Con ciento dos años, Eleanor Ouellette era en el otoño de 2013 la huésped más vieja de la Residencia Rivington, lo bastante para que su apellido nunca se hubiera americanizado. No respondía a «Willet», sino a una pronunciación francesa mucho más elegante: «Uhlét». Dan a veces la llamaba señorita Ooh La Lá, lo cual siempre le sacaba una sonrisa. Ron Stimson, uno de los cuatro médicos que hacían las rondas diarias regulares en el centro, le dijo en una ocasión que Eleanor era la prueba de que uno se agarra a la vida.
—Su función hepática es nula, tiene los pulmones hechos polvo porque ha fumado durante ochenta años, padece cáncer de colon, que avanza a paso de tortuga pero es sumamente maligno, y las paredes de su corazón son tan finas como los bigotes de un gato. Y, sin embargo, resiste.
Si Azreel tenía razón (y por la experiencia de Dan, nunca se equivocaba), el arrendamiento de vida de Eleanor estaba a punto de expirar, pero la anciana no daba la menor impresión de hallarse en el umbral de la muerte. Al entrar, Dan la encontró sentada en la cama acariciando al gato. Lucía una hermosa permanente —la peluquera la había visitado el día anterior— y su camisón rosa estaba tan inmaculado como siempre; la mitad superior proporcionaba una pizca de color a sus mejillas exangües, y la mitad inferior se desplegaba en torno a los palillos de sus piernas como un vestido de gala.
Dan se llevó las manos a ambos lados de la cara, separando y moviendo con rapidez los dedos.
—Ooh-la-la! Une belle femme! Je suis amoreux!
La anciana puso los ojos en blanco, luego ladeó la cabeza y sonrió.
—Maurice Chevalier no serás, pero me gustas, cher. Eres alegre, lo cual es importante, eres pícaro, lo cual es aún más importante, y tienes un bonito culo, lo cual es importantísimo. El trasero de un hombre es el pistón que empuja el mundo, y el tuyo es estupendo. En mis buenos tiempos te lo hubiera estrujado bien y luego te habría comido vivo. Preferiblemente junto a la piscina de Le Meridien en Montecarlo, con un público de admiradores que aplaudieran mis esfuerzos a mi alrededor.
Su voz, ronca pero cadenciosa, conseguía que esa imagen resultara más encantadora que vulgar. Para Dan, la voz estertórea de Eleanor, áspera por los cigarrillos, era la de una cabaretera que había visto y hecho de todo antes de que el ejército alemán marchara a paso de ganso por los Campos Elíseos en la primavera de 1940. Arrastrada, quizá, pero en absoluto erosionada. Y aunque era cierto que la anciana parecía la muerte de Dios personificada a pesar del tenue color reflejado en su rostro por un camisón elegido con astucia, no había cambiado nada desde 2009, el año en que se trasladó a la habitación 15 de Rivington Uno. Tan solo la presencia de Azzie indicaba que esa noche era distinta.
—Estoy seguro de que habría sido maravilloso —dijo él.
—¿Te ves con mujeres, cher?
—No, en la actualidad no. —Con una excepción, y ella era demasiado joven para el amour.
—Una lástima. Porque más adelante esto… —Levantó un esquelético dedo índice y luego lo dobló—… se convertirá en esto. Ya lo verás.
Dan sonrió y se sentó en la cama. Como se había sentado en tantas otras.
—Eleanor, ¿qué tal se encuentra?
—No muy mal. —Observó cómo Azzie bajaba de un salto y se escurría por la puerta, había terminado su trabajo por esa noche—. He tenido muchas visitas. Han puesto nervioso a tu gato, pero ha aguantado hasta que llegaste.
—No es mi gato, Eleanor. Pertenece a la casa.
—No —replicó ella, como si el tema ya no le interesara demasiado—, es tuyo.
Dan dudaba de que Eleanor hubiera recibido alguna visita (sin contar a Azreel, claro). Ni esa noche, ni en la última semana o el último mes, ni en el último año. Se hallaba sola en el mundo. Incluso el dinosaurio de contable que había cuidado de sus asuntos económicos durante tantos años y venía a verla una vez cada trimestre, moviéndose pesadamente y portando un maletín grande como el maletero de un Saab, ya había pasado a mejor vida. La señorita Ooh La Lá afirmaba tener familiares en Montreal, «pero no me queda suficiente dinero para que les valga la pena visitarme, cher».
—¿Quién ha estado aquí? —preguntó Dan, imaginando que tal vez se refiriera a Gina Weems o a Andrea Bottstein, las dos enfermeras que hacían ese día el turno de tres a once en Rivington Uno. O quizá Poul Larson (un lento pero decente celador en quien Dan pensaba como el anti Fred Carling) había entrado a charlar un rato.
—Como ya he dicho, muchos. Ahora mismo están pasando. Un desfile interminable. Sonríen, se inclinan, un niño menea la lengua como la cola de un perro. Algunos hablan. ¿Conoces al poeta George Seferis?
—No, señora, no lo conozco.
¿Había otros allí? Tenía razones para creer que era posible, pero no captaba ninguna sensación de ellos. Aunque tampoco era que la captara siempre.
—El señor Seferi pregunta: «¿Son éstas las voces de nuestros amigos muertos, o tan solo el gramófono?». Los niños son los más tristes. Había un chico aquí que se cayó dentro de un pozo.
—¿De verdad?
—Sí, y una mujer que se suicidó con el muelle de un somier.
No sentía el menor indicio de una presencia. ¿Podía su encuentro con Abra Stone haberle debilitado? Era posible, pero en cualquier caso el resplandor iba y venía en mareas que él nunca había sido capaz de poner en un gráfico. No obstante, intuía que no se trataba de eso. Intuía que Eleanor había caído en la demencia. O tal vez se estuviera quedando con él. No era imposible. Eleanor Ooh La Lá era muy guasona. Alguien (¿Oscar Wilde?) tenía fama de haber bromeado en su lecho de muerte: O se va ese papel pintado, o me voy yo.
—Debes esperar —dijo Eleanor. Ya no había humor en su voz—. Las luces anunciarán una llegada. Puede que haya otras perturbaciones. La puerta se abrirá. Entonces vendrá tu visitante.
Dan miró sin demasiado convencimiento la puerta que daba al pasillo, que ya estaba abierta. Siempre la dejaba así para que Azzie pudiera marcharse si lo deseaba. Normalmente lo hacía una vez que Dan se presentaba para hacerse cargo de la situación.
—Eleanor, ¿le apetece un zumo?
—Me tomaría uno si me quedara tiem… —empezó a decir, y de pronto la vida abandonó su rostro como el agua escapa de una vasija agujereada. Sus ojos se clavaron en un punto por encima de la cabeza de Dan y su boca quedó abierta. Se le desinflaron las mejillas y el mentón casi se hundió en su escuálido pecho. El arco superior de su dentadura se desprendió, se deslizó sobre el labio inferior y quedó suspendida en una inquietante mueca al aire libre.
Joder, sí que ha sido rápido.
Con cuidado, pasó un dedo por debajo de la prótesis y la destrabó. El labio inferior se estiró y luego retrocedió de golpe con un ligero plip. Dan puso la dentadura en la mesilla de noche, hizo ademán de levantarse pero volvió a sentarse. Aguardó a la neblina roja que la enfermera de Tampa había llamado «la boqueada»… como si fuera una inhalación en vez de un hálito. No llegó.
Debes esperar.
Muy bien, podía esperar, al menos durante un rato. Trató de alcanzar la mente de Abra y no encontró nada. Quizá eso fuera bueno. Acaso estuviera ya haciendo lo posible por proteger sus pensamientos. O quizá la propia capacidad de Dan —su sensibilidad— había partido. De ser así, no importaba. Regresaría. Siempre había regresado, en cualquier circunstancia.
Se preguntó (como se había preguntado otras veces antes) por qué nunca veía moscas en los rostros de los huéspedes de la Residencia Rivington. Quizá porque no era necesario. Al fin y al cabo contaba con Azzie. ¿Veía el gato algo con aquellos sabios ojos verdes? Quizá no moscas pero… ¿algo? Así debía de ser.
¿Son éstas las voces de nuestros amigos muertos, o tan solo el gramófono?
¡Reinaba tanto silencio esa noche en la planta y aún era tan temprano…! No se oía ruido de conversaciones en la sala común al final del pasillo. Ningún aparato de televisión o radio emitía. No oía el crujido de las zapatillas de Poul ni a Gina y Andrea hablando en voz baja en el control de enfermería. No sonaba ningún teléfono. Y en cuanto a su reloj…
Lo levantó. No era de extrañar que no oyera su débil tictac. Se había parado.
El tubo fluorescente del techo se apagó y solo quedó encendida la lámpara de mesa de Eleanor. El fluorescente volvió a encenderse, y la lámpara parpadeó hasta apagarse. Se encendió de nuevo. Entonces, ambas se extinguieron de forma simultánea. Encendidas… apagadas… encendidas.
—¿Hay alguien aquí?
La jarra sobre la mesilla de noche tintineó, luego se acalló. La dentadura que Dan había quitado dio un chasquido inquietante. Una extraña onda recorrió la sábana de la cama de Eleanor, como si algo debajo de ella se hubiera puesto, asustado, en repentino movimiento. Un soplo de aire cálido plantó un rápido beso en la mejilla de Dan, luego se esfumó.
—¿Quién es?
El corazón continuaba latiendo a un ritmo regular, pero lo sentía en el cuello y las muñecas. Notaba el pelo de la nuca espeso y erizado. De repente supo lo que Eleanor había presenciado en sus últimos momentos: un desfile de
(gente fantasma)
muertos, entrando en la habitación a través de una pared y desapareciendo por la opuesta. ¿Desapareciendo? No, partiendo. Dan no conocía a Seferis, pero sí a Auden: La Parca se lleva al que nada en oro, al mar de gracioso y a aquellos bien dotados. Ella los había visto a todos y se encontraban aquí a…
Pero no. Dan sabía que no. Los fantasmas que había visto Eleanor se habían ido y ella se había unido a su desfile. A Dan se le había dicho que esperara, y estaba esperando.
La puerta que daba al pasillo giró despacio sobre sus goznes, hasta cerrarse. La puerta del cuarto de baño se abrió.
De la boca muerta de Eleanor Ouellette surgió una única palabra.
—Danny.
Al entrar en el municipio de Sidewinder, pasas una señal en la que pone ¡BIENVENIDO A LA CIMA DE AMÉRICA! No lo es, pero se acerca. A treinta kilómetros del lugar donde la ladera oriental se convierte en la occidental, un camino de tierra sale de la carretera principal y serpentea hacia el norte. En el arco de madera quemada que se alza sobre esta vía secundaria y poco transitada pone ¡BIENVENIDO AL CAMPING BLUEBELL! ¡QUÉDESE UNA TEMPORADA, SOCIO!
Suena a la buena y vieja hospitalidad del Oeste, pero los lugareños saben que muy a menudo el paso está cortado, y en esas ocasiones un letrero menos amistoso cuelga de la verja: CERRADO HASTA NUEVO AVISO. Cómo hacen negocio es un misterio para la gente de Sidewinder, a la que le gustaría ver el Bluebell abierto todos los días en que las carreteras del interior no estén cerradas a causa de la nieve. Echan de menos el comercio que el Overlook solía atraer, y esperaban que el camping lo compensaría al menos en parte (aunque saben que la Gente Campista no maneja el mismo dinero que la Gente Hotelera solía insuflar a la economía local). No había sido el caso. El consenso general es que ese camping es un paraíso fiscal de alguna gran corporación, una empresa creada para perder dinero.
Es un paraíso, de acuerdo, pero la corporación a que da cobijo es el Nudo Verdadero, y cuando se asientan allí, los únicos vehículos en la gran zona de aparcamiento son los suyos, con el EarthCruiser de Rose la Chistera erigiéndose el más alto entre ellos.
Aquella noche de septiembre, nueve miembros del Nudo estaban reunidos en el edificio de techo alto, deliciosamente rústico, conocido como Pabellón Overlook. Cuando el camping abría al público, el Pabellón hacía las veces de restaurante y servía dos comidas al día: desayuno y cena. De la cocina se encargaban Eddie el Corto y Mo la Grande (nombres de paleto, Ed y Maureen Higgins). Ninguno estaba a la altura de los estándares culinarios de Dick Hallorann —¡pocos lo estaban!—, pero es difícil hacerlo mal con las cosas que le gusta comer a la Gente Campista: pastel de carne, macarrones con queso, pastel de carne, tortitas bañadas en sirope Log Cabin, pastel de carne, estofado de pollo, pastel de carne, revueltos de atún, y pastel de carne con salsa de champiñones. Después de la cena se recogían las mesas para jugar al bingo o a las cartas. Los fines de semana había baile. Tales festejos se celebraban únicamente cuando el camping estaba abierto. Esa noche —mientras tres husos horarios al este Dan Torrance esperaba a su visitante sentado en la cama de una mujer muerta—, en el Pabellón Overlook se estaban negociando asuntos de muy distinta índole.
Jimmy el Números presidía una mesa que se había instalado en el centro del abrillantado suelo de arce. Su PowerBook estaba abierto y el escritorio mostraba una fotografía de su pueblo natal, que daba la casualidad de estar en lo profundo de los Cárpatos. (A Jimmy le gustaba bromear con que su abuelo en una ocasión había invitado a un joven procurador de Londres llamado Jonathan Harker).
Apiñados a su alrededor, mirando la pantalla, estaban Rose, Papá Cuervo, Barry el Chino, Andi Colmillo de Serpiente, Charlie el Fichas, Annie la Mandiles, Doug el Diésel y Abuelo Flick. Ninguno de ellos quería situarse cerca de este último, que olía como si hubiera sufrido un accidente menor en los pantalones y hubiera olvidado lavarse luego (un hecho que en esos días sucedía cada vez con mayor frecuencia), pero se trataba de una cuestión importante y no tenían más remedio que soportarlo.
Jimmy el Números era un tipo corriente con entradas y rostro agradable, si bien vagamente simiesco. Aparentaba unos cincuenta años, la tercera parte de su edad real.
—Busqué en Google «Lickety-Spliff» y no encontré nada útil, que es lo que esperaba. En caso de que os interese, «lickety-spliff» es jerga de los adolescentes y significa hacer algo muy despacio en vez de muy rápido…
—No nos interesa —le cortó Doug el Diésel—. Y por cierto, Abuelo, apestas un poquito. No te ofendas, pero ¿cuándo fue la última vez que te limpiaste el culo?
Abuelo Flick le enseñó los dientes, erosionados y amarillos pero todos suyos.
—Me lo limpió tu mujer esta mañana, Deez. Con la cara, da la casualidad. Un poco asqueroso, pero parece que a ella le gustan esas…
—Cerrad el pico, los dos —intervino Rose. Su voz, sin inflexiones, no era amenazadora, pero Doug y Abuelo retrocedieron encogidos ante ella con la expresión propia de un colegial escarmentado—. Continúa, Jimmy. Pero no te desvíes del tema. Quiero tener un plan concreto, y pronto.
—Los demás se van a mostrar reacios por muy concreto que sea el plan —apuntó Cuervo—. Dirán que ha sido un buen año de vapor: lo de aquel cine, el incendio de la iglesia en Little Rock y el atentado terrorista en Austin. Sin olvidar Juárez. Tenía mis dudas en cuanto a lo de ir al sur de la frontera, pero estuvo bien.
Mejor que bien, en realidad. Juárez había llegado a ser conocida como la capital mundial del crimen, nombre que se había ganado por los más de dos mil quinientos homicidios que se cometían ahí al año, muchos precedidos de tortura. La atmósfera dominante había sido extremadamente rica. No era vapor puro, con lo que se notaban el estómago un poco fastidiado, pero cumplía su función.
—Todos esos putos frijoles me daban diarrea —dijo Charlie el Fichas—, pero he de admitir que la cosecha fue excelente.
—Ha sido un buen año, sí —coincidió Rose—, pero no podemos convertir los viajes a México en una costumbre; llamamos demasiado la atención. Allí abajo somos americanos ricos. Aquí nos fundimos con el paisaje. ¿Y no estás cansado de vivir de año en año? ¿De estar siempre de acá para allá y contando cilindros? Esto es diferente. Esto es la veta madre.
Ninguno de ellos replicó. Ella era su líder y al final harían lo que se les ordenara, pero no entendían la cuestión. No había problema. Cuando se encontraran con la niña lo entenderían. Y cuando la tuvieran encerrada y produciendo vapor prácticamente cada vez que quisieran, se arrodillarían gustosos y besarían los pies de Rose. Quizá ella hasta los animaría.
—Sigue, Jimmy, pero ve al grano.
—Estoy segurísimo de que captaste una versión en jerga adolescente de Lickety-Split. Es una cadena de supermercados de Nueva Inglaterra. Hay setenta y tres en total, desde Providence hasta Presque Isle. Cualquier chaval de primaria con un iPad habría tardado dos minutos en averiguarlo. Imprimí las ubicaciones y usé Whirl360 para conseguir imágenes. Encontré seis que tienen vistas de montañas. Dos en Vermont, dos en New Hampshire, y dos en Maine.
Cogió el maletín de su portátil de debajo de la silla, hurgó en el bolsillo lateral, sacó una carpeta y se la entregó a Rose.
—Éstas no son fotos de las tiendas, son fotos de las montañas que pueden verse desde los vecindarios donde están las tiendas. Una vez más, cortesía de Whirl360, que es muchísimo mejor que Google Earth, y que Dios bendiga su corazoncito fisgón. Echa un vistazo a ver si te suenan. O si hay alguna que se pueda descartar definitivamente.
Rose abrió la carpeta y examinó detenidamente las fotografías. Las dos que mostraban las Green Mountains de Vermont las desechó al instante. Una de las localizaciones de Maine tampoco era correcta: mostraba una única montaña, y ella había visto una cordillera. Se demoró en las otras tres. Finalmente se las devolvió a Jimmy el Números.
—Una de éstas.
El contable miró el reverso de las fotos.
—Fryeburg, Maine…, Madison, New Hampshire…, Anniston, New Hampshire. ¿Tienes algún presentimiento de cuál de las tres es?
Rose volvió a examinarlas, y al cabo se quedó con las fotos de las Montañas Blancas vistas desde Fryeburg y Anniston.
—Creo que es una de éstas, pero tengo que asegurarme.
—¿Cómo vas a hacerlo? —preguntó Cuervo.
—La visitaré.
—Si lo que has dicho es cierto, podrías correr peligro.
—Lo haré cuando esté dormida. Las jovencitas duermen profundamente. Nunca sabrá que estuve allí.
—¿Estás segura de que es necesario? Los tres lugares están bastante cerca unos de otros. Podríamos comprobarlos todos.
—¡Sí! —exclamó Rose—. Patrullaremos las calles y preguntaremos a la gente: «Estamos buscando a una niña del barrio, pero parece que no podemos leer su paradero como hacemos normalmente, así que échenos una manita. ¿Ha notado si alguna chica de secundaria de por aquí tiene poderes precognitivos o telepáticos?».
Papá Cuervo lanzó un suspiro, hundió sus grandes manos en los bolsillos y se limitó a mirarla.
—Lo siento —se disculpó Rose—. Estoy un poco de los nervios, ¿vale? Quiero hacerlo y terminar con esto. Y no te preocupes por mí. Sé cuidar de mí misma.
Dan permaneció sentado mirando a la difunta Eleanor Ouellette. Miraba los ojos abiertos, empezando a ponerse ya vidriosos. Miraba las minúsculas manos con las palmas vueltas hacia arriba. Miraba sobre todo la boca abierta. En su interior habitaba el silencio atemporal de la muerte.
—¿Quién eres? —preguntó, pensando: Como si no lo supiera. ¿No había deseado respuestas?
—Cómo has crecido.
Los labios no se movieron, y las palabras parecían carecer de emoción. Quizá la muerte hubiera robado a su viejo amigo sus sentimientos humanos, y qué pena más amarga sería. O quizá se tratara de otra persona, enmascarada como Dick. U otra cosa.
—Si eres Dick, demuéstralo. Dime algo que solo él y yo supiéramos.
Silencio. Pero la presencia continuaba allí. La sentía. Entonces:
—Me preguntaste por qué querría la señora Brant los pantalones del hombre que le entregó su coche.
Al principio Dan no tuvo la menor idea de a qué se refería la voz. Entonces lo comprendió. El recuerdo se encontraba en los estantes superiores donde guardaba todos los malos recuerdos del Overlook. Y sus cajas de seguridad, por supuesto. La señora Brant había dejado el hotel el día en que Danny y sus padres llegaron, y él había captado un pensamiento al azar de la mujer cuando el mozo del Overlook le entregaba su vehículo: Me gustaría meterme en sus pantalones.
—No eras más que un chiquillo con una radio enorme dentro de la cabeza. Me sentí muy apenado por ti. Y asustado. Y tenía razones para asustarme, ¿no es cierto?
En estas palabras se percibía un vago eco de la amabilidad y el humor de su viejo amigo. Era Dick, de acuerdo. Dan miró mudo de asombro a la mujer muerta. Las luces de la habitación parpadearon de nuevo. La jarra del agua volvió a vibrar brevemente.
—No puedo quedarme mucho tiempo, hijo. Estar aquí duele.
—Dick, hay una niña…
—Abra. — Casi un suspiro—. Es como tú. Todo vuelve.
—Cree que hay una mujer que va a por ella. Lleva un sombrero, una chistera anticuada. A veces solo tiene un único diente muy largo arriba. Cuando tiene hambre. Bueno, eso me dijo.
—Haz tu pregunta, hijo. No puedo quedarme. Para mí, ahora este mundo es un sueño de un sueño.
—Hay otros. Los amigos de la mujer de la chistera. Abra los vio con linternas. ¿Quiénes son?
Silencio otra vez. Pero Dick aún estaba ahí. Cambiado pero seguía ahí. Dan lo sentía en sus terminaciones nerviosas, como una especie de electricidad patinando sobre las superficies húmedas de sus ojos.
—Son los demonios vacíos. Están enfermos y no lo saben.
—No lo entiendo.
—No. Y eso es bueno. Si te los hubieras encontrado alguna vez…, si alguna vez te hubieran siquiera olido…, llevarías mucho tiempo muerto, usado y tirado como un cartón vacío. Es lo que le pasó al que Abra llama «el chico del béisbol». Y a muchos otros. Los niños que resplandecen son sus presas, pero ya lo habías adivinado, ¿verdad? Los demonios vacíos carcomen la tierra como un cáncer la piel. Hubo un tiempo en que montaban en camello por el desierto; hubo un tiempo en que conducían carromatos en Europa del Este. Comen gritos y beben dolor. Sufriste tus horrores en el Overlook, Danny, pero al menos te libraste de esta gente. Ahora que la extraña tiene su mente fija en la chica, no pararán hasta que la atrapen. Podrían matarla. Podrían convertirla. O podrían conservarla y usarla hasta que se consuma, y eso sería lo peor de todo.
—No lo entiendo.
—Drénala. Hazla vacía como ellos. —De la boca muerta brotó un otoñal suspiro.
—Dick, ¿qué cojones se supone que he de hacer?
—Dale a la chica lo que ha pedido.
—¿Dónde están ellos, esos demonios vacíos?
—En tu infancia, de donde proviene todo demonio. No se me permite decir más.
—¿Cómo los detengo?
—La única forma es matándolos. Oblígales a tragarse su propio veneno. Hazlo y desaparecerán.
—La mujer del sombrero, la extraña, ¿cómo se llama? ¿Lo sabes?
Desde el pasillo llegó el ruido de una fregona escurriéndose en un cubo, y Poul Larson empezó a silbar. El aire de la habitación cambió. Algo que se había mantenido en delicado equilibrio comenzaba a desnivelarse.
—Acude a tus amigos, aquéllos que conocen lo que eres. Me parece que has crecido bien, hijo, pero aún tienes una deuda. —Hubo una pausa, y luego la voz que pertenecía a Dick Hallorann, pero que al mismo tiempo no era la suya, habló una última vez, en un tono categórico—: Sáldala.
La neblina roja se elevó de los ojos, la nariz y la boca de Eleanor. Se cernió sobre el cuerpo tal vez durante cinco segundos, luego se disipó. Las luces permanecieron estables. También el agua de la jarra. Dick se había ido. Dan estaba solo con un cadáver.
Demonios vacíos.
Si alguna vez había oído un término más terrible, no lo recordaba. Sin embargo, tenía sentido… para aquél que había visto el Overlook como lo que realmente era. Aquel lugar había estado lleno de demonios, pero al menos eran demonios muertos. No creía que tal fuera el caso de la mujer de la chistera y sus amigos.
Aún tienes una deuda. Sáldala.
Sí. Había abandonado a su suerte al niño del pañal caído y la camiseta de los Braves. No lo repetiría con la chica.
Dan esperó en el control de enfermería al coche fúnebre de Geordie & Sons, y acompañó a la camilla cubierta hasta la puerta de atrás de Rivington Uno. Después regresó a su habitación y se sentó a observar Cranmore Avenue, ahora completamente desierta. Soplaba una brisa nocturna que despojaba a los robles de las hojas que de forma prematura habían empezado ya a cambiar de color y las hacía volar danzando y haciendo piruetas por la calle. En el otro extremo del parque público, Teenytown estaba igualmente desierto bajo un par de luces de seguridad naranja de alta intensidad.
Acude a tus amigos. Aquéllos que conocen lo que eres.
Billy Freeman lo sabía, casi desde el principio, porque poseía un poco de lo que tenía Dan. Y si Dan tenía una deuda, suponía que Billy también, porque el resplandor de Dan, más intenso y brillante, le había salvado la vida.
Aunque no se lo plantearía así.
Tampoco sería necesario.
Luego estaba John Dalton, que había perdido un reloj y que resultó ser el pediatra de Abra. ¿Qué había dicho Dick a través de la boca muerta de Eleanor Ooh La Lá? Todo vuelve.
En cuanto a lo que Abra había pedido, era incluso más fácil. Conseguirlo, sin embargo…, podría ser un poco complicado.
Cuando Abra se levantó el domingo por la mañana, tenía un correo electrónico de dtor36@nhmlx.com.
Abra: He contactado con un amigo usando el talento que compartimos y estoy convencido de que corres peligro. Me gustaría hablar de tu situación con un amigo que tenemos en común: John Dalton. No lo haré a menos que me des permiso. Creo que John y yo podríamos recuperar el objeto que dibujaste en mi pizarra.
¿Has instalado la alarma antirrobo? Puede que ciertas personas te estén buscando, y es muy importante que no te encuentren. Debes tener cuidado. Mis mejores deseos y PONTE A SALVO. Borra este e-mail.
Tío D.
La convenció más el e-mail en sí mismo que su contenido, porque sabía que a Dan no le gustaba comunicarse por esa vía; tenía miedo de que sus padres cotillearan su correo y creyeran que estaba intercambiando mensajes con «Chester el Pederasta».
¡Si sus padres supieran de qué clase de pederastas debía ella preocuparse realmente!
Estaba aterrada, pero también —ahora que brillaba el sol y ninguna demente hermosa con chistera la escudriñaba desde la ventana— muy emocionada. Era un poco como estar en una de esas novelas de amor y terror sobrenatural, ésas que la señora Robinson, de la biblioteca de la escuela, calificaba desdeñosamente de «porno preadolescente». En aquellos libros las chicas coqueteaban con hombres lobo, vampiros —incluso zombis—, pero casi nunca se convertían en esas cosas.
Además, se alegraba de que un adulto la defendiera, y no había ningún mal en que fuera guapo, de esa manera un tanto desaliñada que le recordaba un poco a Jax, de Hijos de la anarquía, una serie que ella veía en secreto en el ordenador de Em.
Envió el e-mail de Tío Dan no solo a la papelera, sino a la papelera permanente, que su amiga Emma llamaba «el archivo de novios nuclear». (Como si tuvieras alguno, Em, pensó Abra, sarcástica). Después apagó el portátil y cerró la tapa. No le mandó un e-mail de respuesta. No hacía falta. Solo tenía que cerrar los ojos.
Zip-zip.
Mensaje enviado. Abra se encaminó a la ducha.
Cuando Dan regresó con su café matutino, había un nuevo comunicado en la pizarra.
Puedes contárselo al doctor John pero A MIS PADRES NO.
No. A sus padres no. Al menos, todavía no. Sin embargo, no le cabía duda de que se percatarían de que algo pasaba, y probablemente más pronto que tarde. Cruzaría ese puente (o lo quemaría) cuando llegara al río. Por el momento tenía muchas otras cosas que hacer, empezando por una llamada.
Contestó a ésta un niño que, cuando Dan preguntó por Rebecca, dejó caer el teléfono con un golpe seco y se oyó un grito distante que se alejaba: «¡Abuela! ¡Es para ti!». Unos segundos más tarde, Rebecca Clausen se puso al aparato.
—Hola, Becka, soy Dan Torrance.
—Si es por la señora Ouellette, esta mañana he recibido un e-mail de…
—No es eso. Necesito unos días libres.
—¿El Doctor Sueño quiere unos días libres? No me lo puedo creer. ¡Si la pasada primavera prácticamente tuve que echarte a patadas para que te tomaras unas vacaciones! Y aun así te pasabas una o dos veces al día. ¿Es por un asunto familiar?
Dan, que tenía en mente la teoría de la relatividad de Abra, respondió que sí.