Hasta que te duermas

1

Ese año no hubo globos ni mago en la fiesta de cumpleaños de Abra Stone. Cumplía quince.

En cambio hubo un vecindario zarandeado por la música rock que tronaba por los altavoces exteriores que Dave Stone —con la hábil ayuda de Billy Freeman— había instalado. Los adultos tomaron tarta, helado y café en la cocina de los Stone. Los chicos se adueñaron del salón de la planta baja y el jardín de atrás y, por el ruido, lo pasaron bomba. Empezaron a marcharse hacia las cinco de la tarde, pero Emma Deane, la amiga íntima de Abra, se quedó a cenar. Abra, radiante con una falda roja y una blusa campesina de hombros caídos, desbordaba jovialidad. Recibió la pulsera de dijes que Dan le regaló con una exclamación de sorpresa, lo abrazó y le dio un beso en la mejilla. Olía a perfume. Eso era una novedad.

Cuando Abra salió a acompañar a Emma a su casa, las dos charlando alegremente mientras iban andando por la acera, Lucy se inclinó hacia Dan. Fruncía los labios, arrugas nuevas le rodeaban los ojos y el cabello mostraba las primeras hebras grises. Abra parecía haber dejado atrás al Nudo Verdadero; Dan pensó que Lucy nunca lo haría.

—¿Hablarás con ella del asunto de los platos?

—Iré afuera a ver la puesta de sol sobre el río. Podrías enviármela a charlar conmigo un poco cuando vuelva de casa de los Deane.

Lucy se mostró aliviada, y a Dan le pareció que David también. Para ellos, su hija siempre sería un misterio. ¿Serviría de algo decirles que Abra siempre lo sería para él? Probablemente no.

—Buena suerte, jefe —le deseó Billy.

En el porche trasero, donde tiempo atrás Abra había yacido en un estado que no era de inconsciencia, John Dalton se le acercó.

—Me ofrecería a darte apoyo moral, pero creo que tienes que hacer esto solo.

—¿Has intentado hablar con ella?

—Sí, a petición de Lucy.

—¿Sin suerte?

John se encogió de hombros.

—Se cierra en banda.

—Yo también lo hacía —admitió Dan—. A su edad.

—Pero tú nunca rompiste un plato de la vitrina antigua de tu madre, ¿verdad?

—Mi madre nunca tuvo una vitrina —dijo Dan.

Caminó hasta el fondo del jardín en pendiente de los Stone y contempló el río Saco, que se había convertido, por cortesía del sol poniente, en una serpiente escarlata. Pronto las montañas devorarían los últimos rayos de sol y el río se teñiría de gris. Donde en otro tiempo se levantaba una valla de tela metálica para impedir las posibles exploraciones peligrosas de los niños pequeños, se extendía ahora una hilera de arbustos decorativos. David había desmontado la valla el octubre anterior, alegando que Abra y sus amigos ya no necesitaban su protección; todos sabían nadar como peces.

Pero, claro, existían otros peligros.

2

El agua se había desteñido adquiriendo un exiguo matiz rosado —cenizas de rosas— cuando Abra se reunió con él. A Dan no le hizo falta mirar atrás para saber que ella estaba allí ni para saber que se había puesto un suéter para cubrirse los hombros desnudos; en las noches de primavera en el centro de New Hampshire el aire se enfriaba rápido, incluso después de que la última amenaza de nieve hubiera pasado.

(me encanta mi pulsera Dan)

Ya casi siempre prescindía del «tío».

(me alegro)

—Quieren que hables conmigo de los platos —dijo ella. Las palabras habladas no poseían nada de la calidez que se había manifestado en sus pensamientos, y los pensamientos se habían esfumado. Tras el bonito y sincero agradecimiento, le había cerrado el acceso a su yo interior. Ahora se le daba bien, y mejoraba día a día—. ¿A que sí?

—¿Y tú quieres hablar de ello?

—Le dije que lo sentía. Le dije que no fue adrede. Pero me parece que no me cree.

(yo sí)

—Porque tú sabes. Ellos no.

Dan no dijo nada y se limitó a transmitir un único pensamiento:

(?)

—¡No me creen en nada! —estalló—. ¡Es injusto! ¡Yo no sabía que iba a haber alcohol en la estúpida fiesta de Jennifer, y no bebí nada! ¡Y aun así me ha castigado dos putas semanas!

(? ? ?)

Nada. El río fluía ahora casi totalmente gris. Arriesgó una mirada y vio que estaba mirándose las zapatillas deportivas, rojas, a juego con su falda. Las mejillas en ese momento también hacían juego con su ropa.

—Vale —dijo Abra al cabo, y aunque seguía sin mirarle, las comisuras de los labios se le curvaron hacia arriba en una sonrisita reticente—. No puedo engañarte, ¿no? Tomé un traguito, solo para ver a qué sabía. Para ver dónde está la gracia. Supongo que me lo olió en el aliento cuando llegué a casa. Y adivina qué. No es nada del otro mundo. Sabía asqueroso.

Dan no respondió. Si le contara que a él también le había parecido asqueroso su primer sorbo, que también había creído que no era nada del otro mundo, que no era un preciado secreto, ella lo habría tachado de tontería de adulto miedoso. No podías dar lecciones de moralidad a los niños sobre el crecimiento. Ni enseñarles a crecer.

—No quería romper los platos —declaró con un hilillo de voz—. Fue un accidente, ya se lo dije. Estaba muy cabreada.

—Te viene por naturaleza.

Recordaba a Abra observando a Rose la Chistera mientras ésta ciclaba. ¿Te duele?, había preguntado a la cosa agonizante que se parecía a una mujer (menos por aquel único diente terrible). Espero que sí. Espero que te duela mucho.

—¿Vas a echarme un sermón? —Y añadió con desdén—: Sé que eso es lo que ella quiere.

—Se me han agotado los sermones, pero podría contarte una historia que mi madre me contó. Es sobre tu bisabuelo, por el lado de Jack Torrance. ¿Quieres oírla?

Abra se encogió de hombros. Termina de una vez, expresaba ese gesto.

—Don Torrance no era celador como yo, pero casi. Era enfermero. En los últimos años de su vida caminaba con bastón, porque tuvo un accidente de coche que le fastidió una pierna. Y una noche, mientras cenaban, usó ese bastón con su mujer. Sin ningún motivo; se puso a apalearla sin más. Le rompió la nariz y le abrió una brecha en el cuero cabelludo. La tiró de la silla, él se levantó y entonces sí que empezó a trabajársela. Según lo que mi padre le contó a mi madre, la habría matado a golpes si Brett y Mike (que eran mis tíos) no lo hubieran apartado. Cuando llegó el médico, tu bisabuelo estaba de rodillas, con su propio botiquín, haciendo cuanto podía. Dijo que se había caído por las escaleras. La bisabuela (la momo que nunca conociste, Abra) corroboró su historia. Y también los chicos.

¿Por qué? —preguntó Abra con un hilo de voz.

—Porque estaban asustados. Más tarde (mucho después de que muriera Don), tu abuelo me rompió el brazo. Luego, en el Overlook (que estaba donde está hoy el Techo del Mundo), tu abuelo golpeó a mi madre hasta casi matarla. Usó un mazo de roque en vez de un bastón, pero básicamente el método es el mismo.

—Ya lo pillo.

—Años más tarde, en un bar de St. Petersburg…

—¡Basta! ¡Te he dicho que ya lo he entendido! —Temblaba.

—… dejé a un hombre inconsciente con un taco de billar porque se rio de mí cuando fallé al darle a la bola. Después de eso, el hijo de Jack y el nieto de Don se pasó treinta días con un peto naranja recogiendo basura en la Carretera 41.

Abra se apartó y rompió a llorar.

—Gracias, tío Dan. Gracias por estropear…

Una imagen invadió la cabeza de Dan y por un momento veló el río: una tarta de cumpleaños carbonizada y humeante. En otras circunstancias, la imagen habría sido graciosa. No en ésta.

La asió con delicadeza por los hombros y la obligó a volverse hacia él.

—No hay nada que entender. No quiero llegar a nada. No es más que una historia familiar. En palabras del inmortal Elvis Presley, «it’s your baby, you rock it».

—No lo entiendo.

—Algún día tal vez escribas poesía, como Concetta. O empujes a alguna otra persona desde un lugar alto con tu mente.

—Nunca lo haría… pero Rose se lo merecía. —Abra volvió su rostro mojado hacia él.

—Nada que objetar.

—Entonces ¿por qué sueño con ello? ¿Por qué pienso que ojalá pudiera deshacerlo? Ella nos habría matado, así que ¿por qué desearía poder deshacerlo?

—¿Es el acto de matar lo que desearías poder deshacer, o el placer de matar?

Abra bajó la cabeza. Dan quiso acunarla en brazos, pero no lo hizo.

—Ni sermones ni moralejas. Tan solo es la llamada de la sangre. Los impulsos estúpidos de la gente despierta. Y has llegado a una etapa de tu vida en la que estás completamente despierta. Te resulta difícil, lo sé. A todo el mundo le resulta difícil, pero la mayoría de los adolescentes no tienen tus habilidades. Tus armas.

—¿Qué hago? ¿Qué puedo hacer? A veces me pongo tan furiosa…, no solo con ella, sino también con los profesores…, con los chicos del instituto que se creen los mejores…, los que se ríen si no se te dan bien los deportes o si no te vistes con la ropa apropiada…

Dan se acordó del consejo que en cierta ocasión le había dado Casey Kingsley.

—Ve al vertedero.

—¿Eh?

Lo miró con ojos desorbitados, y él le envió una imagen: Abra usando sus extraordinarias facultades —que aún no habían alcanzado su plenitud, por increíble que pareciera— para volcar neveras desechadas, explotar televisores muertos, tirar lavadoras. Una bandada de gaviotas asustadas alzando el vuelo.

Ya no lo miraba con ojos desorbitados, se reía.

—¿Servirá?

—Mejor el vertedero que los platos de tu madre.

Abra ladeó la cabeza y lo miró con ojos alegres. Volvían a ser amigos, y eso estaba bien.

—Pero esos platos eran feísimos.

—¿Lo intentarás?

—Sí. —Y por su expresión, se hallaba impaciente.

—Una cosa más.

Abra puso una cara seria, expectante.

—No tienes que ser el felpudo de nadie.

—Eso es bueno, ¿verdad?

—Sí, pero recuerda lo peligrosa que puede ser tu ira. Mantenla…

El teléfono móvil de Dan empezó a sonar.

—Deberías contestar.

Dan arqueó las cejas.

—¿Sabes quién es?

—No, pero creo que es importante.

Sacó el teléfono del bolsillo y leyó la pantalla: RESIDENCIA RIVINGTON.

—¿Sí?

—Danny, soy Claudette Albertson. ¿Podrías venir?

Hizo un inventario mental de los nombres de los huéspedes que figuraban en su pizarra.

—¿Es Amanda Ricker? ¿O Jeff Kellogg?

Resultó que no era ninguno de ellos.

—Si puedes, más vale que vengas ahora mismo —dijo Claudette—. Mientras siga consciente. —Titubeó—. Ha preguntado por ti.

—Voy.

Aunque si es tan grave como dices, probablemente ya se habrá ido cuando llegue.

Dan cortó la comunicación.

—Tengo que irme, cielo.

—Aunque no sea tu amigo. Aunque ni siquiera te caiga bien —dijo Abra con aire pensativo.

—Aun así.

—¿Cómo se llama? No lo capto.

(Fred Carling)

Envió ese pensamiento y a continuación la envolvió con sus brazos, fuerte, fuerte, fuerte. Abra hizo lo mismo.

—Lo intentaré, tío Dan —prometió ella—. Voy a esforzarme de verdad.

—Sé que lo harás —dijo él—. Sé que lo harás. Escucha, Abra, te quiero mucho.

—Me alegro —dijo ella.

3

Cuando llegó, cuarenta y cinco minutos después, Claudette estaba en el control de enfermería. Dan hizo la pregunta que había hecho docenas de veces antes.

—¿Sigue con nosotros?

Como si hablara de pasajeros de un autobús.

—Apenas.

—¿Consciente?

La enfermera agitó la mano.

—Va y viene.

—¿Y Azzie?

—Estuvo dentro un rato, pero cuando entró el doctor Emerson salió pitando. Emerson ya se fue, está examinando a Roberta Jackson. Azzie volvió en cuanto se marchó.

—¿No lo trasladarán al hospital?

—Todavía no, imposible. Se ha producido una colisión de cuatro vehículos en la Ruta 119 en Castle Rock, al otro lado de la frontera. Hay muchos heridos. Están de camino cuatro ambulancias y un helicóptero de LifeFlight. Llevarlos al hospital puede ser la diferencia entre la vida y la muerte para algunos. En cuanto a Fred… —Se encogió de hombros.

—¿Qué ha pasado?

—Ya conoces a nuestro Fred, un yonqui de la comida basura; el McDonald’s es su segundo hogar. A veces mira al cruzar Cranmore Avenue, a veces no. Da por hecho que la gente parará por él. —Arrugó la nariz y sacó la lengua, como una chiquilla que acaba de comer algo malo. Coles de Bruselas, quizá—. Esa actitud suya.

Dan conocía la rutina de Fred, y conocía la actitud.

—Iba a buscar su cheeseburger de la noche —prosiguió Claudette—. Los polis han metido en la cárcel a la mujer que lo atropelló; la chica estaba tan borracha que apenas se tenía en pie, eso es lo que he oído. Trajeron aquí a Fred. Su cara es como un revuelto de huevos, tiene el tórax y la pelvis aplastados, y una pierna casi amputada. Si Emerson no hubiera estado haciendo sus rondas, Fred habría muerto enseguida. Le dimos prioridad, detuvimos la hemorragia, pero aunque hubiera estado en condiciones óptimas… y, definitivamente, el querido Freddy no lo estaba… —Se encogió de hombros—. Emerson dice que enviarán una ambulancia cuando limpien el desastre de Castle Rock, pero para entonces ya habrá muerto. Emerson no está seguro, pero yo creo a Azreel. Si vas a ir, será mejor que vayas ya. Sé que no le tienes afecto…

Dan pensó en las marcas de dedos que el celador había dejado en el brazo del pobre Charlie Hayes. Una lástima, era lo que había respondido Carling cuando Dan le contó que el anciano había muerto. Fred, todo cómodo, balanceándose en su silla favorita, comiendo caramelos de menta. Pero bueno, para eso vienen aquí, ¿no?

Y ahora Fred ocupaba la misma habitación en la que Charlie había muerto. La vida era una rueda, y siempre volvía.

4

Aunque la puerta de la Suite Shepard estaba medio abierta, Dan llamó de todas formas, como señal de cortesía. Desde el pasillo oía el ronco resuello y el gorgoteo de la respiración de Fred Carling, pero no parecía molestar a Azzie, que estaba enroscado a los pies de la cama. Carling yacía sobre una sábana impermeable, desnudo salvo por unos bóxers manchados de sangre y una hectárea de vendas, la mayoría de las cuales rezumaban sangre. Tenía el rostro desfigurado, el cuerpo retorcido en al menos tres direcciones distintas.

—¿Fred? Soy Dan Torrance. ¿Puedes oírme?

Abrió el único ojo que le quedaba. Su respiración se agitó y emitió un ruido áspero que podría haber sido un «sí».

Dan entró en el cuarto de baño, humedeció una toalla con agua caliente, la escurrió. Era algo que había hecho muchas veces antes. Cuando regresó junto al lecho de Carling, Azzie se puso en pie, se estiró arqueando el lomo, con esa elegancia propia de los gatos, y saltó al suelo. Un momento después se había ido a reanudar su ronda nocturna. Cojeaba un poco; era un gato muy viejo.

Dan se sentó en un lado de la cama y frotó la toalla con suavidad sobre la parte de la cara de Fred Carling que seguía relativamente intacta.

—¿Duele mucho?

Otra vez aquel estertor. La mano izquierda de Carling era un revoltijo de dedos rotos, de modo que Dan le cogió la mano derecha.

—No hace falta que hables, tú solo dímelo.

(ya no tanto)

Dan asintió con la cabeza.

—Bien. Eso está bien.

(pero tengo miedo)

—No hay nada de lo que asustarse.

Vio a Fred a la edad de seis años nadando en el río Saco con su hermano, agarrándose constantemente el bañador por detrás para evitar que se le cayera porque le iba demasiado grande; era heredado, como casi todas sus posesiones. Lo vio a los quince, besando a una chica en el autocine de Bridgton y oliendo su perfume mientras le tocaba los senos y deseaba que esa noche no acabara nunca. Lo vio a los veinticinco montando con los Road Saints y yendo a Hampton Beach a horcajadas en una Harley FXB modelo Sturgis, tan chulo, está puesto hasta arriba de anfetas y vino tinto y el día es como un martillo, todo el mundo mira cuando los Saints pasan a toda hostia en una caravana larga y rutilante con un ruido de cojones; la vida explota como fuegos artificiales. Y ve el apartamento donde vive Carling —vivía— con su perrillo, que se llama Brownie. El animal es poquita cosa, un chucho, pero es listo. A veces salta al regazo del celador y miran juntos la tele. Brownie turba la mente de Fred porque estará esperando a que llegue a casa y le saque a dar un paseo y luego le rellene el cuenco con Gravy Train.

—No te preocupes por Brownie —dijo Dan—. Conozco a una chica que lo cuidará encantada. Es mi sobrina, y hoy es su cumpleaños.

Carling alzó la vista hacia él con su único ojo funcional. El estertor de su respiración era ahora muy fuerte; sonaba como un motor lleno de arena

(¿puedes ayudarme?, por favor Doc ¿puedes ayudarme?)

Sí. Podía ayudar. Era su sacramento, para lo que estaba hecho. Todo estaba silencioso en la Residencia Rivington, muy silencioso. En alguna parte, cerca, se abrió una puerta. Habían llegado a la frontera. Fred Carling lo miró preguntando qué. Preguntando cómo. Pero era muy simple.

—Solo necesitas dormir.

(no me dejes)

—No te dejaré —prometió—. Estoy aquí. Me quedaré aquí hasta que te duermas.

Estrechó la mano de Carling entre las suyas. Y sonrió.

—Hasta que te duermas —dijo.

1 de mayo de 2011 - 17 de julio de 2012