Aunque la puesta de sol se aproximaba —en New Hampshire, al menos—, Abra seguía en los escalones de la puerta de atrás, mirando río abajo. Brinquitos estaba sentado cerca, en la tapa del compostador. Lucy y David salieron y se sentaron uno a cada lado de Abra. John Dalton los observaba desde la cocina con una taza de café frío en la mano. Su maletín negro descansaba en la encimera, pero no contenía nada que pudiera utilizar esa noche. Nada.
—Deberías entrar a cenar un poco —sugirió Lucy sabiendo que Abra no querría (no podría, probablemente) hasta que aquello terminara.
Sin embargo, uno se aferra a lo que conoce. Y como todo parecía normal, y como el peligro se encontraba a tres mil kilómetros de distancia, para Lucy era más difícil que para su hija. Aunque Abra había lucido antes un cutis limpio y suave —tan inmaculado como cuando era una niña pequeña—, ahora le crecían nidos de acné en torno a las aletas de la nariz y un feo racimo de granos en la barbilla. Simples hormonas alborotadas, heraldos de la verdadera adolescencia: eso le habría gustado creer a Lucy, porque eso era normal. Pero la tensión también causaba acné. Y luego estaba la palidez de la piel de su hija y los círculos oscuros bajo los ojos. Parecía casi tan enferma como Dan la última vez que Lucy lo vio, cuando subió con dolorosa lentitud en la camioneta del señor Freeman.
—Ahora no puedo comer, mamá. No hay tiempo. Además, tampoco lo retendría.
—¿Cuánto falta, Abby? —preguntó David.
Ella no los miró a ninguno. Tenía los ojos fijos en el río, pero Lucy sabía que en realidad tampoco lo miraba. Se encontraba muy lejos, en un lugar donde ninguno de ellos podría ayudarla.
—No mucho. Deberíais darme un beso cada uno y luego iros adentro.
—Pero… —empezó a decir Lucy, y entonces vio que David le decía que no con la cabeza. Breve, pero firme.
Lucy suspiró, tomó una de las manos de Abra (qué fría estaba), y le plantó un beso en la mejilla izquierda. David le dio otro en la derecha.
—Recuerda lo que dijo Dan. Si las cosas van mal… —dijo Lucy.
—Deberíais entrar ya. Cuando empiece, cogeré a Brinquitos y me lo pondré en el regazo. Cuando veáis eso, no me interrumpáis. Por nada del mundo. Podríais hacer que mataran al tío Dan, y quizá también a Billy. Tal vez me caiga, como si me desmayara, pero no será un desmayo, así que ni me mováis ni dejéis que me mueva el doctor John. Dejadme tranquila hasta que todo haya acabado. Creo que Dan conoce un sitio donde podremos estar juntos.
—No entiendo cómo va a poder funcionar esto —dijo David—. Esa mujer, Rose, se dará cuenta de que no hay ninguna niña…
—Tenéis que entrar ¡ya! —espetó Abra.
Hicieron lo que les pedía. Lucy miró a John con aire suplicante; él solo pudo encogerse de hombros y sacudir la cabeza. Los tres permanecieron junto a la ventana de la cocina, abrazados, observando a la niña sentada en los escalones con los brazos cruzados sobre las rodillas. No había peligro a la vista; todo estaba en calma. Sin embargo, cuando Lucy vio que Abra —su niña— echaba mano a Brinquitos y se colocaba el viejo peluche en su regazo, dejó escapar un gemido. John le dio un apretón en el hombro. David ciñó el brazo alrededor de su cintura y ella le estrujó la mano con pánico.
Por favor, que mi niña esté bien. Si tiene que pasar algo… algo malo… que le pase al medio hermano que nunca he conocido. No a ella.
—Todo saldrá bien —dijo Dave.
Ella asintió con la cabeza.
—Claro que sí. Claro que sí.
Observaron a la chica en los escalones. Lucy comprendió que si en ese momento llamaba a su hija, ella no respondería. Abra se había ido.
Billy y Dan alcanzaron el desvío hacia la base de operaciones del Nudo Verdadero en Colorado a las cuatro menos veinte, hora de las montañas, lo que les situaba cómodamente por delante del horario previsto. Había un arco de estilo rancho sobre el camino pavimentado con las palabras ¡BIENVENIDO AL CAMPING BLUEBELL! ¡QUÉDESE UNA TEMPORADA, SOCIO! talladas en la madera. El cartel junto al camino era mucho menos amistoso: CERRADO HASTA NUEVO AVISO.
Billy pasó sin aminorar la marcha, pero sus ojos se mantenían ocupados.
—No veo a nadie. Ni siquiera en los jardines, aunque supongo que podrían haber escondido a alguien en aquella cabaña de recepción. Por Dios, Danny, tienes una pinta horrible.
—Por suerte para mí, el concurso de Míster América no es hasta finales de año —dijo Dan—. A kilómetro y medio, quizá un poco menos, hay una señal que dice «Lugar pintoresco y zona de picnic».
—¿Y si han apostado a alguien ahí?
—No lo han hecho.
—¿Cómo puedes estar seguro?
—Porque ni Abra ni su tío Billy tienen forma de saberlo, ya que nunca han estado aquí. Y el Nudo no sabe nada de mí.
—Ya puedes confiar en que sea así.
—Abra dice que todo el mundo está donde se supone. Ha estado vigilando. Ahora calla un minuto, Billy. Necesito pensar.
Era en Hallorann en quien quería pensar. Durante varios años tras su angustioso invierno en el Overlook, Danny Torrance y Dick Hallorann habían hablado mucho. A veces cara a cara, más a menudo mente a mente. Danny quería a su madre, pero había cosas que ella no entendía, no podía entenderlas. Las cajas de seguridad, por ejemplo. Ésas en las que encerraba las cosas peligrosas que el resplandor atraía. No es que el truco funcionara siempre. En varias ocasiones había intentado crear una caja para la bebida, pero sus esfuerzos terminaron en abyectos fracasos (tal vez porque él había deseado que fueran un fracaso). Sin embargo, la señora Massey… y Horace Derwent…
Había ahora una tercera caja en su almacén, pero no era tan buena como las que había creado de niño. ¿Acaso porque no era tan fuerte? ¿Porque lo que contenía era distinto a los espíritus vengadores que habían cometido la imprudencia de ir en su busca? ¿Las dos cosas? Lo ignoraba. Lo único que sabía era que tenía una fuga. Cuando la abriera, lo que contenía podría matarlo. Pero…
—¿Qué quieres decir? —preguntó Billy.
—¿Eh? —Dan miró alrededor. Una mano le oprimía el estómago. Le dolía mucho.
—Has dicho: «No hay elección». ¿Qué querías decir?
—No importa. —Habían alcanzado el merendero, y Billy viraba hacia allí. Más adelante se abría un claro con varias mesas y barbacoas. A Dan le recordó a Cloud Gap pero sin el río—. Solo… si las cosas se ponen feas, móntate en la camioneta y sal pitando.
—¿Crees que serviría de algo?
Dan no respondió. Le ardían las entrañas. Quemaban.
Poco antes de las cuatro de la tarde de aquel lunes de finales de septiembre, Rose ascendió al Techo del Mundo con Sarey la Callada.
Rose iba vestida con unos tejanos ajustados que acentuaban sus largas y torneadas piernas. Aunque la tarde era fresca, Sarey la Callada llevaba solo un vestido sencillo de anodino color azul claro que aleteaba en torno a sus robustas piernas enfundadas en unas medias de compresión. Rose se detuvo a mirar una placa atornillada a un poste de granito a los pies de las tres docenas de escalones que conducían a la plataforma de observación. Informaba de que en ese emplazamiento se levantó en otro tiempo el histórico Hotel Overlook, que ardió hasta los cimientos hacía treinta y cinco años.
—Aquí hay unas sensaciones muy fuertes, Sarey.
Sarey asintió con la cabeza.
—Sabes que hay manantiales calientes de donde sale vapor directamente del suelo, ¿verdad?
—Hin.
—Este sitio es así. —Rose se agachó y olfateó la hierba y las flores silvestres. Bajo su aroma subyacía el olor férreo de la sangre antigua—. Emociones fuertes: odio, miedo, prejuicio, lujuria. El eco de asesinatos. No es comida (demasiado vieja), pero igualmente es refrescante. Un bouquet embriagador.
Sarey no dijo nada, pero observó a Rose atentamente.
—Y esta cosa. —Rose agitó una mano en dirección a la empinada escalera de madera que subía hasta la plataforma—. Parece una horca, ¿no crees? Solo le falta una trampilla.
No hubo respuesta por parte de Sarey. En voz alta, al menos. Su pensamiento
(no hay soga)
llegó con suficiente claridad.
—Cierto, mi amor, pero igualmente una de nosotras va a terminar colgada aquí. O yo o esa zorra que ha metido la nariz en nuestros asuntos. ¿Ves aquello?
Rose apuntó hacia un cobertizo de color verde a unos seis metros de distancia. Sarey asintió con la cabeza.
Rose abrió una riñonera que llevaba en el cinturón; hurgó en su interior, sacó una llave y se la entregó a la otra mujer. Sarey caminó hasta el cobertizo, acompañada del quejido de la hierba al rozar sus gruesas medias color carne. La llave encajaba en el candado de la puerta. Cuando tiró para abrirla, la luz del sol vespertino iluminó un recinto no mucho mayor que un retrete. Había un cortacésped y un cubo de plástico que contenía una hoz y un rastrillo. En la pared del fondo se apoyaban una pala y un pico. No había nada más, y nada tras lo que ocultarse.
—Entra —dijo Rose—. Veamos lo que puedes hacer.
Y con todo ese vapor que tienes dentro, deberías ser capaz de asombrarme.
Al igual que los demás miembros del Nudo Verdadero, Sarey la Callada tenía su pequeño talento.
Dio un paso dentro del pequeño cobertizo, olfateó el aire y farfulló:
—Porvo.
—No te preocupes por el polvo. Vamos a verte en acción. O mejor dicho, vamos a no verte.
Pues tal era el talento de Sarey. No era capaz de conseguir la invisibilidad (ninguno de ellos), pero podía crear una especie de penumbra que casaba muy bien con su rostro y figura anodinos. Se volvió hacia Rose y luego bajó la mirada al suelo. Se movió —no mucho, solo medio paso— y su sombra se fundió con la proyectada por el manillar del cortacésped. Se quedó perfectamente inmóvil y, de pronto, el cobertizo se hallaba vacío.
Rose cerró los ojos y apretó los párpados, a continuación los abrió de golpe, y allí estaba Sarey, de pie junto al cortacésped con las manos dobladas recatadamente en la cintura, como una chica tímida esperando que algún muchacho en la fiesta la saque a bailar. Rose desvió la vista hacia las montañas y, cuando volvió a mirar, el cobertizo estaba vacío: un diminuto almacén con nada tras lo que ocultarse. Bajo la intensa luz del sol no había ni una sola sombra. Salvo la proyectada por el manillar, claro. Solo que…
—Mete el codo —dijo Rose—. Se ve un poco.
Sarey la Callada obedeció y por un momento desapareció verdaderamente, al menos hasta que Rose se concentró y Sarey se hizo otra vez visible. Aunque, por supuesto, Rose sabía que estaba allí. Cuando llegara la hora —y ya no faltaba mucho— esa zorra no lo sabría.
—¡Bravo, Sarey! —exclamó calurosamente (o tan calurosamente como le fue posible)—. Tal vez no te necesite. Pero si te necesito, usa la hoz. Y piensa en Andi cuando lo hagas. ¿De acuerdo?
Ante la mención del nombre de Andi, los labios de Sarey se curvaron en un mohín de desdicha. Contempló pensativa la hoz dentro del cubo de plástico y asintió.
Rose salió y cogió el candado.
—Ahora voy a encerrarte. La zorra leerá a los que están en el Pabellón, pero no te leerá a ti. Estoy segura. Porque tú eres la silenciosa, ¿verdad?
Sarey volvió a asentir. Ella era la silenciosa, siempre lo había sido.
(qué pasa con él)
Rose sonrió.
—¿El candado? No te preocupes por eso. Tú solo preocúpate de permanecer inmóvil. Inmóvil y callada. ¿Me entiendes?
—Hin.
—¿Y entiendes lo de la hoz? —Rose no le habría confiado un arma de fuego a Sarey ni aunque el Nudo hubiera tenido alguna.
—Hos. Hin.
—Si consigo dominarla (y tan llena de vapor como estoy ahora, no debería ser un problema), te quedarás donde estás hasta que te deje salir. Pero si me oyes gritar…, veamos…, si me oyes gritar no me obligues a castigarte, eso significará que necesito ayuda. Me aseguraré de que te dé la espalda. Sabes qué ocurrirá entonces, ¿verdad?
(subiré las escaleras y)
Pero Rose meneaba la cabeza.
—No, Sarey. No hará falta. Ella no llegará a subir hasta esa plataforma.
Odiaría perder el vapor incluso más de lo que odiaría perder la oportunidad de matar a la zorra ella misma… después de hacerla sufrir, y durante largo rato. Sin embargo, no debía abandonar toda prudencia. La chica era muy fuerte.
—¿A qué tienes que estar atenta, Sarey?
—No me brigues a castigarte.
—¿Y en qué estarás pensando?
Los ojos, medio ocultos tras los enmarañados rizos, centellearon.
—Engansa.
—Exacto. Venganza por Andi, asesinada por los amigos de esa zorra. Pero no a menos que te necesite, porque quiero hacer esto yo misma. —Rose apretó las manos y se clavó las uñas en unas profundas medias lunas encostradas de sangre que ya se había hecho en las palmas—. Pero si te necesito, ven. No vaciles ni te pares por nada. No te pares hasta que le hundas la hoja de esa hoz en la nuca y vea la punta salir por su puta garganta.
Los ojos de Sarey brillaban.
—Hin.
—Bien. —Rose la besó, luego cerró la puerta y puso el candado. Se metió la llave en la bolsita y se apoyó en la puerta—. Escúchame, corazón. Si todo va bien, tomarás el primer vapor. Te lo prometo. Y será el mejor que hayas probado nunca.
Rose regresó a la plataforma de observación, tomó aire, con inspiraciones largas para tranquilizarse, y comenzó a subir los escalones.
Dan estaba de pie con las manos apoyadas en una de las mesas de picnic, la cabeza gacha, los ojos cerrados.
—Este plan es una locura —dijo Billy—. Debería quedarme contigo.
—No puedes. Tienes cosas más importantes que hacer.
—¿Y si te desmayas a mitad de camino? Y aunque no te desmayes, ¿cómo vas a enfrentarte al grupo entero? Por el aspecto que tienes ahora, ni siquiera aguantarías dos asaltos con un niño de cinco años.
—Creo que muy pronto me sentiré mucho mejor. Y más fuerte. Vete, Billy. ¿Recuerdas dónde aparcar?
—Al final del aparcamiento, junto al letrero que dice que los niños comen gratis cuando los equipos de Colorado ganan.
—Exacto. —Dan alzó la cabeza y se fijó en las gafas de sol de tamaño extragrande que Billy llevaba puestas—. Encasquétate bien la gorra. Hasta las orejas. Que parezcas más joven.
—Puede que tenga un truco que me haga parecer todavía más joven. Si todavía puedo hacerlo, claro.
Dan apenas lo oyó.
—Necesito una cosa más.
Se enderezó y abrió los brazos. Billy lo abrazó, deseaba hacerlo con fuerza —ferozmente— pero no se atrevía.
—Abra me aconsejó bien. Nunca habría llegado hasta aquí sin ti. Ahora ve a ocuparte de tus asuntos.
—Y tú ocúpate de los tuyos —dijo Billy—. Cuento contigo para que lleves el Riv hasta Cloud Gap en Acción de Gracias.
—Me gustaría —dijo Dan—. El mejor tren a escala que un chico jamás tuvo.
Billy le observó mientras se alejaba, caminando despacio con las manos en el estómago, hacia la señal al otro lado del claro. Tenía dos flechas de madera. Una apuntaba al oeste, hacia el Mirador Pawnee. La otra apuntaba al este, montaña abajo. En ésta ponía: AL CAMPING BLUEBELL.
Dan echó a andar en esa dirección. Durante un rato Billy pudo verlo a través de las brillantes hojas amarillas de los álamos, caminando lenta y dolorosamente, con la cabeza vigilando su paso. Entonces desapareció.
—Cuida de mi muchacho —rogó Billy.
No estaba seguro de si hablaba con Dios o con Abra, y suponía que no importaba; esa tarde ambos probablemente estarían demasiado ocupados para molestarse con los de su clase.
Regresó a la camioneta y de la caja del vehículo sacó a una chica con ojos azules de porcelana y tiesos rizos rubios. No pesaba mucho; probablemente estaría hueca por dentro.
—¿Cómo va eso, Abra? Espero que no hayas dado demasiados tumbos.
Llevaba puesta una camiseta de los Rockies de Colorado y pantalones cortos azules. Iba descalza, y ¿por qué no? Esa chica —en realidad un maniquí adquirido en una moribunda tienda de ropa infantil en Martenville— jamás había caminado un solo paso. Sin embargo, tenía rodillas flexibles, y Billy pudo acomodarla en el asiento del pasajero sin problema. Le abrochó el cinturón de seguridad y, antes de cerrar la portezuela, probó el cuello. También se doblaba, aunque solo un poco. Se alejó unos metros para examinar el efecto. No estaba mal. Parecía estar mirando algo en su regazo. O quizá implorando fuerza para la batalla venidera. No estaba nada mal.
A no ser que tuvieran prismáticos, claro, en cuyo caso todo se jodería.
Subió a la camioneta y esperó; dio tiempo a Dan. Y confió en que no se hubiera desmayado en algún punto del camino que conducía al Camping Bluebell.
A las cinco menos cuarto, Billy arrancó la camioneta y recorrió de vuelta el camino por el que habían venido.
Dan mantuvo un ritmo constante a pesar del calor creciente en su vientre. Sentía como si tuviera dentro una rata en llamas, una rata que no dejaba de mordisquearle mientras ardía. Si el sendero hubiera sido ascendente en lugar de cuesta abajo, jamás lo habría conseguido.
A las cinco menos diez dobló una curva y se detuvo. A no mucha distancia, los álamos daban paso a una extensión de césped verde y bien cuidado que descendía hasta un par de pistas de tenis. Más allá divisó la zona de estacionamiento para autocaravanas y un largo edificio de troncos: el Pabellón Overlook. Más allá, el terreno volvía a elevarse. Donde en otro tiempo se erigía el Overlook, una alta plataforma se erguía como un puente grúa contra el cielo brillante. El Techo del Mundo. Al mirarlo, el mismo pensamiento que se le había ocurrido a Rose la Chistera
(una horca)
se le pasó por la cabeza. Plantada junto a la barandilla, mirando cara al sur hacia el aparcamiento para visitantes de día, se recortaba una única silueta. Una figura de mujer. Llevaba una chistera ladeada.
(Abra ¿estás ahí?)
(estoy aquí, Dan)
Calmada, por el sonido. Y calmada era como él la quería.
(¿están oyéndote?)
Eso vino acompañado de un vago cosquilleo: su sonrisa. Su sonrisa furiosa.
(si no me oyen es que están sordos)
Le bastaba.
(tienes que venir a mí ahora pero recuerda que si te digo que te vayas TE VAS)
Abra no respondió. Antes de que tuviera ocasión de repetírselo, ella estaba allí.
Los Stone y John Dalton observaron impotentes cómo Abra resbalaba de costado hasta quedar tendida con la cabeza en las tablas del porche y las piernas abiertas extendidas sobre los peldaños inferiores. Brinquitos se cayó de la mano relajada. No parecía dormida, ni siquiera desmayada. Era la fea postura de la inconsciencia profunda o la muerte.
Lucy se lanzó hacia delante. Dave y John la refrenaron, pero ella intentó zafarse.
—¡Soltadme! ¡Tengo que ayudarla!
—No puedes —dijo John—. Ahora solo Dan puede ayudarla. Tienen que ayudarse el uno al otro.
Ella lo miró con ojos salvajes.
—¿Respira? ¿Lo notas?
—Respira —afirmó Dave, pero él mismo percibió la inseguridad en su voz.
Cuando Abra se le unió, el dolor se alivió por primera vez desde Boston. A Dan eso no le reconfortó mucho, pues ahora Abra también sufría. Lo notaba en el rostro de la chica, pero advirtió al mismo tiempo el asombro en sus ojos mientras echaba un vistazo a la habitación en la que se encontraba. Había una litera, paredes revestidas de pino nudoso y una alfombra con un diseño bordado de cactus y salvias del oeste. Tanto la alfombra como la cama inferior estaban sembradas de juguetes baratos. Sobre un pequeño escritorio en el rincón se desperdigaban varios libros y un rompecabezas de piezas grandes. En el rincón opuesto vibraba y siseaba un radiador.
Abra se acercó al escritorio y cogió uno de los libros. En la portada, un perrillo perseguía a una niñita montada en un triciclo. Se titulaba Reading Fun with Dick and Jane.
Dan se aproximó con una sonrisa perpleja.
—La niña de la portada es Sally. Dick y Jane son sus hermanos. Y el perro se llama Jip. Durante una temporada fueron mis mejores amigos. Mis únicos amigos, supongo. Salvo por Tony, claro.
Abra dejó el libro y se volvió hacia él.
—¿Qué lugar es éste, Dan?
—Un recuerdo. Antes había un hotel aquí, y éste era mi cuarto. Ahora es un sitio en el que podemos estar juntos. ¿Sabes la rueda que gira cuando te metes dentro de alguien?
—Ajá…
—Éste es el centro. El eje.
—Ojalá pudiéramos quedarnos aquí. Parece… seguro. Menos por eso. —Abra señaló hacia una puerta ventana con largos paneles de cristal—. No dan la misma sensación que el resto. —Le dirigió una mirada casi acusadora—. No estaban aquí, ¿verdad? Cuando eras niño.
—No. Mi cuarto no tenía ventanas, y la única puerta era la que daba al resto del apartamento del guarda. Lo he modificado. Era preciso. ¿Sabes por qué?
Abra le estudió el rostro con ojos serios.
—Porque eso era entonces y esto es ahora. Porque el pasado se ha ido, pero define el presente.
Dan sonrió.
—Ni yo mismo podría haberlo expresado mejor.
—No hacía falta. Lo estabas pensando.
Dan la guio hasta aquellas puertas acristaladas que nunca existieron. Al otro lado se veía el césped, las pistas de tenis, el Pabellón Overlook y el Techo del Mundo.
—La veo —musitó Abra—. Está allí arriba, y no mira en esta dirección, ¿verdad?
—Más vale que no —dijo Dan—. ¿Te duele mucho, cielo?
—Sí —dijo ella—, pero no me importa. Porque…
No tuvo que acabar. Él lo sabía, y ella sonrió. Esa unión era lo que compartían y, a pesar del dolor que la acompañaba —dolor de todas las clases— era buena. Era muy buena.
—¿Dan?
—Sí, cielo.
—Ahí fuera hay gente fantasma. No los veo, pero los siento. ¿Y tú?
—Sí. —Los había sentido durante años. Porque el pasado define el presente. Pasó un brazo en torno a los hombros de la chica y un brazo de ella le rodeó la cintura.
—¿Qué hacemos ahora?
—Esperar a Billy. Confío en que llegue a tiempo. Y luego todo será muy rápido.
—¿Tío Dan?
—Dime, Abra.
—¿Qué tienes dentro de ti? No es un fantasma. Es como… —Dan sintió que ella se estremecía—. Es como un monstruo.
No respondió.
Abra se puso derecha y se apartó unos pasos.
—¡Mira! ¡Por allí!
Una vieja camioneta Ford estaba entrando en el aparcamiento para visitantes.
Rose, con las manos apoyadas en la barandilla que rodeaba la plataforma de observación, observaba el aparcamiento en el que acababa de estacionar la camioneta. El vapor había aguzado su vista, pero aun así deseó haber cogido unos prismáticos. Sin duda habría algunos en el cuarto de suministros, para los huéspedes que quisieran ir a avistar aves, así que ¿por qué no se había equipado con unos?
Porque tenías muchas otras cosas en la cabeza. La enfermedad… las ratas abandonando el barco… perder a Cuervo a manos de esa zorra…
Sí a todo —sí, sí, sí—, pero aun así debería haberlo pensado. Por un momento se preguntó qué más habría olvidado, pero apartó la idea. Seguía al frente, cargada de vapor y en plena forma. Todo se desarrollaba según lo planeado. Pronto la chica subiría hasta ahí, porque estaba henchida de orgullo y de la estúpida confianza adolescente en sus propias habilidades.
Pero yo estoy en terreno elevado, querida, y eso en todos los sentidos. Si no puedo encargarme de ti yo sola, usaré al resto de los Verdaderos. Están todos juntos en la sala principal porque pensaste que eso era una buena idea. Pero he aquí algo que no consideraste. Cuando estamos juntos estamos enlazados, somos un Nudo Verdadero, y eso nos convierte en una batería gigante. Un poder que usaré si lo necesito.
Si todo lo demás fracasaba, quedaba Sarey la Callada. Ahora mismo ya empuñaría la hoz. Quizá no fuese un genio, pero era despiadada, asesina y —una vez que entendía el cometido— totalmente obediente. Además, tenía sus propias razones para querer a la zorra yaciendo muerta en el suelo a los pies de la plataforma de observación.
(Charlie)
Recibió la respuesta del Fichas de inmediato, y aunque por lo general Charlie era un emisor débil, ahora —estimulado por la fuerza de los demás en la sala principal del Pabellón— el mensaje llegó alto y claro y casi loco de excitación.
(la estoy captando firme y fuerte todos nosotros debe de estar muy cerca debes de percibirla)
Rose la sentía, aunque seguía haciendo lo posible por mantener su mente clausurada para impedirle el paso a la zorra y no fastidiarla.
(eso da igual tú diles a los otros que se preparen por si necesito ayuda)
Muchas voces respondieron, saltaban una por encima de otra. Estaban preparados. Incluso aquéllos que estaban enfermos estaban preparados para ayudar en lo que pudieran. Los amó por eso.
Rose contempló a la chica rubia de la camioneta. Bajaba la mirada. ¿Estaba leyendo algo? ¿Armándose de valor? ¿Rezando al Dios de los Paletos, quizá? No importaba.
Ven a mí, zorra. Ven con tía Rose.
Pero no fue la chica la que se bajó del vehículo, fue el tío. Justo como la zorra había dicho que haría. A inspeccionar. Rodeó el capó de la camioneta, moviéndose despacio, mirando a todas partes. Se inclinó por la ventanilla del pasajero, le dijo algo a la chica y a continuación se separó un poco del vehículo. Miró hacia el Pabellón, luego se giró hacia la plataforma que se erguía contra el cielo… y saludó con la mano. Ese insolente malnacido la estaba saludando de verdad.
Rose no le devolvió el gesto. Fruncía el ceño. Un tío. ¿Por qué habrían enviado los padres a un tío en vez de traer a su pequeña zorra ellos mismos? Para el caso, ¿por qué le habían permitido venir?
Los convenció de que era la única salida. Les dijo que si ella no venía a mí, yo iría a ella. Ésa es la razón, y tiene sentido.
Sí, tenía sentido, pero aun así la invadió una creciente inquietud. Había permitido que la zorra estableciera las reglas del juego. Hasta ese punto, al menos, había manipulado a Rose, que lo había permitido porque ella jugaba en casa y porque había tomado precauciones, pero principalmente porque estaba enfadada. Muy enfadada.
Observó con atención al hombre del aparcamiento. Se paseaba otra vez de lado a lado, mirando aquí y allá, cerciorándose de que ella estaba sola. Perfectamente razonable, era lo que Rose habría hecho, pero aún tenía la lacerante intuición de que lo que hacía realmente era ganar tiempo, aunque el motivo se le escapaba.
Rose miró aún con más atención, ahora centrándose en los andares del hombre. Decidió que no era tan joven como había creído en un principio. Caminaba, de hecho, como un hombre que distaba mucho de ser joven. Como si padeciera más que un poco de artritis. ¿Y por qué estaba tan rígida la chica?
Rose sintió la primera pulsación de verdadera alarma.
Algo iba mal.
—Está mirando al señor Freeman —dijo Abra—. Deberíamos ir.
Dan abrió las puertas acristaladas, pero vaciló. Algo en la voz de ella.
—¿Cuál es el problema, Abra?
—No lo sé. Puede que nada, pero no me gusta. Lo está mirando muy atenta. Tenemos que ir ahora mismo.
—Primero necesito hacer una cosa. Procura estar preparada, y no te asustes.
Dan cerró los ojos y acudió al almacén en el fondo de su mente. Unas cajas de seguridad reales habrían estado cubiertas de polvo después de tantos años, pero las dos que había guardado allí de niño ofrecían el aspecto reluciente de siempre. ¿Y por qué no? Estaban hechas de pura imaginación. La tercera —la nueva— tenía una neblina a su alrededor, y Dan pensó: No me extraña que esté enfermo.
No importaba. Ésa debía quedarse ahí por el momento. Abrió la más antigua de las dos, preparado para cualquier cosa, y encontró… nada. O casi. En la caja de seguridad donde había recluido a la señora Massey durante treinta y dos años, había un montón de ceniza gris oscura. Sin embargo, en la otra…
Comprendió lo estúpido que había sido decirle que no se asustara.
Abra chilló.
En la entrada de atrás de la casa de Anniston, Abra empezó a sacudirse. Sus piernas sufrieron espasmos; sus pies tamborilearon sobre los escalones; una mano —dando coletazos como un pez arrastrado a la orilla y dejado allí para morir— mandó volando a Brinquitos, el maltratado y deteriorado peluche.
—¿Qué le está pasando? —gritó Lucy.
Se abalanzó hacia la puerta. David se quedó clavado en el sitio —petrificado ante la visión de su hija convulsa—, pero John pasó el brazo derecho alrededor de la cintura de Lucy y el izquierdo por encima del pecho. Ella se revolvió.
—¡Suéltame! ¡Tengo que ir con ella!
—¡No! —gritó John—. ¡No, Lucy, no puedes!
Se habría liberado, pero ahora David también la sujetaba.
Se calmó. Miró primero a John.
—Si muere ahí fuera, te veré ir a la cárcel. —A continuación, su mirada (de ojos planos y hostiles) se posó en su marido—. Y a ti jamás te lo perdonaré.
—Se está calmando —dijo John.
En el porche, los temblores de Abra se moderaron y seguidamente cesaron. Sin embargo, tenía las mejillas húmedas, y bajo los párpados cerrados asomaban las lágrimas. A la luz moribunda del día, colgaban de sus pestañas como gemas.
En el dormitorio de la infancia de Danny Torrance —un cuarto ahora hecho solo de recuerdos— Abra se aferró a Dan y hundió el rostro contra su pecho. Cuando habló, su voz sonó amortiguada.
—El monstruo, ¿se ha ido?
—Sí —dijo Dan.
—¿Lo juras por tu madre?
—Sí.
La chica alzó la cabeza, primero lo miró para asegurarse de que decía la verdad, luego se atrevió a inspeccionar el cuarto.
—Esa sonrisa… —Se estremeció.
—Sí —dijo Dan—. Creo… que se alegra de estar en casa. Abra, ¿estás bien? Porque tenemos que hacer esto ya. Se acaba el tiempo.
—Estoy bien. Pero ¿y si… esa cosa… vuelve?
Dan pensó en la caja de seguridad. Estaba abierta, pero podría volver a cerrarse con bastante facilidad. Especialmente con la ayuda de Abra.
—No creo que él… que eso… quiera tener nada que ver con nosotros, cielo. Venga. Y recuerda: si te digo que vuelvas a New Hampshire, te vas.
Una vez más no respondió, y no quedaba tiempo para discutir. El tiempo se había acabado. Atravesó las puertas acristaladas, que daban al final del sendero. Abra caminaba a su lado, pero perdía la solidez que había manifestado en el cuarto de la memoria y empezaba a parpadear.
Aquí fuera ella misma es casi una persona fantasma, pensó Dan. Evidenciaba lo mucho que ella se había puesto en peligro. No le gustaba pensar lo endeble que sería la sujeción a su propio cuerpo.
Moviéndose rápidamente —pero sin correr; eso atraería la atención de Rose, y aún les quedaban por cubrir al menos setenta metros antes de que la parte de atrás del Pabellón Overlook les impidiera ser vistos desde la plataforma de observación—, Dan y su compañera fantasma cruzaron el césped y tomaron el camino de losas que discurría entre las pistas de tenis.
Alcanzaron la parte de atrás de la cocina y por fin la mole del Pabellón los ocultó de la plataforma. Ahí estaba el estacionario rumor de un extractor de humos y el hedor a carne podrida de los cubos de basura. Probó la puerta de atrás y resultó que no tenía el pestillo echado, pero se detuvo un momento antes de abrirla.
(¿están todos?)
(sí todos menos Rose… ella… date prisa Dan tienes que darte prisa porque)
Abra, parpadeando como una niña en una antigua película en blanco y negro, lo miró con los ojos desorbitados por la consternación.
—Sabe que algo va mal.
Rose dirigió su atención a la pequeña zorra, aún en el asiento del pasajero de la camioneta, con la cabeza inclinada, más inmóvil imposible. Abra no miraba a su tío —si es que era su tío— ni hacía ademán de bajarse. El medidor de alarma en la cabeza de Rose pasó del Amarillo Peligro a Alerta Roja.
—¡Eh, oye! —La voz llegó flotando hasta ella en el aire enrarecido—. ¡Eh, tú, mala pécora! ¡Mira esto!
Rose volvió bruscamente la mirada hacia el hombre del aparcamiento y observó, casi atónita, cómo levantaba las manos sobre la cabeza y daba una voltereta lateral, amplia y vacilante. Pensó que se caería de culo, pero lo único que cayó en el cemento fue su gorra, lo que dejó al descubierto el fino cabello blanco de un hombre que superaba los setenta. Quizá incluso los ochenta.
Rose volvió a mirar a la chica en la camioneta, que continuaba perfectamente inmóvil con la cabeza doblada. No mostraba ningún interés en absoluto por las payasadas de su tío. De repente algo hizo clic y Rose comprendió lo que debería haber advertido de inmediato, de no ser por lo extravagante del truco: era un maniquí.
¡Pero ella está aquí! Charlie el Fichas la siente, todos ellos en el Pabellón la sienten, están todos juntos y saben…
Todos juntos en el Pabellón. Todos juntos en un único lugar. ¿Y había sido idea de Rose? No. La idea había surgido de…
Rose se lanzó hacia las escaleras.
Los miembros restantes del Nudo Verdadero se congregaban alrededor de las dos ventanas que miraban al aparcamiento, observando a Billy Freeman ejecutar una voltereta por primera vez en más de cuarenta años (y la última vez que la había hecho estaba borracho). Petty la China hasta llegó a reírse.
—Por todos los santos, ¿qué…?
Estando de espaldas, no se percataron de que Dan entraba en la sala desde la cocina, ni de la chica que parpadeaba a su lado, apareciendo y desapareciendo. Dan tuvo tiempo de reparar en dos fardos de ropa en el suelo y de comprender que el sarampión de Bradley Trevor continuaba actuando con ahínco. Entonces regresó a su yo interior, se hundió en las profundidades, y encontró la tercera caja de seguridad, la que tenía fugas. Levantó la tapa de golpe.
(Dan qué estás haciendo)
Se inclinó hacia delante con las manos en los muslos, el estómago ardiendo como metal caliente, y exhaló el último hálito de la poetisa, que ella le había entregado libremente con un beso agonizante. De su boca brotó un largo penacho de niebla rosa que se oscureció, tornándose roja, al entrar en contacto con el aire. Al principio no pudo concentrarse en nada sino en el bendito alivio que sintió en el abdomen a medida que los restos ponzoñosos de Concetta Reynolds abandonaban su cuerpo.
—¡Momo! —chilló Abra.
En la plataforma, los ojos de Rose se dilataron. La zorra estaba en el Pabellón.
Y la acompañaba alguien.
Se sumergió en esta nueva mente sin pensarlo. Buscando. Ignorando los marcadores que delataban un gran vapor, solo tratando de detenerlo antes de que pudiera llevar a cabo lo que fuera que pretendiese. Ignorando la terrible posibilidad de que ya fuese demasiado tarde.
Los miembros del Nudo Verdadero se giraron en la dirección del grito de Abra. Alguien —que resultó ser Paul el Largo— dijo:
—¿Qué cojones es eso?
La niebla roja se fundió en una forma de mujer. Por un momento —sin duda no más— Dan se encontró mirando los ojos turbulentos de Concetta y vio que eran jóvenes. Aún débil y concentrado en ese fantasma, no tuvo percepción de la intrusa en su mente.
—¡Momo! —volvió a gritar Abra, que extendía los brazos.
La mujer de la nube podría haberla mirado. Podría incluso haberle sonreído. Entonces la forma de Concetta Reynolds se desvaneció y la niebla rodó hasta los miembros apiñados del Nudo Verdadero, muchos de ellos ahora estrechándose unos a otros con temor y perplejidad. A Dan, la sustancia roja le parecía sangre diluyéndose en agua.
—Es vapor —les dijo—. Vivíais de él, cabrones; ahora inhaladlo y morid de él.
Había sabido desde la misma concepción del plan que si no sucedía deprisa jamás viviría para ver si surtía efecto, pero nunca imaginó que ocurriría tan rápido como lo hizo. Era probable que el sarampión que ya los había debilitado influyera, porque algunos duraron un poco más que otros. Aun así, acabó en cuestión de segundos.
Aullaron dentro de su cabeza como lobos agonizantes. Los alaridos horrorizaron a Dan, pero no se podía decir lo mismo de su compañera.
—¡Bien! —bramó Abra. Sacudía los puños en dirección a ellos—. ¿Os gusta? ¿Os gusta mi momo? ¿Está rica? ¡Tomad cuanto queráis! ¡TOMADLO TODO!
Entraron en ciclo. A través de la niebla roja, Dan vio a dos de ellos abrazados, con las cabezas juntas, frente contra frente, y a pesar de todo lo que habían hecho —de todo lo que eran— la visión lo conmovió. Advirtió las palabras «Te quiero» en los labios de Eddie el Corto; advirtió que Mo la Grande empezaba a responder, y entonces desaparecieron y sus ropas cayeron flotando al suelo. Así de rápido sucedió.
Se volvió hacia Abra, con la intención de decirle que tenían que acabar de una vez, pero en ese momento Rose la Chistera rompió a chillar, y durante unos instantes —hasta que Abra fue capaz de bloquearla— aquellos gritos de ira y dolor enloquecido veló todo lo demás, incluso el bendito alivio de encontrarse libre de dolor. Y, esperaba con fervor, libre de cáncer. Lo segundo no lo sabría con certeza hasta que pudiera verse la cara en un espejo.
Rose se encontraba en el peldaño superior de la escalera que descendía de la plataforma cuando la niebla asesina engulló al Nudo Verdadero, los restos de la momo de Abra ejecutando su rápido y letal trabajo.
Una blanca cortina de agonía descendió sobre ella. Los alaridos le perforaron la cabeza como metralla. Los gritos del moribundo Nudo Verdadero hacían que aquellos del grupo de asalto a Cloud Gap en New Hampshire y de Cuervo en Nueva York parecieran insignificantes en comparación. Rose retrocedió tambaleándose como si la hubieran golpeado con un garrote. Chocó contra la barandilla, rebotó y se desplomó sobre las tablas. En algún lugar en la distancia, una mujer —una anciana, por el sonido tembloroso de su voz— clamaba no, no, no, no, no.
Soy yo. Tengo que ser yo, porque soy la única que queda.
No era la chica quien había caído en la trampa del exceso de confianza, sino la misma Rose. Pensó en algo
(volados con vuestro propio petardo)
que la zorra había dicho. La escaldó la rabia y la consternación. Sus viejos amigos y compañeros de viaje de tantos años estaban muertos. Envenenados. Excepto por los cobardes que habían huido, Rose la Chistera era la última del Nudo Verdadero.
Pero no, eso no era cierto. Quedaba Sarey.
Tirada en la plataforma y temblando bajo el cielo vespertino, Rose alargó su mente hacia ella.
(¿estás?)
El pensamiento que recibió estaba cargado de confusión y terror.
(sí pero Rose ¿están?, ¿es posible?)
(olvídate de ellos recuerda Sarey ¿te acuerdas?)
(«no me obligues a castigarte»)
(bien Sarey bien)
Si la zorra no huía… si cometía el error de intentar acabar la masacre…
Sí, cometería ese error. Rose estaba segura, y había visto lo suficiente en la mente del compañero de esa bruja para saber dos cosas: cómo habían llevado a cabo ésa carnicería, y cómo podría utilizarse contra ellos su misma conexión.
La ira era poderosa.
Al igual que los recuerdos de la infancia.
Se puso dificultosamente en pie, se ajustó el sombrero en su habitual ángulo desenfadado sin siquiera pensarlo y caminó hasta la barandilla. El viejo de la camioneta la miraba fijamente, pero ella le prestó escasa atención. Ya había cumplido su traicionera misión. Se ocuparía de él más tarde, ahora solo tenía ojos para el Pabellón Overlook. La chica se encontraba allí, pero también muy lejos. Su presencia corpórea en el campamento del Nudo era poco más que un fantasma. El que estaba entero —una persona real, un paleto— era un hombre al que no había visto antes. Un vaporero. La voz del hombre sonó clara y fría dentro de su mente.
(hola Rose)
Cerca había un lugar donde la chica cesaría de parpadear. Donde adoptaría forma física. Donde la podría matar. Que Sarey se ocupara del vaporero, pero no hasta que éste se hubiera ocupado de la zorra.
(hola Danny hola muchachito)
Cargada de vapor, se proyectó hacia él y lo estampó contra el eje de la rueda, apenas oyendo el grito de perplejidad y terror de Abra cuando le tocó a ella ir detrás.
Y una vez que Dan estuvo donde Rose lo quería, por un momento demasiado sorprendido para mantener la guardia levantada, vertió toda su furia en él. La vertió como un chorro de vapor.