata para conseguirlo. En la última semana o los diez días antes del eclipse todo empezó a desmoronarse. Recuerdo como si fuera ayer aquella época, cuando las que trabajábamos para ella nos preparábamos para aquella maldita exhibición y para la fiesta posterior. Había estado de buen humor durante todo junio y parte de julio, pero cuando yo envié a mis hijos fuera de la isla todo empezó a funcionar mal. Fue entonces cuando Vera empezó a comportarse como la Reina Roja de Alicia en el país de las maravillas, a gritar a la gente como si la mirasen mal, a despedir a las sirvientas por cualquier cosa.
Supongo que fue entonces cuando su último intento de desear que resucitaran fracasó. Entonces supo para siempre que estaban muertos, pero siguió con sus planes para la fiesta. ¿Os imagináis el valor que le supuso? ¿Los huevos bien plantados?
También recuerdo algo que dijo después de que yo me enfrentara a ella cuando quiso despedir a la chica de los Jolander. Vera vino luego a hablar conmigo y yo creí que pensaba despedirme. En vez de eso, me dio una bolsa llena de cosas para ver el eclipse y pronunció algo que —al menos para Vera Donovan— equivalía a una disculpa. Dijo que a veces una mujer se ha de volver cabrona. «A veces —me dijo—, ser una cabrona es lo único que le queda a una mujer».
Ajá, pensé. Cuando no hay nada más, sólo queda eso. Siempre queda eso.
—¿Zeñorita Claiborne? —sonó una voz junto a mi oído, y entonces recordé que él seguía allí. Se me había ido la cabeza por completo—. Zeñorita Claiborne, ¿sigue ahí?
—Sigo aquí —contesté.
Me acababa de preguntar qué me había dicho Vera sobre ellos y eso había bastado para despertar mis recuerdos de esos viejos tiempos… Pero no sé cómo iba a contarle todo eso a él, a un hombre de Nueva York que no sabía nada de cómo vivimos aquí en Little Tall. De cómo vivía ella en Little Tall. Por decirlo de otro modo, sabía un montón sobre Upjohn y sobre Mississippi Valley Light and Power, pero ni una miaja sobre los cables y los rincones.
O las pelusas.
Volvió a hablar:
—Le estaba preguntando qué le había dicho…
—Que dejara sus camas hechas y que hubiera muchos Quaker Rolled Oats en la despensa. Decía que quería estar preparada por si decidían volver en cualquier momento.
Y era bastante parecido a la verdad, Andy. Al menos, lo bastante para Greenbush.
—¡Hombre, qué curioso! —contestó. Y fue como oír a un médico que dijera: «¡Hombre, qué tumor cerebral!».
Luego seguimos hablando, pero no tengo mucha idea de lo que dijimos. Creo que volví a decirle que no lo quería, que lo deseaba menos que un penique rojo, y por su modo de hablarme —suave y amable y como haciéndome la pelota— sé que cuando habló contigo, Andy, no se te debieron de olvidar los comentarios que probablemente Sammy Marchant te hizo a ti y a cualquier otro de Little Tall que quisiera escucharlos. Supongo que pensaste que a él no le incumbía, al menos de momento.
Recuerdo que le dije que se lo diera a Little Wanderers y que él contestó que no podía. Dijo que yo sí podía, en cuanto el testamento superase los pasos legales (aunque hasta el mayor idiota del mundo se habría dado cuenta de que él pensaba que no lo iba a hacer en cuanto entendiera lo que había pasado), pero que él no podía decidir absolutamente nada.
Al final le prometí que lo llamaría cuando tuviera «la mente más clara». Me quedé ahí un buen rato: unos quince minutos, o más. Me sentía… horrorizada. Me sentía como si el dinero me hubiese caído encima, como si se hubiera pegado a mí igual que las moscas se pegaban a la tira engomada que papá solía poner en la entrada cada verano cuando yo era pequeña. Me dio miedo que se me pegara cada vez más cuando empezara a moverme, que me envolviera de tal modo que nunca más podría librarme de él.
Cuando por fin me moví, me olvidé bajar a verte a la comisaría, Andy. A decir verdad, casi me olvidé de vestirme. Al final me eché por encima los tejanos y un jersey a pesar de que el vestido que pensaba llevar estaba tirado sobre la cama (y ahí sigue, salvo que alguien haya entrado y le haya hecho al vestido lo que tal vez quisieran hacerle a quien debería vestirlo). Me puse las viejas zapatillas deportivas y lo di por bueno. Rodeé la gran piedra blanca tras el cobertizo y los zarzales y paré un momento para mirarla y para escuchar el viento que agitaba las zarzamoras. Al verla me entraron temblores, como cuando te entra un mal catarro o la gripe. Tomé el atajo por el prado y luego bajé hasta el fin de la calle Lane en East Head. Allí me quedé un rato, dejé que el viento del mar me echara el pelo hacia atrás y me limpiara como siempre, y luego bajé las escaleras.
Ah, no te preocupes tanto, Frank. La cuerda al principio de las escaleras y el aviso de peligro siguen ahí; pero después de todo lo que había pasado no me preocupaban demasiado esas escaleras desvencijadas.
Caminé a trompicones hasta llegar a las rocas de abajo. El viejo muelle del pueblo —el que los de antes llamaban Muelle Simmons— sigue ahí, ya lo sabéis, pero ahora sólo quedan un par de postes y dos grandes anillas de hierro clavadas en el granito, peladas y oxidadas. A mí me parecen cuencas de ojos de un cráneo de dragón, en el caso de que eso exista. Yo salía a pescar desde ese muelle muchas veces cuando era pequeña, Andy, y supongo que creía que siempre estaría ahí, pero al final el mar se lo lleva todo.
Me quedé sentada en el último escalón, con las piernas colgando, y ahí pasé las siete horas siguientes. Vi cómo se retiraba la marea y cómo volvía otra vez casi del todo antes de irme.
Al principio traté de pensar en el dinero, pero no conseguía centrar la mente. A lo mejor la gente que ha tenido tanto toda la vida lo consigue, pero yo no. Cada vez que lo intentaba veía a Sammy Marchant mirando primero el rodillo… y luego a mí. En ese momento, eso es todo lo que el dinero significaba para mí, Andy, y todo lo que significa todavía: Sammy Marchant mirándome con ese brillo oscuro y diciendo: «Creía que no podía andar. Siempre decías que no podía andar, Dolores».
Luego pensé en Donald y Helga. «Si me engañas una vez, peor para ti —dije al vacío mientras seguía sentada con los pies colgando tan cerca del agua que a veces los salpicaba la espuma—. Si me engañas dos veces, peor para mí». Claro que en realidad nunca me engañó… Sus ojos no me engañaron.
Recuerdo que un día al despertar me di cuenta —debió de ser a finales de los sesenta— de que nunca los había visto, ni una sola vez, desde el momento en que el mayordomo se los llevara a la península en julio de 1961. Y eso me preocupó tanto que rompí la regla que siempre había mantenido, la costumbre de no hablar jamás de ellos salvo que Vera lo hiciera antes. «¿Cómo están los chicos, Vera? —le pregunté. Las palabras salieron de mi boca antes de que yo misma lo supiera, pongo a Dios por testigo de que así fue—. ¿Cómo están de verdad?».
Recuerdo que estaba sentada en la sala, haciendo punto en la silla junto a las ventanas abovedadas y cuando se lo pregunté dejó lo que estaba haciendo y me miró. Ese día había un fuerte sol que proyectaba un haz de luz sobre su cara y asomó algo tan aterrador en su mirada durante uno o dos segundos que estuve a punto de gritar. Sólo cuando pasó el terror vi qué había en sus ojos. Estaban hundidos, dos círculos negros en aquel haz de luz bajo la cual todo lo demás brillaba.
Eran como los ojos de él cuando me miraba desde el fondo del pozo… como guijarros negros o pedazos de carbón encajados en una pasta blanca. Durante aquellos dos segundos fue como si viera un fantasma. Luego movió un poco la cabeza y de nuevo fue Vera, sentada y mirándome como si la noche anterior hubiese bebido demasiado. Hubiera sido la primera vez.
—La verdad es que no lo sé, Dolores —contestó—. Estamos distantes.
Sólo dijo eso, y no hacía falta más. Todas las historias que me había contado sobre sus vidas —historias inventadas, ahora lo sé— decían menos que aquellas dos palabras: «Estamos distantes».
Gran parte del tiempo que he pasado en el Muelle Simmons lo he dedicado a pensar lo fea que es esa palabra. Distantes. Sólo de oírla me echo a temblar.
Me quedé allí sentada y le di vueltas a las cosas una vez más, luego las rechacé y me levanté de aquel lugar en el que había pasado casi todo el día. Decidí que no me importa demasiado lo que pienses tú o cualquier otro. Se acabó, ¿entiendes? Para Joe, para Vera, para Michael Donovan, para Donald y Helga… y para Dolores Claiborne también. De una u otra manera, todos los puentes entre aquella época y ésta se han quemado. El tiempo es un golfo, ya se sabe, igual que los que se extienden entre las islas y la península, pero el único ferry que puede cruzarlo es la memoria. Y eso es como un buque fantasma: si deseas que desaparezca, al final lo consigues.
Pero aparte de todo eso, sigue siendo curioso cómo han acabado las cosas, ¿no? Recuerdo lo que pasó por mi mente cuando me levanté para volver a las escaleras desvencijadas, lo mismo que cuando Joe sacó el brazo del pozo y estuvo a punto de arrastrarme con él: «He cavado un pozo para mis enemigos y yo misma he caído en él». Mientras me asía a la astillada barandilla y me disponía a subir las escaleras (dando por hecho, como siempre, que me sostendrían una vez más, por supuesto) me parecía que al fin había ocurrido y que yo siempre había sabido que ocurriría.
Simplemente, a mí me llevó más tiempo caer en mi pozo que a Joe en el suyo.
También Vera tenía el suyo: y si algo he de agradecer es que al menos yo no he tenido que recurrir al sueño, como ella, para creer que mis hijos están vivos… aunque a veces, cuando hablo con Selena por teléfono y oigo cómo susurra, me pregunto si existe algún escape para todos nosotros, para huir del dolor y la pena de nuestras vidas. No logré engañarla, Andy… Peor para mí.
En cualquier caso, aguantaré lo que sea y rechinaré los dientes para que parezca que sonrío, como siempre. Trato de no olvidar que dos de mis tres hijos viven todavía, que tienen más éxito del que cualquiera de Little Tall hubiera imaginado cuando eran críos, más del que probablemente habrían tenido si su padre no hubiese tenido un accidente la tarde del veinte de julio de 1963. Mira, la vida no tiene alternativas; y si alguna vez me olvido de agradecer que mi hija y uno de mis hijos siguieran vivos, mientras que los de Vera murieron, tendré que responder por mi pecado de ingratitud cuando me presente ante el trono del Todopoderoso. No quiero. Ya llevo bastante sobre mi conciencia… y probablemente sobre mi alma. Pero escuchadme los tres, oíd por lo menos esto: todo lo que hice lo hice por amor… el amor que una madre natural siente por sus hijos. Ése es el amor más fuerte del mundo y el más mortal. No hay mujer más cabrona en el mundo que la que teme por sus hijos.
Al llegar arriba de las escaleras volví a pensar en mi sueño y me quedé junto a la cuerda mirando al mar. Era el sueño en que Vera me pasaba platos y a mí se me caían. Pensé en el ruido de la piedra al golpearle la cara a Joe, dos ruidos que eran lo mismo.
Pero sobre todo pensé en Vera y en mí: dos cabronas viviendo en un pedazo de roca frente a la costa de Maine, juntas durante la mayor parte del tiempo en los últimos años. Pensé que las dos cabronas dormían juntas cuando la mayor se asustaba, en los años que habían pasado en aquella casa grande, dos cabronas que al final dedicaban casi todo el tiempo a hacerse cabronadas mutuamente. Pensé en cómo me engañaba y en cómo yo solía devolverle los engaños y en lo contentas que nos poníamos las dos cuando ganábamos un asalto. Pensé en cómo era Vera cuando le entraba lo de la pelusa, cómo gritaba y temblaba como un animal acorralado por otra criatura de mayor tamaño que se propone despedazarlo. Recuerdo que me acostaba con ella, la rodeaba con mis brazos y notaba su temblor, parecido al del cristal cuando alguien lo golpea con el mango del cuchillo. Notaba sus lágrimas en mi cuello y le peinaba el cabello seco y fino mientras le decía:
«Shhh… querida… Shhh. Las desagradables pelusas ya se han ido. Estás a salvo. A salvo conmigo».
Pero si algo he descubierto, Andy, es que nunca se van, no del todo. Te crees que te has librado de ellas, que las has limpiado y ya no quedan pelusas en ningún lugar, y entonces vuelven y parecen rostros, siempre parecen rostros, y los rostros son siempre los de aquellos a quienes no deseas volver a ver ni en sueños.
También pensé en ella cuando yacía en las escaleras y decía que estaba cansada, que quería acabar con todo. Y mientras permanecía al pie de aquellas escaleras desvencijadas con mis zapatillas mojadas, supe por qué había escogido esa escalera tan vieja que ni el diablo jugaría con ella al salir del colegio, o cuando juegan a hockey. También yo estaba cansada. He vivido lo mejor que he podido con mis propios medios. Nunca he abandonado un trabajo, ni me he puesto a llorar por las cosas que debía hacer, ni siquiera por algunas que eran horribles. Vera tenía razón al decir que a veces una mujer se ha de volver cabrona para sobrevivir, pero ser cabrona es un trabajo duro.
Eso os lo digo yo, y estaba muy cansada. Quería acabar con todo y se me ocurrió que aún estaba a tiempo de volver a bajar las escaleras y que esta vez no tenía por qué detenerme al llegar abajo… si no quería.
Luego la oí de nuevo… Vera. La oí como aquella noche junto al pozo, no sólo en mi cabeza sino con los oídos. Esta vez daba más miedo, lo que yo te diga: en el 63, al menos estaba viva.
«¿Qué estás pensando, Dolores? —preguntó con esa voz altiva de "Bésame-Las-Nalgas"—. Yo pagué más que tú; pagué más que cualquiera que jamás conozcas, y sin embargo supe vivir con mi trato. Aún más. Cuando sólo me quedaban las pelusas y los sueños de lo que pudo haber sido, tomé los sueños y los hice míos. ¿Las pelusas? Bueno, tal vez al final pudieron conmigo, pero antes de eso viví con ellas durante muchos años. Ahora tú has de tragar lo tuyo, pero si has perdido las agallas que tenías cuando me dijiste que despedir a la chica de los Jolander era una putada… adelante. Adelante, salta. Porque sin tus agallas, Dolores Claiborne, no eres más que otra vieja estúpida».
Me eché atrás y miré a mi alrededor, pero sólo estaba el cabo de East Head, oscuro y empapado con ese vaho que se traslada en el aire en los días de viento. No se veía un alma.
Permanecí allí un rato más, viendo cómo las nubes recorrían el cielo —me gusta mirarlas, son tan altas y libres y silenciosas mientras compiten ahí arriba…—, y luego me di la vuelta e inicié el regreso a casa. Tuve que detenerme y descansar dos o tres veces porque de tanto rato sentada en el aire húmedo al pie de la escalera me había entrado un dolor terrible en la espalda. Pero lo conseguí. Al llegar a casa me tomé tres aspirinas, me metí en el coche y vine directamente aquí.
Y eso es todo.
Nancy, ya veo que has amontonado una docena de cintas de esas minúsculas y esa monada de grabadora debe de estar casi gastada. También yo lo estoy, pero he venido a decir lo que tenía que decir, y lo he hecho: lo he dicho todo, palabra por palabra, y todas eran sinceras. Haz conmigo lo que debas hacer, Andy: he cumplido mi parte y me siento en paz conmigo misma. Supongo que sólo eso importa; eso y saber exactamente quién eres. Yo sé quién soy: Dolores Claiborne, a dos meses de cumplir los sesenta y seis, demócrata militante, residente de por vida en la isla de Little Tall.
Creo que quiero decir dos cosas más, Nancy, antes de que aprietes el STOP del aparato ese.
Al final, las cabronas del mundo somos las que aguantamos… Y en cuanto a las pelusas: ¡a tomar por el saco!