CAPÍTULO QUINCE
INTERCAMBIO

1

Recordarás lo que fue olvidado.

En la secuela de la victoria pírrica en Cloud Gap, la frase perseguía a Dan como los compases de una música irritante y absurda que se te mete en la cabeza y no te suelta, la clase de melodía que te descubres tarareando incluso cuando vas al cuarto de baño en mitad de la noche. Ésta era bastante irritante, pero no completamente absurda. Por alguna razón la asociaba con Tony.

Recordarás lo que fue olvidado.

No tenían ninguna intención de utilizar la Winnebago del Nudo Verdadero para volver a sus coches, que estaban aparcados en la estación de Teenytown, en el parque público de Frazier. Aun si no hubieran temido que los vieran salir del vehículo o la posibilidad de dejar evidencias forenses en su interior, habrían rechazado la idea sin necesidad de someterla a votación. Aquel vehículo olía a algo más que a enfermedad y a muerte; olía a maldad. Y Dan tenía otro motivo; ignoraba si los miembros del Nudo Verdadero regresaban o no como gente fantasma, pero no deseaba averiguarlo.

Así que tiraron las ropas abandonadas y la parafernalia médica al río Saco, donde los objetos que no se hundieran flotarían corriente abajo hasta Maine, e hicieron el viaje de vuelta igual que el de ida, en el Helen Rivington.

David Stone se dejó caer en el asiento del revisor, vio que Dan aún sujetaba el conejito de peluche, y extendió la mano. Dan se lo pasó de buena gana y se fijó en lo que el padre de Abra tenía en la otra mano: su BlackBerry.

—¿Qué va a hacer con eso?

Dave miró los bosques que desfilaban a ambos lados de las estrechas vías y luego de nuevo a Dan.

—En cuanto lleguemos a una zona en la que haya cobertura, llamaré a casa de los Deane. Si no contestan, avisaré a la policía. Y si contestan, y Emma o su madre me dicen que Abra se ha ido, avisaré a la policía. Suponiendo que ellas no lo hayan hecho ya.

Su mirada era fría y calculadora, nada amistosa, pero al menos conservaba el miedo por su hija —su terror, más bien—, y Dan le respetó por eso. Además, le facilitaría la tarea de razonar con él.

—Le hago responsable de lo sucedido, señor Torrance. Fue su plan. Su descabellado plan.

De nada servía señalar que todos ellos habían secundado el descabellado plan. O que John y él mismo estaban casi tan angustiados por el continuado silencio de Abra como su padre. En el fondo, el hombre tenía razón.

Recordarás lo que fue olvidado.

¿Era ese otro recuerdo del Overlook? Dan creía que sí. Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué aquí?

—Dave, casi seguro que se la han llevado. —Ése era John Dalton, que se había trasladado al vagón detrás de ellos. Los últimos rayos del sol poniente perforaban los árboles y bailaban en su rostro—. Si ése es el caso y se lo cuentas a la policía, ¿qué crees que le pasará a Abra?

Que Dios te bendiga, pensó Dan. Si se lo hubiera dicho yo, dudo que me hubiera escuchado. Porque, en el fondo, yo soy el extraño que conspiraba con su hija. Nunca se creerá del todo que no fui yo quien la metió en este lío.

—¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Dave, y entonces su frágil calma se quebró. Empezó a sollozar, y se llevó el conejito de peluche a la cara—. ¿Qué le voy a decir a mi mujer? ¿Que estaba disparando a unos tipos en Cloud Gap mientras el hombre del saco raptaba a nuestra hija?

—Lo primero es lo primero —dijo Dan. No creía que los eslóganes de AA del estilo Déjalo ir y déjaselo a Dios o Tómatelo con calma funcionaran en ese momento con el padre de Abra—. Debería llamar a los Deane en cuanto tenga cobertura, sí. Creo que contestarán, y que estarán bien.

—¿Y por qué lo cree?

—En mi última comunicación con Abra le dije que le pidiera a la madre de su amiga que llamara a la policía.

Dave pestañeó.

—¿En serio? ¿O lo dice ahora para cubrirse el culo?

—En serio. Abra empezó a responder. Dijo «no estoy», y entonces la perdí. Creo que iba a decirme que ya no estaba en casa de los Deane.

—¿Está viva? —Dave asió a Dan por el codo con una mano mortalmente fría—. ¿Mi hija sigue viva?

—No he tenido noticias suyas, pero estoy seguro de que sí.

—Claro, ¿qué va a decir? —murmuró Dave—. Se está cubriendo el culo, ¿verdad?

Dan reprimió una réplica. Si empezaban a pelearse, cualquier mínima posibilidad de recuperar a Abra se desvanecería.

—Tiene sentido —intervino John. Aunque seguía pálido y le temblaban ligeramente las manos, hablaba con la voz tranquila con la que se dirigía a sus pacientes—. Muerta, no le sirve al que queda. Al que se la ha llevado. Viva, es una rehén. Además, la quieren por… bueno…

—La quieren por su esencia —concluyó Dan—. Lo que llaman «vapor».

—Y otra cosa —prosiguió John—. ¿Qué vas a contarle a la policía acerca de los hombres que hemos matado? ¿Que empezaron a entrar y salir de una especie de ciclo de invisibilidad hasta que desaparecieron totalmente? ¿Y que luego nos deshicimos de sus… sus pertenencias?

—No me puedo creer que dejara que me metierais en esto. —Dave retorcía el conejito de un lado a otro. Pronto el viejo juguete se rajaría por la mitad y todo su relleno se desparramaría. Dan no estaba seguro de si podría soportar verlo.

—Escúchame, Dave —dijo John—. Por tu hija, tienes que serenarte. Ella lleva metida en esto desde que vio la foto del chico en el Shopper y se puso a investigar. En cuanto la que Abra llama «la mujer del sombrero» supo de su existencia, decidió que tenía que venir a por ella. No sé nada sobre ese vapor, y sé muy poco sobre lo que Dan llama «el resplandor», pero sé que las personas a las que nos enfrentamos no dejan testigos. Y en lo que atañe al chico de Iowa, eso es lo que era tu hija.

—Llame a los Deane, pero no entre en detalles —dijo Dan.

—¿Detalles? ¿Detalles? —Parecía un hombre intentando pronunciar una palabra en sueco.

—Diga que quiere preguntarle a Abra si hace falta que compre algo en la tienda, pan o leche o algo así. Si dicen que se ha ido a casa, diga que de acuerdo, que la llamará allí.

—¿Y después qué?

Dan no lo sabía. Lo único que sabía era que necesitaba pensar. Necesitaba pensar en lo que fue olvidado.

John sí lo sabía.

—Después intenta contactar con Billy Freeman.

Había oscurecido —el faro del Riv recortaba un cono de visibilidad sobre el pasillo de las vías— cuando Dave tuvo cobertura. Llamó a casa de los Deane, y aunque agarraba al ahora deformado Brinquitos con una poderosa garra y grandes perlas de sudor se deslizaban por su rostro, Dan pensó que lo había hecho de maravilla. ¿Podría ponerse Abra al teléfono un minuto y decirle si necesitaban algo de la Stop & Shop? ¿Oh? ¿De veras? Pues la llamaría a casa. Escuchó unos instantes más, dijo que lo haría, y dio por finalizada la conversación. Miró a Dan, con ojos que eran orificios ribeteados de blanco en su rostro.

—La señora Deane quiere que me entere de cómo se encuentra Abra. Por lo visto se fue a casa quejándose de calambres menstruales. —Bajó la cabeza—. Yo ni siquiera sabía que ya tenía la regla. Lucy nunca me lo ha dicho.

—Hay cosas que los padres no necesitan saber —dijo John—. Prueba ahora con Billy.

—No tengo su número. —Soltó una carcajada como un hachazo: ¡JA!—. Menudo grupo hacemos, joder.

Dan recitó el número de memoria. Más adelante, los árboles raleaban, y divisó el brillo de las farolas a lo largo de la avenida principal de Frazier.

Dave marcó el número y permaneció a la escucha. Siguió escuchando y por fin cortó la llamada.

—Buzón de voz.

Los tres hombres guardaron silencio mientras el Riv escapaba de los árboles y recorría los tres últimos kilómetros hacia Teenytown. Dan intentó otra vez contactar con Abra proyectando su voz mental con toda la energía que pudo reunir, y no obtuvo nada en respuesta. El que ella llamaba «Cuervo» probablemente la había noqueado de algún modo. La mujer del tatuaje llevaba una jeringuilla. Era probable que Cuervo tuviera otra.

Recordarás lo que fue olvidado.

El origen de ese pensamiento se elevó desde el fondo mismo de su mente, donde guardaba las cajas de seguridad que contenían todos los recuerdos horribles del Hotel Overlook y los fantasmas que lo habían infestado.

—Era la caldera.

En el asiento del revisor, Dave se volvió a mirarle.

—¿Qué?

—Nada.

El sistema de calefacción del Overlook era prehistórico. La presión de vapor debía aligerarse a intervalos regulares o subiría y subiría hasta el punto en que la caldera explotaría y el hotel entero volaría por los aires. En su abrupto descenso a la demencia, Jack Torrance lo había olvidado, pero su joven hijo había sido advertido. Por Tony.

¿Era este otro aviso, o tan solo una disparatada ayuda nemotécnica que llegaba con la tensión y la culpa? Porque se sentía culpable. John tenía razón, Abra iba a ser un objetivo del Nudo Verdadero sin ninguna duda, pero los sentimientos eran invulnerables al pensamiento racional. Había sido su plan, el plan había salido mal, y él estaba en un aprieto.

Recordarás lo que fue olvidado.

¿Era la voz de su viejo amigo, tratando de decirle algo sobre su actual situación, o tan solo el gramófono?

2

Dave y John volvieron juntos a la casa de los Stone. Dan los siguió en su propio coche, contento de estar solo con sus pensamientos. Aunque no es que le sirviera de mucho. Estaba casi seguro de que había algo ahí, algo real, pero no llegaba. Incluso probó a invocar a Tony, algo que no había intentado desde sus años de adolescente. Tampoco sirvió.

La camioneta de Billy ya no estaba aparcada en Richland Court. Para Dan, eso tenía sentido. El grupo de asalto del Nudo Verdadero había llegado en la Winnebago. Si dejaron a Cuervo en Anniston, iba a pie y necesitaba un vehículo.

El garaje estaba abierto. Dave se bajó del coche de John antes de que se detuviera por completo y corrió adentro gritando el nombre de Abra. Entonces, enfocado por los faros del Suburban de John como un actor en un escenario, levantó algo y profirió un sonido entre un gemido y un grito. En el momento en que Dan aparcaba junto al Suburban, distinguió lo que era: la mochila de Abra.

El impulso de beber se abatió entonces sobre Dan, más intenso incluso que la noche en que había llamado a John desde el aparcamiento del bar, más intenso que en todos los años transcurridos desde que recogió una chapa blanca en su primera reunión. El impulso de simplemente dar marcha atrás por el camino particular, ignorando los gritos de los otros dos hombres, y de conducir de vuelta a Frazier. Allí había un bar llamado el Bull Moose. Había pasado muchas veces por delante, siempre con las reflexivas especulaciones del borracho rehabilitado: ¿cómo sería por dentro? ¿Qué cerveza de barril servirían? ¿Qué clase de música sonaría en la gramola? ¿Qué whisky estaría a la vista y de qué clase sería el que guardaban bajo la barra? ¿Habría mujeres guapas? ¿Y a qué sabría el primer trago? ¿Tendría el sabor del hogar? ¿El sabor de volver finalmente a casa? Podría responder al menos a algunas de estas preguntas antes de que Dave Stone avisara a la policía y se lo llevaran para interrogarle sobre la desaparición de cierta niña pequeña.

Llegará un momento, le había dicho Casey en aquellos primeros días de nudillos blancos, en que tus defensas mentales fallarán y lo único que se interponga entre la bebida y tú será tu Poder Superior.

Dan no tenía problema con el asunto del Poder Superior, porque poseía una pizca de información privilegiada. Dios continuaba siendo una hipótesis sin demostrar, pero sabía que había realmente otro plano de existencia. Al igual que Abra, Dan había visto gente fantasma. Así que, claro, Dios era posible. Teniendo en cuenta sus atisbos del mundo más allá del mundo, Dan incluso lo consideraba probable…, aunque ¿qué clase de dios se limitaba a quedarse sentado mientras ocurrían mierdas así?

Como si fueras el primero que se hace esa pregunta, pensó.

Casey Kingsley le había dicho que se arrodillara dos veces al día, para pedir ayuda por la mañana y dar las gracias por la noche. Son los primeros tres pasos: yo no puedo, Dios puede, lo dejaré en Sus manos. No pienses demasiado en ello.

A los nuevos miembros que se mostraban reacios a seguir su consejo, Casey acostumbraba a brindarles una anécdota sobre el director de cine John Waters. En una de sus primeras películas, Pink Flamingos, la drag queen protagonista, Divine, se había comido un excremento de perro de un césped. Años más tarde, a Walters aún seguían preguntándole sobre aquel glorioso momento de la historia cinematográfica. Finalmente, estalló: «No era más que un poquito de caca de perro —le dijo a un periodista—, y la convirtió en estrella».

Así que ponte de rodillas y pide ayuda aunque no te guste, concluía siempre Casey. Después de todo, no es más que un poquito de caca.

Dan no podía arrodillarse muy bien detrás del volante de su coche, pero adoptó la posición automática por defecto de sus oraciones matutinas y nocturnas: ojos cerrados y la palma de la mano apretada contra los labios, como para impedir la entrada de la más mínima gota del seductor veneno que había marcado de cicatrices veinte años de su vida.

Dios, ayúdame a no be…

Llegó hasta ahí y se hizo la luz.

Era lo que Dave había dicho de camino a Cloud Gap. Era la sonrisa furiosa de Abra (Dan se preguntó si Cuervo habría visto ya esa sonrisa y, en caso afirmativo, qué conclusiones sacaría). Sobre todo, era el tacto de su propia piel comprimiendo los labios contra los dientes.

—Oh, Dios mío —musitó.

Bajó del coche y las piernas cedieron. Cayó de rodillas, pero se levantó y corrió hacia el garaje, donde los dos hombres estaban de pie mirando la mochila abandonada de Abra.

Agarró a Dave Stone por el hombro.

—Llame a su esposa. Dígale que irá a verla.

—Querrá saber de qué se trata —dijo Dave. Era evidente por la boca temblorosa y los ojos caídos lo poco que deseaba mantener esa conversación—. Está viviendo en el apartamento de Chetta. Le diré… Jesús, no sé qué voy a decirle.

Dan le apretó con más fuerza, incrementando la presión hasta que Dave alzó la vista y sus ojos encontraron los suyos.

—Iremos todos a Boston, pero John y yo tenemos otros asuntos que atender allí.

—¿Qué otros asuntos? No lo entiendo.

Dan sí. No todo, pero sí mucho.

3

Cogieron el Suburban de John. Dave viajaba en el asiento delantero. Dan iba tendido atrás, con la cabeza apoyada en un reposabrazos y los pies en el suelo.

—Lucy no ha parado de preguntarme qué pasaba —comentó Dave—. Me ha dicho que la estaba asustando. Y claro que intuía que se trataba de Abra, porque ella tiene un poco de lo mismo que tiene Abra. Siempre lo he sabido. Le dije que Abby se quedaba a dormir en casa de Emma. ¿Sabéis cuántas veces le he mentido a mi mujer en los años que llevamos casados? Podría contarlas con los dedos de una mano, y tres de ellas serían acerca de cuánto perdí en las partidas de póquer que organiza el director de mi departamento los jueves por la noche. Nada parecido a esto. Y en apenas tres horas voy a tener que comérmelo.

Por supuesto, Dan y John estaban enterados de lo que había dicho, y lo alterada que se había puesto Lucy ante la continuada insistencia de su marido en que el asunto era demasiado importante y complicado para explicarlo por teléfono. Los dos se encontraban en la cocina cuando hizo la llamada. Pero necesitaba hablar. Compartir, en términos de Alcohólicos Anónimos. John se ocupó de las respuestas necesarias, diciendo ajá y lo sé y entiendo.

En cierto momento, Dave se interrumpió y miró hacia el asiento de atrás.

—Por Dios santo, ¿está usted durmiendo?

—No —contestó Dan sin abrir los ojos—. Intento ponerme en contacto con su hija.

Eso puso fin al monólogo de Dave. Ahora únicamente se oía el zumbido de los neumáticos mientras el Suburban recorría la Ruta 16 en dirección sur a través de una docena de pueblos. El tráfico era fluido y, una vez que los dos carriles se convirtieron en cuatro, John mantuvo la aguja del velocímetro clavada a unos constantes ciento diez kilómetros por hora.

Dan no se molestó en llamar a Abra; no estaba seguro de que funcionara. En cambio, probó a abrir por completo su mente. A convertirse en un puesto de escucha. Nunca antes había intentado algo similar, y el resultado fue extraño e inquietante. Era como ponerse los auriculares más potentes del mundo. Le parecía oír un estacionario correteo quedo, y creyó que era el zumbido de pensamientos humanos. Permaneció preparado para oír su voz en algún lugar de aquella marea constante, sin esperarlo realmente, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

Fue poco después de que pasaran el primer peaje de la autopista Spaulding, ahora a solo noventa y cinco kilómetros de Boston, cuando finalmente la captó.

(Dan)

Muy bajo. Apenas parecía estar allí. Al principio pensó que era su imaginación —el cumplimiento de un deseo—, pero de todas formas se orientó hacia aquella dirección, tratando de estrechar su concentración a un único haz de luz. Y volvió, un poco más fuerte esta vez. Era real. Era ella.

(¡Dan, por favor!)

Estaba sedada, no cabía duda, y él nunca había intentado nada ni remotamente parecido a lo que debía hacerse a continuación… pero Abra sí. Drogada o no, ella tendría que enseñarle la manera.

(Abra empuja tienes que ayudarme)

(ayuda qué ayuda cómo)

(intercambio)

(???)

(ayúdame a girar el mundo)

4

Dave, en el asiento del pasajero, estaba dejando en el posavasos las monedas para pagar el próximo peaje cuando Dan habló detrás de él. Salvo que evidentemente no era Dan.

—Dame un minuto, ¡tengo que cambiarme el tampón!

El Suburban dio un viraje brusco cuando John se enderezó en el asiento y pegó un volantazo.

—Pero ¿qué coño…?

Dave se desabrochó el cinturón y se giró poniéndose de rodillas para escudriñar al hombre que yacía en el asiento de atrás. Dan tenía los ojos medio cerrados, pero los abrió cuando Dave pronunció el nombre de Abra.

—No, papá, ahora no, tengo que ayudar… tengo que intentar… —El cuerpo de Dan se retorció. Levantó una mano, se frotó la boca con un gesto que Dave había visto mil veces, y la dejó caer—. Dile que he dicho que no me llame así. Dile…

La cabeza de Dan se inclinó hacia un lado hasta que reposó en el hombro. Gimió. Sacudía las manos sin ton ni son.

—¿Qué está pasando? —gritó John—. ¿Qué hago?

—No lo sé —dijo Dave. Metió el brazo entre los asientos, le cogió una de las manos temblorosas, y la apretó con fuerza.

—Conduce —dijo Dan—. Tú conduce.

Entonces el cuerpo en el asiento trasero empezó a arquearse y a retorcerse. Abra rompió a gritar con la voz de Dan.

5

Dan halló el conducto entre ellos siguiendo la mansa corriente de los pensamientos de la chica. Vio la rueda de piedra porque ella la estaba visualizando, pero se encontraba demasiado débil y desorientada para hacerla girar. Abra estaba utilizando toda la fuerza mental que era capaz de reunir solo para mantener abierto su lado de la conexión. Para que Dan pudiera entrar en la mente de ella y Abra pudiera entrar en la de él. Sin embargo, en su mayor parte continuaba en el Suburban, cuyo techo acolchado cruzaban veloces las luces de los vehículos que circulaban en sentido contrario. Iluminado… oscuro… iluminado… oscuro.

La rueda era demasiado pesada.

De alguna parte llegó un repentino martilleo, y una voz.

—Abra, sal. Se acabó el tiempo. Tenemos que movernos.

Eso la asustó, y encontró una pizca de fuerza extra. La rueda empezó moverse y tiró de él hacia el interior del cordón umbilical que los conectaba. Era la sensación más extraña que Dan había experimentado en su vida, estimulante a pesar del horror de la situación.

En alguna parte, distante, oyó que Abra decía:

—Dame un minuto, ¡tengo que cambiarme el tampón!

El techo del Suburban de John se alejaba resbalando. Girando. Hubo oscuridad, la sensación de estar en un túnel, y le dio tiempo de pensar: Si me pierdo aquí, jamás seré capaz de volver. Acabaré en algún hospital psiquiátrico, etiquetado como catatónico desahuciado.

Pero entonces el mundo ya retornaba a su posición, salvo que en un lugar distinto. El Suburban había desaparecido. Dan se encontraba en un servicio maloliente con sucias baldosas azules en el suelo y un cartel junto al lavabo donde se leía: SOLO AGUA FRÍA DISCULPEN LAS MOLESTIAS. Él estaba sentado en el inodoro.

Antes de que pudiera siquiera pensar en levantarse, la puerta se abrió de golpe, con violencia suficiente para agrietar varias de las deslucidas baldosas, y un hombre entró. Aparentaba unos treinta y cinco años, tenía el pelo completamente negro y lo llevaba peinado hacia atrás, con la frente despejada, facciones angulosas pero atractivas en un estilo tosco. En una mano empuñaba una pistola.

—Cambiarte el tampón, seguro —dijo—. ¿Y dónde lo tienes, Ricitos de Oro, en el bolsillo del pantalón? Debe de ser eso, porque tu mochila está muy lejos de aquí.

(dile que he dicho que no me llame así)

—Te he dicho que no me llames así —repitió Dan.

Cuervo se detuvo, mirando a la chica sentada en el inodoro, balanceándose ligeramente de lado a lado. Balanceándose por culpa de la droga. Sin duda. Pero ¿y la manera en que hablaba? ¿Eso era también por la droga?

—¿Qué le ha pasado a tu voz? No parece la tuya.

Dan intentó encoger los hombros de la chica y únicamente logró sacudir uno de ellos. Cuervo la asió por el brazo y Dan empujó los pies de Abra. Dolió, y dejó escapar un grito.

En alguna parte —a kilómetros de distancia— una voz apenas audible gritaba: ¿Qué está pasando? ¿Qué hago?

—Conduce —le dijo a John mientras Cuervo lo sacaba por la puerta de un tirón—. Tú conduce.

—Oh, sí, voy a conducir —dijo Cuervo, y metió a pulso a Abra en la camioneta, junto al inconsciente Billy Freeman.

Entonces le agarró un mechón de pelo, se lo enrolló en el puño, y tiró. Dan gritó con la voz de Abra, a sabiendas de que no era exactamente la voz de ella. Casi, pero no del todo. Cuervo percibía la diferencia, pero ignoraba cuál era. La mujer del sombrero lo habría sabido; fue esa mujer la que involuntariamente había enseñado a Abra el truco del intercambio mental.

—Pero antes de que nos pongamos en marcha, vamos a hacer un pacto. No más mentiras, ése es el arreglo. Miente otra vez a Papá, y este carcamal que está roncando a mi lado será hombre muerto. Y no malgastaré droga. Pararé en algún camino rural y le meteré una bala en el estómago. Así tardará un rato. Llegarás a oírle gritar. ¿Lo entiendes?

—Sí —murmuró Dan.

—Pequeña, no me jodas, porque no voy a repetírtelo dos veces.

Cuervo dio un portazo y se dirigió con paso rápido al lado del conductor. Dan cerró los ojos de Abra. Pensaba en las cucharas de la fiesta de cumpleaños. En abrir y cerrar cajones, eso también. Abra estaba demasiado débil físicamente para luchar con el hombre que ahora se ponía al volante y arrancaba el motor, pero una parte de ella era fuerte. Si pudiera encontrarla…, esa parte que había movido cucharas y abierto cajones y tocado música de la nada… esa parte que había escrito en la pizarra desde kilómetros de distancia…, si pudiera encontrarla y hacerse con su control…

Igual que Abra había visualizado una lanza de mujer guerrera y un caballo, Dan ahora se imaginó un panel de interruptores en la pared de una sala de control. Unos accionaban las manos; otros, las piernas; otros, el encogimiento de hombros. Sin embargo, algunos eran más importantes. Debería ser capaz de activarlos; él poseía al menos algunos de esos mismos circuitos.

La camioneta se estaba moviendo, primero marcha atrás, luego virando. Un momento después volvían a la carretera.

—Muy bien —dijo Cuervo en tono grave—. Échate a dormir. ¿Qué coño pensabas que ibas a hacer ahí atrás? ¿Meterte en el retrete y tirar de la cadena…?

Sus palabras se apagaron, porque ahí estaban los interruptores que Dan estaba buscando. Los interruptores especiales, los de la palanca roja. No sabía si estaban realmente ahí, y conectados de verdad a los poderes de Abra, o si lo único que hacía era jugar a una especie de solitario mental. Solo sabía que tenía que intentarlo.

Resplandece, pensó, y los activó todos.

6

La camioneta de Billy Freeman estaba a diez o doce kilómetros al oeste de la gasolinera y atravesando la oscuridad del Vermont rural por la 108 cuando Cuervo sintió por primera vez el dolor. Era como un aro de plata que le rodeaba el ojo izquierdo. Era frío, apretaba. Levantó la mano para tocarlo, pero antes de que pudiera hacerlo, el dolor se deslizó hacia la derecha, congelándole el puente de la nariz como si le hubieran inyectado novocaína. Entonces le rodeó también el otro ojo. Era como llevar binoculares de metal.

O esposas oculares.

Su oído izquierdo empezó a zumbar, y de repente se le entumeció la mejilla izquierda. Volvió la cabeza y vio que la cría estaba mirándole. Tenía los ojos muy abiertos y no pestañeaba; no parecían en absoluto drogados. Para el caso, tampoco parecían sus ojos. Daban la impresión de ser más viejos. Más sabios. Y tan fríos como la sensación que ahora le invadía el rostro.

(para la camioneta)

Cuervo había tapado y dejado a un lado la hipodérmica, pero seguía empuñando la pistola que había cogido de debajo del asiento cuando decidió que la chica ya llevaba demasiado tiempo en los servicios. La levantó, con la intención de amenazar al carcamal y obligarla a parar de hacer lo que fuera que estuviese haciendo, pero de pronto sintió la mano como si la hubiera sumergido en agua helada. El arma ganó peso: dos kilos, cinco, lo que parecían diez. Diez como mínimo. Y mientras luchaba por levantarla, el pie derecho se separó del acelerador de la F-150 y la mano izquierda giró el volante de modo que la camioneta se salió de la carretera y rodó por el blando arcén —con suavidad, frenando— con las ruedas del lado derecho escorando hacia la cuneta.

—¿Qué me estás haciendo?

—Lo que te mereces. Papá.

La camioneta chocó contra un abedul caído, lo partió en dos y se detuvo. La chica y el carcamal tenían puesto el cinturón, pero Cuervo se había olvidado de abrocharse el suyo. Salió disparado contra el volante e hizo sonar el claxon. Cuando bajó la vista, vio que la automática del carcamal giraba en su puño. Giraba muy lentamente hacia él. Eso no debería estar ocurriendo. Se suponía que la droga la detendría. Pero qué coño, la droga ya la había detenido. Sin embargo, algo había cambiado en los servicios de la gasolinera. Quienquiera que estuviera ahora detrás de aquellos ojos estaba completamente sobrio, joder.

Y era terriblemente fuerte.

¡Rose! ¡Rose, te necesito!

—No creo que pueda oírte —dijo la voz que no era la de Abra—. Tendrás tus talentos, hijo de puta, pero no creo que tengas mucho de telépata. Creo que cuando quieres hablar con tu novia, usas el teléfono.

Empleando toda su fuerza, Cuervo comenzó a girar la Glock hacia la chica. Ahora parecía pesar veinte kilos. Los tendones del cuello sobresalían como cables. Gotas de sudor le bañaban la frente. Una se le metió en un ojo, escocía, y Cuervo la apartó con un pestañeo.

—Le pegaré… un tiro… a tu amigo —dijo.

—No —dijo la persona dentro de Abra—. No te lo permitiré.

Pero Cuervo pudo ver que la chica tenía que hacer esfuerzos, y eso le dio esperanza. Puso todo su empeño en apuntar el cañón al abdomen de Rip Van Winkle, y casi lo había conseguido cuando la pistola se revolvió otra vez. Ahora podía oír a la bruja resollando. Qué coño, él también resollaba. Sonaban como corredores de maratón aproximándose a la meta uno al lado del otro.

Un coche pasó, no redujo la velocidad. Ninguno de ellos se fijó. Se miraban el uno al otro.

Cuervo bajó la mano izquierda para juntarla con la derecha en la pistola. Ahora giraba un poco más. La estaba venciendo, por Dios. ¡Pero sus ojos! ¡Cielo santo!

—¡Billy! —gritó Abra—. ¡Billy, ayuda!

Billy resopló. Abrió los ojos.

—¿Qué…?

Cuervo se distrajo un momento. La fuerza que ejercía flaqueó y de inmediato la pistola empezó a dirigirse hacia él. Tenía las manos frías, muy frías. Aquellos anillos de metal se le hundían en los ojos y amenazaban con convertirlos en gelatina.

La pistola se disparó por primera vez desde que estaba entre ellos y abrió un agujero en el salpicadero, justo por encima de la radio. Billy se despertó con un espasmo, agitando los brazos como aspas de molino, como un hombre emergiendo de una pesadilla. Uno de ellos golpeó la sien de Abra; el otro, el pecho de Cuervo. La cabina de la camioneta se llenó de humo azul y olor a pólvora quemada.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué coño ha…?

¡No, puta! ¡No! —gruñó Cuervo.

Balanceó la pistola hacia Abra, y en ese momento sintió que el control de ella se aflojaba. Había sido el golpe en la cabeza. Cuervo vio consternación y terror en los ojos de la chica y se alegró ferozmente.

Tengo que matarla, no puedo darle otra oportunidad. Pero no con un tiro en la cabeza. En el estómago. Luego absorberé el vap

Billy le incrustó el hombro en el costado. La pistola se alzó bruscamente y se disparó; esta vez abrió un agujero en el techo, justo sobre la cabeza de Abra. Antes de que Cuervo pudiera volver a bajarla, unas manos enormes se posaron sobre las suyas. Tuvo tiempo de darse cuenta de que su adversario solo había estado explotando una fracción de la fuerza a su disposición. El pánico había liberado una enorme, tal vez incognoscible, reserva. Esta vez, cuando la pistola giró hacia él, las muñecas de Cuervo se quebraron como un haz de ramitas. Por un momento vio un único ojo negro, clavado fijo en él, y tuvo tiempo para medio pensamiento:

(Rose te qui)

Se produjo un brillante fogonazo de luz blanca, y luego solo hubo oscuridad. Cuatro segundos más tarde, no quedaba nada de Papá Cuervo salvo su ropa.

7

Steve el Vaporizado, Baba la Rusa, Dick el Doblado y G la Golosa estaban jugando una desganada partida de canasta en la Bounder que Golosa y Phil el Sucio compartían cuando empezaron los alaridos. Los cuatro habían estado con los nervios a flor de piel —el Nudo al completo lo estaba— y de inmediato dejaron caer las cartas y corrieron hacia la puerta.

Todo el mundo salía de sus autocaravanas y roulottes para ver qué ocurría, pero se detuvieron al encontrar a Rose la Chistera plantada bajo la cegadora luz blanco amarillenta de los focos de seguridad que rodeaban el Pabellón Overlook. Sus ojos eran salvajes. Se tiraba del cabello como un profeta del Viejo Testamento en la agonía de una violenta visión.

¡Esa cabrona hija de puta ha matado a mi Cuervo! —aulló—. ¡La mataré! ¡LA MATARÉ Y ME COMERÉ SU CORAZÓN!

Al cabo se desplomó de rodillas, sollozando entre las manos.

El Nudo Verdadero permaneció inmóvil, aturdido. Nadie sabía qué decir o hacer. Por fin, Sarey la Callada se acercó a ella, pero Rose la apartó con un violento empujón. Sarey aterrizó de espaldas, se puso en pie y regresó sin vacilación. Esta vez Rose alzó la mirada y vio a su aspirante a paño de lágrimas, una mujer que esa increíble noche también había perdido a alguien amado. Abrazó a Sarey, la estrechó con tanta fuerza que los Verdaderos que observaban oyeron un crujir de huesos. Pero Sarey no se resistió, y tras unos instantes las dos mujeres se ayudaron mutuamente a levantarse. Rose posó la mirada en Sarey la Callada, luego en Mo la Grande, en Mary la Matona y en Charlie el Fichas. Era como si nunca hubiera visto a ninguno de ellos.

—Vamos, Rosie —dijo Mo—. Estás en estado de shock. Necesitas tumbar…

¡NO!

Se apartó de Sarey la Callada y se abofeteó ambas mejillas con dos tremendos manotazos que hicieron que se le cayera el sombrero. Se agachó a recogerlo, y cuando volvió a mirar a los Verdaderos congregados a su alrededor, cierta cordura había retornado a sus ojos. Pensaba en Doug el Diésel y en el equipo que había enviado al encuentro de Papá y la chica.

—Necesito contactar con Deez y decirle a él y a Phil y Annie que den media vuelta. Tenemos que estar juntos. Tenemos que tomar vapor. Mucho. En cuanto estemos cargados, iremos a coger a esa hija de puta.

Los demás se limitaron a mirarla con rostro preocupado e inseguro. La visión de esos ojos asustados y las estúpidas bocas abiertas la enfureció.

—¿Dudáis de mí?

Sarey la Callada se había ido acercando poco a poco. Rose la apartó de un empujón tan fuerte que Sarey estuvo a punto de volver a caer.

—Quien dude de mí, que dé un paso al frente.

—Nadie duda de ti, Rose —dijo Steve el Vaporizado—, pero a lo mejor deberíamos dejarla en paz. —Habló con cuidado, sin poder mirar a Rose a los ojos—. Si Cuervo ha caído realmente, ya son cinco muertos. Jamás habíamos perdido a cinco en un día. Jamás habíamos perdido ni siquiera a…

Rose avanzó y Steve retrocedió de inmediato; encorvó los hombros como un chiquillo a la espera de un azote.

—¿Queréis huir de una cría vaporera? Después de todos estos años, ¿queréis dar media vuelta y huir de una paleta?

Nadie contestó, y menos aún Steve, pero Rose advirtió la verdad en sus ojos. Era lo que querían. Lo querían de verdad. Habían disfrutado de muchos años buenos. Años de vacas gordas. Años de caza fácil. Y ahora se habían topado con alguien que no solo tenía un vapor extraordinario, sino que, además, los conocía por lo que eran y por lo que hacían. En vez de vengar a Papá Cuervo —quien, junto a Rose, había estado a su lado en las buenas y en las malas— querían meter el rabo entre las piernas y salir pitando. En ese momento deseó matarlos a todos. Ellos lo percibieron y retrocedieron arrastrando los pies, dándole espacio.

Todos menos Sarey la Callada, que miraba a Rose como hipnotizada. Rose la asió por sus hombros escuálidos.

—¡No, Rosie! —chilló Mo—. ¡No le hagas daño!

—¿Y tú qué, Sarey? Ésa cría es responsable de matar a la mujer a la que amabas. ¿Quieres huir?

—Na —dijo Sarey. Alzó los ojos, que encontraron los de Rose. Incluso ahora, con todo el mundo mirándola, Sarey parecía poco más que una sombra.

—¿Quieres hacérselo pagar?

—Hin —respondió Sarey. Y luego—: Engansa.

Tenía una voz baja (casi inexistente) y un impedimento en el habla, pero todos ellos la oyeron, y todos ellos supieron lo que quería decir.

Rose paseó la mirada entre los demás.

—Para los que no queráis lo mismo que Sarey, los que solo queráis huir arrastrándoos como gusanos…

Se volvió hacia Mo la Grande y agarró el brazo fofo de la mujer. Mo soltó un chillido de miedo y sorpresa. Intentó zafarse, pero Rose la retuvo en su sitio y le levantó el brazo para que los demás pudieran verlo. Estaba cubierto de manchas rojas.

—¿Podéis escapar de esto?

Farfullaron y dieron un par de pasos atrás.

—Lo tenemos dentro —dijo Rose.

—¡La mayoría estamos bien! —exclamó Terri Pickford, la Dulce—. ¡Yo estoy bien! ¡No tengo ni una marca! —Extendió sus brazos de piel tersa para que los inspeccionaran.

Rose volvió los ojos llameantes y anegados en lágrimas hacia Terri.

—Ahora. Pero ¿por cuánto tiempo?

La Dulce no replicó, pero miró a otro lado.

Rose pasó un brazo en torno a los hombros de Sarey la Callada y estudió a los demás.

—El Nueces decía que la chica puede ser nuestra única posibilidad de librarnos de la enfermedad antes de que nos infecte a todos. ¿Alguien aquí sabe más? Si es así, hablad.

Nadie dijo nada.

—Vamos a esperar hasta que vuelvan Deez, Annie y Phil el Sucio, y después tomaremos vapor. La mayor cantidad de vapor que hayamos tomado nunca. Vamos a vaciar los cilindros.

Recibieron sus palabras con expresión de sorpresa y murmullos intranquilos. ¿Creían que estaba loca? Que lo creyeran. No era solo el sarampión lo que devoraba al Nudo Verdadero; era terror, y eso era mucho peor.

—Cuando estemos todos juntos, celebraremos un círculo. Vamos a fortalecernos. Lodsam hanti, somos los elegidos, ¿lo habéis olvidado? Sabbatha hanti, somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos. Decidlo conmigo. —Sus ojos pasaron sobre ellos como un rastrillo—. Decidlo.

Lo recitaron, juntando las manos, formando un círculo. Somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos. Una chispa de resolución retornó a sus ojos. Una chispa de fe. Al fin y al cabo, solo media docena de ellos tenían erupciones; todavía había tiempo.

Rose y Sarey la Callada avanzaron hacia el círculo. Terri y Baba se soltaron para hacerles sitio, pero Rose escoltó a Sarey hasta el centro. Bajo los focos de seguridad, los cuerpos de las dos mujeres proyectaban múltiples sombras, como los rayos de una rueda.

—Cuando seamos fuertes, cuando volvamos a ser uno, la encontraremos y la cogeremos. Os digo esto como vuestra líder. Y aunque su vapor no cure la enfermedad que nos devora, será el fin del podrido…

Fue entonces cuando la chica habló dentro de su cabeza. Rose no veía la sonrisa furiosa de Abra Stone, pero pudo sentirla.

(no te molestes en venir a por mí, Rose)

8

En el asiento trasero del Suburban de John Dalton, Dan Torrance pronunció cinco claras palabras con la voz de Abra.

—Iré yo a por ti.

9

—¿Billy? ¡Billy!

Freeman miró a la chica cuya voz no sonaba exactamente como la de una chica. La imagen se desdobló, se enfocó, y volvió a duplicarse. Se pasó una mano por la cara. Sentía los párpados pesados y sus pensamientos parecían de algún modo adheridos entre sí. No lograba encontrarle sentido a la situación. Ya no era de día, y estaba claro que ya no estaban en la calle de Abra.

—¿Quién está disparando? ¿Y quién se me ha cagado en la boca? Por Dios.

—Billy, tienes que despertarte. Tienes que…

Tienes que conducir, era lo que Dan pretendía decir, pero Billy Freeman no estaba en condiciones de conducir a ninguna parte. No por un rato. Se le volvían a cerrar los ojos, con párpados asincrónicos. Dan hundió un codo de Abra en el costado del viejo y recuperó su atención. Por el momento, al menos.

La luz de unos faros inundó la cabina de la camioneta al acercarse otro vehículo. Dan contuvo el aliento de Abra, pero el coche pasó de largo sin reducir la velocidad. Quizá fuera una mujer sola, quizá un vendedor con prisa por llegar a casa. Un mal samaritano, quienquiera que fuese, y lo malo en este caso era bueno para ellos, pero puede que no tuvieran suerte una tercera vez. La gente de campo tendía a ser amable. Por no decir entrometida.

—Sigue despierto —le dijo.

—¿Quién eres tú? —Billy procuraba enfocar a la chica, pero se le hacía imposible—. Porque desde luego no suenas como Abra.

—Es complicado. Por ahora, concéntrate en seguir despierto.

Dan se bajó y caminó hasta el lado del conductor de la camioneta, tropezó varias veces. Las piernas de Abra, que tan largas le habían parecido el día en que la conoció, eran condenadamente cortas. Solo esperaba no tener tiempo suficiente para acostumbrarse a ellas.

La ropa de Cuervo estaba tirada por el asiento. Sus zapatillas de lona descansaban sobre la alfombrilla sucia, con los calcetines derramándose fuera de ellas. La sangre y los sesos que salpicaron su camisa y chaqueta habían dejado de existir, perdidas en el ciclo, pero quedaban manchas húmedas. Dan lo juntó todo y, tras considerarlo un momento, añadió la pistola. No deseaba abandonarla, pero si los paraban…

Llevó el fardo delante de la camioneta y lo enterró bajo un montón de hojas secas. Después agarró medio tronco del abedul caído contra el que había chocado la F-150 y lo arrastró hasta el sitio del enterramiento. Con los brazos de Abra fue un trabajo difícil, pero lo logró.

Descubrió que entrar en la cabina no resultaba tan fácil; tuvo que darse impulso agarrándose al volante. Y una vez que finalmente se sentó al volante, sus pies apenas alcanzaban los pedales. Joder.

Billy soltó un ronquido con la gracia de un elefante, y Dan le propinó otro codazo. El hombre abrió los ojos y miró en derredor.

—¿Dónde estamos? ¿Ese tío me drogó? —Y luego—: Creo que mejor me vuelvo a dormir.

En algún momento durante la lucha a vida o muerte final por la pistola, la botella de Fanta sin abrir de Cuervo se había caído al suelo. Dan se agachó, la recogió, y entonces se quedó parado con la mano de Abra en el tapón, recordando lo que ocurre con los refrescos carbonatados cuando se llevan un golpazo. Desde alguna parte, Abra le habló

(vaya por Dios)

y sonreía, pero no era la sonrisa furiosa. Dan lo interpretó como una buena señal.

10

No podéis dejar que me duerma, dijo la voz que surgía de la boca de Dan, de modo que John tomó la salida del centro comercial Fox Run y aparcó en el espacio más alejado de Kohl’s. Allí, Dave y él pasearon el cuerpo de Dan arriba y abajo, uno a cada lado. Era como un borracho al final de una noche agitada, y de vez en cuando hundía la cabeza en el pecho antes de volver a levantarla con brusquedad. Los dos hombres se turnaron para preguntarle qué había sucedido, qué estaba sucediendo, y dónde sucedía, pero Abra se limitaba a sacudir la cabeza de Dan.

—El Cuervo me puso una inyección en la mano antes de dejarme ir al servicio. El resto está todo borroso. Ahora, chisss, que tengo que concentrarme.

En la tercera vuelta alrededor del Suburban de John, la boca de Dan se abrió con una sonrisa y una risita muy de Abra surgió de él. Dave inquirió con la mirada a John por encima del cuerpo de su tambaleante y temblorosa carga. John se encogió de hombros y meneó la cabeza.

—Vaya por Dios —dijo Abra—. La soda.

11

Dan inclinó la botella y le quitó el tapón. Una rociada de refresco de naranja a alta presión impactó de lleno en el rostro de Billy. El hombre tosió y resopló, totalmente despierto por el momento.

—¡Jesús, chiquilla! ¿Por qué has hecho eso?

—Ha funcionado, ¿no? —Dan le tendió el refresco aún burbujeante—. Bébete el resto. Lo siento pero, por mucho que quieras, no puedes volver a dormirte.

Mientras Billy se llevaba la botella a la boca y tragaba el refresco, Dan se agachó y encontró la palanca para ajustar el asiento. Tiró de ella con una mano y del volante con la otra. El asiento se desplazó hacia delante con una sacudida, lo que provocó que Billy se derramara la Fanta por el mentón (y que profiriera una exclamación poco usada por los adultos delante de jovencitas de New Hampshire), pero ahora los pies de Abra ya alcanzaban los pedales. Por muy poco. Dan metió la marcha atrás y retrocedió despacio, torciendo al mismo tiempo hacia la carretera. Una vez que pisaron el pavimento, dejó escapar un suspiro de alivio. Quedarse atascados en una cuneta junto a una autopista de Vermont poco transitada no habría ayudado demasiado a su empresa.

—¿Sabes lo que estás haciendo? —preguntó Billy.

—Sí. Llevo años haciéndolo…, aunque tuve un período de inactividad cuando el estado de Florida me retiró el carnet. En esa época yo vivía en otro estado, pero hay una cosita llamada reciprocidad. La cruz de los borrachos nómadas a lo largo y ancho de este gran país nuestro.

—Tú eres Dan.

—Culpable de los cargos —dijo, escudriñando la carretera por encima del volante. Le habría gustado tener un libro para sentarse encima, pero tendría que arreglárselas como mejor pudiera. Puso la primera y echó a rodar.

—¿Cómo te has metido dentro de ella?

—No preguntes.

Cuervo había comentado algo (o solo lo había pensado, Dan ignoraba cuál de las dos cosas) acerca de caminos de campistas, y tras recorrer unos seis kilómetros por la Ruta 108 llegaron a una pista forestal con un rústico letrero de madera clavado a un pino: EL FELIZ HOGAR DE BOB Y DOT. Si eso no era un camino de campista, nada lo era. Dan se internó en él, los brazos de Abra se alegraron de la dirección asistida, y puso las largas. Unos ochocientos metros más adelante, atravesaba el camino una pesada cadena de la que colgaba otro letrero, este menos rústico: PROHIBIDO EL PASO. La cadena era buena señal. Significaba que Bob y Dot no habían decidido hacer una escapadita el fin de semana a su hogar feliz, y una distancia de ochocientos metros desde la carretera bastaba para asegurarles cierta privacidad. Había otro extra: una acequia por la que fluía un hilillo de agua.

Apagó las luces y el motor, luego se volvió hacia Billy.

—¿Ves esa acequia? Ve a limpiarte la Fanta de la cara. Échate bien de agua. Tienes que estar lo más despierto posible.

—Estoy despierto —replicó Billy.

—No lo bastante. Procura no mojarte la camisa. Y cuando acabes, péinate. Tienes que estar presentable.

—¿Dónde estamos?

—En Vermont.

—¿Dónde está el tío que me secuestró?

—Muerto.

—¡Pues adiós y buen viaje! —exclamó Billy, pero tras considerarlo un momento, añadió—: ¿Y el cadáver? ¿Dónde está?

Excelente pregunta, pero no era una pregunta a la que Dan quisiera responder. Lo que quería era terminar cuanto antes. Aquello era agotador y confuso en miles de sentidos.

—No está. Es todo cuanto necesitas saber.

—Pero…

—Ahora no. Lávate la cara y date unos cuantos paseos por este camino. Mueve los brazos, respira hondo, y espabílate todo lo que puedas.

—Tengo un dolor de cabeza de cojones.

A Dan no le sorprendió.

—Cuando vuelvas, la chica probablemente será una chica otra vez, lo que significa que te tocará conducir. Si te sientes lo bastante despierto para que sea factible, ve hasta el siguiente pueblo en el que haya un motel y regístrate. Viajas con tu nieta, ¿entendido?

—Sí —dijo Billy—. Mi nieta. Abby Freeman.

—En cuanto tengas una habitación, llámame al móvil.

—Porque tú estarás donde… donde esté el resto de ti.

—Exacto.

—Esto está jodido, socio.

—Sí —convino Dan—. Lo cierto es que sí. Pero nuestro trabajo ahora es desjoderlo.

—Vale. ¿Cuál es el siguiente pueblo?

—Ni idea. No quiero que tengas un accidente, Billy. Si no te sientes lo suficientemente despejado para conducir treinta o cuarenta kilómetros y registrarte en un motel sin que el recepcionista llame a la poli, más vale que Abra y tú paséis la noche en la camioneta. No estaréis cómodos, pero estaréis a salvo.

Billy abrió la puerta del lado del pasajero.

—Dame diez minutos y seré capaz de pasar por sobrio. Ya lo he hecho antes. —Le dedicó un guiño a la chica sentada al volante—. Trabajo para Casey Kingsley. Odia la bebida a muerte, ¿recuerdas?

Dan lo observó dirigirse a la acequia y arrodillarse allí, luego cerró los ojos de Abra.

En un aparcamiento del centro comercial Fox Run, Abra cerró los ojos de Dan.

(Abra)

(estoy aquí)

(estás despierta)

(sí más o menos)

(tenemos que volver a girar la rueda puedes ayudarme)

Esta vez, sí pudo.

12

—Soltadme, muchachos —dijo Dan. Su voz volvía a ser la suya—. Estoy bien. Creo.

John y Dave le soltaron, preparados para agarrarlo otra vez si se tambaleaba, pero no lo hizo. Lo que hizo fue palparse de arriba abajo: el pelo, la cara, el pecho, las piernas. Después asintió con la cabeza.

—Sí —dijo—. Estoy aquí. —Miró alrededor—. ¿Y dónde es aquí?

—Centro comercial Fox Run —dijo John—. A unos noventa kilómetros de Boston.

—De acuerdo, volvamos a la carretera.

—Abra —dijo Dave—. ¿Qué pasa con Abra?

—Abra está bien. De vuelta a su sitio.

—Su sitio está en casa —dijo Dave, y con más que un deje de resentimiento—. En su habitación. Chateando con sus amigas o escuchando a esos estúpidos de Round Here en su iPod.

Está en casa, pensó Dan. Si el cuerpo de una persona es su hogar, ella está allí.

—Está con Billy. Billy cuidará de ella.

—¿Y qué pasa con el que la ha raptado, ese tal Cuervo?

Dan se detuvo junto a la puerta trasera del Suburban de John.

—Ya no tiene que preocuparse de él. De la que tenemos que preocuparnos ahora es de Rose.

13

El motel Crown estaba realmente al otro lado de la frontera estatal, en Crownville, Nueva York. Era un lugar destartalado con un rótulo parpadeante en la entrada que decía HABIT CIO ES LIB ES y ¡TE EVIS ÓN POR CAB E! Solo se veían cuatro vehículos aparcados en las aproximadamente treinta plazas disponibles. El hombre de la recepción era una montaña descendente de grasa, con una coleta que le caía hasta la mitad de la espalda. Pasó la Visa de Billy y le entregó las llaves de dos habitaciones sin apartar los ojos del televisor, donde dos mujeres en un sofá de terciopelo rojo estaban enzarzadas en un extenuante besuqueo.

—¿Se comunican? —preguntó Billy. Y, mirando a las mujeres, añadió—: Las habitaciones, quiero decir.

—Sí, sí, todas están comunicadas, no tiene más que abrir la puerta.

—Gracias.

Condujo a lo largo de la hilera de habitaciones hasta la 23 y la 24, y aparcó la camioneta. Abra estaba acurrucada en el asiento con la cabeza recostada en un brazo, profundamente dormida. Billy abrió las puertas con las llaves, encendió las luces y a continuación dejo abierta la puerta comunicante. Consideró que el alojamiento, a pesar de no ser gran cosa, no era del todo desesperado. Lo único que deseaba era acomodar a la niña y echarse a dormir. A ser posible unas diez horas. En raras ocasiones se sentía viejo, pero esa noche se sentía anciano.

Abra se despertó ligeramente cuando la dejó en la cama.

—¿Dónde estamos?

—En Crownville, Nueva York. Estamos a salvo. Yo me quedaré en la habitación de al lado.

—Quiero a mi padre. Y quiero a Dan.

—Pronto. —Esperaba no equivocarse.

La chica cerró los ojos; luego, despacio, volvió a abrirlos.

—He hablado con esa mujer. Con esa zorra.

—¿De veras? —Billy no tenía la menor idea de a qué se refería.

—Sabe lo que hemos hecho. Lo sintió. Y le hizo daño. —Una luz dura brilló un instante en los ojos de Abra. Billy pensó que era como ver un atisbo de sol al final de un día frío y nublado de febrero—. Me alegro.

—Duérmete, cariño.

Aquélla fría luz invernal aún brillaba en su rostro cansado y pálido.

—Sabe que voy a ir a por ella.

Billy pensó en apartarle el pelo de los ojos, pero ¿y si mordía? Probablemente era una tontería, pero… aquella luz en sus ojos… Su madre a veces tenía ese mismo aspecto, justo momentos antes de que perdiera los estribos y empezara a zurrarle a él o a alguno de sus hermanos cuando eran pequeños.

—Te sentirás mejor por la mañana. Me gustaría que pudiéramos volver esta noche (estoy seguro de que a tu padre también), pero no estoy en condiciones de conducir. He tenido suerte de llegar tan lejos sin salirme de la carretera.

—Ojalá pudiera hablar con papá y mamá.

Los padres de Billy, que nunca, ni en sus mejores momentos, habrían sido candidatos a Padres del Año, llevaban tiempo muertos y él solo deseaba dormir. A través de la puerta abierta, miró con ansia la cama en la otra habitación. Pronto, pero todavía no. Sacó su móvil y abrió la tapa. Sonó dos veces y a continuación habló con Dan. Tras unos instantes, le pasó el teléfono a Abra.

—Tu padre. Sírvete.

Abra cogió el teléfono.

—¿Papá? ¿Papá? —Las lágrimas empezaron a colmarle los ojos—. Sí, estoy… Para, papá, que estoy bien. Es que tengo tanto sueño que casi no… —Abrió mucho los ojos cuando un pensamiento la golpeó—. ¿Y tú estás bien?

Escuchó. A Billy se le cerraron los ojos y tuvo que hacer un esfuerzo para abrirlos. La chica lloraba ahora, y en cierto modo se alegraba. Las lágrimas habían sofocado aquella luz en su mirada.

Le tendió el teléfono.

—Es Dan. Quiere hablar contigo otra vez.

Billy cogió el aparato y escuchó. Después dijo:

—Abra, Dan quiere saber si piensas que hay más tipos de los malos. Si hay alguno lo bastante cerca para llegar aquí esta noche.

—No. Creo que Cuervo se iba a encontrar con otros, pero todavía están lejos. Y no podrán descubrir dónde estamos… —Su voz se ahogó en un enorme bostezo—… ahora que él ya no puede decírselo. Dile a Dan que estamos a salvo. Y dile que se asegure de que mi padre lo entiende.

Billy transmitió el mensaje. Cuando finalizó la llamada, Abra estaba acurrucada en la cama, con las rodillas contra el pecho, roncando suavemente. Billy la tapó con una manta del armario, a continuación fue hasta la puerta y echó la cadena. Lo consideró unos instantes y al cabo apuntaló la silla del escritorio bajo el pomo, por si las moscas. Más vale prevenir que curar, como solía decir su padre.

14

Rose abrió el compartimento bajo el suelo y sacó uno de los cilindros. Aún de rodillas entre los asientos delanteros del EarthCruiser, lo destapó y puso la boca sobre la tapa sibilante. La mandíbula, descoyuntada, cayó hasta su pecho, y la parte inferior de su cabeza se convirtió en un agujero negro del que despuntaba un único diente. Sus ojos, por lo general rasgados, sangraron y se oscurecieron. Su rostro se transformó en una lúgubre máscara mortuoria debajo de la cual el cráneo resaltaba con claridad.

Tomó vapor.

Al acabar, colocó el cilindro en su sitio y se sentó al volante de su autocaravana, oteando la nada. No te molestes en venir a por mí, Rose; iré yo a por ti. Era lo que le había dicho. Lo que había osado decirle a ella, Rose O’Hara, Rose la Chistera. No solo era fuerte, pues; era fuerte y vengativa. Y estaba enfadada.

—Adelante, querida —dijo—. Y sigue enfadada. Cuanto más furiosa estés, más imprudente serás. Ven a ver a la tita Rose.

Se oyó un chasquido. Bajó la mirada y vio que había partido la mitad inferior del volante del EarthCruiser. El vapor transmitía fuerza. Le sangraban las manos. Rose tiró el trozo de plástico, se llevó las palmas a la cara y empezó a lamerlas.