CAPÍTULO CATORCE
CUERVO

1

Quédate conmigo, Papá, había dicho Barry el Chino. Acércate.

Fue justo después de que Serpiente hubiera puesto el primer DVD porno. Cuervo se quedó con Barry, incluso le sostuvo la mano mientras el hombre agonizante luchaba por resistir al siguiente ciclo. Y cuando regresó…

Escúchame. La cría estaba mirando, sí. Solo que cuando empezó la peli porno

Explicárselo a alguien que no podía hacer el truco de la localización era difícil, especialmente cuando quien hablaba estaba mortalmente enfermo, pero Cuervo captó lo esencial. Los folladores junto a la piscina habían escandalizado a la chica, tal como Rose había esperado, pero habían conseguido más que obligarla a que dejara de espiar y que se retirara. Durante unos instantes, el sentido de localización de Barry pareció desdoblarse. La chica aún seguía en aquel tren diminuto con su padre, en dirección al parque donde planeaban tener su picnic, pero la impresión ante la película había producido una imagen fantasma que no tenía sentido. En ella, la chica estaba en un cuarto de baño meando.

—A lo mejor estás viendo un recuerdo —sugirió Cuervo—. ¿Sería posible?

—Sí —dijo Barry—. Los paletos piensan toda clase de chorradas absurdas. Lo más probable es que no sea nada, pero por un minuto fue como si ella fuera una gemela, ¿entiendes?

Cuervo no lo entendía, no exactamente, pero asintió con la cabeza.

—Solo que si no es eso, podría estar tramando alguna especie de ardid. Déjame ver el mapa.

Jimmy el Números guardaba todos los mapas de New Hampshire en su portátil, y Cuervo lo levantó frente a Barry.

—Aquí es donde está —señaló Barry tocando la pantalla—. De camino a ese Cloud Gen con su padre.

—Gap —le corrigió Cuervo—. Cloud Gap.

—Lo que cojones sea. —Barry desplazó el dedo hacia el noreste—. Y de aquí es de donde venía el pitido fantasma.

Cuervo cogió el portátil y miró a través de la gota de infectado sudor que Barry había dejado en la pantalla.

—¿Anniston? Ahí es donde vive, Bar. Probablemente haya trazas psíquicas de ella por todo el pueblo. Como piel muerta.

—Claro. Recuerdos. Ensoñaciones. Toda clase de chorradas absurdas. Lo que yo decía.

—Y ya ha desaparecido.

—Sí, pero… —Barry asió la muñeca de Cuervo—. Si es tan fuerte como dice Rose, podría estar jugándosela de verdad. Como una especie de ventriloquia.

—¿Te has topado alguna vez con un vaporero capaz de hacer eso?

—No, pero siempre hay una primera vez para todo. Estoy casi seguro de que está con su padre, pero tú eres el que tiene que decidir si «casi seguro» basta para…

Ahí fue cuando Barry volvió a entrar en ciclo y cesó toda comunicación coherente. Cuervo se quedó con una difícil decisión. Era su misión, y tenía plena confianza en que podía encargarse de ella, pero se trataba del plan de Rose y, lo que era más importante, de la obsesión de Rose. Si la jodía, ardería Troya.

Cuervo echó un vistazo a su reloj. Las tres de la tarde allí, en New Hampshire; la una en Sidewinder. En el camping Bluebell estarían terminando de comer y Rose estaría disponible. Eso lo decidió. Hizo la llamada. Casi esperaba que ella se riera y le llamara abuelita, pero no lo hizo.

—Sabes que ya no podemos confiar en Barry al cien por cien —dijo ella—, pero confío en ti. ¿Qué te dice tu intuición?

Su intuición no inclinaba la balanza ni en un sentido ni en otro; era la razón de que la hubiera llamado. Así se lo dijo, y aguardó.

—Lo dejo en tus manos —dijo ella—. No la cagues.

Gracias por nada, querida Rosie, pensó… y luego esperó que ella no lo hubiera captado.

Se quedó sentado con el teléfono móvil cerrado aún en su mano, balanceándose con el movimiento del vehículo, inhalando el olor de la enfermedad de Barry, preguntándose cuánto tardarían en aparecer las primeras manchas en sus propios brazos y piernas y pecho. Al cabo se inclinó hacia delante y puso una mano en el hombro de Jimmy.

—Cuando llegues a Anniston, para.

—¿Por qué?

—Porque me bajo.

2

Papá Cuervo los vio alejarse de la estación de servicio Gas’n Go, al principio de Main Street de Anniston; resistió el impulso de enviarle a Serpiente un pensamiento de corta distancia (toda la percepción extrasensorial de la que era capaz) antes de que salieran de su alcance: Da la vuelta y ven a recogerme, esto es un error.

Salvo que ¿y si no lo era?

Cuando se hubieron ido, echó una mirada breve y nostálgica a la triste hilera de coches de segunda mano en venta en el túnel de lavado adyacente a la gasolinera. Independientemente de lo que pasara en Anniston, iba a necesitar un transporte para salir de la ciudad. En la cartera tenía dinero más que suficiente para comprar algo que le llevara al punto de encuentro convenido en la I-87 cerca de Albany; el problema era el tiempo. Haría falta media hora como mínimo para cerrar la transacción, y eso podría ser demasiado. Hasta que estuviera seguro de que se trataba de una falsa alarma, tendría que improvisar y confiar en sus poderes de persuasión. Jamás le habían fallado.

Cuervo se tomó unos minutos para entrar en la gasolinera, donde compró una gorra de los Red Sox. Cuando al país de los Bosox fueres, vístete como vieres. Consideró la posibilidad de añadir unas gafas de sol y decidió que no. Gracias a la televisión, un hombre sano de mediana edad con gafas de sol siempre parecía un asesino a sueldo para ciertos sectores de la población. Tendría que valer con la gorra.

Subió caminando por Main Street hasta la biblioteca donde una vez Abra y Dan habían celebrado un parlamento de guerra. No tuvo que ir más allá del vestíbulo para encontrar lo que buscaba. Allí, bajo el encabezamiento que rezaba EXPLORA NUESTRA CIUDAD, había un plano de Anniston con cada calle y cada camino señalados con detalle. Confirmó la localización de la calle de la chica.

—Qué gran partido anoche, ¿eh? —comentó un hombre. Cargaba con una brazada de libros.

Por un momento Cuervo no tuvo la menor idea de lo que hablaba, y entonces se acordó de su nueva gorra.

—Y que lo diga —convino, sin dejar de mirar el plano.

Esperó a que se marchara el hincha de los Sox y después abandonó el vestíbulo. La gorra estaba bien, pero no tenía ninguna intención de hablar de béisbol. Le parecía un deporte estúpido.

3

Richland Court era una calle corta de agradables casas coloniales de Nueva Inglaterra y de estilo Cape Cod que terminaba en una rotonda. Cuervo se había hecho con un periódico gratuito llamado The Anniston Shopper en su camino desde la biblioteca y ahora se hallaba de pie en la esquina, apoyado en un roble cercano y fingiendo estudiarlo. El árbol le protegía de las miradas, y quizá fuera una suerte, porque aparcada hacia la mitad de la calle había una camioneta roja con un tipo sentado al volante. El vehículo, una vieja gloria, contenía en la caja algunas herramientas de mano y lo que parecía un motocultor, así que cabía la posibilidad de que el tipo fuera un jardinero —era la típica calle donde los vecinos podrían permitírselo—, pero, en ese caso, ¿por qué estaba ahí sentado sin más?

¿Hacía de canguro, quizá?

El Cuervo de repente se alegró de haber tomado lo bastante en serio a Barry como para abandonar el barco. La cuestión era, ¿y ahora qué? Podía llamar a Rose y pedirle consejo, pero su última conversación no había reportado nada que no hubiera podido obtener con una Bola 8 Mágica.

Seguía allí parado, medio oculto tras el viejo roble y meditando su próximo movimiento, cuando la providencia que favorecía al Nudo Verdadero sobre los paletos intervino. Se abrió una puerta calle abajo y salieron dos chicas. Los ojos de Cuervo no eran ni un ápice menos agudos que los del pájaro homónimo, y las identificó de inmediato como dos de las tres niñas de las fotos del ordenador de Billy. La de la falda marrón era Emma Deane. La de los pantalones negros era Abra Stone.

Echó otro vistazo a la camioneta. El conductor, también una vieja gloria, había estado repantigado tras el volante. En ese momento se enderezó. Despierto y atento. Alerta. De modo que sí, los había estado burlando. Cuervo aún no sabía con certeza cuál de las dos era la vaporera, pero una cosa era segura: los hombres de la Winnebago habían emprendido una cacería inútil.

Cuervo sacó su teléfono, pero se limitó a sostenerlo en la mano mientras observaba a la chica de los pantalones negros, que bajaba por el camino particular hasta la calle. La chica de la falda se quedó mirándola un segundo y a continuación regresó adentro. La chica de los pantalones —Abra— cruzó Richland Court, y el hombre de la camioneta levantó las manos en un gesto de «qué está pasando». Ella le respondió alzando los pulgares: No te preocupes, todo va bien. Cuervo sintió que lo invadía una oleada de triunfo tan caliente como un lingotazo de whisky. Cuestión resuelta. Abra Stone era la vaporera. No cabía duda. La estaban vigilando, y el vigilante era un carcamal que tenía una camioneta perfectamente aceptable. Cuervo tenía plena confianza en que les llevaría, a él y a cierta pasajerita, hasta Albany.

Usó la marcación rápida para contactar con Serpiente y no le sorprendió ni le intranquilizó el mensaje de LLAMADA FALLIDA. Cloud Gap era un paraje bonito, y por supuesto habían prohibido que instalaran allí antenas de telefonía que estropearan las fotos de los turistas. Pero no había problema. Si no era capaz de encargarse de un viejo y una niña, es que había llegado la hora de que entregase su placa. Permaneció un momento sopesando el teléfono y luego lo apagó. Durante los siguientes veinte minutos o así, no había nadie con quien quisiera hablar, y eso incluía a Rose.

Su misión, su responsabilidad.

Tenía cuatro de las jeringuillas cargadas, dos en el bolsillo izquierdo de su chaqueta, dos en el derecho. Con su mejor sonrisa de Henry Rothman —la que lucía cuando reservaba un espacio para acampar o arrendaba moteles para el Nudo—, Cuervo salió de detrás del árbol y bajó por la calle con aire despreocupado. En la mano izquierda aún llevaba el ejemplar plegado del Anniston Shopper. Con la mano derecha, metida en el bolsillo de la chaqueta, aflojaba el capuchón de plástico de una de las agujas.

4

—Disculpe, señor, me parece que estoy un poco perdido. Me pregunto si podría indicarme algunas direcciones.

Billy Freeman estaba intranquilo, con los nervios a flor de piel, embargado por un sentimiento que no era exactamente un presagio… y aun así esa voz alegre y esa radiante sonrisa de «puedes confiar en mí» le engatusaron. Solo por dos segundos, pero fue suficiente. En el momento de alargar la mano hacia la guantera abierta, notó un leve pinchazo en el cuello.

Me ha picado un bicho, pensó, y acto seguido se desplomó de lado con los ojos en blanco.

Cuervo abrió la puerta y empujó al conductor al otro lado. La cabeza del viejo chocó contra la ventanilla del pasajero. Cuervo le levantó las flácidas piernas por encima de la joroba del túnel de la transmisión, al tiempo que cerraba la guantera con el canto de la mano para hacer un poco más de espacio, luego se deslizó tras el volante y cerró la puerta. Respiró hondo y miró alrededor, preparado para cualquier eventualidad, pero no había nada para lo que prepararse. Richland Court dormitaba en el atardecer, y eso era estupendo.

La llave estaba puesta en el contacto. Cuervo arrancó el motor y de la radio surgió el rugido vaquero de Toby Keith: que Dios bendiga América y que sirva la cerveza. En el momento en que alargaba la mano para apagarla, una terrible luz blanca destiñó su visión. Cuervo tenía muy poca capacidad telepática, pero estaba firmemente unido a su tribu; en cierto sentido, sus miembros eran apéndices de un único organismo, y uno de ellos acababa de morir. Cloud Gap no había sido un mero engaño; había sido una puta emboscada.

Antes de que pudiera decidir cómo debía proceder a continuación, la luz blanca apareció otra vez, y, tras una pausa, una vez más.

¿Todos?

Dios bendito, ¿los tres? No era posible… ¿o sí?

Respiró hondo una vez, luego otra. Se obligó a sí mismo a encarar el hecho de que sí, podía ser. Y en tal caso, sabía a quién culpar.

A la puta cría vaporera.

Miró hacia la casa de Abra. Todo tranquilo, gracias a Dios por los pequeños favores. Había previsto conducir hasta allí y meter la camioneta en su camino particular, pero de pronto le pareció una idea pésima, al menos por el momento. Salió, se inclinó dentro del vehículo y agarró al carcamal inconsciente por la camisa y el cinturón. Tiró de él hasta ponerlo al volante, se detuvo el tiempo suficiente para cachearlo. Ningún arma. Qué mal. No le habría importado tener una, al menos durante un rato.

Le abrochó el cinturón para evitar que se inclinara hacia delante y apretara el claxon. Después bajó por la calle hasta la casa de la chica, sin prisa. Si hubiera visto su cara en una de las ventanas —o al menos el mero temblor de una mera cortina— habría echado a correr, pero nada se movía.

Cabía la posibilidad de que aún pudiera llevar a cabo el trabajo, pero tal cuestión había pasado a ser secundaria debido a aquellos terribles relámpagos blancos. Lo que deseaba principalmente era poner las manos en esa zorra miserable que les había causado tantos problemas y zarandearla hasta que se desencajara.

5

Abra cruzó el vestíbulo como una sonámbula. Los Stone tenían una sala de estar en el sótano, pero la cocina era realmente donde pasaban tiempo juntos, su lugar de reunión, y se dirigió allí sin pensar en ello. Apoyó las manos extendidas en la mesa donde ella y sus padres habían disfrutado de miles de comidas, y miró fijamente la ventana situada encima del fregadero con ojos grandes y vacíos. Su yo no estaba allí. Su yo estaba en Cloud Gap, viendo a los malos salir en tropel de la Winnebago: Serpiente y el Nueces y Jimmy el Números. Conocía sus nombres por Barry. Pero fallaba algo. Faltaba uno.

(¿DÓNDE ESTÁ EL CUERVO? ¡NO VEO AL CUERVO!)

No hubo respuesta, porque Dan y su padre y el doctor John estaban ocupados. Derribaron a los malos uno tras otro: primero al Nueces —de quien se encargó su padre, bien hecho—, luego a Jimmy el Números, por último Serpiente. Sintió cada herida mortal como un golpe sordo en el fondo de su cabeza. Aquellos golpes, como una pesada maza cayendo repetidamente sobre tablones de roble, eran terribles en su finalidad pero no del todo desagradables. Porque…

Porque se lo merecen, matan niños, y nada los habría detenido. Solo

(Dan ¿dónde está el Cuervo? ¿¿¿DÓNDE ESTÁ EL CUERVO???)

Ahora Dan la oyó. Menos mal. Vio la Winnebago. Dan creía que Cuervo estaba dentro, y quizá tuviera razón. Aun así…

Corrió al vestíbulo y atisbó por una de las ventanas junto a la puerta principal. La acera se encontraba desierta, pero la camioneta del señor Freeman estaba aparcada justo donde debía estar. No podía verle la cara por culpa del sol que se reflejaba en el parabrisas, pero veía que estaba detrás del volante, y eso significaba que todo iba bien.

Probablemente.

(Abra estás ahí)

Dan. Era genial oírle. Ojalá estuviera con ella, pero tenerle dentro de su cabeza era casi igual de bueno.

()

Echó una última mirada a la acera vacía y a la camioneta del señor Freeman para quedarse tranquila, comprobó que había echado el pestillo de la puerta al entrar y se encaminó de nuevo hacia la cocina.

(tienes que hacer que la madre de tu amiga llame a la policía y decirles que corres peligro el Cuervo está en Anniston)

Se detuvo hacia la mitad del pasillo. Levantó la mano y empezó a frotarse la boca. Dan no sabía que se había marchado de la casa de los Deane. ¿Cómo iba a saberlo? Había estado muy atareado.

(no estoy)

Antes de que ella pudiera terminar la fase, la voz mental de Rose la Chistera retumbó en su cabeza y borró todo pensamiento.

(TÚ HIJA DE PUTA QUÉ HAS HECHO)

El familiar pasillo entre la puerta principal y la cocina empezó a deslizarse hacia un lado. La última vez que había ocurrido ese giro se encontraba preparada. Esta vez no. Abra intentó frenarlo y no pudo. Su casa desapareció. Anniston desapareció. Yacía tendida en el suelo mirando al cielo. Abra comprendió que la pérdida de aquellos tres en Cloud Gap había literalmente noqueado a Rose, y tuvo un momento de feroz alegría. Buscó algo con lo que defenderse. No había mucho tiempo.

6

El cuerpo de Rose yacía con los brazos y las piernas extendidos a medio camino entre las duchas y el Pabellón Overlook, pero su mente se encontraba en New Hampshire, revoloteando en la cabeza de la chica. Esta vez no había ninguna amazona de fantasía armada con una lanza, oh, no. Esta vez solo estaban la vieja Rosie y una pichoncita sorprendida, y Rosie quería venganza. Mataría a la chica solo como último recurso, pues era demasiado valiosa, pero iba a darle a probar un bocado de lo que le esperaba. Un bocado de lo que los amigos de Rose ya habían sufrido. Existían multitud de lugares blandos y vulnerables en las mentes de los paletos, y ella los conocía todos muy…

(¡LÁRGATE PUTA DÉJAME EN PAZ O TE REVIENTO!)

Fue como si detrás de sus ojos hubiera explotado una granada de aturdimiento. Una sacudida estremeció a Rose y gritó. Mo la Grande, que se había agachado para tocarla, reculó sorprendida. Rose no se dio cuenta, ni siquiera la vio. Continuaba subestimando el poder de la chica. Intentó mantener su posición en la cabeza de la niña, pero la bruja la estaba expulsando realmente. Era increíble, exasperante, aterrador, pero ocurría de verdad. Peor, pudo sentir que sus manos físicas subían hasta su cara. Si Mo y Eddie el Corto no la hubieran frenado, la cría podría haber hecho que Rose se sacara los ojos.

Por el momento, al menos, tuvo que rendirse y abandonar. Pero antes vio algo a través de los ojos de la chica que la inundó de alivio. Era Papá Cuervo, y en una mano empuñaba una aguja.

7

Abra usó toda la fuerza psíquica que pudo reunir, más de la que había usado el día que rastreó a Brad Trevor, más de la que había usado jamás en su vida, y aun así apenas fue suficiente. Justo cuando empezaba a pensar que no sería capaz de echar de su cabeza a la mujer del sombrero, el mundo volvió a girar. Era ella quien lo hacía girar, pero pesaba demasiado, como empujar una enorme piedra de molino. El cielo y los rostros que la miraban desde arriba se alejaron como resbalando. Hubo un momento de oscuridad en el que ella se halló

(entre)

en ninguna parte, y entonces el vestíbulo de su casa reapareció a la vista. Pero ya no estaba sola. Un hombre se hallaba en el umbral de la cocina.

No, un hombre no. Un Cuervo.

—Hola, Abra —dijo, sonriendo, y se abalanzó sobre ella.

Aún recuperándose mentalmente de su encuentro con Rose, Abra no intentó apartarle con la mente. Simplemente dio media vuelta y salió corriendo.

8

En los momentos de mayor tensión, Dan Torrance y Papá Cuervo eran muy parecidos, aunque ninguno de ellos lo sabría jamás. La misma claridad descendió sobre la visión de Cuervo, la misma sensación de que todo se desarrollaba a cámara lenta. Vio la pulsera de goma rosa en la muñeca izquierda de Abra y tuvo tiempo para pensar sensibilización contra el cáncer de mama. Vio que la mochila de la chica pivotaba hacia la izquierda a la vez que ella daba media vuelta hacia la derecha y supo que estaba llena de libros. Hasta tuvo tiempo para admirar su cabello, un haz brillante que volaba a su espalda.

La atrapó en la puerta en el momento en que intentaba girar el pestillo del pomo. Cuando le pasó el brazo por la garganta y tiró de ella hacia atrás, sintió sus primeros esfuerzos —confusos, débiles— para apartarle con la mente.

La jeringuilla entera no, podría matarla, como mucho pesará cincuenta y uno o cincuenta y dos kilos.

Cuervo le inyectó el fármaco justo debajo de la clavícula mientras ella se retorcía y forcejeaba. No hacía falta que se preocupase por si perdía el control y le administraba la dosis completa, pues la chica levantó el brazo izquierdo, le golpeó en la mano derecha y la hipodérmica salió volando. Cayó en el suelo y rodó. Pero la providencia siempre favorece al Nudo sobre los paletos, así había ocurrido siempre y así ocurrió entonces. Le había inyectado lo suficiente. Sintió que la mano de ella que asía su mente primero resbalaba y luego caía. Las manos de ella hicieron lo mismo. Lo miraba fijamente, con ojos horrorizados y flotantes.

Cuervo le dio una palmadita en el hombro.

—Vamos a dar un paseo, Abra. Vas a conocer a una gente fascinante.

Increíblemente, Abra se las arregló para sonreír. Una sonrisa más bien aterradora para una chica tan joven que, si llevase el pelo bajo una gorra, podría haber pasado por un chico.

—Esos monstruos a los que llamas amigos están todos muertos. Estáaan…

La última palabra no fue más que un balbuceo pronunciado al tiempo que sus ojos rodaban dentro de las cuencas y se le aflojaban las rodillas. Cuervo sintió la tentación de dejarla caer —le estaría muy bien empleado—, pero refrenó el impulso y en vez de eso la cogió por debajo de los brazos. Después de todo, era una propiedad valiosa.

Propiedad verdadera.

9

Había entrado por la puerta de atrás, empujando el ineficaz pestillo con una única pasada descendente de la American Express Platino de Henry Rothman, pero no tenía intención de huir por ese camino. Por allí no había nada más que una valla alta a los pies del jardín en pendiente y un río más allá. Además, su transporte estaba en la dirección opuesta. Cargó con Abra a través de la cocina y hasta el garaje vacío; sus padres estarían en el trabajo, quizá…, a menos que estuvieran en Cloud Gap, regodeándose con las muertes de Andi, Billy y el Nueces. Por el momento no le importaba una mierda ese asunto; quienquiera que hubiera ayudado a la chica podía esperar. Ya llegaría su hora.

Metió el cuerpo flácido de Abra bajo una mesa que albergaba algunas herramientas del padre. A continuación apretó el botón que abría la puerta del garaje y salió, no sin antes asegurarse de calzarse la enorme sonrisa de Henry Rothman. La clave de la supervivencia en el mundo de los paletos era dar la impresión de que uno pertenecía a un lugar, siempre caminando con paso seguro, y en eso nadie era mejor que Cuervo. Se dirigió con brío a la camioneta y volvió a mover al carcamal, esta vez al centro del asiento continuo del vehículo. Al torcer hacia el camino particular de los Stone, la cabeza de Billy se acomodó en su hombro.

—Menudas confianzas te tomas, ¿eh, abuelo? —dijo Cuervo, y se echó a reír mientras conducía la camioneta roja al interior del garaje.

Sus amigos estaban muertos y la situación era muy peligrosa, pero había una enorme compensación: por primera vez en muchísimos años se sentía completamente vivo y consciente, el mundo estallaba en colores y zumbaba como un diapasón. La tenía, por Dios. A pesar de toda su insólita fuerza y todos sus asquerosos trucos, la tenía. Y ahora la llevaría hasta Rose. Una ofrenda de amor.

—Premio —dijo, y dio un golpe fuerte y exultante en el salpicadero.

Le quitó la mochila a Abra, la dejó bajo la mesa de trabajo y subió a la chica a la camioneta por el lado del copiloto. Abrochó el cinturón a sus dos pasajeros durmientes. Naturalmente, se le había ocurrido romperle el cuello al carcamal y dejar su cuerpo en el garaje, pero el viejo aún podía servirle. Si el fármaco no lo mataba, claro. Comprobó el pulso en el cuello grisáceo y allí estaba, lento pero fuerte. No cabía duda respecto a la chica; estaba inclinada contra la ventanilla del pasajero y su aliento empañaba el cristal. Excelente.

Cuervo se tomó un segundo para hacer inventario. Pistola no —el Nudo Verdadero jamás viajaba con armas de fuego—, pero aún conservaba dos agujas hipodérmicas llenas de la sustancia de buenas noches. No sabía hasta dónde llegaría con dos, pero su prioridad era la chica. Tenía la idea de que el período de utilidad del viejo podría ser extremadamente limitado. En fin. Los paletos iban y venían.

Sacó el teléfono y esta vez marcó el número de Rose. Contestó justo cuando ya se había resignado a dejar un mensaje. Su voz era lenta, su pronunciación pastosa. Era un poco como hablar con un borracho.

—¿Rose? ¿Qué te pasa?

—La chica me ha fastidiado un poco más de lo que esperaba, pero estoy bien. Ya no la oigo. Dime que la has cogido.

—Sí, la tengo, se está echando una buena siesta, pero tiene amigos y no tengo ganas de encontrármelos. Me dirigiré al oeste inmediatamente, y no quiero perder el tiempo con mapas. Necesito carreteras secundarias que me lleven a través de Vermont hasta Nueva York.

—Pondré al Lamebotas en ello.

—Tienes que enviar a alguien al este para que se reúna conmigo, pero ya mismo, Rosie, y que traiga cualquier cosa que tengas a mano que mantenga sumisa a la pequeña Miss Nitro, porque no me queda mucho. Mira en el suministro del Nueces. Debe de tener algo

—No me digas lo que tengo que hacer —le cortó ella con brusquedad—. El Lamebotas lo coordinará todo. ¿Sabes lo suficiente para empezar?

—Sí. Rosie querida, ese merendero era una trampa. La cría nos la ha metido doblada. ¿Y si sus amigos llaman a la poli? Voy en una vieja F-150 con un par de zombis a mi lado, en la cabina. Bien podría llevar SECUESTRADOR tatuado en la frente.

Sonreía, sin embargo. Que le partiera un rayo si no. Hubo una pausa en el otro extremo de la línea. Cuervo permaneció sentado al volante en el garaje de los Stone, a la espera.

Al cabo Rose dijo:

—Si ves luces azules detrás de ti o que te han cerrado la carretera, estrangula a la chica y absorbe tanto vapor como puedas mientras muera. Luego entrégate. Antes o después nos ocuparemos de ti, ya lo sabes.

Esta vez era el turno de Cuervo de hacer una pausa. Al final dijo:

—¿Estás segura de que es la mejor forma de proceder, querida?

—Lo estoy —respondió con voz pétrea—. Ella es la responsable de las muertes de Jimmy, el Nueces y Serpiente. Los lloraremos a todos, pero es por Andi por la que me siento peor, porque yo misma la convertí y apenas pudo probar la vida. Y luego está Sarey…

Su voz se apagó con un suspiro. Cuervo no dijo nada. No había nada que decir, realmente. Andi Steiner había estado con muchas mujeres durante sus primeros años con los Verdaderos —nada sorprendente, el vapor siempre ponía particularmente cachondos a los nuevos—, pero ella y Sarah Carter habían sido pareja los últimos diez años, y fieles una a la otra. En ciertos aspectos, Andi parecía más la hija de Sarey la Callada que su amante.

—Sarey está desconsolada —dijo Rose—, y Susie Ojo Negro no se siente mucho mejor por lo del Nueces. Ésa cría va a responder por llevarse a tres de los nuestros. De un modo u otro, su vida de paleto está acabada. ¿Alguna pregunta más?

Cuervo no tenía ninguna.

10

Nadie prestó especial atención a Papá Cuervo y sus durmientes pasajeros mientras abandonaban Anniston por la vieja Autopista del Estado del Granito rumbo al oeste. Salvo ciertas notables excepciones (las ancianas con ojo de lince y los niños pequeños eran los peores), la América Paleta era increíblemente poco observadora incluso después de llevar doce años inmersa en la Edad Oscura del Terrorismo. Si ves algo, di algo era un eslogan de mil demonios, pero primero había que ver algo.

Para cuando atravesaron la frontera estatal de Vermont ya oscurecía, y los vehículos con los que se cruzaban solo veían los faros de Cuervo, que circulaba con las largas a propósito. El Lamebotas ya había llamado tres veces para darle la información de ruta. La mayoría eran caminos de campistas, muchos de los cuales no figuraban en los mapas. El Lamebotas le comunicó que Doug el Diésel, Phil el Sucio y Annie la Mandiles estaban de camino. Viajaban en un Caprice de 2006 que tenía pinta de perro pero que contaba con cuatrocientos caballos bajo el capó. La velocidad no sería un problema; llevaban credenciales del Departamento de Seguridad Nacional que superarían cualquier inspección, cortesía del difunto Jimmy el Números.

Los gemelos, Guisante y Vaina, estaban usando el sofisticado sistema de telecomunicaciones vía satélite del Nudo para monitorizar la cháchara policial en el nordeste, y hasta el momento no habían oído nada sobre un posible secuestro de una jovencita. Eran buenas noticias, pero no inesperadas. Sus amigos, lo bastante listos como para tender una emboscada, eran también lo bastante listos como para saber lo que podía ocurrirle a su pichoncito si lo hacían público.

Otra llamada de teléfono, ésta sonó ahogada. Sin apartar la vista de la carretera, Cuervo se inclinó sobre sus pasajeros durmientes, introdujo la mano en la guantera y encontró un móvil. El del carcamal, sin duda. Lo sostuvo a la altura de los ojos. No había ningún nombre, así que no era ningún contacto de la agenda, pero el número tenía prefijo de New Hampshire. ¿Uno de los emboscadores que quería saber si Billy y la chica estaban bien? Muy probablemente. Cuervo consideró la posibilidad de contestar y decidió que no. Aunque más tarde miraría a ver si habían dejado algún mensaje. La información era poder.

Cuando volvió a inclinarse para meter el móvil en la guantera, sus dedos rozaron una superficie metálica. Guardó el teléfono y sacó una pistola automática. Un bonito extra, y un hallazgo afortunado; si el carcamal se hubiera despertado antes de lo previsto, podría haberle echado mano sin que Cuervo hubiera tenido ocasión de leer sus intenciones. Deslizó la Glock bajo el asiento y cerró la guantera.

Las pistolas también eran poder.

11

Estaba todo oscuro. Circulaban por la carretera 108, en el corazón de las Green Mountains, cuando Abra empezó a agitarse. Cuervo, aún sintiéndose brillantemente vivo y consciente, no lo lamentó. Por un lado, le picaba la curiosidad. Por otro, el indicador de combustible de la camioneta marcaba vacío, y alguien iba a tener que llenar el depósito.

Pero no convenía correr riesgos.

Con la mano derecha sacó del bolsillo una de las dos hipodérmicas restantes y la mantuvo sobre el muslo. Esperó hasta que la chica abrió los ojos, aún tiernos y embotados. Entonces Cuervo dijo:

—Buenas noches, señorita. Soy Henry Rothman. ¿Me comprendes?

—Tú eres… —Abra se aclaró la garganta, se humedeció los labios, volvió a intentarlo—. Tú no eres Henry nada. Tú eres el Cuervo.

—Veo que me comprendes. Bien. Ahora mismo te sentirás confusa, me imagino, y así te vas a quedar, porque es como me gustas. Pero no habrá necesidad de volver a dejarte inconsciente siempre y cuando cuides tus modales. ¿Lo has entendido?

—¿Adónde vamos?

—A Hogwarts, a ver el Torneo Internacional de Quidditch. Te compraré un perrito caliente y algodón de azúcar mágicos. Contesta a mi pregunta. ¿Vas a cuidar tus modales?

—Sí.

—Tan inmediata afirmación es grata a mi oído, pero tendrás que perdonarme si no me fío del todo. Debo proporcionarte cierta información vital antes de que intentes algo estúpido que puedas lamentar. ¿Ves la aguja que tengo?

—Sí. —Abra aún descansaba la cabeza en la ventanilla, pero bajó la vista. Se le cerraron los ojos y volvió a abrirlos muy despacio—. Tengo sed.

—Por el fármaco, sin duda. Aquí no tengo nada para beber, nos fuimos con un pelín de prisa…

—Creo que hay zumo en mi mochila. —Hablaba con voz ronca; queda y lentamente. Abría los ojos con mucho esfuerzo después de cada pestañeo.

—Lo siento, pero se quedó en el garaje. Podrás comprar algo para beber cuando lleguemos al siguiente pueblo, siempre que seas una Ricitos de Oro buena. Si te portas mal, te pasarás la noche tragándote tu propia saliva. ¿Está claro?

—Sí…

—Como note que toqueteas dentro de mi cabeza (sí, sé que puedes hacerlo), o si intentas llamar la atención cuando paremos, pincharé a este anciano caballero. Con todo lo que ya le he dado, lo dejará más muerto que Amy Winehouse. ¿Te queda claro también?

—Sí. —Volvió a lamerse los labios y luego se los frotó con la mano—. No le hagas daño.

—Eso depende de ti.

—¿Adónde me llevas?

—Ricitos de Oro, querida.

—¿Qué? —Abra pestañeó atontada.

—Cállate y disfruta del viaje.

—Hogwarts —dijo ella—. Algodón de… azúcar.

Esta vez, cuando se le cerraron los ojos, los párpados no volvieron a levantarse. Empezó a roncar levemente. Era un sonido ventoso, casi agradable. Cuervo no creía que estuviera fingiendo, pero continuó sujetando la jeringuilla pegada a la pierna del carcamal para estar seguro. Como una vez dijo Gollum acerca de Frodo Bolsón, era astuta, mi tesoro. Era muy astuta.

12

Abra no se sumergió completamente; aún oía el motor de la camioneta, pero venía de muy lejos. Parecía sonar por encima de ella. Se acordó de cuando iba con sus padres al lago Winnipesaukee en aquellas calurosas tardes de verano, y de que si metías la cabeza bajo el agua oías el zumbido distante de las lanchas motoras. Sabía que la estaban secuestrando, y sabía que eso debería preocuparla, pero se sentía serena, contenta de flotar entre el sueño y la vigilia. Sin embargo, la sequedad en la boca y la garganta era horrible. Sentía la lengua como un trozo de alfombra polvorienta.

Tengo que hacer algo. Me lleva con la mujer del sombrero, tengo que hacer algo. Si no, me matarán como mataron al chico del béisbol. O algo todavía peor.

Sí, haría algo. Después de beber algo. Y después de dormir un poco más…

El ruido del motor había pasado de un zumbido a un distante ronroneo cuando la luz penetró a través de sus párpados cerrados. Entonces el ruido cesó por completo y Cuervo le clavó un dedo en la pierna. Débil al principio, más fuerte después. Lo bastante para que doliera.

—Despierta, Ricitos de Oro. Podrás volver a dormir más tarde.

Abrió los ojos con dificultad; hizo una mueca de dolor ante la deslumbrante luz. Estaban aparcados junto a unos surtidores de gasolina. Había fluorescentes, y se protegió los ojos de su destello. Ahora le dolía la cabeza además de estar sedienta. Era como…

—¿Qué es tan gracioso, Ricitos de Oro?

—¿Eh?

—Estás sonriendo.

—Acabo de darme cuenta de lo que me pasa. Tengo resaca.

Cuervo lo meditó unos instantes y luego sonrió burlón.

—Supongo que sí, y ni siquiera disfrutaste haciendo el tonto. ¿Estás lo bastante despierta como para entenderme?

—Sí. —Al menos eso creía. Oh, pero el martilleo en su cabeza… Horrible.

—Toma esto.

Sostenía algo frente a su cara con el brazo izquierdo extendido. La mano derecha aún empuñaba la hipodérmica, con la aguja descansando cerca de la pierna del señor Freeman.

Abra entornó los ojos. Era una tarjeta de crédito. Levantó una mano que sentía demasiado pesada y la cogió. Se le empezaron a cerrar los ojos y Cuervo la abofeteó en la cara. Abrió los ojos de golpe, como platos y horrorizados. No le habían pegado en toda su vida, al menos ningún adulto. Claro que tampoco la habían secuestrado nunca.

—¡Ay! ¡Ay!

—Sal de la camioneta. Sigue las instrucciones del surtidor (eres una niña lista, estoy seguro de que podrás hacerlo) y llena el depósito. Después vuelve a colocar la manguera en su sitio y sube. Si te portas como una Ricitos de Oro buena, acercaremos el coche hasta aquella máquina de Coca-Cola. —Señaló hacia la esquina más lejana de la tienda—. Podrás comprarte un refresco de medio litro. O agua, si lo prefieres; veo con estos ojitos que tienen Dasani. Pero si eres una Ricitos de Oro mala, mataré al viejo, luego entraré en la tienda y me cargaré al chaval de la caja. No hay problema. Tu amigo tenía una pistola que ahora está en mi poder. Te llevaré conmigo y podrás ver cómo le vuelo la cabeza al chaval. Depende de ti, ¿de acuerdo? ¿Lo has entendido?

—Sí —respondió Abra, un poco más despierta ahora—. ¿Podré sacar una Coca-Cola y un agua?

La sonrisa de él esta vez fue eufórica, amplia y atractiva. A Abra, a pesar de su situación, a pesar del dolor de cabeza, incluso a pesar de la bofetada que le había propinado, le pareció encantadora. Supuso que mucha gente pensaría que tenía una sonrisa encantadora, especialmente las mujeres.

—Un poquito avariciosa, pero eso no siempre es un defecto. Veamos lo bien que cuidas tus modales.

Abra se desabrochó el cinturón (necesitó tres intentos, pero finalmente lo consiguió) y agarró la manilla. Antes de salir, dijo:

—Deja de llamarme Ricitos de Oro. Sabes cuál es mi nombre, y yo sé el tuyo.

Cerró la puerta de golpe y se dirigió a la isleta de los surtidores (tambaleándose un poco) antes de que él pudiera responder. La chica tenía agallas además de vapor. Casi la admiraba. Pero, dado lo que les había ocurrido a Serpiente, al Nueces y a Jimmy, no llegaría muy lejos.

13

Al principio Abra no pudo leer las instrucciones porque las palabras no dejaban de desdoblarse y escurrirse. Entornó los ojos y se enfocaron. Cuervo la observaba. Ella notaba los ojos de él como diminutas pesas calientes en su nuca.

(¿Dan?)

Nada, y no le sorprendía. ¿Cómo esperaba contactar con Dan cuando apenas era capaz de utilizar ese estúpido surtidor? Nunca en su vida se había sentido menos resplandeciente.

Por fin logró que la gasolina fluyera, aunque la primera vez que probó la tarjeta de crédito la insertó al revés y tuvo que volver a empezar desde el principio. El repostaje se eternizaba, pero había un manguito de goma sobre la boquilla que reducía el hedor de los vapores de combustible, y el aire nocturno le estaba despejando un poco la cabeza. Había millones de estrellas. Por lo general, su belleza y profusión le inspiraban respeto, pero al mirarlas esa noche solo se sintió asustada. Estaban muy lejos. No veían a Abra Stone.

Cuando el depósito estuvo lleno, leyó con los ojos entornados el nuevo mensaje que apareció en la pantalla del surtidor y se volvió hacia Cuervo.

—¿Quieres un recibo?

—Creo que sobreviviremos sin él, ¿no te parece?

Reapareció su deslumbrante sonrisa, ésa que hacía feliz a la persona que la causaba. Abra apostaba a que tenía cantidad de novias.

No. Solo tiene una. La mujer del sombrero es su novia. Rose. Si tuviera otra, Rose la mataría. Probablemente con uñas y dientes.

Regresó con paso tambaleante a la camioneta y subió.

—Lo has hecho bien —dijo Cuervo—. Has ganado el premio gordo: una Coca-Cola y un agua. Así que… ¿qué le dices a Papá?

—Gracias —dijo Abra con desgana—. Pero tú no eres mi padre.

—Aunque podría serlo. Puedo ser un padre muy bueno para las niñas que son buenas conmigo. Las que cuidan sus modales. —Acercó el vehículo a la máquina expendedora y le entregó un billete de cinco dólares—. Píllame una Fanta si tienen. Si no, una Coca-Cola.

—¿Bebes refrescos como cualquier otra persona?

Puso una cómica cara de ofendido.

—Si nos pinchan, ¿acaso no sangramos? Si nos hacen cosquillas, ¿acaso no reímos?

—Shakespeare, ¿verdad? —Abra volvió a frotarse la boca—. Romeo y Julieta.

El mercader de Venecia, borrica —dijo Cuervo… pero con una sonrisa—. Seguro que no conoces el resto.

Ella negó con la cabeza. Error. Le refrescó el punzante dolor de cabeza, que había empezado a calmarse.

—Si nos envenenan, ¿acaso no morimos? —Tocó la pierna del señor Freeman con la aguja—. Medítalo mientras sacas la bebida.

14

La observó atentamente mientras se afanaba en la máquina. Esa gasolinera se encontraba en las afueras boscosas de algún pueblo, y siempre existía la posibilidad de que decidiera mandar al diablo al carcamal y huir hacia los árboles. Pensó en la pistola, pero la dejó donde estaba. Perseguirla no supondría demasiado esfuerzo dado su estado aletargado. Sin embargo, la chica ni siquiera miró en esa dirección. Introdujo el billete de cinco en la máquina y sacó las bebidas, una tras otra, solo hizo una pausa para tomar un trago largo de agua. Regresó y le dio su Fanta, pero no entró. Señaló hacia el lado del edificio.

—Tengo que hacer pis.

Cuervo se quedó perplejo. Era algo que no había previsto, aunque debería. La había drogado, y su cuerpo necesitaba purgarse de toxinas.

—¿No puedes aguantar un rato? —Estaba pensando en que unos kilómetros más adelante podría encontrar un apartadero y parar. Dejar que se pusiera detrás de un arbusto. Mientras pudiera verle la coronilla, no habría problema.

Pero ella negó con la cabeza. Por supuesto.

Lo consideró detenidamente.

—Muy bien, escucha. Puedes usar el aseo de señoras si la puerta no está cerrada con llave. Si no, tendrás que hacer pis en la parte de atrás. De ningún modo te voy a permitir que entres a pedir la llave al chico del mostrador.

—Y si tengo que ir detrás, me vigilarás, supongo. Pervertido.

—Habrá un contenedor o algo donde puedas agacharte detrás. Me romperá el corazón no echar un vistazo a tu precioso traserito, pero intentaré sobrevivir. Ahora, sube a la camioneta.

—Pero has dicho…

—Monta o empezaré a llamarte otra vez Ricitos de Oro.

Subió al vehículo y Cuervo lo aparcó junto a las puertas de los aseos, sin llegar a bloquearlas.

—Dame la mano.

—¿Por qué?

—Hazlo.

Muy a regañadientes, Abra extendió la mano. Él se la cogió. Cuando ella vio la aguja, trató de retirarla.

—No te preocupes, solo será una gota. No podemos permitir que tengas malas ideas, ¿verdad? Ni que las transmitas. Va a suceder de una manera u otra, así que ¿por qué montar una escena?

Abra dejó de resistirse. Era más fácil dejar que pasara. Sintió un breve pinchazo en el dorso de la mano, luego se la soltó.

—Venga, ve. Haz pipí y hazlo rápido. Como dice esa vieja canción, «la arena es como una carrera en un reloj de arena».

—No conozco esa canción.

—No me sorprende. Ni siquiera distingues El mercader de Venecia de Romeo y Julieta.

—Eres malvado.

—No tengo por qué serlo —dijo él.

Bajó y se quedó plantada junto a la camioneta, respirando hondo.

—¿Abra?

Lo miró.

—No se te ocurra encerrarte dentro. Ya sabes quién lo pagaría, ¿verdad? —Dio una palmada en la pierna de Billy Freeman.

Abra lo sabía.

La cabeza, que se le había empezado a despejar, volvía a nublarse. Tras aquella sonrisa encantadora se escondía un hombre horrible, una cosa horrible. Y lista. Pensaba en todo. Probó la puerta del aseo y se abrió. Al menos no tendría que orinar entre las hierbas, y eso era algo. Entró, cerró la puerta y se ocupó de sus asuntos. Después, simplemente se quedó sentada en el inodoro con la cabeza gacha, flotando. Recordó haber estado en el cuarto de baño de la casa de Emma, cuando había creído tan estúpidamente que todo iba a salir bien. Parecía haber pasado una eternidad.

Tengo que hacer algo.

Pero estaba drogada, grogui.

(Dan)

Envió el pensamiento con toda la fuerza que pudo reunir… que no era mucha. ¿Y cuánto tiempo le daría Cuervo? Sintió que la desesperación la inundaba, socavaba la poca voluntad de resistir que le quedaba. Lo único que quería hacer era abotonarse los pantalones, volver a subir a la camioneta y echarse a dormir. Y, no obstante, lo intentó una vez más.

(¡Dan! ¡Dan, por favor!)

Y esperó un milagro.

Lo que obtuvo en cambio fue un corto bocinazo de la camioneta. El mensaje era claro: se acabó el tiempo.