John encendió su teléfono en cuanto él y Dan salieron del pasillo que comunicaba el avión con el aeropuerto Logan a última hora de la tarde del jueves. Acababa de ver que tenía más de una docena de llamadas perdidas cuando el móvil, todavía en su mano, empezó a sonar. Miró la pantalla.
—¿Stone? —preguntó Dan.
—Tengo un montón de llamadas perdidas del mismo número, así que debe de ser él.
—No contestes. Llámale tú cuando vayamos por la autopista norte y dile que estaremos allí hacia las… —Dan miró el reloj, que no había cambiado y seguía marcando la hora del este—. Hacia las seis. Se lo contaremos todo cuando lleguemos.
De mala gana, John se guardó el teléfono en el bolsillo.
—Me he pasado el vuelo esperando que no me quiten la licencia de medicina por esto. Ahora solo espero que la policía no nos detenga nada más aparcar delante de la casa de Dave Stone.
Dan, que lo había consultado con Abra en varias ocasiones mientras cruzaban el país de vuelta, negó con la cabeza.
—Lo ha convencido para que espere, pero ahora mismo están pasando muchas cosas en esa familia, y el señor Stone es lo que se dice un americano confundido.
John le ofreció una sonrisa de singular desolación.
—No es el único.
Abra estaba sentada con su padre en los escalones de la entrada cuando Dan dobló hacia el camino particular de los Stone. Habían tardado menos de lo previsto; solo eran las cinco y media.
Abra se levantó antes de que Dave pudiera agarrarla y salió a la carrera con el cabello volando tras ella. Dan vio que se dirigía hacia él y le tendió a John el guante envuelto en la toalla. Abra se arrojó a sus brazos; temblaba de arriba abajo.
(le has encontrado le has encontrado y has encontrado el guante dámelo)
—Todavía no —dijo Dan, dejándola en el suelo—. Primero tenemos que resolver esto con tu padre.
—¿Resolver el qué? —preguntó Dave. Asió a su hija por la muñeca y la apartó de Dan—. ¿Quiénes son esas personas malas de las que habla? ¿Y quién diablos es usted? —Desplazó la mirada a John, y en sus ojos no había nada amistoso—. Por todos los santos, ¿qué está pasando aquí?
—Éste es Dan, papá. Él es como yo, ya te lo dije.
—¿Dónde está Lucy? —preguntó John—. ¿Está enterada de esto?
—No voy a decir nada hasta saber qué está pasando.
—Sigue en Boston, con Momo —aclaró Abra—. Papá quería llamarla, pero le convencí para que esperara hasta que llegarais. —Sus ojos permanecían fijos en el guante envuelto en la toalla.
—Dan Torrance —dijo Dave—. ¿Se llama así?
—Sí.
—¿Trabaja en la residencia de Frazier?
—Así es.
—¿Cuánto tiempo lleva usted viendo a mi hija? —Abría y apretaba los puños—. ¿La conoció por internet? No me extrañaría. —Desvió la mirada a John—. De no ser porque eres el pediatra de Abra desde el día en que nació, habría llamado a la policía hace seis horas, cuando no contestabas al teléfono.
—Estaba en un avión —dijo John—. No podía.
—Señor Stone —dijo Dan—, no conozco a su hija desde hace tanto tiempo como John, pero casi. La primera vez que supe de ella, no era más que un bebé. Y fue ella la que contactó conmigo.
Dave meneó la cabeza. Parecía perplejo, enfadado y poco inclinado a dar crédito a las palabras de Dan.
—Entremos en la casa —sugirió John—. Creo que podremos explicarlo todo, o casi todo, y si es el caso, te alegrarás de que estemos aquí y de que hayamos ido a Iowa a hacer lo que hemos hecho.
—Eso espero, John, maldita sea, pero tengo mis dudas.
Entraron, Dave con el brazo alrededor de los hombros de Abra —en ese momento parecían más carcelero y prisionera que padre e hija—, John Dalton a continuación, Dan el último. Éste miró hacia la oxidada camioneta roja aparcada al otro lado de la calle. Billy levantó los pulgares… y luego cruzó los dedos. Dan le devolvió el gesto y siguió a los otros por la puerta principal.
Cuando Dave tomaba asiento en su salón de Richland Court con su desconcertante hija y sus aún más desconcertantes invitados, la Winnebago que transportaba al grupo de asalto del Nudo circulaba al sudeste de Toledo. El Nueces iba al volante. Andi Steiner y Barry dormían; la primera como los muertos, el segundo revolviéndose de un lado a otro y farfullando. Cuervo estaba en la zona de la salita hojeando el The New Yorker. Lo único que en realidad le gustaba eran los pasatiempos y los anuncios de artículos extraños como jerséis de pelo de yak, sombreros vietnamitas y puros habanos de imitación.
Jimmy el Números se dejó caer junto a él con su portátil en la mano.
—He estado peinando la red, y he tenido que hackear un par de sitios, pero… ¿puedo enseñarte algo?
—¿Cómo puedes navegar por internet desde una autopista interestatal?
Jimmy le dirigió una sonrisa condescendiente.
—Conexión 4G, chaval. Estamos en la edad moderna.
—Si tú lo dices… —Cuervo dejó la revista a un lado—. ¿Qué tienes?
—Fotos de la Escuela Primaria de Anniston. —Jimmy dio dos golpecitos en la almohadilla táctil y apareció una imagen. No era una foto granulosa, sino un retrato escolar a alta resolución de una niña con un vestido rojo de mangas abombadas. Su pelo trenzado era castaño; su sonrisa, grande y confiada.
—Julianne Cross —dijo Jimmy. Volvió a tocar la almohadilla y apareció una pelirroja con una sonrisa pícara—. Emma Deane. —Otro toque y apareció una chica todavía más guapa: ojos azules, cabello rubio enmarcando su rostro y derramándose sobre los hombros; expresión seria, pero unos hoyuelos insinuaban una sonrisa—. Ésta es Abra Stone.
—¿Abra?
—Sí, en estos tiempos les ponen cualquier nombre. ¿Te acuerdas cuando Jane y Mabel eran buenos nombres para los paletos? Leí en algún sitio que Sly Stallone le puso a su hijo Sage Moonblood, ¿qué clase de jodido nombre es ése?
—Y tú crees que una de estas tres es la chica de Rose.
—Si lleva razón en lo de que es una adolescente joven, casi seguro que sí. Seguramente o Deane o Stone, que son las dos que viven en la calle donde se produjo el terremoto, pero no se puede descartar por completo a Cross; su casa está a la vuelta de la esquina.
Jimmy el Números hizo un gesto de giro sobre la almohadilla y las tres fotos se comprimieron en una fila. Escrito con florituras debajo de cada una, se leía: MIS RECUERDOS DEL COLEGIO.
Cuervo las estudió.
—¿Podría darse cuenta alguien de que has estado afanando fotos de niñas de Facebook o algo así? Porque eso encendería todo tipo de alarmas en Paletolandia.
Jimmy puso cara de ofendido.
—Facebook, mis cojones. Han salido de los archivos de la Escuela Primaria de Anniston, transmitidos directamente desde su ordenador al mío. —Y adivina qué, ni siquiera un fulano con acceso a un clúster de supercomputadoras de la NSA podría seguir mi rastro. ¿Quién es el mejor?
—Tú —dijo Cuervo—. Supongo.
—¿Tú cuál dirías que es?
—Si tuviera que elegir… —Cuervo tocó la foto de Abra—. Sus ojos tienen una mirada especial; una mirada vaporosa.
El contable caviló un instante, decidió que se le estaban ocurriendo unos pensamientos muy sucios y se carcajeó.
—¿Sirve?
—Sí. ¿Puedes imprimir estas fotos y asegurarte de que los demás tengan una copia? Sobre todo Barry, que es el Localizador en Jefe en esta misión.
—Lo haré ahora mismo. Llevo una Fujitsu ScanSnap, una pequeña gran máquina para viajar. Antes tenía la S1 100, pero la cambié después de leer en Computer World…
—Hazlo, ¿vale?
—Claro.
Cuervo agarró la revista y fue hasta la viñeta de la última página, ésa en la que había que rellenar el pie. La de esta semana mostraba a una anciana entrando en un bar con un oso encadenado. La mujer tenía la boca abierta, así que la leyenda debía de ser su diálogo. Cuervo lo meditó detenidamente y a continuación escribió: Muy bien, panda de capullos, ¿quién me ha llamado hija de perra?
No, probablemente no ganaría.
La Winnebago continuó avanzando a través de la noche cada vez más oscura. En la cabina, el Nueces encendió los faros. En una de las literas, Barry el Chino se dio la vuelta y se rascó la muñeca mientras dormía. Allí había aparecido una mancha roja.
Los tres hombres permanecieron sentados en silencio mientras Abra subía a buscar algo de su cuarto. Dave pensó en sugerir un café —los otros dos parecían cansados y ambos necesitaban un afeitado—, pero decidió que no les ofrecería ni una galleta hasta que recibiera una explicación. Él y Lucy habían hablado de lo que harían cuando en un futuro no muy lejano Abra llegara un día a casa y anunciara que un chico le había pedido para salir, pero éstos eran hombres, ¡hombres!, y parecía que el desconocido llevaba citándose con su hija desde hacía algún tiempo. Bueno, a su manera… ¿y no era esa precisamente la cuestión? ¿De qué manera?
Antes de que cualquiera de ellos tuviera ocasión de arriesgarse a iniciar una conversación que estaba condenada a resultar violenta —y tal vez cáustica—, oyeron el trueno silenciado de las zapatillas de Abra en las escaleras. Ésta entró en el salón con un ejemplar del Anniston Shopper.
—Mira la contraportada.
Dave dio la vuelta al periódico e hizo una mueca.
—¿Qué es este pegote marrón?
—Posos de café secos. Tiré el periódico a la basura, pero no me lo quitaba de la cabeza, así que lo volví a coger. No dejaba de pensar en él. —Señaló la foto de Bradley Trevor en la fila de abajo—. Ni en sus padres. Ni en sus hermanos y hermanas, si los tenía. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. Tenía pecas, papá, y no le gustaban nada, pero su madre decía que traían buena suerte.
—Es imposible que sepas eso —dijo Dave en absoluto convencido.
—Lo sabe —dijo John—, y tú también. Confía en nosotros, Dave. Por favor. Es importante.
—Quiero saber qué relación tiene usted con mi hija —le exigió a Dan—. Explíquese.
Dan expuso todo una vez más. Garabatear el nombre de Abra en su libreta de reuniones de Alcohólicos Anónimos. El primer «hola» escrito con tiza. La claridad con la que había percibido la presencia de Abra la noche que murió Charlie Hayes.
—Le pregunté si era la niña que a veces escribía en mi pizarra. No respondió con palabras, pero se oyó una música de piano, creo que era una canción de los Beatles.
Dave miró a John.
—¡Se lo has contado tú!
El médico negó con la cabeza, y Dan prosiguió.
—Hace dos años recibí en la pizarra un mensaje de Abra que decía: «Están matando al chico del béisbol». No sabía qué significaba, y no estoy seguro de que Abra lo supiera. El asunto podría haber acabado ahí, pero entonces ella vio eso. —Señaló la contraportada del Anniston Shopper con todos aquellos retratos tamaño sello de correos.
Abra explicó el resto.
Una vez que hubo terminado, Dave dijo:
—Así que volaron a Iowa porque lo dijo una niña de trece años.
—Una niña de trece años muy especial —puntualizó John—. Con varios talentos muy especiales.
—Pensábamos que todo había acabado. —Dave le lanzó a su hija una mirada acusadora—. Menos por algunas premoniciones, pensábamos que con la edad lo había superado.
—Lo siento, papá. —La voz de Abra sonó apenas un poco más alta que un susurro.
—Quizá no debería sentirlo —dijo Dan, esperando que su tono no pareciera tan furioso como se sentía él—. Ocultó su habilidad porque sabía que usted y su mujer querían que ésta desapareciera. La ocultó porque les quiere y deseaba ser una buena hija.
—Supongo que eso se lo ha dicho ella.
—Nunca hemos hablado de ello —dijo Dan—, pero yo tenía una madre a la que quería mucho y, por eso, yo hice lo mismo.
Abra le dirigió una mirada de gratitud total. Cuando volvió a bajar los ojos, le envió un pensamiento. Algo que le daba vergüenza expresar en voz alta.
—Tampoco quería que lo supieran sus amigas. Creía que dejaría de caerles bien y que le tendrían miedo. Probablemente no se equivocaba.
—No perdamos de vista el tema principal —intervino John—. Volamos a Iowa, sí. Encontramos la planta de etanol en el pueblo de Freeman, justo donde Abra dijo que estaría. Encontramos el cadáver del muchacho. Y su guante. Había escrito el nombre de su jugador de béisbol favorito en el bolsillo, pero su nombre real, Brad Trevor, está escrito en la correa.
—Lo asesinaron. Es lo que estás diciendo. Lo asesinó un grupo de chiflados errantes.
—Viajan en caravanas y Winnebagos —dijo Abra en voz baja y onírica. Miraba el guante de béisbol envuelto en la toalla. Le daba miedo y al mismo tiempo quería ponerle las manos encima. Estas emociones contradictorias se transmitieron a Dan con tal claridad que le revolvieron el estómago—. Tienen nombres raros, como de piratas.
Casi lastimeramente, Dave preguntó:
—¿Estás segura de que el chico fue asesinado?
—La mujer del sombrero se limpió la sangre de las manos con la lengua —dijo Abra. Se había quedado sentada en los escalones. Ahora fue hasta su padre y hundió el rostro en su pecho—. Cuando quiere, le sale un diente especial. A todos ellos.
—Ese chico ¿de verdad era como tú?
—Sí. —La voz de Abra sonaba ahogada pero entendible—. Podía ver con la mano.
—¿Qué significa eso?
—Cuando le lanzaban determinadas bolas, podía batearlas porque su mano las veía antes. Y cuando su madre perdía algo, se tapaba los ojos y miraba a través de la mano para ver dónde estaba. Creo. No lo sé seguro, pero a veces yo también uso la mano así.
—¿Y por eso lo mataron?
—Estoy seguro —afirmó Dan.
—¿Por qué? ¿Por una especie de vitamina de percepción extrasensorial? ¿Es que nadie se da cuenta de lo ridículo que suena?
Nadie replicó.
—¿Y ellos saben que Abra los conoce?
—Lo saben. —La chica alzó la cabeza. Tenía las mejillas enrojecidas y mojadas de lágrimas—. No saben cómo me llamo ni dónde vivo, pero saben de mí.
—Entonces tenemos que ir a la policía —dijo Dave—. O puede que… supongo que mejor el FBI para un caso así. Es probable que al principio les cueste creerlo, pero si el cadáver está allí…
Dan le interrumpió.
—No le diré que es mala idea hasta que veamos qué puede hacer Abra con el guante de béisbol, pero es necesario que considere muy detenidamente las consecuencias. Para mí, para John, para usted y su mujer y, sobre todo, para Abra.
—No veo qué clase de problemas podría causarles a John y a usted…
John se removió impaciente en su butaca.
—Vamos, David. ¿Quién encontró el cadáver? ¿Quién lo desenterró y luego lo volvió a enterrar después de coger una prueba que la policía científica sin duda consideraría vital? ¿Quién cruzó medio país para traerle esa prueba a una alumna de octavo curso para que la utilizara como una tabla de güija?
Aunque no había tenido intención de hacerlo, Dan se le sumó. Se estaban aliando, y en otras circunstancias se habría sentido mal, pero no en ese momento.
—Su familia ya está en crisis, señor Stone. Su abuela política se muere, su mujer está triste y exhausta. Esto estallará en la prensa y en internet como una bomba: un clan errante de asesinos contra una niña presuntamente psíquica. Querrán que salga en televisión, usted se negará, y solo conseguirá alimentar su voracidad. Su calle se convertirá en un estudio al aire libre, Nancy Grace se mudará a la casa de al lado, y en una semana o dos toda la mafia mediática estará gritando «engaño» a pleno pulmón. ¿Se acuerda del padre del niño del globo? Bien podría ser usted. Entretanto, esos individuos a los que Abra llama la Gente de las Winnebago seguirán ahí fuera.
—¿Y quién se supone que protegerá a mi hija si vienen a por ella? ¿Ustedes dos? ¿Un médico y un celador de una residencia de ancianos? ¿O solo es un bedel?
Y porque no sabes nada del encargado de parques de setenta y tres años que está vigilando calle abajo, pensó Dan, y no pudo menos que sonreír.
—Un poco las dos cosas. Mire, señor Stone…
—Viendo lo grandes amigos que son usted y mi hija, supongo que será mejor que me llame Dave.
—De acuerdo, Dave. Supongo que lo que haga a continuación depende de si está dispuesto a jugársela a que las fuerzas del orden crean a Abra, especialmente cuando les cuente que la Gente de las Winnebago son vampiros chupadores de vida.
—Dios —dijo Dave—. No puedo hablarle a Lucy de esto. Se le saltaría un fusible. Todos los fusibles.
—Esa parece ser la respuesta a la cuestión de si llamar o no la policía —señaló John.
Hubo un momento de silencio. En alguna parte de la casa, un reloj marcaba los segundos. En alguna parte del vecindario, un perro ladraba.
—El terremoto —dijo Dave de repente—. Aquel temblor. ¿Fuiste tú, Abby?
—Estoy casi segura —susurró ella.
Dave la abrazó, luego se levantó y desenvolvió de la toalla el guante de béisbol. Lo sostuvo en alto, inspeccionándolo.
—Lo enterraron con él —dijo—. Lo secuestraron, lo torturaron, lo asesinaron, y luego lo enterraron con el guante de béisbol.
—Sí —asintió Dan.
Dave se volvió hacia su hija.
—¿De veras quieres tocar esta cosa, Abra?
Ella extendió las manos y dijo:
—No. Pero dámelo de todas formas.
David Stone dudó un instante y se lo entregó. Abra lo sujetó con las dos manos y miró dentro del bolsillo.
—Jim Thome —dijo, y aunque Dan habría estado dispuesto a apostarse sus ahorros (tras doce años de trabajo y sobriedad tenía algunos) a que Abra nunca antes había sabido nada de ese nombre, lo pronunció correctamente: Tou-mei—. Está en el club de los seiscientos.
—Correcto —dijo Dave—. Él…
—Silencio —le cortó Dan.
Los hombres la observaban. Se llevó el guante a la cara y olió el bolsillo. (Dan recordó los bichos y tuvo que reprimir una mueca).
—No es Barry el Chivo, sino Barry el Chino —dijo ella—. Solo que no es de China. Lo llaman así porque tiene los ojos rasgados. Él es su… su… no sé… espera…
Sostuvo el guante contra el pecho, como a un bebé. Empezó a respirar más rápido. Abrió la boca y gimió. Dave, alarmado, le puso una mano en el hombro. Abra se la sacudió.
—¡No, papá, no!
Cerró los ojos y abrazó el guante. Los hombres esperaron.
Al cabo abrió los ojos y anunció:
—Vienen a por mí.
Dan se levantó, se arrodilló a su lado y puso una mano sobre las de ella.
(¿cuántos son?, ¿unos pocos o todos?)
—Unos pocos. Barry está con ellos, por eso puedo ver. Hay otros tres, tal vez cuatro. Una es una mujer con un tatuaje de una serpiente. Nos llaman paletos. Para ellos somos paletos.
(¿está la mujer del sombrero?)
(no)
—¿Cuándo llegarán aquí? —preguntó John—. ¿Lo sabes?
—Mañana. Primero tienen que parar a recoger… —Hizo una pausa. Sus ojos registraron la habitación sin verla. Una mano se deslizó por debajo de la de Dan y empezó a frotarse la boca; la otra estrujó el guante—. Tienen que… no lo sé… —Las lágrimas empezaron a brotar por las comisuras de sus ojos, no eran lágrimas de tristeza sino de esfuerzo—. ¿Es medicina? ¿Es…? Espera, espera, suéltame, Dan, tengo que…, tienes que soltarme…
Dan retiró la mano. Se produjo un chasquido enérgico y un latigazo azul de electricidad estática. El piano emitió una sucesión de notas discordantes. En una mesa auxiliar, junto a la puerta que daba al vestíbulo, una colección de figuras Hummel de cerámica temblaban y repiqueteaban. Abra se puso el guante. De golpe, abrió mucho los ojos.
—¡Uno es un cuervo! ¡Hay un médico y es una suerte para ellos porque Barry está enfermo! ¡Está enfermo!
Los contempló con la mirada perdida y luego rompió a reír. A Dan el sonido de su risa le erizó el vello de la nuca. Pensó que los dementes debían de reírse así cuando se retrasaba su medicación. Tuvo que hacer esfuerzos para no arrancarle el guante de la mano.
—¡Tiene el sarampión! ¡Se lo contagió Abuelo Flick y pronto empezará a ciclar! ¡Fue ese puto crío! ¡No debieron de haberle vacunado! ¡Tenemos que informar a Rose! ¡Tenemos que!…
Dan ya había tenido bastante. Le quitó el guante de la mano y lo arrojó al otro lado del salón. El piano dejó de sonar. Las figuras Hummel dieron un último traqueteo y se quedaron inmóviles, una de ellas en el borde de la mesa. Dave miraba boquiabierto a su hija. John se había puesto en pie, pero parecía incapaz de hacer ningún movimiento.
Dan asió a Abra por los hombros y le dio una fuerte sacudida.
—Abra, reacciona.
La chica lo miró fijamente, con ojos flotantes, enormes.
(vuelve Abra no pasa nada)
Sus hombros, que habían estado casi levantados hasta las orejas, se relajaron gradualmente. Sus ojos volvían a verle. Dejó escapar el aliento y cayó de espaldas en el brazo envolvente de su padre. El sudor oscurecía el cuello de su camiseta.
—¿Abby? —dijo Dave—. ¿Abba-Doo? ¿Estás bien?
—Sí, pero no me llames así. —Tomó aire y lo dejó escapar en otro largo suspiro—. Dios, ha sido intenso. —Miró a su padre—. Yo no he dicho la palabra con P, papi, fue uno de ellos. Creo que fue el cuervo. Es el líder de los que vienen.
Dan se sentó en el sofá, junto a Abra.
—¿Seguro que estás bien?
—Sí, ahora sí. Pero no quiero volver a tocar ese guante nunca más. No son como nosotros. Parecen personas y creo que antes eran personas, pero ahora tienen pensamientos de reptil.
—Has dicho que Barry tiene el sarampión. ¿Te acuerdas?
—Barry, sí, al que llaman el Chino. Me acuerdo de todo. Qué sed tengo.
—Te traeré agua —se ofreció John.
—No, algo con azúcar. Por favor.
—Hay Coca-Cola en la nevera —dijo Dave. Le acarició el cabello, después la mejilla, luego la parte posterior del cuello, como para cerciorarse de que su hija seguía allí.
Aguardaron hasta que John regresó con una lata. Abra la cogió, bebió con avidez y luego eructó.
—Lo siento —se disculpó, y soltó una risita.
Dan nunca en toda su vida se había alegrado tanto de oír ese sonido.
—John, el sarampión es más grave en adultos, ¿verdad?
—No te quepa duda. Puede producir neumonía, e incluso ceguera, debido a las cicatrices en las córneas.
—¿Y la muerte?
—También, pero es raro.
—Para ellos es diferente —explicó Abra—, porque no creo que se pongan enfermos normalmente. Solo que Barry lo está. Van a parar a recoger un paquete, que debe de ser un medicamento para él, de los que se ponen con una inyección.
—¿Qué querías decir con lo de ciclar? —preguntó Dave.
—No sé.
—Si Barry está enfermo, ¿eso los detendrá? —preguntó John—. ¿Puede ser que den media vuelta y se vuelvan a de dondequiera que vengan?
—No lo creo. Es posible que ya se hayan contagiado de Barry, y lo saben. No tienen nada que perder y mucho que ganar, eso es lo que dice Cuervo. —Le dio un sorbo a su Coca-Cola agarrando la lata con ambas manos, y luego miró a los tres hombres uno por uno, a su padre el último—. Saben cuál es mi calle. Y puede que conozcan mi nombre, después de todo. Hasta podrían tener una foto, no estoy segura. La mente de Barry está toda revuelta. Pero creen… creen que si yo no puedo coger el sarampión…
—Entonces tu esencia podría curarlos —concluyó Dan—. O al menos inocular a los demás.
—No lo llaman «esencia» —dijo Abra—. Lo llaman «vapor».
De pronto, Dave dio una palmada, con brusquedad.
—Ya está. Voy a llamar a la policía. Haremos que arresten a esa gente.
—No puedes —dijo Abra con la voz desganada de una cincuentona deprimida. Haz lo que quieras, decía esa voz. Solo te lo estoy diciendo.
Su padre había sacado el teléfono del bolsillo, pero en vez de abrirlo, lo retuvo en la mano.
—¿Por qué no?
—Tendrán una buena historia para explicar por qué viajan a New Hampshire e identificaciones válidas. Además, son ricos. Ricos de verdad, como los bancos y las petroleras y el Wal-Mart. Aunque se marchasen, volverían. Siempre vuelven a por lo que quieren. Matan a la gente que se interpone en su camino y a la gente que intenta delatarlos, y si necesitan pagar para librarse de algún problema, lo hacen. —Dejó la Coca-Cola en la mesita de café y rodeó a su padre con los brazos—. Por favor, papá, no se lo cuentes a nadie. Preferiría irme con ellos a que os hicieran daño a mamá o a ti.
—Pero ahora mismo solo son cuatro o cinco —dijo Dan.
—Sí.
—¿Dónde están los demás? ¿Lo sabes?
—En un sitio que se llama Camping Bluebird. O puede que Bluebell. Es suyo. Hay una ciudad cerca, ahí es donde está ese supermercado Sam’s. La ciudad se llama Sidewinder. Rose está allí, y también el Nudo. Es como se llaman a sí mismos, el… ¿Dan? ¿Qué te pasa?
Dan no contestó. Era incapaz de hablar, al menos por el momento. Recordaba la voz de Dick Hallorann saliendo de la boca muerta de Eleanor Ouellette. Había preguntado a Dick dónde estaban los demonios vacíos, y ahora su respuesta cobraba sentido.
En tu infancia.
—¿Dan? —Ése era John, cuya voz sonaba desde muy lejos—. Estás blanco como el papel.
Todo adquiría un extraño sentido. Había sabido desde el principio —incluso antes de verlo realmente— que el Hotel Overlook era un lugar maligno. Ahora había desaparecido, reducido a cenizas, pero ¿quién podía afirmar que el mal se había consumido en las llamas? Él no, desde luego. De niño había recibido visitas de espectros que habían escapado de allí.
Ese camping que poseen… está donde estaba el hotel. Lo sé. Y tarde o temprano tendré que volver allí. Eso también lo sé. Probablemente temprano. Pero antes…
—Estoy bien —dijo.
—¿Quieres una Coca-Cola? —preguntó Abra—. El azúcar disuelve cantidad de problemas, eso creo.
—Más tarde. Se me ha ocurrido una idea. Es muy básica, pero tal vez entre los cuatro podamos convertirla en un plan.
Andi Colmillo de Serpiente aparcó en la zona para camiones de un área de descanso cerca de Westfield, Nueva York. El Nueces entró en la estación de servicio a comprar zumo para Barry, que ya tenía fiebre y una dolorosa faringitis. Mientras esperaban a que volviera, Cuervo hizo una llamada a Rose, que contestó al primer timbrazo. La puso al corriente tan rápido como pudo y aguardó.
—¿Qué es eso que oigo de fondo? —preguntó ella.
Cuervo suspiró y se raspó con la mano la barba de tres días.
—Es Jimmy el Números. Está llorando.
—Dile que se calle. Dile que en el béisbol no se llora.
Transmitió el mensaje, omitiendo el peculiar sentido del humor de Rose. Jimmy, que en ese momento enjugaba el rostro de Barry con un paño húmedo, se las apañó para ahogar sus fuertes e irritantes (Cuervo debía admitirlo) sollozos.
—Así está mejor —aprobó Rose.
—¿Qué quieres que hagamos?
—Dame un segundo, intento pensar.
La idea de que Rose tuviera que intentar pensar le pareció casi tan perturbadora como las manchas rojas que se propagaban por todo el cuerpo y el rostro de Barry; sin embargo, aguardó obediente, con el iPhone pegado a la oreja pero sin decir nada. Estaba sudando. ¿Fiebre o solo calor? Cuervo se examinó los brazos en busca de erupciones rojas y no advirtió ninguna. Todavía.
—¿Estás cumpliendo el horario? —preguntó Rose.
—Hasta ahora, sí. Incluso vamos un poco adelantados.
Se oyeron dos rápidos golpes en la puerta. Andi se asomó y a continuación la abrió.
—¿Cuervo? ¿Sigues ahí?
—Sí. Acaba de volver el Nueces con un poco de zumo para Barry. Tiene la garganta inflamada.
—Prueba esto —le dijo el Nueces a Barry, desenroscando el tapón—. Es zumo de manzana. Todavía está frío. Te aliviará el gaznate.
Barry se incorporó sobre los codos y bebió cuando el Nueces le arrimó la botellita de cristal a los labios. A Cuervo le resultaba muy duro mirar. Había visto a corderos lechales beber de biberones de la misma manera, débiles, incapaces de hacerlo por sí mismos.
—¿Puede hablar, Cuervo? Si puede, pásale el teléfono.
Cuervo apartó a Jimmy de un codazo y se sentó junto a Barry.
—Rose. Quiere hablar contigo.
Hizo ademán de arrimarle el teléfono a la oreja, pero el Chino se lo arrebató de las manos. O el zumo o la aspirina que el Nueces le había obligado a tragar parecía haberle aportado algo de vitalidad.
—Rose —graznó—. Perdona por esto, querida. —Escuchó asintiendo con la cabeza—. Lo sé. Lo entiendo… —Escuchó un poco más—. No, todavía no, pero… sí, sí puedo. Lo haré. Sí. Yo también te quiero. Está aquí. —Le tendió el teléfono a Cuervo y a renglón seguido se desplomó sobre el montón de almohadas, agotada su inyección temporal de energía.
—Estoy aquí —dijo Cuervo.
—¿Ya ha entrado en el ciclo?
Cuervo echó un vistazo a Barry.
—No.
—Gracias a Dios por los pequeños favores. Dice que aún es capaz de localizarla. Espero que tenga razón. Si no puede, tendréis que encontrarla vosotros. Tenemos que atrapar a esa chica.
Cuervo sabía que Rose quería a la chica —quizá, Julianne, quizá Emma, probablemente Abra— por sus propias razones, y a él eso le bastaba, pero había mucho en juego. Quizá la ininterrumpida supervivencia del Nudo. En una conversación en susurros en la parte trasera de la Winnebago, el Nueces le había contado que la chica probablemente nunca había tenido el sarampión, pero que su vapor aún podría servir para protegerlos, por las vacunas que sin duda le habrían puesto de bebé. No era una apuesta segura, pero sí muchísimo mejor que ninguna apuesta en absoluto.
—¿Cuervo? Háblame, cariño.
—La encontraremos. —Lanzó una mirada al experto informático del Nudo—. Jimmy ha reducido las candidatas a tres, todas en un radio de una manzana. Tenemos fotos.
—¡Eso es excelente! —Rose hizo una pausa y, cuando volvió a hablar, su voz era más baja, más cálida y, tal vez, una pizca temblorosa. Cuervo detestaba la idea de que Rose tuviera miedo, pero eso le parecía. No temía por ella misma, sino por el Nudo Verdadero que era su deber proteger—. Sabes que jamás te enviaría con Barry enfermo si no creyera que es de vital importancia.
—Sí.
—Atrapa a esa puta cría, déjala inconsciente y tráemela. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
—Si los demás os ponéis enfermos, si opinas que es necesario fletar un vuelo chárter para traerla…
—Lo haremos, sí.
Sin embargo, a Cuervo le horrorizaba la perspectiva. Quien no estuviera enfermo al subir al avión lo estaría al bajar: el sentido del equilibrio reventado, oirían una mierda durante un mes o más, temblores y parálisis, vómitos. Y, por supuesto, volar dejaba un rastro de documentos, nada bueno para pasajeros que escoltaban a una niña secuestrada y drogada. Aun así, cuando la necesidad aprieta, el diablo manda.
—Es hora de que volváis a la carretera —dijo Rose—. Cuida de mi Barry, hombretón. Y también del resto.
—¿Está todo bien por allí?
—Claro —respondió Rose, y colgó antes de que él pudiera hacerle más preguntas. No importaba. A veces no se necesitaba recurrir a la telepatía para advertir cuándo mentía una persona. Hasta los paletos lo sabían.
Arrojó el teléfono encima de la mesa y se puso a dar palmadas vigorosamente.
—Vale, pongámonos en marcha. Próxima parada, Strubridge, Massachusetts. Nueces, tú quédate con Barry. Yo conduciré las seis horas siguientes, luego te tocará a ti, Jimmy.
—Quiero irme a casa —dijo Jimmy el Números con aire taciturno y, cuando estaba a punto de añadir más, una mano caliente le asió la muñeca.
—No tenemos opción —dijo Barry. La fiebre relucía en sus ojos, pero éstos se veían cuerdos y conscientes. En ese momento, Cuervo se sintió muy orgulloso de él—. Ninguna opción en absoluto, Chico Informático, así que sé un hombre, Jimmy.
Cuervo se sentó al volante y giró la llave.
—Jimmy —dijo—. Siéntate conmigo un minuto. Quiero tener una pequeña charla.
Jimmy el Números ocupó el asiento del copiloto.
—Esas tres chicas, ¿qué edad tienen? ¿Lo sabes?
—Sí, eso y muchas otras cosas. Accedí a sus expedientes escolares cuando conseguí sus fotos. Lo hice todo a la vez. Deane y Cross tienen catorce años. La Stone es un año más pequeña. Se saltó un curso en primaria.
—Eso parece indicar vapor —observó Cuervo.
—Sí.
—Y todas viven en el mismo vecindario.
—Exacto.
—Eso parece indicar camaradería.
Jimmy aún tenía los ojos hinchados por las lágrimas, pero rio.
—Sí. Chicas, ya sabes. Seguro que las tres llevan el mismo pintalabios y les chiflan los mismos grupos. ¿Adónde quieres llegar?
—A ningún sitio —respondió Cuervo—. Solo quería información. La información es poder, o eso dicen.
Dos minutos después, la Winnebago de Steve el Vaporizado se incorporaba de nuevo a la I-90. Cuando el velocímetro se quedó clavado a ciento cinco kilómetros por hora, Cuervo activó el control de crucero y la dejó correr.
Una vez que Dan expuso lo que tenía en mente, aguardó a que Dave Stone respondiera. Durante un rato largo se limitó a permanecer sentado junto a su hija con la cabeza gacha y las manos apretadas entre las rodillas.
—¿Papá? —intervino Abra—. Por favor, di algo.
Dave alzó la vista y dijo:
—¿Quién quiere una cerveza?
Los otros dos hombres intercambiaron una breve mirada de desconcierto y rechazaron la oferta.
—Pues yo sí. La verdad es que me apetece una copa doble de Jack, pero estoy dispuesto a estipular, sin necesidad de ninguna aportación por su parte, caballeros, que beber whisky podría no ser una buena idea esta noche.
—Yo te la traigo, papá.
Abra entró dando brincos en la cocina. Oyeron el chasquido del tapón y el siseo del gas, sonidos que a Dan le trajeron recuerdos, muchos de ellos traicioneramente felices. Y, por supuesto, la sed.
La niña regresó con una lata de Coors y un vaso Pilsner.
—¿Puedo servirla?
—Date el gusto.
Dan y John observaron con silenciosa fascinación cómo Abra inclinaba el vaso y vertía la cerveza por el borde para minimizar la espuma, manejándose con la pericia casual de un buen barman. Le tendió el vaso a su padre y dejó la lata en un posavasos a su lado. Dave le dio un trago largo, suspiró, cerró los ojos y los volvió a abrir.
—¡Ah, qué buena! —dijo.
Seguro que sí, pensó Dan, y notó que Abra lo miraba. Su rostro, por lo general tan abierto, era inescrutable, y por el momento no pudo leer sus pensamientos.
—Lo que propone es una locura —dijo Dave—, pero posee sus atractivos. El principal es que me daría una oportunidad de ver a estas… criaturas… con mis propios ojos. Lo necesito porque, a pesar de todo lo que me habéis contado, me resulta imposible de creer. Incluso teniendo en cuenta el guante y el cuerpo que afirmáis haber encontrado.
Abra hizo ademán de hablar. Su padre la mandó callar alzando una mano.
—Creo que lo creéis —prosiguió él—. Los tres. Y creo que es posible, solo posible, que algún grupo de individuos peligrosamente trastornados vaya detrás de mi hija. Tenga la certeza, señor Torrance, de que aceptaría su idea si no implicara llevar a Abra. No utilizaré a mi hija como cebo.
—No será necesario —dijo Dan.
Recordaba cómo la presencia de Abra en la zona de carga detrás de la planta de etanol lo había convertido en una especie de perro rastreador de cadáveres humanos, y cómo su visión se había aguzado cuando la niña abrió los ojos dentro de su cabeza. Había incluso derramado sus lágrimas, aunque ninguna prueba de ADN lo habría mostrado.
—¿Qué quiere decir?
—No hace falta que su hija esté con nosotros para que esté con nosotros. Ella es única en ese aspecto. Abra, ¿tienes alguna amiga a la que puedas visitar mañana después del colegio? Es probable que tengas que quedarte en su casa a pasar la noche.
—Claro, Emma Deane.
Dan advirtió por la chispa emocionada en los ojos de ella que ya entendía lo que tenía en mente.
—Mala idea —dijo Dave—. No la dejaré desprotegida.
—Abra ha estado protegida todo el tiempo que hemos estado en Iowa —dijo John.
Abra arqueó las cejas y abrió la boca. Dan se alegró de verlo, pues estaba seguro de que ella podría haber hurgado en su cerebro cada vez que hubiera querido, pero le había hecho caso.
Dan sacó su teléfono y pulsó la marcación rápida.
—¿Billy? ¿Por qué no vienes y te unes a la fiesta?
Tres minutos después, Billy Freeman entraba en la casa de los Stone. Llevaba vaqueros, una camisa de franela roja con los faldones colgando casi hasta las rodillas y una gorra del ferrocarril de Teenytown que se quitó antes de estrechar la mano a Dave y a Abra.
—Lo ayudaste con su estómago —dijo Abra volviéndose hacia Dan—. Me acuerdo de eso.
—Así que resulta que sí que has estado hurgando en mi cerebro —dijo Dan.
Ella se puso colorada.
—No adrede. Nunca. Es que a veces… pasa.
—Como si no lo supiera.
—Con todos mis respetos, señor Freeman —dijo Dave—, pero usted es un poco mayor para hacer de guardaespaldas, y es de mi hija de quien estamos hablando.
Billy se levantó los faldones de la camisa y reveló una pistola automática en una maltratada funda negra.
—Colt uno-nueve-uno-uno —dijo—. Totalmente automático, una reliquia de la Segunda Guerra Mundial. También es vieja, pero cumple su función.
—Abra, ¿crees que las balas pueden matar a esas cosas, o solo funcionan las enfermedades infantiles? —preguntó John.
Abra estaba mirando el arma.
—Oh, sí. Las balas funcionan —respondió ella—. No son gente fantasma, son tan reales como nosotros.
John miró a Dan y dijo:
—Supongo que no tendrás una pistola, ¿no?
Dan negó con la cabeza y miró a Billy.
—Tengo un rifle para ciervos que puedo prestarte.
—Eso… podría no ser suficiente —indicó Dan.
Billy reflexionó un momento.
—Vale, conozco a un tipo en Madison. Compra y vende material pesado, y algunos de gran calibre.
—Ay, Dios santo —se lamentó Dave—. Esto no hace más que empeorar. —Sin embargo, no añadió nada más.
—Billy, ¿podríamos reservar el tren para mañana, si quisiéramos hacer un picnic al atardecer en Cloud Gap? —preguntó Dan.
—Claro, la gente lo hace continuamente, sobre todo después del día del Trabajo, cuando bajan las tarifas.
Abra sonrió. Era un gesto que Dan ya había visto antes. Era su sonrisa furiosa. Se preguntó si el Nudo Verdadero se lo pensaría dos veces de saber que su objetivo contaba con una sonrisa semejante en su repertorio.
—Bien —dijo ella—. Bien.
—¿Abra? —Dave parecía perplejo y un poco asustado—. ¿Qué?
Abra lo ignoró. Fue a Dan a quien habló.
—Se lo merecen por lo que le hicieron al chico del béisbol.
Se pasó la mano ahuecada por la boca, como para borrar esa sonrisa, pero cuando retiró la mano, la sonrisa seguía allí, sus labios contraídos mostraban las puntas de sus dientes. Apretó la mano en un puño.
—Se lo merecen.