El padre de Abra estaba ante la encimera de la cocina, en albornoz y batiendo huevos en un cuenco, cuando sonó el teléfono. En el piso de arriba se oía el agua de la ducha. Si Abra respetaba su habitual modus operandi de las mañanas de domingo, la ducha continuaría hasta que se agotara el agua caliente.
Miró el visor de llamada entrante. El prefijo era un 617, pero el número que le seguía no correspondía al único que conocía en Boston, el que hacía sonar el teléfono fijo en el apartamento de su abuela política.
—¿Diga?
—Oh, David, menos mal que te pillo. —Era Lucy, y parecía completamente agotada.
—¿Dónde estás? ¿Por qué no llamas desde tu móvil?
—En el General de Massachusetts, en una cabina. Aquí no te dejan usar teléfonos móviles, hay carteles por todas partes.
—¿Está Momo bien? ¿Y tú?
—Yo sí. En cuanto a Momo, se encuentra estable… ahora… pero durante un rato ha estado muy mal. —Tragó saliva—. Todavía lo está. —Ahí fue cuando Lucy se vino abajo. No solo sollozaba, lloraba a lágrima viva.
David esperó. Se alegraba de que Abra estuviera en la ducha, y confiaba en que el agua caliente durara un buen rato. Aquello tenía mala pinta.
Al cabo Lucy consiguió recuperar el habla.
—Esta vez se ha roto el brazo.
—Ah. Vale. ¿Eso es todo?
—No, ¡no es todo! —gritó casi con aquella voz de «por qué los hombres son tan estúpidos» que él detestaba, la voz que formaba parte de su herencia italiana, se decía para sí, sin siquiera considerar la posibilidad de que en ocasiones se comportara verdaderamente como un estúpido.
David tomó aire y procuró tranquilizarse.
—Cuéntame, cariño.
Se lo contó, aunque rompió en sollozos otras dos veces y David tuvo que esperar a que se calmara. Su mujer estaba hecha polvo, pero eso constituía solo una parte del problema. Sobre todo, comprendió, estaba empezando a aceptar en su fuero interno lo que su cabeza ya sabía desde hacía semanas: su momo iba a morir de verdad. Quizá no sin sufrir.
Concetta, que ahora dormía con un sueño ligero y discontinuo, se había despertado después de medianoche con necesidad de ir al retrete. En vez de llamar a su nieta para que le acercara el orinal, intentó levantarse e ir al baño por sí misma. Había conseguido balancear las piernas fuera de la cama y sentarse cuando de pronto le sobrevino un mareo, cayó al suelo y aterrizó sobre el brazo izquierdo. No se lo rompió, se lo hizo añicos. Lucy, rendida tras semanas de cuidados nocturnos para los que nunca había recibido ninguna formación, despertó al oír los gritos de su abuela.
—No es que pidiera ayuda —dijo Lucy—, y tampoco es que gritara. Soltaba alaridos, como un zorro que tiene una pata destrozada en uno de esos espantosos cepos.
—Cariño, ha debido de ser horrible.
De pie en un rincón de la primera planta donde había máquinas expendedoras y —mirabile dictu— unos pocos teléfonos operativos, con el cuerpo dolorido y cubierto de un sudor seco (percibía su propio olor, y no era Light Blue de Dolce & Gabbana), y la cabeza aporreada por la primera migraña que sufría en cuatro años, Lucia Stone supo que nunca podría explicarle lo horrible que había sido en realidad. ¡Había sido una revelación horrenda! Una pensaba que entendía los hechos básicos —mujer envejece, mujer se vuelve achacosa, mujer muere— y entonces descubría que era mucho más complejo. Lo descubría cuando encontraba a la mujer que había escrito algunos de los mejores poemas de su generación yaciendo en un charco de su propia orina, aullando a su nieta que le quitara el dolor, que hiciera que parara, oh madre de Cristo, que hiciera que parara; cuando veía el antebrazo, previamente liso, retorcido como un trapo de cocina, y oía a la poetisa llamarlo cabrón y luego desear morir para que cesara el dolor.
¿Cómo contarle a su marido que aún estaba medio dormida y petrificada por el miedo a que cualquier cosa que hiciera fuese la equivocada? ¿Cómo contarle que la arañó en la cara cuando intentó moverla y aulló como un perro atropellado en la calle? ¿Cómo explicarle lo que era dejar a su amada abuela tirada en el suelo mientras marcaba el número de emergencias y sentarse luego a su lado a esperar a la ambulancia, obligándola a beber Oxycodona disuelta en agua con una pajita? ¿Cómo explicarle que la ambulancia no llegaba y no llegaba y le vino a la cabeza la canción de Gordon Lightfoot «The Wreck of the Edmund Fitzgerald», ésa que preguntaba si alguien sabe adónde se va el amor de Dios cuando las olas convierten los minutos en horas? Las olas que se abatían sobre Momo eran olas de dolor, y ella se hundía, y las olas no le daban tregua.
Cuando se puso a gritar de nuevo, Lucy le pasó los brazos por debajo del cuerpo y la subió a la cama con un torpe movimiento en dos tiempos que sabía que sentiría en sus hombros y lumbares durante días, si no semanas; tapando sus oídos a los gritos de Momo de suéltame, me estás matando. Lucy se sentó después contra la pared, jadeando, con hebras de cabello pegadas a las mejillas, mientras Momo lloraba y se acunaba el brazo espantosamente deformado y le preguntaba por qué le dolía tanto y por qué le tenía que ocurrir eso a ella.
Al cabo había llegado la ambulancia, y un hombre —Lucy no conocía su nombre pero lo bendijo en sus incoherentes oraciones— le había puesto a Momo una inyección que la anestesió. ¿Cómo contarle a su marido que deseó que el medicamento la matara?
—Sí, fue espantoso —se limitó a decir—. Me alegro de que Abra no quisiera venir este fin de semana.
—Sí quería, pero le han puesto muchos deberes y ayer dijo que tenía que ir a la biblioteca. Debía de ser muy importante, porque ya sabes cómo me da la lata para ir a los partidos de fútbol. —Hablaba demasiado, como un tonto. Pero ¿qué otra cosa quedaba?—. Luce, siento muchísimo que hayas tenido que pasar por esto tú sola.
—Es que… si la hubieras oído gritar… Entonces a lo mejor lo entendías. No quiero volver a oír a nadie gritar así jamás. Ella siempre ha sabido mantener tan bien la calma…, serena cuando los demás perdían la cabeza…
—Lo sé…
—Y luego quedar reducida a lo de esta noche. Las únicas palabras que podía recordar eran cabrón y mierda y coño y joder y puta y…
—No le des más vueltas, cariño.
En el piso de arriba, el golpeteo de la ducha había cesado. Abra solo tardaría unos minutos en secarse y ponerse la ropa de los domingos; enseguida bajaría las escaleras, con la camiseta por fuera y los cordones de las zapatillas sueltos.
Pero Lucy parecía dispuesta a seguir dándole vueltas.
—Recuerdo un poema que escribió una vez. No soy capaz de recitarlo, pero empezaba algo así: «Dios es un entendido en objetos frágiles, y decora Su nublado paisaje con adornos del más fino cristal». Solía pensar que era una idea bastante convencional para un poema de Concetta Reynolds, casi cursi.
Y ahí estaba su Abba-Doo —la Abba-Doo de ambos— con la piel enrojecida por la ducha.
—¿Va todo bien, papá?
David levantó una mano: Espera un minuto.
—Ahora sé lo que significa realmente, y jamás seré capaz de volver a leer ese poema.
—Abby acaba de llegar, cariño —anunció él con una voz de falsa alegría.
—Bien. Tendré que hablar con ella. No te preocupes, no voy a lloriquear más, pero no podemos protegerla de esto.
—¿Y de la peor parte? —preguntó David con tiento.
Abra se hallaba de pie junto a la mesa, su cabello mojado recogido en un par de coletas como una niña de diez años. Estaba seria.
—Puede —convino Lucy—, pero yo ya no puedo seguir, Davey. Ni siquiera con ayuda por el día. Creí que podría, pero no puedo. Hay una residencia en Frazier, ahí al lado. La enfermera de admisiones me habló de ella. Creo que los hospitales deben tener una lista de sitios recomendados para este tipo de situación. Bueno, el sitio se llama Residencia Rivington. Hablé con ellos antes de llamarte a ti, y hoy se les ha quedado una habitación vacía. Supongo que anoche Dios tiró otro de Sus adornos de la repisa de la chimenea.
—¿Chetta está despierta? ¿Lo has hablado con…?
—Volvió en sí hace un par de horas, pero estaba confusa. Tenía el pasado y el presente revueltos como en una especie de ensalada.
Y yo mientras dormía como un bendito, pensó David sintiéndose culpable. Soñando con mi libro, sin duda.
—Cuando se despeje… suponiendo que lo haga… le diré, con tanta delicadeza como pueda, que la decisión no depende de ella. Es hora de ingresarla en un asilo.
—De acuerdo.
Cuando Lucy decidía algo, cuando lo decidía de verdad, lo mejor era apartarse y dejar que siguiera adelante con su propósito.
—Papá, ¿está bien mamá? ¿Y Momo?
Abra sabía que su madre se encontraba bien y su bisabuela no. La mayor parte de lo que Lucy había contado a su marido le llegó mientras aún estaba en la ducha; se había quedado allí parada, con lágrimas y champú deslizándose por sus mejillas. Sin embargo, cada vez se le daba mejor lo de poner cara de contenta hasta que alguien le dijera en voz alta que era hora de poner cara triste. Se preguntaba si su nuevo amigo Dan habría aprendido de niño ese truco de las caras. Apostaba a que sí.
—Chia, creo que Abby quiere hablar contigo.
Lucy soltó un suspiro y dijo:
—Pásamela.
David le tendió el teléfono a su hija.
A las dos de la tarde de aquel domingo, Rose la Chistera colgó un cartel de NO MOLESTAR A MENOS QUE SEA ABSOLUTAMENTE NECESARIO en la puerta de su autocaravana extragrande. Había programado cuidadosamente las horas venideras. No ingeriría comida y únicamente bebería agua. En vez de su café de media mañana se había tomado un emético. Cuando llegara el momento de ir tras la mente de la chica, estaría tan limpia como un vaso vacío.
Sin funciones corporales que la distrajeran, Rose conseguiría averiguar cuanto necesitaba: el nombre de la chica, su localización exacta, cuánto sabía y —muy importante— si había hablado con alguien y con quién. Rose permanecería tumbada en su cama doble del EarthCruiser desde las cuatro de la tarde hasta las diez de la noche, mirando al techo y meditando. Cuando su mente estuviera tan limpia como su cuerpo, tomaría vapor de uno de los cilindros del compartimento oculto —bastaría con una bocanada— y una vez más haría girar el mundo hasta que estuviera dentro de la niña y la niña estuviera dentro de ella. A la una de la mañana hora del este, su presa dormiría profundamente y Rose podría hurgar en su mente a voluntad. Quizá hasta fuera posible implantar una sugestión: Llegarán algunos hombres. Te ayudarán. Ve con ellos.
Sin embargo, como aquel poeta granjero de la vieja escuela, Bobbie Burns, señaló doscientos años atrás, los planes mejor trazados de ratones y hombres a menudo se truncan, y apenas había comenzado a recitar las frases iniciales de su mantra de relajación cuando oyó que aporreaban su puerta.
—¡Lárgate! —gritó—. ¿No sabes leer?
—Rose, el Nueces está aquí conmigo —anunció Cuervo—. Creo que tiene lo que pediste, pero necesita autorización, y la hora se nos echa encima.
Permaneció tumbada un momento, luego soltó un resoplido furioso y se levantó; echó mano a una camiseta de Sidewinder (¡BÉSAME EN EL TECHO DEL MUNDO!) y se la puso; le llegaba hasta los muslos. Abrió la puerta.
—Más vale que sea importante.
—Podemos volver más tarde —dijo el Nueces. Era un hombrecillo calvo y con estropajos de cabello gris ahuecándose sobre las puntas de sus orejas. Sostenía una hoja de papel en una mano.
—No, pero date prisa.
Se sentaron a la mesa de la cocina-sala de estar. Rose arrancó el papel de las manos del Nueces y lo miró por encima. Se trataba de un diagrama de una especie de fórmula química lleno de hexágonos. No significaba nada para ella.
—¿Qué es?
—Un potente sedante —explicó el Nueces—. Es nuevo, y es limpio. Jimmy consiguió la hoja de especificaciones de uno de nuestros activos en la NSA. La anestesiará sin riesgo de que sufra una sobredosis.
—Sí, podría ser lo que necesitamos, de acuerdo. —Rose era consciente de que sonaba poco entusiasta—. Pero ¿no podía haber esperado hasta mañana?
—Lo siento, lo siento —se disculpó dócilmente el Nueces.
—Yo no —replicó Cuervo—. Si quieres moverte rápido y atrapar a esa chica limpiamente, no solo tendré que ocuparme de conseguir este fármaco, también tendré que organizarlo para que nos lo envíen a uno de nuestros puntos de recogida.
El Nudo poseía cientos de buzones esparcidos por toda Norteamérica, la mayoría en Mail Boxes Etc. y diversas tiendas de UPS. Utilizarlos implicaba hacer planes con días de antelación, porque siempre viajaban en sus autocaravanas. Los miembros del Nudo evitaban el transporte público tanto como evitaban cortarse el pescuezo. Viajar en avión privado era posible pero incómodo y desagradable; sufrían un mal de altura extremo. El Nueces creía que tenía que ver con su sistema nervioso, que difería radicalmente del de los paletos. La preocupación de Rose venía motivada por cierto sistema nervioso financiado con el dinero de los contribuyentes. Muy nervioso. El Departamento de Seguridad Nacional llevaba monitorizando muy de cerca incluso los vuelos privados desde el 11-S, y la primera regla de supervivencia del Nudo Verdadero era no llamar nunca la atención.
Gracias a la red de autopistas interestatales, las autocaravanas siempre habían servido a sus propósitos, y servirían esta vez. Un reducido grupo de asalto, con varios conductores alternándose al volante cada seis horas, podrían llegar de Sidewinder al norte de Nueva Inglaterra en menos de treinta horas.
—De acuerdo —convino ella, convencida—. ¿Qué tenemos a lo largo de la I-90 en Nueva York o Massachusetts?
Cuervo ni titubeó ni dijo que tendría que buscar la información.
—EZ Mail Services, en Sturbridge, Massachusetts.
Ella golpeó con los dedos el borde de la hoja de incomprensible química que el Nueces tenía en la mano.
—Haz que envíen este compuesto allí. Usa al menos tres intermediarios, de modo que podamos negarlo totalmente si algo sale mal. Que rebote de un lado a otro.
—¿Tenemos tanto tiempo? —preguntó Cuervo.
—No veo por qué no —dijo Rose, un comentario que regresaría para atormentarla—. Mándalo al sur, de ahí al Medio Oeste, y luego a Nueva Inglaterra. Que llegue a Sturbridge el jueves. Envíalo por correo urgente, nada de FedEx ni UPS.
—Puedo hacerlo —dijo Cuervo. Sin vacilación.
Rose centró su atención en el médico del Nudo.
—Más te vale tener razón, Nueces. Si en vez de dormirla, sufre una sobredosis, procuraré que seas el primer Verdadero que se condena al exilio desde Little Big Horn.
El Nueces palideció un poco. Bien. No tenía intención de exiliar a nadie, pero aún estaba molesta por la interrupción.
—Recibiremos el fármaco en Sturbridge, y el Nueces sabrá cómo usarlo —afirmó Cuervo—. No hay problema.
—¿No hay nada más simple? ¿Algo que podamos conseguir por aquí?
—Si quieres asegurarte de que no se nos vaya en plan Michael Jackson, no hay otra cosa —respondió el médico—. Esta sustancia es segura y actúa rápido. Si ella es tan poderosa como por lo visto crees, la rapidez va a ser impor…
—Vale, vale, lo pillo. ¿Hemos acabado?
—Hay una cosa más —dijo el Nueces—. Supongo que podría esperar, pero…
La mujer miró por la ventana y, por todos los santos, ahí se acercaba Jimmy el Números, cruzando afanosamente el aparcamiento adyacente al Pabellón Overlook con otro papel. ¿Por qué había colgado en el pomo el cartel de NO MOLESTAR? ¿Por qué no uno que dijera VENID TODOS?
Rose reunió todo su mal humor, lo embutió en un saco, lo almacenó en el fondo de su mente y sonrió animosamente.
—¿Qué pasa?
—Abuelo Flick —dijo Cuervo—, ya no se aguanta su mierda.
—Hace veinte años que no es capaz de aguantársela —replicó Rose—. No querrá ponerse un pañal, y yo no puedo obligarlo. Nadie puede.
—Esto es distinto —dijo el Nueces—. Apenas puede salir de la cama. Baba y Susie Ojo Negro lo están cuidando lo mejor que pueden, pero su caravana apesta a la ira de Dios…
—Se pondrá bien. Le daremos vapor.
Sin embargo, la expresión del Nueces no le gustó. Tommy el Tráiler había muerto dos años antes, y por la forma en que el Nudo medía el tiempo, bien podría haber sucedido hacía dos semanas. ¿Y ahora Abuelo Flick?
—Su mente se está desmoronando —dijo Cuervo sin rodeos—. Y… —Miró al Nueces.
—Petty estaba cuidándolo esta mañana, y cree que lo vio en ciclo.
—Cree —recalcó Rose. Se negaba a darle crédito—. ¿Alguien más ha visto cómo sucedía? ¿Baba? ¿Susie?
—No.
Se encogió de hombros como si dijera «ahí lo tienes». Antes de poder continuar la discusión, Jimmy llamó a la puerta, y esta vez ella se alegró de la interrupción.
—¡Adelante!
Jimmy asomó la cabeza.
—¿Seguro que no molesto?
—¡Sí! Ya que estás, ¿por qué no te traes a las Rockettes y a la banda de música de UCLA? Joder, solo intentaba iniciar una sesión de meditación después de haberme pasado unas agradables horas vomitando las tripas.
Cuervo le echó una indulgente mirada de reproche, y quizá se la mereciera —muy probablemente se la merecía, esas personas solo estaban haciendo el trabajo del Nudo que ella les había encomendado—, pero si su segundo alguna vez ocupaba la silla de capitán lo entendería. Nunca un momento para uno mismo a menos que los amenazaras con pena de muerte. Y, en numerosas ocasiones, ni siquiera así.
—Tengo algo que a lo mejor te gustaría ver —anunció Jimmy—. Y como Cuervo y el Nueces ya estaban aquí, me figuré…
—Sé lo que te figuraste. ¿Qué es?
—Estuve buscando en internet noticias sobre los dos pueblos que señalaste, Fryeburg y Anniston. Encontré esto en el Union Leader. Es del periódico del jueves pasado. Quizá no sea nada.
Rose cogió la hoja. El artículo principal trataba sobre el colegio de algún pueblo rural que había cancelado su programa de fútbol debido a recortes presupuestarios. Debajo había una noticia más breve que Jimmy había rodeado con un círculo.
«TERREMOTO DE BOLSILLO» EN ANNISTON
¿Cuán pequeño puede ser un terremoto? Minúsculo, si se ha de creer a los vecinos de Richland Court, una corta calle de Anniston que termina en el río Saco. En la tarde del pasado martes, varios residentes de la mencionada calle informaron de un temblor de tierra que hizo vibrar las ventanas, sacudió los suelos y volcó la cristalería de los estantes. Dane Borland, un jubilado que vive al final de la calle, señaló una grieta que corría a lo ancho de su recién asfaltado camino particular. «Si quiere pruebas, aquí tiene una», dijo.
A pesar de que el Centro de Estudios Geológicos de Wrentham, Massachusetts, informa de que no se produjeron temblores en Nueva Inglaterra el pasado martes, Matt y Cassie Renfrew aprovecharon la ocasión para celebrar una «fiesta del terremoto» a la que asistieron la mayor parte de los residentes de la calle.
Andrew Sittenfeld, del Centro de Estudios Geológicos, afirma que la sacudida que sintieron los vecinos de Richland Court pudo deberse a un pico en el caudal del sistema de alcantarillado o, posiblemente, a un avión militar que rompió la barrera del sonido. Cuando se le hicieron estas sugerencias al señor Renfrew, éste se echó a reír alegremente. «Sabemos lo que sentimos», declaró. «Fue un terremoto. No hubo ningún inconveniente serio. Los daños fueron menores y, oiga, montamos una fiesta estupenda».
(Andrew Gould)
Rose leyó el artículo dos veces, luego alzó la vista; le brillaban los ojos.
—Buen hallazgo, Jimmy.
Éste sonrió abiertamente.
—Gracias. Bien, os dejo solos, muchachos.
—Llévate al Nueces contigo, tiene que ver a Abuelo. Cuervo, tú quédate un minuto.
Cuando se hubieron ido, él cerró la puerta.
—¿Crees que la chica originó ese temblor en New Hampshire?
—Sí, lo creo. Si no todo, por lo menos al ochenta por ciento. Y tener un sitio en el que enfocar mi atención, y no solo un pueblo, sino una calle, me facilitará muchísimo la tarea de esta noche cuando vaya a buscarla.
—Si pudieras meterle en la cabeza el gusanillo para que se viniera con nosotros, tal vez ni siquiera necesitáramos dejarla fuera de combate.
Rose sonrió pensando otra vez que Cuervo no tenía la menor idea de lo especial que era esa chica. Más adelante pensaría: Ni yo tampoco. Solo creía que sí.
—No existen leyes contra la esperanza, supongo. Pero una vez que la tengamos, necesitaremos algo un poco más sofisticado que un sedante, aunque sea de alta tecnología. Necesitaremos una droga milagrosa que la mantenga sumisa hasta que decida que le conviene cooperar por su propio interés.
—¿Nos acompañarás cuando vayamos a por ella?
Rose así lo había supuesto, pero ahora dudó; pensaba en Abuelo Flick.
—No estoy segura.
Cuervo no hizo preguntas —cosa que ella agradeció— y se dirigió a la puerta.
—Procuraré que no vuelvan a molestarte.
—Bien. Y asegúrate de que el Nueces le hace un examen completo a Abuelo, desde el culo hasta el paladar. Si de verdad ha entrado en ciclo, quiero saberlo mañana, cuando abandone mi reclusión. —Abrió el compartimento bajo el suelo y sacó un cilindro—. Y dale lo que quede en éste.
—¿Todo? —preguntó él, sorprendido—. Rose, si está en ciclo, no tiene sentido.
—Dáselo. Hemos tenido un buen año; varios de vosotros me lo habéis recordado últimamente. Podemos permitirnos una pequeña extravagancia. Además, el Nudo Verdadero solo tiene un abuelo. Se acuerda de cuando los europeos rendían culto a los árboles y no a los condominios en multipropiedad. No lo perderemos si podemos evitarlo. No somos salvajes.
—Los paletos opinarían distinto.
—Por eso son paletos. Y ahora, largo de aquí.
Después del día del Trabajo, Teenytown cerraba los domingos a las tres. Esa tarde, a las seis menos cuarto, tres gigantes se sentaron en bancos cerca del final de la mini Cranmore Avenue, empequeñeciendo la farmacia y el cine Music Box de Teenytown (donde, durante la temporada turística, podías espiar por la ventana y ver diminutos clips de películas proyectados en una pantalla diminuta). John Dalton había acudido a la reunión con una gorra de los Red Sox, que plantó en la cabeza de la diminuta estatua de Helen Rivington en la diminuta plaza del palacio de justicia.
—Seguro que era hincha —comentó—. Aquí, en el norte, todo el mundo es de los Red Sox. Nadie siente una pizca de admiración por los Yankees, salvo los exiliados como yo. ¿Qué puedo hacer por ti, Dan? Me estoy perdiendo la cena con la familia. Mi esposa es una mujer comprensiva, pero su paciencia tiene un límite.
—¿Qué opinaría de que pasaras unos días conmigo en Iowa? —preguntó Dan—. A mi cuenta, se entiende. Tengo que hacer una visita a un tío mío que se está matando a base de alcohol y cocaína. Mi familia me ruega que intervenga, y no puedo hacerlo solo.
Alcohólicos Anónimos no tenía reglas, sino muchas tradiciones (que eran, de hecho, reglas). Una de las más férreas establecía que uno nunca atendía por su cuenta una llamada de ayuda de un alcohólico activo, a menos que el enfermo en cuestión estuviera encerrado en un hospital, clínica de desintoxicación o el manicomio local. Si actuabas solo, había muchas probabilidades de que acabaras igualándole copa a copa y raya a raya. La adicción, le gustaba decir a Casey Kingsley, era el regalo que se regalaba una y otra vez.
Dan miró a Billy Freeman y sonrió.
—¿Tienes algo que decir? Adelante, siéntete libre.
—No creo que tengas un tío. Es más, dudo que te quede familia.
—¿Eso es todo? ¿Que lo dudas?
—Bueno… nunca hablas de ellos.
—Hay mucha gente que no habla de su familia. Pero tú sabes que no me queda ningún pariente, ¿verdad, Billy?
Éste no dijo nada, pero parecía intranquilo.
—Danny, no puedo ir a Iowa —dijo John—. Estoy comprometido hasta el fin de semana.
Dan continuaba centrado en Billy. Metió la mano en el bolsillo, cogió algo y levantó el puño cerrado.
—¿Qué tengo aquí?
Billy parecía más inquieto que nunca. Echó una ojeada a John, no percibió ninguna ayuda por ese lado, y volvió a posar la mirada en Dan.
—John sabe lo que soy —dijo Dan—. Le ayudé una vez, y sabe que he ayudado a otros en el Programa. Estás entre amigos.
Billy lo meditó y al cabo aventuró:
—Podría ser una moneda, pero creo que es una de tus medallas de Alcohólicos Anónimos, de las que te dan cada vez que cumples un año sobrio.
—¿De qué año es ésta?
Billy dudó, tenía la mirada fija en el puño de Dan.
—Déjame echarte un cable —se ofreció John—. Lleva sobrio desde la primavera de 2001, así que si lleva encima una medalla, probablemente sea del Año Doce.
—Tiene sentido, pero no. —Billy estaba ahora muy concentrado, dos profundas arrugas verticales surcaban su frente justo encima de sus ojos—. Creo que podría ser… ¿siete?
Dan enseñó la palma. La medalla mostraba un gran VI.
—Mierda —dijo Billy—. Antes se me daba bien adivinar cosas.
—Te has acercado bastante —dijo Dan—. Y no se trata de adivinar, es un resplandor.
Billy sacó su paquete de tabaco, miró al médico sentado en el banco a su lado, y lo guardó de nuevo.
—Si tú lo dices.
—Deja que te cuente algo sobre ti, Billy. De chico eras un fenómeno adivinando cosas. Sabías cuándo tu madre estaba de buen humor y podías sacarle uno o dos dólares más. Sabías cuándo tu padre estaba enfadado, y lo esquivabas.
—Sabía, desde luego, que había noches en que quejarme por tener que comer las sobras del puchero sería una idea mala de cojones —dijo Billy.
—¿Apostabas?
—A los caballos, en Salem. Gané un pastón. Pero entonces, a los veinticinco o así, perdí la maña para elegir a los ganadores. Un mes tuve que rogar que me concedieran una prórroga en el pago del alquiler y eso me curó el vicio.
—Sí, el talento se debilita a medida que uno crece, pero todavía te queda un poco.
—El tuyo es más fuerte —dijo Billy. Ya sin vacilación.
—Esto es real, ¿no? —intervino John. No lo preguntaba; era una observación.
—La semana que viene tú solo tienes una cita que piensas que no puedes perderte o rechazar —dijo Dan—. Es una niña con cáncer de estómago. Se llama Felicity…
—Frederika —corrigió John—. Frederika Bimmel. Está en el hospital de Merrimack Valley. Se supone que tengo una consulta con su oncólogo y sus padres.
—El sábado por la mañana.
—Sí. El sábado por la mañana. —John lo miraba pasmado—. Jesús. Santo Dios. Lo que tienes… no tenía ni idea de que hubiera tantísimo.
—Te traeré de vuelta de Iowa el jueves. O el viernes como muy tarde.
A menos que nos arresten, pensó. Entonces puede que tardemos un poco más. Miró a Billy para ver si había captado ese pensamiento no demasiado alentador. No detectó ningún indicio de ello.
—¿De qué se trata?
—Otra paciente tuya. Abra Stone. Ella es como Billy y yo, John, y creo que ya lo sabes. Solo que es mucho, muchísimo más poderosa. Yo tengo bastante más que Billy, pero comparado con ella soy como una pitonisa en una feria del condado.
—Oh, Dios santo, las cucharas.
Dan necesitó un segundo, luego recordó.
—Las colgó del techo.
John lo miró con los ojos como platos.
—¿Me lo has leído en la mente?
—Es más mundano que eso. Lo siento. Me lo contó ella.
—¿Cuándo? ¿Cuándo?
—Ya llegaremos a esa parte, pero todavía no. Primero vamos a probar una auténtica lectura de mente. —Dan tomó la mano de John; el contacto casi siempre ayudaba—. Sus padres fueron a verte cuando ella era poco más que un bebé. O puede que fuese una tía o su abuela. Estaban preocupados por ella desde antes incluso de que decorara la cocina con la cubertería, porque en su casa ocurrían toda clase de fenómenos psíquicos. Había algo acerca de un piano… Ayúdame, Billy.
Éste asió la mano libre de John. Dan estrechó la de Billy y formaron un círculo conectado. Una diminuta sesión de espiritismo en Teenytown.
—Música de los Beatles —dijo Billy—. Al piano en vez de la guitarra. Era… no sé. Los volvió locos por algún tiempo.
El médico lo miró fijamente.
—Escucha —dijo Dan—, tienes permiso de Abra para hablar. Quiere que hables. John, confía en mí.
John Dalton reflexionó durante casi un minuto. Después se lo contó todo, con una única excepción.
Aquel suceso de Los Simpson emitiéndose por todos los canales de la televisión era, sencillamente, demasiado raro.
Al terminar, John formuló la pregunta obvia: ¿de qué conocía Dan a Abra Stone?
Dan sacó una maltrecha libreta del bolsillo de atrás. En la cubierta había una foto de olas estrellándose contra un cabo y el lema NADA GRANDE SE CREA DE REPENTE.
—¿Es la que solías llevar contigo? —preguntó John.
—Sí. Sabes que Casey K. es mi padrino, ¿no?
John puso los ojos en blanco.
—¿Cómo voy a olvidarlo si cada vez que abres la boca en una reunión empiezas con «Como dice mi padrino Casey K.»?
—John, a nadie le gustan los listillos.
—A mi mujer sí —replicó él—. Porque seré un listillo, pero también soy un semental.
Dan soltó un suspiro.
—Echa un vistazo a la libreta.
—Son reuniones. Desde 2001 —dijo John al tiempo que la hojeaba.
—Casey me dijo que tenía que asistir a noventa reuniones durante noventa días seguidos y llevar un registro. Mira la octava.
John la encontró. Iglesia Metodista de Frazier. Una reunión a la que él no asistía con frecuencia pero que conocía. Escrita debajo de la anotación, con una elaborada letra mayúscula, estaba la palabra ABRA.
John alzó la vista a Dan no del todo incrédulo.
—¿Se puso en contacto contigo cuando solo tenía dos meses?
—Ya ves que la siguiente reunión está apuntada justo debajo —señaló Dan—, así que no he podido añadir el nombre más tarde solo para impresionarte. A no ser que hubiera falsificado todo el cuaderno, claro, y hay mucha gente en el Programa que recordará haberme visto con él.
—Yo incluido —reconoció John.
—Sí, tú incluido. En aquellos días siempre llevaba mi libreta de reuniones en una mano y una taza de café en la otra. Eran mis amuletos de la suerte. Por entonces ni siquiera sabía quién era ella, y tampoco me importaba mucho. No era más que un contacto aleatorio. Como cuando un bebé en la cuna alarga la mano para agarrarte la nariz.
»Luego, dos o tres años más tarde, escribió una palabra en una pizarra que tengo en mi habitación a modo de agenda. Esa palabra era “hola”. Después de eso, se comunicaba conmigo cada tanto tiempo. Como para cubrir todas las bases. Ni siquiera estoy seguro de que lo hiciera de forma consciente. Pero yo estaba allí. Cuando necesitó ayuda, me conocía, y estableció contacto conmigo.
—¿Qué clase de ayuda necesita? ¿En qué clase de problema se ha metido? —John se volvió a Billy—. ¿Tú lo sabías?
Éste negó con la cabeza.
—Jamás he oído hablar de ella, y casi nunca voy a Anniston.
—¿Quién ha dicho que Abra vive en Anniston?
—Él. —Billy señaló con el pulgar a Dan—. ¿No?
—De acuerdo —dijo el médico, retornando a Dan—. Digamos que me has convencido. Explícanos todo el asunto.
Dan les habló acerca de la pesadilla de Abra sobre el chico del béisbol. Las figuras iluminándole con linternas. La mujer del cuchillo, la misma que se había lamido las palmas de las manos llenas de sangre del muchacho. Les contó cómo, mucho más tarde, Abra se había topado con la foto del chico en el Shopper.
—Y eso fue posible… ¿por qué? ¿Porque el chico al que asesinaron también resplandecía?
—Estoy bastante seguro de que así fue como se produjo el contacto inicial. El chico debió de alcanzarla mientras estas personas se ensañaban con él… Abra no tiene duda de que lo estaban torturando… y eso creó un enlace.
—¿Un enlace que continuó hasta después de la muerte de este tal Brad Trevor?
—Creo que su último punto de contacto pudo ser un objeto que pertenecía al chico Trevor: su guante de béisbol. Y ella fue capaz de enlazar con sus asesinos porque uno de ellos se lo puso. Abra no sabe cómo lo hace, y yo tampoco. Lo único que sé seguro es que es inmensamente poderosa.
—Igual que tú.
—Ésta es la cuestión —prosiguió Dan—. A estas personas…, si es que son personas…, las lidera la mujer que cometió el asesinato. El día que Abra se encontró con la foto de Brad Trevor en la página de niños desaparecidos se metió en la cabeza de esta mujer, y la mujer se metió en la de Abra. Por unos segundos cada una de ellas miró a través de los ojos de la otra. —Alzó las manos, las cerró, y giró los puños como alrededor de un eje—. Rotando. Abra piensa que es posible que vengan a por ella, y yo también. Porque podría ser un peligro para ellos.
—Es más complicado que eso, ¿no? —preguntó Billy.
Dan lo miró, a la espera.
—La gente que tiene esto del resplandor posee algo, ¿verdad? Algo que esas personas quieren. Algo que solo pueden conseguir matando.
—Sí.
—¿Sabe esta mujer dónde está Abra? —preguntó John.
—Abra cree que no, pero hay que recordar que solo tiene trece años. Podría equivocarse.
—¿Y Abra sabe dónde está la mujer?
—Lo único que sabe es que cuando ocurrió ese contacto, esa visión mutua, la mujer estaba en un supermercado Sam’s, lo que la sitúa en algún lugar del oeste, pero esta cadena tiene supermercados en al menos nueve estados.
—¿Incluido Iowa?
Dan negó con la cabeza.
—Entonces no veo cuál es el propósito de ir hasta allí.
—Conseguir el guante —explicó Dan—. Abra cree que si tuviera el guante, podría establecer un enlace con el hombre que se lo puso. Lo llama Barry el Chivo.
John permaneció un momento con la cabeza gacha, cavilando. Dan no le apremió.
—De acuerdo —dijo finalmente el médico—. Esto es una locura, pero lo acepto. Dado lo que conozco del historial de Abra y dado mi propio historial contigo, la verdad es que resulta difícil no hacerlo. Pero si esa mujer desconoce el paradero de Abra, ¿no sería más prudente dejar las cosas tranquilas? ¿No remover las aguas y todo eso?
—Me parece que las aguas ya están revueltas —dijo Dan—. Estos
(demonios vacíos)
monstruos de feria la desean por la misma razón que deseaban a Trevor. Estoy seguro de que Billy lleva razón. Además, saben que es un peligro para ellos. Para expresarlo en términos de Alcohólicos Anónimos, ella tiene el poder de romper su anonimato. Y es posible que tengan recursos que nosotros solo podemos imaginar. ¿Querrías que un paciente tuyo viviera atemorizado, mes tras mes, y quizá año tras año, siempre esperando que una especie de familia Manson paranormal apareciera y la secuestrara en la calle?
—Claro que no.
—Esos mamones se alimentan de niños como ella. Niños como el que fui yo. Chiquillos que poseen el resplandor. —Fijó la mirada, sombría y seria, en el rostro de John Dalton—. Si es cierto, es preciso detenerlos.
—Si yo no voy a Iowa, ¿qué se espera que haga? —preguntó Billy.
—Digamos que en la semana que tienes por delante te vas a familiarizar mucho con Anniston —respondió Dan—. De hecho, si Casey te da unos días libres, te alojarás en un motel de allí.
Rose finalmente entró en el estado meditativo que anhelaba. Lo que más le había costado era dejar a un lado su preocupación y angustia por Abuelo Flick, pero al final consiguió superar sus sentimientos. Elevarse por encima de ellos. Ahora navegaba dentro de sí misma repitiendo las antiguas frases —sabbatha hanti y lodsam hanti y cahanna risone hanti— una y otra vez sin mover apenas los labios. Era demasiado pronto para buscar a la chica problemática, pero ahora que la habían dejado tranquila y el mundo permanecía en calma, tanto en el interior como en el exterior, no tenía prisa. La meditación era un ejercicio estupendo. Rose vagó reuniendo sus herramientas y enfocando su concentración, trabajando lenta y meticulosamente.
Sabbatha hanti, lodsam hanti, cahanna risone hanti: palabras que ya eran antiguas cuando el Nudo Verdadero viajaba por Europa en carretas vendiendo turba y abalorios. Probablemente ya eran viejas cuando Babilonia era joven. La chica era poderosa, pero los Verdaderos eran todo poderosos, y Rose no preveía problemas reales. La chica estaría durmiendo, y Rose se movería con silencioso sigilo, recopilando información y plantando sugestiones como pequeños explosivos. No solo un gusanillo sino un nido entero de gusanos. Quizá la chica detectara algunos y los desactivara.
Otros, no.
Esa noche, tras terminar los deberes, Abra habló por teléfono con su madre durante casi cuarenta y cinco minutos. La conversación tuvo dos niveles. En el nivel superior charlaron sobre el día de Abra, la semana escolar que tenía por delante y su disfraz para el próximo baile de Halloween; comentaron los planes en curso para trasladar a Momo al norte, al centro de cuidados paliativos de Frazier (que Abra aún denominaba mentalmente «el centro de aditivos»); Lucy la puso al corriente del estado de Momo, el cual, en sus palabras, «en realidad es bastante bueno, considerando las circunstancias».
En otro nivel, Abra escuchó la preocupación de Lucy por haber fallado de algún modo a su abuela, y la verdad de la condición de Momo: aterrada, confundida, atormentada por el dolor. Abra intentó enviar a su madre pensamientos tranquilizadores: está bien, mamá y te queremos, mamá y lo hiciste lo mejor que pudiste tanto tiempo como fuiste capaz. Quería creer que algunos de esos mensajes habían alcanzado su destino, pero en realidad no confiaba demasiado en ello. Poseía muchos talentos —algunos maravillosos y temibles al mismo tiempo—, pero modificar la temperatura emocional de otra persona nunca se había contado entre ellos.
¿Dan podría hacerlo? Intuía que era posible. Intuía que usaba esa parte de su resplandor para ayudar a la gente en el «centro de aditivos». Si de verdad podía hacer eso, quizá ayudara a Momo cuando la ingresaran allí. Sería estupendo.
Bajó las escaleras vestida con el pijama de franela rosa que Momo le había regalado las Navidades pasadas. Su padre estaba viendo a los Red Sox y bebiendo un vaso de cerveza. Le plantó un besote en la nariz (siempre se quejaba, pero ella sabía que le gustaba) y le dijo que se iba a la cama.
—La deberes est complete, mademoiselle?
—Sí, papá, pero en francés deberes se dice devoirs.
—Bueno es saberlo, bueno es saberlo. ¿Cómo estaba tu madre? Pregunto porque solo me dejaste noventa segundos con ella antes de que me arrancaras el teléfono de las manos.
—Lo lleva bien. —Abra sabía que eso era cierto, pero también sabía que era un «bien» relativo. Echó a andar hacia el pasillo, luego se dio la vuelta—. Ha dicho que Momo era como un adorno de cristal. —No lo había expresado en voz alta, pero lo pensaba—. Dice que todos lo somos.
Dave silenció el televisor.
—Bueno, supongo que es cierto, pero algunos de nosotros estamos hechos de un cristal sorprendentemente duro. Recuerda, tu bisabuela ha pasado muchísimos años en la estantería, sana y salva. Ahora ven aquí, Abba-Doo, y dale un abrazo a tu padre. No sé si tú lo necesitas, pero a mí me vendría bien uno.
Veinte minutos más tarde estaba metida en la cama, con la lamparita de noche del señor Pooh —una reliquia de su primera infancia— brillando en el tocador. Abra buscó a Dan y lo halló en una sala de actividades donde había rompecabezas, revistas, una mesa de ping-pong y un enorme televisor colgado en la pared. Estaba jugando a las cartas con un par de residentes del «centro de aditivos».
(¿has hablado con el doctor John?)
(sí nos vamos a Iowa pasado mañana)
El pensamiento vino acompañado de una breve imagen de un biplano antiguo. Dentro había dos hombres que llevaban anticuados cascos de piloto, bufandas y gafas protectoras. Eso la hizo sonreír.
(si te traemos)
Imagen de un guante de catcher. No era exactamente igual que el del chico del béisbol, pero Abra supo lo que intentaba decir Dan.
(¿te asustarás?)
(no)
Más le valía. Coger el guante del chico muerto sería espantoso, pero tendría que hacerlo.
En la sala común de Rivington Uno, el señor Braddock observaba a Dan con esa expresión de monumental pero ligeramente perpleja irritación que solo los muy ancianos y aquéllos que bordean la demencia senil pueden lograr con éxito.
—¿Vas a descartarte, Danny, o te vas a quedar mirando las musarañas hasta que los polos se derritan?
(buenas noches Abra)
(buenas noches Dan y dale las buenas noches a Tony de mi parte)
—¿Danny? —El señor Braddock golpeó en la mesa con sus hinchados nudillos—. Danny Torrance, adelante, Danny Torrance, ¿me recibes? Corto.
(no te olvides de poner la alarma)
—Hola-hola, Danny —llamó Cora Willingham.
Dan los miró.
—¿Me he descartado ya, o todavía es mi turno?
El señor Braddock miró a Cora y puso los ojos en blanco; Cora le devolvió el gesto.
—Y mis hijas creen que soy yo la que estoy perdiendo la chaveta —dijo la anciana.
Abra había puesto la alarma en su iPad porque al día siguiente tenían clase y, además, le tocaba preparar el desayuno; planeaba hacer unos huevos revueltos con champiñones, pimientos y queso. Pero no era ésa la alarma a la que se refería Dan. Cerró los ojos y se concentró, con el ceño fruncido. Una mano salió furtivamente de debajo de las sábanas y empezó a frotarle los labios. Lo que estaba haciendo era difícil y delicado, pero quizá mereciera la pena.
Las alarmas estaban muy bien y todo eso, pero si la mujer del sombrero venía a buscarla, una trampa podría ser incluso mejor.
Al cabo de unos cinco minutos, las arrugas en su frente se suavizaron y la mano se desprendió de su boca. Rodó sobre un costado y se tapó con el edredón hasta la barbilla. Se imaginaba a sí misma cabalgando a lomos de un corcel blanco, ataviada de guerrera, cuando cayó dormida. El señor Pooh vigilaba desde su puesto sobre el tocador como había hecho desde que Abra tenía cuatro años, arrojando un opaco fulgor sobre su mejilla izquierda. Ésta y su pelo eran las únicas partes de su cuerpo visibles.
En sus sueños galopaba por largos campos bajo cuatro mil millones de estrellas.
Rose continuó sus meditaciones hasta la una y media de la madrugada de aquel lunes. Los demás Verdaderos (con excepción de Annie la Mandiles y Mo la Grande, que en ese momento cuidaban de Abuelo Flick) dormían profundamente cuando decidió que ya estaba preparada. En una mano sostenía una imagen, imprimida desde su ordenador, de Anniston, un pueblo no demasiado espectacular de New Hampshire. En la otra asía uno de los cilindros. Aunque solo contenía una levísima bocanada de vapor, no dudaba de que bastaría. Colocó los dedos sobre la válvula y se preparó para aflojarla.
Somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos: Sabbatha hanti.
Somos los elegidos: Lodsam hanti.
Somos los afortunados: Cahanna risone hanti.
—Toma esto y aprovéchalo bien, Rosita —musitó.
Giró la válvula y escapó un corto suspiro de niebla plateada. Inhaló, se desplomó de espaldas sobre la almohada y dejó caer el cilindro en la alfombra con un amortiguado golpe seco. Levantó la foto de la calle principal de Anniston delante de los ojos. Su brazo y su mano ya no estaban precisamente allí, y por tanto la foto parecía flotar. No lejos de esa calle principal, una niña vivía en una vía que quizá se llamaba Richland Court. Estaría dormida, pero en algún lugar de su mente se encontraba Rose la Chistera. Suponía que la niña no conocía su aspecto (de la misma manera que Rose desconocía el aspecto de la niña… al menos por el momento), pero conocía la sensación de Rose la Chistera. Además, sabía lo que Rose había estado mirando el día anterior en el supermercado. Ése era su marcador, su vía de entrada.
Rose contempló la imagen de Anniston con ojos fijos y ensoñadores, pero lo que en realidad buscaba era la carnicería de Sam’s, donde CADA CORTE ES UN CORTE VAQUERO DE PRIMERA. Se buscaba a sí misma. Y, tras una búsqueda gratificantemente breve, la halló. Al principio no era más que un rastro auditivo: el hilo musical de un supermercado. Después un carrito de la compra. Más allá, todo continuaba oscuro. No había problema; el resto llegaría. Rose siguió la música, ahora un eco distante.
Estaba oscuro, estaba oscuro, estaba oscuro, entonces un poco de luz y un poco más. Ahí estaba el pasillo del supermercado, que de pronto se convirtió en un corredor, y supo que casi había entrado. Los latidos de su corazón ganaron en intensidad.
Tendida en la cama, cerró los ojos para que si la chica se daba cuenta de lo que sucedía —improbable, pero no imposible— no viera nada. Rose dedicó unos segundos a revisar sus objetivos primarios: nombre, localización exacta, grado de conocimiento, personas con quienes pudiera haber hablado.
(gira, mundo)
Hizo acopio de su fuerza y empujó. Esta vez la sensación de rotación no fue una sorpresa, sino algo que tenía previsto y sobre la cual ejercía un completo control. Aún permaneció un instante en aquel corredor —el conducto entre sus dos mentes— y de pronto se encontró en una amplia habitación donde una niña con coletas montaba en bicicleta y entonaba alegremente una absurda canción. Era el sueño de la niña y Rose lo estaba observando. Sin embargo, tenía mejores cosas que hacer. Las paredes de la habitación no eran paredes reales sino archivadores. Ahora que estaba dentro, podría abrirlos a voluntad. La niña soñaba en la cabeza de Rose, sin peligro, soñaba que tenía cinco años y montaba en su primera bicicleta. Excelente. Sigue soñando, princesita.
La chica pasó rodando a su lado, cantando la-la-la sin advertir nada. Su bici estaba equipada con ruedecitas de aprendizaje, pero estas aparecían y desaparecían. Rose dedujo que la princesa soñaba con el día en que por fin había aprendido a montar sin ellas. Siempre un día estupendo en la vida de cualquier niño.
Disfruta de tu bicicleta, querida, mientras yo lo averiguo todo sobre ti.
Moviéndose con confianza, Rose abrió uno de los cajones.
En el mismo instante en que introdujo la mano, una ensordecedora alarma comenzó a rebuznar y brillantes focos blancos fulguraron por toda la estancia derramando su luz y su calor sobre ella. Por primera vez en incontables años, Rose la Chistera, antaño Rose O’Hara, del condado de Antrim en Irlanda del Norte, fue sorprendida con la guardia baja. Antes de que pudiera sacar la mano del cajón, éste se cerró de golpe. El dolor fue enorme. Gritó y tiró bruscamente hacia atrás, pero estaba apresada.
Su sombra saltó sobre la pared, pero no solo la suya. Volvió la cabeza y vio que la niña se le echaba encima. Salvo que ya no era una niña. Ahora era una mujer joven que llevaba una cota de cuero con un dragón en su floreciente pecho y el pelo recogido hacia atrás con una cinta azul. La bicicleta se había transformado en un corcel blanco. Los ojos del caballo, como los de la mujer guerrera, llameaban.
La mujer guerrera empuñaba una lanza.
(Has vuelto Dan dijo que volverías y has vuelto)
Y luego —increíble en un paleto, también en uno cargado de mucho vapor— placer.
(BIEN)
La niña que ya no era una niña yacía a la espera. Le había tendido una trampa, tenía intención de matar a Rose… y en ese estado de vulnerabilidad mental era probable que lo consiguiera.
Armándose de cada fibra de su fuerza, Rose contraatacó, y no lo hizo con una lanza de tebeo sino con un contundente ariete cargado con todos sus años y su voluntad.
(¡ALÉJATE DE MÍ! ¡VUELVE ATRÁS JODER! ¡NO IMPORTA LO QUE IMAGINAS SER SOLO ERES UNA CRÍA!)
La visión adulta que la chica tenía de sí misma —su avatar— continuó avanzando, pero se encogió de dolor cuando el pensamiento de Rose la golpeó, y la lanza impactó con violencia en la pared de archivadores a la izquierda de Rose en vez de en su costado, que era adonde había apuntado.
La niña (solo es una cría, seguía diciéndose Rose para sí) hizo girar a su caballo, retrocediendo, y Rose se volvió hacia el cajón que la tenía atrapada. Se agarró arriba con la mano libre y tiró todo lo que pudo, haciendo caso omiso del dolor. Al principio el cajón resistió. Luego cedió un poco y consiguió sacar el pulpejo de la mano. Estaba arañado y sangraba.
Algo más ocurría. Se produjo una sensación de aleteo en su cabeza, como si un pájaro estuviera revoloteando allí. ¿Qué nueva mierda era ésa?
Contando con que la puñetera lanza se dirigiría hacia su espalda en cualquier momento, dio un tirón con todas sus fuerzas. La mano se liberó y cerró los dedos en un puño justo a tiempo. Si hubiera esperado siquiera un instante, el cajón se los habría rebanado al cerrarse de golpe. Le palpitaban las uñas y supo que, cuando tuviera oportunidad de mirarlas, las tendría de color ciruela por la sangre coagulada.
Se giró. La chica no estaba. La habitación se hallaba vacía. Sin embargo, persistía la sensación de aleteo. En todo caso, se había intensificado. De repente, el dolor en la mano y la muñeca fue la última de las preocupaciones en la mente de Rose. Ella no era la única que había montado en el plato giratorio, y no importaba que sus ojos siguieran cerrados en el mundo real, donde yacía en su cama doble.
La puta mocosa se encontraba en otra habitación llena de archivadores.
Su habitación. Su cabeza.
De asaltante, Rose había pasado a asaltada.
(FUERA FUERA FUERA FUERA)
El aleteo no se detuvo; aceleró. Rose empujó a un lado su pánico, luchó en busca de lucidez y concentración, encontró un poco. Lo suficiente para poner el plato giratorio en movimiento otra vez, aun cuando se había vuelto extrañamente pesado.
(gira, mundo)
Al moverse, sintió que el enloquecedor aleteo en su cabeza primero disminuía y luego cesaba a medida que la niña rotaba de regreso a dondequiera que estuviera el lugar del que venía.
Salvo que te equivocas, y esto es demasiado serio para permitirte el lujo de mentirte a ti misma. Tú fuiste a ella. Y te metiste en una trampa. ¿Por qué? Porque a pesar de todo lo que sabías, la subestimaste.
Rose abrió los ojos, se sentó, y puso los pies sobre la alfombra. Uno de ellos chocó contra el cilindro vacío y lo apartó de una patada. La camiseta de Sidewinder que se había puesto antes de tumbarse estaba húmeda; apestaba a sudor. Era un olor asqueroso, carente de todo atractivo. Se miró con incredulidad la mano, llena de rasguños, magullada e hinchada. Las uñas estaban pasando del púrpura al negro, y supuso que perdería al menos un par de ellas.
—Pero yo no lo sabía —masculló—. No había manera de saberlo. —Odió el gemido que percibió en sus palabras. Hablaba con la voz de una vieja quejica—. Ninguna manera en absoluto.
Tenía que huir de esa condenada caravana. Por mucho que fuera la más grande y lujosa del mundo, en ese momento parecía del tamaño de un ataúd. Se abrió camino hasta la puerta, agarrándose para mantener el equilibrio. Echó un vistazo al reloj del salpicadero antes de salir: las dos menos diez. Todo había sucedido en apenas veinte minutos. Increíble.
¿Cuánto ha averiguado antes de que me librara de ella? ¿Cuánto sabe?
Imposible determinarlo, pero incluso un poco podría resultar peligroso. Había que encargarse de la mocosa, y enseguida.
Rose salió a la pálida luz de una luna temprana y respiró media docena de largas y relajantes bocanadas de aire fresco. Empezó a sentirse un poco mejor, un poco más ella misma, pero no podía desprenderse de aquella sensación de aleteo. La sensación de tener a alguien dentro de ella —una paleta, nada menos— curioseando sus asuntos privados. El dolor era malo, y aún más lo era la sorpresa de haber caído en una trampa de esa manera, pero lo peor de todo era la humillación y la sensación de violación. Le habían robado.
Me las vas a pagar, princesita. Te has metido con la zorra equivocada.
Una figura avanzaba en su dirección. Rose se había sentado en el escalón superior de su autocaravana, pero ahora se levantó, tensa, preparada para cualquier cosa. Entonces la figura se acercó y distinguió a Cuervo. Iba en pantalón de pijama y zapatillas.
—Rose, creo que será mejor… —Se detuvo—. ¿Qué coño te ha pasado en la mano?
—Olvídate de mi puta mano —espetó ella—. ¿Qué estás haciendo aquí a las dos de la mañana, especialmente cuando sabías que podía estar ocupada?
—Es Abuelo Flick —anunció Cuervo—. Annie la Mandiles dice que se muere.