CAPÍTULO DIECISIETE
LA PEQUEÑA ZORRA

1

Aún estaba oscuro fuera del motel Crown, faltaba una hora o más para el amanecer, cuando se abrió la puerta de la habitación 24 y salió una chica. Había una niebla espesa, y el mundo apenas estaba allí. La chica llevaba pantalones negros y camisa blanca; se había hecho dos coletas, y el rostro que enmarcaban parecía muy joven. Respiraba hondo, el frescor y la humedad suspendida en el aire hacían maravillas con su persistente dolor de cabeza, pero no con su corazón afligido. Momo había muerto.

Sin embargo, si tío Dan tenía razón, no estaba realmente muerta; tan solo en otra parte. Tal vez fuese una persona fantasma; tal vez no. En cualquier caso, no podía pararse a pensar en eso. Más tarde, quizá, meditaría sobre esas cuestiones.

Dan le había preguntado si Billy dormía. Sí, había contestado, todavía estaba dormido. A través de la puerta comunicante veía los pies y las piernas del señor Freeman bajo la ropa de cama y oía sus continuados ronquidos. Sonaba como una lancha al ralentí.

Dan le había preguntado si Rose o alguno de los otros había intentado tocarle la mente. No. Lo habría sabido. Sus trampas estaban armadas, y Rose debía de suponerlo; no era estúpida.

Le había preguntado si la habitación tenía teléfono. Sí, había un teléfono. Tío Dan le explicó lo que quería que hiciera. Era muy simple. La parte que daba miedo era lo que tenía que decirle a la extraña mujer de Colorado. Y aun así lo deseaba. Una parte de ella lo había deseado desde el mismo momento en que oyó los gritos agonizantes del chico del béisbol.

(¿entiendes la palabra que tienes que repetir?)

Sí, claro.

(porque tienes que pincharla sabes lo que)

(sí sé lo que significa)

Provocarla. Enfurecerla.

Abra permaneció inmóvil, inspirando la niebla. La carretera por la que habían llegado no era más que un arañazo, los árboles al otro lado habían desaparecido por completo. También la recepción del motel. A veces ella misma deseaba ser así, toda blanca por dentro. Pero solo a veces. En el fondo de su corazón, nunca había lamentado lo que era.

Cuando se sintió preparada —tan preparada como podía llegar a estarlo—, Abra volvió a su habitación y cerró la puerta de su lado para no molestar al señor Freeman si tenía que hablar en voz alta. Estudió las instrucciones del teléfono, pulsó el 9 para conseguir conexión con el exterior, a continuación llamó al servicio de información y pidió el número del Pabellón Overlook del Camping Bluebell, en Sidewinder, Colorado. Podría darte el número principal, había dicho Dan, pero te saltaría el contestador.

En el lugar donde los huéspedes comían y jugaban, el teléfono sonó durante mucho tiempo. Dan dijo que probablemente pasaría eso, y que debería esperar hasta que terminara. Después de todo, allí eran dos horas menos.

Al cabo contestó una voz malhumorada.

—¿Hola? Si busca la oficina, ha llamado al número equivo…

—No busco la oficina —dijo Abra. Esperaba que el rápido latir de su corazón no se percibiera en su voz—. Busco a Rose. Rose la Chistera.

Una pausa. Luego:

—¿Quién es?

—Abra Stone. Ya conoces mi nombre, ¿no? Soy la chica a la que está buscando. Dile que volveré a llamar dentro de cinco minutos. Si está ahí, hablaremos. Si no, dile que se puede ir a tomar por culo. No volveré a llamar.

Abra colgó, luego bajó la cabeza, apoyó la cara ardiente en las palmas de las manos y respiró hondo.

2

Rose bebía café sentada al volante de su EarthCruiser, con los pies encima del compartimento secreto que contenía los cilindros de vapor, cuando llamaron a la puerta. Que llamaran tan temprano solo podía significar más problemas.

—Sí —dijo—. Entra.

Era Paul el Largo; llevaba una bata sobre un infantil pijama con coches de carreras.

—El teléfono de pago del Pabellón empezó a sonar. Al principio lo dejé, pensando que se habrían equivocado de número, y además estaba haciendo café en la cocina. Pero seguía sonando, así que contesté. Era esa chica. Quería hablar contigo. Ha dicho que volvería a llamar dentro de cinco minutos.

Sarey la Callada se incorporó en la cama, pestañeando entre el flequillo, con las mantas enganchadas alrededor de los hombros como un chal.

—Vete —le ordenó Rose.

Sarey obedeció sin pronunciar palabra. Rose se quedó mirando a través del amplio parabrisas del EarthCruiser mientras Sarey regresaba descalza, caminando con dificultad, a la Bounder que había compartido con Serpiente.

Esa chica.

En vez de huir y esconderse, esa bruja se dedicaba a hacer llamadas de teléfono. Para que luego hablaran de nervios de acero. ¿Idea suya? Resultaba un poco difícil de creer, ¿no?

—¿Qué hacías levantado y trajinando en la cocina tan temprano?

—No podía dormir.

Se volvió hacia él, un tipo alto y anciano al que le raleaba el cabello y que llevaba unas bifocales asentadas en la punta de la nariz. Un paleto podría cruzarse con él en la calle todos los días durante un año sin verlo, pero no carecía de ciertas habilidades. Paul no poseía el talento para hacer dormir de Serpiente, ni el talento para localizar del difunto Abuelo Flick, pero era un buen persuasor. Si por casualidad sugería a un paleto que le diera una bofetada en la cara a su mujer —o a un desconocido, para el caso—, esa cara recibiría una bofetada, y enérgica. Todos los miembros del Nudo poseían sus habilidades; así era como prosperaban.

—Enséñame los brazos, Paulie.

El hombre suspiró y se arremangó la bata y el pijama hasta el codo, lleno de arrugas. Las manchas rojas estaban ahí.

—¿Cuándo te salieron?

—Vi las primeras ayer por la tarde.

—¿Fiebre?

—Sí, un poco.

Rose le miró fijamente a los ojos, sinceros y confiables, y sintió ganas de abrazarlo. Varios habían huido, pero Paul el Largo seguía allí. Igual que la mayoría de los otros. Sin duda quedaban suficientes para encargarse de la niña-bruja si de verdad era tan estúpida como para dar la cara. Y cabía esa posibilidad. ¿Qué chica de trece años no era estúpida?

—Te curarás —le aseguró.

El hombre lanzó otro suspiro.

—Eso espero. En caso contrario, ha sido un viaje estupendo.

—No digas eso. Todo el que se quede se curará. Lo prometo, y yo cumplo mis promesas. Ahora, vamos a ver qué tiene que decir en su defensa nuestra amiga de New Hampshire.

3

Menos de un minuto después de que Rose se acomodara en una silla junto al bombo de bingo de plástico (y dejando a enfriar su taza de café al lado), el teléfono de pago del Pabellón tronó con un timbrazo muy del siglo XX que hizo que pegara un salto. Dejó que sonara dos veces, luego descolgó el auricular de la horquilla y habló con su voz más modulada.

—Hola, querida. Podrías haberme contactado mentalmente, lo sabes, ¿no? Te habrías ahorrado el coste de la conferencia.

De haberlo intentado, esa zorra habría sido muy poco prudente. Abra Stone no era la única capaz de tender trampas.

—Voy a por ti —dijo la chica.

La voz era tan joven… ¡tan fresca! Rose pensó en todo el vapor útil que manaría con esa frescura y sintió que la gula le aguijoneaba como una sed insatisfecha.

—Eso dijiste. ¿Estás segura de que de verdad quieres hacerlo, querida?

—Si lo hago, ¿me esperarás ahí? ¿O solo dejarás a tus ratas amaestradas?

Rose sintió una sacudida de furia. No ayudaba, aunque, por otra parte, jamás había sido una persona demasiado doliente.

—¿Por qué querría irme, querida? —Mantenía la voz calmada y pretendidamente indulgente; la voz de una madre (o así la imaginaba; nunca había tenido una) hablándole a un bebé con un berrinche.

—Porque eres una cobarde.

—Tengo curiosidad por saber en qué basas esa afirmación —dijo Rose. Su tono era el mismo (indulgente, algo divertido), pero la mano apretaba con fuerza el teléfono y lo oprimía con más fuerza contra la oreja—. No has llegado a conocerme.

—Claro que sí. Dentro de mi cabeza, y te obligué a huir con el rabo entre las piernas. Y matas niños. Solo los cobardes matan niños.

No necesitas justificarte ante una niña, se dijo. Y menos ante un paleta.

Sin embargo, se oyó a sí misma decir:

—Tú no sabes nada de nosotros. Ni lo que somos, ni lo que tenemos que hacer para sobrevivir.

—Una tribu de cobardes es lo que sois —dijo la pequeña zorra—. Creéis que tenéis tanto talento y que sois tan fuertes…, pero lo único que hacéis bien es comer y vivir vidas largas. Sois como hienas. Matáis a los débiles y luego salís corriendo. Cobardes.

El desprecio en su voz era como ácido en las orejas de Rose.

—¡Eso no es cierto!

—Y tú eres la cobarde jefe. No te atreviste a venir a por mí, ¿verdad? No, tú no. En tu lugar, mandaste a esos otros.

—¿Vamos a mantener una conversación razonable o…?

—¿Qué tiene de razonable matar niños para poder robarles la sustancia de sus mentes? ¿Qué tiene eso de razonable, puta cobarde? Enviaste a tus amigos a hacer tu trabajo, te escondiste detrás de ellos, y supongo que fue lo más inteligente, porque ahora están todos muertos.

—¡Tú no sabes nada, estúpida hija de perra!

Rose se puso en pie de un salto. Golpeó la mesa con los muslos, y el café se derramó y se escurrió bajo el bombo de bingo. Paul el Largo se asomó por la puerta de la cocina, le vio la cara y se retiró.

—¿Quién es la cobarde? ¿Quién es la verdadera cobarde? ¡Es muy fácil hablar por teléfono, pero jamás te atreverías a decirme esas cosas a la cara!

—¿Cuántos necesitarás tener contigo cuando yo vaya? —la hostigó Abra—. ¿Cuántos, gallina de mierda?

Rose no dijo nada. Debía recuperar el control de sí misma, lo sabía, pero que una niña paleta le soltara una sarta de insultos de patio de colegio… Y sabía demasiado. Demasiado.

—¿Te atreverías acaso a enfrentarte a mí tú sola? —preguntó la zorra.

—Ponme a prueba —espetó Rose.

Hubo una pausa al otro lado de la línea, y cuando la zorra habló a continuación, su voz sonó reflexiva.

—¿Una contra una? No, no te atreverías. Una cobarde como tú jamás se atrevería. Ni siquiera contra una niña. Eres una tramposa y una embustera. A veces pareces guapa, pero he visto tu verdadera cara. No eres más que una puta cagona.

—Tú… tú… —Pero Rose no pudo decir más. Su rabia era tan intensa que parecía como si la estrangulara. Una parte era por el impacto de verse a ella misma, Rose la Chistera, desnudada por una cría cuya idea del transporte era una bicicleta y cuya mayor preocupación antes de esas últimas semanas habría sido probablemente cuándo le saldrían tetas más grandes que unas picaduras de mosquito.

—Pero a lo mejor te doy una oportunidad —dijo esa zorra. Su confianza y despreocupada temeridad eran increíbles—. Por supuesto, si aceptas el reto, acabaré contigo. No me molestaré con los demás, ya se están muriendo. —Soltó una risa auténtica—. Se os ha atragantado el chico del béisbol, bien por él.

—Si vienes, te mataré —dijo Rose. Una mano encontró su garganta, se cerró en torno a ella y empezó a apretar rítmicamente. Más tarde aparecerían moratones—. Si huyes, te encontraré. Y cuando lo haga, gritarás durante horas antes de morir.

—No huiré —aseguró la chica—. Y ya veremos quién grita.

—¿Cuántos tendrás cubriéndote las espaldas, querida?

—Iré sola.

—No te creo.

—Léeme la mente —dijo la chica—. ¿O eso también te da miedo?

Rose no dijo nada.

—Seguro que sí. Te acuerdas de lo que pasó la última vez que lo intentaste. Te di a probar de tu propia medicina y no te gustó, ¿verdad? Hiena. Asesina de niños. Cobarde.

—Deja… de llamarme… eso.

—Hay un sitio arriba de la colina donde estás. Un mirador. Se llama el Techo del Mundo. Lo encontré en internet. Ve allí el lunes a las cinco de la tarde. Ve sola. Si no, si el resto de tu manada de hienas no se queda dentro de esa sala de reuniones mientras resolvemos nuestro asunto, lo sabré. Y me iré.

—Te encontraría —repitió Rose.

—¿Tú crees? —Estaba realmente mofándose de ella.

Rose cerró los ojos y vio a la chica. La vio retorciéndose en el suelo, con la boca llena de avispones y astillas calientes sobresaliendo de los ojos.

A mí nadie me habla así. Jamás.

—Supongo que sí, que podrías encontrarme. Pero para cuando lo hicieras, ¿cuántos de tus apestosos del Nudo Verdadero te quedarían para cubrirte? ¿Una docena? ¿Diez? ¿O solo tres o cuatro?

Esa idea ya se le había ocurrido a Rose. Que una chica a la que ni siquiera había visto cara a cara llegara a la misma conclusión era, en muchos sentidos, lo más irritante.

—El Cuervo conocía a Shakespeare —dijo la zorra—. Lo citó no mucho antes de que me lo cargara. Yo también conozco un poco, porque en el colegio teníamos un módulo sobre Shakespeare. Solo leímos una obra, Romeo y Julieta, pero la señora Franklin nos dio un listado con las frases más famosas de sus otras obras. Cosas como «Ser o no ser» y «Para mí, eso era griego». ¿Sabías que eran de Shakespeare? Yo no. ¿No opinas que es interesante?

Rose no dijo nada.

—No estás pensando para nada en Shakespeare —prosiguió la zorra—. Estás pensando en lo mucho que te gustaría matarme. No me hace falta leerte la mente para saberlo.

—Si yo fuera tú, saldría corriendo —dijo Rose con aire pensativo—. Tan rápido y tan lejos como te lo permitieran tus piernecitas. No te serviría de nada, pero vivirías un poco más.

La zorra no se dejaba doblegar.

—Había otra cita. No me acuerdo exactamente, pero era algo como «salir disparado con su propio petardo». La señora Franklin dijo que un petardo era como una bomba en un palo, para volar las puertas de las fortalezas. Creo que algo parecido le está pasando a tu tribu de cobardes. Sorbisteis el vapor equivocado y os quedasteis pegados a un petardo, y ahora la bomba está explotando. —Hizo una pausa—. ¿Sigues ahí, Rose? ¿O has salido corriendo?

—Ven a mí, querida —dijo Rose. Había recobrado la calma—. Si quieres encontrarte conmigo en el mirador, allí estaré. Disfrutaremos juntas del paisaje, ¿te parece? Y veremos quién es la más fuerte.

Colgó antes de que la zorra pudiera responder. Había perdido el temple que había jurado mantener, pero al menos había dicho la última palabra.

O quizá no, porque la que la zorra no había cesado de repetir seguía resonando en su cabeza como un disco rayado.

Cobarde. Cobarde. Cobarde.

4

Abra colgó el auricular en su horquilla y se quedó mirándolo; incluso acarició su superficie plástica, ahora caliente por el tacto de su mano y mojada de sudor. De pronto, antes de darse cuenta de que iba a suceder, rompió a llorar, con sollozos altos y estridentes. La invadieron con la fuerza de una tormenta, atenazándole el estómago y haciendo temblar todo su cuerpo. Corrió al cuarto de baño, aún llorando, se arrodilló delante del inodoro y vomitó.

Cuando salió, encontró al señor Freeman de pie en la puerta comunicante, con los faldones de la camisa colgando y su cabello gris formando alocadas ondas.

—¿Te pasa algo? ¿Estás enferma por la droga que te dio?

—No es eso.

El hombre se acercó a la ventana y escudriñó la niebla que presionaba contra el cristal.

—¿Son ellos? ¿Vienen a por nosotros?

Temporalmente incapaz de hablar, Abra se limitó a sacudir la cabeza, y lo hizo con tanta vehemencia que sus coletas volaron. Era ella la que pensaba ir a por ellos, y eso la aterraba.

Y no solo por lo que pudiera ocurrirle a ella.

5

Rose se quedó sentada, inmóvil, intentó relajarse respirando profundamente. Cuando volvió a recuperar el control de sí misma, llamó a Paul el Largo. Al cabo de unos instantes, asomó cautelosamente la cabeza por la puerta batiente que daba a la cocina. La expresión de su rostro llevó el fantasma de una sonrisa a los labios de ella.

—Es seguro, puedes entrar. No voy a morderte.

Dio un paso adentro y vio el café derramado.

—Limpiaré eso.

—Déjalo. ¿Quién es el mejor localizador que nos queda?

—Tú, Rose. —Sin vacilación.

Rose no tenía intención de aproximarse mentalmente a la zorra, ni siquiera con una maniobra de tocar tierra y volver a despegar.

—Aparte de mí.

—Bueno…, muerto Abuelo Flick… y muerto Barry… —Lo pensó unos segundos—. Susie tiene una pizca de localizadora, y también G la Golosa. Pero creo que Charlie el Fichas tiene un poco más.

—¿Está él enfermo?

—Ayer estaba bien.

—Envíamelo. Yo limpiaré el café mientras espero. Porque (y esto es importante, Paulie) la persona que ensucia es la que debe limpiar.

Después de que él se marchara, Rose se quedó un rato sentada donde estaba, juntando los dedos de las manos bajo el mentón. Había recuperado la claridad de pensamiento, y con ella la capacidad de planificar. Por lo visto, ese día al final no tomarían vapor. Eso podría esperar hasta la mañana del lunes.

Al cabo entró en la cocina a por un rollo de papel absorbente. Y limpió lo que había ensuciado.

6

—¡Dan! —Esta vez era John—. ¡Tenemos que irnos!

—Ya voy —respondió él—. Quiero echarme un poco de agua fría en la cara.

Recorrió el pasillo escuchando a Abra, asintiendo ligeramente con la cabeza como si ella estuviera presente.

(el señor Freeman quiere saber por qué estaba llorando y por qué vomité qué tengo que decirle)

(por ahora que cuando lleguemos quiero cogerle prestada la camioneta)

(porque vamos a seguir hacia el oeste)

(… bueno…)

Era complicado, pero la chica lo entendió. La comprensión no llegó con palabras y tampoco se necesitaban.

En el cuarto de baño vio junto al lavabo un estante con varios cepillos de dientes envueltos. El más pequeño —sin envolver— tenía la palabra ABRA impresa en el mango con letras arcoíris. En una pared colgaba una placa donde se leía UNA VIDA SIN AMOR ES COMO UN ÁRBOL SIN FRUTOS. Lo miró por unos segundos, preguntándose si el programa de Alcohólicos Anónimos contaría con algún dicho parecido. Lo único que se le ocurría era: Si hoy no puedes amar a nadie, procura al menos no hacer daño a nadie. Ni punto de comparación.

Hizo correr el agua fría y se salpicó la cara varias veces, con fuerza. Luego cerró el grifo, cogió una toalla y alzó la cabeza. Esta vez Lucy no le acompañaba en el retrato; solo estaba Dan Torrance, hijo de Jack y Wendy, quien siempre se había creído hijo único.