CAPÍTULO DIECIOCHO
YENDO AL OESTE

1

Lo que mejor recordaba Dan de aquel sábado no fue el trayecto de Boston al motel Crown, porque las cuatro personas en el todoterreno de John Dalton dijeron muy poco. El silencio no era incómodo u hostil, sino por agotamiento: el mutismo de personas que tienen asuntos importantes en los que pensar y pocas cosas que decir. Lo que mejor recordaba fue lo que ocurrió cuando llegaron a su destino.

Dan sabía que Abra les estaba esperando porque se había mantenido en contacto durante la mayor parte del viaje, hablando de una forma con la que se sentían cómodos: en parte mediante palabras y en parte mediante imágenes. Cuando enfilaron hacia el motel, la encontraron sentada en el parachoques trasero de la vieja camioneta de Billy. La chica los vio y se puso en pie de un salto, saludando con la mano. En ese momento la capa de nubes, cada vez menos espesa, se resquebrajó y un rayo de sol la enfocó como con un reflector. Era como si Dios le chocara los cinco.

Lucy soltó un grito que no llegó a ser un chillido. Como no llevaba abrochado el cinturón, abrió la portezuela antes de que John pudiera detener por completo el Suburban. Cinco segundos después tenía a su hija entre sus brazos y la besaba en la coronilla, lo máximo que podía hacer, pues Abra aplastaba la cara contra su pecho. Ahora el sol las iluminaba a ambas.

Reunión de madre e hija, pensó Dan. La sonrisa que le sacó resultó extraña en su rostro. Había pasado mucho tiempo desde la última.

2

Lucy y David querían llevarse a Abra de vuelta a New Hampshire. Para Dan no era problema, pero ahora que estaban juntos los seis necesitaban hablar. En la recepción, el hombre gordo de la coleta estaba otra vez de guardia, esa mañana veía un combate de lucha libre en vez de porno. Les realquiló con mucho gusto la habitación por veinticuatro horas; le daba igual si pasaban la noche o no. Billy se acercó al pueblo de Crownville propiamente dicho a buscar un par de pizzas y luego se instalaron en la habitación. Dan y Abra se turnaron para hablar, poniendo a los otros al corriente de todo lo que había sucedido y todo lo que iba a suceder. Si las cosas se desarrollaban como esperaban, claro.

—No —sentenció Lucy enseguida—. Es demasiado peligroso. Para los dos.

John le brindó una sonrisa sombría.

—Lo más peligroso sería ignorar a esas… esas cosas. Rose dice que si Abra no va a ella, ella vendrá a Abra.

—Está… como obsesionada con ella —dijo Billy, y eligió una porción de pepperoni y champiñones—. Les pasa muchas veces a los chalados. Solo hay que ver al Dr. Phil para saberlo.

Lucy clavó en su hija una mirada de reproche.

—La provocaste. Hacer eso fue una temeridad, pero cuando ella tenga oportunidad de calmarse…

Aunque nadie la interrumpió, se quedó callada. Quizá, pensó Dan, se había dado cuenta de lo inverosímil que sonaba aquello expresado en voz alta.

—No se detendrán nunca, mamá —dijo Abra—. Ella no se detendrá.

—Abra estará a salvo —aseguró Dan—. Hay una rueda. No se me ocurre otra manera de explicarlo. Si las cosas se ponen feas, si se tuercen, Abra la usará para escapar. Para retirarse. Me lo ha prometido.

—Es verdad —corroboró Abra—. Lo he prometido.

Dan la miró muy serio.

—Y mantendrás tu promesa, ¿no es cierto?

—Sí —dijo Abra. Habló con bastante firmeza, aunque con una renuencia evidente—. Lo haré.

—Y, además, no podemos olvidarnos de todos esos niños —añadió John—. Nunca sabremos a cuántos se ha llevado ese Nudo Verdadero a lo largo de los años. Puede que a cientos.

Dan calculaba que, si vivían tanto como Abra creía, el número sería posiblemente de varios miles.

—Ni a cuántos se llevarán en el futuro, aunque dejen en paz a Abra.

—Eso suponiendo que el sarampión no los mate a todos —observó Dave, esperanzado. Se volvió hacia John—. Dijiste que podría pasar.

—A mí me quieren porque piensan que puedo curar el sarampión —dijo Abra—. Qué pringados

—Cuida tu lengua, jovencita —la reprendió Lucy, pero lo dijo en tono ausente. Cogió la última porción de pizza, la miró y la dejó otra vez en la caja—. No me importan los otros niños. Me importa Abra. Ya sé que suena horrible, pero es la verdad.

—No pensarías eso si hubieras visto todas aquellas fotos del Shopper —dijo Abra—. No puedo sacármelos de la cabeza. A veces sueño con ellos.

—Si esa chiflada tuviera medio cerebro, sabría que Abra no irá sola —dijo Dave—. ¿Qué va a hacer? ¿Volar hasta Denver y luego alquilar un coche? ¿Con trece años? —Y, echando una mirada medio cómica a su hija, concluyó—: Qué pringada

—Rose sabe que Abra tiene amigos por lo ocurrido en Cloud Gap —dijo Dan—. Lo que no sabe es que al menos uno de ellos tiene el resplandor. —Miró a Abra buscando confirmación. Ella asintió con la cabeza—. Escucha, Lucy. Dave. Juntos, creo que Abra y yo podemos poner fin a esta… —Buscó la palabra adecuada y solo encontró una que encajara— …plaga. Cualquiera de nosotros por sí solo… —Meneó la cabeza.

—Además —añadió Abra—, en realidad tú y papá no podéis detenerme. Aunque me encerrarais en mi cuarto, no podríais cerrarme la cabeza.

Lucy la fulminó con la Mirada de la Muerte, aquélla que las madres reservan especialmente para las hijas díscolas. Con Abra siempre había funcionado, incluso cuando se ponía hecha una fiera, pero esta vez no dio resultado. La niña miró a su madre con calma. Y con una tristeza que a Lucy le heló el corazón.

Dave asió la mano de su mujer.

—Creo que debe hacerse.

Silencio en la habitación. Fue Abra quien lo rompió.

—Si nadie va a comerse esa porción, me la como yo. Estoy hambrienta.

3

Lo repasaron varias veces, y en un par de puntos se alzaron las voces, pero en esencia todo había quedado dicho. Salvo una cosa, por lo que se vio. Cuando dejaron la habitación, Billy se negó a subir al Suburban de John.

—Yo también voy —le anunció a Dan.

—Billy, te agradezco el gesto, pero no es buena idea.

—Mi camioneta, mis reglas. Además, ¿de verdad piensas llegar a las montañas de Colorado para el lunes por la tarde tú solo? No me hagas reír. Pareces una mierda pinchada en un palo.

—No eres el primero que me lo dice últimamente —repuso Dan—, pero nadie lo había expresado con tanta elegancia.

—Yo puedo ayudarte. —Billy no sonreía—. Soy viejo pero no estoy muerto.

—Llévatelo —dijo Abra—. Tiene razón.

Dan la miró con atención.

(¿sabes algo Abra?)

La respuesta llegó rápida.

(es un presentimiento)

A Dan le bastaba. Extendió los brazos y Abra le dio un fuerte abrazo, presionando la mejilla contra su pecho. Dan podría haberla abrazado así durante mucho rato, pero la soltó y dio un paso atrás.

(avísame cuando estés cerca tío Dan e iré)

(solo toques pequeños recuerda)

En vez de un pensamiento en palabras, ella envió una imagen: un detector de humo pitando como cuando necesitaban un cambio de pilas. Se acordaba perfectamente.

Mientras se dirigía hacia el coche, Abra le dijo a su padre:

—En el camino de vuelta tenemos que parar a comprar una tarjeta. Julie Cross se rompió la muñeca ayer en el entrenamiento de fútbol.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó él, mirándola con el ceño fruncido.

—Lo sé —contestó ella.

David le tiró con suavidad de una de las coletas.

—Todo este tiempo podías hacerlo, ¿verdad? No entiendo por qué no nos lo contaste, Abba-Doo.

Dan, que había crecido con el resplandor, podría haber respondido a esa pregunta.

Algunos padres necesitaban que los protegieran.

4

De modo que se marcharon. El todoterreno de John se dirigió al este y la camioneta de Billy al oeste, con su dueño al volante.

—¿Seguro que estás bien para conducir, Billy?

—¿Después de todo lo que dormí anoche? Majo, podría conducir hasta California.

—¿Sabes adónde vamos?

—Compré un mapa de carreteras en el pueblo mientras esperaba la pizza.

—Así que entonces ya habías tomado la decisión. Y sabías lo que estábamos planeando Abra y yo.

—Bueno… más o menos.

—Cuando necesites que te releve, dame una voz —dijo Dan, y al punto se quedó dormido, con la cabeza apoyada en la ventanilla del pasajero.

Descendió por un pozo cada vez más profundo de imágenes desagradables. Primero los animales seto del Overlook, los que se movían cuando no mirabas. A éstos siguió la señora Massey de la habitación 217, que ahora llevaba un sombrero de copa ladeado. Aún descendiendo, revivió la batalla de Cloud Gap. Salvo que esta vez, cuando irrumpió en la Winnebago, encontró a Abra en el suelo, degollada, y a Rose sobre ella con una navaja de afeitar goteando sangre. Rose vio a Dan, y la mitad inferior de su rostro se desprendió formando una obscena sonrisa en la que relucía un largo diente solitario. Le advertí que terminaría de esta forma, pero no quiso escuchar, dijo. Las niñas así raramente escuchan.

Por debajo, solo había oscuridad.

Cuando despertó, lo hizo a un crepúsculo por cuyo centro discurría una línea blanca discontinua. Estaban en una interestatal.

—¿Cuánto he dormido?

Billy echó un vistazo a su reloj.

—Un buen rato. ¿Te sientes mejor?

—Sí. —Era cierto y a la vez no lo era. Sentía la mente despejada, pero tenía un dolor de estómago de mil demonios. Considerando lo que había visto aquella mañana en el espejo, no le sorprendía—. ¿Dónde estamos?

—A doscientos cuarenta kilómetros al este de Cincinnati, más o menos. He parado dos veces a repostar y ni te has inmutado. Además, roncas.

Dan se enderezó.

—¿Estamos en Ohio? ¡Dios! ¿Qué hora es?

Billy echó otro vistazo a su reloj.

—Las seis y cuarto. No ha sido para tanto; poco tráfico y nada de lluvia. Creo que llevamos un ángel viajando con nosotros.

—Bueno, vamos a buscar un motel. Tú necesitas dormir y yo tengo que hacer pis urgentemente.

—No me extraña.

Bill salió de la autopista en la siguiente salida con las señales de gasolina, comida y cama. Paró delante de un Wendy’s y compró unas hamburguesas mientras Dan iba al servicio de caballeros. De vuelta en la camioneta, Dan dio un bocado a su hamburguesa doble, volvió a meterla en la bolsa y, con cautela, le dio un sorbito a un batido de café. Su estómago pareció recibirlo de buen grado.

Billy parecía pasmado.

—Pero hombre, ¿a ti qué te pasa? ¡Tienes que comer!

—Creo que no fue buena idea desayunar pizza. —Y como Billy seguía mirándolo, añadió—: El batido está bien. Es cuanto necesito. Los ojos en la carretera, Billy. No podremos ayudar a Abra si nos tienen que remendar en una sala de urgencias.

Cinco minutos más tarde, Billy estacionó la camioneta bajo la marquesina de un Fairfield Inn con un parpadeante letrero encima de la puerta que anunciaba HABITACIONES DISPONIBLES. Apagó el motor pero no se bajó.

—Puesto que estoy arriesgando la vida contigo, jefe, quiero saber qué te preocupa.

Dan estuvo a punto de indicar que correr ese riesgo había sido idea de Billy, no suya, pero no era justo. Se lo explicó. Billy escuchó en un silencio atónito.

—Por los brincos de Cristo —masculló cuando Dan terminó.

—O lo pasé por alto —dijo Dan—, o en ninguna parte de la Biblia se menciona que Jesús fuera por ahí pegando brincos. Aunque supongo que de niño sí; la mayoría lo hacen. ¿Quieres ir a registrarnos, o lo hago yo?

Billy continuó sentado donde estaba.

—¿Lo sabe Abra?

Dan negó con la cabeza.

—Pero podría enterarse.

—Podría, pero no lo hará. Sabe que curiosear está mal, sobre todo cuando se trata de alguien que te importa. Sería como espiar a sus padres cuando hacen el amor.

—¿Sabes eso desde que eras pequeño?

—Sí. A veces ves un poco, no se puede evitar, pero enseguida te das media vuelta y te apartas.

—¿Tú vas a estar bien, Danny?

—Un rato. —Pensó en las moscas perezosas en sus labios y mejillas y frente—. El suficiente.

—¿Y después?

—Ya me preocuparé después por el después. Día a día. Vamos a pedir una habitación. Mañana tenemos que ponernos en marcha temprano.

—¿Has tenido noticias de Abra?

Dan sonrió.

—Abra está bien.

Al menos por ahora.

5

Pero en realidad Abra no estaba bien.

Sentada delante de su mesa, con un ejemplar a medio leer de El hombre de Kiev en la mano, trataba de no mirar hacia la ventana de su dormitorio, no fuera a ser que viera a cierta persona mirándola. Sabía que algo malo le pasaba a Dan, y sabía que no quería que ella se enterara de qué era, pero igualmente sentía la tentación de mirar, a pesar de todos los años que llevaba educándose para evitar los APA: asuntos privados de los adultos. Dos cosas la contenían. La primera era saber que, le gustara o no, en ese momento no podía hacer nada para ayudarle. La otra (más fuerte) era saber que él podría percibirla dentro de su cabeza. En ese caso, se sentiría decepcionado.

De todas formas, seguro que lo tiene bloqueado, pensó. Puede hacerlo, es bastante fuerte.

Aunque no tan fuerte como ella… o, si se expresaba en términos del resplandor, tan brillante. Ella podría abrir sus cajas de seguridad y echar un vistazo a las cosas que hubiera dentro, pero intuía que eso podría suponer un peligro para los dos. No había una razón en particular para pensarlo, tan solo era un presentimiento —como el de que era buena idea que el señor Freeman acompañara a Dan—, pero confiaba en él. Además, quizá se tratara de algo que pudiera ayudarles. Era una esperanza que abrigar. La verdadera esperanza es fugaz y vuela con alas de golondrina; ésa era otra cita de Shakespeare.

No mires esa ventana. No te atrevas.

No. Rotundamente no. Nunca. Así que miró, y allí estaba Rose, sonriendo debajo de su sombrero ladeado. El nubarrón de cabello y la piel pálida de porcelana y los enloquecedores ojos oscuros y los voluptuosos labios rojos, todo enmascarando aquel único diente prominente. Aquel colmillo.

Vas a morir gritando, zorra.

Abra cerró los ojos y pensó con fuerza

(no estás ahí no estás ahí no estás ahí)

y volvió a abrirlos. La cara sonriente de la ventana había desaparecido. Pero no del todo. En algún lugar de las montañas —en el techo del mundo— Rose estaba pensando en ella. Y a la espera.

6

El motel servía un desayuno bufet. Dado que su compañero de viaje lo vigilaba, Dan hizo el esfuerzo de tomarse unos cereales y un yogur. Billy pareció quedarse tranquilo. Mientras él se ocupaba de pagar la factura en recepción, Dan se dirigió con paso despreocupado al servicio de caballeros del vestíbulo. Una vez dentro, giró el pestillo, se arrodilló y vomitó todo lo que había comido. Los cereales y el yogur sin digerir flotaron en una espuma roja.

—¿Estás bien? —preguntó Billy cuando Dan se reunió con él en el mostrador.

—Sí —dijo Dan—. Venga, en marcha.

7

Según el mapa de carreteras de Billy, unos mil novecientos kilómetros separaban Denver de Cincinnati. Sidewinder quedaba aproximadamente a ciento veinte kilómetros al oeste, por carreteras llenas de cambios de rasante y curvas pronunciadas y bordeadas de abruptos barrancos. Dan intentó conducir un rato ese domingo por la tarde, pero se cansó enseguida y le cedió otra vez el volante a Billy. Se quedó dormido y, cuando despertó, ya se ponía el sol. Estaban en Iowa…, hogar del difunto Brad Trevor.

(¿Abra?)

Había temido que la distancia dificultara, o incluso imposibilitara, la comunicación mental; sin embargo, la chica respondió al punto, y tan fuerte como siempre; si hubiera sido una emisora de radio, habría transmitido a cien mil vatios. Se encontraba en su habitación tecleando en su ordenador alguna que otra tarea escolar. A Dan le divirtió y al mismo tiempo le entristeció ver que tenía a Brinquitos, su conejito de peluche, en el regazo. La tensión de lo que estaban llevando cabo provocaba en ella una regresión a una Abra más joven, al menos desde una perspectiva emocional.

Con la línea entre ellos completamente abierta, ella captó sus pensamientos.

(no te preocupes por mí estoy bien)

(mejor porque tienes que hacer una llamada)

(sí vale y tú ¿estás bien?)

(perfectamente)

Abra sabía más, pero no preguntó, y así era como él lo deseaba.

(tienes el)

Ella creó una imagen.

(todavía no es domingo las tiendas no abren)

Otra imagen, una que le sacó una sonrisa. Un Wal-Mart… salvo que el letrero en la fachada lo anunciaba como SUPERMERCADO DE ABRA.

(no nos venderían lo que necesitamos encontraremos uno que sí)

(vale… supongo)

(¿sabes qué decirle?)

()

(intentará arrastrarte a una conversación larga intentará fisgar no se lo permitas)

(no lo haré)

(dame un toque después para que no me preocupe)

Aunque se iba a preocupar, por supuesto, y mucho.

(descuida te quiero tío Dan)

(yo también a ti)

Dan formó un beso. Abra le respondió con otro: grandes labios rojos de dibujos animados. Casi pudo sentirlo en sus mejillas. Entonces se fue.

Billy lo miraba fijamente.

—Estabas hablando con ella, ¿no?

—Sí, señor. Los ojos en la carretera, Billy.

—Que sí, vale. Te pareces a mi ex mujer.

Billy puso el intermitente, cambió al carril rápido y adelantó a una enorme casa rodante Fleetwood Pace Arrow que avanzaba torpe y pesadamente. Dan se quedó mirándola, preguntándose quién viajaría dentro y si estarían mirando por las ventanillas tintadas.

—Quiero hacer otros ciento cincuenta kilómetros o así antes de parar para pasar la noche —indicó Billy—. Tal como he planeado mañana, debería sobrarnos tiempo para hacer tu recado y llegar a las tierras altas antes de la hora que tú y Abra habéis fijado para la confrontación. Pero nos convendría echarnos a la carretera antes del amanecer.

—Bien. ¿Entiendes cómo irá esto?

—Entiendo cómo se supone que tiene que ir. —Billy lo miró—. Ya puedes rezar para que no utilicen prismáticos. ¿Crees que es posible que salgamos vivos? Dime la verdad. Si la respuesta es no, cuando paremos me voy a pedir para cenar el bistec más grande que hayas visto en tu vida. Ya perseguirán los de la MasterCard a mis parientes para que paguen el último extracto de la tarjeta, pero adivina qué. No tengo parientes. A no ser que cuentes a mi ex, claro, aunque ésa, si me estuviera quemando, ni siquiera me mearía encima para apagarme.

—Volveremos —dijo Dan, pero su voz sonaba exangüe. Se sentía demasiado enfermo para intentar enmascararlo.

—¿Sí? Bueno, a lo mejor me pido ese bistec igual. ¿Y tú qué?

—Creo que podré con una sopita. Siempre que sea clara. —La idea de comer cualquier cosa demasiado espesa como para no poder leer un periódico a través (crema de tomate, crema de champiñones) hizo que se le encogiera el estómago.

—Vale. ¿Por qué no descansas los ojos un rato?

Dan sabía que no podría dormir profundamente por muy cansado y enfermo que se sintiera —imposible mientras Abra trataba con la cosa ancestral que parecía una mujer—, pero echó una cabezada, un sueño ligero pero lo bastante fértil como para que crecieran pesadillas, primero del Overlook (la versión de ese día presentaba al ascensor que se ponía a funcionar solo en mitad de la noche), luego de su sobrina. Esta vez habían estrangulado a Abra con un trozo de cable. Miraba a Dan con ojos desorbitados y acusadores. Resultaba demasiado fácil leer lo que había en ellos. Dijiste que me ayudarías. Dijiste que me salvarías. ¿Dónde estabas?.

8

Abra demoró la tarea que debía llevar a cabo hasta que se dio cuenta de que su madre pronto empezaría a darle la lata con que se acostara. No iría al colegio por la mañana, pero aun así sería un día movido. Y, quizá, una noche muy larga.

Postergar las cosas solo las empeora, cara mia.

Ése era el evangelio según Momo. Abra miró hacia la ventana deseando poder ver a su bisabuela allí en vez de a Rose. Qué bueno sería.

—Momo, tengo mucho miedo —musitó, pero tras dos inspiraciones largas para calmar sus nervios, cogió su iPhone y marcó el número del Pabellón Overlook del Camping Bluebell.

Contestó un hombre y, cuando Abra anunció que quería hablar con Rose, le preguntó quién era.

—Sabes quién soy —dijo ella. Y, con lo que esperaba que fuera una irritante curiosidad, preguntó—: ¿Has enfermado ya, señor?

El hombre en el otro extremo de la línea (era el Lamebotas) no contestó a eso, pero Abra oyó que murmuraba algo a alguien. Un momento después, Rose se puso al teléfono, recobrada y afianzada la compostura.

—Hola, querida. ¿Dónde estás?

—De camino —dijo Abra.

—¿En serio? Qué bien, querida. ¿Y si marco asterisco-sesenta-y-nueve no descubriré que esta llamada proviene de un número con prefijo de New Hampshire?

—Claro que sí —contestó Abra—. Estoy usando mi móvil. Espabila, que estamos en el siglo XXI, zorra.

—¿Qué quieres? —La voz en el otro extremo era ahora cortante.

—Asegurarme de que conoces las reglas —dijo Abra—. Estaré allí mañana a las cinco. Llegaré en una camioneta roja.

—¿Y quién conduce?

—Mi tío Billy —dijo Abra.

—¿Era uno de los de la emboscada?

—Es el que estaba conmigo y el Cuervo. Deja de hacer preguntas. Cállate y escucha.

—Qué grosera —se lamentó Rose con tristeza.

—Aparcará al final del aparcamiento, junto a la señal que dice LOS NIÑOS COMEN GRATIS CUANDO GANAN LOS EQUIPOS DE COLORADO.

—Veo que has visitado nuestra web. Qué ricura. ¿O fue tal vez tu tío? Es muy valiente al hacerte de chófer. ¿Es hermano de tu padre o de tu madre? Las familias paletas son mi hobby. Me gusta trazar árboles genealógicos.

Intentará fisgar, le había dicho Dan, y cuánta razón tenía.

—¿Qué parte de «cállate y escucha» no entiendes? ¿Quieres que hagamos esto o no?

Ninguna respuesta, solo un silencio de espera. Un escalofriante silencio de espera.

—Desde el aparcamiento podremos verlo todo: el camping, el Pabellón y el Techo del Mundo en lo alto de la colina. Más vale que mi tío y yo te veamos allí arriba, y más vale que no veamos a la gente de tu Nudo Verdadero por ninguna parte. Los demás se quedarán dentro de esa especie de refugio mientras nosotras nos ocupamos de nuestro asunto. En la sala principal, ¿entendido? Tío Billy no sabrá si están donde deben, pero yo sí. Si capto a uno solo en cualquier otra parte, nos largaremos.

—¿Tu tío esperará en la camioneta?

—No. Yo me quedaré en la camioneta hasta que estemos seguros. Después él se marchará y yo iré a reunirme contigo. No quiero que se acerque a ti.

—De acuerdo, querida. Será como tú dices.

No, no será así. Mientes.

Pero también Abra mentía, lo que las dejaba más o menos empatadas.

—Tengo una pregunta realmente importante, querida —dijo Rose en tono amable.

Abra estuvo a punto de morder el anzuelo, pero entonces recordó el consejo de su tío. Su tío real. Una pregunta, claro. Que conduciría a otra… y a otra… y a otra.

—Así se te atragante —dijo, y colgó.

Empezaban a temblarle las manos. Y les siguieron las piernas y los brazos y los hombros.

—¿Abra? —Mamá. Llamando desde el pie de las escaleras. Lo percibe. Solo un poco, pero lo percibe. ¿Es cosa de madres o es cosa del resplandor?—. Cariño, ¿estás bien?

—¡Sí, mamá! ¡Me estoy preparando para irme a la cama!

—Diez minutos y subiremos a darte un beso de buenas noches. Ponte el pijama.

—Descuida.

Si supieran con quién acabo de hablar…, pensó Abra. Pero no lo sabían. Solo creían saber lo que estaba ocurriendo. Ella estaba ahí en su dormitorio, cada puerta y ventana de la casa tenía echado el cerrojo, y creían que con eso estaría a salvo. Incluso su padre, que había visto al Nudo Verdadero en acción.

Pero Dan sabía. Cerró los ojos y alargó su mente hacia él.

9

Dan y Billy se encontraban bajo otra marquesina de motel. Seguían sin señales de Abra. Mal asunto.

—Vamos, jefe —dijo Billy—. Vamos adentro y…

Entonces apareció. Gracias a Dios.

—Calla un segundo —le pidió Dan, y escuchó.

Dos minutos más tarde se volvió hacia Billy, que consideró que la sonrisa reflejada en su rostro finalmente conseguía que se pareciera de nuevo al verdadero Dan Torrance.

—¿Era ella?

—Sí.

—¿Cómo le ha ido?

—Abra dice que bien. Vamos por buen camino.

—¿No ha preguntado sobre mí?

—Solo que a qué rama de la familia pertenecías. Escucha, Billy, lo del tío ha sido un pequeño error. Eres demasiado viejo para pasar como hermano de Lucy o David. Cuando paremos mañana a hacer nuestro recado, tendrás que comprarte unas gafas de sol. De las grandes. Y encasquetarte tu gorra hasta las orejas, para que no se te vea el pelo.

—Ya puestos, a lo mejor debería echarme también un poco de Just For Men.

—Un respeto, vejestorio.

El comentario le sacó a Billy una sonrisa burlona.

—Vamos a registrarnos y a buscar algo de comer. Tienes mejor aspecto. Como para poder comer algo de verdad.

—Sopa —dijo Dan—. No tiene sentido tentar a mi suerte.

—Sopa. Muy bien.

Se la comió toda. Despacio. Y —recordándose que todo habría acabado de una forma u otra en menos de veinticuatro horas— logró retenerla. Cenaron en la habitación de Billy y, cuando finalmente terminó, Dan se estiró en la moqueta. Le alivió un poco el dolor de estómago.

—¿Qué haces? —preguntó Billy—. ¿Alguna especie de mierda de yoga?

—Exacto. Lo aprendí viendo los dibujos del Oso Yogui. Repíteme el plan.

—Lo tengo claro, jefe, no te preocupes. Ya empiezas a parecerte a Casey Kingsley.

—Un pensamiento aterrador. Venga, repítemelo.

—Abra se pondrá a mandar pings a la altura de Denver. Si tienen a alguien que pueda escuchar, sabrán que ya está llegando. Y que está en las cercanías. Nosotros llegaremos a Sidewinder temprano (digamos que a las cuatro en lugar de las cinco) y pasaremos por delante del camping. No verán la camioneta. A no ser que hayan apostado un centinela en la carretera, claro.

—No creo que lo hagan. —Dan se acordó de otro aforismo de Alcohólicos Anónimos: No tenemos poder sobre la gente, los lugares y las cosas. Como la mayoría de las perlas de los borrachines, contenía un setenta por ciento de verdad y un treinta por ciento de majadería—. En cualquier caso, no podemos controlarlo todo. Continúa.

—Hay un merendero carretera arriba, a kilómetro y medio. Tú fuiste allí un par de veces con tu madre, antes de que la nieve os dejara aislados durante el invierno. —Billy hizo una pausa—. ¿Tú y ella solos? ¿Tu padre no fue nunca?

—Estaba escribiendo, trabajaba en una obra. Continúa.

Billy siguió desgranando el plan. Dan escuchó con atención y al final asintió.

—Muy bien, lo has entendido.

—¿No te lo había dicho? Ahora, ¿puedo hacerte una pregunta?

—Claro.

—Mañana por la tarde, ¿serás capaz de andar más de un kilómetro?

—Seré capaz.

Más me vale.

10

Gracias a que partieron de madrugada —a las cuatro de la mañana, mucho antes del alba—, Dan Torrance y Billy Freeman empezaron a divisar una nube extendiéndose por el horizonte poco después de las nueve. Una hora más tarde, cuando la nube gris azulada se disgregaba ya en una cadena montañosa, se detuvieron en el pueblo de Martenville, Colorado. Allí, en la corta (y prácticamente desierta) calle principal, Dan vio algo todavía mejor que lo que esperaba: una tienda de ropa infantil llamada Kid’s Stuff. Media manzana más abajo había un drugstore flanqueado por una casa de empeños y un videoclub con el aviso LIQUIDACIÓN POR CIERRE PRECIOS DE SALDO en la ventana. Envió a Billy a Martenville Drugs & Sundries para que se hiciera con unas gafas de sol y traspasó la puerta de Kid’s Stuff.

Una sensación de tristeza y esperanza perdida impregnaba la atmósfera del local. Dan era el único cliente. He ahí la buena idea de alguien yéndose al traste, probablemente por culpa de los centros comerciales de Sterling o Fort Morgan. ¿Por qué comprar en el pueblo cuando podías conducir unos kilómetros y conseguir pantalones y vestidos para la vuelta al cole más baratos? ¿Y qué más daba si estaban fabricados en México o Costa Rica? Una mujer de aspecto cansado, con un peinado de aspecto cansado, salió de detrás del mostrador y dedicó a Dan una sonrisa de aspecto cansado. Le preguntó si le podía ayudar. Dan respondió que sí, y cuando le explicó lo que deseaba, los ojos de la mujer se abrieron como platos.

—Ya sé que es poco corriente —dijo Dan—, pero ayúdeme un poquito. Pagaré en efectivo.

Consiguió lo que buscaba. En los pequeños comercios sin esperanza de los pueblos junto a las autopistas, la palabra «efectivo» tenía mucho peso.

11

Mientras se aproximaban a Denver, Dan se puso en contacto con Abra. Cerró los ojos y visualizó la rueda que ambos conocían. En la ciudad de Anniston, ella hizo lo mismo. Esta vez resultó más fácil. Al abrir los ojos de nuevo, Dan se encontró contemplando, a través de la pendiente del jardín trasero de los Stone, el río Saco, que centelleaba al sol de la tarde. Por su parte, Abra se descubrió ante el paisaje de las Rocosas.

—¡Uau, tío Billy! Son preciosas, ¿verdad?

Billy dirigió una mirada al hombre sentado a su lado. Dan tenía las piernas cruzadas de una forma totalmente impropia de él y hacía rebotar un pie. Las mejillas habían recobrado su color, y en sus ojos se percibía un brillo claro que no habían tenido en todo su viaje al oeste.

—Ya lo creo, cielo —dijo.

Dan sonrió y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la salud que Abra había llevado a su rostro ya se marchitaba.

Como una rosa sin agua, pensó Billy.

—¿Algo?

—Ping —dijo Dan. Esbozó una sonrisa, pero ésta era cansada—. Como un detector de humo que necesita un cambio de pilas.

—¿Crees que lo han oído?

—Eso espero —dijo Dan.

12

Rose se paseaba de un lado a otro cerca de su EarthCruiser cuando Charlie el Fichas llegó corriendo. El Nudo había tomado vapor esa mañana, habían gastado todos menos uno de los cilindros que tenían en reserva y, añadido a lo que Rose ya había inhalado ella sola en los últimos dos días, estaba demasiado sobreexcitada para pensar siquiera en sentarse.

—¿Qué? —preguntó—. Dame una buena noticia.

—La he captado, ¿qué te parece eso? —Sobreexcitado él mismo, Charlie agarró a Rose por los brazos y se puso a dar vueltas con ella, haciendo ondear su pelo—. ¡La he captado! Solo unos segundos, ¡pero era la chica!

—¿Has visto a su tío?

—No, miraba las montañas a través del parabrisas. Dijo que eran preciosas…

—Lo son —convino Rose. Una sonrisa se extendió por sus labios—. ¿No estás de acuerdo, Charlie?

—… y él le dio la razón. ¡Vienen, Rosie! ¡Sí que vienen!

—¿Se enteró de que estabas allí?

Charlie la soltó frunciendo el ceño.

—No lo sé seguro… Abuelo Flick probablemente lo habría…

—Dime qué crees tú.

—Casi seguro que no.

—Con eso me basta. Vete a algún lugar tranquilo. A algún lugar donde puedas concentrarte sin que te molesten. Siéntate y escucha. Si vuelves (cuando vuelvas) a captarla, infórmame. No quiero perderle el rastro si puedo evitarlo. Si necesitas más vapor, pídelo. He guardado un poco.

—No, no, estoy bien. Escucharé. Escucharé con atención.

Charlie el Fichas soltó una carcajada salvaje y se marchó corriendo. Rose no creía que tuviera idea de adónde iba, y no le importaba. Siempre y cuando permaneciera a la escucha.

13

Dan y Billy alcanzaron el pie de las Flatiron a mediodía. Mientras observaba las Rocosas cada vez más cercanas, Dan pensó en todos los años de vagabundeo en que las había evitado. Eso, a su vez, le llevó a recordar algún poema, uno que hablaba sobre cómo podías pasarte años huyendo pero al final siempre acababas enfrentándote a ti mismo en una habitación de hotel, con una bombilla desnuda colgando sobre tu cabeza y un revólver en la mesa.

Como disponían de tiempo, dejaron la autovía y entraron en Boulder. Billy tenía hambre; Dan no…, aunque le picaba la curiosidad. El viejo estacionó la camioneta en el aparcamiento de una bocatería, y cuando preguntó si le compraba algo, Dan se limitó a menear la cabeza.

—¿Seguro? Te queda mucho por delante.

—Comeré cuando esto termine.

—Bueno…

Billy entró en el Subway a por un bocadillo de pollo al estilo Buffalo, y Dan aprovechó para contactar con Abra. La rueda giró.

Ping.

A su regreso, Dan señaló con la cabeza el bocata extragrande, aún envuelto.

—Espera un par de minutos. Ya que estamos en Boulder, hay algo que quiero comprobar.

Cinco minutos más tarde se encontraban en Arapahoe Street. A dos manzanas del sórdido distrito de bares, le indicó a Billy que parara junto al bordillo.

—Adelante, cómete ese pollo. No tardaré mucho.

Dan se bajó de la camioneta y se quedó parado en la cuarteada acera mirando un deprimente edificio de tres plantas en una de cuyas ventanas un cartel anunciaba: APARTAMENTOS IDEALES PARA ESTUDIANTES. El césped presentaba calvas. Las hierbas crecían entre las grietas de la acera. Había dudado que ese sitio siguiera en pie, había creído que Arapahoe Street sería ahora una calle de condominios habitada por holgazanes adinerados que beberían café de Starbucks, comprobarían sus páginas de Facebook media docena de veces al día y tuitearían como cabrones. Pero allí estaba, y con exactamente el mismo aspecto —hasta donde veía— que había tenido antaño.

Billy se plantó a su lado, con el bocadillo en una mano.

—Todavía nos quedan ciento veinte kilómetros por delante, Danno. Será mejor que movamos el culo.

—Está bien —convino Dan.

Sin embargo, continuó contemplando el edificio con la pintura verde desconchada. Antaño había vivido allí un niño pequeño; cierto día se sentó en el mismo trozo de bordillo donde Billy Freeman mordisqueaba ahora un bocadillo de pollo. Un niño pequeño esperando a que su padre volviera de la entrevista de trabajo en el Hotel Overlook. Tenía un planeador de madera de balsa, ese niño pequeño, pero el ala estaba rota. Aunque no pasaba nada. Cuando su padre llegara a casa, la arreglaría con cinta aislante y pegamento. Después a lo mejor lo volaban juntos. Su padre era un hombre que daba miedo, y cuánto lo quería aquel niño pequeño.

—Viví aquí con mis padres antes de mudarnos al Overlook. No es gran cosa, ¿verdad?

Billy se encogió de hombros.

—Los he visto peores.

Dan también, en sus años de vagabundeo. El apartamento de Deenie en Wilmington, por ejemplo.

Señaló hacia la izquierda.

—Por allí abajo había una zona de bares. Uno se llamaba Broken Drum. Parece que el plan de saneamiento de la ciudad se ha saltado este barrio, así que es posible que siga allí. Cuando mi padre y yo pasábamos por delante, él siempre se paraba a mirar por la ventana, y yo sentía la sed que crecía en su interior. Una sed tan inmensa que llegaba a transmitírmela. He pasado muchos años bebiendo para saciarla, pero en realidad nunca desaparece. Mi padre lo sabía, ya entonces.

—Pero le querías, supongo.

—Sí. —Continuaba mirando aquel edificio de apartamentos cochambroso y con aire de abandono. No era gran cosa, pero Dan no podía evitar preguntarse cuán diferentes podrían haber sido sus vidas si se hubieran quedado allí. Si el Overlook no les hubiera cazado en su trampa—. Era bueno y era malo, y yo quería a las dos caras de él. Que Dios me ayude, creo que todavía le quiero.

—Como casi todos los niños —dijo Billy—. Quieres a tus viejos y que sea lo que Dios quiera. ¿Qué otra cosa vas a hacer? Venga, Dan. Si vamos a terminar esto, tenemos que irnos.

Media hora más tarde, Boulder quedaba a sus espaldas y ascendían las Rocosas.