Dan Torrance abrió los ojos. La luz del sol los perforó, se introdujo en su dolorida cabeza y amenazó con prenderle fuego al cerebro. Era la resaca que terminaría con todas las resacas. Oía a su lado un fuerte ronquido: un sonido desagradable e irritante que solo podía provenir de una chavala borracha durmiéndola en el extremo equivocado del arcoíris. Dan giró la cabeza en su dirección y vio a la mujer despatarrada de espaldas. Vagamente familiar. Un halo de cabello oscuro se desplegaba en torno a la cabeza. Llevaba una camiseta extragrande de los Braves de Atlanta.
No es real. No estoy aquí. Estoy en Colorado. Estoy en el Techo del Mundo, y tengo que ponerle fin.
La mujer se dio la vuelta, abrió los ojos y los clavó en él.
—Dios, mi cabeza —dijo—. Píllame un poco de coca, papi. Está en la salita.
Dan la miró pasmado y cada vez más furioso. La furia parecía surgir de ninguna parte, pero ¿no había sido siempre así? Era su propia esencia, una adivinanza envuelta en un enigma.
—¿Coca? ¿Quién ha comprado coca?
La mujer sonrió, revelando una boca que solo contenía un único diente amarillento. Y entonces supo quién era.
—La compraste tú, papi. Venga, ve a buscarla. En cuanto se me despeje la cabeza, te voy a echar un buen polvo.
De algún modo había regresado a ese sórdido apartamento de Wilmington, desnudo, junto a Rose la Chistera.
—¿Qué has hecho? ¿Cómo he llegado aquí?
Ella echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.
—¿No te gusta este sitio? Debería; lo he amueblado de tu propia cabeza. Y ahora vamos, obedece, gilipollas. Ve a por la puta coca.
—¿Dónde está Abra? ¿Qué le has hecho a Abra?
—La he matado —respondió Rose con indiferencia—. Estaba tan preocupada por ti que bajó la guardia y la abrí en canal desde la garganta hasta el vientre. No fui capaz de inhalar tanto vapor como hubiera deseado, pero conseguí bastan…
El mundo se tiñó de rojo. Dan ciñó las manos al cuello de la mujer y empezó a estrangularla. Un único pensamiento latía en su mente: zorra de mierda, ahora te tomarás tu medicina, zorra de mierda, ahora te tomarás tu medicina, zorra de mierda, ahora te la tomarás hasta la última gota.
El vaporero era poderoso, pero no tenía nada comparado con el jugo de la chica. Estaba de pie con las piernas separadas, la cabeza gacha, los hombros hundidos y los puños levantados: la postura de todo hombre que alguna vez ha perdido el juicio cegado por una furia asesina. La ira hacía fáciles a los hombres.
Resultaba imposible seguir sus pensamientos, porque se habían tornado rojos. Eso estaba bien, eso era correcto, Rose tenía a la chica justo donde quería. En su estado de horrorizada consternación, había sido bastante fácil moverla al eje de la rueda. Sin embargo, no permanecería horrorizada ni consternada mucho tiempo; la Pequeña Zorra se había convertido en la Niña Estrangulada. Pronto sería la Niña Muerta, volada con su propio petardo.
(tío Dan no no para no es ella)
Soy yo, pensó Rose, empujando con más fuerza todavía. El diente le brotó de la boca y ensartó el labio inferior. La sangre se derramó por la barbilla y sobre su top. No la notó más de lo que notaba la brisa montañosa que soplaba a través de su mata de cabello oscuro. Soy yo. Tú eras mi papi, mi papi del bar, te dejé vacía la cartera por un montón de coca mala, y ahora es la mañana después y yo necesito mi medicina. Es lo que quisiste hacer cuando te despertaste al lado de esa puta borracha en Wilmington, lo que querrías haber hecho si tuvieras pelotas, darme mi medicina a mí y de paso a ese mocoso inútil de hijo. Tu padre sabía cómo tratar a las mujeres estúpidas y desobedientes, igual que su padre antes que él. A veces una mujer lo único que necesita es tomarse su medicina. Necesita…
Se oía el rugido de un motor que se aproximaba. Tenía tan poca importancia como el dolor de su labio y el sabor de la sangre en la boca. La chica se asfixiaba, se sacudía. Entonces, un pensamiento tan fuerte como un trueno le explotó en el cerebro, un rugido herido:
(¡MI PADRE NO SABÍA NADA!)
Rose aún intentaba vaciar su mente de aquel grito cuando la camioneta de Billy Freeman chocó contra la base del mirador y la tiró al suelo. Su sombrero salió volando.
No era el apartamento de Wilmington. Era su dormitorio, destruido largo tiempo atrás, del Hotel Overlook: el eje de la rueda. No era Deenie, la mujer junto a la que había despertado en aquel apartamento, y no era Rose.
Era Abra. Le rodeaba el cuello con las manos y los ojos se le salían de las órbitas.
Por un momento empezó a transformarse de nuevo, al tiempo que Rose intentaba colarse dentro de él, alimentándolo con su furia y aumentando la propia de Dan. Entonces sucedió algo, y ella desapareció. Pero volvería.
Abra tosía y lo miraba fijamente. Dan habría esperado verla en estado de shock, pero para una chica que casi había muerto estrangulada, parecía extrañamente serena.
(bueno… ya sabíamos que no sería fácil)
—¡No soy mi padre! —le gritó Dan—. ¡Yo no soy mi padre!
—Seguramente es una suerte —dijo Abra, y le ofreció una sonrisa auténtica—. Tienes un genio terrible, tío Dan. Supongo que somos parientes de verdad.
—Casi te mato —dijo Dan—. Ya basta. Es hora de que te marches. Vuelve a New Hampshire ahora mismo.
Ella negó con la cabeza.
—Tendré que ir (un rato, no mucho), pero ahora mismo me necesitas.
—Abra, es una orden.
Ella se cruzó de brazos y se quedó plantada en la alfombra de los cactus.
—¡Oh, Dios! —Dan se pasó las manos por el pelo—. Eres un mal bicho.
Abra alargó el brazo, le cogió la mano.
—Terminaremos esto juntos. Venga, salgamos de este cuarto. Al final creo que no me gusta estar aquí.
Sus dedos se entrelazaron, y el cuarto donde Dan había vivido una temporada cuando niño se disolvió.
Dan tuvo tiempo para registrar el hecho de que el capó de la camioneta de Billy se plegaba alrededor de uno de los gruesos postes que sostenían la torre de observación del Techo del Mundo, con el radiador reventado y humeando. Vio la versión maniquí de Abra colgando por la ventanilla del pasajero, con un brazo de plástico levantado con aire desenfadado detrás de ella. Vio al mismo Billy tratando de abrir la puerta abollada del lado del conductor. Le corría la sangre por un lado de la cara.
Algo le agarró la cabeza. Unas manos poderosas se la retorcían, intentaban partirle el cuello. Y entonces aparecieron las manos de Abra apartando las de Rose. La chica miró hacia arriba.
—Tendrás que hacerlo mejor, zorra cobarde.
Rose estaba en la barandilla, mirando hacia abajo y recolocándose su feo sombrero en el ángulo correcto.
—¿Has disfrutado de las manos de tu tío en la garganta? ¿Qué sientes ahora por él?
—Fuiste tú, no él.
Rose sonrió burlona, su boca ensangrentada como un bostezo.
—Nada de eso, querida. Usé lo que él tenía dentro. Deberías saberlo, tú eres igual que él.
Intenta distraernos, pensó Dan. Pero ¿de qué? ¿De eso?
Era una pequeña construcción verde, quizá un retrete exterior, quizá un almacén.
(¿puedes?)
No necesitó concluir el pensamiento. Abra se volvió hacia el cobertizo y clavó la mirada en él. El candado chirrió, se partió y cayó en la hierba. La puerta se abrió. El cobertizo se hallaba vacío excepto por varias herramientas y un cortacésped viejo. Dan creía haber percibido algo allí dentro, pero sus nervios crispados debían de haberle jugado una mala pasada. Cuando volvió a levantar la mirada, Rose ya no estaba a la vista. Se había retirado de la barandilla.
Billy finalmente consiguió abrir la puerta de la camioneta. Salió tambaleándose, pero logró mantener el equilibrio.
—¿Danny? ¿Estás bien? —Y a continuación—: ¿Ésa es Abra? Jesús, si casi ni se la ve.
—Escucha, Billy. ¿Puedes andar hasta el Pabellón?
—Creo que sí. ¿Qué pasa con la gente de dentro?
—Están muertos. Creo que sería muy buena idea que te fueras ya.
Billy no discutió. Echó a caminar pendiente abajo, bamboleándose como un borracho. Dan apuntó hacia las escaleras que ascendían a la plataforma de observación y enarcó las cejas, inquisitivo. Abra negó con la cabeza
(es lo que ella quiere)
y condujo a Dan alrededor del Techo del Mundo, de modo que pudieron ver la copa de la chistera de Rose. Ese movimiento dejaba el cobertizo de herramientas a sus espaldas, pero Dan no pensó nada de eso ahora que lo había visto vacío.
(Dan ahora tengo que volver solo un minuto tengo que refrescarme)
Una imagen en su mente: un prado lleno de girasoles, todos abriéndose a la vez. Abra necesitaba cuidar de su ser físico, y eso era bueno. Eso estaba bien.
(ve)
(volveré lo antes)
(vete Abra estaré bien)
Y, con suerte, todo habría terminado para cuando regresara.
En Anniston, John Dalton y los Stone vieron que Abra respiraba profundamente y abría los ojos.
—¡Abra! —llamó Lucy—. ¿Ya ha acabado?
—Pronto.
—¿Qué tienes en el cuello? ¿Son cardenales?
—¡Mamá, quédate ahí! Tengo que volver. Dan me necesita.
Trató de alcanzar a Brinquitos, pero antes de que pudiera agarrar al viejo conejito de peluche, sus ojos se cerraron y su cuerpo se quedó rígido.
Atisbando con cautela por encima de la barandilla, Rose vio desaparecer a Abra. Esa pequeña bruja solo podía permanecer allí un tiempo, luego debía volver a por un poco de descanso y relajación. Su presencia en el Camping Bluebell no difería mucho de su presencia aquel día en el supermercado, salvo que esta manifestación era mucho más poderosa. ¿Y por qué? Porque el hombre la estaba ayudando. La estaba potenciando. Si estuviera muerto cuando la chica regresara…
Bajando la vista hacia él, Rose gritó:
—Yo que tú me marcharía mientras aún tuviera oportunidad, Danny. No me obligues a castigarte.
Sarey la Callada estaba tan concentrada en lo que ocurría en el Techo del Mundo —escuchando no solo con las orejas, sino también con cada punto de su cociente intelectual reconocidamente limitado— que al principio no se percató de que ya no se encontraba sola en el cobertizo. Fue el olor lo que finalmente la alertó: algo pútrido. Distinto a la basura. No se atrevió a volver la cabeza, porque la puerta seguía abierta y el hombre de fuera podría detectarla. Permaneció inmóvil, con la hoz en una mano.
Sarey oyó que Rose advertía al hombre que se marchara mientras tuviera oportunidad, y fue entonces cuando la puerta del cobertizo empezó a cerrarse, giraba sola sobre los goznes.
—¡No me obligues a castigarte! —gritó Rose.
Ése era su pie para salir disparada y segar la garganta de esa fastidiosa y entrometida cría, pero como la chica se había ido, el hombre tendría que valer. Sin embargo, antes de que pudiera moverse, una mano fría y resbaladiza se deslizó sobre la muñeca que empuñaba la hoz. Se deslizó sobre ella y la apresó con fuerza.
Se volvió —con la puerta cerrada ya no había razón para no volverse— y lo que vio bajo la luz tenue que se filtraba a través de las grietas de las tablas provocó que un alarido brotara desbocado de la garganta normalmente muda de Sarah Carter. En algún momento durante su estado de concentración, un cadáver se había introducido en el cobertizo. Su rostro, sonriente y depredador, era verde blancuzco como un aguacate podrido. Los ojos casi parecían colgar de las cuencas. Su traje estaba salpicado de moho…, pero el confeti multicolor espolvoreado sobre sus hombros era reciente.
—Magnífica fiesta, ¿no? —comentó la aparición, y al sonreír se le rajaron los labios.
Sarey volvió a gritar y le clavó la hoz en la sien izquierda. La hoja curva se hundió en el cráneo y quedó colgando, pero no fluyó sangre.
—Dame un beso, querida —dijo Horace Derwent. Entre sus labios surgió el vestigio de una lengua blanca y serpenteante—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que estuve con una mujer.
Y mientras sus labios ajados, resplandecientes de putrefacción, se posaban en los de Sarey, las manos del cadáver se cerraron en torno a la garganta de ella.
Rose vio que la puerta del cobertizo se cerraba, oyó el alarido y comprendió que se encontraba verdaderamente sola. Pronto, era probable que en cuestión de segundos, regresaría la chica y serían dos contra una. No podía permitirlo.
Miró al hombre y reunió toda su fuerza amplificada por el vapor.
(estrangúlate hazlo ya AHORA)
Las manos de él se dirigieron a su garganta, pero demasiado despacio. La estaba combatiendo, y con un grado de éxito exasperante. Habría esperado batalla de la zorra, pero aquel paleto de ahí abajo era un adulto. Rose debería ser capaz de dispersar cualquier vapor que quedara en él como si fuera niebla.
Aun así, lo estaba venciendo.
Sus manos subieron hasta el pecho… los hombros… finalmente a la garganta. Allí vacilaron y pudo oírlo jadear por el esfuerzo. Ella empujó, y las manos apretaron, cerrándole la tráquea.
(eso es cabrón entrometido aprieta aprieta… y APRIE)
Algo la golpeó. No un puño; parecía más bien una ráfaga de aire comprimido a alta presión. Miró en derredor y no advirtió nada sino un brillo trémulo, presente por un instante y luego desaparecido. Menos de tres segundos, pero suficiente para quebrar su concentración, y cuando regresó a la barandilla, la chica ya había regresado.
Esta vez no fue una ráfaga de aire; fueron manos que parecían al mismo tiempo grandes y pequeñas. Las sentía en la parte baja de la espalda. Empujaban. La zorra y su amigo, trabajando juntos, justo lo que Rose había querido evitar. Un gusano de terror empezó a desenrollarse en su estómago. Intentó retroceder, alejarse de la barandilla, y no pudo. Le requería toda su fuerza mantener la posición, y sin la ayuda del Nudo no creía que fuera capaz de resistir mucho tiempo. De mucho tiempo nada.
De no ser por esa ráfaga de aire… no fue él y ella no estaba aquí…
Una de las manos abandonó su espalda y le quitó el sombrero con un manotazo. Rose aulló ante semejante humillación —nadie tocaba su sombrero, ¡nadie!— y por un momento reunió el poder suficiente para apartarse tambaleante de la barandilla hacia el centro de la plataforma. Entonces aquellas manos regresaron a la parte baja de la espalda y empezaron a empujarla de nuevo hacia delante.
Bajó la vista hacia ellos. El hombre tenía los ojos cerrados, se concentraba con tal intensidad que los tendones se le marcaban en el cuello y el sudor se deslizaba por sus mejillas como si fueran lágrimas. Los ojos de la chica, sin embargo, eran grandes e inmisericordes. Alzaba la mirada hacia Rose, fijamente. Y sonreía.
Rose empujó hacia atrás con todas sus fuerzas, pero bien podría haber estado empujando contra un muro de piedra. Un muro que la movía implacable hacia delante, hasta que su estómago se comprimió contra la barandilla. La oyó crujir.
Pensó, tan solo un segundo, en intentar negociar. Decirle a la chica que podrían trabajar juntas, formar un nuevo Nudo. Que en vez de morir en 2070 o 2080, Abra Stone podría vivir mil años. Dos mil. Pero ¿de qué serviría?
¿Había existido jamás una adolescente que no se sintiera inmortal?
De modo que, en vez de negociar, o suplicar, les lanzó un grito desafiante.
—¡Que te jodan! ¡Que os jodan a los dos!
La terrible sonrisa de la chica se ensanchó.
—Oh, no —dijo—. Tú eres la que está jodida.
Esta vez no hubo crujido; se oyó un estallido, como el disparo de un rifle, y entonces Rose la Sin Chistera cayó.
Chocó de cabeza contra el suelo y entró en ciclo de inmediato. El cuello se le hizo añicos y la cabeza se ladeó (como su sombrero, pensó Dan) en un ángulo que era casi de indiferencia. Dan cogió a Abra de la mano —carne que iba y venía en el ciclo que ella efectuaba entre su porche trasero y el Techo del Mundo— y observaron juntos la escena.
—¿Te duele? —preguntó Abra a la mujer agonizante—. Espero que sí. Espero que te duela mucho.
Los labios de Rose se retiraron formando una mueca desdeñosa. Sus dientes humanos habían desaparecido; todo cuando quedaba era aquel único colmillo amarillento. Por encima, sus ojos incorpóreos flotaban como piedras azules vivientes. Y entonces desapareció.
Abra se volvió hacia Dan. Aún sonreía, pero ya no expresaba furia ni maldad.
(tuve miedo por ti tuve miedo de que pudiera)
(casi lo consiguió pero había alguien)
Señaló hacia donde los trozos rotos de la barandilla recortaban el cielo. Abra miró en esa dirección y a continuación volvió la mirada hacia su tío, perpleja. Dan solo pudo mover la cabeza de lado a lado.
Entonces señaló ella, pero no hacia arriba sino hacia abajo.
(había un mago que tenía un sombrero como ése se llamaba Mysterio)
(y tú colgaste las cucharas del techo)
Ella asintió pero no alzó la cabeza. Continuaba mirando el sombrero.
(tienes que deshacerte de él)
(cómo)
(quémalo el señor Freeman dice que ha dejado de fumar pero todavía fuma lo olí en el coche tendrá cerillas)
—Tienes que hacerlo —dijo ella—. ¿Lo quemarás? ¿Me lo prometes?
—Sí.
(te quiero tío Dan)
(yo también te quiero)
Lo abrazó. Dan la rodeó con sus brazos y la estrechó. Y mientras lo hacía, el cuerpo de Abra se convirtió en lluvia. Luego en niebla. Y se desvaneció.
En el porche trasero de una casa de Anniston, New Hampshire, en un ocaso que pronto se hundiría en la noche, una niña se enderezó, se puso de pie y se tambaleó, al borde del desmayo. No corrió riesgo de caerse; sus padres acudieron a su lado de inmediato. Juntos la llevaron a la cocina.
—Estoy bien —dijo Abra—. Ya podéis soltarme.
Lo hicieron, con cuidado. David Stone permaneció cerca, preparado para sujetarla al menor indicio de que se le doblaran las rodillas, pero Abra mantuvo el equilibrio.
—¿Y Dan? —preguntó John.
—Está bien. El señor Freeman estrelló su camioneta (no tuvo más remedio) y se hizo un corte en… —Le puso la mano en un lado de la cara—… pero creo que no es nada.
—¿Y ellos? ¿El Nudo Verdadero?
Abra se acercó una mano a la boca y sopló en la palma.
—Muertos. —A continuación, preguntó—: ¿Qué hay para cenar? Tengo hambre.
En el caso de Dan, «bien» quizá fuera una declaración ligeramente exagerada. Caminó hasta la camioneta, donde se sentó en la puerta abierta del lado del conductor a recobrar el aliento. Y las ideas.
Estábamos de vacaciones, resolvió. Yo quería visitar los sitios que solía frecuentar en Boulder. Luego subimos aquí arriba para contemplar el paisaje desde el Techo del Mundo, pero el camping estaba desierto. Yo me sentía con ganas de aventura y le aposté a Billy a que podría subir recto la colina con la camioneta hasta el mirador. Iba demasiado rápido y perdí el control. Choqué contra uno de los postes de apoyo. Lo siento de veras. Fue una travesura estúpida.
Le caería una multa de cojones, pero había un lado positivo: superaría con creces la prueba del alcoholímetro.
Dan registró la guantera y encontró una lata de gasolina para mechero. No vio ningún Zippo —estaría en el bolsillo del pantalón de Billy—, pero había dos librillos de cerillas empezados. Se acercó a donde estaba el sombrero, boca arriba, y lo roció con el fluido hasta empaparlo. Después se agachó, raspó una cerilla y la arrojó al interior de la copa. La chistera no duró mucho, pero de todas formas Dan se situó de espaldas al viento hasta que no quedaron sino cenizas.
El olor era nauseabundo.
Cuando alzó la mirada, vio que Billy avanzaba fatigosamente hacia él; se limpiaba la sangre de la cara con la manga.
Mientras pisoteaban las cenizas, asegurándose de que no quedara ningún rescoldo que pudiera desencadenar un incendio forestal, Dan le expuso la historia que contarían a la policía estatal de Colorado cuando llegaran.
—Tendré que pagar la reparación de ese armatoste, y seguro que costará un dineral. Menos mal que tengo algunos ahorros.
Billy soltó un bufido.
—¿Y quién va a reclamar por los daños? Lo único que queda de esos fulanos del Nudo Verdadero es su ropa. Lo he comprobado.
—Por desgracia —dijo Dan—, el Techo del Mundo es propiedad del gran estado de Colorado.
—Mierda —rezongó Billy—. Poco justo me parece, teniendo en cuenta que le has hecho un favor a Colorado y al resto del mundo. ¿Dónde está Abra?
—De vuelta en casa.
—Bien. ¿Y se ha acabado? ¿Se ha acabado de verdad?
Dan asintió con la cabeza.
Billy contemplaba las cenizas de la chistera de Rose.
—Se ha quemado rápido de cojones. Casi como un efecto especial de una película.
—Imagino que era muy viejo. —Y lleno de magia, pensó, pero no añadió: De la negra.
Dan fue hasta la camioneta y se sentó al volante para poder examinarse la cara en el espejo retrovisor.
—¿Ves algo que no debería estar ahí? —preguntó Billy—. Es lo que solía decir mi madre cuando me pillaba mirando las musarañas en el espejo.
—Nada —dijo Dan. Una sonrisa empezó a despuntar en su rostro. Era cansada pero genuina—. Nada en absoluto.
—Pues llamemos a la policía para contarles lo de nuestro accidente —dijo Billy—. Normalmente no me gusta tratar con los maderos, pero ahora mismo no me importaría tener algo de compañía. Este sitio me pone los pelos como escarpias. —Dirigió a Dan una mirada perspicaz—. Está lleno de fantasmas, ¿no? Por eso lo eligieron.
Sí, ésa era la razón, no cabía duda. Sin embargo, no hacía falta ser Ebenezer Scrooge para saber que existía gente fantasma buena además de la mala. En el descenso hacia el Pabellón Overlook, Dan se detuvo a echar un vistazo al Techo del Mundo. No le sorprendió del todo divisar a un hombre de pie en la plataforma junto a la barandilla rota. La aparición levantó una mano, a través de la cual era visible la cumbre de la montaña Pawnee, y le mandó un beso volador que Dan recordaba de su infancia. Lo recordaba muy bien. Había sido su ritual especial al final del día.
Hora de acostarse, Doc. Que duermas bien. Sueña con dragones y cuéntamelo por la mañana.
Dan supo que iba a llorar, pero no entonces. No era el momento. Se acercó la mano a la boca y le devolvió el beso.
Se quedó mirando unos instantes a lo que persistía de su padre. Después se encaminó hacia el aparcamiento con Billy. Cuando llegaron, volvió a mirar atrás.
El Techo del Mundo se hallaba vacío.