ANIVERSARIO

1

Las reuniones de Alcohólicos Anónimos de los sábados a mediodía en Frazier eran de las más antiguas de New Hampshire, se remontaban a 1946 y las había instaurado Bob D. el Gordo, quien conoció en persona al fundador del Programa, Bill Wilson. Bob el Gordo descansaba en su tumba desde hacía años, víctima de un cáncer de pulmón —en los primeros tiempos la mayoría de los alcohólicos en recuperación fumaban como carreteros y a los novatos se les decía rutinariamente que mantuvieran la boca cerrada y vaciaran los ceniceros—, pero la asistencia no había decaído. Ese día los concurrentes abarrotaban la sala, porque cuando terminara la reunión se servirían pizzas y tarta. Era lo acostumbrado en la mayoría de las reuniones de aniversario, y en esa ocasión uno de ellos celebraba quince años de sobriedad. En los primeros años se le había conocido como Dan o Dan T., pero se corrió la voz de su trabajo en el asilo de la localidad (no por nada la revista de AA recibía el nombre de The Grapevine: la vid, pero también radio macuto), y ahora todos se referían a él como Doc. Puesto que sus padres lo habían llamado así, Dan encontraba irónico el apodo…, pero en el buen sentido. La vida era una rueda, su único objetivo era girar, y siempre retornaba al lugar de donde había partido.

Un médico de verdad, éste de nombre John, presidía a petición de Dan, y la reunión siguió su curso habitual. Hubo risas cuando Randy M. contó que le había vomitado encima al agente que lo arrestó la última vez que condujo bajo los efectos del alcohol, y siguieron más cuando dijo que se había enterado un año más tarde de que el propio agente estaba en el Programa. Maggie M. lloró cuando contó («compartió», en la jerga de AA) que le habían vuelto a denegar la custodia conjunta de sus dos hijos. Se expresaron los clichés habituales —tiempo al tiempo, funciona si lo haces funcionar, no abandones hasta que ocurra el milagro— y finalmente Maggie se calmó, aunque continuaba sorbiéndose la nariz. Retumbó el grito habitual de ¡El Poder Superior dice que lo apagues! cuando sonó el teléfono móvil de alguien. Una muchacha de manos temblorosas derramó una taza de café; una reunión en la que no se tirara como mínimo una taza de aguachirle era más que rara.

A la una menos diez, John D. pasó la cesta («Somos económicamente independientes, nos mantenemos con nuestras propias contribuciones»), y preguntó si alguien quería hacer algún anuncio. Trevor K., que abrió la reunión, se levantó y solicitó —como siempre— ayuda para limpiar la cocina y retirar las sillas. Yolanda V. hizo el Club de las Fichas, entregando dos blancas (veinticuatro horas) y una púrpura (cinco meses, a la que comúnmente se referían como la Ficha de Barney). Como siempre, terminó diciendo: «Si hoy no habéis bebido ni un solo trago, daos un aplauso a vosotros mismos y a vuestro Poder Superior».

Así lo hicieron.

Cuando el aplauso murió, John anunció:

—Hoy celebramos un aniversario de quince años. Casey K. y Dan T., ¿queréis acercaros?

La concurrencia aplaudió mientras Dan avanzaba, despacio, para seguir el paso de Casey, que ahora andaba con bastón. John entregó a Casey el medallón con el XV grabado en una cara, y el anciano lo levantó para que los asistentes pudieran verlo.

—Nunca creí que este tipo lo consiguiera —dijo—, porque desde el principio era un AA, con lo cual quiero decir que era un asno con actitud.

Obedientes, rieron el chiste, un clásico. Dan sonrió, pero el corazón le latía con fuerza. Su única fijación en ese preciso momento era superar sin desmayarse lo que vendría a continuación. La última vez que se había sentido tan asustado se encontraba mirando a Rose la Chistera en la plataforma del Techo del Mundo y trataba de evitar estrangularse a sí mismo con sus propias manos.

Date prisa, Casey. Por favor. Antes de que pierda el valor o vomite el desayuno.

Era posible que Casey tuviera el resplandor… o tal vez percibió algo en los ojos de Dan. En cualquier caso, fue directo al grano.

—Pero desafió todas mis expectativas y se recuperó. Por cada siete alcohólicos que entran por nuestras puertas, seis vuelven a salir y se emborrachan. El séptimo es el milagro por el que vivimos, y uno de esos milagros está aquí mismo, grande como la vida misma y dos veces más feo. Aquí tienes, Doc, te lo has ganado.

Le entregó a Dan el medallón. Por un instante pensó que se le resbalaría de los dedos fríos y caería al suelo. Casey cerró la mano alrededor del objeto antes de que eso pudiera ocurrir y luego envolvió a Dan en un sólido abrazo. Al oído le susurró:

—Otro año, hijo de perra. Enhorabuena.

Casey recorrió renqueante el pasillo hasta el fondo de la sala, donde se sentó por derecho de antigüedad con los demás veteranos. Dan se quedó solo frente a todos, apretaba su medallón de los quince años tan fuerte que se le marcaban los ligamentos en la muñeca. Los asistentes lo miraban fijamente, a la espera de lo que se suponía que la sobriedad prolongada debía transmitir: experiencia, fuerza y voluntad.

—Hace un par de años… —comenzó, y tuvo que aclararse la garganta—. Hace un par de años, cuando tomaba café con ese caballero cojo que justo ahora está sentándose, me preguntó si había completado el quinto paso: «Admitir ante Dios, ante nosotros mismos y ante otro ser humano la naturaleza exacta de nuestros errores». Le respondí que había hecho la mayoría. A la gente que no tiene nuestro particular problema seguramente le habría bastado con eso… y ésa es una de las razones de que les llamemos Gente Terrenal.

Se rieron. Dan respiró hondo y se dijo a sí mismo que si pudo plantar cara a Rose y su Nudo Verdadero, también podría enfrentarse a eso. Salvo que existía una diferencia. Aquí no era Dan el Héroe; aquí era Dan la Escoria. Había vivido el tiempo suficiente para saber que todo el mundo guardaba algo de escoria en su interior, pero eso no servía de mucha ayuda a la hora de sacar la basura.

—Me dijo que pensaba que había un error que yo no conseguía dejar atrás del todo porque me daba vergüenza hablar de él. Me aconsejó que me desprendiera de él. Me recordó algo que oímos casi en cada reunión: solo estamos tan enfermos como nuestros secretos. Y me dijo que si yo no contaba el mío, en algún momento del futuro me sorprendería a mí mismo con una copa en la mano. ¿Fue eso en esencia, Casey?

En el fondo de la sala Casey asintió con la cabeza, las manos dobladas sobre la empuñadura del bastón.

Dan sintió la picazón detrás de los ojos que significaba que las lágrimas se encontraban de camino y pensó: Dios, ayúdame a superar este trance sin berrear. Por favor.

—No lo revelé. Me he estado diciendo durante años que era lo único que jamás contaría a nadie. Pero creo que él tenía razón, y si empiezo a beber otra vez, me moriré. No quiero hacerlo. Hoy en día tengo mucho por lo que vivir. Así que…

Las lágrimas habían llegado, las malditas lágrimas, pero estaba demasiado metido para retroceder. Se las enjugó con la mano libre, la que no apretaba en un puño el medallón.

—¿Sabéis lo que se dice en las Promesas? ¿Eso de aprender a no arrepentirnos del pasado y a no desear cerrarle la puerta? Perdonadme por decirlo, pero creo que ésa es una majadería en un programa lleno de verdades. Me arrepiento muchísimo, pero es hora de abrir la puerta, por poco que quiera.

Aguardaron. Incluso las dos mujeres que habían estado repartiendo porciones de pizza en platos de papel estaban ahora en la puerta de la cocina y lo observaban.

—No mucho antes de dejar de beber, desperté junto a una mujer que me había ligado en un bar. Estábamos en su apartamento, que era un cuchitril, porque ella no tenía casi nada. Me sentía identificado, porque yo mismo no tenía casi nada, y los dos estábamos probablemente en Ciudad Ruina por la misma razón. Todos conocéis la razón. —Se encogió de hombros—. Si eres uno de nosotros, la botella se lleva tus mierdas, nada más. Primero un poco, después mucho, al final todo.

»Esa mujer se llamaba Deenie. No recuerdo mucho más acerca de ella, pero de eso me acuerdo. Me vestí y me marché, pero antes le quité el dinero. Y resultó que, después de todo, ella tenía al menos una cosa que yo no, porque mientras rebuscaba en su cartera eché un vistazo alrededor y allí estaba su hijo. Un niño pequeño que todavía usaba pañales. Esta mujer y yo habíamos comprado algo de cocaína la noche anterior, y la cocaína seguía encima de la mesa. El niño la vio y alargó la mano. Creía que era azúcar.

Dan volvió a enjugarse los ojos.

—La quité de allí y la puse donde no pudiera alcanzarla. Hasta ahí hice. No bastaba, pero hasta ahí hice. Luego me metí el dinero en el bolsillo y me largué. Haría cualquier cosa para devolverlo, pero no puedo.

Las mujeres de la puerta habían vuelto a entrar en la cocina. Varias personas miraban sus relojes. Un estómago se quejaba. Observando a las nueve docenas de alcohólicos allí reunidos, Dan comprendió algo asombroso: lo que había hecho no les repugnaba. Ni siquiera les sorprendía. Habían oído historias peores. Algunos lo habían hecho peor.

—Pues ya está —dijo—. Eso es todo. Mi gran secreto. Gracias por escuchar.

Antes del aplauso, uno de los veteranos de la fila del fondo hizo a gritos la pregunta tradicional:

—¿Cómo lo consigues, Doc?

Dan sonrió y dio la respuesta tradicional:

—Día a día.

2

Tras el padrenuestro y la pizza y la tarta de chocolate con un enorme número XV, Dan ayudó a Casey a volver a su Tundra. Había empezado a caer aguanieve.

—Primavera en New Hampshire —comentó Casey agriamente—. ¿A que es maravillosa?

Gotea la lluvia y ensucia el lodo —recitó Dan con voz declamatoria—, ¡y el viento cómo golpea! Patina el autobús y nos enloda, maldición, cantad: maldita sea[*].

Casey lo miró fijamente.

—¿Te lo acabas de inventar?

—Qué va. Es de Ezra Pound. ¿Cuándo dejarás de andar como un pato y te operarás esa cadera?

Casey sonrió burlón.

—El mes que viene. He decidido que si tú puedes contar tu mayor secreto, yo puedo ponerme una prótesis de cadera. —Hizo una pausa—. Tampoco es que tu secreto fuera la hostia de grande, Danno.

—Eso he descubierto. Pensaba que huirían de mí despavoridos. En cambio, se han quedado a comer pizza y a hablar del tiempo.

—Se habrían quedado a comer pizza y tarta aunque les hubieras contado que mataste a una abuela ciega. Lo gratis es gratis. —Abrió la puerta del conductor—. Aúpame, Danno.

Dan le aupó.

Casey se retorció pesadamente, poniéndose cómodo, luego arrancó el motor y puso los limpiaparabrisas a trabajar en el aguanieve.

—Todo es más pequeño cuando está fuera —dijo—. Espero que se lo transmitas a tus ahijados.

—Sí, Oh Gran Sabio.

Casey le dedicó una mirada triste.

—Vete a tomar por culo, corazón.

—En realidad —repuso Danny—, creo que volveré adentro y ayudaré a retirar las sillas.

Y eso fue lo que hizo.