¿Qué has preguntado, Andy Bissette? ¿Que si entiendo mis derechos tal como me los has contado?

¡Joder! ¿Por qué algunos hombres son tan burros?

No, no te preocupes. Deja de parlotear y escúchame un rato. Me da la sensación de que te vas a pasar la mayor parte de la noche escuchándome, así que será mejor que te vayas acostumbrando. ¡Claro que entiendo eso que me has leído! ¿Tengo pinta de haber perdido el cerebro desde que te vi en el mercado? Eso fue el lunes por la tarde, por si no te acuerdas. Te dije que tu mujer te daría la bronca por haber comprado el pan del día anterior y supongo que tenía razón, ¿no?

Entiendo muy bien mis derechos, Andy. Mi madre no educó a ningún idiota. También entiendo mis responsabilidades. Que Dios me ayude.

¿Dices que cualquier cosa que diga puede ser usada en mi contra ante un tribunal? ¡Pero qué maravilla! Y tú sácate esa mueca de la cara, Frank Proulx. Ahora puedes ser un poli duro, pero no hace tanto desde que yo te veía corretear por ahí con el pañal abolsado y con esa misma sonrisa estúpida en la cara. Te daré un pequeño consejo: cuando te juntes con una viejarrona como yo será mejor que te ahorres la sonrisa. Me cuesta menos leer tu cara que un anuncio de ropa interior en un catálogo de Sears.

Bueno, ya nos hemos divertido: tal vez deberíamos centrarnos. Os voy a contar a los tres un buen montón de cosas a partir de ahora mismo; y una buena parte de eso tal vez pueda ser usada en mi contra ante un tribunal, si es que a alguien le interesa a estas alturas. Lo más gracioso es que la gente de la isla ya lo sabe casi todo y a mí ya casi me importa una mierda, como solía decir el viejo Neely Robichaud cuando se tomaba unas copas. Es decir, casi siempre, como os podrá decir cualquiera que lo haya conocido.

Hay una cosa que sí me importa una mierda, sin embargo, y por eso he venido aquí por voluntad propia. Yo no maté a esa cabrona de Vera Donovan y, os lo creáis o no, pretendo convenceros de eso. Yo no la empujé por la jodida escalera. Si me queréis encerrar por lo otro no pasa nada, pero mis manos no se han manchado con la sangre de esa cabrona. Y pienso que me creeréis cuando haya acabado, Andy. Siempre fuiste un buen chico, como todos los chicos —de mente noble, quiero decir—, y ahora te has convertido en un hombre decente. Pero no dejes que se te suba a la cabeza: creciste como todos los hombres, con una mujer que te lavaba la ropa y te sonaba la nariz y te dirigía cuando te encontrabas orientado en la dirección equivocada.

Una cosa más, antes de empezar. A ti te conozco, Andy. Y a Frank, por supuesto, pero… ¿quién es esa mujer con la grabadora?

¡Ah, por Dios, Andy! ¡Ya sé que es una estenógrafa! ¿No te he dicho ya que mi madre no educó a ningún idiota? Puede que vaya a cumplir los sesenta y seis en noviembre, pero todavía no he perdido el seso. Ya sé que una mujer con una grabadora y una libreta para tomar notas en taquigrafía es una estenógrafa. Veo todos los programas de tribunales, incluso La ley de Los Angeles, donde nadie parece capaz de permanecer con la ropa puesta más de quince minutos.

¿Cómo te llamas, querida?

Ajá, y ¿de dónde vienes?

Ah, déjalo ya, Andy. ¿Qué más has de hacer esta noche? ¿Tenías planeado bajar al muelle y pillar a unos cuantos poniendo trampas para langostas sin licencia? Eso sería más excitación de la que podría soportar tu corazón, ¿verdad? ¡Ja!

Así. Mejor. Tú eres Nancy Bannister, de Kennebunk, y yo soy Dolores Claiborne, de aquí mismo, Little Tall. Bueno, ya he dicho que voy a hablar un buen montón antes de que acabemos, y ya verás que no mentía. Así que si necesitas que hable más alto, o más despacio, sólo tienes que decirlo. No seas tímida conmigo. Quiero que cojas palabra por palabra, empezando por esto: hace veintinueve años, cuando el señor Bissette, ahora jefe de la policía, todavía iba a primer curso y se le enganchaban los pantalones, yo maté a mi marido, Joe St. George.

Veo que es un golpe, Andy. Cierra el pico o me largo. Además, no sé qué te sorprende tanto.

Sabes que maté a Joe.

Todo el mundo lo sabe en Little Tall, y probablemente también la gente del otro lado de la bahía, en Jonesport. Sólo que nadie pudo probarlo. Y yo no estaría aquí, admitiéndolo delante de Frank Proulx y Nancy Bannister, de Kennebunk, si no fuera porque a la cabrona de Vera le dio por seguir con sus viejos trucos sucios.

Bueno, nunca podrá volver a hacerlos, ¿verdad? Por lo menos, es un consuelo.

Acércame un poco más la grabadora, Nancy querida. Si hemos de hacerlo, hagámoslo bien.

¿Verdad que esos japoneses hacen cosas monísimas? Sí, desde luego… Pero supongo que las dos sabemos que lo que corre por la cinta dentro de esa monada me puede llevar al correccional de mujeres para el resto de mi vida. Sin embargo, no tengo otra opción. Juro por Dios que siempre supe que Vera Donovan sería mi muerte, lo supe desde la primera vez que la vi. Y mirad lo que me ha hecho, mirad lo que me ha hecho esa maldita vieja cabrona. Esta vez sí que me ha hecho polvo.

Pero es que la gente rica es así: si no te pueden matar de una patada, te matan amablemente a besos.

¿Qué?

¡Ay, joder! Ya voy al grano, Andy, si me dejas un poco en paz. Sólo trato de decidir si lo he de contar de principio a fin o al revés. Supongo que no puedo tomar una copita, ¿no?

¿Café? Y una mierda. Coge la cafetera entera y métetela por donde yo me sé. Dame un vaso de agua, si eres tan tacaño que no puedes compartir un trago del Beam que tienes en el cajón de tu escritorio. Yo no…

¿Que cómo lo sé? Hombre, Andy Bissette, si no te conociera diría que acabas de salir de los pañales. ¿Te crees que la gente del pueblo sólo habla del hecho de que yo matara a mi marido?

Vamos, eso son viejas noticias. Mira, todavía queda algo de jugo para ti.

Gracias, Frank. Tú también fuiste siempre un buen chico, aunque era muy difícil mirarte en la iglesia hasta que tu madre te quitó el maldito hábito de hurgarte las narices. Joder, a veces te metías el dedo tan adentro que parecía un milagro que no te sacaras los sesos. ¿Y por qué diablos te sonrojas? Nunca ha habido ningún niño que no excavara algo de oro verde de la vieja mina de vez en cuando. Al menos tú conseguías mantener las manos alejadas de los pantalones y de las bolas —por lo menos en misa—, y hay muchos niños que nunca…

Sí, Andy, sí, lo voy a decir. Por Dios, tú nunca te has sacudido las hormigas del pantalón, ¿verdad?

Te diré una cosa: voy a hacer un trato. En vez de contarlo de principio a fin o al revés, voy a empezar justo por la mitad y recorreré hacia los dos lados. Y si no te gusta, Andy Bissette, lo puedes apuntar en tu lista de quejas y se lo cuentas al capellán.

Joe y yo teníamos tres críos y cuando él murió, en el verano del 63, Selena tenía quince años, Joe junior trece y Little Pete sólo nueve. Bueno, Joe no me dejó ni un pote en el que mear y apenas una ventana por la que tirarlo luego.

Supongo que luego tendrás que arreglarlo un poco, ¿verdad, Nancy? Sólo soy una vieja con la cabeza medio loca y la boca más loca todavía, pero así son las cosas a menudo cuando se ha tenido una vida loca.

Bueno, ¿dónde estaba? Todavía no me he perdido, ¿verdad?

Ah, sí, gracias, cariño.

Lo que me dejó Joe fue esa casa destrozada junto al East Head y seis acres de tierra, casi todo zarzales y esa madera inservible que crece después de limpiar las malas hierbas. ¿Qué más?

Veamos. Tres camiones que no funcionaban —dos furgonetas y una excavadora—, cuatro atajos de madera, una deuda en la tienda de comestibles, una deuda en la ferretería, una deuda en la gasolinera, una deuda en el tanatorio y… ¿queréis saber la guinda? No llevaba ni una semana criando malvas cuando apareció el maldito Harry Doucette con un jodido pagaré según el cual Joe le debía veinte dólares por una apuesta de béisbol.

Me dejó todo eso, pero ¿creéis que me dejó algún seguro de vida? No, señor. Aunque eso podría haber sido un flaco favor, tal como acabaron las cosas. Supongo que llegaré a eso antes de acabar, pero de momento sólo trato de decir que en verdad Joe St. George no tenía nada de hombre: era una maldita piedra que yo llevaba atada al cuello. En realidad, era algo peor que eso, porque una piedra no se emborracha ni pretende echarte un polvo a la una de la madrugada.

Aunque no maté a ese hijo de puta por ninguna de esas razones, pero supongo que es un principio tan bueno como cualquier otro.

Una isla no es un buen lugar para matar a nadie, lo que yo te diga. Parece que siempre hay alguien por ahí, loco por meter la nariz en tus asuntos justo cuando menos te conviene. Por eso lo hice cuando lo hice, aunque ya llegaremos a eso. De momento, basta con decir que lo hice tres años después de que muriera el marido de Vera Donovan en un accidente de coche en las afueras de Baltimore, que es donde vivían cuando no estaban de vacaciones en Little Tall. En aquella época, casi todas las putadas de Vera eran simples y claras.

Con Joe fuera del panorama y sin ningún ingreso, me quedé colgada, eso sí puedo decirlo.

Tengo la sensación de que nadie en todo el mundo se siente tan desesperado como una mujer sola si sus hijos dependen de ella. Ya casi había decidido que sería mejor cruzar el golfo y buscar un trabajo en Jonesport, controlando la mercancía en el Shop and Save o haciendo de camarera en algún restaurante, cuando la loca esa decidió de repente que viviría todo el año en la isla. Casi todo el mundo creyó que se le había cruzado un cable, pero yo no me sorprendí tanto. De todos modos, en aquella época ya pasaba mucho tiempo aquí.

El tipo que trabajaba para ella en esa época —no recuerdo el nombre pero ya sabes a quién me refiero, Andy, aquel mayordomo loco que siempre llevaba los pantalones bien apretados para enseñarle al mundo que tenía las pelotas grandes como jarras de Mason— me llamó y me dijo que La Señora (siempre la llamaba así, La Señora, mira si estaba zumbado) quería saber si yo trabajaría para ella a jornada completa como ama de llaves. Bueno, yo había trabajado para su familia en verano desde 1950, y supongo que era natural que me llamara a mí antes que a cualquier otra, pero entonces pareció como una respuesta a mis oraciones. Dije que sí al instante y trabajé para ella hasta ayer por la tarde, cuando se cayó por la escalera frontal por culpa de su estúpida cabeza hueca.

¿A qué se dedicaba su marido, Andy? Hacía aviones, ¿no?

Ah. Ajá, supongo que sí lo oí, pero ya sabes cómo habla la gente de la isla. Lo único que doy por seguro es que ella quedó bien arreglada, muy bien arreglada, y que se lo llevó todo cuando él murió. Menos lo que se quedó el gobierno, claro, y dudo que fuera tanto como lo que se adeudaba. Michael Donovan era listo como el hambre.

Y astuto también. Y aunque nadie lo creería por su comportamiento en los últimos diez años, Vera era tan astuta como él… y tuvo sus días de lucidez hasta antes de su propia muerte. Me pregunto si sabía en qué lío me metería si no moría en la cama de un tranquilo ataque de corazón. He estado en East Head casi todo el día, sentada en la escalera desvencijada y pensando en eso… En eso y en un centenar de cosas más. Al principio creía que no: un cuenco de harina tiene más cerebro que Vera Donovan en los últimos días; pero luego recordaba cómo se portaba cuando lo de la aspiradora y pensaba que tal vez… Sí, tal vez.

Pero ahora no importa. Lo único que importa ahora es que yo he pasado de las brasas al fuego y me encantaría limpiarme antes de que se me queme más el culo. Si todavía estoy a tiempo.

Empecé a trabajar como ama de llaves de Vera Donovan y acabé siendo eso que llaman «compañía de pago». No me costó mucho tiempo entender la diferencia. Como ama de llaves, tenía que tragar mierda ocho horas al día, cinco días por semana. Como compañía de pago, tenía que tragarla a todas horas.

Tuvo el primer ataque en el verano de 1968, mientras veía por la televisión la convención nacional del Partido Demócrata en Chicago. No fue demasiado aquella vez, y ella solía echarle la culpa a Hubert Humphrey. «Al final resulta que miré a ese alegre capullo demasiadas veces —afirmaba—, y se me reventó una maldita vena. Debía haber imaginado que sucedería, y también podría haber ocurrido con Nixon».

Tuvo uno más grave en 1975, y esta vez no pudo culpar a ningún político. El doctor Freneau le dijo que sería mejor que dejara de fumar y de beber, pero se podría haber ahorrado el discurso: ninguna fulana de tacones altos como Vera «Bésame-Las-Nalgas» Donovan estaba dispuesta a escuchar a un simple médico de pueblo como Chip Freneau. «Lo enterraré —solía decir— y me tomaré un whisky con soda sentada sobre su lápida».

Durante un tiempo pareció que podía conseguirlo —él siguió regañándola y ella siguió navegando como el Queen Mary—. Luego, en 1981, ella tuvo el primer ataque serio y el marido se mató en un accidente de coche en la península al año siguiente. Fue entonces cuando yo me mudé a vivir con ella: octubre de 1982.

¿Tenía que hacerlo? No lo sé. Supongo que no. Tenía mi Seguridad Sociable, como solía llamarla la vieja Hattie Mc Leod. No era mucho, pero entonces ya hacía mucho que los chicos se habían ido —Little Pete había desaparecido de la tierra, pobre corderillo perdido— y yo me las había arreglado para ahorrar unos cuantos dólares. Vivir en la isla siempre ha sido barato y aunque ya no es lo que era, sigue siendo mucho más barato que vivir en la península. O sea que supongo que no estaba obligada a ir a vivir con Vera, no.

Pero para entonces ella y yo estábamos acostumbradas la una a la otra. Es difícil explicárselo a un hombre. Supongo que Nancy, con sus libretas y sus bolígrafos y su grabadora, lo entiende, pero imagino que no debe hablar. Nos habíamos acostumbrado como dos viejos murciélagos se acostumbran a estar colgados boca abajo juntos en la misma cueva, incluso aunque estén muy lejos de ser lo que se llama íntimos amigos. Y en realidad no significa ningún cambio. Lo más importante fue colgar mi ropa de los domingos en el armario, al lado de mi ropa de cada día, porque en el otoño del 82 yo ya pasaba allí todos los días y también casi todas las noches. Ganaba algo más de dinero, pero no tanto como para pagar la entrada de mi primer Cadillac, ya entendéis lo que quiero decir. ¡Ja!

Supongo que lo hice sobre todo porque no había nadie más. Ella tenía un agente financiero en Nueva York, un hombre que se llamaba Greenbush. Pero Greenbush no iba a acudir a Little Tall para que ella pudiera gritarle desde la ventana de la habitación para asegurarse de que tendiera las sábanas con seis pinzas, no cuatro, ni se iba a instalar en la habitación de los invitados para cambiarle los pañales y limpiarle la mierda de su culo gordo mientras ella lo acusaba de robarle la calderilla de la hucha en forma de cerdito y le decía que lo enviaría a la cárcel. Greenbush manejaba los cheques; yo limpiaba la mierda y la oía quejarse por las sábanas y por la pelusa y por su maldita hucha.

¿Y qué? No espero ninguna medalla, ni siquiera una banda de honor. He limpiado mucha mierda en mi época, he oído todavía más mierda (recordad que estuve casada con Joe St. George durante dieciséis años) y nunca se me cayeron los anillos. Supongo que al final me quedé con ella porque no tenía a nadie más. O yo o el asilo. Sus hijos nunca vinieron a verla y eso es lo único que me daba pena. Tampoco es que yo esperara que apareciesen, no os hagáis una idea equivocada, pero no entendía por qué no podían arreglar su vieja querella, cualquiera que fuese, y venir de vez en cuando para pasar un día juntos, o tal vez un fin de semana. Era una miserable cabrona, de eso no cabe duda, pero era su madre. Y ya estaba vieja. Claro que ahora sé mucho más que antes, pero…

¿Qué?

Sí, es verdad. Que me muera si miento, como les gusta decir a mis nietos. Si no me crees, llama a Greenbush. Supongo que cuando corra la noticia —y correrá, como siempre— habrá alguno de esos artículos de cotilleo en el Daily News de Bangor, contando lo maravilloso que es todo.

Bueno, tengo una noticia para vosotros: no es maravilloso. En realidad es una jodida pesadilla. Da lo mismo lo que ocurra aquí: la gente dirá que le lavé el cerebro para que hiciera lo que hizo y luego la maté. Lo sé, Andy, y tú también. No hay ningún poder en la tierra ni en el cielo que pueda evitar que la gente piense lo peor cuando quiere pensarlo.

Bueno, ni una sola palabra es cierta. Yo no la obligué a hacer nada, y desde luego ella no hizo lo que hizo porque me quisiera, ni siquiera porque yo le gustara: a su manera pudo pensar que me debía mucho y no era propio de ella decirlo. Incluso podría ser que se tratara de su manera de darme las gracias… No por cambiarle los pañales llenos de mierda, sino por estar ahí todas las noches en que los cables abandonaban los rincones o la pelusa salía de debajo de la cama.

No lo entendéis, ya lo sé, pero al final lo entenderéis, antes de que abráis esa puerta y abandonéis la habitación, os prometo que lo habréis entendido todo.

Tenía tres formas de ser cabrona. He conocido a otras mujeres que tenían más, pero tres son suficientes para una vieja dama senil que pasaba casi todo el rato pegada a la silla de ruedas o a la cama. Tres formas es una maldita cantidad para una mujer así.

La primera era cuando se volvía cabrona porque no podía evitarlo. ¿Recordáis lo que he dicho sobre las pinzas, que debías usar seis para tender las sábanas, nunca cuatro? Bueno, es sólo un ejemplo.

Las cosas tenían que hacerse de cierta manera si una trabajaba para la señora Bésame-Las-Nalgas Vera Donovan y era mejor no olvidarlo. Ella te decía cómo debían ser las cosas desde el principio y yo os diré cómo eran. Si te olvidabas de algo una sola vez, tenías que aguantar su lengua afilada. Si te olvidabas dos veces, te jodía el día de pago. Si te olvidabas tres veces estabas en la calle y te podías ahorrar las excusas. Ésa era la norma de Vera y a mí ya me parecía bien. Me parecía duro, pero justo. Si te decía dos veces en qué bandejas debías poner el pan al sacarlo del horno y que nunca lo dejaras en el alféizar de la ventana para enfriarlo como los irlandeses, y aún así no eras capaz de recordarlo, lo más probable era que no pudieras recordarlo nunca.

La norma era que a la tercera te quedabas en la calle, y no había absolutamente ninguna excepción. Así ocurrió con un montón de gente en aquella casa durante años. En los viejos tiempos oí decir más de una vez que trabajar para los Donovan era como entrar en una puerta giratoria.

Podías dar una vuelta o dos, y algunos llegaban a dar diez o doce vueltas, pero siempre acababas siendo escupido hacia la parte de fuera. Así que cuando fui a trabajar con ella por primera vez —eso fue en 1949, al año siguiente de nacer Selena— entré como se entra en la cueva de un dragón. Pero no era tan mala como a la gente le gustaba pretender. Si mantenías los oídos atentos, podías quedarte. Yo lo hice, y el mayordomo también. Pero tenías que estar todo el rato de puntillas porque era aguda, porque siempre sabía más de lo que le pasaba a la gente de la isla que los demás veraneantes… y porque podía ser malvada. Incluso entonces, antes de que le ocurrieran todos sus problemas, podía ser malvada. Para ella era como un hobby.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó el primer día—. ¿No deberías estar en casa ocupándote de tu nueva hija y preparándole buenas comiditas a la luz de tu vida?

—La señora Cullum está encantada de vigilar a Selena cuatro horas al día —contesté—. Sólo puedo trabajar media jornada, señora.

—Sólo necesito media jornada, y creo que eso decía mi anuncio en el remedo de periódico local —respondió, mostrándome su aguda lengua, sin llegar a cortarme como haría tantas veces en el futuro.

Aquel día estaba haciendo punto, lo recuerdo. Esa mujer podía tejer como el rayo, un par de calcetines en un solo día era algo fácil para ella aunque empezara a las diez de la mañana. Pero decía que tenía que apetecerle.

—Sí, señora. Eso decía.

—No me llamo señora —contestó, dejando el punto—. Me llamo Vera Donovan. Si te contrato, me llamarás señora Donovan, por lo menos hasta que nos conozcamos lo suficiente para cambiarlo. Y yo te llamaré Dolores. ¿Está claro?

—Sí, señora Donovan.

—De acuerdo, es un buen principio. Ahora, responde a mi pregunta. ¿Qué haces aquí, teniendo una casa propia que cuidar, Dolores?

—Quiero ganar algo de dinero extra para las Navidades —expliqué. De camino hacia la casa ya había decidido que le diría eso si me lo preguntaba—. Y si hasta entonces queda usted satisfecha y a mí me gusta trabajar para usted, por supuesto, tal vez me quede un poco más.

—Si te gusta trabajar para mí… —repitió. Luego puso los ojos en blanco como si fuera la mayor estupidez que hubiera oído jamás. ¿Cómo podía alguien no estar contento de trabajar para la gran Vera Donovan? Luego lo repitió de nuevo—: Dinero para las Navidades. —Hizo una pausa sin dejar de mirarme y lo repitió una vez más en tono aún más sarcástico—: ¡Dinero para las Navidades!

Tal como ella sospechaba, yo estaba allí porque apenas me había sacudido el arroz del pelo y ya tenía problemas en mi matrimonio, y ella sólo necesitaba ver cómo me sonrojaba y desviaba la mirada para estar segura. De modo que no me sonrojé y no desvié la mirada aunque sólo tenía veintidós años y me costó mucho. Ni le habría admitido a nadie que ya tenía problemas: eso no me lo arrancan ni con caballos salvajes. Lo del dinero para las Navidades era suficiente para Vera por muy sarcástica que se pusiera, y la mayor excusa que estaba dispuesta a permitirme a mí misma era que andaba algo justa de dinero para casa aquel verano. Sólo años después pude admitir la verdadera razón que me llevó a la cueva del dragón: tenía que encontrar el modo de recuperar parte del dinero que Joe se bebía durante toda la semana y perdía los viernes por la noche en las partidas de póquer en la trastienda de Fudgy's Tavern, en la península. En aquella época aún creía que el amor de un hombre por una mujer y de una mujer por un hombre era más fuerte que el amor por la bebida y por los follones, que el amor acabaría alzándose como la nata sobre la leche. En los diez años siguientes aprendí lo suficiente. A veces el mundo es una triste escuela, ¿verdad?

—Bueno —concluyó Vera—. Nos daremos una oportunidad, Dolores St. George… aunque imagino que incluso si das la talla te quedarás embarazada otra vez en un año, y entonces no te veré más.

El hecho es que entonces yo estaba embarazada de dos meses, pero tampoco me lo habría arrancado ni con caballos salvajes. Quería los diez dólares semanales que pagaba por ese trabajo y los conseguí, y será mejor que me creáis cuando digo que me gané cada centavo. Trabajé como una china aquel verano, y cuando llegó el día del Trabajo Vera me preguntó si quería seguir cuando ellos volvieran a Baltimore —alguien tenía que cuidar de una casa tan grande como ésa durante todo el año— y yo dije que me parecía bien.

Seguí hasta un mes antes de nacer Joe junior y volví incluso antes de destetar al crío. Durante el verano lo dejaba con Arlene Cullum —Vera no habría admitido un crío llorando por la casa, ella no—, pero cuando ella y su marido se iban me llevaba a Selena y a Joe junior conmigo. A Selena la podía dejar sola: incluso con dos años, casi tres, se podía confiar en ella casi siempre. A Joe junior lo llevaba conmigo en mis rondas diarias. Dio sus primeros pasos en la habitación principal, aunque creo que Vera nunca lo supo.

Me llamó una semana después del parto (estuve a punto de no enviarle la participación de nacimiento pero luego decidí que si interpretaba que yo andaba en busca de un regalo era su problema) y me felicitó por haber parido un chico y luego me dijo lo que en realidad quería decir: que me guardaba el puesto de trabajo. Creo que esperaba que me emocionase, y así fue. Era como el mayor cumplido que podías esperar de una mujer como Vera y para mí significó mucho más que el talón de veinticinco dólares que recibí en el correo de diciembre.

Era dura pero era justa y en su casa siempre era la jefa. Su marido no pasaba allí más que un día de cada diez, incluso en verano, cuando se suponía que vivían allí. Pero aunque estuviera él, se sabía quién mandaba. Puede que él tuviera dos o trescientos ejecutivos dispuestos a obedecer sus órdenes, pero ella era la que mandaba en el tiroteo de Little Tall, y si le decía que se quitara los zapatos y no le llenara de polvo la alfombra limpia él obedecía.

Y, tal como os decía, tenía su manera de hacer las cosas. ¡Que si la tenía! No sé de dónde sacaba las ideas, pero sí sé que era prisionera de ellas. Si las cosas no se hacían de cierta manera, le entraba dolor de cabeza o de estómago. Pasaba tanto rato cada día controlándolo todo que muchas veces pensé que habría tenido más paz mental si se hubiese encargado ella misma de llevar la casa.

Había que limpiar todos los grifos con Spic 'n Span, eso para empezar. Nada de Lestoil, ni Top Job, ni Mr. Clean. Sólo Spic 'n Span. Que Dios te ayudara si te pillaba limpiando un grifo con otro producto.

Cuando se trataba de planchar, había que usar un dosificador especial de almidón para los cuellos de las camisas y las blusas y tenías que poner una gamuza sobre el cuello antes de almidonarlo. La jodida gamuza no servía para nada, al menos que yo sepa, y habré planchado al menos diez mil camisas y blusas en su casa, pero que Dios te ayudara si Vera entraba en el cuarto de la plancha y te veía planchar las camisas sin aquella pieza de punto sobre un cuello, o al menos colgada de la tabla de planchar. Que Dios te ayudara si no te acordabas de encender el extractor de la cocina cuando freías algo.

También estaban los cubos de basura del garaje. Había seis. Sonny Quist venía una vez por semana a recoger la basura y el ama de llaves o una de las criadas —la que estuviera más a mano— tenía que llevar los cubos al garaje al segundo de desaparecer él. Y no podías simplemente arrastrarlos hasta el rincón y dejarlos allí; tenías que alinearlos de dos en dos, pegados a la pared del este del garaje, con las tapas puestas encima boca abajo. Que Dios te ayudara si te olvidabas de hacerlo exactamente así.

Luego estaban los felpudos. Había tres: uno para la puerta delantera, otro para la del patio y otro para la puerta trasera, en el que había una de esas cursis leyendas de ENTRADA DE SERVICIO justo hasta el año pasado, cuando me cansé de mirarlo y le di la vuelta. Una vez por semana tenía que recoger los felpudos y apoyarlos en una gran piedra al final del jardín trasero, diría que a unos cincuenta metros de la piscina, y sacarles el polvo con una escoba. Tenías que hacer que el polvo volara. Y si te entraba la pereza, siempre te pillaba. No miraba cada vez que sacudías los felpudos, pero sí lo hacía muchas veces. Se quedaba en el patio con los binoculares de su marido. Y la historia era que cuando llevabas los felpudos de vuelta a las puertas tenías que asegurarte de que la leyenda de BIENVENIDOS apuntara en la dirección adecuada. La dirección adecuada significaba que quien se acercara a cualquiera de las puertas pudiera leerlo. Que Dios te ayudara si dejabas un felpudo al revés ante la puerta.

Debía de haber cuatro docenas de historias diferentes como ésa. En los viejos tiempos, cuando yo empecé como criada, se oía contar muchas cabronadas de Vera Donovan en los almacenes. Los Donovan entretenían a la gente: durante los años cincuenta tuvieron mucho servicio doméstico y normalmente la que más insultaba a Vera era alguna chiquilla que había sido contratada a tiempo parcial y luego despedida por olvidar alguna de las normas tres veces seguidas. Le decía a cualquiera que quisiera escucharla que Vera Donovan era un viejo murciélago malvado y de lengua aguda y que estaba como una loca en las rebajas. Bueno, tal vez tuvieran razón, pero una cosa sí diré: si tenías buena memoria no te daba la bulla. Y yo pienso así: cualquiera que sea capaz de recordar quién duerme con quién en esas comedias que dan por la tarde, debería ser capaz de acordarse de usar Spic 'n Span para los grifos y de poner los felpudos con la marca orientada en la dirección adecuada.

Bueno, ahora lo de las sábanas. Eso era algo en lo que una desearía no equivocarse nunca.

Tenían que colgar perfectamente equilibradas sobre las cuerdas —o sea, que coincidieran las puntas— y había que usar seis pinzas para cada una. Nunca cuatro; siempre seis. Y si arrastrabas una por el polvo no hacía falta que te preocupara equivocarte tres veces. Las cuerdas de la colada siempre han estado fuera, en el patio lateral que queda justo debajo de su ventana. Ella se asomaba, un año sí otro también, y me gritaba: «¡Seis pinzas, Dolores! ¡Hazme caso! ¡Seis, no cuatro! ¡Las estoy contando y tengo tan buena vista como siempre!».

¿Qué dices, querida?

Hombre, Andy, déjala en paz. Es una buena pregunta, y a ningún hombre se le habría ocurrido.

Te lo diré, Nancy Bannister de Kennebunk, Maine. Sí, tenía secadora, una buena y grande, pero nos prohibía meter en ella las sábanas salvo que el parte meteorológico predijera cinco días seguidos de lluvia. «Una persona decente sólo merece dormir en sábanas que hayan sido secadas al aire libre —decía Vera—, porque huelen bien. Toman algo del viento que las agita y se lo quedan, y ese olor provoca dulces sueños».

Decía muchas pavadas sobre cantidad de temas, pero no sobre el olor del aire fresco en las sábanas, en eso creo que tenía toda la razón. Cualquiera puede oler la diferencia entre una sábana que ha dado vueltas en una Maytag y otra que ha sido agitada por un buen viento del sur. Pero había muchas mañanas de invierno en las que apenas había diez grados bajo cero y el viento era fuerte y húmedo y venía del este, directo desde el Atlántico. En esas mañanas yo hubiera renunciado al dulce olor sin la menor discusión. Tender las sábanas con tanto frío es como una tortura. Nadie sabe lo que es si no lo ha hecho, y cuando sí lo ha hecho no lo puede olvidar.

Sacas la canasta hasta el tendedero y empieza a desprender vapor por encima y la primera sábana está caliente y a lo mejor te crees —si no lo has hecho antes, claro— que no está tan mal. Pero cuando ya has levantado la primera con las puntas igualadas y le has puesto las seis pinzas, se ha acabado el vapor. Siguen húmedas, pero ahora están frías. Y tus dedos están mojados y fríos. Pero pasas a la siguiente, y otra, y otra, y los dedos se te vuelven rojos y cada vez más lentos, y te duelen los hombros y tienes calambres en la boca de aguantar las pinzas para poder mantener las manos libres para que la maldita sábana quede limpia y arreglada en todo momento, pero casi todo el dolor está en los dedos. Si se te volvieran insensibles, algo sería. Casi te gustaría que así fuera.

Pero sólo se te ponen rojos y si hubiera suficientes sábanas se te pondrían de un color púrpura claro, como los bordes de algunos lirios. Cuando acabas, las manos son como garras. Lo peor, sin embargo, es que sabes lo que ocurrirá cuando vuelvas a entrar con el canasto de la colada vacío y te dé el calor en las manos. Empiezan a temblar, luego te palpitan las falanges: sólo que la sensación es tan profunda que parece más un llanto que un pálpito; me gustaría describirlo para que lo supieras, Andy, lo que pasa es que no puedo. Parece que Nancy Bannister sí lo sabe, un poco por lo menos, pero hay todo un mundo de diferencia entre tender la colada en la península en invierno o hacerlo en la isla. Cuando se te empiezan a calentar los dedos es como si tuvieras un enjambre de bichos dentro. Entonces te los frotas con cualquier clase de loción para las manos y esperas que desaparezca el picor, y sabes que da lo mismo la cantidad de loción o de puro estiércol de oveja que te pongas en las manos: hacia finales de febrero se te agrietará igualmente la piel, tanto que se te abrirá y sangrará cuando cierres el puño. Y a veces, incluso antes de calentarte, hasta cuando ya estás dormida, las manos te despiertan en mitad de la noche, sollozando por el puro recuerdo del dolor. ¿Creéis que es broma? Podéis reíros si queréis, pero no es broma, qué va.

Casi se las oye, como si fueran críos buscando a su madre. Viene de muy adentro y te quedas escuchándolo, sabiendo en todo momento que a pesar de todo tendrás que volver a salir, que no se puede evitar, que es parte del trabajo de una mujer que ningún hombre conoce ni desea conocer.

Y mientras pasabas por eso, con las manos insensibles, los dedos púrpura, los hombros doloridos, con los mocos cayendo por la nariz y helándose, duros sobre el labio superior, lo más frecuente era que ella estuviera en la ventana de su habitación mirándote. Tenía la frente fruncida y los labios estirados hacia abajo y se frotaba las manos: siempre estaba tensa, como si se tratara de una especie de compleja operación quirúrgica en vez de simplemente tender las sábanas a secar al viento invernal. Se notaba que trataba de contenerse, de mantener la bocaza cerrada por una vez, pero al cabo de un rato ya no era capaz y se asomaba tanto por la ventana que el viento le echaba el pelo hacia atrás, y gritaba: «¡Seis pinzas! ¡Acuérdate de usar seis pinzas! ¡No dejes que el viento se lleve mis sábanas hasta el rincón del patio! ¡Haz lo que te digo! ¡Será mejor, porque te estoy mirando y las estoy contando!».

Para cuando llegaba marzo, yo soñaba con agarrar el hacha que el mayordomo y yo solíamos usar para cortar los leños del horno de la cocina (eso hasta que él murió; luego el trabajo lo hacía yo sola) y darle a la cabrona un buen tajo justo entre los ojos. A veces llegaba a verme a mí misma haciéndolo, de tan loca como me volvía, pero supongo que siempre supe que una parte de ella odiaba gritarme tanto como yo odiaba oírlo.

Ésa era su primera manera de ser cabrona: cuando no podía evitarlo. En realidad era peor para ella que para mí, sobre todo desde que tuvo los ataques fuertes. Entonces ya había mucha menos colada que tender, pero ella seguía tan obsesionada como lo había estado antes de que la mayoría de las habitaciones de la casa quedaran cerradas y casi todas las camas de invitados fueran deshechas y se envolvieran con plástico las sábanas para guardarlas en el armario.

Lo más duro para ella fue que, hacia 1985, se le acabaron los días de andar sorprendiendo a la gente; tuvo que depender de mí para arreglárselas. Si no estaba yo para levantarla de la cama y sentarla en la silla de ruedas, se quedaba acostada. Había engordado mucho: pasó de unos sesenta y nueve kilos al principio de los años sesenta a unos noventa, y casi todo el aumento consistía en esa grasa amarillenta que se les ve a los viejos. Le colgaba de los brazos, de las piernas y del culo como si fuera pasta de pan en un palo. Algunos se quedan delgados como una escoba en el otoño de su vida, pero no Vera Donovan. El doctor Freneau decía que era porque no le trabajaban los riñones. Supongo que así era, pero muchas veces creí que engordaba sólo para fastidiarme.

Y el peso no lo era todo: también se estaba quedando medio ciega. Era por culpa de los ataques. La poca vista que le quedaba iba y venía a ratos. Algunos días veía un poco con el ojo izquierdo y mucho con el ojo derecho, pero la mayoría de las veces decía que era como si mirase a través de una espesa cortina gris. Supongo que entendéis por qué se volvía loca, ella que siempre se había empeñado en echarle el ojo a todo. A veces llegó a llorar por eso y ya os podéis creer que costaba mucho hacer llorar a una tipa dura como ella. Y por mucho que la hubiesen postrado los años al pasar, seguía siendo una tipa dura.

¿Qué, Frank?

¿Senil?

La verdad, no estoy segura. No lo creo. Y si lo estaba, desde luego no era como la gente normal cuando se vuelve senil. Y no lo digo para que, si luego resulta que sí era senil, el juez encargado del sumario de la herencia pueda sonarse la nariz con eso. En cuanto a lo que a mí concierne, puede limpiarse el culo; yo sólo quiero salir de este jodido follón en que me ha metido.

Pero aún he de decir que probablemente no tenía del todo vacía la azotea, ni siquiera al final. Tal vez le quedaran algunas habitaciones por alquilar, pero no la tenía vacía del todo.

La principal razón por la que digo eso es que tenía días en los que estaba tan lúcida como siempre. Solía coincidir con los días en que veía un poco y colaboraba para sentarse en la cama, o incluso daba los dos pasos que separaban la cama de la silla de ruedas en vez de esperar a que la llevara en volandas como a un saco de grano. La colocaba en la silla de ruedas para poder cambiar las sábanas y a ella le gustaba estar sentada porque podía acercarse a la ventana, la que daba al patio lateral y tenía vistas al puerto. Una vez me dijo que si tenía que quedarse todo el día en la cama se volvería loca, sin poder mirar más que a las paredes y el techo. Y la creí.

Tenía días confusos, sí; días en los que no sabía quién era yo y apenas sabía quién era ella misma. En esos días era como un barco que hubiese perdido las amarras, salvo que el océano en que iba a la deriva era el tiempo: era capaz de creer que estábamos en 1947 por la mañana y en 1974 por la tarde. Pero también tenía días buenos. Cada vez menos a medida que pasaba el tiempo y seguían dándole aquellos ataques —achaques, lo llamaba la gente—, pero aún los tenía. Sus días buenos coincidían a menudo con mis días malos, sin embargo, porque si yo se lo permitía soltaba todas sus cabronadas.

Se volvía mala. Era su segunda manera de ser cabrona. Esa mujer podía ser tan malvada como el que más. Incluso cuando pasaba la mayor parte del tiempo en la cama, con pañales y pantalones de goma, podía llegar a ser terrible. Los follones que metía en los días de limpieza son un ejemplo tan bueno de lo que quiero decir como cualquier otro. No lo hacía cada semana, pero os juro por Dios que con demasiada frecuencia lo hacía los jueves para poder considerarlo pura coincidencia.

Los jueves eran días de limpieza en casa de los Donovan. Es una casa enorme, no te lo puedes imaginar hasta que te has paseado de verdad por dentro, aunque la mayor parte está cerrada. Ya hace más de veinte años de aquellos días en que podía llegar a haber media docena de chicas con el pelo recogido con pañuelos, aquí sacando el polvo, allí limpiando las ventanas y quitando las telarañas de los rincones del techo. He recorrido a veces esas habitaciones fantasmagóricas, mirando los muebles tapados por las fundas y pensando en el aspecto que tenía aquel lugar en los años cincuenta, cuando daban aquellas fiestas de verano —el césped se llenaba siempre de lámparas japonesas de diferentes colores, qué bien lo recuerdo—, y me entran unos escalofríos rarísimos. Al final, los colores brillantes desaparecen de la vida, ¿os habéis dado cuenta? Al final todo parece gris, como un vestido que se ha lavado demasiadas veces.

Durante los últimos cuatro años, la parte abierta de la casa era la cocina, la sala principal, el comedor, la terraza que da a la piscina y al patio y cuatro habitaciones del piso superior: la suya, la mía y las dos de invitados. No manteníamos muy calientes en invierno las de invitados, pero siempre estaban limpias por si venían sus hijos a pasar un tiempo.

Incluso en aquellos últimos años yo tenía siempre dos chicas del pueblo para ayudarme los días de limpieza. En eso siempre ha habido muchos cambios, pero desde 1990 más o menos eran siempre Shawna Wyndham y Susy, la hermana de Frank. No podía hacerlo sin ellas, pero aún hacía yo gran parte del trabajo y a las cuatro de la tarde de cada jueves, cuando las chicas se iban a casa, yo estaba medio muerta. Sin embargo, aún me quedaba mucho por hacer: acabar de planchar, hacer la lista de la compra para el viernes y preparar la cena para su excelencia, por supuesto. No hay descanso para los malditos, como se suele decir.

Pero siempre antes de eso, me gustara o no, tenía que aguantar alguna de sus cabronadas.

Generalmente solía ser regular a la hora de cumplir sus necesidades naturales. Yo le metía el orinal debajo cada tres horas y soltaba un chorrito para mí. Y la mayoría de los días solía haber también algo duro en el orinal, además de la meadita, al mediodía.

Salvo los jueves, claro.

No todos los jueves, pero sí aquellos en los que estaba brillante. Podía dar por hecho que lo más probable era que hubiera problemas… y que acabara con un dolor de espalda que no me dejaría dormir hasta la medianoche. Al final, no se me pasaba ni con Anacin-3. He tenido una salud de hierro casi toda la vida y sigo teniéndola, pero sesenta y cinco años son sesenta y cinco años. No te libras de las cosas como antes.

Los jueves, en vez de sacar medio orinal lleno de pis a las seis de la mañana, sólo sacaba unas gotas. A las nueve, lo mismo. Y al mediodía, en vez de una meada y un zurullo, lo más probable era que no hubiera nada. Entonces ya intuía que debía prepararme. Sólo lo sabía seguro cuando no le había sacado ni un zurullo desde el miércoles al mediodía.

Ya veo que te aguantas la risa, Andy, pero está bien; suéltalo si quieres. Entonces no tenía ninguna gracia, pero ya se ha acabado y lo que estás pensando es la pura verdad. La vieja mierdosa tenía una libreta de ahorros de mierda y era como si en algunas semanas lo ahorrara todo para aumentar los bienes… Sólo que todos los reintegros eran para mí. Me los quedaba yo tanto si quería como si no.

Me pasaba casi toda la tarde de los jueves corriendo escaleras arriba, tratando de pillarla, y a veces incluso lo conseguía. Pero fuera cual fuese el estado de su vista, el oído le funcionaba muy bien y sabía que yo nunca dejaría que ninguna de las chicas aspirase la alfombra de Aubusson de la sala. Y cuando oía la aspiradora ponía en marcha su castigada fábrica y la Cuenca de Mierda empezaba a soltar dividendos.

Entonces se me ocurrió la manera de pillarla. Gritaba a una de las chicas que ya era hora de aspirar el salón. Lo anunciaba a gritos incluso aunque ellas estuvieran justo al lado de la puerta, en el comedor. Ponía en marcha la aspiradora, sí, pero en vez de usarla me iba al pie de la escalera y me quedaba allí con un pie plantado en el primer escalón y la mano agarrada a la bola de la barandilla, como uno de esos atletas que se agachan y esperan a que el juez dispare el tiro de salida y los deje echar a correr.

En una o dos ocasiones subí demasiado rápido. No era bueno. Era como cuando descalifican a un corredor por salir en falso. Tenías que llegar cuando ella ya había puesto en marcha el motor y no podía detenerlo, pero antes de que hubiera dejado su regalo, soltando la carga en los viejos pantalones. Aprendí a hacerlo bastante bien. Vosotros también habríais aprendido al saber que tendríais que alzar en brazos a una vieja de noventa kilos si calculabais mal el tiempo. Era como tratar de negociar con una granada cargada de mierda en vez de explosivos.

Al llegar me la encontraba tumbada en su cama de hospital con la cara roja, la boca bien apretada, los codos clavados en el colchón y los puños apretados y gimiendo: «¡Unnnnh! ¡Unnnnnhhhh! ¡UNNNNNNNHHHH!». Os diré una cosa: le bastaba un par de rollos de papel de wáter colgados de la pared y un catálogo de Sears en el regazo para estar como en casa.

Ay, Nancy, deja de morderte los carrillos. Dicen que es mejor soltarlo y aguantar la vergüenza que tragárselo y aguantar el dolor. Además, tiene una cara cómica; la mierda siempre la tiene. Pregúntaselo a cualquier crío. Incluso yo puedo permitir que me haga gracia ahora que se ha acabado, y eso ya es algo, ¿no? Por muy grande que sea el lío en que estoy metida, se han acabado los días de luchar con los jueves de Mierda de Vera Donovan.

¿Que si se volvía loca al oírme entrar? Loca como un oso con una zarpa enganchada en una colmena.

—¿Qué haces aquí arriba? —me preguntaba con esa voz finolis que usaba cuando la pillabas en algo malo, como si todavía fuera a Vassar o a Holy Oaks o a cualquiera de las siete grandes universidades a que la enviaron sus padres—. Hoy es día de limpieza, Dolores. Tú sigue con lo tuyo. No te he llamado y no te necesito.

Ya no me asustaba.

—Creo que sí me necesitas. Ese olor que te sale del culo no es Chanel n.° 5, ¿verdad?

A veces incluso trataba de golpearme las manos cuando yo retiraba la manta y la sábana. Me miraba como si pretendiera volverme de piedra si no la dejaba en paz y estiraba el labio inferior como un niño que no quiere ir al colegio. Pero nunca dejé que nada de eso me detuviera. No a la hija de Patricia Claiborne, Dolores. Bajaba la sábana en unos tres segundos, y nunca me costaba más que otros cinco quitarle los pantalones y tirar de las cintas de los pañales, por mucho que ella me palmeara las manos. A menudo dejaba de hacerlo después de probarlo un par de veces, porque la había pillado y las dos lo sabíamos. El equipamiento era tan viejo que, cuando lo ponía en marcha, las cosas seguían su curso natural. Le metía debajo el orinal con toda la limpieza del mundo y, cuando bajaba a aspirar de verdad al salón, ella se quedaba maldiciendo como un pato.

Entonces ya no sonaba como una niña de Vassar, lo que yo te diga… Porque sabía que había perdido la partida y no hay nada que Vera odiara más que eso. Incluso en plena vejez odiaba ferozmente perder.

Así siguieron las cosas durante un tiempo y empecé a pensar que había ganado la guerra en vez de sólo un par de batallas. Tendría que haber sido más lista.

Entonces llegó un día de limpieza —de eso hará cosa de un año— en el que yo estaba lista para echar a correr escaleras arriba y pillarla una vez más. Casi me había empezado a gustar, más o menos. Me compensaba por las muchas veces en que yo había perdido. Y esa vez me imaginaba que me esperaba un auténtico tornado de mierda si Vera se salía con la suya. Coincidían todas las señales y algo más. Para empezar, no sólo tenía un día brillante, sino que llevaba así toda la semana. Incluso el lunes me había pedido que le pusiera la tabla sobre los brazos de la silla para poder jugar un par de solitarios, como en los viejos tiempos. Y en cuanto concernía a su estómago, estaba pasando una buena sequía. No había aportado nada al cepillo desde el fin de semana. Me imaginaba que ese jueves planeaba regalarme su maldito club de Navidad, además de la cuenta de ahorros.

Aquel día, cuando al mediodía saqué el orinal seco como un hueso, le dije:

—¿No crees que podrías lograrlo si te esfuerzas un poco, Vera?

—Oh, Dolores —contestó, mirándome con sus velados ojos azules, inocente como un corderillo—. Ya me he esforzado, he hecho tanta fuerza que me duele. Supongo que estoy estreñida.

Estuve de acuerdo con ella.

—Supongo que lo estás, y si no se arregla pronto, querida, tendré que darte una caja entera de Ex-Lax para dinamitar el tapón.

—Oh, creo que se arreglará solo en su momento —respondió, al tiempo que me dedicaba una de sus sonrisas. Ya no le quedaban dientes, claro, y no podía llevar la parte inferior de la dentadura postiza si no estaba sentada en la silla, para que al toser no se le fuera garganta abajo y se atragantase. Al sonreír, su cara parecía un viejo pedazo de tronco con un nudo en medio—. Ya me conoces, Dolores. Creo que hay que dejar que la naturaleza siga su curso.

—Sí que te conozco —murmuré mientras me daba la vuelta.

—¿Cómo dices, querida? —preguntó, tan dulce que parecía que el azúcar no se pudiera deshacer en su boca.

—Digo que no puedo quedarme aquí viendo cómo lo vuelves a intentar. Tengo faena. Es día de limpieza, ¿sabes?

—¿Ah, sí? —respondió, como si no hubiera sabido qué día era desde el mismo momento en que se despertó esa mañana—. Pues tú a lo tuyo, Dolores. Si noto que se me mueve el estómago ya te llamaré.

«Claro que me llamarás —pensé—: unos cinco minutos después de que ocurra».

Pero no lo dije; volví escaleras abajo.

Saqué la aspiradora del armario de la cocina, la llevé al salón y la enchufé. No la puse en marcha enseguida, sin embargo; primero dediqué unos minutos a sacar el polvo. Había llegado a un punto en que podía fiarme de mi instinto y esperaba que algo dentro de mí me advirtiera de que había llegado el momento.

Cuando esa voz interior me avisó, grité a Susy y Shawna que iba a aspirar el salón. Grité con tanta fuerza que me pareció que me oiría toda la gente del pueblo, al mismo tiempo que la Reina Madre del piso superior. Puse en marcha la Kirby y me fui al pie de la escalera. Ese día no le di mucho tiempo: treinta o cuarenta segundos como máximo. Imaginé que tenía que estar pendiente de un hilo. Así que subí los escalones de dos en dos y… ¿qué os creéis?

¡Nada!

Nada de nada.

Sólo…

Sólo su forma de mirarme, nada más. Tan tranquila y dulce como quieras imaginar.

—¿Te has olvidado algo, Dolores? —preguntó.

—Ajá —contesté—. Me olvidé de abandonar este trabajo hace cinco años. Dejémoslo ya, Vera.

—¿Que dejemos qué, querida? —preguntó sin dejar de pestañear, como si no tuviera la menor idea de lo que le estaba diciendo.

—Estamos en paz, eso quiero decir. Dímelo claro: ¿necesitas el orinal o no?

—No lo necesito —contestó con su más sincera voz—. ¡Ya te lo he dicho!

Y me sonrió. No dijo ni una palabra, pero no hacía falta. Su cara hablaba por sí sola. Te he pillado, Dolores, decía. Te he pillado bien.

Pero yo no había acabado. Sabía que se estaba preparando para un buen festival y sabía que se armaría un infierno si le daba tiempo antes de meterle debajo el orinal. Así que me fui abajo y me quedé junto a la aspiradora. Esperé cinco minutos y volví a subir corriendo. Esta vez estaba acostada de lado y profundamente dormida… O eso creí. De verdad que lo creí. Me engañó del todo y ya sabéis lo que dicen: si me engañas una vez, peor para ti; si me engañas dos veces, peor para mí.

Cuando bajé por segunda vez me puse a aspirar el salón de verdad. Una vez acabado el trabajo, recogí la Kirby y subí a ver cómo estaba. Estaba sentada en la cama, totalmente despierta y sin tapar, con los pantalones de goma bajados y los pañales sueltos. ¿Que si la había armado? ¡Por Dios! La cama estaba llena de mierda, toda ella estaba cubierta de mierda, había mierda en la alfombra, en la silla de ruedas, en las paredes. Había mierda incluso en las cortinas. Parecía como si hubiera cogido un puñado y la hubiera tirado, igual que se tiran barro los niños cuando nadan en un estercolero.

¡Qué rabia me dio! ¡Tanta rabia que llegué a escupir!

—¡Oh, Vera! ¡Cabrona asquerosa! —le grité.

Yo no la maté, Andy, pero de haberlo hecho hubiera sido ese día, cuando vi aquel follón y olí la habitación. Quería matarla, es cierto; de nada serviría negarlo. Y ella se quedó mirándome con esa expresión atontada que se le ponía cuando su mente le jugaba trastadas… Pero yo veía al diablo bailando en sus ojos y sabía muy bien a quién le habían jugado la trastada esa vez. Si me engañas dos veces peor para mí.

—¿Quién es? —preguntó—. Brenda, ¿eres tú, querida? ¿Sacas las vacas otra vez?

—Sabes que no ha habido ninguna vaca en tres millas a la redonda desde 1955 y sabes jodidamente bien quién soy.

Crucé la habitación a grandes pasos y eso fue un error, porque se me engancharon las zapatillas y estuve a punto de caer de espaldas. Si llego a caer supongo que podría haberla matado de verdad. En ese momento estaba dispuesta a prender fuego y sembrar azufre.

—Noooo —contestó, tratando de sonar como la pobre vieja penosa que realmente era muchos días—. ¡No lo séeee! No veo bien y me duele mucho el estómago. Creo que me voy a marear. ¿Eres tú, Dolores?

—¡Sabes de sobras que soy yo, vieja rata! —dije, pero la verdad es que seguía gritando a pleno pulmón—. ¡Podría matarte!

Imagino que para entonces Susy Proulx y Shawna Wyndham estaban al pie de la escalera con los oídos bien abiertos, y me imagino que ya habéis hablado con ellas y que me tienen lista para colgarme. No hace falta que me digas ni una cosa ni otra, Andy: tu cara es un libro abierto.

Vera se dio cuenta de que no me engañaba, al menos ya no más, de modo que dejó de intentar hacerme creer que le había entrado uno de sus malos momentos y se cabreó ella también para defenderse. Creo que a lo mejor la asusté un poco. Ahora que lo pienso, yo misma me asusté.

Pero… ¡Si hubieras visto esa habitación, Andy! Parecía la hora de comer en el infierno.

—¡Supongo que lo harás! —me gritó—. Algún día lo harás, vieja bruja mala. ¡Me matarás como mataste a tu marido!

—No, señora —le dije—. Cuando me decida a acabar contigo no me preocuparé de hacer que parezca un accidente. Te tiraré por la ventana, y quedará una cabrona apestosa menos en el mundo.

La agarré por la mitad del cuerpo y la levanté como si fuera Superwoman. Esa noche lo noté en la espalda, eso te lo puedo decir, pero a la mañana siguiente apenas podía andar de lo mucho que me dolía. Fui al quiromasajista de Machias y me hizo algo que me alivió un poco, pero desde entonces nunca he vuelto a estar igual. En aquel momento, sin embargo, no sentí nada. La saqué de la cama como si yo fuera una niña enfadada y ella la muñeca de Raggedy Ann y fuera a pagar mi enfado con ella. Empezó a temblar y el mero hecho de saber que me temía me ayudó a recuperar la calma, pero sería una sucia mentirosa si no reconociera que me encantaba su miedo.

—¡Aaaayyy! —gritaba—. ¡Aaayyyyy, nooo! ¡No me tires por la ventana! ¡No me tires, no te atrevas! ¡Bájame! ¡Me haces daño, Dolores! ¡AAAAYYYY, BÁJAMEEEEEE!

—Bah, deja de gritar —la interrumpí, y la solté en la silla con tanta fuerza que le rechinaron los dientes… Eso si hubiera tenido dientes, claro—. Mira la que has armado. Y no intentes decirme que no ves, porque yo sé que sí. ¡Mira!

—Lo siento, Dolores —suplicó. Empezó a gimotear, pero noté la lucecilla malvada en sus ojos. Lo vi como a veces se ve un pez en el agua clara cuando una se arrodilla en un bote y mira por la amura——. Lo siento, no quería montar este follón. Sólo trataba de ayudar.

Siempre decía lo mismo cuando se cagaba en la cama y luego se revolcaba un poco en ella… aunque ese día había sido la primera vez que se dedicaba a mancharse los dedos con ella y pintar las paredes. Sólo trataba de ayudar, Dolores. No te jode.

—Siéntate y quédate callada —le dije—. Si de verdad no quieres bajar a toda prisa por la ventana y llegar incluso más rápido a la piedra de abajo, será mejor que hagas lo que te digo.

Y no me cabe duda de que esas chicas seguían al pie de la escalera escuchando cada palabra que salía de mi boca. Pero en ese momento estaba demasiado cabreada para pensar en algo como eso.

Tuvo el suficiente sentido común para callarse como le había dicho, pero parecía contenta.

Por qué no iba a estarlo. Había conseguido lo que se proponía —esta vez era ella la que había ganado la batalla y había dejado más claro que el agua que la guerra no se había acabado, ni mucho menos—. Me puse a trabajar, limpiando la habitación y dejándola ordenada otra vez. Me llevó casi dos horas y cuando hube acabado la espalda me cantaba el Ave María.

Ya os he contado lo de las sábanas, lo mala que era, y he visto por vuestras caras que me entendíais. Quiero decir: no se me caen los anillos por la mierda. Me he pasado la vida limpiándola y nunca me ha dado asco. No huele como un jardín de flores, por supuesto, y hay que tener cuidado porque lleva enfermedades, como la saliva y los mocos y la sangre, pero se lava. Cualquiera que haya tenido críos sabe que la mierda se lava. O sea que no era eso lo que me cabreaba tanto.

Creo que fue por lo mala que era ella. Por lo astuta. Aguantó el tiempo necesario y cuando tuvo su oportunidad armó el peor follón que pudo y lo hizo con la mayor prisa porque sabía que yo no le iba a dar mucho tiempo. Hizo esa guarrada a propósito, ¿entendéis lo que quiero decir? Lo planeó todo, en la medida en que su mente nublada se lo permitía, y eso me partía el corazón y me deprimía mientras limpiaba; mientras deshacía la cama; mientras bajaba el colchón lleno de mierda y las sábanas llenas de mierda y las fundas de las almohadas llenas de mierda al lavadero; mientras rechinaba los dientes y trataba de mantener la espalda firme al tiempo que la lavaba a ella y le ponía una bata limpia y luego la levantaba de la silla y la llevaba de nuevo a la cama (y ella no ayudaba nada, se dejaba caer en mis brazos como un peso muerto, a pesar de que me consta que era uno de esos días en los que podía haber ayudado si le hubiese dado la gana); mientras limpiaba el suelo; mientras limpiaba su maldita silla de ruedas, y ahí sí que tenía que frotar porque la mierda se había secado; mientras hacía todo eso mi corazón estaba hundido y se me oscurecía la mirada.

También ella lo sabía.

Lo sabía y se alegraba.

Esa noche, al llegar a casa me tomé un Anacin–3 para el dolor de espalda y luego me fui a la cama y me quedé hecha una pelota aunque eso me aumentaba el dolor, y lloré y lloré y lloré.

Parecía que no podía parar. Nunca —al menos desde que pasó lo de Joe— me había sentido tan desanimada y desesperada. Ni tan jodidamente vieja.

Ésa era su segunda manera de ser cabrona; ser malvada.

¿Qué dices, Frank? ¿Que si lo volvió a hacer?

Joder, pues claro. Lo volvió a hacer la semana siguiente, y la otra. Ninguna de las dos veces fue tan grave como la primera aventura, en parte porque no consiguió ahorrar tantos dividendos, pero sobre todo porque yo ya estaba preparada. La segunda vez me volví a acostar llorando, y mientras estaba tumbada en la cama sintiendo aquella desgracia bien profunda en mi espalda me decidí a dejarlo. No sabía qué le pasaría ni quién se ocuparía de ella, pero en aquel momento me importaba un comino. En cuanto a lo que a mí concernía, podía morirse de hambre en su cama llena de mierda.

Todavía estaba llorando cuando me quedé dormida, porque la idea de dejarla —de permitir que ella venciera— me hacía sentir todavía peor. Pero al despertarme me sentí mejor. Supongo que es verdad eso de que la mente no duerme por mucho que duerma el cuerpo; sigue pensando. Y a veces trabaja mejor cuando el que manda no está ahí para fastidiarla con la cháchara habitual que pasa dentro de las cabezas: faenas por hacer, qué preparar de comida, qué ver en la tele, cosas así.

Debe de ser verdad, porque la razón por la que me sentía mejor era que me desperté sabiendo cómo me engañaba. La única razón por la que no lo había visto antes era que probablemente la subestimé. Ajá, incluso yo, y eso que sabía lo astuta que podía ser de vez en cuando. Y en cuanto entendí la trampa, supe lo que debía hacer.

Me dolió saber que tendría que fiarme de una de las chicas de los jueves para que aspirara la Aubusson. La mera idea de que lo hiciera Shawna Wyndham provocó que me entrara lo que mi abuelo llamaba escalofríos de golpe. Ya sabes lo torpe que es, Andy. Todos los Wyndham lo son, claro, pero ella les da mil vueltas a los demás. Es como si tuviera bultos en todo el cuerpo para derribar cualquier objeto al pasar por el lado. No es culpa suya, es algo que lleva en la sangre, pero no podía soportar la imagen de Shawna cargando en el salón con toda la feria de cristales y de vajillas de Tiffany de Vera por los suelos.

Sin embargo, algo tenía que hacer —si me engañas dos veces, peor para mí— y por suerte ahí estaba Susy para apoyarme en ella. No es que fuera una bailarina, pero fue ella quien aspiró la Aubusson durante el año siguiente y nunca rompió nada. Es una buena chica, Frank, y no te quiero ni contar lo contenta que me quedé cuando recibí su participación de boda, aunque el chico no sea de aquí. ¿Cómo les va? ¿Qué te cuentan?

Bueno, eso está bien. Bien. Me alegro por ella. Supongo que aún no tiene encargado un retoño, ¿no? Últimamente parece que la gente espera hasta estar a punto de entrar en el asilo antes de…

Sí, Andy, ya voy. Me gustaría que recordaras que estoy hablando de mi vida, de mi maldita vida. Así que mejor que te acomodes en tu gran sillón, levantes los pies y te relajes. Si sigues apretando de esa manera te vas a romper.

Bueno, Frank, dale mis mejores recuerdos y cuéntale que salvó la vida de Dolores Claiborne en el verano del 91. Le puedes contar la verdad de las enmierdadas de los jueves y de cómo acabé con ellas. Nunca les expliqué con exactitud lo que ocurría: sólo sabían que tenía mis más y mis menos con Su Majestad Real. Ahora entiendo que me daba vergüenza contarles qué pasaba.

Supongo que me gusta tan poco recibir como a Vera.

Era el ruido de la aspiradora. De eso me di cuenta aquella mañana. Ya os he dicho que ella andaba bien de oído y era el ruido de la aspiradora lo que le advertía si de verdad estaba limpiando el salón o si estaba al pie de la escalera, lista para correr. Cuando una aspiradora está quieta en un sitio sólo hace un ruido. Sólo zzzuuuuuummmm, así. Pero cuando estás aspirando una alfombra hace dos ruidos que suben y bajan en oleadas. Huuup cuando la empujas. Y zuuuppp cuando tiras de ella para volverla a pasar. Huuup-zuuup, huuup-zuuup, huuup-zuuup.

Vosotros dos, dejad de rascaros la cabeza y mirad la sonrisa de Nancy. Basta mirar vuestras caras para saber si habéis dedicado algo de tiempo a pasar una aspiradora o no. Si de verdad te parece importante, Andy, inténtalo. Lo oirás enseguida, aunque imagino que Maria se moriría del susto si entrara en casa y te viera aspirando la sala de estar.

Aquella mañana me di cuenta de que ella ya no prestaba atención cuando se ponía en marcha la aspiradora porque se había dado cuenta de que ya no bastaba con eso. Escuchaba para comprobar si el ruido subía y bajaba como cuando la aspiradora trabaja de verdad. No ponía en marcha su sucio truquito hasta que oía las oleadas de huuup–zuuup.

Estaba loca por poner a prueba mi nueva idea, pero de momento no pude hacerlo porque ella entró en una de sus malas épocas justo entonces y durante un tiempo se limitó a hacer sus necesidades en el orinal o a mear un poco en los pañales si no tenía más remedio. Y empecé a temer que esta vez ya no regresara. Sé que suena extraño, puesto que me resultaba mucho más fácil ocuparme de ella cuando estaba confusa, pero cuando a alguien se le ocurre una idea tan buena como ésa siempre desea ponerla a prueba. Además, sentía algo por aquella cabrona, aparte de ganas de estrangularla. Lo contrario sería raro, después de haberla tratado durante más de cuarenta años. Una vez me tejió una colcha afgana, ¿sabéis? Fue mucho antes de ponerse mal del todo, pero aún la tengo en la cama y me da algo de calor en esas noches de febrero en que el viento se pone feo.

Entonces, como un mes o mes y medio después de aquella mañana en que me desperté con la idea, empezó de nuevo. Veía Jeopardy en el pequeño televisor de la habitación e insultaba a los concursantes si no sabían quién era el presidente durante la guerra con España o quién interpretaba el papel de Melanie en Lo que el viento se llevó. Empezaba con su cháchara sobre sus hijos, que irían a visitarla antes del día del Trabajo. Y, por supuesto, daba la paliza para que la pusiera en la silla y así poder vigilarme cuando tendía las sábanas y asegurarse de que usaba seis pinzas, no sólo cuatro. Entonces llegó un jueves en que, al sacar el orinal al mediodía lo encontré seco como un hueso y vacío como las promesas de un vendedor de coches. No os quiero ni contar la alegría que me llevé al ver el orinal vacío. Ya estamos, vieja zorra, pensé, ahora veremos. Bajé las escaleras y llamé a Susy Proulx para que fuera al salón.

—Hoy quiero que aspires tú aquí, Susy —le ordené.

—De acuerdo, señora Claiborne.

Así me llamaban las dos, Andy, como la mayor parte de los isleños, en realidad. Yo nunca lo discutí en la iglesia ni en ningún sitio, pero así era. Es como si creyeran que había estado casada con un tipo apellidado Claiborne en algún momento de mi oscuro pasado… O tal vez me gusta creer que la mayoría no recuerda a Joe, aunque supongo que muchos sí lo recuerdan. Total, no me preocupa demasiado. Supongo que tengo derecho a creer lo que me dé la gana. Al fin y al cabo, la que estuvo casada con ese cabrón fui yo.

—Me parece bien —continuó Susy—. Pero ¿por qué suspira?

—No importa. Tú baja la voz. Y no rompas nada ahí dentro, Susan Emma Proulx, no te atrevas.

Bueno, se puso roja como un coche de bomberos; en realidad, tuvo su gracia.

—¿Cómo sabía que mi segundo nombre es Emma?

—Da lo mismo —contesté—. Llevo un montón de años en Little Tall y el número de cosas que sé y de gente que conozco son infinitos. Tú ten cuidado con los codos al pasar junto a los muebles y la feria de cristalería de la señorita Dios, sobre todo cuando camines hacia atrás, y no tendrás que preocuparte por nada.

—Seré supercuidadosa.

Le puse en marcha la Kirby y luego salí al vestíbulo, me rodeé la boca con las manos y grité:

—¡Susy, Shawna! ¡Voy a aspirar el salón!

Susy estaba ahí mismo, claro, y os diré que toda su cara era un interrogante. Me limité a hacerle un gesto con la mano para decirle que siguiera con lo suyo y se olvidara de mí. Y lo hizo.

Me acerqué de puntillas hasta el pie de la escalera y ocupé mi viejo lugar. Sé que es una tontería, pero no había estado tan emocionada desde la primera vez que mi padre me llevó a cazar, cuando tenía doce años. Era la misma sensación, con esos latidos fuertes y planos en el corazón y en el pecho. Aquella mujer tenía docenas de antigüedades valiosas en el salón, además de toda la cristalería, pero no dediqué ni un segundo a pensar en Susy Proulx allá dentro, dando vueltas y vueltas entre ellas como un derviche.

Me obligué a permanecer quieta tanto como pude, creo que un minuto y medio. Luego salí disparada. Y al entrar de golpe en la habitación, me la encontré con la cara roja, los ojos cerrados como una ranura, los puños prietos y gimiendo: ¡Unhh! ¡Unhhhh! ¡UNHHHHH! Abrió los ojos a toda prisa al oír que la puerta de la habitación se abría de golpe. Ah, me hubiera encantado tener una cámara. Era invalorable.

—¡Dolores, lárgate de aquí ahora mismo! —gimoteó—. Estoy tratando de dormir y no lo lograré si te dedicas a entrar dando golpetazos cada veinte minutos como un toro bravo.

—Bueno —respondí—. Me iré, pero antes creo que te voy a poner este viejo orinal debajo. A juzgar por el olor, diría que lo único que necesitabas para arreglar tu estreñimiento era un poco de miedo.

Me palmoteó las manos y me insultó —era capaz de soltar insultos feroces cuando quería, y quería siempre que alguien la molestaba—, pero no le presté demasiada atención. Le puse el orinal debajo rápida como un lince y, como suele decirse, todo salió bien. Al acabar, la miré, me miró y ninguna de las dos tuvo nada que decir. Es que hacía mucho que nos conocíamos.

Toma, viejo chocho sucio, le decía mi cara. Volvemos a estar en paz, ¿qué te parece?

No muy bien, Dolores, pero no pasa nada. Sólo porque estemos en paz no significa que vayamos a seguir así.

Pero sí seguimos, esta vez sí. Hubo algunos follones más, pero nunca como esa vez que os he contado, cuando la mierda llegó incluso a las cortinas. Aquél fue su último hurra. Desde entonces, cada vez mantuvo la mente clara en menos ocasiones y, cuando lo hacía, era por poco tiempo. Me iba bien para el dolor de espalda, pero también me daba pena. Era una paliza, pero me había acostumbrado, no sé si me explico.

¿Puedo tomar otro vaso de agua, Frank?

Gracias. Hablar da mucha sed. Y si decides sacar la botella del señor Jim Beam del cajón para que le dé el aire, Andy, no se lo contaré a nadie.

¿No? Bueno, no esperaba más de un tipo como tú.

Bien… ¿por dónde iba? Ah, ya sé. Por cómo era ella. Bueno, su tercera manera de ser cabrona era la peor. Era una cabrona porque era una vieja triste que no tenía nada que hacer aparte de morirse en una habitación del piso de arriba en una isla, lejos de la gente y los lugares que había frecuentado durante la mayor parte de su vida. Eso ya era malo, pero además estaba perdiendo la cabeza al mismo tiempo… Y una parte de ella sabía que la otra parte era como la orilla del río cuando está desgastada y a punto de ceder a la corriente.

Estaba sola, claro, y eso yo no lo entendía. Para empezar, nunca entendí por qué abandonó toda su vida para venir a la isla. Al menos, hasta ayer. Pero también tenía miedo y eso sí que lo entendía. Aún así, tenía una fuerza horrible y aterradora, como una reina a punto de morir pero dispuesta a no soltar la corona hasta el final: es como si el mismo Dios tuviera que soltarle los dedos de uno en uno.

Tenía días buenos y días malos, eso ya os lo he contado. Entre medio, siempre había lo que yo llamo sus «colocones», cuando pasaba de estar unos días brillante a estar una o dos semanas medio ida, o viceversa. Cuando estaba cambiando era como si no estuviera… Y eso también lo sabía una parte de ella. Eran los momentos en que solía sufrir las alucinaciones.

Si es que eran alucinaciones. Ya no estoy segura como antes. Tal vez os cuente esa parte y tal vez no. Ya veré cómo me siento cuando llegue el momento.

Creo que no siempre ocurría los domingos por la tarde o en plena noche; supongo que ésas son las que recuerdo mejor porque la casa estaba muy silenciosa y me daba mucho miedo cuando empezaba a gritar. Es como si alguien te tira un cubito de hielo en un caluroso día de verano; cada vez que se ponía a gritar pensaba que se me iba a parar el corazón, y cada vez creía que al entrar en su habitación la encontraría muerta. Las cosas que le daban miedo nunca tenían sentido. O sea, yo sabía que tenía miedo y me imaginaba qué lo producía, pero nunca supe por qué.

—¡Los cables! —gritaba a veces cuando yo entraba. Estaba acurrucada en la cama, con las manos retorcidas entre los muslos, la vieja boca estirada y temblorosa; estaba pálida como un fantasma y las lágrimas le recorrían las arrugas bajo los ojos—. ¡Los cables, Dolores, detén los cables!

Siempre señalaba el mismo lugar, el suelo en el rincón más lejano de la habitación. No había nada, por supuesto, pero para ella sí lo había. Ella veía cómo los cables abandonaban la pared y se arrastraban por el suelo hacia la cama. Al menos creo que veía eso. Yo bajaba corriendo las escaleras, cogía un cuchillo de carne de la cocina y subía con él. Me arrodillaba en el rincón —o más cerca de la cama si ella se comportaba como si los cables hubieran progresado bastante— y fingía partirlos. Descargaba la hoja sin fuerza y con calma sobre el suelo para no arañar el arce, hasta que ella dejaba de llorar.

Luego me acercaba a ella y le secaba las lágrimas con mi delantal o con uno de los Kleenex que siempre tenía apretujados bajo la almohada, le daba uno o dos besos y le decía:

—Bueno, querida, ya se han ido. He acuchillado los molestos cables de uno en uno. Míralo tú misma.

Ella miraba (aunque en las épocas de que os hablo no veía nada), seguía llorando un poco y luego me abrazaba y me decía:

—Gracias, Dolores. Creo que esta vez sí estaban a punto de agarrarme.

O a veces me llamaba Brenda al darme las gracias. Brenda era el ama de llaves que los Donovan tenían en Baltimore. Otras veces me llamaba Clarice, que era su hermana y murió en 1958.

A veces subía a la habitación y la encontraba medio caída de la cama, gritando que había una serpiente en la almohada. Otras veces estaba sentada con las sábanas sobre la cabeza, chillando que las ventanas ampliaban la luz del sol como una lupa y que se iba a quemar. A veces juraba que ya estaba notando cómo se le freía el pelo. Daba lo mismo que estuviera lloviendo o que fuera hubiera más niebla que en la mente de un borracho; estaba empeñada en que el sol la freiría viva, de modo que yo cerraba las persianas y luego la abrazaba hasta que dejaba de llorar. A veces seguía abrazándola, porque incluso cuando ya estaba callada notaba que temblaba como una muñeca maltratada por las niñas. Me pedía una y otra vez que le mirase la piel y al cabo de un rato se dormía. Otras veces no dormía, sólo caía en un estupor y susurraba cosas a gente que no estaba ahí.

A veces hablaba francés, y no me refiero al parley-voo de la isla. A ella y a su marido les encantaba París e iban allá siempre que podían, en algunos casos con los hijos y en otros solos. A veces, cuando estaba animada, se ponía a contarlo —los cafés, los clubes nocturnos, las galerías y los botes del Sena— y a mí me encantaba escucharla. Se le daban bien las palabras y cuando se ponía a contarte algo de verdad casi podías verlo.

Pero lo peor, lo que más miedo le daba, eran las pelusas. Ya sabéis a qué me refiero: esas pelotillas de polvo que se forman bajo las camas, detrás de las puertas y en los rincones. Parecen como vainas de algodoncillo. Sabía que era eso incluso cuando ella no era capaz de decirlo y por lo general lograba calmarla, pero no he conseguido averiguar la razón de su miedo por un montón de pelusa —lo que ella creyera que eran—, aunque me lo imagino. No os riáis, pero se me ocurrió en un sueño.

Por suerte, lo de la pelusa no ocurría con tanta frecuencia como lo del sol que le quemaba la piel o los cables del rincón. Pero cuando ocurría, yo sabía que me esperaba un mal rato.

Sabía que se trataba de la pelusa incluso si estábamos en plena noche y yo me encontraba en mi habitación, dormida y con la puerta cerrada, en cuanto ella empezaba a gritar. Cuando se le metía en la cabeza cualquiera de las otras cosas…

¿Cómo, querida?

¿Todavía más?

No, no hace falta que acerques esa grabadora tan mona; si quieres que hable más alto lo haré.

Por lo general soy la tipeja más gritona que puedas conocer. Joe solía decir que deseaba tener a mano los tapones de algodón cada vez que yo entraba en casa.

Lo que pasa es que su comportamiento con lo de la pelusa me daba escalofríos y supongo que el hecho de que haya bajado la voz demuestra que todavía me los da. Incluso ahora que está muerta. A veces trataba de regañarla: «¿Qué pretendes con esa tontería, Vera?», le decía. Pero no era una tontería, al menos para ella. Más de una vez creí saber cómo acabaría su vida: se moriría de miedo a la pelusa. Y no andaba tan equivocada, ahora que lo pienso.

Había empezado a decir que cuando se le metía en la cabeza cualquiera de las otras cosas —la serpiente de la almohada, el sol, los cables— se ponía a gritar. Cuando era la pelusa, aullaba.

Muchas veces ni siquiera articulaba palabra alguna. Aullaba tan fuerte que el corazón se te llenaba de hielo.

Yo acudía corriendo y me la encontraba tirándose de los pelos o arañándose la cara con las uñas y con pinta de bruja. Se le ponían los ojos tan grandes que casi parecían huevos duros y siempre miraban a un rincón o al otro.

A veces conseguía decir: «¡Pelusas, Dolores! ¡Ah, por Dios, pelusas!». Otras veces sólo podía llorar y balbucear. Se tapaba los ojos durante uno o dos segundos con las manos, pero luego las retiraba. Era como si no soportara lo que veía, pero tampoco fuera capaz de no mirar. Y de nuevo empezaba a arañarse la cara. Yo le cortaba las uñas tanto como podía, pero aun así muchas veces llegaba a derramar sangre y cada vez que eso ocurría me preguntaba cómo podía ser que su corazón aguantara aquel terror tan puro, con lo vieja y gorda que estaba.

Una vez se cayó de la cama y se quedó tendida con una pierna retorcida bajo el cuerpo. Me dio un miedo del copón, sí. Entré corriendo y me la encontré en el suelo, dando puñetazos a la madera como un niño en plena pataleta y soltando unos gritos que se alzaban hasta el techo. En todos los años que trabajé para ella, fue la única vez que llamé al doctor Freneau en plena noche.

Vino desde Jonesport con la lancha de Collie Violette. Lo llamé porque creía que se había roto la pierna —tenía que habérsela roto por la manera en que le quedaba doblada— y pensaba que se iba a morir de un infarto. No estaba rota —no lo entiendo, pero Freneau dijo que sólo estaba distendida— y al día siguiente ella entró de nuevo en un período lúcido y no recordaba nada. Le pregunté un par de veces por la pelusa cuando volvió a tener el mundo más o menos claro y me miró como si me hubiera vuelto loca. No tenía ni la menor idea de lo que le estaba diciendo.

Después de que ocurriera unas cuantas veces, supe qué hacer. En cuanto la oía aullar de aquella manera, saltaba de la cama y salía de la habitación, que estaba bastante cerca de la suya, con el cuarto de la plancha de por medio. Guardaba una escoba en el distribuidor, con el recogedor encajado en el mando, desde que tuvo su primer ataque con la pelusa. Entraba a la carga en su habitación blandiendo la escoba como si fuera una bandera con la que detener un tren de correo y gritando (era la única manera de que me oyera): «¡Yo las cogeré, Vera! ¡Yo me encargo! ¡Tú aguanta el teléfono!».

Y pasaba la escoba por el rincón hacia el que ella estuviera mirando y luego repasaba el otro por si acaso. Después, a veces se calmaba, pero lo más normal era que empezara a chillar que había más debajo de la cama. Entonces me arrodillaba y hacía ver que también barría allí. En una ocasión, la estúpida, asustada y penosa vieja estuvo a punto de caer de la cama sobre mí al tratar de asomarse para mirar. Probablemente me hubiera aplastado como a una mosca. ¡Menuda comedia!

Después de barrer todos los rincones que la asustaban, le enseñaba el recogedor vacío y le decía: «Mira, querida, ¿lo ves? Las he enganchado a todas».

Ella miraba primero el recogedor y luego a mí con todo el cuerpo tembloroso y los ojos tan anegados de lágrimas que brillaban como las rocas cuando las ves surgir entre el vapor, y suspiraba: «Oh, Dolores, son tan grises… ¡Tan feas! Llévatelas. Por favor, llévatelas».

Yo dejaba la escoba y el recogedor vacío junto a la puerta de mi habitación, listos para la acción, y volvía para tranquilizarla en la medida de lo posible. Y para calmarme también yo. Si os creéis que yo no necesitaba calmarme, probad lo que supone despertarse en plena noche en un viejo museo como ése, con el viento aullando fuera y la vieja loca chillando dentro. Se me ponía el corazón como una locomotora y casi no podía respirar… Pero no podía permitir que ella se diera cuenta para que no dudara de mí. ¿Qué habría pasado entonces?

Muchas veces, después de estas escenas, le cepillaba el pelo: era lo que más rápido parecía calmarla. Al principio gemía y lloraba y a veces abría los brazos y me abrazaba, apretando la cara contra mi vientre. Recuerdo que después de sus ataques con lo de la pelusa siempre tenía la frente y las mejillas calientes e incluso alguna vez me mojó el camisón con sus lágrimas. ¡Pobre vieja!

Supongo que ninguno de nosotros sabe lo que significa ser tan viejo y que te persigan unos diablos que no consigues explicar ni siquiera a ti mismo.

A veces no lograba nada ni siquiera después de darle a la escoba durante media hora. Ella seguía mirando detrás de mí, al rincón, y de vez en cuando tomaba aire y gritaba. O manoteaba a la oscuridad bajo la cama y luego la sacaba de golpe, como si creyera que se la iban a morder. Una o dos veces incluso yo creí ver algo que se movía por ahí debajo y tuve que cerrar bien fuerte la boca para no gritar. En realidad sólo era la sombra de su mano al moverse, claro, ya lo sé, pero eso demuestra en qué estado me tenía, ¿no? Ajá, incluso a mí, y eso que soy tan tozuda como mal hablada.

En esas ocasiones en las que nada servía, me metía con ella en la cama. Me rodeaba con los brazos y recostaba la cabeza de lado sobre lo que me queda de pecho y yo la abrazaba hasta que se quedaba dormida. Entonces salía cuidadosamente de la cama, despacio y con calma para no despertarla, y volvía a mi habitación. En alguna ocasión ni siquiera llegué a marcharme. En esos casos —cuando ella me despertaba en mitad de la noche con sus gritos— me quedaba dormida junto a ella.

Fue en una de esas noches cuando soñé con la pelusa. Pero en el sueño yo no era yo. Yo era ella, metida en su cama de hospital, tan gorda que apenas podía darme la vuelta sin ayuda y con la entrepierna siempre quemada por la infección de orina que nunca se llegaba a curar por la humedad que mantenía a todas horas, y sin capacidad para resistir nada. Digamos que el felpudo estaba listo para cualquier bicho o germen que apareciese, y que siempre estaba orientado como tiene que ser.

Miré hacia el rincón y vi algo que parecía una cabeza de polvo. Los ojos estaban en blanco y la boca abierta y llena de dientes polvorientos. Se empezó a acercar a la cama, despacio, dando vueltas; y cuando de nuevo volvió a aparecer la cara los ojos me estaban mirando y vi que se trataba de Michael Donovan, el marido de Vera. En cambio, a la segunda vuelta era mi marido. Era Joe St. George con una sonrisa maliciosa y un montón de dientes polvorientos que rechinaban. La tercera vez no era nadie conocido, pero estaba vivo y hambriento y dispuesto a recorrer rodando todo el camino que nos separaba para poder comerme.

Me desperté con un movimiento tan brusco que estuve a punto de caerme de la cama. Era de madrugada y los primeros rayos del sol trazaban líneas sobre el suelo. Vera seguía durmiendo. Se había quedado apoyada en mi brazo, pero al principio no tuve fuerzas para retirarlo. Me quedé temblando, cubierta de sudor, tratando de obligarme a creer que estaba despierta y que todo estaba bien, ya sabéis, como suele hacerse después de una pesadilla de las malas. Y durante un instante vi todavía aquella cabeza de polvo con sus cuencas vacías y sus largos dientes polvorientos en el suelo, junto a la cama. Mirad si era malo el sueño. Luego desapareció; el suelo y los rincones de la habitación estaban limpios y vacíos, como siempre. Pero desde entonces siempre me he preguntado si a lo mejor ese sueño me lo envió ella, si no vi algo de lo que ella veía cuando se ponía a gritar. Tal vez tomé algo de su miedo y lo hice mío. ¿Creéis que estas cosas pasan en la vida real, o sólo en esas novelas baratas que se venden en los kioscos? Yo no lo sé… pero sí que ese sueño me dio un miedo del copón.

Bueno, no importa. Basta con decir que gritar como una jodida loca los domingos por la tarde y en plena noche era su tercera manera de ser cabrona. Aún así, era triste, muy triste.

En el fondo, todas sus cabronadas eran tristes, aunque eso no impedía que a veces me entraran ganas de darle vueltas a la cabeza como un carrete en el huso y creo que cualquiera menos santa Juana del Jodido Arco hubiera sentido lo mismo. Supongo que cuando Susy y Shawna me oyeron gritar que deseaba matarla… o cuando me oyeron otros… o cuando nos oían gritarnos malicias mutuamente… Bueno, pensarían que cuando ella muriese yo me levantaría las faldas y bailaría un zapateado sobre su tumba. Supongo que habrás oído algo de eso ayer y hoy, ¿verdad, Andy? No hace falta que contestes, la única respuesta que necesito está en tu cara. Es como un tablero de anuncios. Además, yo sé que a la gente le encanta hablar. Hablaban de mí y de Vera y también hubo un montón de cotilleos sobre Joe y yo: algunos antes de su muerte y todavía más después. Aquí, en el quinto pino, lo más importante que alguien puede hacer es morirse de repente.

¿Os habíais dado cuenta?

Bueno, pues ya hemos llegado a Joe.

A esta parte le tengo miedo, y supongo que es porque no sirve de nada mentir. Ya os he dicho que lo maté, eso ya está, pero lo más duro aún tiene que llegar: cómo… y por qué… y cuándo tuvo que ser.

Hoy he pensado mucho en Joe, Andy; mucho más que en Vera, a decir verdad. En primer lugar trataba de recordar por qué me casé con él, y al principio no lo conseguía. Al cabo de un rato me ha entrado una especie de pánico, como a Vera cuando se le metía en la cabeza que tenía una serpiente en la almohada. Luego me he dado cuenta de cuál era el problema: estaba buscando la parte amorosa como si fuera una de esas tontitas a las que Vera contrataba en junio y luego despedía antes de que transcurriera medio verano porque no podían cumplir las normas. Estaba buscando la parte amorosa y de eso hubo bien poco incluso en 1945, cuando yo tenía dieciocho años y él diecinueve y el mundo era nuevo.

¿Sabéis lo único que se me ha ocurrido hoy mientras estaba en las escaleras, con el culo helado y tratando de recordar la parte amorosa? Tenía una bonita frente. Yo me sentaba cerca de él en la sala de estudios, cuando íbamos juntos al instituto —es decir, durante la Segunda Guerra Mundial—, y recuerdo su frente, lo suave que parecía, sin un solo grano.

Tenía algunos en las mejillas y en el mentón y solían salirle espinillas en los laterales de la nariz, pero su frente era suave como la crema. Recuerdo que deseaba tocarla… que soñaba tocarla, a decir verdad; quería ver si era tan suave como parecía. Y cuando me invitó a acompañarlo en la fiesta de fin de curso, dije que sí y tuve la ocasión de tocársela y comprobé que era tan suave como parecía, con el pelo echado hacia atrás en leves oleadas. Yo le acariciaba el cabello y la frente suave en la oscuridad mientras el conjunto de la sala de baile de The Samoset Inn tocaba Moonlight Cocktail… Después de unas cuantas horas sentada en la escalera desvencijada y temblando, recordé al menos eso, no sé, por lo menos hubo algo al fin y al cabo. Por supuesto, no habían pasado demasiadas semanas cuando me encontré tocándole algo más que la frente, y ése fue mi error.

Bueno, aclaremos una cosa: no pretendo decir que acabé pasando los mejores años de mi vida con ese viejo tonel de ron sólo porque me gustaba su frente en séptimo curso cuando le daba de pleno la luz. Mierda, no. Pero sí pretendo deciros que ésa ha sido la única parte amorosa que he podido recordar, y eso me molesta. Sentada hoy en las escaleras de East Head, pensando en los viejos tiempos… Menudo trabajo. Me he dado cuenta por primera vez de que acaso me vendí demasiado barata y de que tal vez lo hice porque creí que algo barato era lo máximo que podía obtener una como yo. Sé que ha sido la primera vez que me he atrevido a pensar que merecía más amor del que Joe St. George podía darle a nadie (salvo a sí mismo, tal vez). Podéis dudar de que una vieja puta malhablada como yo piense en el amor, pero la verdad es que casi se trata de la única cosa en la que creo.

No tuvo demasiado que ver con mis razones para casarme con él, sin embargo. Eso será mejor que lo aclare desde el principio. Llevaba un crío de seis semanas en el vientre cuando le dije que sí quería hasta que la muerte nos separase. Y eso fue lo más inteligente… Triste pero cierto.

Todo lo demás fueron las estúpidas razones habituales, y si algo he aprendido en mi vida es que las razones estúpidas provocan matrimonios estúpidos.

Estaba harta de luchar con mi madre.

Estaba harta de que mi padre me riñera.

Todas mis amigas se estaban casando, tenían casa propia, y yo quería ser mayor como ellas; estaba harta de ser una niñita tonta.

Él dijo que me quería y le creí.

Dijo que me amaba, y eso también me lo creí… y después de decírmelo me preguntó si yo sentía lo mismo por él y me pareció que lo más educado era contestar que sí.

Me daba miedo lo que me pudiera ocurrir si decía que no: adónde tendría que ir, qué debería hacer, quién cuidaría de mi criatura.

Todo esto parecerá estúpido si alguna vez llegas a escribirlo, Nancy, pero lo más estúpido es que conozco a unas cuantas chicas que fueron al colegio conmigo y se casaron por las mismas razones, y la mayoría siguen casadas y muchas se limitan a aguantar, esperando sobrevivir a sus maridos y luego sacudir para siempre de las sábanas sus pedos de cerveza.

Hacia 1952 ya me había olvidado de su frente y en 1956 tampoco me servía de mucho el resto de su cuerpo y supongo que empecé a odiarlo cuando Kennedy sustituyó a Ike, pero no se me ocurrió matarlo hasta más adelante. Pensaba que me quedaría con él porque mis niños necesitaban un padre, aunque sólo fuera por eso. ¿A que tiene gracia? Pero es verdad. Lo juro. Y también juraré otra cosa: si Dios me diera otra oportunidad, lo volvería a matar, por mucho que eso significara el infierno y la condenación eterna… como probablemente será.

Supongo que cualquiera que no sea un recién llegado en la isla sabrá que lo maté y probablemente muchos creerán saber por qué… Por su manía de ponerme las manos encima. Pero no eran sus manos las que lo condenaron y la pura verdad es que, a pesar de lo que pensara entonces la gente de la isla, no me dio ni un capón en los tres últimos años. Le curé esa tontería a finales del 60 o a principios del 61.

Hasta entonces me pegaba bastante, sí. No lo puedo negar. Y yo lo aguantaba; eso tampoco lo puedo negar. La primera vez fue durante nuestra segunda noche de casados. Habíamos bajado a pasar el fin de semana en Boston —ésa era nuestra luna de miel— y nos alojábamos en el Parker House. Apenas salimos. Éramos un par de ratoncillos de pueblo y nos daba miedo perdernos. Joe dijo que maldita la gracia si había que gastarse los veinticinco dólares que nos había dado mi familia para divertirnos en un taxi sólo porque no podía encontrar el camino de vuelta al hotel.

¡Joder, mira que era idiota! Desde luego, yo también lo era… Pero algo que Joe tenía y yo no (y me alegro) era esa naturaleza suspicaz. Sospechaba que toda la raza humana quería fastidiarlo y muchas veces he pensado que cuando bebía tal vez fuera porque sólo así podía irse a dormir sin mantener un ojo abierto.

Bueno, eso no es nada del otro mundo. Lo que os pretendía explicar es que esa noche bajamos al comedor, tomamos una buena cena y luego subimos de nuevo a la habitación. Recuerdo que Joe se tambaleaba considerablemente al caminar por el vestíbulo: se había tomado cuatro o cinco cervezas con la cena, además de las nueve o diez que llevaba en toda la tarde. Una vez dentro de la habitación, se me quedó mirando tanto rato que le pregunté si tenía monos en la cara.

—No —contestó—, pero he visto a un hombre en el restaurante que te miraba el vestido, Dolores. Casi se le caían los ojos. Y tú sabías que te estaba mirando, ¿verdad?

Estuve a punto de decirle que ni siquiera me habría enterado si Gary Cooper hubiese estado sentado en un rincón con Rita Hayworth, y luego pensé «qué más da». No servía de nada discutir con Joe cuando había bebido; tampoco es que me casara con los ojos totalmente vendados, y no trataré de engañaros.

—Si había un hombre mirándome el vestido, ¿por qué no has ido a decirle que cerrase los ojos, Joe?

Sólo era una broma. Tal vez estuviera tratando de regatearlo, pero él no se lo tomó en broma.

Eso sí lo recuerdo: Joe no se tomaba nada en broma. De hecho, he de decir que no tenía prácticamente ningún sentido del humor. Eso es algo que no sabía cuando me junté con él.

Entonces me parecía que el sentido del humor era como la nariz o las orejas: a unos les funcionaba mejor que a otros, pero todo el mundo lo tenía.

Me agarró, me tumbó sobre sus rodillas y me atizó con el zapato.

—Durante el resto de tu vida, nadie más que yo sabrá de qué color llevas la ropa interior, Dolores —advirtió—. ¿Lo has oído? Nadie más que yo.

En realidad creí que era una especie de juego de amor, que fingía estar celoso para abrumarme: mira tú si era tonta. Eran celos, de acuerdo, pero el amor no tenía nada que ver. Era más como el perro que pone una zarpa sobre su hueso y gruñe si te acercas demasiado. Entonces no lo sabía, de modo que aguanté. Más adelante aguanté porque pensaba que eso de que el hombre pegara a la mujer de vez en cuando era sólo una parte del matrimonio. No era una parte bonita, pero limpiar lavabos tampoco lo es y casi todas las mujeres han tenido que hacerlo desde el momento en que dejaron en el desván el vestido de novia. ¿Verdad, Nancy?

Mi propio padre le ponía las manos encima a mamá de vez en cuando y supongo que de ahí obtuve la noción de que no pasaba nada: sólo era algo que debía aguantar. Adoraba a mi papá, y ellos dos también se adoraban, pero podía ser bastante bruto cuando se le enganchaba un pelo en el culo.

Recuerdo una vez —yo debía de tener… eh, digamos que unos nueve años—, cuando papá vino de segar el campo de George Richard en el West End y mamá no había preparado la cena. Ya no recuerdo por qué no le había dado tiempo, pero sí recuerdo muy bien lo que ocurrió cuando llegó él. Llevaba sólo las zapatillas (se había quitado las botas y los calcetines en la veranda de la entrada porque los llevaba llenos de desperdicios) y tenía la cara y los hombros rojos de tan quemados. El sudor le pegaba el cabello a las sienes y llevaba un poco de paja enganchada en la frente, justo en mitad de las arrugas que la recorrían. Parecía acalorado y cansado y listo para el cabreo.

Entró en la cocina y no había nada en la mesa, aparte de un jarrón lleno de flores. Se volvió hacia mamá y dijo:

—¿Y mi cena, cariño?

Ella abrió la boca, pero antes de que pudiera decir nada él le puso la mano en la cara y la empujó al suelo en un rincón. Yo estaba sentada en la entrada de la cocina y lo vi todo. Él se acercó a mí con la cabeza gacha y el pelo colgándole sobre los ojos —cada vez que veo a un hombre de camino a su casa con ese mismo aspecto, cansado del día de trabajo y con su bolsa de la comida en la mano, me hace pensar en papá— y me entró miedo. Quería apartarme de su camino porque pensaba que también me empujaría a mí, pero me pesaban demasiado las piernas. Sin embargo, no lo hizo. Sólo me agarró con sus grandes manos duras y calientes, me apartó y salió. Se sentó en el tronco de cortar la carne con las manos en el regazo y la cabeza gacha como si se las estuviera mirando. Al principio asustó a los pollos, pero luego volvieron y empezaron a picotearle los zapatos. Pensé que los apartaría a patadas, que levantaría las plumas, pero tampoco lo hizo.

Al cabo de un rato miré a mi madre. Seguía sentada en el rincón. Se había cubierto la cara con un trapo de cocina y estaba llorando. Tenía los brazos cruzados sobre el pecho. Eso es lo que mejor recuerdo, aunque no sé por qué: sus brazos sobre el pecho de esa manera. Me acerqué y la abracé y ella me rodeó la cintura y me devolvió el abrazo. Luego se apartó el trapo de la cara y lo usó para secarse los ojos y me dijo que saliera a preguntarle a papá si quería un vaso de limonada fría o una botella de cerveza.

—Asegúrate de decirle que sólo quedan dos cervezas —me insistió—. Si quiere más tendrá que bajar a comprarlas. Y si no, que no empiece.

Salí, se lo dije y me contestó que no quería cerveza y que le iría bien una limonada. Corrí a buscarla. Mamá estaba preparando la cena. Todavía tenía la cara hinchada de llorar, pero estaba tarareando y esa noche hicieron sonar los muelles de la cama como casi cada noche. No hubo más comentarios. En aquellos días, eso se llamaba corrección en el hogar y era parte del trabajo de un hombre, y yo misma, cuando recordaba esa escena pensaba que mamá debía de necesitarlo, porque si no papá nunca lo hubiera hecho.

Le vi corregirla otras veces, pero ésa es la que recuerdo mejor. Nunca le vi pegarle con el puño, como me daba a veces Joe a mí, pero una vez le atizó en las piernas con un pedazo de vela de barco y eso tenía que doler un montón. Sé que le dejó marcas rojas que no desaparecieron en toda la tarde.

Ya nadie lo llama corrección en el hogar: ese término ha desaparecido de las conversaciones, y por mí ya está bien así, pero yo crecí con la noción de que cuando las mujeres y los niños se pasan de la raya el hombre tiene que volver a ponerlos en su sitio. Sin embargo, no pretendo deciros que porque creciera con esa noción lo encontrara justo, no me escaparé tan fácilmente.

Sabía que el hecho de que un hombre le pusiera las manos encima a la mujer no tenía mucho que ver con la corrección… pero de todas formas dejé que Joe me lo hiciera durante mucho tiempo.

Supongo que estaba simplemente demasiado cansada de trabajar en casa, de limpiar para los veraneantes, de cuidar de mi familia y de tratar de arreglar los follones que Joe montaba con los vecinos para pensar demasiado en eso.

Estar casada con Joe… Ah, mierda. ¿Cómo son todos los matrimonios? Supongo que los hay de todas clases, pero ninguno es lo que parece desde fuera, lo que yo te diga. Lo que la gente ve de un matrimonio y lo que realmente ocurre en él no son más que primos lejanos. A veces es horrible y a veces es divertido, pero normalmente es como todo lo demás en la vida: las dos cosas a la vez.

La gente creía que Joe era un alcohólico y solía pegarme —y probablemente también a los chicos— cuando estaba borracho. Creen que al final se pasó demasiado y que yo le hice pagar por todo. Es verdad que Joe bebía y que a veces iba a las reuniones de Alcohólicos Anónimos de Jonesport, pero tenía tanto de alcohólico como yo. Se agarraba una cada cuatro o cinco meses, normalmente con basuras como Rick Thibodeau o Stevie Brooks —ésos sí eran alcohólicos—, pero luego lo dejaba, salvo por un trago o dos cuando llegaba a casa por la noche. Nada más, porque cuando tenía una botella le gustaba que le durase. A los auténticos alcohólicos que he conocido no les interesaba que ninguna botella durase: ni de Jim Bean, ni de Old Duke, ni siquiera de «descarrilador», que es un anticongelante que filtran con algodón. A un verdadero alcohólico sólo le interesan dos cosas: poder pagar la copa que tiene en la mano y conseguir algo para la siguiente.

No, no era alcohólico, pero no le importaba que la gente creyera que lo había sido. Le ayudaba a encontrar trabajo, sobre todo en verano. Creo que el modo en que la gente piensa en Alcohólicos Anónimos ha cambiado con los años —sé que ahora se habla de eso mucho más que antes—, pero lo que no ha cambiado es el modo en que tratan de ayudar a alguien que afirma haber intentado ayudarse a sí mismo. Joe se pasaba un año entero sin beber —o al menos sin contarlo cuando lo hacía— y en Jonesport le montaban una fiesta. Le daban un pastel y una medalla. Así que, cuando iba a buscar trabajo a los veraneantes, antes que nada les decía que era alcohólico y se estaba recuperando: «Si no me quiere contratar por eso lo entenderé, pero tengo que decirlo. Llevo un año yendo a Alcohólicos Anónimos y nos dicen que no podremos permanecer sobrios si no somos sinceros».

Luego sacaba su medalla de oro por un año de sobriedad y se la enseñaba, siempre con esa pinta de no haber tenido bizcocho para comer los domingos en todo un mes. Supongo que uno o dos lloraron cuando Joe les contó que iba superándose día a día y que se lo tomaba con calma y dejaba que Dios le ayudara cuando le entraban ganas de beber…, cosa que según él ocurría cada quince minutos. Normalmente, cedían y lo contrataban e incluso llegaban a pagar cincuenta centavos o un dólar más de lo que pensaban por hora. Parecería que el truco tenía que fallar a partir del día del Trabajo, pero daba unos resultados sorprendentes, incluso aquí en la isla, donde la gente lo veía cada día y debería haberlo conocido mejor.

La verdad es que casi siempre que Joe me pegaba estaba sobrio. Cuando se tomaba unas copas no se preocupaba demasiado de mí, ni para bien ni para mal. Luego, en el 60 o en el 61, llegó una noche, después de ayudar a Charlie Dispenzieri a sacar su barco del agua, y cuando se agachó para sacar una coca de la nevera vi que llevaba una raja en los pantalones. Me eché a reír.

No lo pude evitar. Él no dijo nada, pero cuando me acerqué a la cocina para vigilar la col —esa noche había verdura hervida, lo recuerdo como si fuera ayer— cogió un tronco de arce de la caja de leña y me atizó en plena espalda. Ah, cómo duele eso. Si alguien te ha dado alguna vez en los riñones ya sabes cómo es. Te los notas pequeños, calientes y tan pesados que parece que se vayan a soltar de lo que los aguanta en su sitio y se vayan a hundir como si fueran plomo en un cubo de agua.

Me arrastré hasta la mesa y me senté en una silla. Si la silla llega a estar más lejos, me caigo.

Me quedé sentada, esperando a que pasara el dolor. No me puse a llorar porque no quería asustar a los críos, pero aun así me rodaron las lágrimas por la cara. No lo pude evitar. Eran lágrimas de dolor, de esas que no se contienen por nada ni por nadie.

—No te rías nunca de mí, puta —dijo Joe. Dejó de nuevo en la caja el leño con que me había golpeado y se sentó a leer el American—. Hace diez años que deberías saberlo.

Pasaron veinte minutos hasta que pude levantarme de aquella silla. Tuve que llamar a Selena para que le bajara el fuego a la verdura y a la carne, a pesar de que la cocina no estaba ni a cuatro pasos de mi silla.

—¿Por qué no lo has hecho tú, mamá? Yo estaba viendo los dibujos animados con Joey.

—Estoy descansando —le expliqué.

—Claro —puntualizó Joe—. Está agotada de tanto reírse. —Y se carcajeó.

Eso fue suficiente; bastó con esa risa. En ese mismo momento decidí que no volvería a pegarme, salvo que estuviera dispuesto a pagar por ello un precio mortal.

Luego, cenamos como siempre y vimos la tele como siempre: los mayores y yo en el sofá y Little Pete en el regazo de su padre en la mecedora. Pete se quedó dormido hacia las siete y media, como casi siempre, y Joe lo llevó a la cama. Yo envié a Joe junior a dormir una hora después, y Selena se fue a las nueve. Yo solía acostarme hacia las diez y Joe se quedaba hasta medianoche sentado, echando cabezadas y viendo la tele, leyendo trozos del periódico que antes se había saltado y hurgándose la nariz. Ya ves, Frank, no eres tan malo; hay gente que no pierde el hábito ni siquiera al hacerse mayor.

Esa noche no me fui a la cama como siempre. Me quedé sentada con Joe. La espalda me dolía un poco menos. Mejor para lo que tenía que hacer. A lo mejor estaba nerviosa, pero no lo recuerdo. Sólo esperaba que se quedara dormido, y así fue finalmente.

Me levanté, entré en la cocina y cogí la manga de la nata. No había entrado a buscar concretamente eso; estaba allí porque esa noche le había tocado a Joe Junior recoger la mesa y se había olvidado de meterla en la nevera. A Joe junior siempre se le olvidaba algo: meter la manga en la nevera, ponerle la tapa a la mantequera, envolver el pan para que la primera rebanada no se quedara seca por la noche… Y ahora, cuando lo veo salir por la tele en las noticias, soltando un discurso o respondiendo en una entrevista, lo más fácil es que recuerde eso y me pregunte qué pensarían los demócratas si supieran que su líder en el Senado del estado de Maine nunca era capaz de recoger del todo la mesa a los once años.

Sin embargo, estoy orgullosa de él; ni se os ocurra pensar lo contrario. Estoy orgullosa de él por mucho que sea un maldito demócrata.

Bueno, el caso es que esa noche se las arregló para olvidarse de lo más adecuado; era pequeña pero pesada y el mango me cabía justo en la mano. Me acerqué a la caja de la leña y saqué el hacha de mango corto que guardábamos en el estante superior. Luego entré en la sala, donde él seguía durmiendo. Llevaba la manga en la mano derecha y la solté de golpe sobre su cara.

Se partió en un millar de pedazos.

Entonces se sentó muy rígido, Andy. Y ojalá lo hubieras oído. ¿Que si gritó? El copón consagrado, parecía un toro con la minga enganchada en la puerta del redil. Se le pusieron los ojos en blanco y se llevó una mano a la oreja, que ya estaba sangrando. Tenía algunas manchas de nata en la mejilla y en aquel hueco del lado de la cara que según él era una entrada.

—¿Sabes una cosa, Joe? —le pregunté—. Ya no estoy cansada.

Oí que Selena saltaba de la cama pero no me atreví a mirar. Si lo llego a hacer lo habría pasado mal porque él, cuando quería, podía llegar a ser rápido como una serpiente. Mantenía el hacha en la mano izquierda, pegada al cuerpo y casi escondida por el delantal. Y cuando Joe empezó a levantarse la alcé y se la mostré.

—Si no quieres que te la clave en la cabeza, Joe, será mejor que vuelvas a sentarte —amenacé.

Por un instante creí que de todas formas se levantaría. Si lo llega a hacer, habría sido su fin, porque yo no estaba bromeando. Se dio cuenta y se quedó con el culo a diez centímetros del asiento.

—¿Mami? —llamó Selena desde el umbral de su habitación.

—Vuelve a la cama, cariño —contesté, sin apartar la mirada de Joe durante un solo segundo—. Tu padre y yo estamos discutiendo algo.

—¿Pasa algo malo?

—No —respondí—. ¿Verdad que no, Joe?

—Ajá —me secundó—. Todo perfecto.

Oí que daba unos pasos hacia atrás pero no oí cerrarse la puerta de la habitación durante un rato —diez, tal vez quince segundos— y supe que estaba allí plantada, mirándonos. Joe se quedó quieto, con una mano en el brazo de la mecedora y el culo alzado del asiento. Luego oímos que la puerta se cerraba y entonces Joe se debió de dar cuenta de lo ridículo que parecía, medio sentado y medio levantado, con la otra mano pegada a la oreja y goteando copos de nata por toda la cara.

Se sentó del todo y apartó la mano. Tanto la mano como la oreja estaban ensangrentadas, con la diferencia de que la mano no estaba roja y la oreja sí.

—Ah, cabrona, ésta me la pagarás —me amenazó.

—Ah, sí. Bueno, entonces será mejor que recuerdes una cosa, Joe St. George: cobrarás siempre el doble de lo que me pagues.

Me sonrió como si no pudiera creer lo que estaba oyendo.

—Bueno, supongo que entonces tendré que matarte, ¿no?

Le pasé el hacha casi antes de que acabara de hablar. No era mi intención, pero en cuanto vi que la cogía me di cuenta de que no podía haber hecho otra cosa.

—Adelante —lo animé—. Procura que el primer tajo sea bueno para que no sufra.

Su mirada vagó entre el hacha y yo. Su cara de sorpresa habría resultado cómica si el asunto no hubiera sido tan serio.

—Luego, cuando lo hayas hecho, será mejor que te calientes las sobras y te pongas a comer —le dije—. Come hasta que estalles, porque te van a meter en la cárcel y no me consta que allí se cocinen platos caseros. Supongo que primero te enviarán a Belfast. Me parece que esos trajes naranjas te quedarán bien.

—Cállate, coño —exclamó.

Pero yo no estaba dispuesta a callarme.

—Después, lo más probable será que estés en Shawshank y ahí sé que no te llevan la comida caliente a la mesa. Y tampoco te dejan salir los viernes por la noche para jugar al póquer con tus amiguetes de copas. Sólo te pido que lo hagas rápido y luego no dejes que los niños vean el follón.

Entonces cerré los ojos. Estaba bastante segura de que no lo haría, pero estar bastante segura no significa demasiado cuando tu propia vida está en juego. Eso lo descubrí aquella noche. Me quedé con los ojos cerrados, viendo sólo la oscuridad y preguntándome qué sentiría cuando descargara el hacha, cortándome la nariz, los labios y los dientes. Recuerdo que pensé que antes de morir saborearía las astillas de madera enganchadas al filo del hacha y recuerdo que me alegré de haberla llevado a afilar dos o tres días antes. Si me iba a matar, mejor que no fuera con un hacha mellada.

Me pareció que llevaba ahí plantada unos diez años. Entonces, medio bronco y frustrado, preguntó:

—¿Te vas a preparar para acostarte, o piensas quedarte ahí plantada como Hellen Keller en sus sueños húmedos?

Abrí los ojos y vi que había dejado el hacha bajo la silla; alcancé a ver el mango que asomaba tras las patas. El periódico había quedado sobre sus pies, como si fuera una tienda de dormir. Se agachó, lo recogió y lo agitó. Trataba de comportarse como si nada hubiera ocurrido, pero ahí estaba la sangre que le recorría las mejillas desde la oreja y sus manos temblaban lo suficiente como para que el periódico crujiera un poco. Dejó las huellas ensangrentadas en la primera página y en la última, y yo me decidí a quemarlo antes de que se acostara para que los niños no lo vieran y se preguntaran qué había ocurrido.

—Me voy a poner el camisón bien pronto, pero será mejor que antes lleguemos a un acuerdo sobre esto, Joe.

Alzó la mirada y, con los labios apretados, dijo:

—No te conviene pasarte de lista, Dolores. Eso sería un grave, grave error. Será mejor que no te pases conmigo.

—No me estoy pasando —le contesté—. Se te ha acabado la época de pegarme, sólo quiero decir eso. Si lo vuelves a hacer una sola vez, uno de los dos acabará en el hospital. O en la morgue.

Me miró durante un rato largo, muy largo, Andy, y yo le aguanté la mirada. El hacha ya no estaba en su mano sino bajo la silla, pero eso no importaba; sabía que si apartaba la mirada antes que él, los golpes en el cuello y las palizas en la espalda no acabarían jamás. Pero al cabo de un largo rato volvió a concentrar la mirada en el periódico y murmuró:

—Haz algo útil, mujer. Tráeme una toalla para la cabeza, si no eres capaz de hacer nada más. Me estoy manchando de sangre la maldita camisa.

Ésa fue la última vez que me pegó. En el fondo era un cobarde, aunque yo no pronuncié esa palabra: ni entonces, ni nunca. Creo que eso es lo más peligroso que se puede hacer, porque a un cobarde le da más miedo que lo descubran que cualquier otra cosa, incluida la muerte.

Claro que sabía que tenía un punto débil. Nunca me habría atrevido a atizarle con la manga de la nata en plena cara si no llego a creer que tenía bastantes posibilidades de salirme con la mía.

Además, al sentarme en la silla, mientras esperaba a que se me pasara el dolor después de que él me pegara, me había dado cuenta de una cosa: si no le plantaba cara entonces, probablemente no lo haría nunca. Por eso lo hice.

Mirad, darle a Joe con la manga en realidad fue lo más fácil. Antes de hacerlo tuve que superar de una vez por todas el recuerdo de mi padre empujando a mi madre y el de cuando le atizaba en las piernas con aquel trozo de vela mojado. Fue difícil superar esos recuerdos porque los adoraba a los dos, pero al final lo conseguí… Tal vez porque no tenía más remedio. Y doy gracias por haberlo hecho, aunque sólo sea porque Selena nunca tendrá que recordar a su madre sentada en un rincón y gimoteando con la cara cubierta por un trapo. Mi madre aguantó cuando papá le pegaba y yo no pienso juzgar a ninguno de los dos. Tal vez tenía que aguantarlo y tal vez él tuviera que hacerlo para que los hombres con los que convivía y trabajaba cada día no se burlasen de él.

Eran otros tiempos —mucha gente no se da cuenta de cuánto han cambiado las cosas—, pero eso no significa que yo tuviera que aguantarle todo a Joe por haber sido tan idiota como para casarme con él. En un hombre que le da una paliza a puñetazos o con un leño a una mujer no hay nada de corrección, y yo decidí que no le aguantaría eso a un tipo como Joe St. George ni a ningún otro hombre.

De modo que no volvió a pegarme. A veces me levantó la mano, pero luego se lo pensaba mejor. A veces, cuando tenía la mano alzada, cuando deseaba pegarme pero no acababa de atreverse, le notaba en la mirada que se estaba acordando de la manga de la nata… Y tal vez también del hacha. Y luego hacía ver que sólo había levantado la mano porque necesitaba rascarse, o para secarse la frente. Esa lección la aprendió a la primera. Tal vez fue la única.

La noche en que él me atizó con el leño y luego yo le di con la manga ocurrió algo más. No me gusta sacar este tema —soy una de esas tipas anticuadas que consideran que lo que ocurre dentro de la habitación no debe salir de ahí—, pero supongo que será mejor que lo cuente porque tal vez sea una de las causas de que todo acabara como acabó. Aunque seguimos casados y viviendo bajo el mismo techo durante los dos años siguientes —puede que fueran casi tres, no lo recuerdo del todo—, sólo trató de recurrir a su privilegio conmigo un par de veces a partir de entonces. Él…

¿Qué, Andy?

¡Claro que quiero decir que era impotente! ¿De qué iba a estar hablando si no? ¿De su derecho a llevar mi ropa interior si le entraba esa urgencia? Nunca se lo negué: simplemente, él perdió la capacidad de hacerlo. No era lo que se dice un tipo de los que lo hacen cada día, ni siquiera al principio. Y tampoco era de los de filigranas: más bien era siempre pim pam pum y gracias, señora. Si yo no llego a ser una mujer de calentura fácil nunca hubiera tenido demasiado placer. Aún así, había mantenido el interés suficiente para montarse sobre mí una o dos veces por semana… hasta que le aticé con la manga, quiero decir.

En parte, es probable que se debiera al alcohol —en esos últimos años bebía mucho más—, pero no creo que eso fuera todo. Recuerdo una noche al salir de mí después de veinte inútiles minutos de resoplidos y empujones, con la cosita todavía colgando, blanda como un fideo. No sé cuánto tiempo habría pasado desde la noche esa que os he contado, pero sé que fue después porque recuerdo que estaba tumbada con dolor de riñones y pensaba que me levantaría pronto y me tomaría una aspirina para calmar el dolor.

—Bueno —me dijo casi llorando—, espero que estés satisfecha, Dolores. ¿No?

No contesté. En algunas ocasiones, cualquier cosa que una mujer pueda decirle a un hombre es un error.

—¿No? ¿Estás satisfecha, Dolores?

Seguí sin contestar, me quedé tumbada mirando al techo y escuchando el viento que sonaba fuera. Aquella noche soplaba viento del este y en él resonaba el mar. Siempre me ha gustado ese sonido. Me tranquiliza.

Se dio la vuelta y olí su aliento a cerveza, rancio y amargo, sobre mi rostro.

—Antes iba bien apagar la luz —dijo—. Pero ahora ya no. Veo tu fea cara incluso en la oscuridad. —Alargó una mano, me agarró una teta y la agitó—. Y esto —añadió—, fofo y liso como una tarta. Y tu coño todavía es peor. Por Dios, aún no tienes ni treinta y cinco años y follarte es como meterla en un charco de barro.

Estuve a punto de contestar: «Si fuera un charco de barro podrías meterla con suavidad, Joe, y te quedarías tranquilo», pero mantuve la boca cerrada. Ya os he dicho que Patricia Claiborne no educó a ningún idiota.

Hubo algo más de silencio. Ya casi creía que había parado de decir cosas desagradables para dormirse y estaba pensando en levantarme e ir a buscar una aspirina cuando volvió a hablar… y esta vez estoy segura de que lloraba.

—Ojalá nunca hubiera visto tu cara. ¿Por qué no usaste aquella jodida hacha para arrancártela, Dolores? A mí me habría dado lo mismo.

Así que ya veis. No era yo la única que pensaba que el golpe con la manga de la nata —y el hecho de decirle que las cosas iban a cambiar en casa— tenía algo que ver con su problema. Aún así no dije nada, me limité a esperar para ver si se dormía o si intentaba ponerme la mano encima otra vez. Estaba tumbado a mi lado, desnudo, y yo sabía ya adónde largarme si lo intentaba. Enseguida lo oí roncar. No sé si ésa fue la última ocasión en que intentó ser un hombre conmigo, pero si no lo fue por ahí andaría la cosa.

Ninguno de sus amigos se enteraba de lo que estaba pasando, por supuesto. Estaba claro que no les iba a contar que su mujer le había dado un viaje del copón con la manga de la nata y que la verga ya no se le levantaba, ¿verdad? ¿Él? No. Así que cuando los otros se chuleaban de cómo trataban a sus mujeres él se chuleaba también contando lo que me había hecho por irme de la boca o tal vez por haber comprado un vestido en Jonesport sin preguntarle antes si podía sacar dinero de la caja de galletas.

¿Que cómo lo sé? Pues porque a veces soy capaz de mantener las orejas abiertas, en vez de la boca. Sé que os costará creerlo al oír cómo hablo esta noche, pero es verdad.

Recuerdo que una vez yo estaba trabajando media jornada para los Marshall —¿te acuerdas de John Marshall, Andy? ¿De cómo hablaba sin parar sobre el puente que estaba construyendo en la península?— y sonó el timbre. Estaba sola en la casa y fui corriendo a abrir la puerta, tropecé con una alfombra y al caer me di un golpe con la barandilla. Me quedó un gran morado en el brazo, justo debajo del codo.

Unos tres días después, cuando el morado ya pasaba de marrón a una especie de verde amarillento, como suele ocurrir, me encontré con Yvette Anderson en el pueblo. Ella salía de la carnicería y yo entraba. Miró el moratón de mi brazo y luego, mientras me hablaba, su voz sonaba rebosante de compasión. Sólo una mujer que acaba de ver algo que la hace sentir más feliz que un cerdo entre la mierda puede hincharse así.

—Qué terribles son los hombres, ¿verdad, Dolores? —me dijo.

—Bueno, a veces lo son y a veces no —le contesté.

No tenía la menor idea de a qué se refería. Lo único que me preocupaba era conseguir alguna de las chuletas de cerdo que estaban de oferta antes de que se acabaran.

Me palmeó amablemente el brazo —el que no estaba amoratado— y me dijo:

—Has de ser fuerte. Todo irá bien. Yo he pasado por eso y lo sé. Rezaré por ti, Dolores.

Dijo eso último como si estuviera anunciando que me iba a dar un millón de dólares, y luego se fue calle arriba. Yo entré en la tienda sin entender nada. Hubiera creído que había perdido la cabeza, de no ser porque cualquiera que haya pasado un día con Yvette sabe que en su cabeza no hay nada que perder.

Ya había hecho más de la mitad de la compra cuando me di cuenta, me quedé mirando a Skippy Porter mientras me pesaba las chuletas, con la cesta del mercado colgada del brazo y la cabeza hacia atrás, y me subió la risa desde bien abajo, como cuando te entra la risa tonta y no lo puedes evitar. Skippy me miró y preguntó:

—¿Le pasa algo, señora Claiborne?

—Estoy bien —contesté—. Es que se me ha ocurrido algo divertido. —Y de nuevo me eché a reír.

—Ya lo veo —concluyó Skippy. Y volvió a la báscula.

Dios bendiga a los Porter, Andy. Mientras ellos existan, serán la única familia de la isla que no se mete en la vida de nadie. Aquel día, seguí riéndome. Unos cuantos me miraban como si me hubiera vuelto loca, pero me daba igual. A veces la vida es tan jodidamente divertida que no tienes más remedio que reírte.

Claro, Yvette está casada con Tommy Anderson y Tommy era uno de los compañeros de cerveza y póquer de Joe a finales de los cincuenta y principios de los sesenta. Unos cuantos habían venido a casa un día o dos después de que me amoratara el brazo, apremiando para quedarse con la última ganga de Joe, una vieja furgoneta Ford. Era mi día libre, y yo les había sacado una jarra de té helado, más que nada para tratar de mantenerlos alejados del trago al menos hasta que se pusiera el sol.

Tommy debió de verme el morado cuando serví el té. Tal vez cuando me fui le preguntó a Joe qué había pasado, o acaso simplemente se fijó. Joe St. George no era un tipo dispuesto a dejar pasar una oportunidad; y mucho menos una oportunidad como ésa. Pensando en eso al volver del mercado, lo único que despertaba mi curiosidad era qué le habría dicho Joe a Tommy y a los otros que había hecho yo: olvidarme de meterle las zapatillas de noche debajo de la estufa para que las encontrara calientes al ponérselas, tal vez, o haber guisado demasiado las judías el sábado por la noche. Fuera lo que fuese, Tommy se marchó a casa y le contó a Yvette que Joe St. George había tenido que darle un pequeño correctivo a su mujer. Y lo único que había hecho era darme un golpe con el canto de la barandilla de los Marshall al ir corriendo a ver quién llamaba a la puerta.

A eso me refiero cuando digo que un matrimonio tiene dos caras: la de dentro y la de fuera.

La gente de la isla nos veía a mí y a Joe como a la mayoría de las parejas de nuestra edad: ni demasiado alegres, ni demasiado tristes, sólo tirando, como dos caballos enganchados a un carro… tal vez sin darse cuenta de la presencia del otro como antaño, tal vez sin llevarse demasiado bien cuando sí se daban cuenta, pero enganchados uno al lado del otro y recorriendo la carretera lo mejor que podían, sin darse bocados, ni coces, ni ninguna de las cosas que provocan el uso de la fusta.

Pero la gente no es como los caballos, y el matrimonio no tiene mucho que ver con tirar de un carro, aunque reconozco que desde fuera muchas veces lo parece. La gente de la isla no sabía lo de la manga, ni cómo lloraba Joe en la oscuridad y afirmaba desear no haber visto nunca mi fea cara. Tampoco era eso lo peor. Lo peor no empezó hasta más o menos un año después de que dejáramos de hacerlo en la cama. Tiene gracia, ¿no?, cómo la gente puede observar algo y sacar una conclusión totalmente errónea sobre por qué ha ocurrido. Pero es bastante normal, siempre que uno recuerde que las caras interior y exterior de un matrimonio no suelen ser muy parecidas.

Lo que os voy a contar pasó en el interior del nuestro y hasta hoy he creído que tal vez quedaría allí.

Al mirar hacia atrás creo que el problema debió de empezar en realidad en el sesenta y dos.

Selena acababa de empezar en el instituto en la península. Se había vuelto muy guapa y recuerdo que ese verano, después de su primer año allí, se llevó mejor con su padre que en los dos anteriores. Yo había temido su adolescencia, había previsto muchas rencillas entre ellos dos a medida que ella creciera y cada vez se planteara más los ideales de su padre y su forma de entender los derechos que tenía sobre ella.

En lugar de eso, hubo un tiempo de paz y quietud y de buenos sentimientos entre los dos, un tiempo en el que ella salía a verle trabajar con su chatarra detrás de casa, o se sentaba a su lado en el sofá mientras veíamos la tele por la noche (a Little Pete no le preocupaba demasiado ese arreglo, lo que yo te diga) y le preguntaba cosas sobre su época aprovechando las pausas publicitarias. Él contestaba de un modo tranquilo y reflexivo al que yo ya no estaba acostumbrada… aunque en cierto modo lo recordaba. De nuestra época del instituto, cuando yo empecé a conocerlo y él decidió que sí, que pensaba cortejarme.

Al tiempo que eso ocurría, ella se distanció de mí. Bueno, seguía haciendo los recados que le encargaba y a veces me hablaba del día que había pasado en la escuela… pero sólo si yo me lo ganaba y se lo sacaba. Había una frialdad antes desconocida y hasta que pasó el tiempo no entendí cómo todo encajaba y cómo todo se remitía a aquella noche en que al salir de su habitación nos había visto a los dos: su padre tapándose la oreja con la mano y con la sangre corriendo entre sus dedos; su madre plantada ante él con un hacha en la mano.

Nunca estuvo dispuesto a dejar pasar según qué oportunidades. Ya os lo he dicho. Y esta vez era más o menos lo mismo. Le había contado a Tommy Anderson una historia; la que le contó a su hija era distinta rima pero el mismo verso.

Creo que al principio su mente no albergaba más que resentimiento. Sabía cuánto quería yo a Selena y pensaría que contarle lo mala y gruñona —tal vez incluso lo peligrosa— que era implicaría una buena venganza. Trató de volverla contra mí y aunque nunca llegó a triunfar, sí consiguió que ella se le acercara más de lo que lo había hecho desde su infancia. ¿Por qué no? Siempre tuvo buen corazón Selena, y nunca se puso en contra de un hombre tan bueno y tan pobrecito como Joe.

Se metió en su vida y, una vez allí, debió de darse cuenta de lo bella que se estaba volviendo y decidió que quería algo más que lograr que le escuchara o que le alcanzara una herramienta cuando estaba colgado boca abajo en el motor de algún camión de chatarra. Y mientras todo esto ocurría y se iban produciendo los cambios, yo andaba por ahí, trabajando en varias cosas, tratando de que mis ingresos superaran a las facturas para poder meter algo en un calcetín para el colegio de los críos. No vi nada hasta que fue demasiado tarde.

Mi Selena era una chica vivaz, parlanchina y siempre le gustó complacer a los demás. Si la enviabas a buscar algo, no corría: iba a la carrera. Cuando se hizo mayor, preparaba la cena si yo trabajaba fuera. Y nunca tuve que pedírselo. Al principio lo quemaba todo y Joe se enfadaba con ella o se burlaba —más de una vez ella se fue llorando a su habitación—, pero dejó de hacerlo en la época de que os estoy hablando. Entonces, en la primavera y el verano de 1962, él se comportaba como si cada pastel de Selena fuera pura ambrosía, incluso si la costra era como el cemento. Y se afanaba con cualquier filete como si fuera cocina francesa. A ella le encantaban sus alabanzas —claro, a cualquiera le habrían encantado— pero no se vanagloriaba. No era su estilo. Sin embargo, os diré una cosa: cuando al fin se fue de casa, cocinaba mejor que yo en toda mi vida.

Cuando se trataba de ayudar en casa, nunca una madre tuvo mejor hija… Sobre todo una madre que debía pasarse la mayor parte del tiempo limpiando la suciedad de otros. Selena nunca se olvidó de asegurarse de que Joe junior y Little Pete tuvieran su desayuno para el colegio cuando salían por la mañana, y cada año les forraba los libros. Al menos Joe Junior podía haberse encargado de esa tarea, pero ella nunca se lo permitió.

El primer año del instituto se ganó un premio honorífico, pero nunca perdió el interés por lo que pasaba en casa, como hacen los chicos listos a su edad. La mayoría de los críos de trece o catorce años deciden que cualquiera que tenga más de treinta es un carroza y están listos para largarse por la puerta un instante después de que los carrozas entren en casa. En cambio, Selena no. Ella les preparaba el café, o ayudaba con los platos o con cualquier otra cosa y luego se sentaba en la silla junto a la cocina Franklin y escuchaba la conversación de los mayores. Tanto si era yo con dos o tres de mis amigas, como Joe con tres o cuatro de los suyos, ella escuchaba. Si la hubiéramos dejado, se habría quedado incluso cuando Joe jugaba al póquer con sus amigos. Pero yo no se lo permitía porque eran muy mal hablados. La niña se tragaba las conversaciones como un ratón roe la corteza del queso: y si no podía comer algo, lo almacenaba.

Luego cambió. No sé cuándo empezó el cambio, pero yo me di cuenta cuando acababa de empezar el segundo año de instituto. Diría que a finales de septiembre.

Lo primero que vi era que ya no volvía a casa con el primer ferry como solía hacer casi cada día el año anterior, a pesar de que le iba muy bien porque podía acabar los deberes antes de que llegaran los chicos y luego le daba tiempo a limpiar un poco o hacer la cena. En vez del de las dos, cogía el que sale de la península a las cuatro cuarenta y cinco.

Cuando se lo comenté me contestó que había decidido que le gustaba hacer los deberes en la sala de estudio de la escuela, simplemente eso, y me dirigió una divertida mirada de reojo que significaba que no le apetecía hablar de eso. Me pareció ver algo de vergüenza en esa mirada, y tal vez también una mentira. Me preocupaba, pero decidí no presionar más salvo que comprobara que ocurría algo raro. Noté la distancia que nos separaba y me hice una idea muy clara de cuál era la razón de todo: Joe medio caído de la silla, sangrando, y yo ante él con el hacha. Y por primera vez me di cuenta de que probablemente había estado hablando con ella de eso y de otras cosas.

Sembrando su semilla, por decirlo de alguna manera.

Pensé que si presionaba demasiado a Selena para averiguar por qué se quedaba hasta tan tarde en el colegio, mi problema con ella podía empeorar. Cada vez que se me ocurría preguntarle algo más, todo me sonaba a Qué estás tramando, Selena. Y si a mí, una mujer de treinta y cinco años, me sonaba así, qué iba a pensar una chica que aún no había cumplido los quince. Es tan difícil hablar con los críos cuando tienen esa edad: has de caminar alrededor de puntillas, como si rodearas un bote de nitroglicerina abandonado en el suelo.

Bueno, hay una cosa que se llama Noche de los Padres al acabar el curso e hice un esfuerzo especial para asistir. Con la tutora de Selena no di tantas vueltas como con ella: me acerqué directamente y le pregunté si conocía alguna razón particular por la que Selena se estuviera quedando para coger el último ferry ese año. La tutora me dijo que no lo sabía, pero que suponía que lo hacía para acabar los deberes. Bueno —pensé, aunque no lo dije—, el año pasado hacía muy bien los deberes en la mesita de su habitación. ¿Qué había cambiado? Lo habría preguntado si hubiera creído que la profesora podía darme alguna respuesta, pero estaba claro que no podía.

Joder, si ella misma debía de salir pitando en cuanto sonaba la campana.

Tampoco me ayudó ninguno de los demás profesores. Les oí ensalzar a Selena, cosa que no me supuso ningún esfuerzo, y luego volví a casa, sintiendo que seguía tan atrasada como antes de partir de la isla.

Me tocó asiento de ventanilla en la cabina del ferry, y miré a un chico y una chica no mucho mayores que Selena que estaban de pie junto a la barandilla. Él se volvió hacia ella y le dijo algo que la hizo reír. Si pierdes una oportunidad como ésta es que eres tonto, hijito, pensé. Pero no la perdió. Se inclinó hacia ella, le tomó la otra mano y la besó con toda la amabilidad del mundo.

Joder, qué tonta soy, pensé sin dejar de mirarlos. O eso o me he vuelto demasiado vieja para recordar qué significa tener quince años, con todos los nervios del cuerpo incendiados como una vela romana durante todo el día y casi toda la noche. Selena ha conocido a un chico, eso es. Ha conocido a un chico y probablemente se quedan juntos a estudiar en la sala esa después de las clases. Seguro que se estudian mutuamente, más que las lecciones. Fue un buen alivio, lo que yo te diga.

Pensé en ello los días siguientes —una de las cosas buenas de lavar sábanas y planchar camisas y aspirar alfombras es que te queda mucho tiempo para pensar—, y cuanto más lo pensaba menos aliviada me sentía. Para empezar, ella no había dicho nada de ningún chico, y Selena no era de las que no cuentan las cosas que le pasan. Ya no era tan amistosa y abierta conmigo como antes, no, pero tampoco era como si hubiera un muro de silencio entre nosotras. Además, siempre había creído que cuando Selena se enamorara sería capaz de poner un anuncio en el periódico.

Lo más importante —y lo que más me asustaba— era cómo me miraban sus ojos. Siempre me he dado cuenta de que cuando una chica se encapricha por un chico sus ojos pueden volverse tan brillantes que parece como si alguien hubiera encendido una linterna por detrás. Cuando buscaba esa luz en los ojos de Selena no la encontraba… Pero eso no era lo peor. La luz que antes había allí también había desaparecido: eso era lo peor. Mirarla a los ojos era como mirar las ventanas de una casa que alguien ha abandonado sin acordarse de bajar las persianas.

Al darme cuenta de eso fue cuando por fin abrí mis propios ojos y empecé a observar un montón de cosas que debería haber visto antes. Cosas que de hecho hubiera visto antes de no haber trabajado tanto y de no haber estado convencida de que Selena estaba cabreada conmigo porque ataqué a su padre.

Lo primero que vi fue que ya no era sólo yo, también se había distanciado de Joe. Ya no salía a hablar con él mientras trabajaba en sus viejas chatarras o en el motor fueraborda de cualquiera, y tampoco se sentaba a su lado por la noche para ver la televisión. Si se quedaba en la sala, se sentaba en la mecedora bien lejos, junto a la estufa, con las labores de bordar en el regazo.

Además, la mayor parte de las noches no se quedaba. Se metía en su habitación y cerraba la puerta. A Joe no parecía importarle, ni siquiera se daba cuenta. Él volvió a su sillón, con el pequeño Pete en el regazo hasta que a éste le llegaba la hora de acostarse.

Le había cambiado el pelo. Ya no se lo lavaba cada día como antes. A veces parecía tan grasiento como para freír huevos en él, cosa que no era muy propia de Selena. Seguía teniendo un tipo precioso —y aquella piel de melocotón que probablemente heredara de la rama del árbol familiar de Joe—, pero aquel octubre las espinillas se esparcieron por su cara como las hojas de diente de león en la plaza mayor después del Memorial Day. Había perdido el color, así como el apetito.

Todavía iba de vez en cuando a ver a sus dos íntimas amigas, Tanya Caron y Laurie Langill, pero muchísimo menos de lo que solía en su primer año de instituto. Gracias a eso me di cuenta de que ni Tanya ni Laurie habían vuelto a casa desde el principio de curso… y tal vez ni siquiera durante el último mes de las vacaciones de verano. Eso me asustó, Andy, y me empujó a mirar todavía más de cerca a mi buena niña. Lo que vi aún me asustó más.

El cambio de su ropa, por ejemplo. No es que hubiera cambiado un jersey por otro, o una falda por un vestido; había cambiado toda su forma de vestir y todos los cambios eran para mal. Ya no se le adivinaba la figura, por ejemplo. En vez de llevar faldas o vestidos al colegio, se ponía pantalones de chándal que le quedaban demasiado grandes. Le daban aspecto de gorda, y no lo era.

En casa llevaba jerséis grandes y abolsados que le llegaban hasta mitad del muslo, y nunca vi que se quitara los vaqueros y las botas. Se ponía alguna bufanda o pañuelo horribles alrededor de la cabeza siempre que salía, cosas tan grandes que le colgaban sobre la frente y hacían que sus ojos parecieran dos animales asomados a la entrada de una caverna. Parecía un marimacho, y yo creía que eso se había acabado al despedirse de los doce años. Una noche, me olvidé de llamar a la puerta antes de entrar en su habitación y casi se parte las piernas en su prisa por coger la ropas del armario. Y eso que llevaba bragas, ni siquiera era como si estuviera en pelota picada o algo así.

Pero lo peor era que ya no hablaba mucho. No sólo conmigo: considerando el estado de nuestra relación, lo hubiera entendido. Casi dejó de hablar con todo el mundo. Se sentaba a la mesa para cenar con la cabeza gacha y con aquellas ojeras enormes que le habían salido, y cuando yo intentaba darle conversación, cuando le preguntaba cómo le había ido en la escuela y cosas por el estilo, sólo le arrancaba un «Mbien», algún «Spongo», en lugar de sus parloteos de siempre.

También lo intentó Joe Junior y se dio con el mismo muro. De vez en cuando me miraba, como sorprendido. Yo me encogía de hombros. En cuanto acabábamos de cenar y dejábamos los platos lavados, salía por la puerta y se encerraba en su habitación.

Y, que Dios me perdone, lo primero que se me ocurrió después de decidir que no era un chico fue la marihuana… Y no me mires así, Andy, como si no supiera de qué estoy hablando. En aquella época lo llamaban costo o maría en vez de marihuana, pero era lo mismo y había mucha gente de la isla dispuesta a pasarla cuando bajaba el precio de la langosta, o incluso sin que bajara.

Entonces venía mucha maría de las islas costeras, igual que ahora, y parte de ella se quedaba aquí.

No había cocaína, lo cual me parece una bendición, pero si querías fumar costo siempre lo encontrabas. Aquel mismo verano los guardacostas habían arrestado a Marky Benoit. Le habían encontrado cuatro balas de costo en la bodega del Maggie's Delight. Probablemente fue eso lo que me dio la idea, pero incluso ahora, después de tantos años, me pregunto cómo me las arreglé para figurarme algo tan complicado cuando en realidad era tan simple. Ahí estaba el problema real, sentado al otro lado de la mesa cada noche (generalmente necesitado de un baño y un afeitado), y ahí estaba yo, mirándolo, mirando a Joe St. George —el mayor mamón de todos los asuntos de Little Tall y que no dominaba ninguno—, y preguntándome si mi niña buena estaría tras la cabaña de la escuela por las tardes, fumándose un canuto. Y yo soy esa que siempre dice que su madre no crió ningún idiota. Joder.

Empecé a pensar en meterme en su habitación y registrar el armario y los cajones, pero antes de hacerlo ya estaba enfadada conmigo misma. Yo podré ser muchas cosas, Andy, pero espero no haber sido nunca una cotilla. Sin embargo, sólo por aquella idea me di cuenta de que llevaba demasiado tiempo manteniéndome al margen de lo que fuera, esperando que el problema se solucionara solo o que Selena viniera a mí por su propia iniciativa.

Llegó un día —no mucho antes de Halloween, porque recuerdo que Little Pete puso una bruja de papel en la ventana de la entrada— en el que yo debía bajar a casa de los Strayhorn después de la comida. Lisa McCandless y yo íbamos a dar la vuelta a las preciosas alfombras persas. Hay que hacerlo cada seis años porque si no se deslucen o no sé qué carajo les pasa. Me puse el abrigo y me lo abroché y estaba a medio camino de la puerta cuando pensé: «¿Qué haces con este pesado abrigo puesto, idiota? Estamos a quince grados por lo menos, es el veranillo de San Martín». Y otra voz acudía a mí diciendo: «Al aire libre no serán quince, más bien serán diez. Y habrá humedad». Y así decidí que esa tarde no bajaría a ningún lugar cerca de la casa de los Strayhorn.

Iba a coger el ferry hasta Jonesport para hablar claro con mi hija. Llamé a Lisa, le dije que tendríamos que hacer lo de las alfombras otro día y me fui a la estación del ferry.

Llegué justo a tiempo para coger el de las dos y cuarto. Si lo llego a perder, también la habría perdido a ella y… ¿quién sabe de qué otro modo habrían acabado las cosas entonces?

Fui la primera en abandonar el ferry —aún estaban atando la última maroma al último noray cuando salté al muelle— y me fui directa al instituto. De camino hacia allí se me ocurrió que no la iba a encontrar en la sala de estudio, por mucho que dijeran ella y su tutora, que al fin y al cabo estaría detrás de la cabaña con todos los demás gamberros… Todos riéndose y tal vez pasándose una botella de vino barato en una bolsa de papel. Si nunca has vivido una situación como ésa, no sabes lo que es y yo no te la puedo describir. Sólo puedo decirte que estaba descubriendo que uno no puede prepararse de ninguna manera para que le partan el corazón. Tienes que seguir hacia delante y desear con toda tu alma que no ocurra nada.

Pero cuando abrí la puerta de la sala de estudio y me asomé, allí estaba ella, sentada en un pupitre junto a la ventana, con la cabeza inclinada sobre el libro de álgebra. Al principio no me vio y me la quedé mirando. No había caído en las malas compañías, tal como yo temía, pero igualmente se me partió el corazón, Andy, porque parecía como si hubiera caído en la ausencia total de compañía y a lo mejor eso era todavía peor. A lo mejor a su tutora le parecía que no había nada de malo en que una niña se quedara sola a estudiar en el colegio después de las clases; a lo mejor incluso le parecía admirable. En cambio, yo no lo veía admirable, ni siquiera saludable. No tenía compañías desagradables porque a los malos actores en Jonesport-Beals High los dejan en la biblioteca.

Debería haber estado con sus amigas, acaso escuchando discos o soñando con algún chico. Y en vez de eso estaba sentada bajo el polvoriento rayo de sol del atardecer, sentada entre aquel olor de tinta y de limpiasuelos y de aquel serrín rojo que tiran cuando se van los críos, con la cabeza tan cerca del libro que parecía que allí se desvelaran todos los secretos sobre la vida y la muerte.

—Hola, Selena —saludé.

Se encogió como un conejo y tiró al suelo la mitad de los libros que tenía sobre la mesa al darse la vuelta para ver quién la saludaba. Tenía los ojos tan grandes que parecía que le llenaran toda la mitad superior de la cara, y la parte que alcancé a ver de su rostro estaba pálida como la nata en una taza blanca. Es decir, salvo en las zonas ocupadas por los nuevos granos. Destacaban con un rojo brillante, como marcas de quemaduras.

Entonces vio que era yo. El terror desapareció, pero no fue sustituido por ninguna sonrisa.

Era como si una cortina hubiera caído sobre su cara… O como si estuviera dentro de un castillo y acabara de subir el puente del foso. Sí, así era. ¿Entendéis lo que trato de explicar?

Se me ocurrió decir: «He venido para llevarte a casa en el ferry y obtener algunas respuestas, cariño mío», pero algo me dijo que no sería correcto hacerlo en aquella sala, en aquella sala vacía en la que podía oler lo que le ocurría con tanta claridad como olía la tiza y el serrín rojo. Lo olía y estaba dispuesta a averiguar qué era. A juzgar por su aspecto, ya había esperado demasiado. Ya no creía que fuera droga, pero en cualquier caso era algo hambriento. Algo que la comía viva.

Le expliqué que había decidido echar por la ventana el trabajo de aquella tarde y acercarme para ir de tiendas un rato, pero no había encontrado nada que me gustara.

—Entonces he pensado que a lo mejor podíamos volver las dos juntas —propuse—. ¿Te importa, Selena?

Al fin sonrió. Hubiera pagado mil dólares por esa sonrisa, te lo aseguro… Una sonrisa sólo para mí.

—Oh, no, mami —contestó—. Me encantará tener compañía.

Así que caminamos juntas cuesta abajo hasta el embarcadero de los ferrys y cuando le pregunté por algunas de sus clases me contó más cosas que en semanas enteras. Después de aquella primera mirada —como un conejo acorralado mirando a un gato montés—, ahora se parecía a ella misma más que la chica de los últimos meses, y empecé a albergar alguna esperanza.

Bueno, puede que esta Nancy no sepa lo vacío que va el ferry de las cuatro cuarenta y cinco a Little Tall y a las Outer Islands, pero supongo que Frank y tú sí lo sabéis, Andy. La mayor parte de los trabajadores que viven fuera de la península vuelven a casa en el de las cinco y media, de modo que en el de las cuatro cuarenta y cinco va sobre todo correo, mensajeros, artículos para tiendas y comestibles destinados al mercado. Por eso, aunque era una agradable tarde de verano, lejos de lo frío y húmedo que yo había imaginado, tuvimos la cubierta posterior casi para nosotras solas.

Nos quedamos allí un rato, viendo cómo la estela se estiraba hacia la costa. El sol estaba ya en el este, trazando sobre el agua un surco que luego la estela cortaba y convertía en pequeños pedazos de oro. Cuando yo era pequeña, mi padre me decía que era oro y que a veces las sirenas subían a cogerlo. Decía que usaban aquellos pedazos rotos de luz del atardecer como guijarros para sus castillos mágicos bajo el mar. Cuando veía ese trazo dorado partido en el mar, siempre vigilaba por si aparecían las sirenas, y hasta que tuve casi la edad de Selena nunca dudé de su existencia porque me lo había dicho mi padre.

Aquel día, el agua tenía un profundo tono azul de los que sólo se ven en los días tranquilos de octubre, y el sonido de los motores diesel era relajante. Selena se desató el pañuelo que llevaba sobre la cabeza alzó los brazos y rió.

—¿Verdad que es bonito, mami? —preguntó.

—Sí —contesté—. Y tú también lo eras, Selena. ¿Por qué ya no lo eres?

Me miró y fue como si tuviera dos caras. La de encima estaba como sorprendida y casi seguía riendo… Pero por debajo asomaba una mirada recelosa, desconfiada. Lo que vi en el rostro inferior era todo lo que Joe le había dicho durante aquella primavera y el verano, antes de que empezara a distanciarse de mí y luego también de él. No tengo amigos, eso me decía la cara de debajo. Tú, desde luego, no lo eres; ni él tampoco. Y cuanto más nos mirábamos, más asomaba ese rostro a la superficie.

Dejó de reírse y se apartó de mí para mirar hacia el agua. Eso me sentó mal, Andy, pero no podía permitir que me detuviera, igual que no pude dejar que Vera se saliera con la suya años después, por muy triste que fuera en el fondo. El hecho es que a veces hemos de ser crueles para ser buenos, como el médico que le pone una inyección a un niño aunque sepa que llorará y no lo entenderá. Miré dentro de mí misma y vi lo cruel que podía ser si hacía falta. Me asustó saberlo entonces y todavía me asusta un poco. Es aterrador saber que puedes ser tan dura como haga falta y no dudar nunca antes ni mirar después hacia atrás para cuestionarte lo que hiciste.

—No sé qué quieres decir, mami —me contestó, pero me estaba mirando con cuidado.

—Has cambiado —le expliqué—. Tu aspecto, tu forma de vestir, de actuar. Todo me dice que estás metida en algún problema.

—No me pasa nada —respondió, pero al mismo tiempo que lo decía se iba apartando de mí.

Tomé sus manos entre las mías antes de que estuviera demasiado lejos de mi alcance.

—Sí que te pasa —insistí—. Y ninguna de las dos saldrá de este ferry hasta que me digas qué es.

—¡Nada! —exclamó. Trató de soltarse las manos de un tirón, pero yo no cedí—. No me pasa nada y suéltame. ¡Suéltame!

—Todavía no. Cualquiera que sea tu problema, no cambiará mi amor por ti, Selena; pero no puedo empezar a ayudarte a salir de él hasta que me digas de qué se trata.

Dejó de luchar y se quedó mirándome. Y vi un tercer rostro bajo los otros dos: un rostro suspicaz y desgraciado que no me gustó demasiado. Aparte de su complexión, Selena se parece más bien a mi familia, pero justo en ese momento se parecía a Joe.

—Dime algo antes —pidió.

—Lo haré si puedo —contesté.

—¿Por qué le pegaste? ¿Por qué le pegaste aquella vez?

Abrí la boca para contestar: «¿Qué vez?» —más que nada por ganar unos segundos para pensar—, pero al instante supe algo, Andy. No me preguntes cómo —tal vez fuera un presagio, o lo que llaman intuición femenina, o tal vez realmente conseguí leer la mente de mi hija—, pero lo supe.

Supe que si dudaba, aunque sólo fuera por un segundo, la perdería. Acaso sólo por aquel día, pero probablemente para siempre. Fue simplemente algo que supe, y no dudé ni un instante.

—Porque él me pegó en la espalda con un leño de la estufa esa misma tarde —expliqué—. Me atizó en los riñones. Supongo que decidí que no me volverían a tratar así. Nunca más.

Pestañeó como cuando a alguien le acercan la mano de repente a la cara, y abrió la boca en una O grande de sorpresa.

—Él no te explicó que fuera por eso, ¿verdad?

Negó con la cabeza.

—¿Qué te contó? ¿Que era por la bebida?

—Por eso y por sus partidas de póquer —contestó con una voz casi demasiado baja para oírla—. Dijo que no querías que él ni nadie se divirtiese. Que por eso no querías que jugara a póquer y a mí no me dejabas ir a dormir a casa de Tanya el año pasado. Dijo que quieres que todo el mundo trabaje ocho días a la semana como tú. Y que cuando te respondió lo golpeaste con la manga y luego le dijiste que le cortarías la cabeza si intentaba volverse. Que se lo harías mientras durmiera.

Me habría reído, Andy, si no hubiera sido todo tan horroroso.

—¿Te lo creíste?

—No lo sé. Pensar en aquella hacha me daba tanto miedo que no sabía qué creer.

Eso se me clavó en los oídos como un aguijón, pero no lo demostré.

—Selena —le dije—. Lo que te contó es mentira.

—¡Déjame en paz! —protestó, tirando para apartarse de mí. La mirada de conejo acorralado volvió a su cara y me di cuenta de que no estaba escondiendo algo sólo porque estuviera avergonzada o preocupada: estaba muerta de miedo—. ¡Ya me las arreglaré! ¡No quiero tu ayuda, así que déjame en paz!

—No puedes arreglártelas, Selena —la interrumpí. Hablaba en el tono bajo y suave que se usa para dirigirse a un caballo o un cordero que se ha quedado enganchado en un alambre de espino—. Si pudieras, ya lo habrías hecho. Ahora escúchame. Siento que me vieras con aquella hacha en la mano; siento todo lo que viste y oíste esa noche. Si llego a saber que te iba a asustar tanto y te iba a hacer tan desgraciada, no le habría atacado por mucho que me provocara.

—¿No puedes parar? —preguntó. Y finalmente liberó sus manos de las mías y se tapó los oídos con ellas—. No quiero oír nada más. Ya no te oigo.

—No puedo parar porque es algo que ya está hecho, no tiene remedio. Pero lo tuyo sí. Así que déjame ayudarte, vida mía. Por favor.

Intenté rodear su cuerpo con un brazo y acercarla a mí.

—¡No! ¡No me pegues! ¡Ni me toques, puta! —gritó, y se lanzó hacia atrás.

Tropezó con la barandilla y yo estaba segura de que iba a caer por encima y directa al agua.

Se me detuvo el corazón, pero gracias a Dios no me pasó lo mismo con las manos. Alargué los brazos, la agarré por la solapa del abrigo y tiré de ella hacia mí. Resbalé en el suelo húmedo y estuve a punto de caer. Sin embargo, recuperé el equilibrio y, cuando la miré, ella se liberó y me abofeteó la cara.

No me importó, simplemente la agarré de nuevo y la abracé contra mí. Si renuncias en un momento como ése con una chica de la edad de Selena, creo que puedes dar por perdido casi todo lo que compartes con ella. Además, no me había dolido ni un pelo. Sólo tenía miedo de perderla, y no sólo en mi corazón. Pero durante aquel segundo había estado segura de que se iba boca abajo por encima de aquella barandilla. Estaba tan segura que casi lo vi. Es un milagro que en aquel mismo momento no se me volviera todo el pelo blanco.

Entonces se puso a llorar y a decirme que lo sentía, que no pretendía pegarme, que nunca jamás lo había pretendido, y yo le dije que ya lo sabía.

—Calla un momento —le pedí. Y lo que me contestó casi me deshizo.

—Tendrías que haberme dejado caer, mami —murmuró—. Tendrías que haberme soltado.

La aparté de mí cuanto daban mis brazos —en ese momento ya estábamos las dos llorando— y le dije:

—No haría eso por nada del mundo, cariño.

La cabeza le temblaba de un lado a otro.

—Ya no aguanto más, mami… No puedo. Me siento tan sucia y confusa… Y no puedo ser feliz por mucho que lo intente.

—¿Qué te pasa? —le pregunté, de nuevo asustada—. ¿Qué te pasa, Selena?

—Si te lo digo, probablemente me empujarás tú misma por la barandilla.

—Ya sabes que no —la calmé—. Y te diré otra cosa, cariño: no vas a dar un paso en tierra firme hasta que me lo hayas aclarado. Si para eso hemos de estar yendo de un lado para otro en este ferry durante lo que queda de año, eso haremos… Aunque creo que estaríamos congeladas antes de finales de noviembre, si no nos morimos antes de tomaína por la comida que dan en ese snack-bar de mierda.

Pensé que igual le haría gracia, pero no fue así. En vez de eso inclinó tanto la cabeza que se quedó mirando al suelo de la cubierta y dijo algo en voz muy baja. Con el ruido del viento y de los motores, apenas pude oírlo.

—¿Qué has dicho, cariño?

Lo repitió, y en esta ocasión lo oí, a pesar de que no lo dijo demasiado alto. De repente lo entendí todo y a partir de ese momento los días de Joe St. George estuvieron contados.

—Yo nunca quise hacer nada. Él me obligó.

Eso había dicho.

Durante un instante sólo pude mantenerme en pie y, cuando al fin me acerqué a ella, se zafó.

Tenía la cara blanca como una sábana. Entonces el ferry —era el viejo Island Princess— dio una sacudida. El mundo ya me daba vueltas, y supongo que habría dado con mi huesudo y viejo culo en el suelo si Selena no me hubiera agarrado por la cintura. Al cabo de un instante era yo quien la agarraba y ella lloraba junto a mi cuello.

—Ven —le dije—. Ven aquí y siéntate conmigo. Ya basta de rodar de un lado a otro sin parar en este bote, ¿no?

Nos acercamos abrazadas al banco del pasillo, arrastrando los pies como un par de inválidas.

No sé si Selena se sentía como una inválida, pero yo sí, desde luego. Yo sólo lagrimeaba, pero ella lloraba con tanta fuerza que parecía como si fueran a soltársele las entrañas si no paraba pronto.

Sin embargo, me encantaba oírla llorar así. Hasta que la oí sollozar y vi cómo le rodaban las lágrimas por las mejillas no me di cuenta de que gran parte de sus sentimientos habían desaparecido también, igual que la luz de sus ojos y la figura bajo el vestido. Me hubiera gustado mucho más oírla reír que llorar, pero estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa.

Nos sentamos en el banco y la dejé que llorase un rato más. Cuando por fin empezó a tranquilizarse, le di el pañuelo que llevaba en el bolso. Al principio, ni siquiera lo usó. Me miró con las mejillas empapadas y aquellos profundos surcos bajo los ojos, y me dijo:

—¿No me odias, mamá? ¿De verdad?

—No —contesté—. Ni ahora ni nunca. Te lo prometo sobre mi corazón. Pero quiero aclarar algo. Quiero que me lo cuentes todo, de principio a fin. Veo en tu cara que no te crees capaz, pero lo eres. Y recuerda una cosa: nunca tendrás que repetirlo, ni siquiera a tu marido, si no quieres. Será como correr un velo. Eso también te lo prometo sobre mi corazón. ¿Lo has entendido?

—Sí, mami, pero él me dijo que si alguna vez te lo contaba… Dijo que a veces te pones tan furiosa que… como la noche en que le pegaste con la manga… Dijo que si alguna vez me apetecía contarlo mejor me acordara del hacha… Y…

—No, así no —la interrumpí—. Has de empezar por el principio e ir paso a paso. Pero quiero asegurarme de que he entendido una cosa desde el principio. Tu padre se ha pasado contigo, ¿verdad?

Dejó caer la cabeza y no dijo nada. A mí me bastaba como respuesta, pero creo que ella misma necesitaba oírse diciéndolo en voz alta.

Puse un dedo bajo su mentón y le alcé la cabeza hasta que nos quedamos mirándonos fijamente a los ojos.

—¿Verdad?

—Sí —contestó, y se echó a llorar de nuevo.

Sin embargo, esta vez no duró tanto ni fue tan profundo. La dejé llorar un rato de todos modos porque yo también lo necesitaba para decidir por dónde seguiría. No podía preguntarle:

«¿Qué te ha hecho?», porque se me ocurrió que lo más probable era que ni siquiera lo supiera.

Durante un rato sólo se me ocurría: «¿Te ha follado?», pero me pareció que incluso preguntándolo de una forma tan cruda podía ser que ella no estuviera segura. Y dentro de mi mente sonaba feísimo.

Al final dije:

—¿Ha introducido su pene dentro de ti, Selena? ¿Lo ha metido en tu coño?

Negó con la cabeza.

—No le he dejado. —Se tragó un sollozo—. Al menos, todavía no.

Bueno, las dos pudimos relajarnos un poco después de eso. Al menos, cada una con la otra.

Lo que yo sentía por dentro era pura ira. Era como si tuviera un ojo dentro, un ojo cuya existencia ignoraba hasta aquel día, y con él sólo podía ver la cara larga y caballuna de Joe, con sus labios siempre partidos y los dientes como amarillos, y las mejillas siempre agrietadas y rojas a la altura del pómulo. A partir de entonces, siempre vi su cara muy de cerca, aquel ojo nunca se cerraba aunque sí lo hicieran los otros dos mientras dormía, y empecé a saber que no se cerraría hasta que Joe estuviera muerto. Era como estar enamorada, sólo que al revés.

Mientras tanto, Selena estaba contando la historia de principio a fin. Escuché y no la interrumpí ni una sola vez, y por supuesto todo empezaba la noche en que yo aticé a Joe con la manga y Selena apareció en la puerta justo a tiempo para verle con la mano sobre la oreja sangrante y a mí amenazándole con el hacha como si realmente pretendiera degollarlo. Yo sólo pretendía lograr que parase, Andy, y arriesgué mi vida por ello, pero eso Selena no lo vio. Todo lo que vio cayó a su lado de la balanza. Dicen que el camino al infierno está sembrado de buenas intenciones, y yo sé que es cierto. Lo sé por mis más amargas experiencias. Lo que no sé es por qué, por qué cuando se intenta hacer el bien a menudo se acaba sembrando el mal. Supongo que eso es para mentes más claras que la mía.

No os voy a contar ahora toda la historia, y no por respeto a Selena, sino porque es demasiado larga e, incluso ahora, duele demasiado. Pero os contaré lo primero que dijo. Nunca lo olvidaré, porque de nuevo me sorprendió la diferencia entre las apariencias y la realidad de las cosas… Entre el interior y el exterior.

—Parecía tan triste —me dijo—. Le corría la sangre entre los dedos y le caían las lágrimas y parecía tan triste… Te odié más por esa mirada que por la sangre y las lágrimas, mami, y decidí compensarle. Antes de acostarme, me arrodillé y recé: «Dios, si impides que lo vuelva a herir, yo le compensaré. Te lo juro. Por el amor de jesús, amén».

Os haréis una idea de cómo me sentí al oír eso de mi hija, cuando ya hacía más de un año que yo daba ese asunto por olvidado. ¿Te das cuenta, Andy? ¿Y tú, Nancy Bannister de Kennebunk? No, ya veo que no. Rezo a Dios para que nunca lo entiendas.

Empezó a ser amable con él: lo mimaba cuando estaba en el cobertizo trasero, trabajando con la moto de nieve de alguien o con algún motor fueraborda; se sentaba con él mientras veíamos la tele por la noche; se sentaba con él en el porche mientras él silbaba, y le escuchaba cuando le soltaba el clásico rollo de Joe St. George sobre política: cómo Kennedy estaba dejando que todo lo dirigieran los judíos y los católicos, cómo los comunistas pretendían que los negros fueran a la escuela y a los comedores públicos en el sur y cómo el país acabaría hundido. Ella lo escuchaba, le reía los chistes, le ponía crema de maíz en las manos cuando se le agrietaban, y él no era tan tonto como para no darse cuenta de que la oportunidad llamaba a su puerta. Dejó de hablar mal de los políticos para pasar a hablar mal de mí, de lo loca que me volvía cuando me sacaban de mis casillas y de todo lo malo de nuestro matrimonio. Según él, todo por mi culpa.

A finales de la primavera de 1962 empezó a tocarla de un modo algo más que paternal. Al principio sólo era eso: pequeñas caricias en la pierna mientras estaban sentados juntos en el sofá y yo no estaba en la habitación, palmaditas en el culo cuando le llevaba una cerveza al cobertizo. Así empezó y luego fue más allá. A mediados de julio, la pobre Selena ya le tenía tanto miedo como a mí. Cuando por fin me decidí a pasar a la península y arrancarle algunas respuestas, ya le había hecho todo lo que un hombre le puede hacer a una mujer sin llegar a follársela… Y la había asustado para que también ella le hiciera una serie de cosas a él.

Creo que habría logrado la guinda antes del día del Trabajo si no llega a ser porque Joe Junior y Little Pete no iban al colegio y estaban por ahí a todas horas. Pete simplemente estaba allí, pero creo que Joe Junior tenía cierta idea de lo que ocurría y se propuso meterse en medio. Dios le bendiga si así fue, es todo lo que puedo decir. Desde luego, yo no podía ayudar porque entonces trabajaba doce y hasta catorce horas al día. Y mientras yo trabajaba Joe estaba con ella, la tocaba, le pedía besos, le pedía que le tocara en «sitios especiales» (así lo llamaba él) y le decía que no lo podía evitar, que tenía que pedírselo: ella era amable con él y yo no, y un hombre tiene ciertas necesidades y eso es todo. Pero ella no podía contarlo. Si lo contaba, le advirtió, yo los mataría a los dos. No dejaba de recordarle lo de la manga y el hacha.

No dejaba de repetirle que yo era una puta fría y de mal genio y que él no podía evitarlo porque un hombre tiene ciertas necesidades. Le grabó todas esas cosas, Andy, hasta que la volvió medio loca.

Él…

¿Qué dices, Frank?

Sí, de acuerdo, él trabajaba, pero su trabajo no le frenaba demasiado a la hora de perseguir a su hija. Yo lo llamaba «el rey de todos los negocios». Hacía faenas para unos cuantos veraneantes y cuidaba dos casas (espero que los que lo contrataban para ello llevaran un buen inventario de sus posesiones); había cuatro o cinco pescadores que lo reclutaban cuando estaban ocupados —Joe manejaba las nasas como el mejor de ellos si no tenía demasiada resaca— y por supuesto tenía también su pequeño taller. En otras palabras, trabajaba como suelen hacerlo muchos hombres de la isla (aunque no con la misma intensidad): un bocado por aquí, otro por allá. Con ese plan, un hombre puede establecer su propio horario, y durante aquel verano y a principios del otoño, Joe estableció el suyo de tal modo que pudiera quedarse en casa lo máximo posible mientras yo no estuviera. Para estar cerca de Selena.

Me pregunto si entendéis lo que necesito que entendáis. ¿Os dais cuenta de que se esforzaba tanto por entrar en su mente como en sus bragas? Creo que lo que más poder tenía sobre ella era el hecho de haberme visto con la maldita hacha en la mano, por eso era lo que más usaba él. Cuando vio que ya no le servía para ganarse su compasión, lo usó para asustarla. Le repitió una y otra vez que si yo me enteraba de lo que estaban haciendo la echaría de casa.

¡Lo que estaban haciendo! ¡Joder!

Ella dijo que no quería hacerlo y él le contestó que era una pena, pero que ya era demasiado tarde para parar. Le explicó que le había provocado, que lo había vuelto medio loco y que esa clase de provocación era lo que causaba la mayor parte de las violaciones, y que las buenas mujeres (es decir, las de mal carácter, las putas que blandían hachas como yo, supongo) lo sabían. Joe no cesó de insistir en que él se callaría mientras también lo hiciera ella… «Pero —le insistía—, querida, tienes que entender que si sale algo de esta historia acabará saliendo todo».

Ella no sabía a qué se refería con ese todo, y no entendía por qué llevarle un vaso de té helado por la tarde y contarle lo de la muñeca nueva de Laurie Langill le había dado la idea de que podía meter la mano entre sus piernas y acariciarla siempre que quisiera, pero estaba convencida de que debía de haber hecho algo para que él se comportara tan mal, lo cual le daba vergüenza.

Creo que eso era lo peor: no el miedo, sino la vergüenza.

Dijo que un día se había decidido a contárselo todo a la tutora, la señorita Sheets. Incluso había pedido una cita, pero se puso nerviosa en la sala de espera cuando la cita anterior a la suya acabó antes de lo previsto. De eso hacía menos de un mes, justo al empezar la escuela.

—Empecé a pensar cómo sonaría —me explicó mientras seguíamos sentadas en el banco de la pasarela trasera.

Estábamos ya a mitad de camino y se veía el cabo East Head iluminado por el sol del atardecer. Por fin Selena había acabado de llorar. De vez en cuando soltaba un gran sollozo acuoso y mi pañuelo ya estaba transparente, pero había recuperado el control de sí misma y yo estaba bien orgullosa. Sin embargo, en ningún momento soltó mi mano. Mientras hablaba, la agarraba con tanta fuerza como si fuera a estrangular a alguien. Al día siguiente me salieron morados.

—Pensé cómo me sentiría allí sentada diciendo: «Señorita Sheets, mi padre pretende hacerme lo que usted ya sabe». Es tan obtusa —y tan vieja— que probablemente me habría contestado: «No, Selena, no lo sé. ¿De qué me estás hablando?». Y le hubiera tenido que contar que mi padre pretendía violarme y no me habría creído porque su gente no hace esa clase de cosas.

—Yo creo que eso pasa en todas partes —le contesté—. Es triste, pero cierto. Y creo que una tutora de un colegio tiene que saberlo, salvo que sea tonta de remate. ¿La señorita Sheets es tonta de remate, Selena?

—No —respondió—. Creo que no, mamá, pero…

—Cariño, ¿creías que eras la primera chica del mundo a la que le ocurre esto? —le pregunté.

Contestó algo que no pude oír porque hablaba en voz muy baja. Tuve que volvérselo a preguntar.

—No sabía si lo era o no —explicó, y me dio un abrazo. Se lo devolví—. En cualquier caso —continuó—, al estar allí sentada me di cuenta de que no era capaz de explicarlo. Tal vez si hubiera sido capaz de entrar habría podido sacarlo, pero en cuanto tuve la ocasión de sentarme y pensármelo y de dudar si papá tendría razón y tú pensarías que soy mala…

—Nunca pensaría eso —le insistí, y volví a abrazarla.

Me devolvió una sonrisa que alentó mi corazón.

—Ahora lo sé —explicó—, pero entonces no estaba tan segura. Y mientras permanecía allí sentada, mirando a través del cristal cómo la señorita Sheets acababa su entrevista con la chica anterior, encontré una buena razón para no entrar.

—¿Ah, sí? ¿Cuál era?

—Bueno, que aquel asunto no tenía nada que ver con el colegio.

Me hizo gracia y me puse a reír. Enseguida ella se unió a mí y nuestras risas fueron subiendo de volumen hasta que nos quedamos sentadas en aquel banco, cogidas de la mano y riendo como un par de pájaros bobos durante el apareamiento. Reíamos tan alto que el hombre que vende golosinas y cigarrillos en la cubierta inferior asomó la cabeza un instante para asegurarse de que no nos pasara nada.

Dijo otras dos cosas en aquel viaje de vuelta: una con la boca y otra con los ojos. La que llegó a decir con palabras era que había pensado en hacer la maleta y huir; al menos, se le antojaba como una salida. Pero huir no soluciona los problemas cuando uno ha sido herido en serio. Al fin y al cabo, allá donde vayas llevarás contigo la cabeza y el corazón. Y lo que vi en sus ojos fue que la posibilidad del suicidio había sido algo más que una fugaz idea en su mente.

Pensaba en eso —en ver la idea del suicidio en los ojos de mi hija— y luego veía el rostro de Joe aún más claro con mi ojo interior. Veía el aspecto que debió de tener mientras la acosaba una y otra vez, mientras trataba de meter la mano bajo su falda hasta el extremo de que ella acabó llevando sólo vaqueros para defenderse; su aspecto al no conseguir lo que quería (no todo lo que quería) por pura suerte —buena para ella, mala para él— y no por falta de insistencia. Pensé en lo que podría haber ocurrido si Joe junior no hubiera parado de jugar con Willy Bramhall antes de tiempo un par de veces para volver pronto a casa, o si yo no hubiera llegado a abrir los ojos lo suficiente como para fijarme detenidamente en ella. Había persistido igual que el hombre malvado dirige a su caballo con la fusta o con un junco sin detenerse ni un instante hasta que el animal cae muerto a sus pies… y luego probablemente se queda con la fusta en la mano, pensando cómo diablos ha podido ocurrir. A eso me había llevado aquel deseo de tocarle la frente, de comprobar si era tan suave como parecía; hasta ese punto me había llevado. Mantuve los ojos abiertos como platos y vi que vivía con un hombre que carecía de amor y de piedad, un hombre que creía que todo aquello que quedara al alcance de su mano era suyo, incluida su propia hija.

Por ahí andaban mis pensamientos cuando se me ocurrió por primera vez la posibilidad de matarlo. No fue entonces cuando me decidí a hacerlo —joder, no—, pero mentiría si dijera que tal idea era sólo una ensoñación. Era mucho más que eso.

Selena debió de notar algo de eso en mi mirada, porque apoyó una mano en mi brazo y preguntó:

—¿Habrá follón, mami? Por favor, dime que no. ¡Se enterará de que te lo he contado y se pondrá furioso!

Deseaba tranquilizarla diciéndole lo que esperaba oír, pero no pude. Habría follón. Que fuera mucho o poco y que fuera más o menos grave dependía de Joe. La noche en que le golpeé con la manga se había echado atrás, pero eso no significaba que volviera a hacerlo.

—No sé qué pasará —expliqué—. Pero te diré dos cosas, Selena: nada de esto es culpa tuya y sus días de molestarte y acosarte se han acabado. ¿Lo entiendes?

Las lágrimas volvieron a llenar sus ojos y una se desbordó y rodó mejilla abajo.

—No quiero que se monte un follón —insistió. Calló un instante, aunque no dejó de mover la boca, y luego estalló—: ¡Odio esta historia! ¿Por qué le pegaste? ¿Por qué empezó él a buscarme? ¿Por qué no puede ser todo como antes?

Le tomé la mano.

—Las cosas nunca vuelven a ser como antes, querida. A veces las cosas salen mal y hay que arreglarlas. Lo sabes, ¿no?

Asintió. Vi el dolor en su rostro, pero no había rastro de duda.

—Sí —contestó—. Supongo que sí.

Estábamos entrando en el muelle y ya no nos quedaba tiempo para hablar. Estaba encantada.

No quería que siguiera mirándome con aquellos ojos llenos de lágrimas, deseando lo que supongo que todo niño desea: que todo se arregle sin que sufra nadie. Esperaba de mí una promesa que yo no podía hacer porque luego no podría cumplirla. No estaba segura de que mi ojo interior me permitiera cumplirla. Abandonamos el ferry sin intercambiar palabra, cosa que a mí me pareció fantástica.

Aquella noche, cuando Joe volvió de casa de los Carstairs, donde estaba construyendo el porche trasero, envié a los tres críos al mercado. Vi que Selena me miraba de reojo mientras bajaban por la calle y tenía la cara pálida como la leche. Cada vez que ella volvía la cabeza, Andy, la maldita hacha relucía en sus ojos. Pero vi algo más en ellos y creo que era alivio. Debía de pensar que al menos las cosas ya no seguirían como hasta entonces. Aunque estaba asustada, creo que en parte pensaría eso. Joe estaba sentado junto a la estufa, leyendo el American, como cada noche. Yo me quedé mirándolo junto a la caja de la leña y el ojo que llevaba dentro pareció abrirse más que nunca. Míralo, pensé: ahí sentado como si fuera el Gran Poder del Ojete del Culo.

Sentado como si no se pusiera los pantalones por los pies como todo el mundo. Sentado como si meterle mano a su única hija fuera lo más natural del mundo y como si cualquier hombre pudiera dormir tranquilo después de hacer algo así. Traté de imaginar cómo podíamos haber llegado desde la fiesta escolar en The Samoset Inn hasta aquella situación: él sentado junto a la estufa leyendo el periódico con sus viejos vaqueros parcheados y su sucia camiseta térmica y yo junto a la caja de la leña con intenciones asesinas. No pude imaginarlo. Era como estar en un bosque mágico en el que, al mirar atrás, te das cuenta de que el camino ha desaparecido a tus espaldas.

Mientras tanto, el ojo interior veía cada vez más. Veía las cicatrices cruzadas en su oreja, restos de mi golpe con la manga; veía el garabateo de venillas en su nariz; veía su labio inferior, siempre salido como si estuviera de mal humor; veía la caspa en sus cejas y lo veía toquetearse los pelillos que le salían por la nariz, o agarrarse la entrepierna por encima de los pantalones de vez en cuando.

Todo lo que veía el ojo era malo, de modo que se me ocurrió que casarme con él había sido algo más que el peor error de mi vida; había sido el único error importante, porque no era yo sola quien pagaría por él. En aquel entonces estaba ocupado con Selena, pero tras ella venían dos chicos y…, si no era capaz de evitar la tentación de violar a la hermana mayor, ¿qué podría hacer con ellos?

Volví la cabeza y mi ojo interior vio el hacha, apoyada en el estante de encima de la caja de leña, como siempre. Alargué el brazo y cerré los dedos en torno al asa, pensando: «Esta vez no te la pondré en las manos, Joe. Tal vez en la cabeza, pero en las manos no». Luego recordé la mirada de Selena cuando bajaba la calle con sus hermanos y decidí que, pasara lo que pasase, la maldita hacha no intervendría. En cambio, me agaché y saqué de la caja un leño de arce.

Hacha o leño, da lo mismo: la vida de Joe estuvo en un tris de acabar allí y en aquel mismo momento. Cuanto más lo veía sentado con su camiseta sucia, toqueteándose los pelos que le asomaban por la nariz y leyendo las páginas de tiras cómicas, más pensaba en lo que le había hecho a Selena; cuanto más pensaba en eso, más me cabreaba; cuanto más me cabreaba, más a punto estaba de acercarme a él y abrirle los sesos con el leño. Incluso veía el lugar en el que descargaría el primer golpe. Empezaba a clarearle el pelo, sobre todo por detrás, y la luz de la lámpara que había junto a su silla rebotaba allí con cierto brillo. Se veían las marcas de la piel entre los pocos mechones que le quedaban. Justo allí, pensé, en ese preciso lugar. Saltará la sangre y salpicará la pantalla de la lámpara, pero no me importa: de todas formas es fea y vieja. Cuanto más lo pensaba, más quería ver cómo volaba la sangre hasta la pantalla, y estaba segura de que volaría. Y luego pensé en las gotas que caerían sobre la bombilla, con un leve siseo. Pensé en todo eso y, cuanto más lo pensaba, más se cerraban mis dedos en torno al leño de la estufa para agarrarlo mejor. Era una locura, ah, sí, pero no me sentía capaz de alejarme de él, y sabía que mi ojo interior seguiría mirándolo incluso si yo me apartaba.

Me obligué a pensar en cómo me miraría Selena si lo hacía, cómo sus ojos confirmarían que soy tan mala como le había dicho Joe y que sus peores miedos se habían confirmado. Pero tampoco eso sirvió. Ni siquiera pensar en lo que les pasaría a los tres si él moría y a mí me encerraban en South Windham por matarle sirvió para que se cerrara el ojo interior. Permaneció abierto y cada vez parecía ver más cosas desagradables en la cara de Joe. Cómo se levantaba escamas de piel en las mejillas cuando se afeitaba. La gota de mostaza del mediodía que aún se secaba en su mentón. Su vieja dentadura caballuna, que compró por correo y no le quedaba bien. Y cada vez que veía algo nuevo con aquel ojo, mi mano apretaba aún con más fuerza el leño.

En el último instante se me ocurrió algo más. Si lo haces aquí y ahora mismo, no lo harás por Selena, pensé. Ni tampoco por los chicos. Lo harás porque todo ha ocurrido ante tus narices durante tres meses, o más, y has sido demasiado idiota para darte cuenta. Si lo vas a matar para luego ir a prisión y ver a tus hijos sólo los sábados por la tarde, será mejor que entiendas por qué lo haces: no porque se haya pasado con Selena, sino porque te ha engañado y eso es lo que más te molesta.

Al fin eso me amordazó. El ojo interior no se cerró, pero se apagó un poco y perdió algo de potencia. Intenté abrir la mano y soltar el leño de arce en la caja, pero lo había agarrado con tanta fuerza que no podía deshacerme de él. Tuve que ayudarme con la otra mano y forzar a los dos primeros dedos; los otros tres se quedaron curvados, como si todavía agarrasen algo. Tuve que flexionar la mano tres o cuatro veces hasta que empecé a sentirme normal.

Después de eso, me acerqué a Joe y le di una palmada en el hombro.

—Quiero hablar contigo —le dije.

—Pues habla —contestó desde el otro lado del periódico—. Nadie te lo impide.

—Quiero que me mires mientras te hablo —le ordené—. Deja el periódico.

Abandonó el periódico en el regazo y me miró.

—Mira que le das a la boca últimamente —protestó.

—De mi boca ya me ocuparé yo —le interrumpí—. Tú será mejor que te ocupes de tus manos. Si no, te van a crear más problemas de los que serías capaz de solucionar en toda tu vida.

Enarcó las cejas y me preguntó qué quería decir.

—Quiero decir que dejes en paz a Selena.

Me miró como si le hubiera encajado un rodillazo en las partes nobles. Fue lo mejor de este asunto tan desagradable, Andy: la cara de Joe cuando descubrió que lo habían descubierto.

Palideció, se le quedó la boca abierta y todo su cuerpo pareció estremecerse en su mecedora de mierda, como cuando te estás quedando dormido y te asalta un mal presagio.

Trató de disimularlo fingiendo que tenía un tirón en la espalda, pero no engañó a ninguno de los dos. En realidad parecía avergonzado, pero eso no le valió mi estima. Incluso un estúpido perro callejero tiene la sensatez de aparentar vergüenza cuando lo pillan robando huevos en la puerta de un gallinero.

—No sé de qué me hablas.

—Entonces, ¿por qué te comportas como si el diablo se te acabara de meter en los pantalones para retorcerte las pelotas? —le pregunté.

Entonces se le empezó a poner la mosca detrás de la oreja.

—El maldito Joe junior te ha contado alguna mentira sobre mí… —empezó.

—Joe junior no ha dicho ni sí ni no, ni tal vez ni quizá sobre ti —le corregí—. Y será mejor que dejes de fingir, Joe. Me lo ha dicho Selena. Me lo ha dicho todo: que intentó ser agradable contigo después de aquella noche en que yo te aticé con la manga, cómo se lo devolviste y lo que le dijiste que pasaría si me lo contaba.

—¡Es una mentirosa! —exclamó, tirando el periódico al suelo como si eso probara algo—. Es una mentirosa y en cuanto aparezca por aquí, si es que se atreve a volver alguna vez…

Hizo ademán de levantarse. Alargué un brazo y lo volví a sentar de un empujón. Es increíblemente fácil sentar a alguien que pretende levantarse de una mecedora: me sorprendió un poco lo fácil que resultaba. Claro, había estado a punto de partirle la cabeza con un leño apenas tres minutos antes, tal vez eso tuviera algo que ver.

Sus ojos se convirtieron en pequeñas ranuras y me dijo que mejor no me la jugara con él.

—Lo has hecho alguna vez, pero eso no significa que le puedas poner el cascabel al gato siempre que te dé la gana.

Yo misma había estado pensando en eso, y no mucho antes, pero no era el momento para contárselo.

—Puedes ahorrarte el discurso para tus amigos —le dije—. Ahora lo que te conviene no es hablar sino escuchar… Y escúchame bien porque te lo digo muy en serio. Si te vuelves a pasar alguna vez con Selena, te haré meter en la cárcel por abuso de menores o por violación familiar, o cualquier cargo que valga para que te tengan encerrado el máximo tiempo posible.

Eso le desconcertó. Se le quedó la boca abierta una vez más y permaneció un instante mirándome fijamente.

—Tú nunca harías… —empezó a decir, pero se paró. Porque había visto que sí lo haría. De modo que ensayó una mueca con el labio inferior más salido que nunca—. Te pones de su parte, ¿verdad? Nunca me has preguntado mi opinión de este asunto, Dolores.

—¿La tienes? —le pregunté—. Cuando un hombre al que le faltan apenas cuatro años para cumplir los cuarenta le pide a su hija de catorce que se baje las bragas para ver cuánto pelo le ha crecido en el coño, ¿encima puede tener opinión?

—Cumplirá quince el mes que viene —intervino, como si eso cambiara algo.

Desde luego, era un pedazo de tío.

—¿Oyes lo que estás diciendo? ¿Oyes lo que sale de tu boca?

Siguió mirándome fijamente un instante, luego se agachó y recogió su periódico.

—Déjame en paz —me pidió con su mejor vocecita de pobrecito de mí—. Quiero acabar este artículo.

Me entraron ganas de arrancarle el periódico de las manos y tirárselo a la cara, pero si lo llego a hacer habría corrido la sangre y no quería que los chicos se encontraran con ese panorama al volver, especialmente por Little Pete. Así que me limité a alargar la mano y tirar de la cabecera del diario suavemente con el pulgar.

—Antes me vas a prometer que dejarás en paz a Selena para que podamos olvidarnos de este asunto miserable. Prométeme que no la volverás a tocar así en toda tu vida.

—Dolores, no pretenderás… —empezó.

—Promételo, Joe. O haré de tu vida un infierno.

—¿Te crees que me da miedo? —gritó—. Has hecho de mi vida un infierno durante los últimos quince años, puta. Y toda la culpa la tiene tu fea cara. Si no te gusta cómo soy, échate la culpa a ti misma.

—No sabes lo que es el infierno —repliqué—. Pero si no prometes dejarla en paz, me encargaré de que lo descubras.

—¡De acuerdo! —exclamó—. ¡De acuerdo, lo prometo! ¡Toma! ¡Ya está! ¿Estás satisfecha?

—Sí —contesté, aunque no lo estaba.

Ya nunca podría satisfacerme. Ni aunque reprodujera el milagro de los panes y los peces.

Estaba dispuesta a sacar a los críos de aquella casa o matarlo antes de que acabara el año. Me daba lo mismo una cosa que la otra, pero no quería que se diera cuenta de lo que se le avecinaba hasta que fuera demasiado tarde para reaccionar.

—Bien —replicó—. Entonces está todo en orden, ¿verdad, Dolores? —Pero me miraba con un brillo burlón en los ojos que no me acababa de gustar—. Te crees muy lista, ¿no?

—No lo sé —contesté—. Antes creía que tenía bastante inteligencia, pero fíjate con quién he acabado compartiendo techo.

—Oh, venga —dijo, sin dejar de mirarme con aquella cara de espabilado—. Te crees que eres tan grande que seguro que miras antes de limpiarte el culo para asegurarte de que no esté fumando. Pero no lo sabes todo.

—¿Qué quieres decir?

—Adivínalo —contestó. Y agitó el periódico como si fuera un tipo rico tratando de comprobar que el mercado de valores del día no le había ido demasiado mal—. No debería ser un problema para una listilla como tú.

No me gustó, pero lo dejé pasar. En parte porque no quería seguir atizando el fuego con las manos, pero no sólo por eso. Sí me creía lista: desde luego, más que él. Y eso era la otra parte.

Pensé que si intentaba devolverme el golpe me daría cuenta cinco minutos antes de que él mismo se lo propusiera. En otras palabras, lo mío era orgullo, puro y simple orgullo, y la idea de que él hubiera empezado ya su jugada ni se me ocurrió.

Cuando volvieron los niños del mercado, envié a los dos chicos a casa y salí por atrás con Selena. Hay un buen matorral de moras que está seco casi todo el año. Se había levantado algo de brisa y lo hacía crujir. Era un sonido solitario. También un poco aterrador. En ese lado hay una piedra grande y blanca que asoma entre el suelo, y allí nos sentamos.

La media luna se alzaba ya sobre East Head y cuando Selena me tomó las manos, sus dedos estaban tan fríos como la propia luna.

—No me atrevo a entrar, mami —dijo con voz temblorosa—. Me voy a casa de Tanya, ¿vale?

—No hace falta que tengas miedo por nada, cariño —la tranquilicé—. Ya me he ocupado de todo.

—No te creo —susurró, aunque su rostro denotaba que quería creerme. Su rostro denotaba que lo que más deseaba en el mundo era creerme.

—Es verdad —insistí—. Ha prometido que te dejaría en paz. No siempre cumple sus promesas, pero ésta sí la cumplirá porque ahora sabe que lo vigilo y que ya no puede contar con tu silencio. Además, está muerto de miedo.

—Muerto de mie… ¿Por qué?

—Porque le he dicho que si insistía en esta sucia historia contigo me encargaría de meterlo en Shawshank.

Tomó aire y volvió a apoyar sus manos en las mías.

—¡Mamá! ¡No puede ser!

—Sí, lo he dicho y lo haré. Es mejor que lo sepas, Selena. Pero yo en tu lugar no me preocuparía demasiado: lo más probable es que Joe no se acerque a menos de tres metros de ti en los próximos cuatro años… Y para entonces ya estarás en la universidad. Si hay algo en el mundo que él respete es su propio escondite.

Me soltó las manos, lentamente pero con determinación. Vi que la esperanza asomaba a su rostro, pero también algo más. Era como si recuperara la juventud. Fue en ese momento, sentada a la luz de la luna junto al zarzal de moras, cuando me di cuenta del aspecto envejecido que había tenido aquel otoño.

—¿No me azotará con el cinturón o algo parecido? —preguntó.

—No —la calmé—. Se acabó.

Entonces se lo creyó todo, apoyó la cabeza en mi hombro y se echó a llorar. Eran lágrimas de puro y simple alivio. El hecho de que tuviera que llorar de aquella manera me hizo odiar aún más a Joe.

Creo que, durante las siguientes noches, había una chica en mi casa durmiendo mejor que en los tres meses anteriores, o más… Pero yo no dormía. Yo oía roncar a Joe a mi lado y lo miraba con mi ojo interior y me entraban ganas de darme la vuelta y abrirle la garganta a mordiscos. Pero ya no estaba enloquecida, como cuando había estado a punto de partirle la crisma con el leño.

Pensar en los niños y en lo que les pasaría si a mí me encerraran por asesinato no había servido en aquel momento para aplacar a mi ojo interior, pero luego, después de contarle a Selena que ya estaba segura y de haber tenido ocasión de tranquilizarme un poco yo misma, sí sirvió. Aún así, sabía que lo que Selena deseaba —que todo siguiera igual, como si lo que había intentado su padre no hubiera ocurrido nunca— no era posible. Por mucho que cumpliera su promesa y no volviera a tocarla, no era posible. Y, a pesar de lo que le dije a Selena, no estaba completamente segura de que fuera a cumplir su promesa. Antes o después, los hombres como Joe suelen convencerse de que la próxima vez lograrán librarse; de que les basta con ser un poco más cuidadosos para conseguir lo que desean.

Tumbada en la oscuridad y por fin tranquila, me parecía que la respuesta era simple: debía coger a los chicos y trasladarme a la península. Y debía hacerlo pronto. Entonces estaba bastante tranquila, pero sabía que no permanecería así, que el ojo interior no me lo permitiría. La siguiente vez que me alterase, aquel ojo vería aún mejor y Joe le parecería aún más feo y tal vez no hubiera ningún pensamiento en la tierra válido para frenarme. Era una manera distinta de estar enfadada, al menos para mí, y resultaba sabio darse cuenta de lo dañina que podía ser si yo misma lo permitía.

Tenía que largarme con ellos de Little Tall antes de que la ira pudiera aflorar. Y cuando di el primer paso en esa dirección descubrí el significado de aquella mirada resabiada. ¡Vaya si lo descubrí!

Esperé un poco para que todo se tranquilizara y un viernes por la mañana tomé el ferry de las once hacia la península. Los críos estaban en el colegio y Joe había salido al mar con Mike Stargill y su hermano Gordon para entretenerse con las nasas, de modo que no regresaría casi hasta la puesta de sol.

Llevaba las libretas de ahorro de los niños. Llevábamos ahorrando para sus estudios superiores desde que nacieron… Bueno, al menos yo: a Joe le importaba un carajo que estudiaran o no. Lo más normal era que cada vez que salía el tema —y siempre lo sacaba yo, por supuesto—, él estuviera sentado en su mecedora de mierda con la cara escondida detrás del American de Ellsworth y la asomara lo justo para decir:

—Por el amor de Dios, ¿por qué estás tan empeñada en enviar a estos chicos al instituto, Dolores? Yo no fui, y me ha ido bien.

Bueno, hay cosas que no se pueden discutir, ¿verdad? Si Joe creía que leer el periódico, rastrear la arena en busca de conchas y luego limpiarlas en las patas de su mecedora implicaba que la vida le iba bien, no valía la pena discutírselo: no tenía ningún sentido desde el principio. Pero no estaba mal. Mientras pudiera seguir obligándole a aportar su parte si daba la casualidad de que le caía algo bueno, como cuando se apuntó con los que hacían la carretera, me importaba un comino que él creyese que todos los institutos del país estaban dirigidos por comunistas. El invierno en que trabajó con los de la carretera en la península, logré que metiera quinientos dólares en las libretas, y lloriqueó como una niña. Dijo que me llevaba todos sus beneficios. Pero yo era más lista que eso, Andy. Si aquel invierno el hijoputa ese no ganó dos mil, o tal vez dos mil quinientos, estoy dispuesta a darle un beso a un cenicero y sonreír.

—¿Por qué siempre me quieres robar, Dolores?

—Si fueras lo bastante hombre para hacer antes que nada lo mejor por tus hijos, no me haría falta —le contestaba.

Y así una y otra vez, bla, bla, bla. De vez en cuando me hartaba, Andy, pero casi siempre le sacaba lo que consideraba necesario para los críos. Y de eso no podía hartarme porque no tenían a nadie más que pudiera asegurarse de que el día de mañana los estuviera esperando.

En términos actuales, no había demasiado dinero en aquellas cuentas: unos dos mil en la de Selena, cerca de ochocientos en la de Joe Junior y cuatrocientos o quinientos en la de Little Pete.

Pero estoy hablando del 62, y en esa época era un buen montón de calderilla. Más de lo necesario para largarse, por descontado. Se me ocurrió sacar en efectivo lo de Pete y llevarme lo de los otros dos en cheques de viajero. Había decidido romper con todo y mudarnos a Portland, donde encontraría un lugar en el que vivir y un trabajo decente. Ninguno de nosotros estaba acostumbrado a la vida de la ciudad, pero la gente es capaz de acostumbrarse a casi cualquier cosa si hace falta. Además, entonces Portland era poco más que un pueblo grande, no como ahora.

En cuanto me instalara podía empezar a recuperar el dinero que hubiera gastado, y me veía capaz de lograrlo. Incluso si no pudiera, mis hijos eran listos y yo sabía que existían las becas. Y decidí que si no las conseguían, no sería tan orgullosa como para no rellenar unas cuantas solicitudes de créditos. Lo principal era sacarlos de allí. En aquel momento, eso parecía mucho más importante que los estudios. Lo primero es lo primero, como rezaba el adhesivo que Joe llevaba en el viejo tractor Farmall.

Llevo casi tres cuartos de hora soltando el rollo sobre Selena, pero no sólo ella lo había sufrido. Ella llevó la peor parte, pero Joe Junior también había tragado mucho. En 1962 tenía doce años, una edad fundamental para un chico, pero no se le notaba a la vista. Casi nunca sonreía o reía, y la verdad es que no me extraña. En cuanto entraba en la sala, su padre se le echaba encima como una comadreja con un pollo, ordenándole que se metiera la camisa por dentro, que se peinara el pelo, que no arrastrara los pies, que creciera, que dejara de comportarse como una maricona, todo el día con la nariz metida en los libros, que se hiciera hombre. Cuando Joe Junior no consiguió entrar en el equipo All Star de la Little League, el verano antes de que yo descubriese lo que ocurría con Selena, al oír a su padre parecía que lo hubieran echado del equipo olímpico de atletismo por consumir drogas. Añádele que el crío había visto lo que su padre hacía con la niña y te encontrarás con un buen follón, querido Jim. A veces observaba a Joe mientras miraba a su padre y veía auténtico odio en la cara del niño: puro y simple odio. Y durante la semana que transcurrió antes de que yo pasara a la península con las libretas de ahorro en el bolsillo, me di cuenta de que, en cuanto concernía a su padre, Joe también tenía un ojo interior.

Y luego estaba Little Pete. A los cuatro años se arrastraba todo el día detrás de Joe, con los pantalones bien subidos en la cintura como su padre y hurgándose la nariz y las orejas como su padre. Obviamente, Pete no tenía pelillos en ninguno de los dos apéndices, o sea que se limitaba a imitarlo. El primer día que fue al colegio, volvió a casa lloriqueando, con el trasero de los pantalones lleno de polvo y un arañazo en la mejilla. Me senté tras él en la escalera del porche, le pasé un brazo por los hombros y le pregunté qué había ocurrido.

Dijo que la puta cabrona de Dicky O'Hara lo había empujado. Le expliqué que cabrona era un insulto y que no debía decirlo, y luego le pregunté si sabía qué quería decir puta. A decir verdad, sentía mucha curiosidad por saber qué saldría de su boca.

—Claro que sí —me contestó—. Una puta es una gilipollas estúpida como Dicky O'Hara.

Le expliqué que no, que se equivocaba, y me preguntó cuál era el significado. Le contesté que daba lo mismo, que no era una palabra bonita y que no se la quería oír más. Se me quedó mirando fijamente con el labio estirado. Parecía igual que su viejo. Selena temía a su padre; Joe junior lo odiaba, pero en cierto modo era el pequeño Pete el que más miedo me daba, porque de mayor quería ser como él.

Así que saqué sus libretas de ahorro del último cajón de mi pequeño joyero (las guardaba allí porque entonces no tenía ninguna otra caja con cerradura; llevaba la llave colgada del cuello) y caminé hasta el Coastal Northern Bank de Jonesport hacia las doce y media. Al llegar al principio de la cola, pasé las libretas a la dependienta, le dije que quería cancelar las tres cuentas y expliqué cómo quería el dinero.

—Un momento, señora St. George —contestó.

Y se dirigió al fondo de la zona de oficinistas para buscar las cuentas. Eso era mucho antes de los ordenadores y tenían que mover mucho más papeleo.

Las encontró —vi cómo sacaba las tres—, las abrió y las miró. En la mitad de su frente se formó una pequeña arruga, antes de decirle algo a otra mujer. Luego estuvieron las dos mirando un rato, mientras yo seguía al otro lado del mostrador, viéndolas y convenciéndome de que no había ninguna razón en absoluto para ponerme nerviosa y, al mismo tiempo, sintiéndome bastante nerviosa.

Luego, en lugar de volver hacia mí, la dependienta fue hacia uno de aquellos pequeños cubículos arracimados a los que llamaban despachos. Como las mamparas eran de cristal, vi que hablaba con un calvo que llevaba traje gris y corbata negra. Al volver al mostrador, ya no llevaba las carpetas de las tres cuentas.

—Creo que será mejor que hable de los ahorros de sus hijos con el señor Pease, señora St. George —sugirió, al tiempo que me devolvía las libretas.

Lo hizo con el dorso de la mano, como si estuvieran infectadas y pudiera contagiarse al tocarlas demasiado.

—¿Por qué? ¿Qué ocurre?

En aquel momento ya había abandonado la idea de que no tenía por qué ponerme nerviosa.

El corazón me rebotaba en el pecho y tenía la boca seca.

—La verdad es que no lo sé, pero seguro que si hay algún malentendido el señor Pease se lo aclarará —contestó, aunque no me miró a los ojos y yo estaba segura de que no creía nada de lo que me estaba contando.

Caminé hacia el despacho como si llevara un bloque de diez kilos en cada pie. Ya me había hecho una buena idea de lo que habría ocurrido, pero no entendía cómo podía ser. Joder, las libretas las tenía yo, ¿no? Y no podía ser que Joe las hubiera sacado del joyero y las hubiese vuelto a meter luego porque la cerradura habría estado rota, y no lo estaba. Incluso si la hubiese forzado (lo cual es como un chiste, aquel tipo era incapaz de llevarse una cucharada de judías a la boca sin que se le cayeran la mitad al regazo), los reintegros constarían en las libretas, o tendrían el sello de cancelación estampado con esa tinta roja que usan los bancos… y no había nada de eso.

Aún así, sabía que el señor Pease me iba a contar que mi marido me estaba jodiendo y eso fue lo que me dijo en cuanto entré en su despacho. Dijo que la de Joe junior y la de Pete estaban canceladas desde dos meses antes y la de Selena hacía apenas dos semanas. Joe lo había hecho entonces porque sabía que yo nunca metía dinero en sus cuentas antes del día del Trabajo, cuando consideraba que ya había acumulado bastante en la sopera grande del estante superior de la alacena de la cocina para pagar los recibos que llegarían por Navidad.

Pease me enseñó esas hojas verdes de papel enrollado que usan los contables y vi que Joe había sacado el último pellizco grande el día después de que le contara que sabía lo que había hecho con Selena y él se quedara sentado en su mecedora, diciéndome que aún no lo sabía todo.

Desde luego, en eso tenía razón.

Repasé los datos media docena de veces y, cuando alcé la mirada, el señor Pease estaba sentado ante mí, frotándose las manos y con cara de preocupación. Noté las gotitas de sudor que asomaban en su frente. Sabía lo que había ocurrido tan bien como yo.

—Como ve, señora St. George, esas cuentas han sido canceladas por su marido y…

—¿Cómo puede ser? —le pregunté. Tiré las tres libretas sobre la mesa. Provocaron un fuerte sonido y él pestañeó y se retiró hacia atrás—. ¿Cómo puede ser, si yo tengo aquí mismo las tres jodidas libretas?

—Bueno —contestó, lamiéndose los labios y pestañeando como un lagarto tostándose al sol en una roca ardiente—. Verá, señora St. George, esto son lo que llamamos «libretas de ahorro de custodia». Eso significa que el niño a cuyo nombre se invierte el dinero puede —podría— sacarlo con la firma de usted o de su marido. También significa que cualquiera de los dos, como padres, puede sacar dinero de estas tres cuentas como y cuando quiera. Tal como hubiera hecho usted hoy si el dinero siguiera… ejem, en las cuentas.

—¡Pero aquí no aparece ningún maldito reintegro! —protesté. Y debía de estar gritando, porque la gente del banco se daba la vuelta para mirarnos. Los veía al otro lado del cristal. Tampoco es que me importara—. ¿Cómo podía sacar el dinero sin las malditas libretas?

Él se frotaba las manos cada vez más rápido. Sonaban como al frotar una lija y estoy segura de que si llega a tener un palo seco entre las manos le pega fuego a las gomas que había en el cenicero.

—Señora St. George, si no le importara no levantar la voz…

—Yo me preocuparé de mi voz —dije en tono aún más alto—. Usted preocúpese de cómo cuida sus negocios este banco de mierda, imbécil. Tal como yo lo veo, tiene usted una buena preocupación.

Tomó una hoja de la mesa y la miró.

—Según dice aquí, su marido afirmó que habían perdido las libretas —dijo al fin—. Pidió que hiciéramos unas nuevas. Es bastante frecuente…

—¡A la mierda la frecuencia! —exclamé—. ¡Ustedes no me llamaron! ¡Nadie de este banco me llamó! Llevábamos esas cuentas entre los dos. Eso me explicaron cuando abrimos la de Selena y la de Joe junior en el 51, y seguía siendo igual cuando abrimos la de Peter en el 54. ¿Pretende decirme que desde entonces han cambiado las normas?

—Señora St. George… empezó.

Pero era como si intentara silbar con la boca llena de galletas. Yo no pensaba quedarme callada.

—Le contó un cuento de hadas y usted se lo creyó. Le pidió libretas nuevas y usted se las dio. ¡Joder! Para empezar, ¿quién diablos se cree usted que metió el dinero en el banco? Si se cree que fue Joe St. George, es más estúpido de lo que parece.

Para entonces, todo el mundo en el banco había dejado incluso de fingir que se preocupaba de sus asuntos. Estaban allí de pie, mirándonos. A juzgar por sus rostros, la mayoría parecía disfrutar con el espectáculo, pero me pregunto si se habrían divertido tanto si el dinero que acababa de volar como un jodido pájaro hubiera sido el de sus hijos. El señor Pease se había puesto rojo como la grana. Incluso su vieja calva sudorosa se había vuelto de un rojo brillante.

—Por favor, señora St. George —me interrumpió. A estas alturas ya me miraba como si estuviera a punto de ponerse a llorar—. Le aseguro que lo que hicimos no sólo era perfectamente legal, sino que es una práctica normal en un banco.

Entonces bajé la voz. Noté que perdía las fuerzas. Joe me había engañado, de acuerdo, me había engañado de verdad y esta vez no tendría que esperar a que ocurriera por segunda vez para avergonzarme.

—Tal vez sea legal y tal vez no —contesté—. Tendría que llevarle al juzgado para averiguarlo, ¿no? Y no tengo ni el tiempo ni el dinero necesarios. Además, no se trata de que sea o deje de ser legal… Se trata de que nunca se les ocurrió que el destino de ese dinero pudiera preocupar a otra persona. ¿O es que la práctica normal de los bancos no les permite hacer una maldita llamada telefónica? O sea, el número está ahí mismo, en esos formularios, y no ha cambiado.

—Señora St. George, lo siento mucho pero…

—Si hubiera sido al revés —le interrumpí—, si hubiera aparecido yo con la historia de que se habían perdido las libretas y pidiendo que me las volvieran a hacer, si yo hubiera empezado a sacar lo que nos ha costado once o doce años meter… ¿no habrían llamado a Joe? Si el dinero hubiera estado aquí para que me lo llevara yo hoy, como pretendía hacer, ¿no lo habrían llamado en cuanto yo traspasara el umbral? ¿Por cortesía, sólo para informarle de lo que ha hecho su mujer, si no le importa?

Porque eso era lo que yo me esperaba, Andy. Por eso había escogido un día en el que Joe estaba con los Stargill, porque esperaba volver a la isla, recoger a los críos y desaparecer antes de que Joe llegara por la entrada de casa con una caja de cervezas en una mano y su bolsa de la comida en la otra.

Pease me miró y abrió la boca. Luego la cerró y no dijo nada. No hacía falta. La respuesta se veía en su cara. Por supuesto que —él, o cualquier otro del banco— habrían llamado a Joe y habrían insistido hasta que lo encontraran. ¿Por qué? Porque Joe era el hombre de la casa, por eso. Y a mí nadie se preocupaba de informarme porque sólo era su mujer. ¿Qué diablos podía saber yo de dinero, aparte de cómo ganarlo de rodillas, fregando suelos y tazas de wáter? Si el hombre de la casa decidía sacar todo el dinero del colegio de sus hijos, sin duda tenía una maldita razón. E incluso si no la tenía daba lo mismo, porque era el hombre de la casa y mandaba él. Su esposa sólo era una mujercita y sólo mandaba en los suelos, las tazas de wáter y el pollo guisado para las tardes de domingo.

—Si hay algún problema, señora St. George —decía en ese momento Pease—, lo siento mucho, pero…

—Si vuelve a decir que lo siente le daré una patada tan fuerte en el culo que se lo pondré por joroba —amenacé, aunque no había ningún peligro real de que le hiciera nada. En ese momento me parecía que no tenía fuerzas suficientes para darle una patada a una lata tirada en la calle—. Dígame sólo una cosa y desapareceré de su vista: ¿se ha gastado el dinero?

—No tengo modo de saberlo —contestó con su vocecita de sorprendido. Parecía que le hubiera dicho: «Si me lo enseñas te lo enseño».

—Joe lleva toda la vida trabajando con este banco. Podría haber bajado por esta misma calle hasta Machias o Columbia Falls para meterlo en otro, pero no lo ha hecho: es demasiado idiota, perezoso y corto de miras. No. O bien lo ha escondido en un par de jarras de Mason y las ha enterrado en algún lugar o lo ha vuelto a ingresar aquí. Eso es lo que quiero saber, si mi marido ha abierto alguna cuenta nueva aquí en los últimos meses.

Es que tenía que saberlo, Andy. Descubrir su engaño me había revuelto el estómago y eso ya era malo, pero no saber si lo había dilapidado todo… Eso me estaba matando.

—Si ha… ¡Eso es información privilegiada! —protestó. En ese momento ya parecía que yo le hubiera dicho: «Si me lo tocas te lo toco».

—Ya —contesté—. Me lo imaginaba. Le estoy pidiendo que rompa una regla. Me basta con verle para saber que no lo hace a menudo, ya veo que va contra sus principios. Pero ese dinero era de mis hijos, señor Pease. Y él ha mentido para quedárselo. Usted lo sabe: las pruebas están aquí, encima de su mesa. Es una mentira que no habría funcionado si este banco, su banco, hubiese tenido la simple cortesía de llamar por teléfono.

Se aclaró la garganta y empezó:

—Se supone que no…

—Ya sé lo que se supone —interrumpí. Tenía ganas de agarrarlo y zarandearlo, pero me di cuenta de que no serviría. Además, mi madre siempre decía que es más fácil atrapar moscas con miel que con vinagre y yo he comprobado que es cierto—. Eso ya lo sé, pero piense en la pena y el dolor que me hubiera evitado con esa llamada. Y si quiere compensarme —ya sé que no es su deber, pero si quiere— dígame por favor si ha abierto una cuenta aquí o si he de empezar a cavar agujeros en mi propia casa. Por favor. No lo diré nunca. Juro por Dios que no lo diré.

Se quedó sentado mirándome, tamborileando con los dedos sobre las hojas verdes de contabilidad. Tenía las uñas limpias y parecía que le hubiera hecho la manicura una profesional, aunque no lo creo muy probable; al fin y al cabo, estamos hablando de Jonesport en 1962.

Supongo que se la hacía su mujer. Aquellas uñas limpias y cuidadas provocaban un sonido ahogado en los papeles cada vez que caían. Pensé: «No hará nada por mí. ¿Un hombre como éste? ¿Qué le importan a él la gente de las islas y sus problemas? Tiene las espaldas cubiertas y eso es lo único que le preocupa».

Así que cuando por fin habló, me avergoncé de lo que acababa de pensar de los hombres en general y de él en particular.

—No puedo mirar una cosa así con usted sentada ahí delante, señora St. George. ¿Por qué no se va a The Chatty Buoy y se toma una pasta y una buena taza de café calentito? Parece que lo necesita. Estaré con usted en quince minutos. No, mejor en media hora.

—Gracias —contesté—. Muchísimas gracias.

Suspiró y empezó a recoger los papeles.

—Me estaré volviendo loco —afirmó. Y luego se rió con cierto nerviosismo.

—No. Está ayudando a una mujer que no tiene adónde ir, eso es todo.

—Las mujeres en apuros siempre han sido una de mis debilidades —repuso—. Déme media hora. Tal vez incluso un poco más.

—Pero… ¿vendrá?

—Sí —contestó—. Iré.

Efectivamente fue, pero tardó más bien cuarenta y cinco minutos y cuando llegó al Buoy yo ya estaba convencida de que me iba a dejar en la cuneta. Luego, cuando por fin apareció, pensé que traería malas noticias. Se le notaba en la cara.

Se quedó unos instantes en la entrada, mirando alrededor para asegurarse de que en el restaurante no hubiera nadie que pudiera crearle problemas si lo veía conmigo después del follón que yo había montado en el banco. Luego se acercó a la mesa del rincón en la que yo estaba sentada, se colocó frente a mí y me informó:

—Todavía está en el banco. Bueno, casi todo. Algo menos de tres mil dólares.

—¡Gracias a Dios! —exclamé.

—Bueno —dijo—. Ésa es la parte buena. La mala es que la nueva cuenta está sólo a su nombre.

—Claro. Desde luego a mí no me dio ninguna libreta para que la firmara. Con eso me hubiera enterado de su truquito, ¿no?

—Muchas mujeres no se darían ni cuenta —explicó. Se aclaró la garganta, le dio un tirón a la corbata y luego echó un rápido vistazo para ver quién había entrado al sonar la campanilla de la puerta—. Muchas mujeres firman cualquier cosa que sus maridos les pongan delante.

—Bueno, yo no soy como muchas mujeres —repliqué.

—Ya me he dado cuenta —contestó, un poco seco—. En cualquier caso, he hecho lo que me pedía y ahora tengo que volver al banco. Me encantaría tener tiempo para tomar un café con usted.

—¿Sabe qué le digo? Lo dudo mucho.

—En realidad, yo también lo dudo —contestó.

Pero me dio la mano, como si yo fuera un hombre, y lo tomé como un cumplido. Me quedé sentada hasta que desapareció y, cuando volvió la chica y me preguntó si quería otro café, le contesté que no, gracias, que el primero se me había indigestado. Tenía una indigestión, eso es cierto, pero no me la había provocado el café.

Siempre se puede encontrar algo por lo que estar agradecido, por muy mal que vayan las cosas, y al volver al ferry yo agradecí que al menos no había hecho las maletas: así no tenía que deshacerlo todo. También estaba encantada de no habérselo contado a Selena. Había estado a punto, pero al final me entró miedo de que el secreto fuera demasiado grande para ella y se lo contara a alguna de sus amigas y que al final llegara a oídos de Joe. Incluso se me había ocurrido la posibilidad de que se pusiera tozuda y se negara a venirse conmigo. No me parecía probable, a juzgar por su manera de escabullirse cada vez que Joe se le acercaba, pero todo es posible cuando una trata con una adolescente: absolutamente todo.

Así que tenía diversas cosas que agradecer, pero ninguna idea. No podía sacar el dinero de la libreta de ahorros que Joe y yo teníamos en común: había cuarenta y seis dólares. Y nuestra cuenta corriente era aún más ridícula: si no estábamos en números rojos, poquito nos faltaba. No podía coger a los críos y largarnos con lo puesto: de eso nada, monada. Si lo hacía, Joe se gastaría el dinero por pura venganza. Eso lo sabía tan bien como mi propio nombre. Ya había conseguido gastarse trescientos dólares, según el señor Pease… Y de los tres mil que quedaban yo había ahorrado al menos dos mil quinientos; me los había ganado fregando suelos, limpiando ventanas y tendiendo las sábanas de la maldita Vera Donovan —seis pinzas, no sólo cuatro— durante todo el verano. Entonces no era tan jodido como resultó ser en el invierno, pero aun así no era como pasar un día en el parque, ni de lejos.

Los críos y yo nos largaríamos de todas formas, eso ya estaba decidido, pero maldita la gracia si teníamos que huir arruinados. Quería que los niños tuvieran su dinero. De vuelta a la isla en la cubierta del Princess, con aquel viento fresco y húmedo que se partía en mi rostro y me soplaba el cabello sobre las sienes, supe que conseguiría recuperar el dinero. Lo único que no sabía era cómo.

La vida siguió adelante. Si uno lo miraba sólo por encima, parecía que nada hubiera cambiado. En la isla nunca parece que las cosas cambien demasiado… si sólo miras por encima, claro. Pero en la vida hay muchas más cosas que las que se ven sólo por encima y, al menos para mí, aquel otoño las cosas del interior me parecían muy diferentes. Había cambiado mi manera de ver las cosas y supongo que eso fue lo más importante. Ya no sólo hablo del tercer ojo; en aquella época ya le habíamos quitado a Pete los dibujitos de la pared y tenía la habitación llena de guantes de béisbol de los Pilgrims, o sea que me bastaban los dos ojos naturales para verlo todo.

El modo avaricioso y asqueroso en que Joe miraba a Selena a veces, cuando ella llevaba sólo la bata, por ejemplo, o su forma de mirarle el culo cuando se agachaba para sacar un mantel de debajo del fregadero. El modo en que ella se apartaba de él cuando tenía que cruzar la sala para ir a su dormitorio y lo veía sentado en su silla; o cómo se intentaba asegurar de que no se tocaran sus manos cuando le pasaba un plato en la mesa a la hora de cenar. Me llenaba el corazón de pena y dolor, pero también me cabreaba tanto que me pasaba la mayoría de los días con dolor de estómago. Era su padre, joder, llevaba su sangre en las venas, tenía su mismo oscuro cabello irlandés y sus mismos deditos de amplias falanges, pero se le agrandaban los ojos si a su hija se le deslizaba por el hombro una tira del sujetador.

Veía cómo Joe junior también se apartaba de él y no contestaba a las preguntas de Joe si veía que podía librarse, y cuando no tenía más remedio le contestaba con un murmullo.

Recuerdo el día en que Joe junior me trajo un trabajo sobre el presidente Roosevelt que le había devuelto la profesora. Le había puesto un sobresaliente y había escrito al principio que era la primera vez que le daba esa nota a un trabajo de historia en sus veinte años de dedicación a la enseñanza y que le parecería bien que lo intentáramos publicar en algún periódico. Le pregunté a Joe junior si le gustaría que lo enviáramos al American de Ellsworth o al Times de Bar Harbor. Le expliqué que pagaría encantada el envío. Él se limitó a negar con la cabeza y reírse. No me encantó su risa: era dura y cínica, como la de su padre.

—¿Y que él me dé la paliza durante los próximos seis meses? —preguntó—. No, gracias. ¿Nunca has oído a papá llamarlo señor Franklin D. Putevelt?

Aún puedo verlo, Andy. Sólo doce años pero ya cercano al metro ochenta, plantado en el porche con las manos metidas bien hondas en los bolsillos, mirándome mientras yo sostenía su trabajo con el sobresaliente. No había ningún sentimiento positivo en aquella sonrisa: ni buen humor ni alegría. Era la sonrisa de su padre, aunque a él nunca se lo habría dicho.

—De todos los presidentes, al que más odia papá es a Roosevelt —me explicó—. Por eso lo escogí para mi trabajo. Ahora devuélvemelo, por favor. Lo voy a quemar en la estufa de leña.

—De eso nada, chaval —contesté—, y si quieres saber qué se siente cuando tu propia madre te tumba de una bofetada por encima de la barandilla del porche y te tira al patio de abajo, sólo tienes que intentar escapar.

Se encogió de hombros. Eso también lo hacía como Joe, pero ahora su sonrisa aumentó y fue más dulce de lo que habría conseguido su padre en toda su vida.

—De acuerdo —accedió—. Pero no se lo enseñes, ¿vale?

Le dije que no y se largó corriendo a jugar a baloncesto con su amigo Randy Gigeure. Me quedé con el trabajo en la mano, viendo cómo se iba y pensando en lo que acababa de ocurrir entre nosotros. Sobre todo pensaba en cómo había logrado el primer sobresaliente de su profesora en veinte años y en cómo había escogido al presidente más odiado por su padre para el trabajo.

Además estaba Little Pete, siempre dando vueltas con el culo apretado y el labio inferior salido, llamando puta a la gente y quedándose castigado en el colegio tres de cada cinco tardes por armar follones. Una vez tuve que irlo a buscar porque se había peleado y había pegado a otro chico en la cabeza con tanta fuerza que le sangraba la oreja. Esa noche, su padre le dijo: «Supongo que a partir de ahora aprenderá a apartarse de tu camino en cuanto te vea llegar, ¿verdad, Petey?». Vi cómo se iluminaban los ojos del niño al oír eso y vi con cuánta ternura lo llevaba su padre a la cama una hora después. Aquel otoño me parecía como si fuera capaz de verlo todo menos lo que más quería ver… El modo de librarme de él.

¿Sabéis quién me dio la respuesta al final? Vera. Sí, señor: la misma Vera Donovan. Era la única que sabía lo que hice, al menos hasta ahora. Y fue ella quien me dio la idea.

Durante toda la década de los cincuenta, los Donovan —bueno, Vera y los críos, claro— eran los veraneantes por excelencia: aparecían el fin de semana del Memorial Day, no abandonaban la isla en todo el verano y no se iban a Baltimore hasta el fin de semana del día del Trabajo. No sé si servían para poner el reloj en hora, pero te aseguro que iban muy bien para ajustar el calendario.

Yo solía contratar a una plantilla de criadas el miércoles después de su partida y limpiábamos la casa de esquina a esquina, deshacíamos las camas, cubríamos los muebles, recogíamos los juguetes de los niños y metíamos los rompecabezas en el sótano. Creo que hacia 1960, cuando murió el señor, habría como doscientos rompecabezas ahí abajo, encajados entre piezas de madera y musgo.

Podía hacer una limpieza completa porque sabía que lo más probable era que nadie volviera a pisar aquella casa hasta el fin de semana del Memorial Day del año siguiente.

Había algunas excepciones, por supuesto: el año en que nació Little Pete aparecieron y celebraron el día de Acción de Gracias en la isla (la casa estaba totalmente recogida durante el invierno, lo cual nos pareció gracioso, pero en definitiva eso es lo que son los veraneantes: graciosos) y unos cuantos años después vinieron por Navidad. Recuerdo que los niños de los Donovan se llevaron a Selena y a Joe Junior para jugar con el trineo la tarde de Navidad y que Selena volvió después de pasar tres horas en Sunrise Hill con las mejillas enrojecidas como manzanas y con los ojos brillantes como diamantes. No debía de tener más de ocho o nueve años, pero de todas formas estoy segura de que tenía un cuelgue como un camión con Donald Donovan.

Así que un año pasaron el día de Acción de Gracias en la isla y otro año las Navidades, pero nada más. Eran veraneantes… O al menos Michael Donovan lo era. Vera era de otro sitio, pero al final resultó ser tan isleña como yo misma. Tal vez más.

En 1961 todo empezó como los otros años, a pesar de que su marido había muerto en aquel accidente de coche el año anterior. Ella y los críos aparecieron el Memorial Day y Vera se puso a trabajar con su calceta y con los rompecabezas, a recoger conchas, a fumar, a celebrar su hora del cóctel personal, que empezaba a las cinco y terminaba a eso de las nueve y media. Pero ya no era lo mismo: hasta yo me daba cuenta, y eso que yo sólo era una ayudante pagada. Los niños estaban más cerrados y silenciosos, supongo que aún echaban de menos a su papá, y no mucho después del Cuatro de julio los tres mantuvieron una discusión mientras comían junto al muelle. Recuerdo que Jimmy DeWitt, que entonces estaba de camarero, dijo que le parecía que era por algo del coche.

Fuera lo que fuese, los críos se largaron al día siguiente. El mayordomo los llevó a la península en aquella motora grande que tenían, y supongo que allí los recogería otra persona a sueldo. No los he vuelto a ver. Vera se quedó. Se notaba que no estaba contenta, pero se quedó.

Fue un mal verano para estar a su lado. Para cuando llegó el día del Trabajo ya debía de haber despedido a media docena de criadas, y cuando la vi zarpar en el Princess pensé que no la veríamos al verano siguiente, o al menos no durante mucho tiempo. Arreglaría sus asuntos con los hijos —tendría que hacerlo, eran lo único que le quedaba— y si estaban hartos de Little Tall se plegaría a sus exigencias y escogerían otro sitio. Al fin y al cabo, le estaba llegando el turno y ella tendría que reconocerlo.

Eso sólo demuestra lo poco que yo conocía a Vera Donovan en esa época. En lo que concernía a aquello no estaba dispuesta a reconocer ni una mierda en un estercolero si no le daba la gana. Apareció sola en el ferry el Memorial Day del año 1962 y se quedó hasta el día del Trabajo.

Llegó sola, no tuvo una buena palabra para mí ni para nadie más, bebió más que nunca y parecía la misma abuela de la muerte casi cada día, pero vino y se quedó e hizo sus rompecabezas y bajó a la playa —ahora sola— a recoger conchas, igual que siempre. Una vez me dijo que creía que Donald y Helga pasarían el agosto en Pinewood (así llamaban siempre a la casa: probablemente ya lo sabrás, Andy, pero dudo de que Nancy lo sepa), pero no aparecieron.

Fue en 1962 cuando empezó a venir después del día del Trabajo. Llamaba a mediados de octubre, me pedía que abriera la casa y yo lo hacía. Se quedaba tres días —el mayordomo venía con ella y se instalaba en el apartamento que había sobre el garaje— y se largaba de nuevo. Antes me llamaba por teléfono y me pedía que le dijera a Dougie Tappert que le echara un vistazo al horno y que retirara las fundas de los muebles.

—Me verás con más frecuencia ahora que los asuntos de mi marido ya están arreglados —me dijo—. Tal vez más de lo que te gustaría, Dolores. Y espero que también a mis hijos.

Pero algo en su voz me hizo pensar que ella misma, incluso entonces, se daba cuenta de que eso último era más un deseo que una realidad.

Volvió a finales de noviembre, más o menos una semana después del día de Acción de Gracias, y me llamó enseguida porque quería que pasara la aspiradora e hiciera las camas. Los chicos no estaban con ella, por supuesto —era una semana de colegio—, pero dijo que tal vez en el último instante decidieran pasar el fin de semana con ella en lugar de quedarse en el internado. Es probable que ella misma se diera cuenta de que tal cosa no ocurriría, pero en el fondo Vera era una girl scout: creía que había que estar preparado, vaya que sí.

Pude acudir enseguida porque era una época floja para la gente de la isla que nos dedicamos a esos trabajos. Llegué bajo la fría lluvia con la cabeza gacha y echando humo por las orejas, como siempre desde que descubriera lo que había ocurrido con el dinero de los niños. Había pasado ya casi un mes desde mi viaje al banco y desde entonces me había estado carcomiendo, como el ácido de las baterías roe agujeros en la ropa si te cae encima.

No podía acabar con una comida, ni dormir más de tres horas de un tirón antes de que me despertase alguna pesadilla, ni siquiera era capaz de acordarme de cambiarme la ropa interior. Mi mente nunca abandonaba lo que Joe había hecho con Selena, ni el dinero que había afanado del banco y el modo de recuperarlo. Me daba cuenta de que tendría que dejar de pensar en esas cosas por un tiempo si quería hallar la respuesta, de que si era capaz de abandonar tal vez viniera por sí sola, pero no parecía lograrlo. Incluso si en algún momento mi mente erraba durante un instante, bastaba cualquier cosa para provocar que volviera a trompicones al agujero de siempre. Estaba encallada y eso me volvía loca: supongo que ésa es la auténtica razón de que acabara contándole a Vera lo que había ocurrido.

Desde luego, no pensaba contárselo. Desde su aparición en aquel mes de mayo siguiente a la muerte de su marido se había comportado con tanta mala leche como una leona con una astilla clavada en una zarpa, y yo no tenía ningún interés en abrirle mi corazón a una mujer que se portaba como si todo el mundo se hubiese ido a la mierda. Pero ese día, cuando llegué a su casa, por fin había mejorado su humor.

Estaba en la cocina, enganchando un artículo que había recortado de la primera plana del Globe de Boston sobre el tablero de corcho que quedaba junto a la puerta de la despensa.

—Mira esto, Dolores —me invitó—. Si tenemos suerte y el clima colabora, el verano que viene veremos algo bastante sorprendente.

Después de tantos años, aún recuerdo el titular de aquel artículo porque al leerlo sentí como si algo se me retorciera por dentro. EL PRÓXIMO VERANO, UN ECLIPSE TOTAL OSCURECERÁ EL CIELO SOBRE NUEVA INGLATERRA, decía. Un pequeño mapa mostraba qué parte de Maine quedaría cubierta por el eclipse y Vera trazó una pequeña marca con tinta roja para señalar la situación de Little Tall.

—No habrá otro hasta el próximo siglo —me explicó—. Tal vez lo vean nuestros nietos, Dolores, pero nosotras ya no estaremos aquí… Así que será mejor que disfrutemos de éste.

—Es probable que caigan chuzos de punta ese día —le contesté, casi sin pensarlo.

Y como Vera estaba de tan mal humor a todas horas desde la muerte de su marido, pensé que me daría una bofetada. En vez de eso, se rió y subió las escaleras canturreando. Recuerdo que pensé que en su cabeza sí había cambiado el clima. No sólo canturreaba, sino que no tenía ni rastro de resaca.

Unas dos horas después yo estaba en su habitación, cambiando las sábanas de la cama en la que Vera había pasado tantas horas desesperadas en los últimos años. Ella estaba sentada en la silla junto a la ventana, tejiendo un paño afgano y todavía canturreando. La estufa estaba encendida, pero aún no se notaba el calor —esos caserones tardan años en calentarse por mucha estufa que tengan— y ella llevaba el chal rosa sobre los hombros. Se había levantado un fuerte viento del oeste y la lluvia, al rebotar en la ventana tras ella, sonaba como si alguien lanzara puñados de arena. Al mirar hacia fuera vi el brillo de la luz que llegaba del garaje, lo cual significaba que el mayordomo estaba en su apartamento, calentito como una oruga en una alfombra.

Estaba remetiendo las esquinas de la sábana camera (nada de sábanas ajustables para Vera Donovan, te puedes apostar hasta el último centavo; con las ajustables habría sido demasiado fácil) sin pensar para nada en Joe o en los niños por una vez, y mi labio inferior empezó a temblar. Para ya, me dije, para ahora mismo. Pero el labio no quería parar. Luego empezó también el superior.

De repente los ojos se me llenaron de lágrimas, se me doblaron las piernas y me senté en la cama y lloré.

No. No.

Ya que voy a contar la verdad, será mejor que lo haga del todo. La cuestión es que no me limité a llorar: me tapé la cara con el delantal y gemí. Estaba cansada y confusa y ya no podía razonar. Durante semanas no había dormido más que a ratos y no era capaz de imaginar ni por mi propia vida cómo podría seguir así. Y no dejaba de venirme a la cabeza un pensamiento: «Te habrás equivocado, Dolores. Supongo que al fin y al cabo estabas pensando en Joe y en los críos».

Claro que sí. Había llegado a un punto en que no era capaz de pensar en otra cosa y por eso me había echado a llorar.

No sé cuánto rato estuve así llorando, pero sé que cuando al fin paré tenía mocos por toda la cara y la nariz atascada y me costaba respirar como si acabara de correr una carrera.

Me daba miedo retirar el delantal porque tenía la impresión de que cuando lo hiciera Vera me diría: «Una bonita interpretación, Dolores. Puedes venir el viernes a recoger tu última paga. Te la dará Kenopensky».

Así se llamaba el mayordomo, Andy, por fin me he acordado. Eso hubiera sido muy típico de ella. Sólo que nada era típico de ella. En aquellos tiempos, cuando aún no le había crecido el musgo en el cerebro, no se podía predecir lo que Vera iba a hacer.

Cuando al fin retiré el delantal de la cara, ella estaba sentada junto a la ventana con el punto en el regazo, mirándome como si yo fuera una nueva e interesante clase de bicho. Recuerdo las sombras misteriosas que la lluvia le dibujaba en las mejillas y en la frente al deslizarse por los ventanales.

—Dolores —exclamó—. Por favor, dime que no has sido tan descuidada como para permitir que el malvado ese que vive contigo te volviera a enganchar.

Por un instante no tuve la menor idea de qué hablaba. Cuando dijo «enganchar», mi memoria regresó a la noche en que Joe me había pegado con el leño y yo le había devuelto el golpe con la manga. Luego recuperé la mente y me eché a reír. Al cabo de unos segundos estaba riendo con tanta fuerza como antes había llorado y me sentía tan incapaz de evitar ahora la risa como antes el llanto.

Sabía que se debía sobre todo al horror: la idea de que Joe me hubiera dejado preñada otra vez era lo peor que podía imaginar, y eso no cambiaba siquiera por el hecho de que no estuviéramos haciendo lo necesario para engendrar un bebé. Pero saber la causa de mi risa no sirvió para detenerla.

Vera siguió mirándome durante uno o dos segundos y luego recogió la labor del regazo y siguió tejiendo tan tranquila. Incluso empezó a canturrear de nuevo. Era como si tener a la criada sentada sobre la cama sin hacer nada y berreando como una cabra a la luz de la luna fuera lo más natural del mundo. Si era así, los Donovan deberían de haber tenido unas criadas bien peculiares en Baltimore.

Al rato, la risa se convirtió de nuevo en llanto, del mismo modo en que a veces la lluvia se vuelve nieve por un momento durante las tormentas de invierno si el viento sopla en la dirección adecuada.

Luego se apagó por fin y me quedé sentada en la cama, cansada y avergonzada… Pero también limpia.

—Lo siento mucho, señora Donovan —me excusé—. De verdad.

—Vera —contestó.

—¿Perdón?

—Vera —repitió—. Siempre insisto a las mujeres que tienen ataques de histeria en mi cama para que a partir de entonces me llamen por mi nombre de pila.

—No sé qué me ha pasado.

—Ah —replicó—. Supongo que sí. Lávate, Dolores. Parece que hayas metido la cara en un cuenco de puré de espinacas. Puedes usar mi baño.

Fui a lavarme la cara y me quedé un buen rato en el baño. La verdad es que me daba un poco de miedo salir. Había dejado de creer que me despediría cuando ella me pidió que la llamara Vera en vez de señora Donovan: nadie se comporta así con alguien a quien piensa despedir cinco minutos después. Pero aún no sabía qué iba a hacer. Sería cruel: si aún no habéis deducido eso después de todo lo que os he contado, estoy perdiendo el tiempo. Podía golpearte bastante cuando y donde le apeteciera, y si lo hacía solía ser con fuerza.

—¿Te has ahogado, Dolores? —llamó.

Entendí que no podía retrasarlo más. Cerré el grifo, me sequé la cara y volví a la habitación.

Empecé a pedir perdón enseguida, pero me detuvo con un gesto. Seguía mirándome como si fuera un bicho desconocido.

—¿Sabes una cosa? Me has dado una sorpresa del copón, mujer. Durante todos estos años no tenía muy claro que fueras capaz de llorar. Pensaba que a lo mejor eras de piedra.

Musité algo acerca de que últimamente no descansaba lo suficiente.

—Ya me doy cuenta —contestó—. Tienes un conjunto de Louis Vuitton ante los ojos y tus manos escogen una aljaba hortera.

—¿Que tengo qué ante los ojos?

—Da lo mismo. Dime qué te ocurre. La única razón que se me ha ocurrido para una explosión tan inesperada era que tuvieras un bebé de camino, y he de confesar que sigue sin ocurrírseme otra mejor. A ver si me lo aclaras, Dolores.

—No puedo —le dije.

Y maldita sea si no es cierto que al mismo tiempo notaba cómo todo se preparaba para caer de nuevo sobre mí, como el manubrio del viejo Ford Model-A de mi padre cuando no lo agarraba bien: si no tenía cuidado, pronto me encontraría de nuevo sentada en su cama y tapándome la cara con el delantal.

—Sí que puedes, y lo vas a hacer —insistió Vera—. No te puedes pasar el día deshaciéndote en lágrimas. Me darás dolor de cabeza y me tendré que tomar una aspirina. Odio tomar aspirinas. Irrita el forro del estómago.

Me senté al borde de la cama y la miré. Abrí la boca sin tener la menor idea de lo que iba a salir por ella. Y fue esto:

—Mi marido está tratando de follarse a su propia hija y cuando fui a sacar del banco el dinero de sus estudios para llevarme a los críos resultó que él me había birlado hasta el último centavo.

No, no soy de piedra. No soy de piedra en absoluto.

Empecé a llorar de nuevo y seguí durante un buen rato, pero ya no con tanta fuerza como antes y sin sentir la necesidad de taparme la cara con el delantal. Cuando el llanto se convirtió en meros sollozos, me pidió que le contara la historia desde el principio y sin olvidar nada.

Y lo hice. No me hubiera creído capaz de contarle esa historia a nadie —y menos a Vera Donovan, con su dinero y su casa en Baltimore y su mayordomo faldero, al que no tenía a su lado sólo para conducir el coche—, pero se lo conté. Y noté cómo el peso de mi corazón se iba aligerando a cada palabra. Lo escupí todo, tal como me había pedido.

—De modo que estoy atascada —expliqué para finalizar—. No se me ocurre qué hacer con ese hijo de puta. Supongo que encontraría un lugar adonde ir si cogiera a los chicos y me los llevara a la península. Nunca me ha asustado trabajar, pero ésa no es la cuestión.

—Entonces, ¿cuál es? —preguntó.

El paño afgano que estaba tejiendo ya casi estaba acabado. Tenía los ojos más rápidos que haya visto jamás.

—Ha estado a punto de violar a su hija —contesté—. Le ha metido tanto miedo que tal vez nunca lo supere del todo y se ha premiado con una recompensa de casi tres mil jodidos dólares por su mal comportamiento. No puedo permitir que se salga con la suya. Ésa es la puta cuestión.

—¿Ah, sí? —preguntó.

Las agujas seguían con su clic clic clic y la lluvia seguía deslizándose por los ventanales y las sombras temblaban y se agitaban en su mejilla y en su frente como si fueran venitas negras. Al verla así me acordé de una historia que solía contar mi abuela sobre las tres hermanas que tejen nuestras vidas desde las estrellas… Una aguanta la madeja, otra la va enrollando y la tercera corta cada hilo cuando le da la gana. Creo que el nombre de la última era Atropos. Incluso si no lo era, ese nombre siempre me provoca escalofríos.

—Sí —le dije—. Pero maldita sea si no logro encontrar el modo de darle lo que se merece.

Clic clic clic. Se detuvo el tiempo necesario para beber un trago de té de la taza que tenía a su lado. Más adelante llegaría una época en la que sería capaz de echarse el té por las orejas y beberse el champú, pero en el otoño de 1962 todavía era más fina que el filo de la navaja de afeitar de mi padre. Cuando me volvió a mirar, parecía como si sus ojos me abrieran un agujero de parte a parte.

—¿Qué es lo peor, Dolores? —preguntó al fin, al tiempo que dejaba la taza y tomaba de nuevo las agujas—. ¿Qué dirías tú que es lo peor? No para Selena o para los chicos. Para ti.

No me hizo falta pensarlo.

—Ese hijoputa se está riendo de mí —contesté—. Para mí, eso es lo peor. A veces lo veo en su cara. No se lo he dicho, pero sabe que fui al banco, lo sabe de sobras, y sabe lo que descubrí.

—Podrían ser imaginaciones tuyas.

—Si lo son, me importa un carajo —contesté con un estallido—. Es como yo lo siento.

—Sí —accedió ella—. Lo importante es lo que uno siente. Estoy de acuerdo. Sigue, Dolores.

Iba a contestar: «¿Cómo que siga? No hay nada más». Pero supongo que sí lo había, porque algo salió de repente como el comodín de la baraja.

—Si supiera lo cerca que he estado de pararle el reloj un par de veces —expliqué—, no se estaría riendo de mí.

Se quedó sentada mirándome, con aquellas sombras oscuras y finas que se perseguían sobre su rostro y le tapaban los ojos, de modo que yo no podía leer en ellos y volví a pensar en las damas que tejen en las estrellas. Sobre todo en la que sostiene la cizalla.

—Tengo miedo —continué—. No de él, sino de mí misma. Si no aparto pronto a los niños de él, va a pasar algo malo. Lo sé. Hay algo dentro de mí… y cada vez es peor.

—¿Es un ojo? —preguntó con calma. ¡Menudo frío me entró! Era como si hubiese encontrado una ventana en mi cerebro y la usara para atisbar directamente mis pensamientos—. ¿Algo parecido a un ojo?

—¿Cómo lo sabe? —susurré.

Al tiempo que me sentaba, me entró el tembleque en los brazos y me estremecí.

—Lo sé —contestó, y empezó a tejer una nueva hilera—. Lo sé todo sobre eso, Dolores.

—Bueno… Si no vigilo me lo voy a cargar. Eso es lo que me da miedo. Además, no puedo olvidar lo del dinero. No puedo olvidar nada.

—Tonterías —replicó. Las agujas seguían con su clic clic sobre el regazo—. Cada día muere algún marido, Dolores. Mira, probablemente ahora mismo esté muriendo alguno mientras nosotras hablamos. Se mueren y le dejan el dinero a las esposas. —Terminó la hilera y me miró, pero yo seguía sin ver qué decían sus ojos por culpa de las sombras de la lluvia. Se agitaban y correteaban por su cara como serpientes—. Yo debería saberlo, ¿no? Al fin y al cabo, mira lo que le pasó al mío.

No pude contestar. Se me había quedado pegada la lengua al paladar, como las moscas en las tiras de melaza.

—Un accidente —continuó con voz clara, casi como una profesora— puede convertirse en el mejor amigo de una mujer desgraciada.

—¿Qué quiere decir? —pregunté.

Fue sólo un susurro, pero me sorprendió ser capaz de articular incluso eso.

—Bueno, lo que tú quieras pensar —respondió. Luego ensayó una mueca que no llegaba a sonrisa. A decir verdad, Andy, aquella mueca me heló la sangre—. Sólo has de recordar que todo lo tuyo es suyo y todo lo suyo es tuyo. Si le ocurriera un accidente, por ejemplo, el dinero que ha metido en su cuenta bancaria pasaría a ser tuyo. Así es la ley en este maravilloso país.

Fijó sus ojos en los míos y durante unos segundos desaparecieron las sombras y pude verlos con claridad. Lo que vi me hizo apartar la mirada rápidamente. Por fuera, Vera estaba fría como un bebé sentado en un pedazo de hielo; pero su temperatura interior parecía ser más alta, tanto como pueda serlo en pleno incendio forestal, diría yo. Demasiado alta para que yo siguiera mirando, esto te lo aseguro.

—Esa ley es genial, ¿verdad, Dolores? Y que un hombre malo tenga un mal accidente también es algo genial a veces.

—¿Me está diciendo…? —empecé. Esta vez fui capaz de articular algo más que un suspiro, pero no mucho más.

—Yo no he dicho nada —contestó. En aquella época, cuando Vera daba un asunto por concluido, lo cerraba de golpe como si fuera un libro. Metió la lana y las agujas en la cesta y se levantó—. Sin embargo, te voy a decir algo: mientras sigas sentada en esa cama no podrás hacerla. Me voy abajo a poner la tetera. Tal vez cuando acabes con esto te apetezca bajar a probar un trozo de la tarta de manzana que he traído de la península. Con un poco de suerte, puede ser que le añada una cucharadita de helado de vainilla.

—De acuerdo —respondí.

Me daba vueltas la cabeza y sólo podía estar segura de que un trozo de tarta de la pastelería de Jonesport parecía lo más oportuno. Por primera vez en cuatro semanas estaba hambrienta. Al menos, descargar el peso de mi pecho me había servido para eso.

Vera llegó hasta la puerta y se volvió para mirarme.

—No me das ninguna pena, Dolores. Cuando te casaste con él no me dijiste que estabas embarazada, pero no hacía falta: incluso una nulidad para las matemáticas como yo puede sumar y restar. ¿De cuánto estabas? ¿De tres meses?

—Seis semanas —respondí. Mi voz había vuelto al susurro—. Selena vino un poquito pronto.

Vera asintió.

—¿Y qué suele hacer una niñita convencional de la isla cuando se da cuenta de que le han hinchado el bombo? Lo obvio, por supuesto… Pero las que se casan corriendo luego se arrepienten, como habrás descubierto. Lástima que tu santa madre no te enseñara ese refrán al mismo tiempo que el de cada oveja con su pareja y quien no tiene cabeza ha de tener pies. Pero te voy a decir una cosa, Dolores: deshidratarte por los ojos con el delantal sobre la cara no salvará la doncellez de tu hija si esa vaca apestosa piensa realmente robársela; ni el dinero de tus niños si realmente piensa gastárselo. Pero a veces los hombres, sobre todo los que beben, sufren accidentes. Se caen por las escaleras, resbalan en las bañeras y a veces les fallan los frenos y se estampan con el BMW contra los robles cuando vuelven a casa a toda velocidad del apartamento de su amante en Arlington Heights.

Luego salió y cerró la puerta. Hice la cama y mientras tanto pensé en lo que me había dicho… lo de que a veces también puede ser genial que un hombre malo sufra un mal accidente.

Empecé a ver lo que siempre había estado ante mí; lo que habría visto antes si mi mente no hubiera estado revoloteando, presa del pánico como un gorrión en un desván.

Cuando nos tomamos la tarta y acompañé a Vera arriba para que hiciese la siesta, las posibilidades estaban claras en mi mente. Quería librarme de Joe, quería recuperar el dinero de los niños y, sobre todo, quería que pagara por todo lo que nos había hecho pasar, especialmente a Selena. Si el hijo de puta tenía un accidente —la clase de accidente adecuada— todo eso ocurriría. El dinero que no podía conseguir mientras él viviera me vendría con su muerte. Se las había arreglado para quedarse con el dinero, pero no llegaría a desheredarme. No era cuestión de inteligencia —su forma de conseguir el dinero me demostraba que su cerebro merecía más crédito del que yo le había dado—, sino de cómo funcionaba su cabeza. Estoy segura de que en el fondo Joe St. George pensaba que no moriría jamás.

Y, como legítima esposa, yo me lo quedaría todo.

Aquella tarde, cuando abandoné Pinewood, había cesado de llover y volví a casa caminando despacio. No estaba aún a medio camino cuando empecé a pensar en el viejo pozo de detrás del cobertizo.

La casa estaba vacía cuando llegué: los chicos habían salido a jugar y Selena había dejado una nota para avisar que estaba en casa de la señora Devereaux, ayudando con la colada… En aquella época se ocupaba de todas las sábanas del Hotel Harborside, fíjate. No tenía la menor idea de dónde estaba Joe, y me traía sin cuidado. Lo importante era que su camión no estaba allí y, como llevaba el tubo de escape colgado de una cuerda, me daría cuenta a tiempo cuando volviese.

Me quedé un rato mirando la nota de Selena. Tiene gracia, las cosas que acaban por empujar a una persona para que se decida, que la llevan de pensar que podría hacerlo a pensar que tal vez lo haga y, finalmente, a pensar que lo hará, por decirlo de alguna manera. Ni siquiera ahora estoy segura de que pensara realmente matar a Joe aquel día cuando volví de casa de Vera Donovan.

Pensaba revisar el pozo, sí, pero eso podía no haber sido más que un juego, como los críos juegan al ¿te imaginas que…? Si Selena no hubiera dejado aquella nota… Y no importa cómo acabe esto, Andy, Selena no debe saberlo nunca.

La nota decía algo así: «Mami: he ido a casa de la señora Devereaux con Cindy Babcock para ayudar con la colada del hotel. Este fin de semana han tenido más gente de la que esperaban y ya sabes lo mal que está la señora D. de la artritis. La pobre parecía no saber qué hacer cuando ha llamado. Volveré para ayudarte a hacer la cena. Te quiero. Un beso, Sel».

Sabía que Selena volvería con poco más de cinco o siete dólares, pero feliz como una golondrina por habérselos ganado. Estaría encantada de volver si la señora Devereaux o Cindy la llamaban otra vez, y si le ofrecían un trabajo como criada a media jornada en el hotel al verano siguiente lo más probable era que intentara convencerme para que le diera permiso. Porque el dinero es lo que es y en aquellos tiempos, en la isla, ir haciendo apaños era todavía el modo de vida más común, y costaba mucho conseguir dinero. La señora Devereaux volvería a llamar y estaría encantada de escribir una recomendación para el hotel si Selena se lo pedía, porque Selena era una buena trabajadora, no le daba miedo doblar el espinazo o ensuciarse las manos.

En otras palabras, era como yo cuando tenía su edad. Y mira cómo me he quedado: una fregona más con una cojera permanente al caminar y un bote de calmantes para el dolor de espalda siempre presente en el botiquín. A Selena nada de eso le parecía mal, pero acababa de cumplir los quince años, y a esa edad una niña no reconocería un lobo ni aunque estuviera a punto de morderla. Releí la nota una y otra vez y pensé: a cascarla por ahí, no quiero que acabe como yo, vieja y casi gastada a los treinta y cinco. No pasará por eso aunque yo tenga que morir para evitarlo. Pero ¿sabes una cosa, Andy? No creía que hiciera falta llegar a tanto. Creía que tal vez en aquella casa la única muerte necesaria fuera la de Joe.

Dejé la nota en la mesa, volví a abrocharme el impermeable y me puse las botas de lluvia.

Luego caminé hacia la parte trasera y me quedé junto a la piedra grande y blanca en la que Selena y yo nos habíamos sentado aquella noche, cuando le dije que no debía temer más a Joe y que éste había prometido dejarla en paz. Aunque había parado de llover, oí cómo el agua se filtraba entre los matorrales de zarzamoras por detrás de la casa y vi las gotas que pendían de las ramas desnudas. Parecían los pendientes de lágrimas de diamante de Vera Donovan, aunque no tan grandes.

Aquel matorral cubría más de medio acre y cuando conseguí abrirme camino agradecí llevar el impermeable y las botas altas. El agua era lo de menos: aquellas zarzas eran asesinas. A finales de los cuarenta, en aquel espacio había flores y césped y el pozo estaba al lado, cerca del cobertizo.

Pero unos seis años después de que Joe y yo nos casáramos y nos instaláramos en la casa —que Joe había heredado del tío Freddy—, el pozo se secó. Joe consiguió que Peter Doyon viniera a cavar uno nuevo en el lado oeste de la casa. Desde entonces, no hemos tenido ningún problema con el agua.

Desde que dejamos de usar el pozo viejo, en el medio acre que quedaba tras el cobertizo empezaron a crecer aquellos matorrales de zarzamoras salvajes que llegan a la altura del pecho.

Las espinas rasgaban el impermeable y tiraban de él mientras yo caminaba de un lado a otro en busca de la tapa de madera del pozo viejo. Cuando ya llevaba tres o cuatro cortes en las manos, decidí cubrírmelas con las mangas.

Al final, estuve a punto de encontrar el maldito pozo cayendo en él. Di un paso sobre algo que era a la vez ligero y esponjoso, sonó un crujido bajo mi pie y me eché atrás justo antes de que cediera la tabla que acababa de pisar. Con un poco de mala suerte hubiera caído hacia delante y probablemente se hubiera derrumbado todo el soporte. Menudo gozo, el conejo está en el pozo.

Me puse de rodillas, manteniendo una mano delante de la cara para que las zarzas no me arañaran las mejillas o me sacaran los ojos, y eché un buen vistazo.

La boca medía aproximadamente metro veinte de ancho por metro cincuenta de largo. Todas las tablas estaban blancas, deformadas y podridas. Empujé una con la mano y fue como si tocara un palo de regaliz. La tabla que acababa de pisar estaba combada y vi que asomaban las astillas levantadas por mi pisotón. Desde luego, yo hubiera caído, y en esa época pesaba cerca de cincuenta y cinco kilos. Joe pesaba al menos veinticinco kilos más. Llevaba un pañuelo en el bolsillo. Lo até alrededor de un arbusto en el lado orientado al cobertizo para poderlo encontrar si en alguna ocasión me corría prisa. Luego volví a casa. Esa noche dormí como una marmota y no tuve pesadillas por primera vez desde que descubriera gracias a Selena lo que su Papá Príncipe Azul había intentado con ella.

Eso era a finales de noviembre y durante un tiempo no quise hacer nada. Supongo que no hace falta que os diga la razón, pero lo haré de todos modos: si hubiera ocurrido cualquier cosa demasiado pronto tras nuestra conversación en el ferry, Selena podría fijar su mirada en mí. No quería que eso sucediera, porque una parte de ella todavía lo amaba y probablemente seguiría amándolo, y porque temía lo que ella pudiera sentir sólo con sospechar lo que hubiera ocurrido. Lo que pudiera sentir sobre mí, claro —supongo que no hace falta decirlo—. Pero aún me daba más miedo pensar cómo se sentiría consigo misma. A ese respecto… bueno, ahora no importa. Ya llegaré, supongo. Probablemente antes de lo que deseo.

De modo que dejé pasar el tiempo, aunque eso siempre es lo que más me cuesta una vez que me decido. Aún así, los días se convirtieron en semanas, como siempre. De vez en cuando le preguntaba a Selena por su padre: «¿Papá se está portando bien?», le decía, y las dos entendíamos cuál era la verdadera pregunta. Siempre contestaba que sí, lo cual me aliviaba porque si Joe volvía a empezar tendría que librarme de él a la primera y asumir el riesgo. O las consecuencias.

Cuando pasó la Navidad y llegó 1963, tuve otros motivos de preocupación. Uno era el dinero: cada mañana me levantaba pensando que aquel mismo día él empezaría a gastárselo.

¿Cómo no iba a preocuparme? Se había gastado los primeros trescientos de inmediato y no había manera de evitar que fuera dilapidando el resto mientras yo dejaba pasar el tiempo. No os quiero ni contar cuántas veces busqué las libretas que le habrían dado al abrir su cuenta nueva con aquella pasta, pero nunca las encontré. O sea que sólo podía vigilar a ver si llegaba a casa con una cadena nueva o con un reloj caro en la muñeca y esperar que no hubiera perdido ya una parte, o todo, en alguna de las partidas de póquer con fuertes apuestas a las que afirmaba asistir cada fin de semana en Ellsworth y en Bangor. Nunca en toda mi vida me había sentido tan desesperada.

Además estaba la cuestión de cuándo y cómo lo iba a hacer… si al final tenía el ánimo de hacerlo, claro. La idea de usar el viejo pozo como trampa era válida hasta donde llegaba: el problema era que no llegaba demasiado lejos. Si moría limpiamente, como en la tele, todo saldría bien. Pero incluso hace treinta años yo tenía mundo suficiente como para saber que las cosas casi nunca son como en la tele.

¿Y si después de caer se ponía a gritar, por ejemplo? La isla no estaba tan urbanizada como ahora, pero aun así teníamos tres vecinos a lo largo de esa zona de East Lane: los Caron, los Langill y los Jolander. Tal vez no oyeran los gritos procedentes de los matorrales de zarzamoras de detrás de casa, pero tal vez sí los oyeran… Sobre todo si el viento era fuerte y soplaba en la dirección adecuada. Y no sólo eso. Como conecta el pueblo con el cabo, East Lane podía estar muy concurrida. A todas horas pasaban camiones y coches por delante de casa: no tantos como ahora, pero sí los suficientes para preocupar a una mujer que estuviera pensando en lo que yo pensaba.

Cuando ya casi había decidido no usar el pozo para cargármelo, que era demasiado arriesgado, llegó la respuesta. También esta vez fue Vera quien me la dio, aunque creo que ni ella misma lo sabía.

Fijaos, estaba fascinada por el eclipse. Pasó casi toda la temporada en la isla y, a medida que el invierno tocaba a su fin, cada semana enganchaba un artículo nuevo en el tablón. Al empezar la primavera, con sus vientos fuertes y sus frías tempestades, aún pasaba más tiempo aquí y los artículos nuevos aparecían casi cada dos días. Había recortes de los periódicos locales, otros de periódicos de lejos como el Globe y el Times de Nueva York, y de revistas como Scientific American. Se emocionaba porque estaba segura de que el eclipse llevaría por fin a Donald y Helga de vuelta a Pinewood —me lo repetía una y otra vez—, pero también se emocionaba por sí misma. A mediados de mayo, cuando por fin el clima se volvió más cálido, ya estaba instalada aquí por completo. Ni siquiera hablaba de Baltimore. Sólo hablaba del jodido eclipse. Tenía cuatro cámaras —y no estamos hablando de las Brownie Starflashes— en el armario de la entrada, tres de ellas ya montadas en sus trípodes. Tenía ocho o nueve gafas de sol especiales, unas cajas abiertas hechas a propósito que ella llamaba «visores de eclipse», periscopios con espejos especiales tintados y yo qué sé qué más.

Entonces, hacia finales de mayo, entré y vi que el artículo enganchado en el tablón era del periódico local The Weekly Tide. EL HARBORSIDE SERÁ «CENTRO DEL ECLIPSE» PARA RESIDENTES Y VERANEANTES, decía el titular. La foto mostraba a Jimmy Gagnon y Harley Fox haciendo algún trabajo de carpintería en el tejado del hotel, que entonces era tan liso y amplio como ahora. Y… ¿sabéis qué? Sentí que algo se movía en mi interior, igual que me ocurriera al ver el primer artículo enganchado en aquel mismo lugar.

La noticia decía que los dueños del Harborside pensaban convertir el tejado del hotel en una especie de observatorio a cielo abierto el día del eclipse… Sólo que a mí me sonaba a negociete como siempre, aunque con etiqueta diferente. Decían que estaban preparando una renovación especial del tejado para la ocasión (la idea de que Jimmy Gagnon y Harley Fox renueven algo es bastante divertida, si una se para a pensarlo) y esperaban vender trescientas cincuenta entradas especiales para el eclipse. Primero reservarían los veraneantes. Luego, los de todo el año. El precio en realidad era razonable —dos dólares por persona—, pero por supuesto pensaban montar una barra y servir comidas, y ahí es donde los hoteles siempre timan a la gente. Sobre todo en la barra.

Aún estaba leyendo el artículo cuando entró Vera. No la oí llegar, así que cuando habló pegué un bote de medio metro.

—Bueno, Dolores. ¿Dónde será? ¿En el tejado del Harborside o en el Island Princess?

—¿Qué pasa en el Island Princess? —pregunté.

—Lo he alquilado para la tarde del eclipse.

—¡No puede ser! —exclamé.

Pero al instante siguiente supe que sí era: Vera no valía para hablar por hablar, ni para soltar fantasmadas. Aún así, la mera idea de que hubiera alquilado un ferry tan grande como el Princess me quitaba la respiración.

—Lo he alquilado —repitió—. Me ha costado un riñón y parte del otro, Dolores, sobre todo para pagar el ferry que sustituirá al Princess en su ruta durante ese día, pero no te quepa duda de que lo he hecho. Y si vienes en mi excursión, la casa pagará las bebidas. —Luego, mirándome por debajo de las pestañas, añadió—: Eso debería interesarle a tu marido, ¿no crees?

—Por Dios. ¿Para qué has alquilado ese maldito ferry, Vera? —Su nombre de pila todavía sonaba extraño en mi boca, pero ya me había dejado claro que no bromeaba; no pensaba permitirme que volviera al «señora Donovan», por mucho que quisiera. Y a veces quería—. O sea, ya sé que estás muy emocionada con el eclipse y todo eso, pero podrías montar una excursión en un barco casi igual de grande en Vinalhaven y probablemente te costaría la mitad.

Se encogió de hombros levemente y al mismo tiempo se echó el pelo hacia atrás. Era la mejor expresión de su mirada «Bésame-Las-Nalgas».

—Lo he alquilado porque estoy enamorada de esa vieja puta rechoncha. La isla de Little Tall es mi lugar favorito en el mundo. ¿Lo sabías, Dolores?

La verdad es que sí lo sabía, de modo que asentí con un gesto.

—Claro que lo sabes. Y el barco que casi siempre me ha traído aquí es el Princess: el gracioso, gordo y tambaleante Princess. Me han dicho que caben cuatrocientas personas con comodidad y seguridad, cincuenta más que en el tejado del hotel, y estoy dispuesta a aceptar a cualquiera que desee venir conmigo y con los chicos. —Entonces sonrió y aquella sonrisa no estuvo mal: era la de una chica que se contenta con estar viva—. Y… ¿sabes una cosa, Dolores? —me preguntó.

—No —contesté—. Estoy desconcertada.

—No tendrás que hacer reverencias a nadie si… —Se paró y me dirigió una mirada rarísima—. Dolores, ¿estás bien?

Pero yo no podía responder. La imagen más horrorosa y más bella a la vez había cruzado mi mente. Había visto el enorme tejado del Hotel Harborside lleno de gente apelotonada con el cuello hacia atrás; y había visto el Princess paralizado a mitad de camino entre la isla y la península, con las cubiertas también plagadas de gente que miraba hacia arriba, y por encima de él pendía un gran círculo negro rodeado de fuego en un cielo lleno de estrellas en pleno día. Se trataba de una imagen escalofriante, como para resucitar a un muerto, pero lo que había paralizado mis entrañas no era eso. Era el pensar en el resto de la isla.

—¿Dolores? —insistió, al tiempo que apoyaba una mano en mi hombro—. ¿Te ha entrado un sofoco? ¿Te sientes débil? Ven a sentarte en la mesa, te traeré un vaso de agua.

No tenía un sofoco, pero de repente sí me sentía débil, de modo que fui a donde ella quería y me senté… Sólo que mis rodillas parecían de goma y casi me desplomo sobre la silla. Vi que Vera iba a buscar agua y pensé en algo que ella misma había dicho en el noviembre anterior, que incluso una nulidad para las matemáticas como ella podía sumar y restar. Bueno, incluso una como yo podía sumar trescientos cincuenta en el tejado del hotel y cuatrocientos más en el Island Princess y sacar setecientos cincuenta. No eran todos los que habría en la isla a mediados de julio, pero era una cojonuda mayoría, por el amor de Dios. Imaginé que el resto estarían instalando nasas o viendo el eclipse desde las playas o los muelles.

Vera me trajo el agua y me la bebí de un trago. Se sentó frente a mí con cara de preocupación.

—¿Estás bien, Dolores? ¿Necesitas tumbarte?

—No —contesté—. Simplemente me he sentido un poco rara durante unos segundos.

Era cierto. Supongo que cualquiera se sentiría rara al saber de repente qué día piensa matar a su marido.

Unas tres horas más tarde, con la colada recogida, la compra hecha y los alimentos recogidos y las alfombras aspiradas, y tras dejar una pequeña cacerola en la nevera para su cena solitaria (tal vez compartiera la cama con el mayordomo de vez en cuando, pero nunca la vi compartir la mesa con él), estaba ya recogiendo mis cosas para irme. Vera estaba sentada a la mesa de la cocina, rellenando el crucigrama del periódico.

—Piensa en lo de venir en el barco con nosotros el veinte de julio, Dolores —me dijo—. Será mucho más agradable en plena mar que en ese tejado ardiente, créeme.

—Gracias, Vera —respondí—, pero si tengo el día libre no creo que vaya ni a un sitio ni al otro. Lo más probable es que me quede en casa.

—¿Te ofendería si te dijera que suena muy aburrido?

¿Desde cuándo te preocupa ofender a los demás, putón verbenero?, quise responder, aunque por supuesto no lo hice. Además, me había parecido que se preocupaba de verdad cuando estuve a punto de desmayarme, aunque tal vez fuera por miedo a que me sangrara la nariz y le manchara el suelo de la cocina, que yo misma había encerado el día anterior.

—No. Soy así, Vera. Aburrida como una ostra.

Me dirigió una mirada divertida.

—¿De verdad? A veces creo que sí… A veces tengo mis dudas.

Me despedí y me fui a casa dándole vueltas y vueltas a la idea que se me había ocurrido, buscando posibles fallos. No encontré ninguno. Sólo dudas… y las dudas forman parte de la vida, ¿no? La mala suerte siempre está a mano pero si la gente se preocupara demasiado por eso nadie haría nada. Además, pensaba, si las cosas van mal siempre puedo librarme llorando. Tengo esa salida prácticamente hasta el final.

Transcurrió mayo, llegó y pasó el Memorial Day y empezaron las vacaciones de verano. Me dispuse a contrariar a Selena si venía a darme la paliza para trabajar en el Harborside, pero pasó algo maravilloso. El reverendo Huff, que entonces era el pastor metodista, vino a hablar con Joe y conmigo. Explicó que el campamento de la iglesia metodista de Winthrop tenía plazas para dos monitores que tuvieran buenas notas en natación. Bueno, tanto Selena como Tanya Caron nadaban como los peces y Huffy lo sabía, o sea que, para abreviar esta historia, os diré que Melissa Caron y yo despedimos a nuestras hijas en el ferry la semana siguiente al final de la escuela: ellas agitaban las manos desde el barco y nosotras desde el muelle y las cuatro llorábamos como tontas. Selena llevaba un bonito vestido rosa para el viaje y por primera vez vi con claridad a la mujer que acabaría siendo. Casi me partió el corazón y todavía hoy me duele. ¿Alguno de vosotros tiene un pañuelo de papel, por casualidad?

Gracias, Nancy. Muchas gracias. ¿Por dónde iba?

Ah, sí.

Ya me había ocupado de Selena. Quedaban los chicos. Conseguí que Joe llamara a su hermana de New Gloucester y le pidiera que ella y su marido se los quedaran durante las tres últimas semanas de julio y la primera de agosto, porque nosotros nos habíamos hecho cargo de sus dos diablillos durante uno o dos meses de verano más de una vez cuando eran jóvenes. Pensé que a Joe le molestaría separarse de Pete, pero no fue así: pensaría en lo tranquila que se iba a quedar la casa sin los tres hijos y le gustaría la idea.

Alicia Forbert —ése es el nombre de casada de su hermana— dijo que les encantaría quedarse con los chicos. Me imaginé que a Jack Forbert probablemente le haría menos gracia que a ella, pero de eso ya se encargaría la propia Alicia, de modo que no había ningún problema. Al menos en ese aspecto.

El problema era que ni a Joe junior ni a Little Pete les apetecía demasiado irse. En realidad, no los culpo: los chicos de los Forbert eran dos adolescentes y no tendrían demasiado tiempo para dedicarse a dos conejillos como ellos. Sin embargo, no estaba dispuesta a permitir que eso me detuviera: no podía permitirlo. Al final, me puse cabezona y los convencí. Joe junior resultó ser el más tozudo de los dos. Al fin me lo llevé aparte y le dije: «Plantéatelo como un descanso de tu padre». Eso lo convenció más que cualquier otro argumento, lo cual es muy triste si te pones a pensarlo, ¿no?

En cuanto hube organizado el viaje de los niños para mitad del verano ya no me quedó más que esperar a que se fueran, y creo que al final estaban encantados de irse. Joe había bebido mucho desde el Cuatro de julio y creo que ni siquiera al pequeño Pete le resultaba demasiado agradable su compañía.

A mí no me sorprendía que bebiera: yo misma le ayudaba. La primera vez que abrió el armario de debajo del fregadero y vio una botella por estrenar esperándole, le pareció extraño.

Recuerdo que me preguntó si se me había cruzado un cable. Sin embargo, luego no hizo más preguntas. ¿Por qué iba a hacerlas? Desde el Cuatro hasta que murió, Joe St. George estuvo cocido del todo la mitad del tiempo y medio cocido la otra mitad. Y un hombre en esas condiciones no tarda mucho en considerar su buena suerte como un derecho constitucional… Especialmente un hombre como Joe.

A mí me parecía genial, aunque a partir del día Cuatro —la semana antes de que se fueran los chicos y más o menos una semana después— no fue exactamente agradable, pero da lo mismo. Al irme a casa de Vera, a las siete de la mañana, lo dejaba acostado a un lado de la cama, apestoso como un pedazo de queso podrido, roncando y con todo el pelo alborotado y de punta. Volvía a las dos o las tres y me lo encontraba apalancado en el porche trasero que teníamos entonces (donde había instalado su asquerosa mecedora), con el American en una mano y la segunda o tercera copa del día en la otra. Nunca tenía compañía para ayudarle con el whisky: mi Joe no era lo que se llama un alma generosa.

Durante el mes de julio, casi cada día salía algún artículo sobre el eclipse en la primera plana del American, pero creo que —por mucho que leyera el periódico— Joe no tenía la más remota idea de que algo extraordinario fuera a ocurrir más adelante aquel mismo mes. Esas cosas le importaban un carajo, ya veis. A Joe le preocupaban los comunistas y los luchadores por la libertad (a los que llamaba «perros negracos») y el maldito braguetero católico que ocupaba la Casa Blanca. Si hubiera sabido lo que le iba a pasar a Kennedy cuatro meses después creo que casi habría muerto feliz, mira si era bruto.

Yo me sentaba con él de todas formas y le escuchaba enrollarse sobre cualquier tema que encontrase en el periódico del día. Quería que se acostumbrara a tenerme a su lado al llegar a casa, pero mentiría si te dijera que fue un trabajo fácil. El hecho de que bebiera tanto me habría importado la mitad si al menos hubiese sido un buen bebedor. Algunos hombres lo son, ya lo sé; pero Joe no lo era. Al beber le salía la mujer que llevaba dentro. Y la mujer de Joe siempre estaba en los dos jodidos días anteriores al período.

Sin embargo, a medida que se acercaba el gran día, salir de casa de Vera empezó a suponer un alivio, por mucho que en casa sólo me esperase mi marido borracho y maloliente. Vera se había pasado todo julio armando bullicio, farfullando sobre cualquier cosa, repasando y volviendo a repasar su plan para el eclipse y llamando por teléfono: durante la última semana de junio por lo menos había llamado al servicio de catering de la excursión en ferry dos veces cada día, y eso era sólo uno más de sus apuntes en la agenda diaria.

Yo tuve a seis chicas trabajando conmigo en junio y a ocho a partir del Cuatro de julio: fue la ocasión en que Vera contrató a más gente, tanto antes como después de la muerte de su marido.

Fregamos la casa de arriba abajo hasta que brillaron los suelos, e hicimos todas las camas. Por Dios, añadimos camas plegables en el terrado y en el porche de la segunda planta. Esperaba que por lo menos se quedaran a dormir una docena de invitados durante el fin de semana del eclipse, tal vez hasta un máximo de veinte. El día se le quedaba corto e iba corriendo a todas partes como una moto, pero estaba feliz.

Luego, más o menos cuando envié a los chicos con su tía Alicia y el tío Jack —sería hacia el diez o el once de julio, todavía una semana antes del eclipse—, su buen humor desapareció.

¿Desapareció? Joder, no. No fue eso. Estalló como un globo pinchado por una aguja. Un día revoloteaba como una avioneta; al siguiente apretaba las comisuras de la boca y se le ponía en los ojos aquella mirada malvada y alocada que tantas veces le había visto desde que empezara a pasar tanto tiempo sola en la isla. Aquel día despidió a dos chicas: una por apoyarse en un cojín mientras limpiaba las ventanas del recibidor y la otra por reírse en la cocina con uno de los hombres que preparaban la fiesta. Ésa fue especialmente desagradable porque la chica se puso a llorar. Le explicó a Vera que conocía a aquel joven del instituto y que no lo había visto desde entonces y que sólo estaban recordando viejos tiempos. Le pidió perdón y le suplicó que no la echara. Dijo que su madre se cabrearía como una mona si ella perdía el trabajo.

Vera no se inmutó.

—Míralo por su lado bueno, querida —dijo con su voz más cabrona—. Tal vez se enfade tu madre, pero tendrás mucho tiempo para hablar de lo mucho que te divertías en el maravilloso Instituto de Jonesport.

La chica —era Sandra Mulcahey— bajó por el camino de entrada con la cabeza gacha, sollozando como si se le fuera a partir el corazón. Vera se quedó en el vestíbulo, un poco agachada para poderla ver por la ventana que quedaba junto a la puerta delantera. Cuando la vi en esa postura, me costó retener la pierna para no darle una patada en el culo, pero también sentí cierta pena. No costaba demasiado imaginar la causa de su cambio de humor, y tardé poco en confirmarlo. Sus hijos no pensaban venir a ver el eclipse con ella, por mucho ferry que alquilase.

Tal vez fuera sólo porque tenían otros planes, como suele ocurrir con los hijos, que no piensan en los sentimientos de sus padres. Pero supuse que fuera cual fuese el problema que habían tenido en el pasado seguía sin solucionarse.

El humor de Vera mejoró al llegar los primeros invitados, alrededor del dieciséis o el diecisiete, pero aun así yo me quedaba encantada cada día al abandonar su casa. El martes dieciocho despidió a otra chica: esta vez fue Karen Jolander. Su gran delito fue tirar un plato que, para empezar, ya estaba desportillado. Karen no lloraba al bajar por el camino, pero se notaba que simplemente se estaba aguantando hasta que llegara a la primera colina para largar el llanto.

Bueno, pues yo fui e hice algo estúpido, aunque habéis de recordar que yo misma estaba bastante nerviosa entonces. Al menos aguanté hasta que Karen estuvo fuera de la vista, pero enseguida me fui en busca de Vera. La encontré en el jardín trasero. Se había encajado el sombrero de paja con tanta fuerza que el ala le tocaba las orejas y pegaba cada tijeretazo con la podadora que parecía más Madam Dufarge cortando cabezas que Vera Donovan cortando flores para el recibidor y el comedor.

Me encaminé directamente hacia ella y dije:

—Menuda cabrona, despedir así a esa chica.

Se levantó y me dirigió su más arrogante mirada de señora feudal.

—¿Eso crees? Me encanta conocer tu opinión, Dolores. Ya sabes que la respeto mucho; cada noche, al acostarme, me quedo tumbada en la oscuridad repasando el día y repitiendo la misma pregunta ante cada suceso que pasa por mi mente: «¿Qué hubiera hecho Dolores St. George?».

Bueno, eso me cabreó más que nada.

—Yo le diré una cosa que Dolores Claiborne nunca hace —contesté—. Cargárselas a los demás cuando está enfadada o disgustada por algo. Supongo que no soy tan cabronaza como para hacer algo así.

Se le quedó la boca abierta, como si alguien hubiera soltado los remaches que mantenían firme la mandíbula. Estoy segura de que ésa era la primera vez que la sorprendía. Y me marché a toda prisa, antes de que se diera cuenta de lo asustada que estaba. Al llegar a la cocina, me temblaban tanto las piernas que me tuve que sentar y pensé:

«Estás loca, Dolores, mira que tirarle de la cola de esa manera…». Me levanté lo suficiente para fisgonear desde la ventana de encima del fregadero, pero estaba de espaldas a mí y seguía dándole a la podadora con todas sus fuerzas: las rosas caían en la cesta como soldados muertos con la cabeza ensangrentada.

Aquella tarde, estaba a punto de irme a casa cuando apareció ella por detrás y me dijo que esperara un momento, que quería hablar conmigo. Sentí que el corazón se me hundía hasta los zapatos. No me cabía le menor duda de que me había llegado la hora: me diría que ya no necesitaba mis servicios, me daría una última mirada de las de «Bésame-Las-Nalgas» y luego me despediría calle abajo, esta vez para siempre. Parece que hubiera de suponer un alivio librarme de ella y supongo que hasta cierto punto habría sido así. Pero no dejé de sentir un dolor en el corazón.

Tenía treinta y seis años, llevaba desde los dieciséis trabajando mucho y nunca nadie me había despedido. Tanto da, hay una serie de cabronadas de mierda que una tiene que aguantar, así que cuando me di la vuelta para mirarla estaba preparándome con todas mis fuerzas para aguantar lo que fuera.

Sin embargo, al ver su cara supe que no había venido a despedirme. Todo el maquillaje que llevaba aquella mañana había desaparecido y por la hinchazón de sus ojos me di cuenta de que o bien había echado una cabezada o bien había estado llorando en su habitación. Llevaba una bolsa marrón de papel en las manos y casi me la tiró.

—Toma.

—¿Qué es? —le pregunté.

—Dos visores de eclipse y dos cajas reflectoras —explicó—. He pensado que a ti y a Joe os gustarían. Resulta que me… —Ahí se detuvo y tosió, tapándose la boca con el pañuelo cerrado antes de mirarme a los ojos de nuevo. Algo que admiraba en ella, Andy, era que daba lo mismo qué te dijera y lo mucho que le costara decírtelo: siempre te miraba a los ojos—. Resulta que me sobran dos de cada —terminó.

—Ah —contesté—. Lo siento mucho.

Rechazó mi respuesta con un gesto, como si se tratara de una mosca, y luego me preguntó si había cambiado de opinión respecto a la posibilidad de acompañarla en el ferry.

—No —respondí—. Supongo que me instalaré en la barandilla del porche y lo veré desde allí con Joe. O, si se comporta como un bárbaro, bajaré a East Head.

—Ahora que hablas de bárbaros —me interrumpió sin dejar de mirarme—, quiero pedir perdón por lo de esta mañana… y pedirte si puedes llamar a Mabel Jolander y decirle que he cambiado de idea.

Tuvo que echarle huevos para decir eso, Andy. Tú no la conocías tanto como yo, o sea que tendrás que aceptar mi palabra, pero te aseguro que tuvo que echarle huevos. Cuando se trataba de pedir perdón, Vera Donovan era una abstemia total.

—Claro que lo haré —respondí con amabilidad. Estuve a punto de alargar el brazo y tocarle una mano, pero al fin no lo hice—. Sólo que se trata de Karen, no de Mabel. Mabel trabajó aquí hace seis o siete años. Ahora está en New Hampshire y dice su madre que trabaja en la compañía telefónica y que le va muy bien.

—Pues Karen. Pídele que vuelva. Dile sólo que he cambiado de idea, Dolores, ni una palabra más. ¿Entendido?

—Sí. Y gracias por las cosas para el eclipse. Estoy segura de que nos irán bien.

—De nada —contestó. Abrí la puerta para salir y Vera volvió a hablar—. ¿Dolores?

La miré por encima del hombro y ella asintió con un gesto divertido, como quien sabe cosas que no tiene por qué saber.

—A veces hay que ser un pedazo de cabrona para sobrevivir. A veces ser una cabrona es lo único a lo que una mujer puede aferrarse.

Y entonces me cerró la puerta en las narices… pero con suavidad. Sin dar un portazo.

Bueno, ya llegamos al día del eclipse y si os he de contar lo que ocurrió —todo lo que ocurrió—, no lo haré a palo seco. Llevo casi dos malditas horas hablando, reloj en mano. En ese rato cualquiera se queda sin combustible, y aún me queda mucho para acabar. Así que te propongo una cosa, Andy: o sacas un trago del Jim Beam que guardas en el cajón de tu escritorio o lo dejamos hasta mañana. ¿Qué te parece?

Así, gracias. Chico, mira que sienta bien. No, guárdalo. Con uno espabilamos el motor; con dos, se podrían atascar las tuberías.

De acuerdo, vamos allá.

La noche del diecinueve me acosté tan preocupada que casi me dolía el estómago, porque la radio decía que era muy probable que lloviera. Había estado tan ocupada planificando lo que haría y reuniendo valor para hacerlo que ni se me había pasado por la mente la posibilidad de que lloviera. Me voy a pasar la noche dando vueltas, pensé al acostarme. No, Dolores, no lo harás, y te diré por qué: no puedes hacer absolutamente nada con el clima, y además da lo mismo. Sabes que te lo piensas cargar aunque llueva a cántaros todo el día. Ya has llegado demasiado lejos para detenerte ahora. Todo eso lo sabía de sobras, de modo que cerré los ojos y me apagué como una lámpara.

El sábado —el veinte de julio de 1963—, amaneció lleno de nubes y niebla. Según la radio, lo más probable era que al final no lloviera, salvo alguna tormenta de verano a última hora de la tarde, pero las nubes permanecerían durante todo el día y la probabilidad de que las comunidades costeras llegaran a ver el eclipse era del cincuenta por ciento.

De todas formas, fue como si me quitara un gran peso de encima. Cuando fui a casa de Vera a ayudar con el gran almuerzo que había preparado, tenía la mente tranquila y había dejado atrás mis preocupaciones. No importaba que estuviera nublado; ni siquiera que lloviera de vez en cuando. Mientras no cayera un buen chaparrón, los del hotel estarían en el tejado y los de Vera en pleno mar, todos esperando que se abriera en el cielo nublado el hueco suficiente para ver aquello que no se iba a repetir en todas sus vidas… Al menos, no en Maine. La esperanza es una poderosa fuerza de la naturaleza humana: nadie lo sabe mejor que yo.

Según recuerdo, al final Vera tuvo dieciocho invitados en casa la noche del viernes, pero ya eran más en el almuerzo del sábado por la mañana: unos treinta o cuarenta, diría yo. Los demás que irían con ella en el barco (y casi todos eran de la isla, no visitantes) empezarían a reunirse en el muelle del pueblo hacia la una y el Princess debía de estar listo para zarpar a las dos. Cuando empezara el eclipse —hacia las cuatro y media— probablemente ya se habrían acabado los dos o tres primeros bidones de cerveza.

Esperaba encontrar a Vera nerviosa y a punto de despellejarse, pero a veces creo que se empeñaba en sorprenderme. Llevaba una ropa inflada, roja y blanca, que parecía más una capa que un vestido —creo que se llama un caftán— y se había echado el pelo hacia atrás con una simple cola de caballo que no tenía nada que ver con aquellos peinados de veinte pavos que solía llevar en esa época.

Iba dando vueltas a la mesa del buffet que había preparado en el patio trasero, detrás del rosal, charlando y riendo con sus amigos —casi todos de Baltimore, a juzgar por su aspecto y su acento—, pero ese día estaba distinta de toda la semana anterior al eclipse. Recordad que os decía que revoloteaba como una avioneta. El día del eclipse parecía más una mariposa entre un montón de flores, y su risa no era tan aguda ni sonora.

Me vio salir con una bandeja de huevos escalfados y se acercó a darme instrucciones, pero no caminaba igual que los días anteriores —como si en realidad deseara correr— y la sonrisa no desapareció de su rostro. Pensé que a lo mejor estaba contenta y sólo se trataba de eso. Habría aceptado que no fueran sus hijos y habría decidido ser feliz de todos modos. Y nada más… Salvo que uno la conociera y supiera que era muy extraño que Vera Donovan estuviera feliz. Te diré una cosa, Andy: la seguí tratando durante unos trece años más, pero creo que nunca volví a verla feliz de verdad. Contenta sí, y resignada. Pero… ¿feliz? ¿Radiante y feliz como una mariposa paseándose por un campo de flores en una calurosa tarde de verano? Creo que no.

—Dolores —me llamó—. ¡Dolores Claiborne!

Hasta mucho después no me di cuenta de que me había llamado por mi nombre de soltera a pesar de que Joe seguía vivo y coleando aquella mañana, y nunca antes lo había hecho. Cuando por fin me di cuenta me entró un escalofrío de esos que se supone que a una le entran cuando un ganso pisa el lugar en el que habrá de ser enterrada algún día.

—Buenos días, Vera —saludé—. Lástima que haga un día tan gris.

Alzó la mirada al cielo, que estaba cargado de nubes bajas y húmedas de verano, y sonrió.

—El sol saldrá hacia las tres —anunció.

—Ni que lo hubiera encargado.

Era una broma, por supuesto, pero ella asintió con seriedad y dijo:

—Sí, es justo lo que he hecho. Ahora corre a la cocina, Dolores, y averigua por qué los estúpidos del catering aún no han sacado una cafetera nueva.

Me dispuse a hacer lo que me ordenaba, pero aún no había dado cuatro pasos en dirección a la cocina cuando me llamó igual que dos días antes para decirme aquello de que a veces una mujer tiene que ser una cabrona para sobrevivir. Me di la vuelta con la suposición de que me iba a repetir lo mismo. Pero no lo hizo. Se quedó plantada bajo la clara luz de la mañana con su bonito vestido rojo y blanco, con las manos en las caderas y la cola de caballo sobre el hombro, como si no tuviera más de veintiún años.

—¡El sol a las tres! —insistió—. Fíjate, a ver si me equivoco.

El buffet se acabó a las once y a mediodía la cocina quedó libre para mí y para las chicas, porque los del catering se habían trasladado al Island Princess para empezar a preparar el segundo acto. La propia Vera salió bastante tarde, hacia las doce y media, y se llevó ella misma a los tres o cuatro últimos invitados hasta el muelle en el viejo Ford Ranch familiar que siempre conservaba en la isla. Yo me quedé fregoteando hasta la una más o menos y luego le dije a Gail Lavesque, que era como mi mano derecha ese día, que me dolía la cabeza y estaba un poco mareada y que me iba a casa ahora que ya habíamos recogido lo peor. Al salir, Karen Jolander me dio un abrazo y las gracias. Otra vez estaba llorando. Juro por Dios que esa chica no paró de lloriquear en todo el tiempo que estuve tratándola.

—No sé qué te han contado, Karen —le advertí—, pero no tienes nada que agradecerme. Yo no hice absolutamente nada.

—Nadie me ha contado nada pero sé que fue usted, señora St. George. Nadie más se atreve a hablar con el viejo dragón.

Le di un beso en la mejilla y pensé que no tendría que preocuparse más mientras no rompiera ningún otro plato. Luego me fui a casa.

Recuerdo todo lo que ocurrió, Andy. Todo. Pero desde que salí del camino de casa de Vera hacia Center Drive es como si recordara algo que ocurriese en el más claro y realista de los sueños que hayas tenido en tu vida. No paraba de pensar: «Voy a casa a matar a mi marido, voy a matar a mi marido», como si pudiera grabármelo en la cabeza a base de insistencia, igual que uno graba una señal en un madero espeso, como los de teca o de caoba. Pero si lo pienso ahora creo que ya lo llevaba metido en la cabeza. El que no podía entenderlo era mi corazón.