CAPÍTULO DIECISÉIS
LO QUE FUE OLVIDADO

1

Nada más colgar Dan el teléfono, Dave dijo:

—Recogeremos a Lucy e iremos a buscarla.

Dan negó con la cabeza.

—Ella dice que está bien, y yo la creo.

—Pero la han drogado —replicó John—. Su juicio podría no ser el mejor ahora mismo.

—Estaba lo bastante despejada para ayudarme a que me encargara de ése al que ella llama «el Cuervo» —argumentó Dan—, y confío en su criterio. Dejemos que el sueño se lleve eso con lo que el cabrón les drogó. Tenemos otras cosas que hacer. Cosas importantes. Tendrá que confiar en mí. Estará con su hija muy pronto, David. Por el momento, escúcheme con atención. Vamos a dejarle en casa de su bisabuela política. Y va a llevar a su mujer al hospital.

—No sé si me creerá cuando le cuente lo que ha pasado hoy. No sé lo convincente que podré ser cuando ni yo mismo me lo creo del todo.

—Dígale que la historia tendrá que esperar hasta que estemos todos juntos. Y eso incluye a la momo de Abra.

—Dudo que le dejen entrar a verla. —Dave echó un vistazo a su reloj—. Hace ya rato que terminaron las horas de visitas, y ella está muy enferma.

—El personal de planta no presta mucha atención a las normas de visita cuando los pacientes se hallan cerca del final —dijo Dan.

Dave miró a John, que se encogió de hombros.

—Trabaja en una residencia de ancianos. Creo que puedes confiar en lo que dice.

—Es posible que ni siquiera esté consciente —dijo Dave.

—Cada cosa a su tiempo.

—De todas formas, ¿qué tiene que ver Chetta en este asunto? ¡No sabe nada de todo esto!

Dan dijo:

—Estoy casi seguro de que ella sabe más de lo que usted piensa.

2

Dejaron a Dave en el edificio de Marlborough Street y observaron desde el bordillo mientras subía los escalones y tocaba uno de los timbres.

—Parece un chiquillo que sabe que le van a dar unos azotes en el trasero —comentó John—. Esto someterá su matrimonio a una tensión tremenda, independientemente de cómo se resuelva.

—No hay que buscar culpables de los desastres naturales.

—Intenta hacérselo ver a Lucy Stone. Ella pensará: «Dejaste sola a tu hija y la raptó un chalado». En el fondo, lo pensará siempre.

—Abra podría hacer que cambiara de opinión. Y en cuanto a lo de hoy, hemos hecho lo que hemos podido, y hasta ahora no ha ido demasiado mal.

—Pero no ha acabado.

—Ni por asomo.

Dave estaba tocando otra vez el timbre y escudriñando el interior del portal cuando se abrió el ascensor y salió Lucy a la carrera. Tenía el rostro crispado y pálido. Dave empezó a hablar nada más abrirse la puerta. También ella. Lucy, asiéndolo por ambos brazos, le metió dentro con un enérgico tirón.

—Oh, tío —dijo John con voz queda—. Esto me recuerda a todas esas noches que llegaba borracho a casa a las tres de la mañana.

—Puede que la convenza, puede que no —dijo Dan—. Nosotros tenemos otros asuntos.

3

Dan Torrance y John Dalton llegaron al Hospital General de Massachusetts poco después de las diez y media. Había poca actividad en la planta de cuidados intensivos. Un globo de helio desinflado con el mensaje MEJÓRATE PRONTO impreso con letras multicolor flotaba desganado a la deriva por el techo del pasillo proyectando sombras de medusa. Dan se dirigió al control de enfermería, se identificó como celador de la residencia a la que estaba previsto que trasladaran a la señora Reynolds, enseñó su credencial de la Residencia Helen Rivington, y presentó a John Dalton como el médico de la familia (una exageración, pero no era del todo mentira).

—Tenemos que evaluar su estado antes del traslado —dijo Dan— y dos miembros de la familia han solicitado estar presentes. Son la nieta de la señora Reynolds y su marido. Siento lo avanzado de la hora, pero es inevitable. Estarán aquí dentro de poco.

—Conozco a los Stone —dijo la enfermera jefe—. Son unas personas encantadoras, y Lucy en particular ha sido muy atenta con su abuela. Concetta es especial. He estado leyendo sus poemas y son maravillosos. Pero si esperan que les diga algo, se van a llevar una decepción, caballeros. Ha entrado en coma.

Ya lo veremos, pensó Dan.

—Y… —La enfermera miró a John con recelo—. Bueno… no me corresponde a mí decirlo…

—Adelante —dijo John—. Jamás he conocido a una enfermera jefe que no estuviera al tanto de la situación.

Ella le dedicó una sonrisa y luego centró su atención en Dan.

—He oído cosas maravillosas de la Residencia Rivington, pero dudo mucho que Concetta acabe allí. Aunque resista hasta el lunes, no estoy segura de que tenga sentido trasladarla. Podría ser más bondadoso dejar que termine su viaje aquí. Si me estoy pasando de la raya, lo siento.

—No, tranquila —dijo Dan—, y lo tendremos en cuenta. John, ¿te importaría bajar al vestíbulo y acompañar a los Stone cuando lleguen? Yo puedo empezar sin ti.

—¿Estás seguro…?

—Sí —dijo Dan, aguantándole la mirada—. Lo estoy.

—Está en la habitación 9 —indicó la enfermera jefe—. Es la individual al final del pasillo. Si me necesita, toque el timbre de llamada.

4

El nombre de Concetta estaba en la puerta de la habitación 9, pero la casilla para las prescripciones médicas estaba vacía y el monitor de constantes vitales no prometía nada bueno. Dan se adentró en una mezcla de aromas que conocía bien: ambientador, antiséptico y enfermedad mortal. El último era un olor punzante que resonaba en su cabeza como un violín que solo toca una nota. Las paredes estaban cubiertas de fotografías, en muchas de las cuales aparecía Abra a distintas edades. Una mostraba a una conglomeración boquiabierta de personitas observando a un mago sacar un conejo blanco del sombrero. Dan estaba seguro de que la habían tomado en la famosa fiesta de cumpleaños, el Día de las Cucharas.

Rodeada de estas imágenes, una mujer esquelética dormía con la boca abierta y un rosario de perlas enrollado en sus dedos. El cabello que le quedaba era tan fino que casi desaparecía contra la almohada. Su piel, en otro tiempo olivácea, tenía ahora un tono amarillento. El movimiento de su delgado pecho era casi inexistente. Un simple vistazo bastó para que Dan comprendiera que la enfermera jefe tenía razón. Si Azzie estuviera ahí, se habría enroscado cerca de la mujer de esa habitación, a la espera de que llegara el Doctor Sueño y así poder reanudar su ronda nocturna por los pasillos vacíos salvo por las cosas que solo los gatos podían ver.

Dan se sentó en un lado de la cama; se fijó en que el único intravenoso que le estaban inyectando era un suero salino; solo había un medicamento que podría ayudarla ahora, y la farmacia del hospital no lo vendía. La cánula estaba torcida. La enderezó. Después le cogió la mano y escrutó su rostro dormido.

(Concetta)

Su respiración se tornó ligeramente dificultosa.

(Concetta vuelve)

Tras los párpados amoratados y finos, los ojos se movieron. Podría haber estado escuchando; podría haber estado soñando sus últimos sueños. De Italia, tal vez. Inclinándose sobre el pozo de la casa e izando un cubo de agua fresca. Inclinándose bajo el sol ardiente del verano.

(Abra necesita que vuelvas y yo también)

Era todo cuanto podía hacer, y no estuvo seguro de que fuera suficiente hasta que, lentamente, ella abrió los ojos. Al principio ausentes, pero ganaron percepción. Dan ya lo había visto antes. El milagro de la conciencia que regresaba. No por primera vez se preguntó de dónde procedía y adónde iba cuando partía. La muerte no era menor milagro que la vida.

La mano que sujetaba se tensó. Los ojos permanecieron fijos en los de Dan, y Concetta sonrió. Era una sonrisa tímida, pero estaba ahí.

Oh mio caro! Sei tu? Sei tu? Come e possibile? Sei morto? Sono morta anch’io?… Siamo fantasmi?

Dan no hablaba italiano, pero no le hacía falta. Oyó lo que decía con perfecta claridad dentro de su cabeza.

Oh, querido mío, ¿eres tú? ¿Eres tú? ¿Cómo es posible? ¿Estás muerto? ¿Estoy yo muerta?

Luego, tras una pausa:

¿Somos fantasmas?

Dan se inclinó hacia ella hasta que sus mejillas se rozaron.

Al oído, él le susurró algo.

Al tiempo, ella le respondió.

5

Su conversación fue breve pero esclarecedora. Concetta habló sobre todo en italiano. Al final levantó una mano —le supuso un gran esfuerzo, pero lo logró— y le acarició la mejilla rasposa. La mujer sonrió.

—¿Estás lista? —preguntó él.

—Sí. Lista.

—No hay nada que temer.

—Sí, lo sé. Me alegro tanto de que hayas venido… Dime otra vez tu nombre, signor.

—Daniel Torrance.

—Sí. Eres un regalo de Dios, Daniel Torrance. Sei un dono di Dio.

Dan esperaba que fuera verdad.

—¿Me lo darás?

—Sí, por supuesto. Lo que necesites por Abra.

—Y yo te lo daré a ti, Chetta. Beberemos juntos del pozo.

Ella cerró los ojos.

(lo sé)

—Te dormirás, y cuando despiertes…

(todo será mejor)

El poder era incluso más fuerte que la noche en que Charlie Hayes partió; podía sentirlo entre ellos mientras le apresaba con delicadeza las manos entre las suyas y sentía las suaves cuentas de su rosario en las palmas. En alguna parte, las luces se apagaban, una tras otra. No pasaba nada. En Italia, una niña pequeña con un vestido marrón y sandalias extraía agua de la garganta fría de un pozo. Se parecía a Abra esa niñita. Un perro ladraba. Il cane. Ginata. Il cane si rotolava sull’erba. Ladrando y rodando por la hierba. ¡La graciosa Ginata!

Concetta a los dieciséis años y enamorada, o a los treinta y escribiendo un poema en la mesa de la cocina de un caluroso apartamento de Queens mientras los niños gritaban abajo en la calle; a los sesenta años, de pie bajo la lluvia y alzando la vista a una cascada de cien mil líneas de plata pura. Era madre y bisabuela y había llegado la hora de su gran cambio, su gran viaje. Ginata rodaba por la hierba y las luces

(deprisa por favor)

se iban una tras otra. Una puerta se abría

(deprisa por favor es la hora)

y más allá percibieron el olor de la misteriosa, aromática, respiración de la noche. Por encima estaban todas las estrellas que jamás hayan sido.

Le dio un beso en su fría frente.

—Todo va bien, cara. Solo tienes que dormir. Dormir te hará bien.

Después, esperó al último aliento.

Y llegó.

6

Seguía sentado allí, sujetando las manos de la anciana entre las suyas, cuando la puerta se abrió de golpe y Lucy Stone entró. Su marido y el pediatra de su hija aparecieron detrás, pero no demasiado cerca; era como si temieran que los abrasara el miedo, la furia y la confusa indignación que la rodeaba con un aura chisporroteante tan intensa que era casi visible.

Asió a Dan por el hombro, sus uñas se clavaron como garras en la carne bajo la camisa.

—Apártese de mi abuela. Usted ni la conoce. No es asunto suyo lo que le pase, como tampoco lo es mi hij…

—Baje la voz —dijo Dan sin volverse—. Está en presencia de la muerte.

La ira que la mantenía en tensión la abandonó de repente, sus articulaciones se aflojaron. Se hundió en la cama junto a Dan y miró a la figura de cera que era ahora la aparición de su abuela. Después miró al demacrado hombre de barba desaliñada que permanecía sentado sujetando las manos muertas, en las que seguía enrollado el rosario. Lagrimones cristalinos empezaron a caer inadvertidos por las mejillas de Lucy.

—No he entendido la mitad de lo que han intentado decirme, solo que secuestraron a Abra y que ahora está bien (supuestamente), y que está en un motel con un hombre llamado Billy y que los dos están durmiendo.

—Todo eso es cierto —dijo Dan.

—Pues le agradeceré que se ahorre sus beatas declaraciones. Ya lloraré a mi momo después de que vea a Abra y pueda abrazarla. Pero ahora quiero saber… quiero… —Calló, desplazando la mirada de Dan a su abuela muerta y de vuelta a Dan. Su marido estaba de pie detrás de ella. John había cerrado la puerta de la habitación 9 y se apoyaba en ella—. ¿Se llama usted Torrance? ¿Daniel Torrance?

—Sí.

De nuevo aquella lenta mirada, del contorno inmóvil de su abuela al hombre que se había hallado presente cuando murió.

—¿Quién es usted, señor Torrance?

Dan soltó las manos de Chetta y tomó las de Lucy.

—Acompáñeme. No muy lejos, solo al otro lado de la habitación.

La mujer se levantó sin protestar, aún escrutando su rostro. La llevó hasta la puerta del cuarto de baño, que se encontraba abierta. Encendió la luz y señaló el espejo encima del lavabo, donde quedaban enmarcados como en una fotografía. Vistos así, pocas dudas cabían. Ninguna, en realidad.

Dan anunció:

—Mi padre era también el suyo, Lucy. Soy su medio hermano.

7

Tras notificar a la enfermera jefe la defunción que se había producido en la planta, acudieron a la pequeña capilla aconfesional del hospital. Lucy conocía el camino; aunque no era demasiado creyente, había pasado un buen número de horas allí pensando y rememorando. Era un lugar reconfortante para hacer esas cosas, tan necesarias cuando un ser amado se acerca al final. A esa hora de la noche, la tenían para ellos solos.

—Lo primero es lo primero —dijo Dan—. Tengo que preguntarle si me cree. Podremos someternos a la prueba de ADN cuando haya tiempo, pero… ¿es realmente necesario?

Lucy meneó la cabeza, aturdida, sin apartar un instante los ojos de su rostro. Daba la impresión de querer memorizarlo.

—Dios bendito, si hasta me cuesta respirar.

—La primera vez que le vi pensé que me resultaba conocido —dijo Dave a Dan—. Ahora sé por qué. Lo habría adivinado antes, creo, si no hubiera sido por… ya sabe…

—Justo delante de tus narices —dijo John—. Dan, ¿lo sabe Abra?

—Seguro. —Dan sonrió, recordaba la teoría de la relatividad de Abra.

—¿Le leyó la mente? —preguntó Lucy—. ¿Usando su telepatía?

—No, porque ni yo mismo lo sabía. Ni siquiera alguien con tanto talento como Abra puede leer algo que no está ahí. Aunque, en el fondo, los dos lo sabíamos. Joder, si hasta lo dijimos en voz alta. Si alguien preguntaba qué hacíamos juntos, íbamos a decir que yo era su tío. Y lo soy. Me debería haber dado cuenta de manera consciente antes.

—Ésta es la coincidencia de las coincidencias —dijo Dave meneando la cabeza.

—No, nada de eso. Es todo lo opuesto a una coincidencia. Lucy, entiendo que esté confundida y enfadada. Le contaré todo lo que sé, pero me llevará un tiempo. Gracias a John, a su marido y a Abra (a ella sobre todo), disponemos de algo.

—De camino —dijo Lucy—. Podrá contármelo de camino a recoger a Abra.

—Muy bien —asintió Dan—, de camino. Pero primero dormiremos tres horas.

Ella ya negaba con la cabeza antes de que concluyera la frase. Apresó una de las manos de Dan entre las suyas. Eran las manos frías de una persona que ha sufrido una conmoción profunda y fundamental.

—No, ahora. Tengo que verla lo antes posible. ¿No lo entiende? Es mi hija, la han secuestrado, ¡y tengo que verla!

—La han secuestrado, pero ahora está a salvo —dijo Dan.

—Eso dice usted, claro, pero no lo sabe.

—Lo dice Abra —replicó él—. Y ella sí lo sabe. Escuche, señora Stone… Lucy, ella ahora mismo está durmiendo, y necesita esas horas de sueño.

Y yo también. Me espera un largo viaje por delante, y me parece que va a ser duro. Muy duro.

Lucy lo miraba fijamente.

—¿Se encuentra bien?

—Estoy cansado.

—Todos lo estamos —dijo John—. Ha sido… un día estresante. —Profirió un corto ladrido a modo de carcajada y se tapó la boca con las dos manos, como un chiquillo que ha soltado una palabra fea.

—Ni siquiera puedo llamarla para oír su voz —dijo Lucy. Hablaba despacio, como si tratara de expresar un precepto difícil—. Porque están durmiendo los efectos del fármaco que ese hombre… el que usted dice que ella llama «el Cuervo»… le puso.

—Pronto —dijo Dave—. Pronto la verás.

Le puso una mano sobre las de ella. Por un momento pareció que Lucy se la sacudiría de encima, pero le dio un apretón.

—Puedo empezar en el camino de vuelta al apartamento de su abuela —dijo Dan. Se levantó. Le supuso un esfuerzo—. Vámonos.

8

Tuvo tiempo para contarle a Lucy cómo un hombre perdido se había montado en un autobús que salía de Massachusetts con destino al norte y cómo —nada más cruzar la frontera estatal de New Hamphsire— había tirado lo que resultó ser su última botella de alcohol a un cubo de basura con el mensaje SI YA NO LO NECESITA, DÉJELO AQUÍ estampado en el costado. Les contó que su amigo de la infancia, Tony, le había hablado por primera vez en diez años al llegar a Frazier. Éste es el sitio, fueron sus palabras.

Desde ahí se remontó a una época en la que era Danny en vez de Dan (y a veces Doc, como en los dibujos animados de Bugs Bunny: qué pasa, Doc), y su amigo invisible Tony era una absoluta necesidad. El resplandor era solo una de las cargas que Tony le había ayudado a soportar, y no la mayor. La mayor era su padre alcohólico, un hombre atribulado y a la larga peligroso a quien Danny y su madre habían amado profundamente, tal vez tanto por sus defectos como a pesar de ellos.

—Tenía un genio terrible, y no hacía falta ser telépata para saber cuándo se dejaba dominar por él. Sobre todo porque solía estar borracho. Sé que iba bien cargado la noche que me pilló en su estudio desordenando sus papeles. Me rompió el brazo.

—¿Cuántos años tenías? —preguntó Dave. Iba en el asiento de atrás con su mujer.

—Cuatro, creo. Puede que menos. Cuando estaba en pie de guerra, tenía el hábito de frotarse la boca. —Danny hizo una demostración—. ¿Conocéis a alguien que haga lo mismo cuando está alterada?

—Abra —dijo Lucy—. Creo que lo sacó de mí. —Se llevó la mano derecha a la boca, entonces la capturó con la izquierda y la devolvió al regazo.

Dan había visto a Abra hacer exactamente lo mismo en el banco fuera de la biblioteca pública de Anniston el día en que se habían conocido en persona por primera vez.

—Creo que también sacó su carácter de mí. Yo puedo ser a veces… bastante nerviosa.

—Me acordé de mi padre la primera vez que la vi frotarse la boca —dijo Dan—, pero tenía otras cosas en la cabeza. Así que me olvidé.

Esto le llevó a pensar en Watson, el encargado de mantenimiento del Overlook, que le había enseñado a su padre la poca fiable caldera del hotel. Tiene que vigilar la presión, había dicho Watson. Porque ya ve cómo sube. Pero al final Jack Torrance lo había olvidado. Era la razón de que Dan siguiera vivo.

—¿Me está diciendo que descubrió esta relación familiar por un pequeño hábito? Es todo un salto deductivo, más que nada cuando somos usted y yo quienes nos parecemos, no usted y Abra; ella salió a su padre. —Lucy hizo una pausa, meditando—. Aunque, claro, comparten otro rasgo familiar; Dave dice que lo llaman «el resplandor». Así es como lo supo, ¿verdad?

Dan negó con la cabeza.

—El año que murió mi padre hice un amigo. Se llamaba Dick Hallorann, y era el cocinero del Hotel Overlook. También tenía el resplandor; me dijo que hay mucha gente que tiene un poco. No se equivocaba. He conocido a mucha gente a lo largo de mi vida que resplandece en mayor o menor grado. Billy Freeman, por ejemplo. Por eso está con Abra ahora mismo.

John dobló hacia la reducida zona de aparcamiento detrás de la casa de Concetta, pero por el momento ninguno de ellos se bajó del Suburban. A pesar de la preocupación por su hija, a Lucy le fascinaba esa lección de historia. Dan no necesitaba mirarla para saberlo.

—Si no ha sido por el resplandor, ¿cómo lo supo?

—Cuando íbamos a Cloud Gap en el Riv, Dave mencionó que usted había encontrado un baúl en el trastero del edificio de Concetta.

—Sí. De mi madre. No tenía ni idea de que Momo había guardado parte de sus cosas.

—Dave nos dijo a John y a mí que en aquellos días era una chica de vida alegre.

En realidad era con Abra con quien Dave había estado hablando, vía la conexión telepática, pero Dan consideró que era mejor que su recién descubierta medio hermana no lo supiera, al menos de momento.

Lucy le lanzó a Dave la mirada de reproche reservada a los cónyuges que se han ido de la lengua, pero guardó silencio.

—También dijo que cuando Alessandra dejó la SUNY de Albany, ella estaba haciendo prácticas en una escuela preparatoria de Vermont o Massachusetts. Mi padre enseñaba inglés en Vermont (hasta que perdió su trabajo por agredir a un alumno, claro). En un colegio llamado Academia Stovington. Y, según mi madre, en aquellos días él era un juerguista. En cuanto supe que Abra y Billy estaban a salvo, hice algunos números en mi cabeza. Parecían coincidir, pero presentía que si alguien lo sabía con seguridad sería la madre de Alessandra Anderson.

—¿Y lo sabía? —preguntó Lucy. Estaba inclinada hacia delante, con las manos en la consola entre los asientos delanteros.

—No todo, y no pasamos mucho tiempo juntos, pero sabía lo suficiente. No se acordaba del nombre del colegio en el que dio clases su madre, Lucy, pero sabía que estaba en Vermont. Y que había tenido una corta aventura con su supervisor. Que era, dijo, un escritor publicado. —Dan hizo una pausa—. Mi padre era escritor, y solo le habían publicado algunos cuentos, pero algunos en revistas buenas, como la Atlantic Monthly. Concetta nunca le preguntó el nombre de él, y Alessandra nunca lo dijo por voluntad propia, pero si su expediente académico se encuentra en ese baúl, estoy casi seguro de que hallará que su supervisor era John Edward Torrance. —Bostezó y echó un vistazo a su reloj—. Ya no puedo más. Vayamos arriba. Dormiremos todos tres horas y luego partiremos hacia el estado de Nueva York. Las carreteras estarán desiertas, y deberíamos ser capaces de llegar pronto.

—¿Me jura que está a salvo? —preguntó Lucy.

Dan hizo un gesto afirmativo.

—De acuerdo, esperaré. Pero solo tres horas. En cuanto a lo de dormir… —Lucy rio, pero el sonido carecía de humor.

9

Cuando entraron en el apartamento de Concetta, Lucy se dirigió directamente al microondas de la cocina, puso la alarma y se la enseñó a Dan. Éste asintió con la cabeza y volvió a bostezar.

—A las tres y media nos habremos ido.

Ella lo miró muy seria.

—Me gustaría irme sin usted, ¿sabe? En este mismo momento.

Dan esbozó una sonrisa.

—Creo que antes le convendría oír el resto de la historia.

Lucy tuvo que asentir.

—Eso y el hecho de que mi hija necesita dormir los efectos de lo que sea que tenga en su organismo es lo único que me retiene aquí. Y ahora acuéstese antes de que se caiga.

Dan y John ocuparon la habitación de invitados, donde el papel pintado y los muebles indicaban que había estado principalmente reservada para una niñita especial, pero Chetta debía de haber tenido otros invitados de vez en cuando, porque había dos camas individuales.

Tumbados en la oscuridad, John comentó:

—No es una coincidencia que ese hotel en el que viviste de niño esté también en Colorado, ¿verdad?

—No.

—¿Y este Nudo Verdadero se encuentra en la misma ciudad?

—Sí, en la misma.

—¿Y el hotel estaba encantado?

La gente fantasma, pensó Dan.

—Sí.

Entonces John dijo algo que sorprendió a Dan y que temporalmente le quitó las ganas de dormir. Dave había tenido razón: las cosas más fáciles de pasar por alto eran las que tenías delante de las narices.

—Tiene sentido, supongo… una vez que aceptas la idea de que existen seres sobrenaturales entre nosotros y alimentándose de nosotros. Un lugar maligno atrae a criaturas malignas. Allí se deben de sentir como en casa. ¿Tú crees que este Nudo tiene otros sitos similares, en otras partes del país? Otros… no sé… ¿puntos fríos?

—Estoy seguro. —Dan se puso un brazo sobre los ojos. Le dolía todo el cuerpo y le martilleaba la cabeza—. Johnny, me encantaría hacer una fiesta de pijamas de chicos contigo, pero necesito dormir.

—Vale, pero… —John se incorporó sobre un codo—. En igualdad de condiciones, habrías ido directamente desde el hospital, como Lucy quería. Porque te preocupas por Abra casi tanto como ellos. Crees que está a salvo, pero podrías equivocarte.

—No me equivoco —aseguró, esperando que fuese cierto.

No le quedaba otro remedio, porque el hecho era que no podía ir, ahora no. Si hubiera sido solo hasta Nueva York, quizá. Pero no lo era, y necesitaba dormir. Su cuerpo entero se lo demandaba a gritos.

—¿Qué te pasa, Dan? Porque tienes una pinta horrible.

—Nada. Solo estoy cansado.

Entonces se alejó, primero en la oscuridad y luego en una confusa pesadilla en la que corría por interminables pasillos mientras una Forma lo perseguía agitando un mazo de pared a pared, destrozando el empapelado, arrancando bocanadas de polvo de yeso.

¡Sal aquí, mierdecilla!, vociferaba la Forma. ¡Sal aquí, cachorro maldito, a tomar tu medicina!

Entonces Abra estuvo a su lado. Estaban sentados en el banco delante de la biblioteca pública de Anniston, al sol de finales de verano. Le cogía la mano.

No pasa nada, tío Dan. Todo va bien. Antes de morir, tu padre acabó con esa Forma. No tienes que

La puerta de la biblioteca se abrió de golpe y una mujer salió a la luz del sol. Nubes enormes de cabello oscuro se inflaban alrededor de su cabeza, pero así y todo su sombrero de copa, ladeado de manera desenfadada, se mantenía en su sitio. Como por arte de magia.

—Anda, mira —dijo—. Si es Dan Torrance, el hombre que le robó el dinero a una mujer que dormía la mona y que dejó que a su hijo lo mataran de una paliza.

Sonrió a Abra, desnudando un único diente. Parecía tan largo y afilado como una bayoneta.

—¿Qué te hará a ti, cielito? ¿Qué te hará a ti?

10

Lucy, puntual como un reloj, lo sacó del sueño a las tres y media, pero negó con la cabeza cuando Dan hizo ademán de despertar a John.

—Déjele que duerma un poco más. Y mi marido está roncando en el sofá. —Sonrió de verdad—. Me recuerda a la escena del huerto de Getsemaní, ¿sabe? Cuando Jesús reprocha a Pedro diciendo: «¿No has podido aguantar ni una hora de vigilia conmigo?». O algo parecido. Pero yo no tengo nada que reprocharle a David, supongo; él también lo vio. Venga. He preparado unos huevos revueltos. Creo que le sentarán bien, está más delgado que un raíl. —Hizo una pausa y añadió—: Hermano.

Dan no estaba lo que se dice hambriento, pero la siguió a la cocina.

—¿Qué es lo que también vio?

—Yo estaba repasando los papeles de Momo (cualquier cosa para mantener las manos ocupadas y pasar el tiempo) y oí un golpetazo en la cocina.

Le cogió de la mano y le guio hasta la encimera, entre el horno y el frigorífico. Allí había una hilera de anticuados tarros de boticario, y el que contenía el azúcar se había volcado. En el azúcar derramado había un mensaje escrito.

Estoy bien

Me vuelvo a dormir

Os quiero

A pesar de cómo se sentía, Dan pensó en su pizarra y no pudo menos que sonreír. Era tan típico de Abra…

—Debió de despertarse lo suficiente para hacerlo —dijo Lucy.

—No lo creo —dijo Dan.

Lucy lo miró desde los fogones, donde estaba sirviendo los huevos revueltos.

—La despertó usted. Ella oyó su preocupación.

—¿De verdad lo cree?

—Sí.

—Siéntese. —Hizo una pausa—. Siéntate, Dan. Supongo que será mejor que me acostumbre a llamarte así. Siéntate y come.

Dan no tenía hambre, pero necesitaba combustible. Hizo lo que le pedía.

11

Lucy se sentó frente a él con un vaso de zumo de la última garrafa que Concetta Reynolds recibiría de Dean & DeLuca.

—Hombre maduro con problemas con el alcohol, mujer joven encandilada. Ésa es la composición que yo me hago.

—Igual que yo.

Dan se tragó los huevos a ritmo constante, metódicamente, sin saborearlos.

—¿Café, señor… Dan?

—Por favor.

Fue hacia la cafetera, más allá del azúcar derramado.

—Está casado, pero su trabajo le lleva a muchas fiestas de facultad donde hay muchas jovencitas guapas, sin olvidar una buena cantidad de líbido floreciente cuando avanza la noche y la música sube de volumen.

—Parece acertado —dijo Dan—. Puede que mi madre le acompañara al principio a esas fiestas, pero luego había un niño del que cuidar en casa y no había dinero para canguros. —Lucy le pasó una taza de café. Dan le dio un sorbo antes de que ella pudiera preguntarle con qué lo tomaba—. Gracias. En cualquier caso, tuvieron un rollo. Probablemente en algún motel de los alrededores. Estoy seguro de que no fue en la parte de atrás del coche, teníamos un Escarabajo. Ni siquiera un par de acróbatas podrían hacerlo allí.

—Un polvo inconsciente —dijo John entrando en la habitación. Tenía el pelo en punta en la parte de atrás de la cabeza—. Así es como lo llaman los veteranos. ¿Quedan más huevos?

—De sobra —dijo Lucy—. Abra dejó un mensaje en la encimera.

—¿En serio? —John se acercó a mirarlo—. ¿Fue ella?

—Sí. Reconocería su letra en cualquier parte.

—Joder, esto podría dejar a Verizon sin negocio.

Lucy no sonrió.

—Siéntate y come, John. Tienes diez minutos, y luego iré a despertar al Bello Durmiente del sofá. —Ella se sentó—. Continúa, Dan.

—No sé si ella pensaba que mi padre dejaría a mi madre por ella o no, y dudo que encuentres la respuesta en el baúl. A no ser que llevara un diario. Lo único que sé, basándome en lo que dijo Dave y en lo que Concetta me contó después, es que estuvieron juntos una temporada. Quizá esperanzada, quizá solo de fiesta, quizá las dos cosas. Pero para cuando descubrió que estaba embarazada, debía de haberse rendido. Por lo que sé, es posible que para entonces ya estuviéramos en Colorado.

—¿Crees que tu madre se enteró?

—No lo sé, pero debió de haberse preguntado si le era fiel, especialmente las noches que volvía a casa tarde y como una cuba. Estoy seguro de que sabía que los borrachos no limitan su mal comportamiento a apostar a los caballos o a meter billetes de cinco en los escotes de las camareras en el Twist & Shout.

Lucy le puso una mano en el brazo.

—¿Te encuentras bien? Pareces exhausto.

—Estoy bien. Pero tú no eres la única que trata de procesar todo esto.

—Ella murió en un accidente de tráfico —dijo Lucy. Se había apartado de Dan y miraba fijamente el tablón de anuncios de la nevera. En el centro había una fotografía de Concetta y Abra, la niña con unos cuatro años, caminaban de la mano por un campo de margaritas—. Iba con un hombre que era mucho mayor. Y estaba borracho. Iban muy rápido. Momo no quería contármelo, pero cuando cumplí los dieciocho me entró la curiosidad y le di la lata hasta que me dio al menos algunos detalles. Cuando le pregunté si mi madre también iba borracha, Chetta contestó que no lo sabía. Dijo que la policía no suele hacerles pruebas sin motivo a los pasajeros que mueren en accidentes mortales, únicamente al conductor. —Suspiró—. No importa. Dejemos las historias familiares para otro día. Cuéntame lo que le ha pasado a mi hija.

Así lo hizo. En cierto momento, Dan se volvió y vio a Dave Stone de pie en la puerta, metiéndose la camisa por dentro de los pantalones y observándolo.

12

Dan empezó contando cómo Abra se había puesto en contacto con él usando primero a Tony como una especie de intermediario. Luego, cómo Abra había entrado en contacto con el Nudo Verdadero: una visión de pesadilla con el que ella llamaba «el chico del béisbol».

—Me acuerdo de esa pesadilla —dijo Lucy—. Me despertó con sus gritos. Ya había pasado antes, pero era la primera vez en dos o tres años.

Dave frunció el ceño.

—Yo no recuerdo nada de eso.

—Estabas en Boston, en una conferencia. —Se volvió hacia Dan—. A ver si lo entiendo. Estas personas no son personas, son… ¿qué? ¿Una especie de vampiros?

—En cierto modo, supongo. No duermen en ataúdes durante el día ni se convierten en murciélagos con la luz de la luna, y dudo que los crucifijos y los ajos los molesten, pero son parásitos, y definitivamente no son humanos.

—Los seres humanos no desaparecen al morir —dijo John con voz monótona.

—¿De verdad viste cómo pasaba?

—Sí. Los tres lo vimos.

—En cualquier caso —prosiguió Dan—, el Nudo Verdadero no está interesado en los niños normales y corrientes, solo en aquéllos que tienen el resplandor.

—Como Abra —dijo Lucy.

—Sí. Los torturan antes de matarlos, para purificar el vapor, dice Abra. No dejo de imaginarme a una banda de mafiosos destilando alcohol de contrabando.

—Quieren… inhalarla —dijo Lucy, todavía tratando de entenderlo bien en su cabeza—. Porque mi hija tiene el resplandor.

—No solo el resplandor, sino un resplandor enorme. Yo soy una linterna. Ella es un faro. Y los conoce. Sabe lo que son.

—Hay más —intervino John—. Lo que les hicimos a esos hombres en Cloud Gap…, en lo que a Rose concierne, recae sobre Abra, al margen de quién los mató realmente.

—¿Qué esperaba? —preguntó Lucy, indignada—. ¿No entienden el concepto de defensa propia? ¿Supervivencia?

—Lo que Rose entiende —dijo Dan— es que hay una niña que la ha desafiado.

—¿Desafiado…?

—Abra se puso en contacto con ella telepáticamente. Le dijo a Rose que iba a ir a por ella.

—¿Que qué?

—Ese genio suyo —dijo Dave con tranquilidad—. Le he dicho mil veces que la metería en problemas.

—Ella no va a ir a ninguna parte cerca de esa mujer o de sus amigos asesinos de niños —dijo Lucy.

Dan pensó: Sí… y no. Cogió la mano de Lucy. Ella empezó a apartarla, pero no lo hizo.

—Lo que tienes que entender es en realidad muy simple —dijo él—. Ellos nunca se detendrán.

—Pero…

—Nada de peros, Lucy. En otras circunstancias, Rose podría haber decidido retirarse (es un loba vieja y astuta), pero hay otro factor.

—¿Cuál?

—Están enfermos —respondió John—. Abra dice que es el sarampión. Puede que se lo contagiara el chico Trevor. No sé si llamarlo justicia divina o simplemente ironía.

¿El sarampión?

—Sé que no parece muy grave, pero, créeme, lo es. ¿Sabías que en la antigüedad el sarampión podía transmitirse a una familia entera de niños? Si a este Nudo Verdadero le está ocurriendo eso, podría aniquilarlos a todos.

—¡Bien! —exclamó Lucy. Dan conocía bien la sonrisa furiosa que apareció en su rostro.

—Pero no si creen que el supervapor de Abra los curará —señaló Dave—. Es lo que debes comprender, cariño. No se trata tan solo de una refriega. Para esa zorra es una guerra por la supervivencia. —Hizo un esfuerzo y luego soltó el resto. Porque había que decirlo—. Si Rose tiene la oportunidad, se comerá a nuestra hija viva.

13

—¿Dónde están? —preguntó Lucy—. Ese Nudo Verdadero, ¿dónde está?

—En Colorado —dijo Dan—. En un sitio llamado Camping Bluebell, en la ciudad de Sidewinder.

Que el camping se ubicara en el lugar exacto donde una vez casi había muerto a manos de su padre era algo que no deseaba contar, porque conduciría a más preguntas y más proclamaciones de coincidencia. Lo único de lo que Dan estaba seguro era de que las coincidencias no existían.

—Esa ciudad tendrá un departamento de policía —dijo Lucy—. Los llamaremos y los pondremos en esto.

—¿Y qué les decimos? —El tono de John era amable, nada beligerante.

—Bueno… que…

—Si consiguieras que la policía fuera hasta el camping —dijo Dan—, solo encontrarían a un grupo de personas de mediana a tercera edad. Gente de las caravanas inofensiva, el tipo de gente que siempre quiere enseñarte las fotos de sus nietos. Tendrán todos sus papeles en regla, desde la documentación del perro hasta las escrituras del terreno. La policía no hallaría armas de fuego aunque lograran obtener una orden de registro (que no conseguirían, no hay causa probable) porque el Nudo Verdadero no las necesita. Sus armas están aquí arriba. —Dan se tocó la frente—. Serías la chiflada de New Hampshire, Abra sería tu hija chiflada que se fugó de casa, y nosotros seríamos tus amigos chiflados.

Lucy se presionó las sienes con las palmas de las manos.

—No me puedo creer que esté pasando esto.

—Si buscaras sus antecedentes, creo que descubrirías que el Nudo Verdadero (o cualquiera que sea el nombre de la compañía que hayan constituido) ha sido muy generoso con esta ciudad de Colorado en particular. Uno no caga en su nido, lo reviste de plumas. Así, cuando llegue una época mala, tendrás muchos amigos.

—Esos cabrones llevan mucho tiempo por ahí —dijo John—. ¿Verdad? Porque lo principal que sacan del vapor es longevidad.

—Estoy casi seguro de que sí —convino Dan—. Y, como buenos americanos, estoy seguro de que han estado ocupados haciendo dinero todo el tiempo. Suficiente para engrasar ruedas mucho más grandes que las que giran en Sidewinder. Ruedas estatales. Ruedas federales.

—Y esa Rose… nunca se detendrá.

—No. —Dan pensaba en la visión precognitiva que había tenido de ella. El sombrero ladeado. El abismo de su boca abierta. El único diente—. Su corazón anhela a tu hija.

—Una mujer que se mantiene viva matando a niños no tiene corazón —dijo Dave.

—Oh, sí que lo tiene —dijo Dan—. Pero es negro.

Lucy se levantó.

—Se acabó la cháchara. Quiero ir a buscarla ahora. Que todo el mundo pase por el baño, porque en cuanto salgamos, no pararemos hasta llegar a ese motel.

—¿Concetta tiene ordenador? —preguntó Dan—. Necesito echar un vistazo rápido a una cosa antes de irnos.

Lucy suspiró.

—Está en su estudio, y creo que podrás adivinar su contraseña. Pero como tardes más de cinco minutos, nos iremos sin ti.

14

Rose yacía despierta en la cama, tiesa como un palo, temblando de vapor y furia.

A las dos y cuarto oyó el ruido de un motor. Steve el Vaporizado y Baba la Rusa. A las cuatro menos veinte, oyó arrancar a otro. Esta vez eran los Gemelos, Guisante y Vaina. Terri Pickford, la Dulce, iba con ellos; sin duda miraba nerviosa por la luna trasera en busca de alguna señal de Rose. Habían pedido a Mo la Grande que les acompañara (se lo habían rogado), pero al final la rechazaron porque Mo tenía la enfermedad.

Rose podría haberles detenido, pero ¿por qué molestarse? Que descubrieran cómo era la vida en América por sí mismos, sin Nudo Verdadero que les protegiera cuando acamparan o les cuidara las espaldas mientras estuvieran en la carretera.

Sobre todo cuando le diga al Lamebotas que liquide sus tarjetas de crédito y vacíe sus cuentas corrientes, pensó.

El Lamebotas no era Jimmy el Números, pero podría encargarse, y le bastaría con apretar un botón. Y estaría allí para hacerlo. El Lamebotas no abandonaría. Ninguno de los buenos abandonaría… o casi ninguno. Phil el Sucio, Annie la Mandiles y Doug el Diésel ya no estaban de camino. Habían celebrado una votación y decidido dirigirse al sur. Deez les había convencido de que ya no podían confiar en Rose y, aparte, ya era hora de cortar el Nudo.

Pues buena suerte, majo, pensó, apretando y aflojando los puños.

Deshacer el Nudo era una idea terrible, pero mermar el rebaño era buena idea. Que los débiles huyeran y los enfermos murieran. Cuando la bruja también estuviera muerta y todos hubieran tragado su vapor (Rose ya no abrigaba ilusiones de mantenerla prisionera), los veinticinco que quedaran serían más fuertes que nunca. Lloraba a Cuervo, y sabía que no tenía a nadie que pudiera ocupar su lugar, pero Charlie el Lamebotas lo haría lo mejor posible. Igual que Sam el Arpista… Dick el Doblado… Fannie la Gorda y Paul el Largo… G la Golosa, ninguna lumbrera, pero leal y obediente.

Además, sin los otros, el vapor que aún tenían almacenado duraría más y los haría más fuertes. Necesitarían ser fuertes.

Ven a mí, zorrita, pequeña bruja, pensó Rose. Ya veremos lo fuerte que eres cuando seamos dos docenas contra ti. Ya veremos si te gusta cuando seas tú contra el Nudo. Nos comeremos tu vapor y lameremos tu sangre. Pero antes, nos beberemos tus gritos.

Rose oteaba la oscuridad oyendo las voces moribundas de los fugitivos, los infieles.

Alguien llamó a la puerta suave y tímidamente. Rose permaneció en silencio unos instantes, meditando, y a continuación, balanceando las piernas, salió de la cama.

—Entra.

Estaba desnuda, pero no intentó taparse cuando entró con sigilo Sarey la Callada, su figura oculta bajo el camisón de franela, su flequillo color ratón cubriéndole las cejas y casi entrándole en los ojos. Como siempre, apenas parecía estar allí aun cuando lo estaba.

—Estoy tiste, Lose.

—Lo sé. Yo también lo estoy.

No era cierto —estaba furiosa—, pero sonaba bien.

—Eso de meno a Landi.

Andi, sí; nombre de paleta Andrea Steiner, cuyo padre le había jodido su humanidad mucho antes de que el Nudo Verdadero la encontrara. Rose recordaba el día en que la habían observado en aquel cine, y cómo, más tarde, ella había luchado por superar la Conversión con agallas y fuerza de voluntad. Andi Colmillo de Serpiente no habría abandonado. Serpiente habría caminado a través del fuego si Rose hubiera dicho que el Nudo Verdadero así lo requería.

Extendió los brazos. Sarey corrió hacia ella y apoyó la cabeza en el pecho de Rose.

—Inella me quiego mogui.

—No, cariño, yo creo que no. —Rose llevó a la muchacha hasta la cama y la abrazó fuerte. No era más que un perchero de huesos sujeto por escasa carne—. Dime lo que quieres de verdad.

Bajo el flequillo enmarañado, dos ojos relucían, salvajes.

Engansa.

Rose le besó una mejilla, después la otra, luego los finos labios secos. Se retiró unos centímetros y dijo:

—Sí. Y la tendrás. Abre la boca, Sarey.

Sarey, obediente, así lo hizo. Sus labios volvieron a juntarse. Rose la Chistera, aún llena de vapor, insufló aire en la garganta de Sarey la Callada.

15

Memorandos, fragmentos de poemas y correspondencia que nunca sería respondida empapelaban las paredes del estudio de Concetta. Dan tecleó las cuatro letras de la contraseña, inició Firefox y buscó Camping Bluebell en Google. Tenía una página web que no destacaba por la información que proporcionaba, seguro que porque a los dueños no les interesaba demasiado atraer visitas; el sitio era básicamente una fachada. Sin embargo, había fotos de la propiedad, y Dan las estudió con la fascinación que la gente reserva para los viejos álbumes de familia recién descubiertos.

Hacía ya tiempo que el Overlook había desaparecido, pero reconoció el terreno. Una vez, justo antes de la primera de las tormentas que les dejaron aislados durante el invierno, sus padres y él se habían quedado en el amplio porche del hotel (que parecía aún más ancho después de guardar las mecedoras y los muebles de mimbre) mirando la larga y suave pendiente de césped. Al fondo, donde el ciervo y el antílope a menudo salían a jugar, se levantaba ahora un largo edificio rústico llamado Pabellón Overlook. Allí, decía el pie de foto, los visitantes podían comer, jugar al bingo y bailar con música en directo los viernes y sábados por la noche. Los domingos se celebraban servicios eclesiásticos oficiados por distintos hombres y mujeres del clero procedentes de Sidewinder.

Hasta que llegó la nieve, mi padre cortaba el césped y podaba los setos ornamentales que había allí. Decía que en sus tiempos podaba los arbustos de muchas señoras. Yo no pillaba el chiste, pero a mamá la hacía reír.

—Un chiste, sí —masculló en voz baja.

Vio centelleantes hileras de puntos de enganche para caravanas, instalaciones de lujo que suministraban gas además de electricidad. Había edificios con duchas para hombres y mujeres lo bastante grandes como para cubrir las necesidad de las megaestaciones de servicio para camiones como Little America o Pedro’s South of the Border. Contaba con un parque de juegos para los más pequeños. (Dan se preguntó si los chiquillos que jugaban ahí verían o sentirían algo inquietante, como le había pasado a Danny «Doc» Torrance en el parque de juegos del Overlook). Había un campo de softball, una zona para jugar al tejo, un par de pistas de tenis y hasta una pista de petanca.

Pero no de roque, eso no. Ya no.

Hacia la mitad de la pendiente —donde una vez se habían congregado los animales seto— había una fila de antenas parabólicas blancas. En la cima de la colina, donde había estado el hotel propiamente dicho, había una plataforma de madera con un largo tramo de escaleras que subía hasta ella. Este sitio, del que ahora era dueño el estado de Colorado (que también lo administraba), venía identificado como el Techo del Mundo. Los visitantes del Camping Bluebell eran bienvenidos a utilizarlo, o a hacer excursiones por las rutas de senderismo más allá, sin coste adicional. Las rutas de senderismo están recomendadas solo para los excursionistas más experimentados, rezaba el pie, pero el Techo del Mundo es para todo el mundo. ¡Las vistas son espectaculares!

Dan estaba seguro de ello. Desde luego, habían sido espectaculares desde el comedor y el salón de baile del Overlook… al menos hasta que la nieve, acumulándose sin cesar, bloqueaba las ventanas. Hacia el oeste los picos más altos de las Montañas Rocosas serraban el cielo como arpones. Hacia el este uno alcanzaba a ver Boulder. Incluso Denver y Arvada en los raros días en que no había demasiada contaminación.

El estado se había hecho con ese trozo de tierra en particular, y a Dan no le sorprendía. ¿Quién habría querido construir ahí? La tierra estaba emponzoñada, y dudaba que uno tuviera que ser telepático para sentirlo. Sin embargo, el Nudo Verdadero se había acercado tanto como había podido, y Dan tenía la idea de que sus nómadas huéspedes —los normales— raramente volvían una segunda vez o recomendaban el Bluebell a sus amigos. Un lugar maligno atrae a criaturas malignas, había dicho John. En ese caso, lo opuesto también sería cierto: repele a las buenas.

—¿Dan? —llamó Dave—. El autobús se marcha.

—¡Necesito un minuto!

Cerró los ojos y apoyó la base de la mano en la frente.

(Abra)

Su voz la despertó de inmediato.