CAPÍTULO OCHO
LA TEORÍA DE LA RELATIVIDAD DE ABRA

1

El último viaje del día en el Helen Rivington se llamaba el Crucero del Ocaso y muchas tardes, cuando Dan no tenía turno en la residencia, tomaba los controles. Billy Freeman, que había hecho el viaje aproximadamente veinticinco mil veces durante sus años como empleado municipal, se mostraba encantado de cedérselos.

—¿Nunca te cansas? —preguntó a Dan.

—Atribúyelo a una infancia de privaciones.

En realidad, no era cierto, pero él y su madre se habían trasladado de un sitio a otro con frecuencia después de que se acabara el dinero de la indemnización, y ella había tenido numerosos trabajos, la mayoría mal pagados, pues carecía de un título universitario. Se las arregló para que siempre tuvieran un techo sobre sus cabezas y un plato de comida en la mesa, pero nunca hubo para mucho más.

En una ocasión —cuando él iba al instituto, viviendo los dos en Bradenton, no muy lejos de Tampa— le preguntó por qué nunca salía con otros hombres. En aquel entonces él ya tenía edad suficiente para saber que seguía siendo una mujer atractiva. Wendy Torrance, que nunca se recuperó por completo de una lesión en la espalda sufrida a manos de su marido, le dirigió una sonrisa torcida. «Con un hombre ya he tenido bastante, Danny. Además, ahora te tengo a ti», había respondido ella.

—¿Cuánto sabía ella sobre tu problema con la bebida? —le preguntó Casey K. durante uno de sus encuentros en el Sunspot—. Empezaste bastante joven, ¿verdad?

Dan había necesitado tomarse un momento para reflexionar sobre ello.

—Seguramente sabía más de lo que yo sabía entonces, pero nunca hablamos de ello. Creo que ella tenía miedo de sacar el tema. Además, nunca me metí en líos con la ley… en aquella época, quiero decir… y me gradué en el instituto con honores. —Dirigió a Casey una sonrisa forzada por encima de la taza de café—. Y, por supuesto, nunca le pegué. Imagino que eso marcó la diferencia.

Nunca tuvo aquel tren de juguete, pero el principio básico por el que los alcohólicos anónimos regían su vida era «no bebas y las cosas mejorarán». Y sí, mejoraron. Ahora tenía el mayor tren chu-chú que un chico pudiera desear, y Billy llevaba razón: nunca se aburría. Suponía que podría llegar a cansarse dentro de diez o veinte años, pero incluso entonces Dan pensaba que probablemente seguiría ofreciéndose a conducir la última vuelta del día, tan solo para pilotar el Riv a la puesta de sol hasta la curva en Cloud Gap. La vista allí era espectacular, y con el río Saco en calma (que era lo habitual cuando sus convulsiones primaverales disminuían), se podían observar todos los colores por duplicado, una vez por encima y otra por debajo. Todo guardaba silencio en el punto más lejano del recorrido del Riv; era como si Dios contuviera Su aliento.

Los viajes entre el día del Trabajo y la celebración del descubrimiento de América, cuando el Riv echaba la persiana para el invierno, eran los mejores. Los turistas se habían ido y los pocos pasajeros eran de la zona, a muchos de los cuales Dan conocía por el nombre. Las noches entre semana, como ese día, menos de una docena de clientes sacaban billete, algo que para Dan no suponía ningún problema.

Estaba oscuro cuando el Riv se detuvo en el andén de la estación de Teenytown. Se apoyó en el costado del primer vagón, con la gorra (llevaba MAQUINISTA DAN bordado en rojo por encima de la visera) echada hacia atrás, y deseó al puñado de viajeros que pasaran una buena noche. Billy estaba sentado en un banco, la punta encendida de su cigarrillo iluminaba intermitentemente su rostro. Debía de estar próximo a los setenta, pero tenía buen aspecto, se había recuperado por completo de su intervención abdominal de dos años atrás y decía que no tenía planes de jubilarse.

—¿Y qué haría? —había preguntado en la única ocasión en que Dan había sacado el tema—. ¿Retirarme a esa granja de cadáveres en la que trabajas? ¿Esperar a que tu gato me haga una visita? Gracias, pero no.

Cuando los dos o tres últimos pasajeros se alejaron a paso lento, probablemente en busca de la cena, Billy aplastó el cigarrillo y fue hacia Dan.

—La meteré en el granero. A no ser que también quieras hacerlo tú.

—No, adelante. Llevas demasiado tiempo ahí sentado tocándote los huevos. ¿Cuándo vas a dejar el tabaco, Billy? Ya sabes que el médico te dijo que tuvo que ver con tu pequeño problema en el estómago.

—Lo he reducido casi a nada —dijo Billy, pero con un revelador desplazamiento hacia abajo en su mirada.

Dan podría haber averiguado cuánto fumaba Billy —seguramente ni siquiera habría necesitado tocarlo para conseguir tal información—, pero no lo hizo. Un día del verano anterior había visto a un chaval que llevaba una camiseta con una señal de tráfico octogonal impresa. En lugar de STOP, en la señal ponía TDI. Al preguntarle Danny qué significaba, el chaval le había dirigido una sonrisa comprensiva que casi con toda seguridad reservaba estrictamente para caballeros de ideología cuarentona. «Tengo demasiada información», había respondido. Dan le dio las gracias, pensando: La historia de mi vida, mi joven amigo.

Todo el mundo tenía secretos. Eso él lo sabía desde su más tierna infancia. Las personas decentes se merecían mantener los suyos, y Billy Freeman era la viva encarnación de la decencia.

—¿Quieres ir a tomar un café, Danno? ¿Tienes tiempo? No tardaré ni diez minutos en meter a esta zorra en la cama.

Dan acarició con cariño el costado de la locomotora.

—Claro, pero controla tu boca. No es ninguna zorra, es…

Fue entonces cuando su cabeza explotó.

2

Cuando volvió en sí estaba despatarrado en el banco donde había estado fumando Billy, que se encontraba sentado a su lado con cara de preocupación. Por Dios, parecía muerto de miedo. Tenía su teléfono en la mano, con el dedo cerniéndose sobre los botones.

—Guárdatelo —dijo Dan. Las palabras brotaron con un polvoriento graznido. Se aclaró la garganta y probó de nuevo—. Estoy bien.

—¿Estás seguro? Cielo santo, creí que te había dado un derrame cerebral. En serio.

Es justo lo que he sentido.

Por primera vez en años, Dan se acordó de Dick Hallorann, el chef extraordinaire del Hotel Overlook en los viejos tiempos. Dick había sabido casi de inmediato que el hijo de Jack Torrance compartía su mismo talento. Dan se preguntó ahora si Dick seguiría vivo. Era una probabilidad remota; por aquel entonces ya rayaba los sesenta.

—¿Quién es Tony? —preguntó Billy.

—¿Qué?

—Has estado diciendo: «Por favor, Tony, por favor». ¿Quién es Tony?

—Un tipo que conocía antes, en mis días de borracho. —Como improvisación no valía mucho, pero fue lo primero que le vino a la mente, aún aturdida—. Un buen amigo.

Billy miró el rectángulo iluminado de su teléfono durante unos segundos, luego cerró lentamente la tapa y se lo guardó en el bolsillo.

—¿Sabes? Eso no me lo trago. Creo que has tenido uno de tus flashes, como el día en que percibiste lo de mi… —Se dio una palmadita en el estómago.

—Bueno…

Billy alzó una mano.

—No digas más. Mientras estés bien, no hace falta. Y mientras no hayas visto nada malo sobre mí…, porque entonces querría saberlo. Imagino que eso no vale para todo el mundo, pero sí para mí.

—No tiene que ver contigo. —Dan se levantó y le complació descubrir que sus piernas le sostenían sin problema—. Pero habrá que dejar el café para otro día, si no te importa.

—Para nada. Lo que necesitas ahora es irte a casa y tumbarte. Todavía estás pálido. Fuera lo que fuese, te pegó fuerte. —Billy echó un vistazo al Riv—. Me alegro de que no te pasara cuando ibas ahí sentado a sesenta por hora.

—Dímelo a mí —coincidió Dan.

3

Cruzó Cranmore Avenue hasta la Residencia Rivington con la intención de seguir el consejo de Billy y tumbarse, pero en vez de girar en la verja que daba acceso al camino bordeado de flores de la gran mansión victoriana, decidió seguir andando un rato más. Empezaba a recuperar el aliento —a recuperarse a sí mismo— y el aire nocturno era agradable. Además, necesitaba meditar acerca de lo que acababa de suceder, y muy detenidamente.

Fuera lo que fuese, te pegó fuerte.

Eso le hizo pensar de nuevo en Dick Hallorann y en todas las cosas que nunca le había contado a Casey Kingsley. Ni le contaría. El daño que le había causado a Deenie —y a su hijo, suponía, simplemente por no hacer nada— estaba alojado en lo más hondo de su ser, como una muela del juicio incrustada, y allí permanecería. Sin embargo, cuando tenía cinco años fue Danny Torrance quien recibió el daño —y también su madre, por supuesto—, y su padre no había sido el único culpable. Dick sí había hecho algo al respecto. De lo contrario, Dan y su madre habrían muerto en el Overlook. Todavía resultaba doloroso rememorar el pasado, aún brillante con los infantiles colores primarios del miedo y el horror. Habría preferido no tener que volver a pensar en él jamás, pero ahora era preciso. Porque… bueno…

Porque todo lo que se va vuelve. Quizá sea la suerte o quizá el destino, pero de un modo u otro, ha vuelto. ¿Qué fue lo que dijo Dick el día en que me dio la caja de seguridad? Cuando el alumno esté preparado, aparecerá el maestro. No es que yo esté dotado para enseñar nada a nadie, salvo tal vez que si no bebes, no te emborracharás.

Había llegado al final de la manzana; dio media vuelta y desanduvo sus pasos. Tenía la acera toda para él. Resultaba extraño e inquietante lo rápido que Frazier se vaciaba una vez que el verano tocaba a su fin, y eso le condujo a pensar en cómo se había vaciado el Overlook. En lo rápido que los Torrance habían tenido el lugar entero para ellos.

Excepto por los fantasmas, por supuesto. Ellos nunca se marcharon.

4

Hallorann le había dicho a Danny que se dirigía a Denver, desde donde volaría al sur con destino a Florida. Le había preguntado a Danny si querría ayudarle a llevar sus maletas al aparcamiento del Overlook, y Danny había cargado con una hasta el coche de alquiler del cocinero. Era poca cosa, apenas mayor que un maletín, pero el niño había tenido que usar las dos manos para acarrearla. Cuando el equipaje estuvo bien guardado en el maletero y ellos sentados dentro del coche, Hallorann había puesto nombre a la cosa en la cabeza de Danny, la cosa en la que sus padres solo creían a medias.

Tienes un don. Yo siempre lo he llamado «el resplandor», que es como lo llamaba también mi abuela. ¿Así que te sentías un poco solo pensando que eras el único?

Sí, se había sentido solo, y sí, había creído que era el único. Hallorann le había quitado esa idea de la cabeza. En los años transcurridos desde entonces, Dan se había topado con muchas personas que tenían, en palabras del cocinero, «una pizca de resplandor». Billy, por ejemplo.

Pero nunca nadie como la chica que había gritado esta noche dentro de su cabeza. Le había dado la impresión de que ese grito habría podido despedazarlo.

¿Había sido él tan fuerte? Calculaba que sí, o casi. El día de cierre en el Overlook, Hallorann le había pedido al preocupado muchachito sentado a su lado que… ¿Qué había dicho?

Había dicho que le echara un soplo.

Dan ya había llegado a la Residencia Rivington y estaba parado fuera de la verja. Habían caído las primeras hojas y una brisa nocturna las arremolinó en torno a sus pies.

Y cuando le pregunté en qué debía pensar, me dijo que en cualquier cosa, pero que pensara en ello con fuerza. Y eso hice, aunque en el último segundo lo suavicé, al menos un poquito. Si no, creo que podría haberle matado. Se echó hacia atrás… no, salió disparado de golpe hacia atrás, y se mordió el labio. Me acuerdo de la sangre. Dijo que yo era como una pistola. Y después me preguntó por Tony. Mi amigo invisible. Así que se lo conté.

Tony había vuelto, por lo visto, pero ya no era el amigo de Dan. Ahora era el amigo de una chiquilla llamada Abra. Ella se encontraba en un apuro como lo había estado Dan, pero los hombres crecidos que buscaban niñas pequeñas atraían la atención y despertaban recelo. Llevaba una buena vida en Frazier, y sentía que se la merecía después de todos los años perdidos.

Pero…

Pero cuando él necesitó a Dick —en el Overlook, y luego más tarde, en Florida, cuando la señora Massey regresó—, Dick había acudido. En Alcohólicos Anónimos la gente llamaba a esta clase de situación una visita del Paso Doce. Porque cuando el alumno estuviera preparado, aparecería el maestro.

En varias ocasiones Dan había acompañado a Casey Kingsley y a algunos otros miembros del Programa en visitas del Paso Doce a hombres asfixiados por el alcohol o las drogas. A veces eran amigos o jefes quienes solicitaban este servicio; más a menudo eran familiares que habían agotado cualquier otro recurso y estaban desesperados. Habían logrado unos cuantos éxitos a lo largo de los años, pero la mayoría de las intervenciones terminaban con un portazo o una invitación a que Casey y sus amigos se metieran sus chorradas santurronas y cuasirreligiosas por el culo. Hubo un individuo, un veterano de la espléndida aventura en Irak de George Bush, mentalmente confundido por las anfetas, que llegó a apuntarles con una pistola. Al regresar de la casucha de mala muerte en Chocorva donde el veterano había instalado su guarida con su aterrada esposa, Dan había dicho:

Esto sí que ha sido una pérdida de tiempo.

—Lo sería si lo hiciéramos por ellos —replicó Casey—, pero no. Lo hacemos por nosotros. ¿Te gusta la vida que vives, Danny-boy? —No era la primera vez que le formulaba esa pregunta, y no sería la última.

—Sí. —Ninguna vacilación al respecto. Vale, no era el presidente de General Motors ni rodaba escenas de desnudos con Kate Winslet, pero a juicio de Dan, lo tenía todo.

—¿Consideras que te lo has ganado?

—No —respondió Dan con una sonrisa—. La verdad es que no. Imposible.

—Entonces, ¿qué te devolvió a un sitio en el que te gusta levantarte por las mañanas? ¿La suerte o la gracia divina?

Había creído que Casey quería que respondiera que fue la gracia divina, pero durante los años sobrios había aprendido el a veces incómodo hábito de la sinceridad.

—No lo sé.

—Eso está bien, porque cuando estás entre la espada y la pared, no hay diferencia.

5

—Abra, Abra, Abra —dijo mientras recorría el camino hasta la Residencia Rivington—. ¿En qué te has metido, chica? ¿Y en qué me has metido a mí?

Estaba pensando en que tendría que intentar ponerse en contacto con ella utilizando el resplandor, el cual nunca era fiable del todo, pero cuando entró en su habitación en el torreón vio que no sería necesario. Escrito nítidamente en su pizarra estaba esto:

cadabra@nhmlx.com

Caviló sobre el alias durante unos segundos, y al cabo lo pilló y se echó a reír.

—Muy bueno, chica, muy bueno.

Encendió su portátil. Un momento después estaba mirando un mensaje de e-mail por rellenar. Tecleó la dirección y luego se quedó observando el cursor parpadeante. ¿Qué edad tendría? Por lo que pudo deducir a partir de sus comunicaciones previas, estaría entre unos sabios doce años y unos algo ingenuos dieciséis. Seguramente se acercaría más a la primera. Y ahí estaba él, un hombre lo bastante viejo como para que aparecieran motas de sal en el rastrojo de su barba si se saltaba un afeitado. Ahí estaba él, preparándose para iniciar un chat con ella. Cazar a un depredador, ¿alguien?

Quizá no sea nada. Pudiera ser; después de todo, no es más que una niña.

Sí, pero era una niña que estaba tremendamente asustada. Además, él sentía curiosidad, y desde hacía ya algún tiempo. Suponía que se trataba de la misma curiosidad que Hallorann había sentido por Danny.

Ahora mismo me vendría bien un poquito de gracia divina. Y un montón de suerte.

En el espacio de ASUNTO, Dan escribió: Hola Abra. Bajó el cursor, respiró hondo, y tecleó cuatro palabras: Cuéntame qué te pasa.

6

El sábado siguiente por la tarde, Dan estaba sentado en un banco al sol en el exterior del edificio de piedra cubierto de hiedra que albergaba la Biblioteca Pública de Anniston. Tenía un ejemplar del Union Leader abierto ante él, y había palabras en la página, pero no tenía la menor idea de lo que decían. Estaba demasiado nervioso.

A las dos, puntual como un reloj, una chica en tejanos llegó montada en una bicicleta y la dejó en el césped apoyada en la pata. Saludó a Dan con la mano y con una amplia sonrisa.

Ahí estaba. Abra. Abracadabra.

Era alta para su edad, sobre todo por sus largas piernas. Llevaba su rizos rubios recogidos en una coleta gorda de la cual se escapaban por todos lados. El día era un poco fresco, y llevaba una chaqueta ligera con las palabras CICLONES DE ANNISTON serigrafiadas en la espalda. Agarró un par de libros que estaban atados con un pulpo al portaequipajes trasero de su bicicleta y luego corrió hacia él, aún con esa amplia sonrisa. Bonita pero no hermosa. Salvo por sus separados ojos azules. Eran preciosos.

—¡Tío Dan! ¡Me alegro de verte! —Y le plantó un efusivo beso en la mejilla. Eso no estaba en el guión. Su confianza en la bondad de él resultaba aterradora.

—Yo también me alegro de verte, Abra. Siéntate.

Le había indicado que deberían tener cuidado, y Abra —hija de su cultura— lo entendió enseguida. Habían acordado que lo mejor sería encontrarse al aire libre, y existían pocos lugares en Anniston más abiertos que el césped delantero de la biblioteca, que estaba situada cerca del centro del pequeño distrito comercial.

Le miraba con franco interés, tal vez incluso ansia. Sintió algo similar a unos dedos diminutos tanteando suavemente en el interior de su cabeza.

(¿dónde está Tony?)

Dan se tocó la sien con un dedo.

Abra sonrió, y el gesto completó su belleza, transformándola en una chica que al cabo de cuatro o cinco años rompería corazones.

(¡HOLA TONY!)

Fue lo bastante fuerte como para crisparle el rostro, y volvió a pensar en cómo Dick Hallorann había reculado tras el volante de su coche de alquiler, sus ojos momentáneamente inexpresivos.

(tenemos que hablar en voz alta)

(vale sí)

—Soy el primo de tu padre, ¿de acuerdo? No soy realmente un tío, pero tú me llamas así.

—Sí, vale, eres el tío Dan. No habrá problema mientras no se presente la mejor amiga de mi madre, que se llama Gretchen Silverlake. Creo que se sabe nuestro árbol genealógico entero, y tampoco es que sea muy grande.

Oh, lo que faltaba, pensó Dan. La mejor amiga metomentodo.

—No pasa nada —le tranquilizó Abra—. Su hijo mayor está en el equipo de fútbol, y ella nunca se pierde un partido de los Ciclones. Casi todo el mundo va al partido, así que deja de preocuparte de que alguien piensa que eres…

Terminó la frase con una imagen mental, una viñeta, en realidad. Floreció en un instante, tosca pero nítida. Un hombre corpulento con gabardina acosaba a una niñita en un callejón oscuro. Las rodillas de la pequeña chocaban la una contra la otra y, justo antes de que la escena se fundiera, Dan vio un bocadillo de cómic sobre su cabeza: ¡Aj! ¡Un bicho raro!

—La verdad, no tiene gracia.

Creó su propia imagen y se la envió en respuesta: Dan Torrance, con un traje a rayas de preso, escoltado por dos policías grandes como armarios. Nunca había intentado nada así, y no le salió tan bien como a Abra, pero se alegró de descubrir que podía hacerlo. Entonces, casi antes de comprender qué sucedía, ella se apropió de la imagen y se hizo su dueña. Dan desenfundaba una pistola del cinto, apuntaba a uno de los policías y apretaba el gatillo. Un pañuelo con la palabra ¡BANG! surgió del cañón del arma.

Dan se quedó mirándola boquiabierto.

Abra se tapó la boca con las manos en puño y soltó una risita tonta.

—Lo siento, no he podido resistirme. Podríamos tirarnos toda la tarde haciendo esto, ¿a que sí? Sería divertido.

Supuso que también sería un alivio. La chica llevaba años en posesión de una magnífica pelota, pero no tenía a nadie con quien jugar a lanzársela. Y, por supuesto, lo mismo le ocurría a él. Por primera vez desde su infancia —desde Hallorann—, estaba enviando además de recibiendo.

—Sí, tienes razón, pero ahora no es el momento. Tenemos que repasar otra vez todo el asunto. El e-mail que me enviaste solo tocaba los puntos más destacados.

—¿Por dónde empiezo?

—¿Qué tal por tu apellido? Ya que soy tu tío honorario, seguramente debería saberlo.

Eso la hizo reír. Dan procuró mantenerse serio y le resultó imposible. Que Dios le ayudara, ya empezaba a cogerle cariño.

—Soy Abra Rafaella Stone —dijo. De pronto la risa desapareció—. Solo espero que la mujer del sombrero nunca llegue a enterarse.

7

Permanecieron sentados en el banco en el exterior de la biblioteca cuarenta y cinco minutos, con el sol otoñal calentando sus rostros. Por primera vez en su vida, Abra sintió un placer incondicional, incluso alegría, por el talento que siempre la había desconcertado y a veces aterrorizado. Gracias a ese hombre, hasta tenía un nombre para ello: el resplandor. Era un buen nombre, un nombre reconfortante, porque siempre lo había considerado algo oscuro.

Tenían mucho de que hablar, montones de notas que comparar, y apenas acababan de comenzar cuando una robusta mujer cincuentona con una falda de tweed se acercó a saludar. Miró a Dan con cierta curiosidad, pero no una curiosidad adversa ni negativa.

—Hola, señora Gerard. Éste es mi tío Dan. Tuve a la señora Gerard en clase de lengua el año pasado.

—Un placer conocerla, señora. Dan Torrance.

La señora Gerard le estrechó la mano que le ofrecía con un único apretón firme. Abra sintió que Dan —el tío Dan— se relajaba. Eso estaba bien.

—¿Vive por la zona, señor Torrance?

—Carretera abajo, en Frazier. Trabajo en el centro de cuidados paliativos de allí. En la Residencia Rivington.

—Ah, es un buen trabajo el que hace. Abra, ¿has leído ya El reparador, la novela de Malamud que recomendé?

Abra puso una expresión triste.

—Lo tengo en mi Nook…, me dieron una tarjeta de regalo por mi cumpleaños…, pero todavía no lo he empezado. Parece difícil.

—Estás preparada para las cosas difíciles —dijo la señora Gerard—. Más que preparada. El instituto llegará antes de lo que piensas, y luego la universidad. Te sugiero que empieces hoy mismo. Encantada de haberle conocido, señor Torrance. Tiene usted una sobrina muy inteligente. Pero, Abra, la inteligencia implica responsabilidad. —Le dio un golpecito en la sien para enfatizar este punto y seguidamente subió los escalones de la biblioteca y entró.

La chica se volvió hacia Dan.

—No ha sido tan malo, ¿a que no?

—Por ahora todo va bien —asintió Dan—. Claro que como hable con tus padres…

—No hablará. Mamá está en Boston, cuidando de Momo. Tiene cáncer.

—Lo siento mucho. ¿Momo es tu

(abuela)

(bisabuela)

—Además —prosiguió Abra—, no estamos mintiendo del todo con lo de que eres mi tío. El año pasado, en ciencias, el señor Staley nos contó que todos los seres humanos comparten el mismo esquema genético. Dijo que las cosas que nos hacen diferentes son muy pequeñitas. ¿Sabías que compartimos algo así como el noventa y nueve por ciento de nuestra composición genética con los perros?

—No —reconoció Dan—, pero eso explica por qué me ha gustado siempre la comida para perros.

La niña se echó a reír.

—Así que podrías ser de verdad mi tío o mi primo o lo que sea. Eso es lo que quiero decir.

—Ésa es la teoría de la relatividad de Abra, ¿no?

—Supongo. ¿Necesitamos el mismo color de ojos o de pelo para ser familia? Nosotros dos tenemos algo en común que casi nadie más tiene. Eso nos convierte en una clase especial de parientes. ¿Crees que es un gen, como el de los ojos azules o el pelo rojo? Y, por cierto, ¿sabías que Escocia tiene el mayor porcentaje de pelirrojos?

—No, no lo sabía —dijo Dan—. Eres toda una fuente de información.

Su sonrisa se desdibujó ligeramente.

—¿Eso es un menosprecio?

—En absoluto. Supongo que el resplandor podría ser un gen, pero en realidad no lo creo. Diría que es incuantificable.

—¿Eso significa que no se puede calcular? ¿Como Dios y el cielo y todo eso?

—Sí.

Dan se dio cuenta de que estaba pensando en Charlie Hayes y en todos aquellos antes y después de él a quienes había visto abandonar este mundo en su personaje de Doctor Sueño. Algunas personas llamaban «partida» al momento de la muerte. A Dan le gustaba, porque parecía casi perfecto. Cuando veías partir a hombres y mujeres ante tus ojos —abandonando Teenytown, el pueblecito en miniatura que la gente llamaba realidad, hacia Cloud Gap, el hueco en las nubes de una vida de ultratumba— cambiaba tu manera de pensar. Para aquéllos al borde la muerte, era el mundo el que partía. En esos momentos de tránsito, Dan se había sentido siempre en presencia de cierta enormidad apenas vislumbrada. Se dormían, despertaban, iban a alguna parte. Continuaban. Había tenido motivos para creerlo, incluso de niño.

—¿En qué estás pensando? —preguntó Abra—. Lo veo, pero no lo entiendo. Y quiero.

—No sé cómo explicarlo —dijo él.

—En parte era sobre la gente fantasma, ¿no? Los vi una vez, en el trenecito de Frazier. Fue un sueño, pero creo que fue real.

Dan abrió mucho los ojos.

—¿En serio?

—Sí. No creo que quisieran hacerme daño, solo me miraban, pero daban un poco de miedo. Me parece que eran personas que montaron en el tren antiguamente. ¿Tú has visto gente fantasma? Sí, ¿verdad?

—Sí, pero fue hace mucho tiempo. —Y algunas de las personas eran mucho más que fantasmas. Los fantasmas no dejaban residuos en los asientos del inodoro y en las cortinas de la ducha—. Abra, ¿cuánto conocen tus padres de tu resplandor?

—Papá cree que ha desaparecido todo menos algunas cosillas, como cuando llamé desde el campamento porque supe que Momo estaba enferma, y se alegra. Mamá sabe que sigue ahí, porque a veces me pide que la ayude a buscar algo que ha perdido…, el último mes fueron las llaves del coche, que se las había dejado en la mesa de trabajo de papá en el garaje…, pero no sabe cuánto queda. Ya no hablan de ello. —Hizo una pausa—. Momo lo sabe. A ella no le asusta como a papá y a mamá, pero me dijo que tuviera cuidado. Porque si la gente se entera… —Puso una cara cómica, giró los ojos y sacó la lengua por la comisura de la boca—. ¡Aj! ¡Un bicho raro! ¿Entiendes?

()

Abra sonrió agradecida.

—Sí, claro que entiendes.

—¿Nadie más?

—Bueno… Momo dijo que debía hablar con el doctor John, porque él ya sabía algunas cosas. Él… ummm… vio algo que hice con las cucharas cuando era pequeña. Las colgué del techo.

—Ese médico no será por casualidad John Dalton, ¿verdad?

—¿Lo conoces? —El rostro de Abra se iluminó.

—Pues resulta que sí. Una vez le encontré algo. Una cosa que había perdido.

(¡un reloj!)

(exacto)

—No se lo cuento todo —prosiguió Abra. Parecía inquieta—. Por supuesto, no le he dicho lo del chico del béisbol, y nunca jamás le hablaré de la mujer del sombrero. Porque se lo contaría a mis padres, y ellos ya tienen bastantes cosas en la cabeza. Además, ¿qué podrían hacer?

—Archivemos eso de momento. ¿Quién es el chico del béisbol?

—Bradley Trevor. Brad. A veces le daba la vuelta a la gorra porque pensaba que traía suerte. Es una superstición del béisbol, ¿no?

Dan asintió con la cabeza.

—Está muerto. Lo mataron ellos. Pero antes le hicieron daño. Le hicieron muchísimo daño.

Su labio inferior empezó temblar, y de pronto parecía que estaba más cerca de los nueve años que de los trece.

(no llores, Abra, no podemos llamar la atención)

(lo sé, lo sé)

Agachó la cabeza, respiró hondo varias veces, y alzó la vista. Le brillaban excesivamente los ojos, pero su boca había cesado de temblar.

—Estoy bien —aseguró—. De veras. Me alegro de no estar sola con esto dentro de mi cabeza.

8

Dan escuchó con atención mientras ella describía lo que recordaba de su encuentro inicial con Bradley Trevor dos años antes. No era mucho. La imagen más nítida que retenía era de numerosos haces de linterna entrecruzados que le iluminaban mientras yacía en el suelo. Y sus gritos. Recordaba los gritos.

—Tenían que iluminarle porque estaban haciendo una especie de operación —dijo Abra—. Bueno, así es como lo llaman, pero lo que de verdad estaban haciendo era torturarlo.

Le habló de cuando volvió a ver a Bradley en la contraportada del Anniston Shopper, con todos los demás niños desaparecidos. De cómo había tocado su foto para ver si podía averiguar algo sobre él.

—¿Tú puedes hacer eso? —preguntó ella—. ¿Tocar cosas y recibir imágenes en la cabeza? ¿Descubrir cosas?

—A veces. No siempre. Cuando era niño, lo hacía con más facilidad y fallaba menos.

—¿Crees que se me irá cuando crezca? No me importaría. —Hizo una pausa, reflexionaba—. Aunque creo que me molestaría un poco. Es difícil de explicar.

—Sé lo que quieres decir. Es nuestra cosa, ¿verdad? Lo que podemos hacer.

Abra sonrió.

—¿Estás completamente segura de que sabes dónde mataron a ese chico?

—Sí, y lo enterraron allí. Hasta enterraron su guante de béisbol.

Abra le entregó un trozo de papel. Era una copia, no el original. Le habría dado vergüenza que alguien viera que había escrito los nombres de los chicos de Round Here no solo una vez sino un montón de veces. Hasta la forma en que estaban escritos parecía ahora un completo error, con aquellas letras gordas que supuestamente expresaban no amor sino amour.

—No te martirices —dijo Dan con aire ausente, estudiando lo que había reproducido en la hoja—. Yo estaba obsesionado con Stevie Nicks cuando tenía tu edad. Y con Ann Wilson, de Heart. Seguramente no te sonará, para ti es antigua, pero solía soñar despierto con que la invitaba a uno de los bailes de los viernes por la noche en la Escuela Secundaria de Glenwood. ¿Qué te parece como ejemplo de estupidez?

Ella lo miraba boquiabierta.

—Es estúpido pero normal. Lo más normal del mundo, así que date un respiro. Y no te he espiado, Abra. Estaba ahí. Es como si me hubiera saltado a la cara.

—Ay, Dios. —Las mejillas de Abra se tiñeron de rojo vivo—. Va a costar un poco acostumbrarse, ¿verdad?

—Nos va a costar a los dos, chiquilla.

Retornó la mirada a la hoja de papel.

PROHIBIDO EL PASO POR ORDEN DE LA

OFICINA DEL SHERIFF DEL CONDADO DE

CANTON

INDUSTRIAS ORGÁNICAS

PLANTA DE ETANOL 4

FREEMAN, IOWA

CERRADO HASTA NUEVO AVISO

—Esto lo obtuviste… ¿cómo? ¿Mirándolo una y otra vez? ¿Cómo si rebobinaras una película?

—El letrero de PROHIBIDO EL PASO fue fácil, pero para lo de Industrias Orgánicas y la planta de etanol, sí, tuve que pasar varias veces. ¿Tú puedes hacer eso?

—Nunca lo he probado. Puede que una vez, pero probablemente no más.

—Encontré Freeman, Iowa, en internet —dijo ella—. Y cuando abrí el Google Earth vi la fábrica. Estos sitios están de verdad ahí.

Los pensamientos de Dan retornaron a John Dalton. Otros miembros del Programa habían hablado de su peculiar capacidad para encontrar cosas; John, nunca. No era de extrañar, en realidad. Los médicos hacían un voto de confidencialidad similar al de Alcohólicos Anónimos, ¿verdad? Lo cual, en el caso de John, daba lugar a una especie de doble cobertura.

—¿Podrías llamar tú a los padres de Trevor? —estaba diciendo Abra—. ¿O a la oficina del sheriff de Canton? A mí no me creerían, pero creerán a un adulto.

—Supongo que sí. —Aunque, claro, un hombre que supiera dónde estaba enterrado el cuerpo automáticamente pasaría a encabezar la lista de sospechosos, así que, si lo hacía, debería tener mucho, muchísimo cuidado con la manera de abordarlo.

Abra, en menudo lío me estás metiendo.

—Lo siento —susurró la niña.

Dan le cubrió una mano con la suya y le dio un suave apretón.

—No, no tienes por qué. Se supone que no deberías haberlo oído.

—¡Ay, Dios! —exclamó ella, enderezándose—. Por ahí viene Yvonne Stroud. Va a mi clase.

Dan retiró la mano a toda prisa. Vio a una chica rolliza, morena, de aproximadamente la edad de Abra, acercándose por la acera. Cargaba una mochila a la espalda y llevaba una libreta de anillas apretada contra el pecho. Le brillaban los ojos, inquisitivos.

—Querrá saberlo todo sobre ti —advirtió Abra—. Y quiero decir todo. Y es de las que hablan.

Oh, oh.

Dan miró a la chica que se aproximaba.

(no somos interesantes)

—Ayúdame, Abra —pidió, y sintió que se sumaba a él. Una vez que estuvieron unidos, el pensamiento ganó instantáneamente en fuerza y profundidad.

(NO SOMOS PARA NADA INTERESANTES)

—Muy bien —dijo Abra—. Un poquito más. Hazlo conmigo. Como cantando.

(APENAS NOS VES NO SOMOS INTERESANTES Y ADEMÁS TIENES MEJORES COSAS QUE HACER)

Yvonne Stroud apretó el paso por la acera, agitó una mano en un vago gesto de saludo pero no aflojó el ritmo. Subió a la carrera los escalones de la biblioteca y desapareció dentro.

—Vaya, si esto no ha sido espectacular, yo soy el tío de un mono —se asombró Dan.

Ella le miró con seriedad.

—Según la teoría de la relatividad de Abra, podrías serlo de verdad.

Envió la imagen de unos pantalones en un tendedero.

(vaqueros)

Después, los dos reían.

9

Dan la obligó a repasar el asunto del plato giratorio tres veces, quería estar seguro de que lo entendía bien.

—¿Eso tampoco lo has hecho nunca? —preguntó Abra—. ¿Lo de ver a distancia?

—¿Proyección astral? No. ¿Te ha pasado muchas veces?

—Solo un par. —Lo consideró—. Puede que tres. Una vez me metí dentro de una chica que se estaba bañando en el río. Estaba mirándola desde el fondo del jardín de atrás de casa. Tendría yo nueve o diez años, y no sé por qué pasó, porque ella no tenía ningún problema ni nada por el estilo, lo único que hacía era nadar con sus amigos. Ésa fue la que más duró, por lo menos tres minutos. ¿Lo llamas proyección astral? ¿Como del espacio exterior?

—Es un término antiguo, de las sesiones de espiritismo de hace cien años, y tal vez no sea muy idóneo. Significa solo que es una experiencia extracorporal. —Suponiendo que algo así pudiera etiquetarse—. Pero… quiero estar seguro de que lo he entendido… ¿la chica del río no se metió dentro de ti?

Abra negó rotundamente con la cabeza e hizo volar su coleta.

—Ni siquiera se enteró de que yo estaba allí. La única vez que funcionó en los dos sentidos fue con esa mujer. La del sombrero. Solo que entonces no vi el sombrero porque yo estaba dentro de ella.

Dan usó un dedo para describir un círculo.

—Tú te metiste en ella, ella se metió en ti.

—Sí. —Abra se estremeció—. Fue ella la que cortó a Bradley Trevor hasta que murió. Cuando sonríe tiene un solo diente muy largo, arriba.

Algo relacionado con el sombrero tocó una fibra sensible que le indujo a pensar en Deenie, la mujer de Wilmington. ¿Era porque Deenie llevaba sombrero? No, no llevaba, al menos que él recordara; se había puesto ciego hasta las trancas. Probablemente no significara nada; a veces el cerebro establecía asociaciones fantasma, eso era todo, en especial cuando se hallaba bajo tensión, y lo cierto (por poco que le gustara admitirlo) era que Deenie nunca se alejaba de sus pensamientos. Algo tan insignificante como unas sandalias con suela de corcho en el escaparate de una tienda podía traérsela a la memoria.

—¿Quién es Deenie? —preguntó Abra. Entonces pestañeó rápidamente y se apartó un poco, como si Dan de repente hubiera aleteado una mano delante de sus ojos—. Ups. No debería ir ahí, supongo. Lo siento.

—No pasa nada, da igual —dijo él—. Volvamos a tu mujer del sombrero. Cuando la viste después, en tu ventana, ¿no fue lo mismo?

—No. Ni siquiera estoy segura de que fuese un resplandor. Creo que era un recuerdo, de cuando la vi haciendo daño al chico.

—Entonces ella tampoco te vio. No te ha visto nunca.

Si la mujer era tan peligrosa como Abra creía, ésa era una cuestión importante.

—No, estoy segura de que no. Pero lo desea. —Le miró, tenía los ojos muy abiertos y la boca de nuevo temblorosa—. Cuando pasó lo del plato giratorio, pensó en un espejo. Quería que me mirara en uno. Quería usar mis ojos para verme.

—¿Qué vio a través de tus ojos? ¿Podría localizarte así?

Abra lo consideró detenidamente. Al cabo respondió:

—Estaba asomada a la ventana cuando pasó. Lo único que se ve desde ahí es la calle. Y las montañas, claro, pero hay cantidad de montañas en América, ¿no es cierto?

—Cierto.

¿Podría la mujer del sombrero identificar las montañas que había visto a través de los ojos de Abra con una fotografía si realizaba una búsqueda exhaustiva en internet? Como tantos otros aspectos en ese negocio, no había manera de estar seguro.

—¿Por qué lo mataron, Dan? ¿Por qué mataron al chico del béisbol?

Él creía saberlo, y se lo habría ocultado de haber podido, pero incluso ese breve encuentro bastaba para decirle que nunca tendría esa clase de relación con Abra Rafaella Stone. Los alcohólicos en recuperación se esmeraban por lograr «total sinceridad en todos nuestros asuntos», pero rara vez tenían éxito; Abra y él no podían evitarla.

(alimento)

La chica le miró fijamente, horrorizada.

—¿Se comen su resplandor?

(creo que sí)

(¿son VAMPIROS?)

Y luego, en voz alta:

—¿Como en Crepúsculo?

—Distintos —dijo Dan—. Y por el amor de Dios, Abra, no hago más que especular.

La puerta de la biblioteca se abrió. Dan miró alrededor, temiendo que fuese la excesivamente curiosa Yvonne Stroud, pero era una pareja chico-chica que solo tenían ojos el uno para el otro. Se volvió hacia Abra.

—Tenemos que acabar con esto.

—Lo sé. —Abra levantó una mano, se frotó los labios, se dio cuenta de lo que hacía, y la posó de nuevo en el regazo—. Pero es que tengo tantas preguntas y quiero saber tantas cosas… ¡Nos llevaría horas!

—Horas que no tenemos. ¿Estás segura de que era un Sam’s?

—¿Qué?

—¿Estaba en un supermercado Sam’s?

—Ah, sí.

—Conozco la cadena. Incluso he comprado en alguno, pero no por aquí.

Ella sonrió burlona.

—Normal, tío Dan, aquí no hay ninguno. Están todos en el oeste. También lo busqué en Google. —Su sonrisa se esfumó—. Hay cientos de ellos, desde Nebraska hasta California.

—Necesito pensar sobre esto un poco más, y tú también. Puedes ponerte en contacto conmigo por e-mail si es importante, pero sería mejor que nos limitáramos a… —Se dio un golpecito en la frente—. Zip-zip. ¿Entiendes?

—Sí —asintió ella, y sonrió—. Lo único bueno de esto es tener un amigo que sabe cómo hacer Zip-zip. Y que sabe lo que es.

—¿Podrás usar la pizarra?

—Claro. Es facilísimo.

—Ten siempre presente una cosa, una por encima de todas las demás. Es probable que esa mujer no sepa cómo localizarte, pero sabe que estás en algún sitio.

Abra permaneció callada. Dan tanteó en busca de sus pensamientos, pero ella los protegía.

—¿Puedes instalar una alarma antirrobo en tu cabeza, para que si ella está en algún sitio cercano, ya sea mentalmente o en persona, lo sepas?

—Crees que va a venir a por mí, ¿verdad?

—Es posible que lo intente. Por dos razones. La primera, porque sabes que ella existe.

—Y sus amigos —susurró Abra—. Tiene cantidad de amigos.

(con linternas)

—¿Cuál es la otra razón? —Y antes de que él pudiera contestar—: Porque sería un buen alimento. Igual que lo fue el chico del béisbol. ¿No es cierto?

No tenía sentido negarlo; para Abra, la frente de Dan era una ventana.

—¿Podrás instalar una alarma? ¿Una alarma de proximidad? Es…

—Ya, sé lo que significa «proximidad». No sé si podré, pero lo intentaré.

Supo lo que ella diría a continuación antes de que lo dijera y sin lectura de mente de por medio. Al fin y al cabo era solo una niña. Echó un vistazo alrededor cuando Abra le cogió la mano, pero no la retiró.

—Promete que no dejarás que me atrape, Dan. Prométemelo.

Lo hizo, porque era una niña y necesitaba consuelo. Sin embargo, solo existía una manera de mantener tal promesa, y era eliminar la amenaza.

Lo volvió a pensar: Abra, en menudo lío me estás metiendo.

Y ella lo repitió, pero esta vez no en voz alta:

(lo siento)

—No es culpa tuya, chiquilla. No

(lo pediste)

así como tampoco lo pedí yo. Ve adentro con tus libros. Yo tengo que volver a Frazier. Me toca turno de noche.

—Vale. Pero somos amigos, ¿verdad?

—Totalmente.

—Me alegro.

—Y te apuesto lo que quieras a que El reparador te va a gustar mucho. No creo que tengas problemas para entenderlo, seguro que tú ya reparaste unas cuantas cosas en tus tiempos, ¿me equivoco?

Unos bonitos hoyuelos hundieron las comisuras de su boca.

—Dímelo tú.

—Oh, créeme —dijo Dan.

La miró mientras subía los escalones, pero entonces Abra se detuvo y dio media vuelta.

—No sé quién es la mujer del sombrero, pero conozco a uno de sus amigos. Se llama Barry el Chivo, o algo parecido. Me apuesto a que donde esté ella, Barry el Chivo estará cerca. Y a él podría localizarlo si tuviera el guante de béisbol del chico. —Lo miró, una mirada fija y penetrante de aquellos hermosos ojos azules—. Sabría dónde está porque Barry el Chivo lo llevó puesto un rato.

10

A medio camino de Frazier, cavilando sobre la mujer del sombrero de Abra, Dan recordó algo que sacudió su cuerpo de arriba abajo. Estuvo a punto de traspasar la doble línea amarilla de un volantazo, y un camión que se aproximaba por la Ruta 16 con rumbo al oeste le pegó irritado un bocinazo.

Había sucedido hacía doce años, cuando Frazier aún era nuevo para él y su sobriedad era sumamente frágil e inestable. Iba caminando hacia la casa de la señora Robertson, donde justo aquel día acababa de conseguir una habitación. Se avecinaba una tormenta, así que Billy Freeman le había dado un par de botas. No parecen gran cosa, pero por lo menos casan. Al doblar la esquina de Morehead con Eliot Street, había visto…

Más adelante había un área de servicio. Dan frenó y caminó hacia el sonido de agua corriente. Se trataba del río Saco, por supuesto, que discurría a través de dos docenas de pueblecitos entre North Conway y Crawford Notch, enlazados como cuentas de un collar.

Vi un sombrero volado por el viento en la cuneta. Una chistera maltrecha, como la que podría llevar un mago. O un actor en una comedia musical antigua. Solo que, en realidad, no estaba allí, porque cuando cerré los ojos y conté hasta cinco, desapareció.

—Muy bien, fue un resplandor —le dijo a la corriente de agua—. Pero eso no lo convierte necesariamente en el sombrero que vio Abra.

Salvo que no podía creerlo, porque más tarde aquella noche había soñado con Deenie. Estaba muerta, con el rostro colgándose del cráneo como trozos de masa de pan de una varilla; muerta y envuelta en la manta que Dan había robado del carrito de supermercado de un vagabundo. Mantente alejado de la mujer del sombrero, Osito. Eso le había aconsejado. Y algo más… ¿qué?

Es la Reina Arpía del Castillo del Infierno.

—Es imposible que te acuerdes —comentó a la corriente de agua—. Nadie recuerda un sueño doce años más tarde.

Pero él sí. Y en ese momento recordó el resto de la advertencia que la mujer muerta de Wilmington le había dado.

Si te enfrentas a ella, se te comerá vivo.

11

Entró en su habitación en el torreón poco después de las seis portando una bandeja de comida de la cafetería. Miró primero la pizarra, y sonrió por lo que vio escrito allí:

Gracias por creerme.

Como si tuviera elección, cariño.

Borró el mensaje de Abra y luego se sentó a la mesa con su cena. Tras salir del área de servicio, sus pensamientos habían retornado a Dick Hallorann. Suponía que era algo normal; cuando alguien te pedía que le enseñaras, acudías a tu propio maestro para que te explicara cómo hacerlo. Dan había roto el contacto con Dick durante los años de borrachera (sobre todo por vergüenza), pero pensó que seguramente podría descubrir qué le había ocurrido al viejo compadre. Tal vez hasta pudiera ponerse en contacto con él, si Dick seguía vivo. Y oye, cantidad de personas vivían hasta los noventa y tantos si se cuidaban. La bisabuela de Abra, por ejemplo, ahí estaba.

Necesito respuestas, Dick, y eres la única persona que conozco que podría tener algunas. Conque hazme un favor, amigo, y sigue vivo.

Arrancó su ordenador y abrió el Firefox. Sabía que Dick había pasado los inviernos cocinando en una serie de complejos hoteleros en Florida, pero no recordaba los nombres, ni siquiera en qué costa estaban. Probablemente en ambas; Naples un año, Palm Beach el siguiente, Sarasota o Cayo Hueso el año después. Siempre había trabajo para un hombre que sabía complacer paladares, en particular los paladares ricos, y Dick había sabido complacerlos como nadie en el sector. A Dan se le ocurrió que su mejor baza podría ser la inusual ortografía del apellido de Dick: no Halloran, sino Hallorann. Tecleó Richard Hallorann y Florida en el cuadro de búsqueda y luego presionó ENTER. Le devolvió miles de resultados, pero estuvo casi seguro de que el que buscaba era el tercero desde arriba y dejó escapar un débil suspiro de decepción. Pinchó en el enlace y apareció un artículo del Herald de Miami. Incuestionable. Cuando además del nombre se mencionaba la edad en el titular, uno sabía exactamente lo que estaba viendo.

Richard «Dick» Hallorann, destacado chef de

South Beach, 81 años.

Incluía una foto. Era pequeña, pero Dan habría reconocido en cualquier parte su rostro alegre y cómplice, astuto. ¿Habría muerto solo? Dan lo dudaba. Había sido un hombre demasiado sociable… y demasiado aficionado a las mujeres. Seguro que estuvo bien acompañado en su lecho de muerte, pero las dos personas a las que había salvado aquel invierno en Colorado no estuvieron presentes. Wendy Torrance tenía una excusa válida: había fallecido antes que él. Su hijo, sin embargo…

¿Estaba él en algún garito, atiborrado de whisky y poniendo canciones de country camionero en la gramola, cuando Dick partió? ¿Quizá pasó esa noche en una celda por alterar el orden público?

La causa de la muerte había sido un infarto. Desplazó la página hacia arriba y comprobó la fecha: 19 de enero de 1999. El hombre que había salvado la vida a Dan y a su madre llevaba muerto casi quince años. No recibiría ayuda por ese lado.

Oyó a su espalda el leve chirrido de la tiza sobre la pizarra. Se quedó sentado y sin moverse, con la comida enfriándose y el portátil abierto frente a él. Luego, lentamente, se giró.

La tiza seguía en la repisa, pero en la pizarra estaba apareciendo un dibujo. Era tosco aunque identificable. Era un guante de béisbol. Cuando estuvo acabado, la tiza —invisible, pero emitiendo aún aquel chirrido— trazó un signo de interrogación en el bolsillo del guante.

—Tengo que pensarlo —dijo Dan, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo, el interfono zumbó llamando al Doctor Sueño.