EZ Mail Services se hallaba en una plaza comercial, entre un Starbucks y una tienda de repuestos de O’Reilly. Cuervo entró poco después de las diez de la mañana, presentó la documentación que le identificaba como Henry Rothman, firmó por un paquete del tamaño de una caja de zapatos y regresó con él bajo el brazo.
Pese al aire acondicionado de la Winnebago, el interior hedía a la enfermedad de Barry, pero se habían acostumbrado y apenas olían nada. El paquete llevaba remite de una empresa de suministros de fontanería ubicada en Flushing, Nueva York, la cual existía realmente pero no había intervenido en este envío en concreto. Cuervo, Serpiente y Jimmy el Números observaron cómo el Nueces cortaba la cinta con su navaja suiza y levantaba las tapas. El médico extrajo un revoltijo de plástico inflado de embalar, seguido de un doble pliegue de espuma de algodón. Debajo, encajados en un envase de poliestireno, había un frasco sin etiquetar de un líquido color paja, ocho jeringuillas, ocho dardos y una esquelética pistola.
—Joder, hay suficiente para enviar a toda su clase a la Tierra Media —evaluó Jimmy.
—Rose le tiene un gran respeto a esta chiquita —dijo Cuervo. Sacó la pistola de tranquilizantes de su cuna de poliestireno, la examinó y la devolvió a su sitio—. Nosotros también.
—¡Cuervo! —La voz de Barry, espesa y ronca—. ¡Ven aquí!
Cuervo dejó el contenido de la caja al Nueces y acudió junto al hombre que sudaba en la cama. Barry estaba ahora cubierto de cientos de brillantes erupciones rojas, los ojos hinchados, casi cerrados, el cabello apelmazado en su frente. Cuervo podía sentir la fiebre irradiando del Chino como de un horno, pero el tipo era muchísimo más fuerte de lo que había sido Abuelo Flick. Aún no había entrado en ciclo.
—¿Vosotros estáis bien? —preguntó Barry—. ¿No tenéis fiebre, ni manchas?
—Estamos bien. No te preocupes por nosotros, necesitas descansar. Intenta dormir un poco.
—Ya dormiré cuando me muera, pero todavía sigo vivo. —Sus ojos veteados de rojo centellearon—. La estoy captando.
Cuervo le agarró la mano en un acto reflejo, se recordó que debería lavársela con agua caliente y mucho jabón, y se preguntó de qué serviría. Todos estaban respirando su aire, todos habían hecho turnos para ayudarle a ir al meadero. Todos habían puesto las manos en su cuerpo.
—¿Sabes cuál de las tres chicas es? ¿Sabes cómo se llama?
—No.
—¿Sabe que vamos a por ella?
—No. Para de hacer preguntas y deja que te cuente lo que sí sé. Está pensando en Rose, así es como fijé el blanco, pero no está pensando en ella por su nombre. «La mujer del sombrero con el diente largo», así la llama. La chica… —Barry se inclinó hacia un lado y tosió en un pañuelo humedecido—. La chica le tiene miedo.
—Debería —dijo Cuervo con gravedad—. ¿Algo más?
—Sándwiches de jamón. Huevos rellenos.
Cuervo aguardó.
—No estoy seguro todavía, pero me parece que… planea un picnic. Con sus padres, tal vez. Van en un… ¿tren de juguete? —Barry frunció el ceño.
—¿Qué tren de juguete? ¿Dónde?
—No lo sé. Llévame más cerca y me enteraré. Estoy seguro. —La mano de Barry se revolvió en la de Cuervo y, de pronto, apretó con fuerza casi suficiente para causar dolor—. Ella podría ayudarme, Papá. Si yo aguanto y vosotros podéis cogerla…, hacerle el daño suficiente para conseguir que espire un poco de vapor…, entonces, a lo mejor…
—A lo mejor —asintió Cuervo, pero al bajar la vista distinguió (solo por un segundo) los huesos dentro de los dedos atenazados de Barry.
Aquel viernes Abra estuvo excepcionalmente callada en clase. A ninguno de los profesores le pareció extraño, a pesar de que por lo general era vivaz y algo parlanchina. Su padre había llamado esa mañana a la enfermera de la escuela para pedirle que dijera a los profesores de Abra que no fueran demasiado estrictos; la niña quería ir al colegio, pero el día anterior habían recibido una mala noticia sobre el estado de su bisabuela. «Todavía lo está procesando», dijo Dave.
La enfermera dijo que lo entendía y que transmitiría el mensaje.
Lo que Abra hacía en realidad aquel día era concentrarse en estar en dos sitios al mismo tiempo; era como darse palmadas en la cabeza con una mano y, simultáneamente, frotarse el estómago con la otra: difícil al principio, pero no demasiado complicado una vez que se le cogía el tranquillo.
Una parte de ella debía permanecer en su cuerpo físico, contestar a las esporádicas cuestiones de clase (veterana en el alzamiento de mano desde primer curso, ese día le parecía irritante que le preguntaran cuando no hacía más que estar sentada con las manos escrupulosamente entrelazadas sobre el pupitre), hablar con sus amigas a la hora del almuerzo y solicitar permiso al entrenador Rennie para ausentarse de la clase de gimnasia e ir a la biblioteca. «Me duele la barriga», se excusó, lo cual, según el código femenino de noveno curso, significaba «Tengo la regla».
También estuvo callada después del colegio, en casa de Emma, pero eso no suponía mayor problema. Su amiga pertenecía a una familia lectora y en ese momento estaba leyendo Los juegos del hambre por tercera vez. El señor Deane, cuando llegó a casa del trabajo, intentó charlar con Abra, pero desistió y se sumergió en el último número de The Economist después de ver que Abra contestaba con monosílabos y la señora Deane le dirigía una mirada de advertencia.
Abra fue vagamente consciente de que Emma dejaba el libro a un lado y le preguntaba si quería salir al jardín un rato, pero la mayor parte de ella estaba con Dan: viendo a través de los ojos de éste, sintiendo sus manos y pies en los controles de la pequeña locomotora del Helen Rivington, saboreando el sándwich de jamón y la limonada con que lo acompañaba. Cuando Dan hablaba con su padre, era Abra quien hablaba en realidad. ¿Y el doctor John? Iba al final del tren y, por lo tanto, no había doctor John. Tan solo ellos dos en la cabina, padre e hija totalmente unidos en la estela de las malas noticias sobre Momo. Juntos hasta el final.
De vez en cuando sus pensamientos retornaban a la mujer del sombrero, la que había herido al chico del béisbol hasta su muerte y había lamido la sangre con su boca deforme y ávida. Abra no podía evitarlo, pero no estaba segura de que importara. Si la mente de Barry llegaba a tocar a Abra, el miedo que le producía Rose no le sorprendería, ¿no?
Tenía la sensación de que no habría podido engañar al localizador del Nudo Verdadero si éste hubiera estado sano, pero Barry, que ignoraba que ella conocía el nombre de Rose, se encontraba gravemente enfermo. No se le había ocurrido cuestionarse por qué una niña que no podría conducir hasta 2015 pilotaba el tren de Teenytown por los bosques al oeste de Frazier. De haberlo hecho, seguro que habría supuesto que el tren no necesitaba maquinista.
Porque piensa que es un juguete.
—¿… al Scrabble?
—¿Eh?
Miró a Emma distraídamente, al principio sin estar siquiera segura de dónde se encontraban. Luego reparó en que tenía un balón de baloncesto en las manos. De acuerdo, el jardín. Estaban jugando al CABALLO.
—Te preguntaba que si querías jugar al Scrabble conmigo y con mi madre, porque esto es un aburrimiento.
—Vas ganando, ¿no?
—¡Nooo, qué vaaa! Los tres partidos. ¿No estás aquí o qué?
—Lo siento, estoy preocupada por mi mamá. El Scrabble me parece buena idea.
De hecho, era una idea magnífica. Emma y su madre eran las jugadoras de Scrabble más lentas del universo conocido y se habrían cagado de miedo si alguien hubiera sugerido jugar con cronómetro, lo que concedería a Abra oportunidad de sobra para minimizar su presencia ahí. Barry estaba enfermo, pero no muerto, y si se daba cuenta del hecho de que Abra estaba ejecutando una especie de número de ventriloquia telepática, el resultado podría ser desastroso; Barry podría averiguar su paradero.
No queda mucho. Pronto se juntarán todos. Por favor, Dios, que salga bien.
Mientras Emma despejaba de cachivaches la mesa en la sala de juegos del sótano y la señora Deane colocaba el tablero, Abra se excusó para ir al lavabo. Necesitaba ir, pero antes hizo un rápido desvío al salón y se asomó furtivamente al ventanal. La camioneta de Billy estaba aparcada al otro lado de la calle. El hombre vio moverse las cortinas y la saludó alzando los pulgares. Abra le devolvió el gesto y luego la pequeña parte de ella que estaba ahí fue al cuarto de baño mientras el resto viajaba sentada en la cabina del Helen Rivington.
Nos comeremos la merienda, recogeremos la basura, miraremos la puesta de sol y después nos volveremos.
(comer la merienda, recoger la basura, mirar la puesta de sol, y después)
Una escena desagradable e inesperada irrumpió en sus pensamientos con fuerza suficiente para que echara la cabeza hacia atrás con violencia. Un hombre y dos mujeres, él con un águila en la espalda, ellas con tatuajes. Abra podía ver los tatuajes porque los tres estaban desnudos practicando sexo junto a una piscina mientras sonaba una estúpida música disco. Las mujeres dejaban escapar cantidad de gemidos falsos. ¿Con qué narices se había topado?
El impacto de lo que aquellas personas estaban haciendo destruyó su delicado malabarismo y por un momento Abra se encontró en un solo lugar, en casa de Emma. Con cautela, volvió a mirar y vio que las personas junto a la piscina estaban borrosas. No eran reales. Eran casi como gente fantasma. ¿Y por qué? Porque el mismo Barry era casi una persona fantasma y no tenía interés en ver a gente montándoselo junto…
Esas personas no están en una piscina, están en la tele.
¿Sabía Barry el Chino que ella le estaba viendo mirar una película porno en la tele? ¿A él y a los otros? Abra no estaba segura, pero no lo creía. Aunque sí habían tenido en cuenta esa posibilidad. Oh, sí. Si ella apareciera allí, intentarían escandalizarla para que se marchara, o para que se manifestara, o para ambas cosas.
—¿Abra? —llamó Emma—. ¡Estamos listas para jugar!
Ya estamos jugando, y es un juego mucho más importante que el Scrabble.
Debía recuperar el equilibrio, y rápido. Dejar al margen la película porno de la asquerosa música disco. Estaba en el trenecito. Estaba conduciendo el trenecito. Le encantaba. Se divertía.
Vamos a comer, vamos a recoger nuestra basura, vamos a mirar la puesta de sol y después nos vamos a volver. Me da miedo la mujer del sombrero, pero no demasiado, porque no estoy en casa. Estoy yendo hacia Cloud Gap con mi padre.
—¡Abra! ¿Te has caído dentro de la taza?
—¡Ya voy! —respondió ella—. ¡Tengo que lavarme las manos!
Estoy con papá. Estoy con mi padre, y nada más.
Mirándose en el espejo, Abra musitó:
—Aguanta esa idea.
Jimmy el Números iba al volante cuando entraron en el área de descanso de Bretton Woods que se hallaba cerca de Anniston, la ciudad donde vivía la problemática niña. Solo que ella no estaba allí. Según Barry, se encontraba en una ciudad llamada Frazier, un poco más hacia el sudeste. De picnic con su padre. Desapareciendo del mapa. Para lo que le iba a servir.
Serpiente insertó el primer vídeo en el reproductor de DVD. Se titulaba La aventura de Kenny en la piscina.
—Si la cría está mirando, va a recibir educación —dijo, y pulsó el PLAY.
El Nueces estaba sentado junto a Barry y le daba de beber zumo…, cuando podía, claro: Barry había empezado a ciclar en serio. Tenía poco interés en el zumo y absolutamente ninguno en el posible ménage à trois. Tan solo miraba la pantalla porque ésas eran sus órdenes. Cada vez que recuperaba su forma sólida gemía más alto.
—Cuervo —dijo—. Quédate conmigo, Papá.
Éste estuvo a su lado en un instante, apartó al Nueces de un codazo.
—Acércate —farfulló Barry, y, tras un incómodo momento, Cuervo hizo lo que le pedía.
Barry abrió la boca, pero el siguiente ciclo comenzó antes de que pudiera hablar. Su piel se tornó lechosa y se fue haciendo fina hasta la transparencia. Cuervo pudo ver sus dientes apretados, las cuencas que albergaban sus ojos anegados de dolor y —lo peor de todo— las sombrías circunvoluciones de su cerebro. Esperó, sujetando una mano que ya no era tal, sino un nido de huesos. En algún lugar, a gran distancia, esa machacante música disco sonaba y sonaba. Cuervo pensó: Estarán colocados. Es imposible follar con esa música si no estás colocado.
Lenta, muy lentamente, Barry el Chino volvió a hacerse denso. Esta vez gritó al regresar y agarró la mano de Cuervo con fuerza. El sudor resaltaba en su frente, y también las manchas rojas, ahora tan brillantes que semejaban perlas de sangre.
Se humedeció los labios y dijo:
—Escúchame.
Cuervo escuchó.
Dan se esforzó al máximo por vaciar su mente a fin de que Abra pudiera llenarla. Había conducido el Riv hasta Cloud Gap las suficientes veces como para que fuera casi automático, y John viajaba en el furgón de cola con las armas (dos pistolas automáticas y el rifle para ciervos de Billy). Ojos que no ven, corazón que no siente. O casi. Uno no podía embeberse en sí mismo por completo ni siquiera estando dormido, pero la presencia de Abra era lo bastante grande como para dar un poco de miedo. Dan pensó que si ella permanecía dentro de su cabeza el tiempo suficiente, y si continuaba retransmitiendo con su potencia actual, él pronto se encontraría yendo de compras en busca de unas sandalias modernas y accesorios a juego. Por no mencionar las fantasías con los estupendos chicos del grupo Round Here.
Ayudaba que ella hubiera insistido —en el último minuto— en que se llevara a Brinquitos, su viejo conejito de peluche. «Me dará algo en lo que concentrarme», había dicho, todos ellos inconscientes de que un caballero no del todo humano, cuyo nombre de paleto era Barry Smith, lo habría entendido perfectamente; éste había aprendido el truco gracias a Abuelo Flick y lo utilizaba a veces.
Ayudaba también que Dave Stone mantuviera un flujo constante de historias familiares, muchas de las cuales Abra nunca antes había oído. Y, aun así, Dan no estaba seguro de que estas artimañas hubieran funcionado si el individuo a cargo de encontrarla no hubiera estado enfermo.
—¿Pueden los demás hacer eso de la localización? —le había preguntado a Abra.
—La mujer del sombrero sí, aunque esté a medio país de distancia, pero ella se ha quedado al margen. —Aquella inquietante sonrisa curvó una vez más los labios de Abra y expuso las puntas de sus dientes. La hacía aparentar más edad de la que indicaban sus años—. Rose me tiene miedo.
La presencia de Abra en la cabeza de Dan no era constante. De vez en cuando la sentía marcharse, cuando ella tomaba el otro camino para procurar alcanzar —oh, sí, con mucho cuidado— al individuo que había sido tan estúpido como para enfundarse el guante de béisbol de Bradley Trevor. Dijo que habían parado en una ciudad llamada Starbridge (Dan estaba seguro de que se refería a Sturbridge) y que habían dejado la autopista allí para circular por carreteras secundarias hacia el bip luminoso de su conciencia. Más tarde habían parado a comer en un restaurante de carretera, sin prisa, alargando la última etapa de su viaje. Sabiendo adónde se dirigía ella, estaban dispuestos a permitirle que llegara a su destino, porque Cloud Gap se hallaba aislado. Creían que les estaba facilitando el trabajo, y eso era perfecto, pero se trataba de una tarea delicada, una especie de operación quirúrgica con un láser telepático.
Había habido un momento incómodo cuando una escena porno llenó la mente de Dan —una especie de orgía junto a una piscina—, pero había desaparecido casi de inmediato. Suponía que había captado un atisbo del subconsciente de Abra, donde —si uno daba crédito al doctor Freud— acechaban toda clase de instintos primarios. Fue esta una suposición de la que llegaría a arrepentirse, aunque nunca a sentirse culpable; se había educado a sí mismo en no fisgar en los secretos más íntimos de la gente.
Dan manejaba el timón del Riv con una mano. La otra descansaba sobre el raído conejo de peluche en su regazo. Bosques profundos, ahora empezando a llamear con colores vivos, fluían a ambos lados. En el asiento que tenía a su derecha —el denominado asiento del revisor—, Dave parloteaba sin cesar, contándole a su hija historias familiares y sacando al menos un esqueleto del armario.
—Cuando tu madre me llamó ayer por la mañana, me dijo que hay un baúl guardado en el sótano de casa de Momo. Pone Alessandra. Sabes quién es, ¿no?
—La abuela Sandy —dijo Dan.
Jesús, hasta su voz sonaba más aguda. Más joven.
—Exacto. Pues hay una cosa que a lo mejor no sabes, y en tal caso, no te has enterado por mí, ¿eh?
—No, papá.
Dan sintió que sus labios se curvaban cuando a kilómetros de distancia Abra sonrió con la vista fija en su colección actual de fichas de Scrabble: S Q E L B R A.
—Tu abuela Sandy se licenció en la Universidad Estatal de Nueva York de Albany, y hacía sus prácticas como profesora en una escuela preparatoria, ¿vale? En Vermont, o en Massachusetts, o en New Hampshire, he olvidado dónde. Hacia la mitad de sus ocho semanas, lo dejó sin más, pero se quedó allí una temporada; vivía de trabajos a tiempo parcial, de camarera o algo por el estilo, y seguro que iba a un montón de conciertos y fiestas. Era…
(una chica de vida alegre)
La expresión hizo pensar a Abra en los tres maníacos sexuales de la piscina, besuqueándose y sobándose al son de una anticuada música disco. Puaj. Algunas personas tenían una idea muy extraña de lo que era pasarlo bien.
—¿Abra? —Era la señora Deane—. Te toca, cariño.
Como tuviera que aguantar aquello mucho tiempo, sufriría una crisis nerviosa. Habría sido mucho más fácil en casa, ella sola. Le había sugerido esa posibilidad a su padre, pero éste no quiso ni oír hablar de ello. Ni siquiera con el señor Freeman vigilándola.
Utilizó una B del tablero para formar LIBRA.
—Gracias, Abba-Boba, ahí iba yo —dijo Emma.
Giró el tablero y empezó a estudiarlo con ojos pequeños y brillantes como perlas, con una concentración de examen final que duraría como mínimo otros cinco minutos. Quizá hasta diez. Y entonces formaría algo bastante penoso, como BLOC o PAN.
Abra regresó al Riv. Lo que su padre estaba contando tenía cierto interés, aunque ella ya sabía más de lo que él pensaba.
(¿Abby?, ¿estás?)
—¿Abby? ¿Estás escuchando?
—Claro —aseguró Dan. Tenía que tomarme un descansito para poner una palabra—. Esto es interesante.
—Bueno, pues por aquella época Momo vivía en Manhattan, y cuando Alessandra fue a verla aquel mes de junio, estaba embarazada.
—¿Embarazada de mamá?
—Así es, Abba-Doo.
—Entonces, ¿mamá nació fuera del matrimonio?
Sorpresa total, y quizá una pizca exagerada. Dan, en su singular posición de participante y espía en la conversación, comprendió en ese momento algo que le parecía enternecedor y dulcemente cómico: Abra sabía de sobra que su madre era hija ilegítima. Lucy se lo había contado el año anterior. Lo que estaba haciendo Abra, por extraño que pareciera, era proteger la inocencia de su padre.
—Así es, cariño. Pero no es ningún crimen. A veces la gente… no sé… se confunde. Los árboles genealógicos pueden desarrollar extrañas ramas, pero no hay razón para que no lo sepas.
—La abuela Sandy murió un par de meses después de que naciera mamá, ¿no? En un accidente de coche.
—Así es. Momo estaba cuidando a Lucy esa tarde, y terminó criándola. Por eso están tan unidas, y por eso ha sido tan duro para tu madre ver a Momo envejecer y enfermar.
—¿Quién era el hombre que dejó embarazada a la abuela Sandy? ¿Lo dijo alguna vez?
—¿Sabes qué? —dijo Dave—. Es una pregunta interesante. Si Alessandra lo dijo, Momo se lo guardó para sí. —Señaló hacia delante, al camino que atravesaba los bosques—. ¡Mira, cariño, casi hemos llegado!
Pasaron junto a una señal que indicaba: CLOUD GAP ÁREA DE PICNIC 3 KM.
El grupo de Cuervo hizo una breve parada en Anniston para llenar el depósito de la Winnebago, pero al principio de Main Street, como a kilómetro y medio de Richland Court. Cuando abandonaban la ciudad —Serpiente al volante y una epopeya titulada Chicas de hermandad marchosas en el reproductor de DVD—, Barry pidió a Jimmy el Números que acudiera a su cama.
—Tenéis que daros prisa —dijo Barry—. Ya casi han llegado. El sitio se llama Cloud Gap. ¿Os lo había dicho?
—Sí, nos lo dijiste. —Jimmy estuvo a punto de darle una palmadita en la mano, pero se lo pensó mejor.
—Dentro de nada estarán de picnic. Es cuando debéis cogerlos, mientras estén sentados y comiendo.
—Así lo haremos —prometió Jimmy—. Y a tiempo para sacarle el vapor que sea necesario para ayudarte. Rose no puede poner objeciones a eso.
—Sí, ella nunca lo haría —coincidió Barry—, pero ya es demasiado tarde para mí. Aunque tal vez no para ti.
—¿Eh?
—Mírate los brazos.
Jimmy lo hizo, y vio las primeras manchas floreciendo en la piel blanca y blanda bajo los codos. La muerte roja. Se le secó la boca ante su visión.
—Oh, por Dios, allá voy —gimió Barry, y de repente sus ropas se hundieron sobre un cuerpo que ya no estaba allí.
Jimmy le vio tragar… y acto seguido su garganta había desaparecido.
—Muévete —dijo el Nueces—. Déjame con él.
—¿Sí? ¿Qué vas a hacer? Está frito.
Jimmy pasó a la cabina y se dejó caer en el asiento del pasajero, que Cuervo había desocupado.
—Toma la Ruta 14-A que rodea Frazier —dijo—. Es más rápido que atravesar el centro. Enlaza con la carretera del río Saco…
Serpiente golpeó con suavidad el GPS.
—Lo tengo todo programado. ¿Crees que estoy ciega o solo que soy idiota?
Jimmy apenas la oyó. Todo cuanto sabía era que no podía morir. Era demasiado joven para morir, especialmente con todos esos increíbles desarrollos informáticos despuntando en el horizonte. Y la idea de entrar en ciclo, el dolor aplastante cada vez que regresara…
No. No. Categóricamente no. Imposible.
La luz vespertina caía oblicua a través del parabrisas de la Winnebago. Una hermosa luz de otoño, la estación favorita de Jimmy, y tenía intención de seguir vivo y viajando con el Nudo Verdadero cuando el otoño regresara al año próximo. Y al otro. Y al otro. Por suerte, estaba con el grupo adecuado para conseguirlo. Papá Cuervo era una persona con recursos, astuto y valiente. El Nudo ya había pasado antes por momentos difíciles, y nadie mejor que él para sacarlos de ese apuro.
—Estate atenta a la señal que indica el área de picnic de Cloud Gap. No te la saltes. Barry dice que ya casi han llegado.
—Jimmy, me estás dando dolor de cabeza —dijo Serpiente—. Ve a sentarte. Estaremos allí en una hora, puede que menos.
—Písale —dijo Jimmy el Números.
Andi Colmillo de Serpiente sonrió burlona y pisó el acelerador.
Acababan de doblar hacia la carretera del río Saco cuando Barry el Chino desapareció en el ciclo. Solo quedaron sus ropas, aún calientes por la fiebre que lo había cocido.
(Barry está muerto)
No había horror en este pensamiento cuando alcanzó a Dan. Ni siquiera una pizca de compasión. Solo satisfacción. Abra Stone parecía una chica americana normal y corriente, más guapa que algunas y más inteligente que la mayoría, pero bajo la superficie —y no a demasiada profundidad— existía una mujer vikinga con un alma fiera y sedienta de sangre. Dan pensó que era una pena que no tuviera hermanos: los habría protegido con su vida.
Redujo el Riv a la marcha más baja cuando el tren salió del espeso bosque y corrió a la vera de una ralla caída. Por debajo de ellos, el río Saco lanzaba destellos dorados en el sol poniente. Los bosques, inclinándose abruptamente hacia el agua a ambos lados, eran una hoguera de tonalidades de naranja, rojo, amarillo y violeta. Por encima, hinchadas nubes a la deriva parecían casi al alcance de la mano.
Se detuvo junto al letrero que rezaba ESTACIÓN DE CLOUD GAP con un resoplido de los frenos neumáticos y apagó el motor. Por un instante no tuvo la menor idea de qué decir, pero Abra lo hizo por él, utilizando su boca.
—Gracias por dejarme conducir, papá. Venga, vamos a hacer nuestro «saqueo». —En el cuarto de juegos de los Deane, Abra acababa de formar esa palabra—. Nuestro picnic, quiero decir.
—No me puedo creer que, con todo lo que has comido en el tren, todavía tengas hambre —se mofó Dave.
—Pues sí, tengo hambre. ¿No te alegras de que no sea anoréxica?
—Sí —admitió Dave—. La verdad es que sí.
Con el rabillo del ojo, Dan vio a John Dalton cruzando el claro del merendero; cabeza baja, pies silenciosos en el espeso manto de agujas de pino. Llevaba una pistola en una mano y el rifle de Billy Freeman en la otra. Tras echar un único vistazo atrás, desapareció entre los árboles que bordeaban un aparcamiento para vehículos motorizados. Durante el verano, el aparcamiento y las mesas de picnic habrían estado a tope. En esa tarde de un día entre semana a finales de septiembre, en Cloud Gap no había nadie salvo ellos.
Dave miró a Dan, que asintió con la cabeza. El padre de Abra —agnóstico por inclinación pero católico por asociación— hizo la señal de la cruz en el aire y se adentró en el bosque tras los pasos de John.
—Qué bien se está aquí, papá —dijo Dan. Su invisible pasajera estaba ahora hablando con Brinquitos, porque el muñeco era el único que quedaba allí. Dan colocó sobre una de las mesas el conejito tuerto, despeluchado y lleno de bultos, y luego regresó al primer vagón de pasajeros a por la cesta de mimbre—. No pasa nada —dijo al claro vacío—. Yo puedo con ella, papá.
En el cuarto de juegos de los Deane, Abra empujó hacia atrás la silla y se levantó.
—Necesito ir otra vez al baño, tengo el estómago revuelto. Y después, creo que mejor me voy a casa.
Emma puso los ojos en blanco, pero la señora Deane era todo comprensión.
—Oh, cielo, ¿es lo que tú ya sabes?
—Sí, y es un rollo.
—¿Tienes lo que necesitas?
—En mi mochila. No pasa nada. Perdonad.
—Qué bonito —dijo Emma—, irse cuando estás ganando.
—¡Em-ma! —exclamó su madre.
—No importa, señora Deane. Ella me ganó al CABALLO.
Abra subió las escaleras apretándose el estómago con una mano de una forma que esperaba que no pareciera demasiado falsa. Volvió a mirar hacia la calle, vio la camioneta del señor Freeman, pero no se molestó en levantar los pulgares. Una vez en el cuarto de baño, echó el pestillo de la puerta y se sentó en la tapa del váter. Menudo alivio dejar de hacer malabarismos con tantas personalidades diferentes. Barry había muerto; Emma y su madre estaban abajo; ahora solo eran la Abra del cuarto de baño y la Abra de Cloud Gap. Cerró los ojos.
(Dan)
(estoy aquí)
(ya no tienes que seguir fingiendo que eres yo)
Sintió su alivió y sonrió. Tío Dan se había esforzado, pero no estaba hecho para ser una chica.
Un golpe suave e indeciso en la puerta.
—Amiguita… —Emma—. ¿Estás bien? Lo siento si me he portado mal.
—Estoy bien, pero me voy a ir a casa, me tomaré un ibuprofeno y me acostaré.
—Creía que ibas a quedarte a pasar la noche.
—No importa.
—¿No estaba tu padre fuera?
—Atrancaré las puertas hasta que vuelva.
—Bueno… ¿quieres que te acompañe?
—No hace falta.
Quería estar sola para poder celebrarlo cuando Dan y su padre y el doctor John liquidaran a esas cosas. Lo harían. Ahora que Barry había muerto, los otros estaban ciegos. Nada podía salir mal.
No soplaba brisa alguna que agitara las quebradizas hojas de los árboles y, con el Riv parado, en el área de picnic de Cloud Gap reinaba el silencio. Solo se oía la apagada conversación del río más abajo, los graznidos de un cuervo y el ruido de un motor que se aproximaba. Ellos. Los que había enviado la mujer del sombrero. Rose. Dan levantó una de las tapas de la cesta de mimbre, metió la mano y agarró la Glock del 22 que Billy le había proporcionado, cuyo origen Dan no conocía ni le importaba. Lo único que le importaba era que podía disparar quince balas sin recargar, y si quince balas no eran suficientes, entonces iba a verse en un mundo de dolor. Le sobrevino un recuerdo fantasma de su padre, Jack Torrance exhibiendo su encantadora sonrisa torcida y diciendo: Si eso no funciona, ya no sé qué decirte. Dan miró el viejo peluche de Abra.
—¿Listo, Brinquitos? Eso espero. Espero que estemos los dos listos.
Billy Freeman, repantigado al volante de su camioneta, se incorporó de golpe cuando vio salir a Abra de la casa de los Deane. Su amiga —Emma— se quedó en la entrada. Las dos chicas se despidieron chocando las manos primero por encima de la cabeza y luego por debajo de la cintura. Abra echó a andar hacia su casa, al otro lado de la calle y cuatro puertas más abajo. Eso no formaba parte del plan y, cuando vio que ella le miraba, levantó las dos manos en un gesto de «¿qué está pasando?».
La chica sonrió y le respondió alzando los pulgares. Abra pensaba que todo iba bien, y Billy recibió el mensaje alto y claro, pero el verla sola lo puso nervioso aun cuando los monstruos se encontraban a treinta kilómetros al sur de allí. Ella era un torbellino, y quizá supiera lo que hacía, pero no tenía más que trece años.
Sin dejar de observarla mientras la chica subía por el camino particular de su casa, con la mochila en la espalda y hurgando en el bolsillo en busca de la llave, Billy se inclinó y apretó el botón de la guantera. Su Glock del 22 estaba dentro. Había alquilado las pistolas a un tipo que era miembro emérito de los Road Saints, sección de New Hampshire. En sus años de juventud, Billy había montado con ellos a veces, pero nunca llegó a unirse al club de moteros. En conjunto se alegraba, pero entendía el tirón. La camaradería. Suponía que así era como Dan y John se sentían respecto a la bebida.
Abra entró en casa y cerró la puerta. Billy no sacó ni la Glock ni su teléfono de la guantera —todavía no—, pero tampoco cerró el compartimento. No sabía si se debía a lo que Dan llamaba «el resplandor», pero tenía un mal presentimiento. Abra debería haberse quedado con su amiga.
Debería haberse ceñido al plan.
Viajan en caravanas y Winnebagos, había dicho Abra, y fue una Winnebago la que estacionó en el aparcamiento donde terminaba la carretera de acceso a Cloud Gap. Dan permaneció sentado, observando, con la mano en la cesta de picnic. Ahora que había llegado la hora, se sentía bastante calmado. Giró la cesta de modo que un extremo mirara hacia el vehículo recién llegado y quitó el seguro de la Glock con el pulgar. Se abrió la puerta de la Winnebago y los aspirantes a secuestradores de Abra fueron saliendo uno tras otro.
Ella también había dicho que tenían nombres raros —nombres de pirata—, pero a Dan le parecían personas normales. Los hombres eran los típicos entrados en años que siempre veías viajando en roulottes y autocaravanas; la mujer era joven y guapa, con un estilo totalmente americano; Dan pensó en las animadoras que conservaban su figura diez años después del instituto y quizá después de haber dado a luz a un par de hijos. Podría ser la hija de uno de los hombres. Experimentó un instante de duda. Después de todo, estaban en un lugar turístico y era el comienzo de la estación en que la gente salía a fotografiar el follaje del otoño en Nueva Inglaterra; sería horrible si fueran inocentes…
De pronto advirtió la serpiente de cascabel mostrando sus colmillos en el brazo izquierdo de la mujer y la jeringuilla en su mano derecha. El hombre pegado a su lado tenía otra. Y el hombre en cabeza llevaba en el cinturón lo que se parecía mucho a una pistola. Se detuvieron al rebasar los troncos de abedul que marcaban la entrada al merendero. El que iba en cabeza disipó cualquier duda que Dan pudiera tener aún al desenfundar su arma. No parecía una pistola normal. Era demasiado delgada para que fuera una pistola normal.
—¿Dónde está la chica?
Con la mano que no estaba en la cesta de picnic, Dan señaló a Brinquitos, el conejo de peluche.
—Esto es lo más cerca de ella que vais a llegar.
El hombre de la pistola rara era bajo; un pico de viuda coronaba unas facciones suaves de contable. Un pliegue blando de su estómago bien alimentado colgaba sobre su cinturón. Llevaba unos chinos y una camiseta con la leyenda: DIOS NO DESCUENTA LAS HORAS DE PESCA DEL TIEMPO CONCEDIDO A UN HOMBRE.
—Tengo una pregunta para ti, cariñito —dijo la mujer.
Dan arqueó las cejas.
—Adelante.
—¿No estás cansado? ¿No tienes ganas de dormir?
Las tenía. De repente notó que los párpados le pesaban como el plomo. La mano que empuñaba la pistola empezó a relajarse. Dos segundos más y habría caído redondo y roncando con la cabeza apoyada en la superficie llena de iniciales grabadas de la mesa de picnic. Pero fue entonces cuando Abra chilló.
(¿DÓNDE ESTÁ EL CUERVO? ¡NO VEO AL CUERVO!)
Dan pegó una sacudida como cualquiera que estuviera a punto de quedarse dormido y lo sobresaltaran violentamente. La mano dentro de la cesta sufrió un espasmo, la Glock se disparó, y una nube de fragmentos de mimbre salió volando. La bala se perdió lejos, pero la gente de la Winnebago dio un brinco y la somnolencia abandonó la cabeza de Dan como la ilusión que era. La mujer con el tatuaje de la serpiente y el hombre del pelo blanco encrespado como palomitas de maíz retrocedieron encogidos, pero el de la pistola rara cargó hacia delante chillando: «¡Cogedle! ¡Cogedle!».
—¡Coged esto, cabrones secuestradores! —gritó Dave Stone.
Salió del bosque y empezó a rociar balas. La mayoría desviadas, pero una acertó al Nueces en el cuello y el médico del Nudo cayó sobre la alfombra de agujas de pino y la hipodérmica se desprendió de sus dedos.
Comandar a los Verdaderos tenía sus responsabilidades, pero también sus beneficios. El gigantesco EarthCruiser de Rose, importado desde Australia por un precio que te dejaba helado y cuyo volante había sido luego reubicado a la izquierda, era uno. Tener el baño de señoras del Camping Bluebell para ella sola siempre que quisiera era otro. Tras meses en la carretera, no había nada como una larga ducha caliente en una habitación de techo alto donde podías estirar los brazos o hasta ponerte a bailar si te lo pedía el cuerpo. Y donde no se agotara el agua caliente a los cuatro minutos.
A Rose le gustaba apagar las luces y ducharse en la oscuridad. De esa manera le resultaba más fácil concentrarse y pensaba mejor, y por esa razón se había dirigido a la ducha inmediatamente después de haber recibido aquella perturbadora llamada a la una de la tarde, hora de las Rocosas. Aún creía que todo iba bien, pero las dudas habían empezado a aflorar como dientes de león en un césped antes impecable. Si la chica era aún más lista de lo que ellos pensaban… o si había reclutado ayuda…
No. Era imposible. La chica tenía vapor, desde luego —era la reina de todos los vaporeros—, pero no dejaba de ser una niña. Una niña paleta. En cualquier caso, lo único que Rose podía hacer por el momento era esperar acontecimientos.
Al cabo de quince refrescantes minutos salió de la ducha, se secó, se envolvió en un albornoz esponjoso y se encaminó de vuelta a su vehículo, con la ropa en la mano. Eddie el Corto y Mo la Grande estaban limpiando la zona de barbacoa tras otra excelente comida. No era culpa de ellos que nadie tuviera muchas ganas de comer, con dos de los Verdaderos con esas condenadas manchas rojas. La saludaron. Rose estaba alzando la mano en respuesta cuando en su cabeza estalló un haz de cartuchos de dinamita. Cayó despatarrada, los pantalones y la blusa salieron volando de su mano. Se le abrió el deshilachado albornoz.
Rose apenas le concedió importancia. Algo le había ocurrido al grupo de asalto. Algo malo. Se puso a buscar su teléfono en el bolsillo de sus vaqueros arrugados en cuanto se le empezó a despejar la cabeza. Jamás en su vida había deseado con tanta fuerza (y con tanta amargura) que Papá Cuervo fuera capaz de comunicarse telepáticamente a larga distancia, pero —salvo unas pocas excepciones como ella misma— ese don parecía reservado a los paletos vaporeros como la chica de New Hampshire.
Eddie y Mo corrían hacia ella. Detrás venían Paul el Largo, Sarey la Callada, Charlie el Fichas y Sam el Arpista. Rose pulsó la marcación rápida del móvil. A mil quinientos kilómetros de distancia, dio solo medio timbrazo.
—Hola, ha llamado a Henry Rothman. Ahora mismo no puedo atenderle, pero si deja su número y un breve mensaje…
El puto buzón de voz. Eso significaba o que tenía el teléfono apagado o que no había cobertura. Rose apostaba por lo último. Desnuda y de rodillas en el suelo de tierra, con los talones clavándose en la parte posterior de sus largos muslos, se golpeó el centro de la frente con la mano que no sujetaba el móvil.
Cuervo, ¿dónde estás? ¿Qué estás haciendo? ¿Qué ocurre?
El hombre de los chinos y la camiseta apuntó a Dan con su extraña pistola y disparó. Se produjo una exhalación de aire comprimido y de repente había un dardo sobresaliendo de la espalda de Brinquitos. Dan sacó la Glock de las ruinas de la cesta de picnic y apretó el gatillo. El Tío de los Chinos recibió la bala en el pecho y cayó hacia atrás, gruñendo, mientras finas gotas de sangre brotaban de la espalda de su camiseta.
Solo quedaba Andi Steiner en pie. La mujer se volvió, vio a Dave Stone paralizado, con cara aturdida, y cargó hacia él blandiendo la aguja hipodérmica como si fuera una daga. Su coleta oscilaba como un péndulo. Gritaba. Para Dan, todo parecía haberse ralentizado y veía con más claridad. Tuvo tiempo para fijarse en que la funda de plástico protectora seguía al final de la jeringuilla y tuvo tiempo para pensar: ¿Qué clase de payasos son estos tíos? La respuesta era, por supuesto, que no eran ningunos payasos. Eran cazadores que no estaban nada acostumbrados a que sus presas ofrecieran resistencia. Aunque, claro, sus objetivos habituales eran niños, y niños confiados.
Dave se limitaba a contemplar fijamente a la arpía aullante que embestía contra él. Quizá el arma de Dave estuviera descargada; lo más probable era que una ráfaga hubiera colmado su límite. Dan levantó su pistola pero no disparó. El riesgo de no acertar a la mujer del tatuaje y alcanzar al padre de Abra era demasiado elevado.
Fue entonces cuando John salió corriendo del bosque, arrolló a Dave por la espalda y lo impulsó hacia la atacante, cuyos gritos (¿de furia?, ¿de consternación?) eran transportados en una ráfaga de aire violentamente expulsado. Ambos cayeron al suelo. La aguja salió volando. Cuando la Mujer del Tatuaje se puso a escarbar a gatas buscándola, John le hundió la culata del rifle para ciervos de Billy en el cráneo. Fue un golpe brutal, cargado de adrenalina. La mandíbula se quebró con un chasquido. Sus facciones se retorcieron hacia la izquierda, con un ojo sobresaliendo de su órbita en una mirada sobresaltada. Se desplomó y rodó sobre la espalda. La sangre se le escurría por las comisuras de la boca. Sus manos se abrían y se cerraban, se abrían y se cerraban.
John, impresionado, dejó caer el rifle y se volvió hacia Dan.
—¡No quería pegarle tan fuerte! ¡Jesús, estaba asustado!
—Mira al del pelo encrespado —le dijo Dan. Se puso en pie, sobre unas piernas que parecían demasiado largas y no del todo presentes—. Mírale, John.
John miró. El Nueces yacía en un charco de sangre, se agarraba con una mano el cuello destrozado. Los ciclos se sucedían con suma rapidez. Sus ropas se hundían y se hinchaban. La sangre que manaba a través de sus dedos desaparecía y reaparecía. Exactamente igual que los dedos. El hombre se había convertido en una demencial radiografía.
John dio un paso atrás, con las manos pegadas a la boca y la nariz. Dan aún experimentaba aquella sensación de lentitud y perfecta claridad. Tuvo tiempo de ver que la sangre de la Mujer del Tatuaje y un mechón de su cabello rubio en la culata del rifle Remington también aparecían y desaparecían. Pensó en el movimiento pendular de la coleta cuando
(Dan ¿dónde está el Cuervo? ¿¿¿DÓNDE ESTÁ EL CUERVO???)
corría hacia el padre de Abra. Ésta les había dicho que Barry estaba ciclando. Dan comprendió ahora a qué se refería.
—El de la camisa de pesca también lo está haciendo —observó Dave Stone.
Le temblaba la voz solo ligeramente, y Dan creyó saber de dónde provenía el acero de su hija. Pero no había tiempo para pensar en ello. Abra le estaba diciendo que no habían cogido al grupo entero.
Esprintó hacia la Winnebago. La puerta seguía abierta. Subió los escalones a la carrera, cayó atropelladamente sobre el suelo enmoquetado y de algún modo se las ingenió para golpearse la cabeza contra la pata central de la mesa de comedor con la fuerza suficiente para que una serie de motas brillantes cruzaran disparadas su campo de visión.
En las películas nunca es así, pensó, y se dio la vuelta, esperando que el que se había quedado en retaguardia le disparara o le pateara o le clavara una inyección. El que Abra llamaba Cuervo. Por lo visto, no eran completamente estúpidos y complacientes, después de todo.
O quizá sí. La Winnebago estaba vacía.
Parecía vacía.
Dan se puso en pie y cruzó rápidamente la cocina. Pasó junto a una cama desplegada, arrugada por una reciente ocupación. Una parte de su mente detectó el hecho de que la autocaravana olía a la ira de Dios a pesar del aire acondicionado que aún estaba encendido. Había un armario, la puerta corredera estaba abierta y dentro no vio nada más que ropa. Se agachó, buscaba pies. Nada. Continuó hasta la parte trasera de la Winnebago y se detuvo junto a la puerta del baño.
Pensó: más mierdas de película, y la abrió de un tirón al tiempo que se agachaba. El retrete de la Winnebago estaba vacío, y no le extrañaba. Si alguien hubiera intentado esconderse allí dentro, ya estaría muerto. El olor lo habría matado.
(a lo mejor murió alguien aquí dentro a lo mejor ese Cuervo)
Abra regresó de pronto, llena de pánico, transmitía con tanta potencia que desperdigó sus propios pensamientos.
(no el que murió es Barry ¿DÓNDE ESTÁ EL CUERVO? ENCUENTRA AL CUERVO)
Dan abandonó el vehículo. Los dos hombres que habían ido a por Abra habían desaparecido; solo quedaba su ropa. La mujer —la que había intentado hacerle dormir— seguía allí, pero no por mucho tiempo. Se había arrastrado hasta la mesa de picnic, donde estaba la cesta de mimbre destrozada, y ahora se encontraba tendida, apoyada en uno de los bancos, mirando de hito en hito a Dan, John y Dave con su recién torcido rostro. La sangre le manaba de la nariz y la boca y le dibujaba una perilla roja. La pechera de su blusa estaba empapada. Mientras Dan se aproximaba, la piel de su cara se disolvió y su ropa se hundió contra el armazón de su esqueleto. Sin hombros para mantenerlos en su sitio, los tirantes del sujetador se aflojaron en un bucle. De sus partes blandas solo quedaban los ojos, que observaban a Dan. Entonces la piel se tejió a sí misma y las ropas se inflaron alrededor de su cuerpo. Los tirantes del sujetador caídos se hincaron en sus brazos, el izquierdo amordazando a la serpiente de cascabel para prevenir su mordisco. Una mano creció alrededor de los huesos de los dedos que sujetaban la mandíbula hecha añicos.
—Nos habéis jodido —dijo Andi Colmillo de Serpiente arrastrando las palabras—. Nos ha jodido un grupo de paletos. No me lo puedo creer.
Dan señaló a Dave.
—Ese paleto de ahí es el padre de la niña que habéis venido a raptar. Por si acaso te lo estabas preguntando.
Serpiente se las arregló para esbozar una sonrisa apenada.
—¿Te crees que me importa una mierda? Para mí no es más que otro tío que se menea la polla. Hasta el Papa de Roma tiene una y os trae sin cuidado dónde la mete. Putos hombres. Tenéis que ganar, ¿verdad? Siempre tenéis que ga…
—¿Dónde está el otro? ¿Dónde está Cuervo?
Andi tosió. La sangre burbujeó en las comisuras de los labios. Antaño se perdió y la hallaron. La halló en un cine en tinieblas una diosa con un nubarrón de cabello oscuro. Ahora agonizaba, pero no habría cambiado nada. Los años transcurridos entre el presidente ex actor y el presidente negro habían sido buenos; aquella noche mágica con Rose había sido aún mejor. Sonrió alegremente al hombre alto y guapo. Dolía, pero de todas formas sonrió.
—Oh, él. Está en Reno. Follándose a las bailarinas paletas.
Empezó a desaparecer otra vez. Dan oyó a John Dalton susurrar:
—Oh, Dios mío, mira eso. Una hemorragia cerebral. Puedo verla de verdad.
Dan aguardó pacientemente para ver si la Mujer del Tatuaje regresaba. Finalmente lo hizo, con un gemido que escapó de entre sus dientes apretados y ensangrentados. Ese proceso cíclico parecía doler más que el golpe que lo había causado, pero Dan pensó que podría remediar eso. Le apartó de un tirón la mano de la mandíbula fracturada e introdujo los dedos en la boca de la mujer. Sintió cómo se desplazaba el cráneo entero; era como empujar la superficie de un jarrón agrietado que se mantenía unido por unas cuantas tiras de cinta adhesiva. Esta vez la Mujer del Tatuaje hizo más que gemir. Aulló y lanzó unos débiles manotazos a Dan, que no prestó atención.
—¿Dónde está Cuervo?
—¡En Anniston! —gritó Serpiente—. ¡Se bajó en Anniston! ¡Por favor, no me hagas más daño, papá! Por favor, ¡haré lo que quieras!
Dan pensó en lo que Abra dijo que esos monstruos le habían hecho a Brad Trevor en Iowa, cómo le habían torturado a él y a Dios sabía cuántos otros, y sintió un impulso casi irreprimible de arrancarle de cuajo la mitad de la cara a esa perra asesina. De golpearle la cabeza sangrante y fracturada con su propia mandíbula hasta que cráneo y hueso desaparecieran.
Entonces —de manera absurda, dadas las circunstancias— se acordó del niño de la camiseta de los Braves que alargaba la mano hacia la cocaína amontonada sobre la revista. Suca, había dicho. Esa mujer no tenía que ver nada con aquel niño, nada, pero decirse eso a sí mismo no sirvió de mucho. Su furia se esfumó de repente y se sintió enfermo, débil y vacío.
No me hagas más daño, papá.
Se levantó, se limpió la mano en la camisa, y caminó a ciegas hacia el Riv.
(Abra estás ahí)
(sí)
Ya no tan aterrorizada, y eso era bueno.
(tienes que hacer que la madre de tu amiga llame a la policía y decirles que corres peligro el Cuervo está en Anniston)
Meter a la policía en un asunto que, en el fondo, tenía tintes sobrenaturales era lo último que Dan deseaba, pero en ese momento no veía otra opción.
(no estoy)
Antes de que pudiera acabar, su pensamiento quedó velado por un poderoso chillido de rabia femenina.
(TÚ HIJA DE PUTA)
De repente la mujer del sombrero estaba en la cabeza de Dan, esta vez no como parte de un sueño sino ocupando el espacio tras sus ojos despiertos, una imagen en llamas: una criatura de terrible belleza que ahora estaba desnuda, con el cabello mojado sobre los hombros, formando rizos de Medusa. Entonces abrió desmesuradamente la boca y la belleza se esfumó. Solo había un agujero oscuro con un diente prominente y descolorido. Casi un colmillo.
(QUÉ HAS HECHO)
Dan se tambaleó y apoyó una mano en el primer vagón de pasajeros del Riv para mantenerse en pie. El mundo dentro de su cabeza giraba. La mujer del sombrero desapareció y de repente una multitud de caras preocupadas se congregó a su alrededor. Le preguntaban si estaba bien.
Recordó a Abra intentando explicar cómo había girado el mundo el día en que descubrió la foto de Brad Trevor en el Anniston Shopper; cómo de pronto se había encontrado mirando a través de los ojos de la mujer del sombrero y ésta había mirado a través de los ojos de Abra. En ese momento lo entendió. Estaba sucediendo de nuevo, y esta vez el viajero era él.
Rose estaba en el suelo. Dan tenía una amplia visión del cielo vespertino. Las personas que la rodeaban pertenecían sin duda a su tribu de asesinos de niños. Eso era lo que Abra veía.
La cuestión era: ¿qué estaba viendo Rose?
Serpiente iba y venía en el ciclo. Quemaba. Miró al hombre que se arrodilló frente a ella.
—¿Hay algo que pueda hacer por ti? —preguntó John—. Soy médico.
A pesar del dolor, Serpiente se rio. Ese matasanos, uno de los que acababan de cargarse al verdadero médico del Nudo, le ofrecía ayuda. ¿Qué concluiría Hipócrates de ese tipo?
—Pégame un tiro, caraculo. Es lo único que se me ocurre.
El otro lerdo, el cabrón que había disparado al Nueces, se unió al que afirmaba ser médico.
—Te lo mereces —dijo Dave—. ¿Creíais que iba a dejar que os llevarais a mi hija? ¿Que la torturarais y la matarais como le hicisteis a ese pobre muchacho de Iowa?
¿Lo sabían? ¿Cómo era posible? Pero ya no importaba, al menos a Andi.
—Vuestra gente mata cerdos, vacas y ovejas. ¿Es diferente lo que hacemos nosotros?
—En mi humilde opinión, matar a seres humanos es muy diferente —replicó John—. Llámame tonto y sensiblero.
Serpiente tenía la boca llena de sangre y alguna mierda grumosa. Dientes, tal vez. Tampoco importaba. Al final, quizá fuera más misericordioso que aquello por lo que había pasado Barry. Desde luego sería más rápido. Pero había que aclarar algo. Simplemente para que lo supieran.
—Nosotros somos los seres humanos. Vuestra especie solo sois… paletos.
Dave sonrió, pero sus ojos eran duros.
—Y sin embargo eres tú la que está tirada en el suelo, con la cabeza abierta y la camisa empapada de sangre. Espero que te achicharres en el infierno.
Serpiente sintió que se acercaba el siguiente ciclo. Con suerte sería el último, pero por el momento se aferró a su forma física.
—No entendéis cómo era para mí. Antes. Ni cómo es para nosotros. Solo somos unos pocos, y estamos enfermos. Tenemos…
—Sé lo que tenéis —la interrumpió Dave—. El puto sarampión. Espero que todo vuestro miserable Nudo Verdadero se pudra de dentro afuera.
—Nosotros no elegimos ser lo que somos más de lo que lo elegisteis vosotros. En nuestra posición, haríais lo mismo.
John meneó la cabeza despacio.
—Nunca. Jamás.
Serpiente entró en ciclo. Sin embargo, consiguió pronunciar cuatro palabras más.
—Putos hombres. —Un jadeo final mientras les lanzaba una mirada fija desde un rostro que se desvanecía—. Putos paletos.
Entonces desapareció.
Dan se dirigió hacia John y Dave, andaba despacio y con cuidado, apoyando la mano en las mesas de picnic para mantener el equilibrio. Había recogido el conejito de peluche de Abra sin siquiera darse cuenta. Se le estaba despejando la cabeza, pero eso era decididamente una moneda de dos caras.
—Tenemos que volver a Anniston, y rápido. No puedo sentir a Billy. Antes podía, pero ahora no está.
—¿Y Abra? —preguntó Dave—. ¿Qué pasa con Abra?
Dan no quería mirarlo. —El miedo se había apoderado del rostro de Dave—. Pero se obligó a hacerlo.
—Tampoco está. Ni la mujer del sombrero. Las dos se han separado.
—¿Qué significa? —Dave agarró a Dan por la camisa con las dos manos—. ¿Eso qué significa?
—No lo sé.
Ésa era la verdad, pero tenía miedo.