Esa mañana, en vez de oler a ambientador con fragancia de pino y a puros Alcazar, la Fleetwood de Abuelo Flick apestaba a mierda, enfermedad y muerte. Además, estaba abarrotada. Al menos media docena de miembros del Nudo Verdadero se hallaban presentes, algunos congregados alrededor de la cama del viejo, muchos más sentados o de pie en la salita, bebiendo café. El resto esperaba en el exterior. Todos mostraban expresiones de aturdimiento e inquietud. Los Verdaderos no estaban acostumbrados a la muerte.
—Fuera de aquí —ordenó Rose—. Cuervo, Nueces: vosotros quedaos.
—Míralo —dijo Petty la China con voz temblorosa—. ¡Los sarpullidos! ¡Y se ha puesto cíclico, Rose! ¡Ay, qué espanto!
—Vete —dijo Rose. Habló con amabilidad y le dio a Petty un reconfortante apretón en el hombro cuando lo que le apetecía era echar su culo gordo a patadas por la puerta. Era una chismosa holgazana que no valía para nada excepto para calentar la cama de Barry, y probablemente no muy bien. Rose sospechaba que a Petty se le daba mejor gruñir y dar la lata. Siempre y cuando no estuviera muerta de miedo, claro.
—Vamos, muchachos —dijo Cuervo—. Si va a morir, no hace falta que tenga público.
—Se recuperará —dijo Sam el Arpista—. Más duro que un mochuelo cocido, así es Abuelo Flick. —Sin embargo, rodeó con el brazo a Baba la Rusa, que parecía desolada, y estrechó su muslo contra el de él por un momento.
Se pusieron en movimiento, algunos echaron un último vistazo por encima del hombro antes de bajar los escalones y unirse al resto. Cuando solo quedaron los tres, Rose se acercó a la cama.
Abuelo Flick posó los ojos en ella, la miraba sin verla. Los labios, estirados, dejaban a la vista las encías. Mechones de fino cabello blanco se habían desprendido sobre la almohada, lo que le daba el aspecto de un perro con moquillo. Los ojos se le veían enormes, húmedos y colmados de dolor. Yacía desnudo salvo por unos bóxers, y su escuálido cuerpo estaba salpicado de marcas rojas que parecían granos o picaduras de insectos.
Rose se volvió hacia el Nueces y preguntó:
—¿Qué demonios es eso?
—Manchas de Koplik —dijo el médico del Nudo—. O sea, al menos eso es lo que creo que son, aunque normalmente los puntos de Koplik salen dentro de la boca.
—Habla en cristiano.
El Nueces se pasó la mano por el cabello ralo.
—Creo que tiene el sarampión.
Rose boqueó atónita, y luego soltó una carcajada. No quería estar allí escuchando esa mierda; quería una aspirina para la mano, que emitía un pulso de dolor con cada latido del corazón. No cesaba de imaginar personajes de dibujos animados que se machacaban la mano con un mazo.
—¡Nosotros no cogemos las enfermedades de los paletos!
—Bueno…, sí, nunca habíamos cogido ninguna.
Lo miró fijamente con furia en los ojos. Quería su sombrero, se sentía desnuda sin él, pero lo tenía en el EarthCruiser.
—Solo te digo lo que veo —dijo el Nueces—, y es sarampión rojo, también conocido como rubeola.
Una enfermedad de paletos llamada rubeola. Lo que faltaba, joder.
—Eso es… ¡una puta tontería!
El médico se estremeció, ¿y por qué no? Su voz sonaba estridente incluso para ella misma, pero… oh, cielo santo, ¿sarampión? ¿El miembro más antiguo del Nudo Verdadero se moría por una enfermedad infantil que ya ni siquiera los niños contraían?
—Ese chico de Iowa que jugaba al béisbol tenía algunas manchas, pero jamás imaginé…, porque sí, es como tú dices. Nosotros no cogemos sus enfermedades.
—¡Pero si fue hace años!
—Lo sé. Lo único que se me ocurre es que estuviera en el vapor, en una especie de hibernación. Hay enfermedades que hacen eso, ¿sabes? Permanecen latentes, a veces durante años, y luego de pronto se manifiestan.
—¡Eso será con los paletos! —Volvía una y otra vez sobre lo mismo.
El Nueces se limitó a menear la cabeza.
—Si Abuelo lo tiene, ¿por qué no nos hemos contagiado los demás? Esas enfermedades infantiles…, la varicela, el sarampión, las paperas…, corren como la pólvora entre los críos. No tiene sentido, mierda. —Entonces se volvió hacia Papá Cuervo y enseguida se contradijo a sí misma—: ¿En qué cojones estabas pensando para dejarlos entrar y que respiraran su aire?
Cuervo se encogió de hombros, sus ojos no se apartaron en ningún momento del viejo tembloroso que yacía en la cama. En su rostro, atractivo y estrecho, se reflejaba una expresión pensativa.
—Las cosas cambian —especuló el Nueces—. Que hace cincuenta o cien años fuéramos inmunes a las enfermedades de los paletos no quiere decir que lo seamos ahora. Por lo que sabemos, podría ser parte de un proceso natural.
—¿Me estás diciendo que hay algo natural en eso? —espetó ella, apuntando con el dedo a Abuelo Flick.
—Un caso aislado no hace una epidemia —dijo el Nueces—, y podría tratarse de otra cosa. Pero si vuelve a pasar, tendremos que poner en cuarentena al que lo contraiga.
—¿Serviría de algo?
Permaneció dubitativo un buen rato.
—No lo sé. Quizá ya lo hayamos cogido todos. Quizá sea como un despertador programado para sonar a una hora determinada, o como un cartucho de dinamita con un temporizador. Según los últimos avances científicos, en cierto modo así es como envejecen los paletos. El tiempo pasa y pasa, y ellos no cambian demasiado, pero de pronto algo se activa en sus genes. Empiezan a aparecer arrugas y de golpe necesitan bastón para andar.
Cuervo, que había estado observando a Abuelo, les interrumpió:
—Allá va. Joder.
La piel de Abuelo Flick se tornó lechosa. Luego translúcida. A medida que avanzaba hacia la total transparencia, Rose pudo ver su hígado, las bolsas marchitas y negruzcas de sus pulmones, el pulsante nudo rojo de su corazón. Vio sus venas y sus arterias como veía las carreteras y las autopistas en el GPS de su salpicadero. Vio los nervios ópticos que conectaban los ojos con el cerebro; parecían cuerdas espectrales.
Entonces regresó. Sus ojos se movieron, se posaron en los de Rose, no se apartaron de ellos. Alargó el brazo y le agarró la mano ilesa. El primer impulso de ella fue retirarla —si tenía lo que el Nueces decía que tenía, era contagioso—, pero qué diantres. Si el Nueces tenía razón, todos habían estado ya expuestos.
—Rose —susurró el viejo—. No me dejes.
—No te dejaré. —Se sentó a su lado en la cama, entrelazados los dedos de ambos—. ¿Cuervo?
—Sí, Rose.
—El paquete que has enviado a Sturbridge… ¿lo retendrán allí?
—Claro.
—Muy bien, nos ocuparemos de esto. Pero no podemos permitirnos el lujo de esperar demasiado. La niña es mucho más peligrosa de lo que yo pensaba. —Suspiró—. ¿Por qué los problemas nunca vienen solos?
—¿Ha sido ella la que te ha hecho eso en la mano?
Era una pregunta a la que no tenía ganas de contestar.
—No podré ir contigo, porque ahora ya me conoce. —Y porque, además, si esto es lo que el Nueces piensa, los demás me necesitarán aquí para que haga de Madre Coraje, pensó, aunque no lo expresó en voz alta—. De todas formas, tiene que ser nuestra. Es más importante que nunca.
—¿Porque…?
—Si ella ya ha pasado el sarampión, habrá desarrollado la inmunidad para no volver a infectarse. En ese caso, su vapor nos será aún más útil.
—En estos tiempos se vacuna a los niños contra toda esa mierda —dijo Cuervo.
Rose asintió con la cabeza.
—Eso también podría valer.
Abuelo Flick empezó a ciclar una vez más. Resultaba duro de ver, pero Rose se obligó a mirar. Cuando ya no distinguió los órganos del viejo compadre a través de su frágil piel, miró a Cuervo y levantó la mano amoratada y llena de rasguños.
—Además… necesita que le den una lección.
El lunes, cuando Dan se despertó en su habitación del torreón, una vez más el cuadro de pacientes había sido borrado de la pizarra y sustituido por un mensaje de Abra. Encima había una cara sonriente. Mostraba todos los dientes, lo cual le confería un aspecto lleno de alegría.
¡Vino! ¡Pero yo estaba preparada y la herí!
¡¡LE HICE DAÑO DE VERDAD!!
¡¡¡HURRA!!! Se lo merece.
Tengo que hablar contigo, por aquí no, ni por internet.
En el mismo sitio de la otra vez, a las 15 h.
Dan se tumbó en la cama, se tapó los ojos y fue a buscarla. La localizó de camino al colegio con tres de sus amigas, lo que le pareció peligroso en sí mismo; tanto por Abra como por sus compañeras. Esperaba que Billy estuviera allí y en su puesto. Esperaba asimismo que actuara con discreción, no fuera a ser que algún miembro de la Patrulla Vecinal con exceso de celo le etiquetara como personaje sospechoso.
(podré ir John y yo nos marchamos mañana pero tiene que ser rápido y debemos tener cuidado)
(sí vale bien)
Dan se encontraba una vez más sentado en un banco frente al edificio cubierto de hiedra de la Biblioteca Pública de Anniston cuando apareció Abra, vestida para el colegio con un peto rojo y unos vistosos tenis del mismo color. Llevaba una mochila sujeta por una correa. Le pareció que había crecido un par de centímetros desde la última vez que la había visto.
Abra agitó la mano.
—¡Hola, tío Dan!
—Hola, Abra. ¿Qué tal el colegio?
—¡Genial! ¡He sacado un sobresaliente en el trabajo de biología!
—Siéntate un rato y me lo cuentas.
Cruzó hacia el banco, tan llena de gracia y energía que casi parecía danzar. Ojos brillantes, color intenso: una adolescente sana a la salida de clase con todos sus sistemas en verde. Todo en ella proclamaba «preparados, listos, ya». No había razón para que eso inquietara a Dan, pero así era. Algo bueno: en una anodina camioneta Ford aparcada a media manzana de distancia, un viejo sentado al volante daba sorbos a un vaso de café para llevar y leía una revista. Al menos parecía que leía.
(¿Billy?)
No hubo respuesta, pero el hombre levantó los ojos de la revista por un instante y eso bastó.
—Vale —dijo Dan en voz baja—. Quiero oír qué pasó exactamente.
La niña le explicó la trampa que había tendido y lo bien que había funcionado. Dan escuchó con asombro, admiración y… aquella creciente sensación de inquietud. La confianza que ella depositaba en sus habilidades le preocupaba. Era la confianza propia de los niños, pero las personas a las que se enfrentaban no eran niños.
—Solo te dije que pusieras una alarma —dijo él cuando Abra terminó.
—Pero esto fue mejor. No sé si hubiera podido atacarla sin fingir que era Daenerys, la de los libros de Juego de tronos, pero creo que sí. Porque ella mató al chico del béisbol y a muchos otros. Y porque además…
Por primera vez su sonrisa flaqueó un poco. Mientras relataba lo sucedido, Dan había vislumbrado cómo sería ella a los dieciocho años. Ahora vio cómo había sido a los nueve.
—Porque además ¿qué?
—No es humana, ninguno de ellos es humano. Puede que lo fueran antes, pero ya no. —Enderezó los hombros y se echó el pelo hacia atrás—. Pero yo soy más fuerte, y ella lo sabe.
(creía que ella te había expulsado)
Lo miró con el ceño fruncido, enfadada, y se frotó la boca; entonces sorprendió a la mano in fraganti y la devolvió a su regazo. Una vez allí, la otra mano apresó a la rebelde para mantenerla inmóvil. Había algo familiar en ese gesto, pero ¿por qué habría de ser distinto cuando ya la había visto hacerlo antes? Además, en ese momento tenía asuntos más importantes de los que preocuparse.
(la próxima vez estaré preparada si hay una próxima vez)
Podría ser cierto. Sin embargo, si había una próxima vez, la mujer del sombrero también estaría preparada.
(solo quiero que tengas cuidado)
—Lo tendré. Descuida. —Por supuesto, era lo que todos los niños decían para apaciguar a los adultos en sus vidas, pero aun así consiguió que Dan se sintiera mejor. Un poco, en cualquier caso. Además, ahí estaba Billy en su Ford F-150 con la pintura roja descolorida.
Los ojos de Abra reanudaron su danza.
—Me enteré de cantidad de cosas. Por eso necesitaba verte.
—¿Qué cosas?
—No descubrí dónde está, no llegué tan lejos, pero encontré…, verás, cuando ella estaba dentro de mi cabeza, yo estaba dentro de la suya. Como intercambiadas, ¿entiendes? Su cabeza estaba llena de cajones, parecía la sala de consulta de la biblioteca más grande del mundo, aunque a lo mejor solo lo veía así por ella. Si ella hubiera estado mirando pantallas de ordenador en mi cabeza, es posible que yo también las hubiera visto.
—¿Cuántos cajones abriste?
—Tres, puede que cuatro. Se llaman a sí mismos el Nudo Verdadero. Muchos de ellos son viejos, y sí que son como vampiros. Buscan a chicos como yo, y como tú, supongo, cuando eras niño. Solo que no beben sangre; inhalan la sustancia que escapa cuando esos chicos especiales mueren. —Torció el gesto en una mueca de aversión—. Cuanto más daño les hacen antes, más fuerte es esa sustancia. La llaman «vapor».
—Es rojo, ¿verdad? Rojo o rosa oscuro.
Estaba seguro de ello, pero Abra frunció el ceño y meneó la cabeza.
—No, blanco. Una nube blanca y brillante. No tiene nada de rojo. Y escucha: ¡pueden almacenarlo! Lo que no utilizan lo meten en unos botes parecidos a termos. Pero nunca tienen suficiente. Una vez vi un programa… sobre tiburones, me parece…, y decía que están siempre nadando porque nunca tienen suficiente comida. Creo que el Nudo Verdadero es igual. —Hizo una mueca—. Son malos, está claro.
Una sustancia blanca. No roja, sino blanca. Aun así, debía de ser lo que aquella enfermera había llamado «la boqueada», pero de una clase diferente. ¿Acaso porque provenía de jóvenes sanos y no de ancianos muriéndose de casi todas las enfermedades de las que era heredera la carne? ¿Acaso porque provenía de «chicos especiales», como los llamaba Abra? ¿Por ambos motivos?
Ella asintió con la cabeza.
—Por los dos, seguramente.
—Vale. Pero lo que más importa es qué saben de ti. Sobre todo ella.
—Están un poco asustados por si he hablado con alguien, pero no demasiado.
—Porque solo eres una niña y nadie cree a los niños.
—Exacto. —Se apartó el flequillo de la frente de un soplido—. Momo me creería pero se está muriendo. La van a llevar a tu centro de aditivos, Dan. Paliativos, quiero decir. Si no estás en Iowa, la ayudarás, ¿no?
—Todo lo que pueda. Abra… ¿vendrán a por ti?
—Tal vez, pero si vienen no será por lo que sé. Me quieren por lo que soy.
La alegría de la niña se había esfumado ahora que abordaba de frente el problema. Volvió a frotarse la boca y, cuando dejó caer la mano, tenía los labios separados en una sonrisa furiosa.
La chica tiene carácter, pensó Dan. Podía identificarse con ese rasgo; él mismo poseía un temperamento que le había metido en líos en más de una ocasión.
—Pero ella no vendrá. Esa perra. Ahora sabe que la conozco, y la presentiré si se acerca, porque estamos enlazadas de algún modo. Aunque hay otros. Si vienen a por mí, harán daño a cualquiera que se interponga en su camino.
Abra tomó las manos de Dan entre las suyas y apretó con fuerza, lo cual le perturbó pero no la obligó a soltarle. En ese preciso instante, la niña necesitaba el contacto de alguien en quien confiara.
—Tenemos que detenerlos para que no puedan hacer daño a papá, ni a mamá, ni a ninguna de mis amigas. Y para que no maten a más chicos.
Por un momento Dan captó una imagen nítida de sus pensamientos no enviados, simplemente estaban ahí, en primer plano. Era un collage de fotos. Niños, docenas de niños, bajo el encabezado: ¿ME HAS VISTO? La chica se preguntaba cuántos de ellos habrían sido raptados por el Nudo Verdadero, asesinados por su último aliento psíquico —el obsceno manjar del que se alimentaba ese grupo— y abandonados en tumbas sin nombre.
—¡Tienes que traerme ese guante de béisbol! —clamó—. Si lo tengo en las manos podré localizar a Barry el Chivo. Lo sé. Y el resto estará con él. Si tú no puedes matarlos, por lo menos podrás denunciarlos a la policía. Tráeme ese guante, Dan, ¡por favor!
—Si está donde tú dices, lo encontraremos. Pero, mientras, tienes que estar atenta, Abra.
—Sí, tendré cuidado, aunque no creo que vuelva a intentar colarse en mi cabeza. —La sonrisa de Abra resurgió. En ella, Dan advirtió a la mujer guerrera, decidida a no dar cuartel, que a veces fingía ser…, Daenerys, o quien fuese—. Si viene otra vez, lo lamentará.
Dan lo dejó correr. Llevaban juntos en ese banco tanto tiempo como se atrevía a estar. Más, en realidad.
—Yo he instalado mi propio sistema de seguridad en tu beneficio. Si miraras dentro de mí, imagino que descubrirías de qué se trata, pero no quiero que lo hagas. Si alguien más de ese Nudo trata de sondear en tu cabeza (no la mujer del sombrero, sino algún otro), no podrá enterarse de lo que no sabes.
—Ah, vale.
Percibió que Abra pensaba que si alguien más lo intentaba también lo lamentaría, lo cual acrecentó su inquietud.
—Solo una cosa… Si te ves en un apuro, grita «Billy» con todo tu poder. ¿Entendido?
(sí como cuando tú llamaste a tu amigo Dick)
Dan dio un respingo y Abra sonrió.
—No estaba espiando; estaba ahí.
—Ya veo. Bueno, dime una cosa antes de irte.
—¿Qué?
—¿De verdad has sacado un sobresaliente en tu trabajo de biología?
A las ocho menos cuarto de la noche de aquel lunes, Rose recibió una transmisión en su walkie-talkie. Era Cuervo.
—Será mejor que vengas —dijo—. Ya está pasando.
Los Verdaderos se congregaban alrededor de la autocaravana de Abuelo en un círculo silencioso. Rose (que ahora llevaba el sombrero en su acostumbrado ángulo desafiante a la gravedad) se abrió paso a través de ellos, con una pausa para darle un abrazo a Andi, y subió los escalones. Llamó una sola vez a la puerta y entró. Encontró al Nueces de pie, acompañado de Annie la Mandiles y Mo la Grande, las dos enfermeras (muy a su pesar) de Abuelo. Cuervo, que estaba sentado a los pies de la cama, se levantó cuando entró Rose. Esa noche exteriorizaba su edad: arrugas encorchetaban su boca y varias hebras de seda blanca asomaban en su cabello negro.
Necesitamos vapor, pensó Rose. Tomaremos cuando esto haya acabado.
Abuelo Flick ciclaba ya con rapidez: primero transparente, después sólido, luego otra vez transparente. Sin embargo, los períodos de transparencia cada vez se prolongaban más, y cada vez desaparecía una parte de él más grande. Rose vio que el viejo sabía qué estaba pasando. Tenía los ojos muy abiertos y aterrados; su cuerpo se retorcía de dolor por los cambios que atravesaba. Ella siempre se había permitido creer, en cierto nivel profundo de su mente, en la inmortalidad del Nudo Verdadero. Sí, cada cincuenta o cien años alguien moría —como ese holandés bobalicón, Hans el Pulpo, que se había electrocutado al derrumbarse una línea eléctrica durante una tormenta en Arkansas poco después del final de la Segunda Guerra Mundial; o Katie Remiendos, que se había ahogado; o Tommy el Tráiler—, pero eran excepciones. Por lo general, los que caían eran víctimas de sus propios descuidos. Así lo había creído siempre. Ahora veía que había sido tan tonta como los críos paletos aferrados a su creencia en Papá Noel y el Conejito de Pascua.
El ciclo devolvió la solidez a Abuelo, que gemía y lloraba y temblaba.
—Haz que pare, Rosita, haz que pare. Duele…
Sin darle ocasión a contestar —y, en realidad, ¿qué podría haberle dicho?— el viejo se desvaneció hasta que no quedó sino un bosquejo de huesos y sus ojos flotando en el aire, mirando fijos. Los ojos eran lo peor.
Rose trató de contactar mentalmente con él y reconfortarle por esa vía, pero no había nada a lo que asirse. Donde siempre estuvo Abuelo Flick —a menudo gruñón, a veces encantador— ahora solo quedaba un rugiente vendaval de imágenes fragmentadas. Rose se apartó, agitada. Pensó de nuevo: Esto no puede estar pasando.
—A lo mejor deberíamos sacarlo de su miseria —dijo Mo la Grande. Clavaba las uñas en el antebrazo de Annie, pero ésta no parecía notarlo—. Pegarle un tiro, o lo que sea. Algo tendrás en tu bolsa, ¿no, Nueces? Seguro que tienes algo.
—¿De qué serviría? —respondió él con voz ronca—. Quizá antes, pero ahora ya va demasiado rápido. Ningún fármaco le haría efecto porque ya no tiene sistema circulatorio. Si le pongo una inyección en el brazo, cinco segundos después se derramaría en la cama. Es mejor que nos quedemos al margen. No tardará mucho.
Así ocurrió. Rose contó cuatro ciclos completos más. Al quinto, desaparecieron hasta sus huesos. Los globos oculares persistieron un momento, primero fijos en ella y luego giraron para mirar a Papá Cuervo. Quedaron suspendidos sobre la almohada, que seguía hundida por el peso de su cabeza y manchada de tónico capilar Wildroot Cream Oil, del cual parecía tener un suministro inagotable. Rose creía recordar que G la Golosa le contó una vez que lo compraba en eBay. ¡eBay, la madre que lo parió!
Al cabo, muy despacio, los ojos también se desvanecieron; aunque, por supuesto, no habían desaparecido realmente. Rose supo que más tarde los vería en sueños, al igual que el resto de los presentes en el lecho de muerte de Abuelo Flick. Si conseguían dormir.
Aguardaron, ninguno de ellos estaba del todo convencido de que el viejo no volvería a aparecerse ante ellos como el fantasma del padre de Hamlet o de Jacob Marley o de cualquier otro, pero solo quedaba la forma de la desaparecida cabeza, las manchas dejadas por su tónico capilar y los bóxers desinflados que había llevado puestos, manchados de orina y heces.
Mo rompió en desolados sollozos y enterró la cabeza en el generoso busto de Annie la Mandiles. Aquéllos que esperaban fuera los oyeron, y una voz (Rose jamás sabría de quién) empezó a hablar. Se le unió otra, luego una tercera y una cuarta. Pronto estuvieron todos salmodiando bajo las estrellas, y Rose sintió un salvaje escalofrío que le recorrió zigzagueante la espalda. Extendió el brazo, encontró la mano de Cuervo y la apretó.
Annie se unió; Mo a continuación, ahogadas sus palabras. El Nueces. Luego Cuervo. Rose la Chistera respiró hondo y sumó su voz al resto.
Lodsam hanti, somos los elegidos.
Cahanna risone hanti, somos los afortunados.
Sabbatha hanti, sabbatha hanti, sabbatha hanti.
Somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos.
Más tarde, Cuervo se reunió con ella en el EarthCruiser.
—¿No irás al este, entonces?
—No. Te dejo al cargo.
—¿Qué hacemos ahora?
—Guardar luto, por supuesto. Por desgracia, solo podremos llorarle dos días.
El período tradicional era de siete días: nada de sexo, nada de charla frívola, nada de vapor. Solo meditación. Seguía un círculo de despedida donde uno por uno daban un paso al frente y compartían un recuerdo de Abuelo Jonas Flick y daban un objeto que hubieran recibido de él o que asociaran con él (Rose ya había elegido el suyo: un anillo con un diseño celta que le había regalado Abuelo cuando esa parte de América aún era territorio indio y a ella se la conocía como Rose la Irlandesa). Tras la muerte de un miembro de los Verdaderos no quedaba cuerpo, de modo que los objetos de remembranza debían servir a ese propósito. Posteriormente se envolvían en lino blanco y se enterraban.
—Entonces, mi grupo parte… ¿cuándo? ¿El miércoles por la noche o el jueves por la mañana?
—El miércoles por la noche. —Rose quería a la chica lo antes posible—. Conducid sin parar. ¿Y estás totalmente seguro de que guardarán el fármaco en el punto de recogida de Sturbridge?
—Sí. Quédate tranquila.
No me quedaré tranquila hasta que vea a esa bruja tirada en el cuarto de enfrente, drogada hasta las cejas, encadenada y llena de vapor sabroso y aspirable.
—¿A quién te llevas? Nombres.
—Yo, el Nueces, Jimmy el Números, si puedes prescindir de él…
—Puedo prescindir de él. ¿Quién más?
—Andi Colmillo de Serpiente. Si necesitamos poner a dormir a alguien, ella lo hará. Y el Chino, por descontado. Es el mejor localizador que tenemos ahora que no está Abuelo. Aparte de ti, claro.
—Llévatelo, por supuesto, pero no necesitarás a un localizador para encontrarla —dijo Rose—. Ése no será el problema. Y bastará con un solo vehículo. Coge la Winnebago de Steve el Vaporizado.
—Ya se lo había comentado.
Ella asintió, complacida.
—Una cosa más. Hay una tiendecita en Sidewinder llamada Distrito X.
Cuervo enarcó las cejas.
—¿El palacio del porno que tiene una muñeca hinchable en el escaparate?
—Veo que la conoces. —El tono de Rose era seco—. Ahora préstame atención, Papá.
Cuervo escuchó.
Dan y John Dalton despegaron del aeropuerto Logan de Boston el martes por la mañana justo al salir el sol. Cambiaron de avión en Memphis y aterrizaron en Des Moines a las once y cuarto de un día más propio de mediados de julio que de finales de septiembre.
Dan pasó la primera parte del trayecto Boston-Memphis fingiendo dormir, para así no tener que lidiar con las dudas y remordimientos que sentía crecer como la mala hierba en la mente de John. En algún lugar sobre el estado de Nueva York le pudo el sueño y cesó de fingir. John durmió entre Memphis y Des Moines, de modo que no hubo problema. Y, cuando ya estaban en Iowa, circulando hacia el pueblo de Freeman en un Ford Focus totalmente anodino de la agencia Hertz, Dan percibió que John había puesto el cierre a sus dudas. Por el momento, al menos; un sentimiento de curiosidad y tensa agitación las había reemplazado.
—Chicos a la caza del tesoro —comentó Dan.
Era el que había echado la cabezada más larga, así que iba al volante. El maíz, alto, más amarillo que verde, fluía a ambos lados.
John se sobresaltó un poco.
—¿Eh?
—¿No era eso en lo que estabas pensando? —dijo Dan con una sonrisa—. ¿Que éramos como chicos a la caza del tesoro?
—Daniel, das miedo, en serio.
—Lo supongo. Ya estoy acostumbrado. —Lo cual no era del todo cierto.
—¿Cuándo descubriste que podías leer la mente?
—No se trata solo de leer la mente. El resplandor es un talento excepcionalmente variable…, si es que es un talento. A veces, muchísimas veces, es más como una marca de nacimiento que te deja desfigurado. Estoy seguro de que Abra opinaría lo mismo. Y sobre cuándo lo descubrí… pues nunca. Lo he tenido desde siempre; digamos que venía con el equipamiento de serie.
—Y bebías para eclipsarlo.
Una marmota gorda cruzaba la Ruta 150 con audaz parsimonia. Dan viró bruscamente para esquivarla y el animal desapareció en el maizal, sin prisa. Era un bonito paraje; el cielo parecía extenderse miles de kilómetros y no había ni una sola montaña a la vista. New Hampshire estaba bien, y había llegado a considerarlo un hogar, pero Dan pensaba que siempre se sentiría más cómodo en las llanuras. Más a salvo.
—Vamos, Johnny, puedes hacerlo mejor. ¿Por qué bebe cualquier alcohólico?
—¿Porque es alcohólico?
—Bingo. Más sencillo imposible. Elimina toda la psicología barata y te quedará la cruda verdad. Bebíamos porque somos borrachos.
John rio.
—Casey K. te ha aleccionado bien.
—Bueno, también hay un componente hereditario —dijo Dan—. Casey siempre desecha esa parte, pero ahí está. ¿Tu padre bebía?
—Mi padre y mi querida madre, los dos. Ellos solitos habrían podido mantener el Hoyo Diecinueve del club de campo. Recuerdo el día en que mi madre se quitó la ropa del tenis y saltó a la piscina con nosotros los niños. Los hombres aplaudieron. A mi padre le pareció graciosísimo. A mí, no tanto. Tenía nueve años y hasta que fui a la universidad fui el chico con la Mamá Stripper. ¿Y los tuyos?
—Mi madre podía beber o no beber a voluntad. A veces se refería a sí misma como Wendy Dos Cervezas. Mi padre, sin embargo…, una copa de vino o una lata de Bud y se ponía como una moto. —Dan echó un vistazo al cuentakilómetros y calculó que aún les faltaban sesenta y cinco kilómetros—. ¿Quieres oír una historia que nunca le he contado a nadie? Te aviso, es difícil de creer. Si piensas que el resplandor empieza y acaba con minucias como la telepatía, te quedas muy corto. —Hizo una pausa—. Hay otros mundos aparte de éstos.
—¿Tú has…, eh, esto…, visto esos otros mundos?
Dan había perdido el hilo de los pensamientos de John, pero de repente se le veía un poco nervioso; como si pensara que el tipo sentado a su lado de pronto pudiera meterse la mano en la camisa y proclamarse a sí mismo la reencarnación de Napoleón Bonaparte.
—No, solo a algunas de las personas que viven allí. Abra las llama la gente fantasma. ¿Quieres oírla o no?
—No estoy seguro, pero quizá sea lo mejor.
Dan ignoraba cuánto creería ese pediatra de Nueva Inglaterra de la historia sobre el invierno que la familia Torrance había pasado en el Hotel Overlook, pero descubrió que no le importaba demasiado. Contarla en ese vehículo anodino, bajo ese cielo brillante del Medio Oeste, ya era mucho. Había una sola persona que la habría creído de principio a fin, pero Abra era demasiado joven, y la historia demasiado aterradora. John Dalton tendría que servir. Sin embargo, ¿cómo empezar? Con Jack Torrance, supuso, un hombre profundamente infeliz que había fracasado como profesor, como escritor y como marido. ¿Cómo llamaban los jugadores de béisbol a tres eliminaciones por strikes consecutivas? ¿El Sombrero Dorado? El padre de Dan solo tuvo éxito en algo importante una vez: cuando finalmente llegó el momento —aquel hacia el cual el Overlook lo había estado empujando desde su primer día en el hotel—, se negó a matar a su hijo. De existir un digno epitafio para él, sería…
—¿Dan?
—Mi padre lo intentó. Es lo mejor que puedo decir a su favor. Los espíritus más malignos de su vida vinieron en botellas. Si hubiera probado con Alcohólicos Anónimos, las cosas podrían haber sido muy diferentes. Pero no lo hizo. No creo que mi madre supiera siquiera que existían, porque si no le habría sugerido que les diera una oportunidad. En esa época, cuando nos fuimos al Hotel Overlook, donde un amigo de mi padre le consiguió trabajo como guarda de invierno, su foto bien podría aparecer en el diccionario al lado de «borracho seco».
—¿Ahí es donde estaban los fantasmas?
—Sí. Yo los veía. Mi padre no, pero los sentía. Quizá tuviera su propio resplandor. Es probable. Después de todo, muchas cosas son hereditarias, no solo la tendencia al alcoholismo. Bueno, pues esa gente fantasma actuó sobre él. Lo convencieron de que lo querían a él, pero no era más que otra mentira. Lo que querían era al niño pequeño con el gran resplandor, del mismo modo que este grupo del Nudo Verdadero quiere a Abra.
Calló al recordar lo que Dick, hablando a través de la boca muerta de Eleanor Ouellette, había respondido cuando Dan le preguntó dónde estaban los demonios vacíos.
En tu infancia, de donde proviene todo demonio.
—¿Dan? ¿Estás bien?
—Sí —afirmó él—. En cualquier caso, sabía que algo iba mal en ese maldito hotel desde antes incluso de cruzar la puerta. Lo sabía cuando los tres todavía vivíamos, bastante precariamente, en Boulder, en la Ladera Oriental. Pero mi padre necesitaba un empleo para poder acabar una obra en la que estaba trabajando…
Estaba explicándole a John cómo había explotado la caldera del Overlook, y cómo el viejo hotel había ardido hasta los cimientos en medio de una furiosa tormenta de nieve, cuando llegaron a Adair. Se trataba de un pueblecito de dos semáforos, pero había un Holiday Inn Express, y Dan tomó nota de su ubicación.
—Ahí es donde nos registraremos dentro de un par de horas —le indicó a John—. No podemos ir a desenterrar el tesoro a plena luz del día, y además estoy muerto de sueño. No he dormido mucho últimamente.
—¿Todo eso te ocurrió de verdad? —preguntó John con voz apagada.
—Sí, de verdad. —Dan sonrió—. ¿Crees que podrás creer mi historia?
—Si encontramos el guante de béisbol donde ella dice, tendré que creer un montón de cosas. ¿Por qué me la has contado?
—Porque una parte de ti piensa que estamos locos por haber venido hasta aquí, a pesar de lo que sabes acerca de Abra. Y también porque mereces saber que existen… fuerzas. Yo me he encontrado con ellas antes; tú no. Lo único que tú has visto es a una niña pequeña que puede hacer variados trucos de salón psíquicos, como colgar cucharas del techo. Esto no es un juego de niños a la caza del tesoro, John. Si el Nudo Verdadero averigua en qué andamos metidos, nos clavarán en la diana junto a Abra Stone. Si decidieras abandonar, me santiguaría delante de ti y te diría «Ve con Dios».
—Y continuarías tú solo.
Dan hizo una mueca burlona.
—Bueno… está Billy.
—Billy tiene setenta y tres años, como poco.
—Él diría que eso es una ventaja. A Billy le gusta decir que lo bueno de hacerse viejo es que no tienes que preocuparte de morir joven.
—El límite municipal de Freeman —señaló John. Dirigió a Dan una sonrisa apenas esbozada—. Todavía no me creo del todo que esté haciendo esto. ¿Qué pensarás si esa fábrica de etanol ha desaparecido, si la han derribado, desde que Google Earth le sacó la foto, y han plantado maíz?
—Seguirá allí —aseguró Dan.
Y así fue: una serie de bloques de cemento gris hollín con tejados de metal corrugado llenos de herrumbre. Aún permanecía una chimenea en pie; otras dos habían caído y yacían en el suelo como serpientes despedazadas. Las ventanas estaban hechas añicos, y las paredes, cubiertas de pintadas de espray de las que se habrían burlado los grafiteros profesionales de cualquier gran ciudad. De la carretera principal salía una carretera de servicio sembrada de baches que concluía en un aparcamiento donde habían germinado semillas de maíz errantes. La torre de agua que Abra había divisado se encontraba cerca, se erguía sobre el horizonte como una máquina de guerra marciana de H. G. Wells. En el costado se veía escrito: FREEMAN, IOWA. El cobertizo con el tejado roto también estaba ahí, preparado para rendir cuentas.
—¿Satisfecho? —preguntó Dan. Habían reducido la velocidad a paso de tortuga—. Fábrica, torre de agua, cobertizo, letrero de prohibido pasar: todo exactamente como Abra dijo que estaría.
John señaló hacia la verja oxidada al final de la carretera de servicio.
—¿Y si está candada? No he trepado a una valla desde que iba al instituto.
—No lo estaba cuando los asesinos trajeron al chico, en caso contrario Abra lo habría mencionado.
—¿Estás seguro?
Un tractor se acercaba por el carril contrario. Dan aceleró y levantó una mano cuando se cruzaron. El tipo al volante —gorra de John Deere verde, gafas oscuras, pantalones de peto— le devolvió el gesto pero apenas les echó un vistazo. Una suerte.
—Te preguntaba si…
—Sé lo que me has preguntado —le interrumpió Dan—. Si está candada, ya lo resolveremos. De algún modo. Ahora vayamos a registrarnos en aquel motel. Estoy reventado.
Mientras John pedía dos habitaciones contiguas en el Holiday Inn —que pagó en efectivo—, Dan salió a buscar la ferretería Tru-Value de Adair. Compró una pala, un rastrillo, dos azadas, un desplantador, dos pares de guantes y una bolsa de lona para guardar sus nuevas adquisiciones. Aunque la única herramienta que realmente necesitaba era la pala, le pareció más adecuado hacer una compra grande.
—¿Qué le trae a Adair, si puedo preguntar? —inquirió el cajero mientras marcaba el precio de los artículos.
—Estoy de paso. Mi hermana vive en Des Moines, y tiene un buen jardín con huerto. Seguramente ya tenga estas cosas, pero los regalos siempre mejoran su hospitalidad.
—Qué me va a contar, amigo. Y le agradecerá esta azada de mango corto. No hay herramienta más práctica, pero los jardineros principiantes casi nunca piensan en llevarse una. Aceptamos MasterCard, Visa…
—Creo que dejaré descansar a la tarjeta —dijo Dan al tiempo que sacaba su cartera—. Pero deme un recibo para el Tío Sam, por favor.
—Faltaría más. Y si me da su nombre y dirección, o la de su hermana, le enviaremos nuestro catálogo.
—¿Sabe qué? Hoy voy a pasar —dijo Dan, y depositó un pequeño abanico de billetes de veinte en el mostrador.
Esa noche, a las once en punto, Dan oyó un golpecito suave en la puerta de su habitación. La abrió y dejó pasar a John. El pediatra de Abra estaba pálido y con los nervios a flor de piel.
—¿Has dormido?
—Un poco —dijo Dan—. ¿Y tú?
—A ratos, pero casi nada. Dios, estoy como un flan. Si nos para la policía, ¿qué diremos?
—Que oímos que había un garito con música y hemos decidido ir a buscarlo.
—Lo único que hay en Freeman es maíz. Cinco mil millones de hectáreas.
—Pero eso nosotros no lo sabemos —apuntó Dan con delicadeza—. Solo estamos de paso. Además, ningún poli va a pararnos, John. Nadie se fijará siquiera en nosotros. Pero si quieres quedarte aquí…
—No he cruzado medio país para quedarme sentado en un motel viendo a Jay Leno. Déjame ir al lavabo. Ya fui al mío antes de salir de la habitación, pero necesito ir otra vez. Joder, qué nervios.
A Dan, conducir hasta Freeman se le antojaba un viaje larguísimo, pero una vez que dejaron detrás Adair no se encontraron con ningún vehículo. Los granjeros se acostaban temprano y no transitaban por rutas de transporte.
Cuando llegaron a la planta de etanol, Dan apagó los faros del coche de alquiler, enfiló la carretera de servicio y avanzó despacio hasta la verja cerrada. Los dos hombres salieron. John profirió una maldición cuando se encendió la luz interior del techo del Ford.
—Debería haberla desconectado antes de salir del motel. O romper la bombilla, si es que no tiene interruptor.
—Relájate —dijo Dan—. Aquí fuera no hay nadie más que nosotros.
Aun así, de camino a la verja el corazón le latía fuerte en el pecho. Si Abra tenía razón, allí habían asesinado y enterrado a un chico después de torturarlo miserablemente. Si existía algún lugar que debiera estar encantado…
John tanteó la verja y, como empujar no funcionó, probó a tirar.
—Nada. ¿Y ahora qué? Treparemos, supongo. Estoy dispuesto a intentarlo, pero seguramente me romperé la puta…
—Espera.
Dan sacó una linterna de bolsillo de su chaqueta y alumbró la verja, primero advirtió el candado roto, y luego las pesadas vueltas de alambre por encima y por debajo. Volvió al coche, y en esta ocasión fue él quien hizo una mueca cuando se encendió la luz del maletero. Bueno, a la mierda; era imposible pensar en todo. Sacó de un tirón la bolsa de lona nueva y cerró la tapa de un golpe. Regresó.
—Toma —le dijo a John, tendiéndole un par de guantes—. Póntelos. —Dan se enfundó los suyos, destorció el alambre y colgó las dos piezas de uno de los rombos de la valla para una posterior referencia—. Vale, vamos.
—Tengo que hacer pis otra vez.
—Venga, hombre. Aguántate.
Dan condujo el Ford de Hertz despacio y con cuidado hasta el muelle de carga. El camino estaba sembrado de baches, algunos profundos, todos difíciles de ver con los faros apagados. Lo último que quería era meter el Focus en uno y que se rompiera un eje. Detrás de la planta, el suelo era una mezcla de tierra desnuda y asfalto desmenuzado. A unos quince metros de distancia se levantaba otra valla metálica y más allá se extendían interminables leguas de maíz. La zona de carga no era tan amplia como el aparcamiento, pero sí bastante grande.
—¿Dan? ¿Cómo sabremos dónde…?
—Calla.
Dan agachó la cabeza hasta que la frente tocó el volante y cerró los ojos.
(Abra)
Nada. Estaba dormida, por supuesto. Allá en Anniston ya era miércoles de madrugada. John, entretanto, permanecía sentado a su lado mordiéndose los labios.
(Abra)
Un débil movimiento. Si bien pudo haber sido su imaginación, Dan esperaba que fuese algo más.
(¡ABRA!)
Unos ojos se abrieron dentro de su cabeza. Experimentó un instante de desorientación, una especie de visión doble, y de pronto Abra estuvo mirando con él. El muelle de carga y los restos desmenuzados de las chimeneas se volvieron de repente más claros, aunque solo las estrellas los iluminaban.
Su vista es mil veces mejor que la mía.
Dan bajó del coche; John también, pero Dan apenas se dio cuenta. Había cedido el control a la chica que ahora yacía despierta en su cama a mil ochocientos kilómetros de distancia. Se sentía como un detector de metales humano; salvo que no era metal lo que buscaba…, lo que buscaban.
(ve hasta esa cosa de cemento)
Dan caminó hasta el muelle de carga y se quedó de espaldas a él.
(ahora ponte a andar de un lado para otro)
Una pausa mientras Abra buscaba una manera de aclarar lo que quería.
(como en CSI)
Dan recorrió unos quince metros hacia la izquierda, luego giró a la derecha, avanzaba desde el muelle en diagonales opuestas. John había sacado la pala de la bolsa de lona y esperaba junto al coche de alquiler, observando.
(aquí es donde aparcaron las caravanas)
Dan volvió a recortar hacia la izquierda, caminaba despacio, de vez en cuando apartaba con el pie un ladrillo suelto o un cascote de cemento.
(estás cerca)
Dan se detuvo. Percibía un olor desagradable; una vaharada gaseosa de putrefacción.
(¿Abra?, ¿lo has?)
(sí ay Dios Dan)
(calma cariño)
(te has pasado da media vuelta ve despacio)
Dan giró sobre un talón, como un soldado ejecutando con descuido una voz de mando. Echó a andar de vuelta hacia el muelle de carga.
(izquierda un poco a tu izquierda más despacio)
Avanzó en esa dirección, ahora se detenía a cada paso corto. Ahí estaba otra vez ese olor, un poco más intenso. De repente, el mundo nocturno preternaturalmente nítido empezó a desdibujarse conforme los ojos de Dan se llenaban de las lágrimas de Abra.
(ahí el chico del béisbol estás justo encima de él)
Dan respiró hondo y se secó las mejillas. Tiritaba; no porque tuviera frío, sino porque ella lo hacía: sentada en su cama, estrujando a su conejo de peluche lleno de bultos y temblando como una hoja vieja en un árbol muerto.
(vete de aquí Abra)
(Dan ¿estás?)
(sí estoy bien pero no hace falta que veas esto)
De pronto aquella claridad de visión absoluta desapareció. Abra había roto la conexión, y eso era bueno.
—¿Dan? —llamó John, en un susurro—. ¿Estás bien?
—Sí. —Su voz aún rota por las lágrimas de Abra—. Trae esa pala.
Tardaron veinte minutos. Dan cavó los diez primeros minutos y luego le pasó la pala a John, que fue quien acabó encontrando a Brad Trevor. Se apartó del hoyo tapándose la boca y la nariz. Sus palabras salieron amortiguadas pero comprensibles.
—Vale, hay un cuerpo. ¡Dios!
—¿Hasta ahora no lo habías olido?
—¿Enterrado a esta profundidad y después de dos años? ¿Quieres decir que tú sí?
Dan no respondió, de modo que John encaró de nuevo el agujero, pero esta vez poco convencido. Permaneció unos segundos con la espalda doblada, como si se dispusiera a utilizar la pala, pero cuando Dan alumbró el interior de la pequeña excavación se enderezó y retrocedió.
—No puedo —dijo—. Creí que sí, pero no puedo, no con… con eso. Noto los brazos como de goma.
Dan le tendió la linterna. John iluminó el hoyo, enfocó el haz sobre el objeto que lo había alterado: una zapatilla de deporte cubierta de tierra con sangre coagulada. Trabajando despacio —no quería perturbar los restos terrenales del chico del béisbol de Abra más de lo imprescindible—, Dan escarbó a los lados del cuerpo. Poco a poco afloró una figura cubierta de tierra, que le recordó a las tallas de sarcófagos que había visto en el National Geographic.
El olor a descomposición era ahora muy fuerte.
Dan dio un paso atrás e hiperventiló; terminó dando la bocanada más profunda que pudo. A continuación se dejó caer al fondo de la tumba hueca, donde las deportivas de Brad Trevor ahora sobresalían en V. Anduvo de rodillas hasta donde pensó que debía de estar la cintura del muchacho y alargó la mano pidiendo la linterna. John se la entregó y apartó la vista. Se le oía sollozar.
Dan sujetó la fina linterna entre los labios y empezó a apartar más tierra. Una camiseta de chico apareció a la vista, adherida a un torso hundido. Luego unas manos; los dedos, poco más que huesos envueltos en piel amarillenta, estrechaban algo. El pecho empezó a palpitarle pidiendo aire, pero Dan separó los dedos del chico Trevor con el mayor cuidado posible. Aun así, uno de ellos se quebró con un chasquido seco.
Lo habían enterrado con su guante de béisbol aferrado contra su pecho; el bolsillo, lubricado con cariño, bullía de bichos que se retorcían.
El aire escapó de los pulmones de Dan en un soplido violento, y la bocanada que inhaló para reemplazarlo rebosaba de podredumbre. De pronto se lanzó fuera de la tumba por su derecha y así consiguió vomitar en la tierra extraída del agujero y no sobre los restos consumidos de Bradley Trevor, cuyo único crimen había sido nacer con un rasgo que una tribu de monstruos anhelaba. Y que se lo habían robado del mismo hálito de sus gritos agonizantes.
Volvieron a enterrar el cadáver, esta vez John se ocupó de la mayor parte del trabajo, y cubrieron el lugar con una improvisada losa hecha con trozos de asfalto resquebrajado. A ninguno de los dos le agradaba la idea de que los zorros o los perros salvajes se dieran un festín con la escasa carne que aún quedaba.
Una vez terminada la tarea, regresaron al coche y se sentaron sin pronunciar palabra. Al cabo John habló:
—¿Qué vamos a hacer, Danno? No podemos dejarlo aquí. Tendrá padres. Abuelos. Seguramente hermanos. Y todos ellos estarán todavía preguntándose.
—Tendrá que quedarse aquí un tiempo. El suficiente para que a nadie se le ocurra decir: «Caray, esa llamada anónima la han hecho justo después de que un forastero comprara una pala en la ferretería de Adair». Seguramente no pasaría, pero no podemos correr el riesgo.
—¿Cuánto tiempo es «un tiempo»?
—Quizá un mes.
John reflexionó unos instantes y luego suspiró.
—Puede que hasta dos. Les daremos a sus padres ese tiempo para que sigan pensando que a lo mejor se ha fugado. Les daremos ese tiempo antes de romperles el corazón. —Meneó la cabeza—. Si hubiera tenido que verle la cara, creo que no habría podido conciliar el sueño nunca más.
—Te sorprendería lo mucho con lo que puede vivir una persona —dijo Dan.
Pensaba en la señora Massey, almacenada de forma segura en el fondo de su cabeza, acabados sus días de espectro.
Arrancó el coche, bajó la ventanilla y sacudió el guante de béisbol varias veces contra la portezuela para que cayera la tierra. A continuación se lo puso, deslizó los dedos en los huecos que los dedos del niño habían ocupado en tantas tardes soleadas. Cerró los ojos. Al cabo de unos treinta segundos volvió a abrirlos.
—¿Algo?
—Usted es Barry. Usted es uno de los buenos.
—¿Qué significa eso?
—No lo sé, aunque no me cabe duda de que es el que Abra llama Barry el Chivo.
—¿Nada más?
—Abra obtendrá más.
—¿Estás seguro?
Dan recordó cómo se había aguzado su vista cuando Abra abrió los ojos dentro de su cabeza.
—Sí. Alumbra el bolsillo del guante un segundo, ¿quieres? Hay algo escrito.
John lo hizo, lo que dejó a la vista una cuidadosa caligrafía de niño: THOME 25.
—¿Qué significa eso? —preguntó John—. Pensaba que se llamaba Trevor.
—Jim Thome es un jugador de béisbol. Creo que ahora está con los Phillies. Lleva el número 25. —Miró fijamente el bolsillo del guante y, a continuación, lo depositó con delicadeza en el asiento entre ellos—. Era el jugador de las ligas mayores favorito del muchacho. Le puso su nombre al guante. Voy a coger a esos cabrones. Juro por Dios Todopoderoso que voy a cogerlos y hacer que lo lamenten.
Rose la Chistera resplandecía —todos los Verdaderos lo hacían—, pero no del mismo modo que Dan o Billy. Ni ella ni Cuervo presintieron, mientras se despedían, que al chico que habían tomado años atrás en Iowa lo estaban desenterrando en esos momentos dos hombres que ya sabían demasiado. Rose podría haber captado las comunicaciones que volaban entre Dan y Abra si se hubiera sumergido en un estado de profunda meditación, pero, por supuesto, en ese caso la niña habría notado su presencia de inmediato. Además, la despedida en el EarthCruiser de Rose aquella noche fue especialmente íntima.
Tumbada en la cama, con los dedos entrelazados detrás de la cabeza, observaba a Cuervo vestirse.
—Habrás ido a esa tienda, Distrito X, ¿verdad?
—Yo personalmente no; tengo una reputación que proteger. Mandé a Jimmy el Números. —Sonrió con una mueca burlona mientras se abrochaba el cinturón—. Habría podido conseguir lo que necesitábamos en quince minutos, pero estuvo fuera dos horas. Me parece que Jimmy ha encontrado un nuevo hogar.
—Vaya, vaya, qué bonito. Espero que disfrutéis, chicos.
Procuraba mantener un tono desenfadado, pero después de dos días de luto por Abuelo Flick, culminados con el círculo de despedida, mantener una actitud desenfadada requería un gran esfuerzo.
—No ha conseguido nada que se pueda comparar contigo.
Ella arqueó las cejas.
—¿Es que ya has visto un avance, Henry?
—No necesitaba ninguno. —La observó mientras permanecía desnuda con el cabello desplegado en un oscuro abanico. Era alta incluso tumbada. A él siempre le habían gustado las mujeres altas—. Tú eres la película estrella en mi home cinema y siempre lo serás.
Exagerado —tan solo una pizca de la patentada rimbombancia de Cuervo—, pero igualmente la complació. Se levantó y se apretó contra él, hundiendo las manos en su pelo.
—Ten cuidado. Tráelos a todos de vuelta. Y tráela a ella.
—Lo haremos.
—Entonces será mejor que muevas el culo.
—Relájate. Estaremos en Sturbridge el viernes por la mañana cuando abra EZ Mail Services. En New Hampshire, a mediodía. Para entonces, Barry la tendrá localizada.
—Siempre que ella no lo localice a él.
—Eso no me preocupa.
Bien, pensó Rose, me preocuparé yo por los dos. Me preocuparé hasta que la vea con esposas en las muñecas y grilletes en los tobillos.
—Lo bonito del asunto es que, si ella nos presiente y trata de levantar un muro de interferencia, Barry se anticipará —añadió Cuervo.
—Si se asusta demasiado, podría acudir a la policía.
Él le lanzó una sonrisa burlona.
—¿Tú crees? «Sí, pequeña», le dirían, «estamos seguros de que esas personas horribles vienen a por ti, por eso tienes que decirnos si son del espacio exterior o zombis normales y corrientes. Así sabremos qué buscar».
—Menos bromas, no te lo tomes tan a la ligera. Entrad y salid limpiamente, así es como debe hacerse. Sin intrusos de por medio. Sin transeúntes inocentes. Matad a los padres si es necesario, matad a cualquiera que trate de interponerse, pero no arméis escándalo.
Cuervo ejecutó un cómico saludo.
—Sí, mi capitán.
—Lárgate de aquí, pedazo de idiota. Pero antes dame otro beso. Y tal vez un poco de esa educada lengua, por si acaso.
Papá Cuervo le dio lo que pedía. Rose lo abrazó fuerte, y durante largo rato.
Dan y John permanecieron en silencio la mayor parte del camino de regreso al motel en Adair. La pala estaba en el maletero; el guante de béisbol, en el asiento de atrás, envuelto en una toalla del Holiday Inn. Al cabo John dijo:
—Ahora tendremos que involucrar a los padres de Abra. A ella no le va a gustar, y Lucy y David no querrán creerlo, pero es preciso.
Dan lo miró, con el rostro imperturbable.
—¿Qué pasa, ahora lees la mente? —dijo.
John no, pero Abra sí, y su repentino grito en la cabeza de Dan hizo que éste se alegrara de no ser él quien conducía. De haber estado al volante, casi seguro que habrían terminado en el maizal de algún granjero.
(¡NOOOOO!)
—Abra. —Habló en voz alta para que John pudiera oír al menos su mitad de la conversación—. Abra, escúchame.
(¡NO, DAN! ¡CREEN QUE ESTOY BIEN! ¡CREEN QUE YA SOY CASI NORMAL!)
—Cielo, si esa gente tuviera que matar a tus padres para llegar hasta ti, ¿crees que vacilarían? Después de lo que hemos encontrado ahí atrás, te aseguro que no.
No existía argumento que ella pudiera argüir en contra, y Abra no lo intentó…, pero de pronto la cabeza de Dan se llenó con su pesar y su miedo. Se le anegaron los ojos y las lágrimas se derramaron por sus mejillas.
Mierda.
Mierda, mierda, mierda.
Jueves por la mañana temprano.
La Winnebago de Steve el Vaporizado, con Andi Colmillo de Serpiente en ese momento al volante, circulaba hacia el este por la I-80 en Nebraska occidental a una velocidad perfectamente legal de ciento cinco kilómetros por hora. Las primeras vetas del amanecer apenas empezaban a despuntar en el horizonte. En Anniston era dos horas más tarde. Dave Stone estaba en albornoz preparando café cuando sonó el teléfono. Era Lucy, llamaba desde el apartamento de Concetta en Marlborough Street. Parecía una mujer que casi había agotado sus recursos.
—Si nada cambia para peor…, aunque supongo que es la única forma en que pueden cambiar las cosas ahora…, a Momo le darán el alta en el hospital el lunes a primera hora. Anoche hablé con los dos médicos que llevan su caso.
—Cielo, ¿por qué no me llamaste?
—Estaba demasiado cansada. Y demasiado deprimida. Creí que me sentiría mejor después de una noche de sueño, pero no he dormido mucho. Cariño, hay tanto suyo en esta casa… No solo sus obras, su vitalidad…
Le tembló la voz. David esperó; llevaban juntos más de quince años, y sabía que, cuando Lucy estaba alterada, a veces valía más esperar que hablar.
—No sé qué vamos a hacer con todo esto. Me canso solo de mirar los libros. Hay miles en las estanterías y apilados en su estudio, y el conserje dice que hay miles más en el trastero.
—No tenemos que decidirlo ahora mismo.
—Dice que también hay un baúl marcado como «Alessandra». Ése era el nombre real de mi madre, ¿lo sabías?, aunque creo que siempre la llamaban Sandra o Sandy. No sabía que Momo tuviera sus cosas.
—Para alguien que no se mordía la lengua en sus poemas, Chetta podía ser una mujer muy discreta cuando quería.
Lucy pareció no oírle; prosiguió con el mismo tono apagado, ligeramente acuciante, exhausto.
—Todo está arreglado, aunque tendré que cambiar el horario de la ambulancia si deciden darle el alta el domingo. Me dijeron que podría ser. Menos mal que tiene un buen seguro, de cuando enseñaba en Tufts, ¿sabes? Nunca ganó un centavo con la poesía. ¿Quién en este jodido país pagaría ya dinero por leerla?
—Lucy…
—Le he conseguido una buena habitación en el edificio principal de la Residencia Rivington, una pequeña suite. Hice la visita virtual. Tampoco es que la vaya a utilizar mucho. Hice amistad con la enfermera jefe de su planta aquí, y dice que Momo está casi al final de su…
—Chia, te quiero, cariño.
Ese apelativo, el que Concetta utilizaba con ella, finalmente la detuvo.
—Con toda mi alma no italiana.
—Lo sé, y gracias a Dios. Esto ha sido muy duro, pero ya casi ha terminado. Estaré allí el lunes como muy tarde.
—Estamos deseando verte.
—¿Cómo estás tú? ¿Y Abra?
—Estamos los dos bien. —David se permitiría seguir creyéndolo unos sesenta segundos más.
Oyó que Lucy bostezaba.
—Quizá vuelva a acostarme un par de horas. Creo que ahora podré dormir.
—Hazlo. Yo tengo que despertar a Abs para el colegio.
Se despidieron y, cuando Dave se apartó del teléfono de pared de la cocina, vio que Abra ya estaba levantada. Seguía en pijama. Tenía el pelo revuelto en todas direcciones; los ojos, rojos; la cara, pálida. Estaba estrechando a Brinquitos, su viejo conejito de peluche.
—¿Abba-Doo? Cariño, ¿te encuentras mal?
Sí. No. No lo sé. Pero cuando oigas lo que voy a contarte, tú sí que te pondrás malo.
—Tengo que hablar contigo, papá. Y hoy no quiero ir al colegio, y mañana tampoco. A lo mejor no voy en una temporada. —Titubeó—. Tengo un problema.
Lo primero que esa frase le trajo a la mente era tan horrible que lo rechazó de inmediato, pero no antes de que su hija lo percibiera.
Abra esbozó una lánguida sonrisa.
—No, no estoy embarazada. Supongo que ésa es la buena noticia.
Se detuvo en su camino hacia ella, en medio de la cocina, con la boca abierta.
—Tú… ¿me has…?
—Sí —confirmó ella—. Te he leído la mente. Aunque esta vez cualquiera habría adivinado lo que estabas pensando, papá; se te veía en la cara. Y se llama «resplandor», no «leer la mente». Todavía puedo hacer casi todas las cosas que te asustaban cuando era pequeña. No todas, pero sí la mayoría.
Él habló muy despacio:
—Sé que a veces todavía tienes premoniciones. Los dos lo sabemos, tu madre y yo.
—Es mucho más que eso. Tengo un amigo. Se llama Dan. El doctor John y él han estado en Iowa…
—¿John Dalton?
—Sí…
—¿Quién es ese Dan? ¿Es un niño paciente del doctor John?
—No, es un adulto. —Le cogió la mano y lo guio hasta la mesa de la cocina. Allí se sentaron, Abra aún abrazando a Brinquitos—. Pero de pequeño era como yo.
—Abs, no entiendo nada.
—Hay personas malas, papá. —Sabía que no podía decirle que eran más que personas, peores que personas, hasta que Dan y John estuvieran ahí para ayudarla a explicarlo—. Puede que quieran hacerme daño.
—¿Por qué querría alguien hacerte daño? Lo que dices no tiene sentido. Y si todavía pudieras hacer todas esas cosas de antes, lo habríamos…
El cajón bajo los cazos colgados de la pared se abrió de golpe, luego se cerró y volvió a abrirse. Ya no podía levantar las cucharas, pero el cajón bastó para captar la atención de su padre.
—Cuando comprendí lo mucho que os preocupaba, lo mucho que os asustaba, os lo oculté. Pero ya no puedo ocultarlo más. Dan dice que tengo que contároslo.
Hundió el rostro en el pelaje raído de Brinquitos y se echó a llorar.