CAPÍTULO SIETE
«¿ME HAS VISTO?»

1

Una mañana de agosto de 2013, Concetta Reynolds se despertó temprano en su apartamento de Boston. Como siempre, lo primero que notó fue que no había ningún perro acurrucado en el rincón, junto al tocador. Hacía ya muchos años que Betty se había ido, pero Chetta aún la añoraba. Se puso la bata y se dirigió a la cocina, donde pensaba prepararse su café matutino. Era un trayecto que había hecho miles de veces antes, y no tenía razones para creer que éste sería diferente. Desde luego, jamás se le pasó por la cabeza la idea de que se revelaría como el primer eslabón de una cadena de sucesos malignos. No se tropezó, le diría más tarde ese día a su nieta Lucy, ni chocó con nada. Tan solo oyó un insignificante chasquido hacia la mitad de su cuerpo, en el lado derecho, y entonces se vio en el suelo con un dolor ardiente, agónico, que le recorría la pierna arriba y abajo.

Yació allí durante alrededor de tres minutos mirando fijamente su pálido reflejo en el abrillantado parquet, deseando que el dolor menguara. Al mismo tiempo, se habló a sí misma. Vieja estúpida, mira que no tener un compañero… David lleva cinco años diciéndote que eres demasiado vieja para vivir sola y ahora te lo estará recordando el resto de tu vida.

Sin embargo, un compañero de piso habría necesitado la habitación que tenía reservada para Lucy y Abra, y Chetta vivía por y para sus visitas. Sobre todo ahora, que ya no tenía a Betty y toda la poesía parecía haberla abandonado. Y, tuviera o no noventa y siete años, se las apañaba bien y encontraba estupendamente. Buenos genes por el lado femenino. ¿No había enterrado su propia madre a cuatro maridos y siete hijos y vivido hasta los ciento dos años?

No obstante, a decir verdad (aunque solo fuera para sí misma), este verano no se había sentido precisamente bien. Este verano las cosas habían sido… difíciles.

Cuando el dolor remitió por fin —un poco—, empezó a arrastrarse por el corto pasillo hacia la cocina, que ahora inundaba el amanecer. Descubrió que resultaba complicado apreciar la preciosa luz naciente desde el nivel del suelo. Cada vez que el dolor se volvía demasiado intenso, se detenía con la cabeza apoyada en un brazo huesudo, jadeando. Durante esos descansos reflexionó sobre las siete edades del hombre y cómo describían un perfecto (y perfectamente estúpido) círculo. Aquélla había sido su forma de desplazarse tiempo atrás, en el cuarto año de la Primera Guerra Mundial, también conocida como —qué gracioso— «la guerra que acabaría con todas las guerras». En aquel entonces, siendo Concetta Abruzzi, gateaba por el patio delantero de la granja de sus padres en Davoli, absorta en su propósito de capturar a unas gallinas que la dejaban atrás con facilidad. Desde esos polvorientos inicios había continuado llevando una fructífera e interesante vida. Había publicado veinte libros de poesía, tomado té con Graham Greene, cenado con dos presidentes y, lo mejor de todo, había sido obsequiada con una preciosa bisnieta, inteligente y dotada de un extraño talento. ¿Y a qué habían conducido todas esas cosas maravillosas?

A gatear otra vez, eso era. De vuelta al principio. Dio mi benedica.

Llegó a la cocina y se escurrió como una anguila sobre un rectángulo de sol hasta la mesita en la que solía comer. Su teléfono estaba encima. Agarró una pata de la mesa y la sacudió hasta que el móvil se deslizó hacia el borde y cayó. Y, meno male, intacto. Tecleó el número al que uno debía llamar cuando sucedían estas cosas, y luego esperó mientras una voz enlatada resumía todo lo absurdo del siglo XXI informándole de que su conversación sería grabada.

Y por fin, alabada sea María santísima, una voz humana real.

—Emergencias, ¿cuál es el motivo de su llamada?

La mujer en el suelo que en otro tiempo gateaba persiguiendo a las gallinas en el sur de Italia habló con claridad y coherencia a pesar del dolor.

—Me llamo Concetta Reynolds, y vivo en el tercer piso de un condominio en el 219 de Marlborough Street. Parece que me he roto la cadera. ¿Puede enviar una ambulancia?

—¿Hay alguien con usted, señorita Reynolds?

—No, por mis pecados. Está hablando con una vieja estúpida que insistía en que podía vivir sola. Y, por cierto, a estas alturas prefiero que me llamen «señora».

2

Lucy recibió el aviso de su abuela poco antes de que Concetta fuera llevada al quirófano en silla de ruedas.

—Me he roto la cadera, pero pueden arreglarla —informó a Lucy—. Creo que meten clavos y tal.

—Momo, ¿te has caído? —El primer pensamiento de Lucy fue para Abra, que aún estaría otra semana en el campamento de verano.

—Ah, sí, pero la fractura que causó la caída fue completamente espontánea. Por lo visto, es bastante común en personas de mi edad, y como hay muchas más personas de mi edad que antes, los médicos ven estas cosas con frecuencia. No hace falta que vengas enseguida, pero creo que es conveniente que lo hagas pronto. Parece que tendremos que hablar sobre ciertas disposiciones.

Lucy sintió una frialdad en la boca del estómago.

—¿Qué clase de disposiciones?

Ahora que se encontraba cargada de Valium o morfina o lo que fuese que le hubieran administrado, Concetta se sentía bastante serena.

—Parece que la cadera rota es el menor de mis problemas. —Se lo explicó. No requirió mucho tiempo. Terminó añadiendo—: No se lo cuentes a Abra, cara. Me ha enviado docenas de e-mails, hasta una carta de las de verdad, y da la impresión de que está disfrutando a lo grande del campamento. Ya habrá tiempo después para que se entere de que su querida Momo está camino del hoyo.

Si de verdad crees que tendré que contárselo…, pensó Lucy.

—No me hace falta ser médico para adivinar lo que piensas, amore, pero quizá esta vez las malas noticias no la alcancen.

—Quizá —dijo Lucy.

Apenas había colgado cuando sonó el teléfono.

—¿Mamá? ¿Mami? —Era Abra, y lloraba—. Quiero volver a casa. Momo tiene cáncer y quiero volver a casa.

3

Tras su pronto regreso a casa desde el Campamento Tapawingo en Maine, Abra se hizo una idea de cómo sería el ir y venir entre padres divorciados. Ella y su madre pasaron las dos últimas semanas de agosto y la primera de septiembre en el apartamento de Marlborough Street de Chetta. La anciana había superado la operación de cadera bastante bien y rechazó una estancia más larga en el hospital y cualquier clase de tratamiento que los médicos hubieran descubierto para el cáncer de páncreas.

—Ni pastillas ni quimioterapia. Noventa y siete años son suficientes. En cuanto a ti, Lucia, me niego a que pases los próximos seis meses trayéndome la comida y la medicación y el orinal. Tienes una familia, y yo puedo permitirme un cuidador las veinticuatro horas.

—No vas a pasar los últimos meses de tu vida entre extraños —dijo Lucy con su característico tono de «aquélla que debe ser obedecida». Era la voz a la que tanto Abra como su padre sabían que no debían discutir. Ni siquiera Concetta se atrevía.

No hubo debate sobre la estancia de Abra; el 9 de septiembre era la fecha en que iniciaría el octavo curso en la Escuela de Primaria de Anniston. David se había tomado un año sabático, que empleaba para escribir un libro donde comparaba los locos años veinte con los movidos años sesenta, y así —como muchas de las chicas con las que había ido al Campamento Tap— Abra iba y venía de un progenitor a otro. Los fines de semana se embarcaba hacia Boston para estar con su madre y con Momo. Pensaba que las cosas no podían empeorar… pero siempre pueden, y a menudo lo hacen.

4

Aunque ahora trabajaba en casa, David Stone no se molestaba en bajar hasta la carretera a buscar el correo. Afirmaba que el Servicio Postal de Estados Unidos era una burocracia que se autoperpetuaba y había cesado de tener relevancia con el cambio de siglo. De tanto en tanto aparecía algún paquete, a veces libros que encargaba para documentarse, más a menudo algún artículo que Lucy hubiera comprado por catálogo; por lo demás, afirmaba que todo era pura bazofia.

Cuando Lucy estaba en casa, ella se encargaba de recoger el correo del buzón junto a la verja y revisaba la correspondencia mientras se tomaba su café de media mañana. La mayoría era basura, sí, e iba directamente a lo que Dave llamaba el Archivo Redondo. Sin embargo, puesto que a principios de aquel septiembre Lucy no estaba, era Abra —ahora la mujer nominal de la casa— la que echaba un vistazo al buzón cuando bajaba del autobús de la escuela. También fregaba los platos, hacía la colada para ella y su padre dos veces por semana y, cuando se acordaba, conectaba el robot-aspirador Roomba. Realizaba estas tareas sin quejarse porque sabía que su madre estaba ayudando a Momo y que el libro de su padre era muy importante. Decía que su obra era POPULAR en vez de ACADÉMICA. Si tenía éxito, quizá fuera capaz de dejar la enseñanza y dedicarse a escribir a tiempo completo, al menos durante una temporada.

Un día, el 17 de septiembre, el buzón contenía propaganda de Wal-Mart, una tarjeta que anunciaba la apertura de una nueva clínica dental en el pueblo (¡GARANTIZAMOS RÍOS DE SONRISAS!) y dos invitaciones en papel satinado de agentes inmobiliarios que vendían multipropiedades en la estación de esquí Mount Thunder.

Había también un periódico gratuito que se distribuía masivamente por correo llamado The Anniston Shopper. Traía artículos de agencias de noticias en las dos primeras páginas y varias crónicas locales en las centrales (con énfasis en los deportes de la región). Lo demás eran anuncios y cupones. De haber estado en casa, Lucy habría guardado algunos de estos últimos y a renglón seguido habría tirado el resto del Shopper a la papelera de reciclaje. Nunca hubiera caído en manos de su hija. Hoy, con Lucy en Boston, Abra vio el periódico.

Lo hojeó mientras subía ociosamente por el camino particular, y luego le dio la vuelta. En la última página, cuarenta o cincuenta fotografías no mucho mayores que sellos postales, la mayoría en color, unas pocas en blanco y negro, bajo el encabezamiento:

¿ME HAS VISTO?

Un servicio semanal de tu Anniston Shopper

Por un instante Abra pensó que se trataba de alguna especie de concurso, como una búsqueda del tesoro. Entonces se dio cuenta de que eran niños perdidos, y fue como si una mano le apresara el suave revestimiento del estómago y lo retorciera como un paño. En la cafetería, a la hora del almuerzo, había comprado un paquete de Oreos que reservó para el trayecto de vuelta en autobús. Ahora tuvo la sensación de que aquella garra atenazadora hacía una masa con las galletas y las empujaba hacia su garganta.

No lo mires si te inquieta, se dijo a sí misma. Era la voz severa y aleccionadora que a menudo empleaba cuando estaba alterada o confusa (una voz de Momo, aunque nunca se había dado cuenta de ello). Tíralo en el cubo de la basura del garaje con el resto. Pero le parecía imposible no mirarlo.

Ahí estaba Cynthia Abelard, FDN 9 de junio de 2005. Tras pensarlo un instante, Abra concluyó que FDN significaba fecha de nacimiento. Así que Cynthia tendría ahora ocho años…, si seguía viva, claro. Llevaba perdida desde 2009. ¿Cómo puede perder alguien a una niña de cuatro años?, se preguntó Abra. Debía de tener unos padres de mierda. Pero, claro, seguramente no se les había perdido a los padres. Seguramente un tipo raro había estado rondando por el vecindario y, cuando tuvo oportunidad, la había raptado.

Ahí estaba Merton Askew, FDN 4 de septiembre de 1998. Había desaparecido en 2010.

Ahí, hacia la mitad de la página, estaba una preciosa niñita hispana llamada Ángela Barbera, que desapareció de su casa en Kansas City a la edad de siete años y ya llevaba nueve años perdida. Abra se preguntó si sus padres de verdad pensaban que esa diminuta foto les ayudaría a recuperarla. Y si la encontraban, ¿aún la reconocerían? De hecho, ¿reconocería ella a sus padres?

Deshazte de esa cosa, aconsejó la voz de Momo. Bastante tienes de lo que preocuparte para ponerte a mirar un montón de niños perdi

Sus ojos se posaron en una foto en la última fila, y Abra dejó escapar un débil sonido. Probablemente un gemido. Al principio ni siquiera supo por qué, aunque casi; era como cuando a veces sabía la palabra que quería usar en una redacción pero no conseguía expresarla, la maldita se quedaba ahí sentada en la punta de la lengua.

La imagen mostraba a un chico blanco con el pelo corto y una gran sonrisa de bobo. Sus mejillas parecían salpicadas de pecas. La foto era demasiado pequeña para asegurarlo, pero

(son pecas sabes que sí)

por un motivo u otro Abra estaba segura. Sí, eran pecas, y sus hermanos mayores se burlaban de él por sus pecas, y su madre le decía que se irían con el tiempo.

—Le dijo que las pecas traen buena suerte —musitó Abra.

Bradley Trevor, FDN 2 de marzo de 2000. Perdido desde 12 julio de 2011. Raza: caucásico. Lugar: Bankerton, Iowa. Edad actual: 13. Y al pie, debajo de todas las fotografías de niños en su mayor parte sonrientes: Si cree haber visto a Bradley Trevor, contacte con el Centro Nacional para Niños Desaparecidos y Explotados.

Salvo que nadie se pondría en contacto con ellos por Bradley, porque nadie vería a Bradley. Su edad actual tampoco era de trece años. Bradley Trevor se paró a los once. Se paró como un reloj estropeado que indica la misma hora las veinticuatro horas del día. A Abra le sorprendió preguntarse si las pecas se borraban bajo tierra.

—El chico del béisbol —musitó.

Había flores bordeando el camino de entrada. Abra se dobló, con las manos en las rodillas, y la mochila que llevaba a la espalda le pareció de repente demasiado pesada. Vomitó las Oreo y la porción sin digerir de su almuerzo escolar en los ásteres de su madre. Cuando estuvo segura de que no vomitaría una segunda vez, entró en el garaje y tiró el correo a la basura. Todo el correo.

Su padre tenía razón, era pura bazofia.

5

La puerta de la habitación que su padre usaba como estudio estaba abierta, y cuando Abra se acercó al fregadero de la cocina a coger un vaso de agua para enjuagarse el sabor a chocolate amargo de la boca, oyó el ruido constante del teclado de su ordenador. Menos mal. Cuando el ritmo disminuía o se detenía por completo, tendía a ponerse gruñón. Además, era más fácil que notara su presencia, y hoy no quería que la viera.

—Abba-Doo, ¿eres tú? —medio canturreó su padre.

En cualquier otro momento le habría pedido que por favor dejara de usar ese nombre de bebé, pero no entonces.

—Sí, soy yo.

—¿Qué tal en el cole?

El regular clic-clic-clic se había interrumpido.

Por favor, no vengas, rogó Abra. No vengas, que no quiero que me mires y me preguntes por qué estoy tan pálida o algo.

—Bien. ¿Cómo va el libro?

—He tenido un día estupendo —dijo—. Estoy escribiendo sobre el Charleston y el Black Bottom. Vo-doe-dee-oh-doe. —Lo que quiera que significase. Lo importante era que el clic-clic-clic se reanudó. Menos mal.

—Genial —dijo, aclarando el vaso y poniéndolo en el escurridor—. Me voy arriba a hacer los deberes.

—Ésa es mi chica. Piensa en Harvard, año 2018.

—Vale, papá. —Y quizá lo hiciera. Cualquier cosa para sacarse de la cabeza Bankerton, Iowa, año 2011.

6

Salvo que no lo consiguió.

Porque…

Porque ¿qué? Porque ¿por qué? Porque… bueno…

Porque hay cosas que yo puedo hacer.

Chateó con su amiga Jessica, que al cabo de un rato salió a cenar con sus padres al Panda Garden del centro comercial de North Conway; por tanto, abrió el texto de ciencias sociales con intención de leer el capítulo cuatro, veinte páginas sumamente aburridas, con el título «Cómo funciona nuestro Gobierno». Sin embargo, el libro se le cayó y quedó abierto por el capítulo cinco: «Nuestras responsabilidades como ciudadano».

Ay, Dios, si había una palabra que no quería ver esa tarde era «responsabilidades». Entró en el cuarto de baño a beber otro vaso de agua, porque aún persistía en su boca un regusto agrio y aceitoso, y se encontró mirándose sus propias pecas en el espejo. Contó exactamente tres, una en la mejilla izquierda y dos en la nariz. No estaba mal. La fortuna le había sonreído en ese aspecto. Tampoco tenía una marca de nacimiento, como Bethany Stevens, ni un ojo bizco, como Norman McGinely, ni tartamudeaba, como Ginny Whitlaw, ni tenía un nombre feo, como el pobre Pence Effersham. Abra no era muy común, por supuesto, pero era un nombre que estaba bien, a la gente le parecía interesante, no rarito como Pence, apodado entre los chicos (aunque las chicas siempre acababan enterándose de esas cosas) como Pence el Pene.

Y lo mejor: no me han cortado en pedacitos unos locos que no hacían caso cuando gritaba y les rogaba que parasen. No tuve que ver a algunos de esos chalados lamiendo mi sangre de las palmas de sus manos antes de morir. Abba-Doo es una suertuda.

Solo que quizá no fuera tan suertuda, después de todo. Los suertudos no sabían cosas que no tenían derecho a saber.

Bajó la tapa del inodoro, se sentó y lloró en silencio con las manos en la cara. Verse obligada a pensar de nuevo en Bradley Trevor y la forma en que murió ya era bastante malo, pero no se trataba únicamente de él. Estaban todos aquellos otros chicos, eran tantas las fotos que se apretujaban en la última página del Shopper como una asamblea escolar en el infierno… Todas aquellas sonrisas desdentadas y todos aquellos ojos que sabían incluso menos del mundo que la propia Abra, y ¿qué sabía ella? Ni siquiera «Cómo funciona nuestro Gobierno».

¿Qué pensaban los padres de aquellos niños perdidos? ¿Cómo proseguían con sus vidas? ¿Pensaban en Cynthia o Merton o Ángela cuando se despertaban por la mañana y cuando se acostaban por la noche? ¿Mantenían sus habitaciones arregladas para ellos por si regresaban a casa, o donaban su ropa y sus juguetes a la beneficencia? Abra había oído que los padres de Lennie O’Meara hicieron eso después de que Lennie se cayera de un árbol y se golpeara en la cabeza con una piedra y muriera. Lennie O’Meara, que llegó hasta quinto curso y luego simplemente… se paró. Aunque, claro, los padres de Lennie sí sabían que su hijo estaba muerto, había una tumba adonde podían ir a poner flores, y quizá eso suponía una diferencia. Quizá no, pero a Abra le parecía que sí. Porque de otra manera estarías haciéndote preguntas prácticamente a todas horas, ¿no? Por ejemplo, cuando estabas desayunando y te preguntabas si

(Cynthia Merton Ángela)

tu hijo desaparecido estaría también desayunando en alguna parte, o volando una cometa, o recolectando naranjas con un grupo de inmigrantes, o lo que fuese. En el fondo de tu mente debías de estar casi totalmente seguro de que había muerto, es lo que les sucedía a la mayoría (solo tenías que ver el Action News de las seis para saberlo), pero nunca podías estar seguro.

No había nada que ella pudiera hacer con respecto a la incertidumbre por los padres de Cynthia Abelard o Merton Askew, no tenía la menor idea de qué les había ocurrido, pero ése no era el caso de Bradley Trevor.

Casi se había olvidado de él, entonces ese estúpido periódico… esas estúpidas fotos… y las cosas que habían vuelto a ella, cosas que ni siquiera sabía que sabía, como si las imágenes hubieran despertado con un sobresalto a su subconsciente…

Y esas cosas que podía hacer. Cosas sobre las que nunca había hablado a sus padres porque se preocuparían, como suponía que se preocuparían si se enteraran de que un día se había enrollado con Bobby Flannagan después del colegio (solo un poco, sin besos en la boca ni nada asqueroso). Era un hecho que no querrían saber. Abra suponía (y no se equivocaba del todo, aunque no hubiera telepatía de por medio) que en la mente de sus padres ella se había quedado como congelada en el tiempo con ocho años y probablemente permanecería así al menos hasta que le salieran tetas, lo que por supuesto no había pasado todavía… porque las que le habían salido no se notaban.

Hasta el momento no habían tenido LA CHARLA con ella. Julie Vandover decía que era casi siempre la madre la que se ocupaba de dar toda la información, pero la única que Abra había recibido recientemente trataba sobre lo importante que era que sacara la basura los jueves por la mañana antes de que llegara el autobús.

—No te pedimos que hagas muchas tareas —había dicho Lucy—, y este otoño es especialmente importante que todos arrimemos el hombro.

Momo al menos se había aproximado a LA CHARLA. En primavera se llevó aparte a Abra y le preguntó:

—¿Sabes lo que los chicos quieren de las chicas una vez que los chicos y las chicas tienen más o menos tu edad?

—Sexo, supongo —respondió Abra… aunque el humilde y escurridizo Pence Effersham no parecía querer nada más que una de sus galletitas o que le prestara una moneda para las máquinas expendedoras o contarle cuántas veces había visto Los Vengadores.

Momo asintió con la cabeza.

—No puedes culpar a la naturaleza humana, es como es, pero no se lo des. Punto. Fin de la discusión. Podrás reconsiderarlo cuando cumplas los diecinueve, si quieres.

Había resultado un poco violento, pero al menos fue una conversación directa y clara. No había nada claro sobre la cosa en su cabeza. Era su verdadera marca de nacimiento, invisible pero real. Sus padres ya no hablaban sobre las cosas de locos que habían ocurrido cuando era pequeña. Quizá pensaran que la causa de tales sucesos había desaparecido, o casi. Sí, supo que Momo estaba enferma, pero eso no se podía comparar a la demencial música de piano, o a hacer correr el agua en el cuarto de baño, o a la fiesta de cumpleaños (que apenas recordaba) en que había colgado cucharas por todo el techo de la cocina. Tan solo aprendió a controlarlo. No completamente, pero sí en gran medida.

Y había cambiado. Ahora, pocas veces veía cosas antes de que ocurrieran. Tampoco movía objetos. Cuando tenía seis o siete años, podía concentrarse en los libros del colegio y levantarlos hasta el techo. Sin problema. Sencillo como un gato con un ovillo, como le gustaba decir a Momo. Ahora, aunque solo hubiera un libro, por mucho que se concentrara hasta que los sesos se le escurrían por las orejas, lo más que conseguía era empujarlo unos centímetros sobre la mesa. Y eso en un buen día. Otras veces ni siquiera era capaz de hacer aletear las hojas.

Sin embargo, había otras cosas que sí podía hacer, y en muchos casos superaban con creces las habilidades que tenía cuando era pequeña. Explorar la cabeza de la gente, por ejemplo. No funcionaba con todo el mundo —algunas personas estaban completamente cercadas, otras solo emitían destellos intermitentes—, pero muchas personas eran como ventanas con las cortinas descorridas. Podía asomarse siempre que le apeteciera. Por lo general no quería mirar, pues lo que descubría era a veces triste y a menudo traumático. Descubrir que la señora Moran, su querida maestra de sexto curso, tenía UNA AVENTURA le había causado la mayor impresión hasta la fecha, y no en el buen sentido.

En la actualidad mantenía bajada la persiana de la parte vidente de su mente. Al principio le había costado, era como aprender a patinar hacia atrás o a escribir con la mano izquierda, pero lo consiguió. La práctica no era perfecta (al menos todavía), pero desde luego ayudaba. Aún miraba a veces, aunque siempre con vacilación, preparada para retroceder a la primera señal de algo raro o repugnante. Y nunca jamás espiaba la mente de sus padres ni de Momo. Habría estado mal. Probablemente estaba mal con cualquier persona, pero era como la propia Momo había dicho: no se puede culpar a la naturaleza humana, y no existía nada más humano que la curiosidad.

A veces podía obligar a la gente a hacer cosas. No a todo el mundo, ni siquiera a la mitad de la gente, pero había personas muy abiertas a las sugerencias. (Seguro que eran las mismas que pensaban que los productos que anunciaban en la televisión realmente eliminarían sus arrugas o harían que volviera a crecerles el pelo). Abra sabía que ese talento podría crecer si lo ejercitaba como un músculo, pero no se atrevía. La asustaba.

Había otras cosas, además, para algunas de las cuales no encontraba nombre, pero en la que pensaba en ese momento sí tenía uno. Lo llamaba «visión a distancia». Al igual que los demás aspectos de su talento especial, iba y venía, pero si lo deseaba de verdad —y si tenía un objeto en el que fijarse— normalmente podía invocarlo.

Podría hacerlo ahora.

—Cállate, Abba-Doo —dijo en voz baja y forzada—. Cállate, Abba-Doo-Doo.

Abrió el libro de álgebra elemental por la página correspondiente a los deberes de ese día, señalada con una hoja en la que había escrito los nombres Boyd, Steve, Cam y Pete al menos veinte veces cada uno. Juntos formaban el grupo vocal Round Here, su favorito. Tan guapos, sobre todo Cam. Su mejor amiga, Emma Deane, también opinaba lo mismo. Aquellos ojos azules, aquel descuidado revoltijo de pelo negro.

A lo mejor yo podría ayudar. Sus padres se quedarían tristes, pero por lo menos lo sabrían.

—Cállate, Abba-Doo. Cállate, Abba-Doo-Doo, idiota.

Si 5× – 4 = 26, ¿cuánto vale ×?

—¡Sesenta tropecientos! —exclamó—. ¿A quién le importa?

Sus ojos cayeron sobre los nombres de los chicos monos de Round Here, escritos con la rechoncha cursiva que a ella y a Emma tanto les gustaba («La letra queda más romántica así», había afirmado su amiga), y de pronto parecieron estúpidos e infantiles y todo estaba mal. Le cortaron en pedazos y lamieron su sangre y luego le hicieron algo todavía peor. En un mundo donde podía ocurrir algo así, fantasear con los chicos de un grupo parecía peor que mal.

Abra cerró el libro de golpe, bajó las escaleras (en el estudio de su padre el clic-clic-clic no había disminuido) y salió al garaje. Recuperó el Shopper del cubo de la basura, lo subió a su cuarto y lo alisó encima de la mesa.

Tantos rostros, pero en ese momento solo le interesaba uno.

7

Su corazón latía fuerte, fuerte, fuerte. En otras ocasiones, cuando intentaba de manera consciente ver a distancia o leer los pensamientos, había sentido miedo, pero nunca como en ese momento. Ni comparación.

¿Qué vas a hacer si lo descubres?

Ésa era una pregunta para más tarde, porque cabía la posibilidad de que no lo consiguiera. Una parte de su mente, furtiva y cobarde, esperaba que así fuera.

Abra posó los dedos índice y medio de la mano izquierda sobre la foto de Bradley Trevor, porque su mano izquierda era la que mejor veía. Le habría gustado tocarla con todos los dedos (y de haber sido un objeto, lo habría cogido), pero la imagen era demasiado pequeña. Una vez que sus dedos la taparon, era imposible verla. Pero para ella no. La veía muy bien.

Ojos azules, como los de Cam Riley, de Round Here. No se distinguían en la foto, pero tenían la misma tonalidad profunda. Lo sabía.

Diestro, como yo. Pero también zurdo, como yo. Era la mano izquierda la que sabía qué lanzamiento vendría a continuación, una bola rápida o curva

Abra soltó un grito ahogado. El chico del béisbol había sabido cosas.

El chico del béisbol había sido en realidad igual que ella.

Sí, exacto. Por eso lo cogieron.

Cerró los ojos y vio su rostro. Bradley Trevor. Brad para los amigos. El chico del béisbol. A veces le daba la vuelta a la gorra porque era una superstición. Su padre era granjero. Su madre cocinaba tartas y las vendía a un restaurante local, y también en el puesto de carretera de la familia. Cuando su hermano mayor se marchó a la universidad, Brad se quedó sus discos de AC/DC. A él y a su mejor amigo Al les gustaba especialmente la canción «Big Balls». Se sentaban en la cama de Brad y la cantaban juntos y reían y reían.

Iba andando a través del maíz y había un hombre esperándolo. Brad pensó que era de fiar, uno de los buenos, porque ese hom

—Barry —susurró Abra en voz baja. Tras los párpados cerrados, sus ojos se movían rápidamente de un lado a otro como los de una persona dormida en las garras de un vívido sueño—. Se llamaba Barry el Chivo. Te engañó, Brad. ¿No?

Pero no solo Barry. Si se hubiera tratado solo del hombre, Brad podría haberlo sabido. Tuvo que ser la Gente de las Linternas trabajando junta, enviando el mismo pensamiento: que no pasaría nada por subir al camión, o la caravana, o lo que fuese, de Barry el Chivo, porque Barry era de fiar. Uno de los buenos. Un amigo.

Y se lo llevaron…

Abra descendió a mayor profundidad. No se preocupó de lo que Brad había visto porque solo había visto una alfombrilla gris. Estaba atado con cinta adhesiva y tumbado boca abajo en el suelo de lo que fuese que condujera Barry el Chivo. No suponía ningún problema, sin embargo. Ahora que estaba sintonizada, el campo de visión de Abra era más amplio que el del chico. Pudo ver…

Su guante. Un guante de béisbol Wilson. Y Barry el Chivo

De pronto esa parte alzó el vuelo y escapó. Puede que en algún momento se abatiera otra vez sobre ella o puede que no.

Era de noche. Olía a estiércol. Había una fábrica. Una especie de

(está en ruinas)

fábrica. Una fila de vehículos avanzaba hacia allí, algunos pequeños, la mayoría grandes, un par de ellos enormes. Circulaban con los faros apagados por si alguien estuviera mirando, pero una luna de tres cuartos en el cielo proyectaba luz suficiente para ver. Bajaron por una accidentada carretera de alquitrán llena de baches, pasaron por delante de una torre de agua, pasaron por delante de un cobertizo con el tejado roto, franquearon una verja oxidada que estaba abierta, pasaron por delante de un cartel. Circulaban tan rápido que no pudo leerlo. Después, la fábrica. Una fábrica en ruinas con chimeneas y ventanas en ruinas. Había otro cartel que pudo leer gracias a la luz de la luna: PROHIBIDO EL PASO POR ORDEN DE LA OFICINA DEL SHERIFF DEL CONDADO DE CANTON.

Se dirigieron a la parte de atrás, y cuando llegaran iban a hacer daño a Brad, el chico del béisbol, y continuarían haciéndole daño hasta que muriera. Abra no quería presenciar esa parte, así que hizo retroceder todo. Era un poco difícil, como abrir un tarro que tuviera la tapa muy apretada, pero lo consiguió. Al regresar a donde quería, aflojó.

A Barry el Chivo le gustaba ese guante porque le recordaba a cuando él era un crío. Por eso se lo probó. Se lo probó y olió el aceite que Brad usaba para evitar que se pusiera rígido y golpeó con el puño en el bolsillo del guante varias ve…

Pero ahora las cosas rodaban hacia delante y volvió a olvidarse del guante de béisbol de Brad.

La torre de agua. El cobertizo con el tejado roto. La verja oxidada. Y entonces el primer cartel. ¿Qué decía?

No. Demasiado rápido aún, incluso con la luz de la luna. Volvió a rebobinar (perlas de sudor asomaban ahora en su frente) y aflojó. La torre de agua. El cobertizo con el tejado roto. Prepárate, aquí viene. La verja oxidada. Y entonces el cartel. Esta vez logró leerlo, aunque no estuvo segura de entenderlo.

Abra agarró la hoja de cuaderno en la que había trazado con floritura los estúpidos nombres de aquel grupo pop y le dio la vuelta. Rápidamente, antes de que se olvidara, garabateó todo lo que había visto en aquel cartel: INDUSTRIAS ORGÁNICAS y PLANTA DE ETANOL 4 y FREEMAN, IOWA y CERRADO HASTA NUEVO AVISO.

Vale, ahora que sabía dónde lo habían matado y dónde —estaba segura— lo habían enterrado, con guante de béisbol y todo, ¿qué venía a continuación? Si llamaba a Niños Desaparecidos y Explotados, oirían la voz de una niña y no le harían caso…, excepto, quizá, para darle su número de teléfono a la policía, y probablemente la arrestarían por tratar de gastarles una broma pesada a unas personas tristes y desdichadas. Pensó luego en su madre, pero estando Momo enferma y preparándose para morir, quedaba descartada. Mamá ya tenía bastante de lo que preocuparse.

Abra se levantó, se acercó a la ventana y se quedó mirando la calle, y la tienda veinticuatro horas Lickety-Split de la esquina (que los chicos mayores llamaban la Lickety-Spliff por toda la hierba que se fumaba detrás, donde estaban los contenedores de basura), y las Montañas Blancas que aguijoneaban el cielo azul claro de finales de verano. Había empezado a frotarse la boca, un tic de ansiedad que sus padres intentaban corregirle, pero no estaban allí. Así que ¡bú! A la porra.

Papá está abajo.

Tampoco quería contárselo, no porque tuviera que acabar su libro, sino porque no deseaba involucrarlo en algo así ni siquiera aunque la creyera. Abra no necesitaba leer su mente para saberlo.

Entonces, ¿quién?

Antes de que pudiera pensar en la respuesta lógica, el mundo bajo la ventana empezó a girar, como si estuviera montado en un disco gigante. Dejó escapar un quejido afónico y se aferró al marco de la ventana, frunciendo las cortinas en sus puños. Ya le había sucedido en otras ocasiones, siempre sin aviso, y le aterrorizaba, porque no tenía ningún control; era como sufrir una convulsión. Ya no se encontraba en su propio cuerpo, no es que viera a distancia, sino que estaba a distancia. ¿Y si no podía regresar?

El plato giratorio frenó y al cabo se detuvo. En lugar de en su dormitorio se hallaba en un supermercado. Lo supo porque delante de ella vio el mostrador de la carnicería. Encima (este cartel era fácil de leer gracias a los brillantes fluorescentes) había una promesa: EN SAM’S, CADA CORTE ES UN CORTE VAQUERO DE PRIMERA. El mostrador de la carne siguió acercándose unos instantes, porque el plato giratorio la había desplazado hacia alguien que caminaba. Caminaba y compraba. ¿Barry el Chivo? No, él no, aunque Barry estaba aquí; Barry era el modo en que había llegado aquí, solo que una persona mucho más poderosa la había alejado de él. Abra atisbó un carro cargado de comida en la parte inferior de su visión. Entonces el avance se detuvo y experimentó esa sensación, esa

(fisgona hurgando)

disparatada impresión de tener a alguien DENTRO DE ELLA, y de repente Abra comprendió que por una vez no se encontraba sola en el plato giratorio. Ella miraba hacia un mostrador de carne al final de un pasillo de supermercado, y la otra persona observaba su ventana de Richland Court y las Montañas Blancas más allá.

El pánico explotó en su interior; era como si hubieran rociado un fuego con gasolina. Ni un solo sonido escapó de sus labios, que apretaba con tanta fuerza que su boca quedó reducida a una mera costura, pero dentro de su cabeza profirió un grito más alto de lo que jamás se habría creído capaz:

(¡NO! ¡SAL DE MI CABEZA!)

8

Cuando David notó que la casa retumbaba y vio que la lámpara del techo de su estudio oscilaba en el extremo de su cadena, su primer pensamiento fue

(Abra)

que su hija había sufrido uno de sus estallidos psíquicos, solo que hacía años que no se había producido ningún episodio telequinético de ésos, y nunca nada similar. A medida que las cosas volvían a la normalidad, su segundo —y, en su opinión, mucho más razonable— pensamiento fue que acababa de experimentar su primer terremoto en New Hampshire. Sabía que ocurrían de vez en cuando, pero… ¡vaya!

Se levantó de la mesa (sin olvidarse de darle antes a GUARDAR) y corrió por el pasillo.

—¡Abra! —llamó al pie de la escalera—. ¿Has notado eso?

La niña salió de su cuarto con aspecto pálido y un poco asustada.

—Sí, más o menos. Creo… creo que…

—¡Ha sido un terremoto! —anunció David, radiante—. ¡Tu primer terremoto! ¿No es genial?

—Sí —asintió Abra, cuya voz no sonaba muy entusiasmada—. Genial.

David miró por la ventana del salón y divisó a varias personas plantadas en sus porches y jardines. Su buen amigo Matt Renfrew se contaba entre ellos.

—Voy al otro lado de la calle a hablar con Matt, cariño. ¿Quieres venir?

—Mejor acabo los deberes de mates.

David echó a andar hacia la puerta delantera y luego se volvió a mirarla.

—No estás asustada, ¿verdad? No tengas miedo. Ya ha pasado todo.

Abra pensó que ojalá fuese cierto.

9

Rose la Chistera estaba haciendo una compra doble, pues Abuelo Flick se sentía mal otra vez. Vio a varios miembros del Nudo en la carnicería de Sam’s, y les saludó con una inclinación de cabeza. Se detuvo un instante en la sección de conservas para hablar con Barry el Chino, que llevaba en una mano la lista de su mujer. Barry expresó su preocupación por el estado de Flick.

—Se recuperará —aseguró Rose—. Ya conoces a Abuelo.

Barry sonrió enseñando los dientes.

—Es más duro que un mochuelo cocido.

Rose asintió con la cabeza y echó a rodar otra vez el carrito.

—Puedes estar seguro.

—Lo haré, Rose.

Tan solo una tarde de entre semana normal y corriente en el supermercado, y al despedirse de Barry en un primer momento confundió lo que le ocurría con algo mundano, quizá una baja concentración de glucosa. Era propensa a las bajadas de azúcar, razón por la que habitualmente llevaba una chocolatina en el bolso. Entonces se dio cuenta de que había alguien dentro de su cabeza. Alguien estaba mirando.

Rose no había ascendido a su posición de líder del Nudo Verdadero mostrando indecisión. Se detuvo en el acto, con el carrito apuntando hacia la carnicería (su próxima parada programada), e inmediatamente saltó al conducto que alguna persona entrometida y potencialmente peligrosa había establecido. No se trataba de un miembro del Nudo, habría reconocido a cualquiera de ellos al momento, pero tampoco era un paleto normal.

No, distaba mucho de ser normal.

El supermercado se esfumó y de repente se halló observando una cordillera. No eran las Rocosas, las habría reconocido. Esas montañas eran más pequeñas. ¿Las Catskills? ¿Las Adirondacks? Podrían ser cualquiera de las dos, o alguna otra. En cuanto al observador… Rose creía que era un niño. Casi sin duda una chica, una chica con la que ya se había topado antes.

Tengo que ver cómo es para poder encontrarla cuando quiera. Tengo que obligarla a mirarse en un espe

Pero entonces un pensamiento tan fuerte como un disparo de escopeta en una habitación cerrada

(¡NO! ¡SAL DE MI CABEZA!)

le limpió la mente y la mandó trastabillando contra los estantes de sopas y verduras en lata, que cayeron en cascada al suelo y rodaron en todas direcciones. Por un instante Rose pensó que ella iría detrás, desmayándose como la heroína inocente y confiada de una novela romántica. Entonces regresó. La chica había roto la conexión, y de una manera harto espectacular.

¿Le sangraba la nariz? Se pasó los dedos para comprobarlo. No. Bien.

Uno de los reponedores se acercó a la carrera.

—¿Está usted bien, señora?

—Sí, estoy bien. Me he mareado unos segundos, seguramente por el diente que me extrajeron ayer. Ya pasó. ¡Mira qué desastre! Lo siento. Menos mal que eran latas y no botellas.

—No hay problema, no hay ningún problema. ¿Quiere salir afuera y sentarse en el banco de la parada de taxis?

—No será necesario —dijo Rose.

Y no lo era, pero las compras por hoy habían terminado. Cruzó dos pasillos con el carrito y lo abandonó allí.

10

Había bajado con su Tacoma (viejo pero fiable) desde el camping en las montañas al oeste de Sidewinder, y una vez que estuvo en la cabina, sacó el teléfono de su bolso y utilizó la marcación rápida. En el otro extremo sonó una única vez.

—¿Qué pasa, Rosita? —contestó Papá Cuervo.

—Tenemos un problema.

Por supuesto, se trataba además de una oportunidad. Una chica con suficiente vapor en la caldera para desencadenar semejante explosión —no solo para detectar a Rose, sino también para rechazarla— no era una simple vaporera sino el hallazgo del siglo. Se sintió como el capitán Ahab avistando por primera vez su gran ballena blanca.

—Cuéntame. —Ahora completamente en su papel de negociador.

—Hace más de dos años. El chico de Iowa. ¿Lo recuerdas?

—Claro.

—¿Recuerdas también que te comenté que tuvimos un observador?

—Sí. Desde la costa Este. Creías que era una chica.

—Era una chica, seguro. Me ha vuelto a encontrar. Estaba en Sam’s, ocupándome de mis asuntos, y de pronto allí estaba ella.

—¿Por qué, después de todo este tiempo?

—Ni lo sé ni me importa. Pero debemos tenerla, Cuervo. Debemos tenerla.

—¿Sabe quién eres? ¿Sabe dónde estamos?

Rose lo había meditado mientras caminaba hacia la camioneta. La intrusa no la había visto, de eso estaba segura. La chica había estado en el interior mirando hacia fuera. ¿Y qué había visto? Un pasillo de supermercado. ¿Cuántos existían en Estados Unidos? Probablemente un millón.

—No lo creo, pero eso no es lo importante.

—¿Pues qué lo es?

—¿Te acuerdas de que te dije que ella tenía mucho vapor? ¿Muchísimo? Bueno, pues es todavía mayor. Cuando intenté invertir los papeles, me largó de su cabeza como si fuera un trozo de algodón. Jamás me ha pasado nada parecido. Habría jurado que era imposible.

—¿Es una Verdadera en potencia o es comida en potencia?

—No lo sé. —Pero mentía. Necesitaban vapor (vapor almacenado) mucho más que nuevos reclutas. Aparte, Rose no quería a nadie en el Nudo con tanto poder.

—De acuerdo, ¿cómo la encontramos? ¿Alguna idea?

Rose repasó lo que había visto a través de los ojos de la niña antes de ser pateada sin ceremonias de vuelta al supermercado Sam’s de Sidewinder. No era mucho, pero había una tienda…

—Los chicos la llaman Lickety-Spliff —dijo.

—¿Eh?

—Nada, no importa. Necesito reflexionar sobre el asunto. Pero vamos a tenerla, Cuervo. Debemos tenerla.

Se produjo una pausa. Cuando Cuervo volvió a hablar, su voz expresaba cautela.

—Por lo que comentas, podría haber suficiente para llenar una docena de cilindros. Siempre, claro, que de verdad no quieras convertirla.

Rose soltó una distraída carcajada ronca.

—Si estoy en lo cierto, no tenemos cilindros suficientes para guardar el vapor de ésta cría. Si ella fuera una montaña, sería el Everest. —No hubo respuesta por parte de Cuervo. Rose no necesitó verle ni hurgar en su mente para saber que estaba atónito—. Quizá no tengamos que hacer ni una cosa ni otra.

—No te sigo.

Claro que no. Pensar a largo plazo nunca había sido la especialidad de Cuervo.

—Quizá no tengamos que convertirla ni que matarla. Piensa en las vacas.

—Vacas.

—Puedes descuartizar una y tener bistecs y hamburguesas para un par de meses. Pero si la mantienes viva y la cuidas, te dará leche durante seis años. Tal vez ocho.

Silencio. Largo. Rose permitió que se prolongara. Cuando Cuervo replicó, se mostró más cauteloso que nunca.

—Jamás he oído nada parecido. O los matamos cuando se agota el vapor, o, si tienen algo que necesitamos y son lo bastante fuertes como para sobrevivir a la Conversión, los convertimos. Como cuando convertimos a Andi allá en los ochenta. Que me corrija Abuelo Flick, si crees que se acuerda de cuando Enrique VIII se dedicaba a matar a sus esposas, pero no creo que el Nudo haya intentado nunca retener a un vaporero. Si ella es tan fuerte como aseguras, podría ser peligrosa.

Dime algo que no sepa. Si hubieras sentido lo mismo que yo, me llamarías loca por pensarlo siquiera. Y puede que lo esté. Pero

Sin embargo, estaba cansada de emplear tanto tiempo —el suyo y el de la familia entera— en el esfuerzo de buscar alimento. De vivir como gitanos del siglo X cuando deberían vivir como los reyes y las reinas de la creación. Como lo que eran.

—Habla con Abuelo, si se encuentra mejor. Y con Mary, lleva casi tanto tiempo como Flick. Con Andi Colmillo de Serpiente. Es nueva pero tiene la cabeza bien puesta sobre los hombros. Con cualquiera que pienses que pueda aportar alguna idea valiosa.

—Cielos, Rosie. No sé…

—Yo tampoco, todavía no. Aún estoy recuperándome. Lo único que te pido ahora es que tantees el terreno. Después de todo, eres nuestro hombre de avanzadilla.

—De acuerdo…

—Ah, y asegúrate de hablar con el Nueces. Pregúntale qué fármacos podrían mantener dócil a un paleto por largos períodos de tiempo.

—A mí no me parece que esa chica tenga mucho de paleta.

—Oh, sí. Es una buena vaca lechera gorda y paleta.

No es exactamente cierto. Una gran ballena blanca, eso es lo que es.

Rose pulsó el botón de FINALIZAR en su teléfono sin esperar a ver si Papá Cuervo tenía algo más que añadir. Era la jefa y, por lo que a ella concernía, la discusión había acabado.

Es una ballena blanca y la quiero.

Pero Ahab no había querido a su ballena solo porque Moby Dick proporcionaría toneladas de grasa y un número casi infinito de barriles de aceite, y Rose no quería a la chica porque pudiera proporcionar —dado el cóctel adecuado de fármacos y un poderosísimo tranquilizante psíquico— un casi interminable suministro de vapor. Se trataba de una cuestión personal. ¿Convertirla? ¿Acogerla en el Nudo Verdadero? Jamás. La cría había expulsado a Rose la Chistera de su cabeza como si ésta fuese un pelma puritano que se dedica a ir de puerta en puerta entregando panfletos sobre el fin del mundo. Nunca antes le habían dado semejante patada en el culo. Por muy poderosa que fuera, alguien tenía que darle una lección.

Y yo soy la mujer perfecta para ese trabajo.

Rose la Chistera arrancó su camioneta, salió del aparcamiento del supermercado y puso rumbo al Camping Bluebell, un negocio familiar ubicado en un paraje realmente precioso, lo que no era de extrañar. Uno de los mejores complejos hoteleros del mundo se había erigido allí antes.

Aunque, por supuesto, el Overlook había ardido hasta los cimientos mucho tiempo atrás.

11

Los Renfrew, Matt y Cassie, que eran los fiesteros del vecindario, decidieron en el calor del momento celebrar una barbacoa por el terremoto. Invitaron a todos los residentes en Richland Court, y asistieron casi todos. Matt sacó una caja de refrescos, varias botellas de vino barato y un barril de cerveza de la Lickety-Split de calle arriba. Hubo mucha diversión, y David Stone disfrutó tremendamente. Por cuanto sabía, Abra también. Pasó el rato con sus amigas Julie y Emma, y se aseguró de que comiera una hamburguesa y un poco de ensalada. Lucy le había indicado que debía vigilar los hábitos alimenticios de su hija, porque estaba en la edad en que las chicas empiezan a ser muy conscientes de su peso y su apariencia, la edad propicia para que la anorexia o la bulimia mostraran sus rostros delgados y famélicos.

Lo que no advirtió (aunque puede que Lucy se hubiera dado cuenta de haber estado allí) fue que Abra no se unió al aparentemente ininterrumpido festival de risitas de sus amigas. Y, después de comerse una tarrina de helado (una de las pequeñas), pidió permiso a su padre para volver a casa y terminar sus deberes.

—De acuerdo —dijo David—, pero antes dales las gracias al señor y a la señora Renfrew.

Abra no habría necesitado que se lo recordaran, lo habría hecho igual, pero accedió sin mencionarlo.

—Muchas de nadas, Abby —dijo la señora Renfrew. Sus ojos brillaban casi con una luz preternatural merced a tres vasos de vino blanco—. ¿No es estupendo? Deberíamos tener terremotos más a menudo. Aunque estuve hablando con Vicky Fenton… ¿conoces a los Fenton, de Pond Street? Es una calle más allá, y dice que no notaron nada. ¿No es rarísimo?

—Pues sí —asintió Abra, pensando que en lo referente a rarezas la señora Renfrew no sabía de la misa la media.

12

Terminó los deberes, y estaba abajo viendo la tele cuando llamó su madre. Abra habló con ella un rato y luego le pasó el teléfono a su padre. Lucy dijo algo, y Abra supo qué había preguntado antes incluso de que David le lanzara una mirada y contestara:

—Sí, está bien, solo cansada por los deberes, creo. Les mandan muchos ahora. ¿Te ha contado que ha habido un terremoto?

—Me voy arriba, papá —anunció Abra, y David le dijo adiós con un distraído gesto con la mano.

Se sentó ante su mesa, encendió el ordenador y volvió a apagarlo. No le apetecía jugar al Fruit Ninja y, desde luego, no le apetecía chatear con nadie. Tenía que decidir qué hacer, porque tenía que hacer algo.

Metió los libros en la mochila, luego levantó la vista y la mujer del supermercado la estaba mirando fijamente desde la ventana. Era imposible, porque era una ventana del segundo piso, pero allí estaba. Poseía una piel inmaculada de un blanco puro, pómulos altos, ojos oscuros separados y con un ligero sesgo en las comisuras. Abra pensó que quizá fuese la mujer más hermosa que había visto nunca. Y también, lo comprendió de pronto, y sin sombra de duda, que estaba loca. Una espesa melena negra enmarcaba su rostro perfecto, arrogante en cierto modo, y se derramaba sobre sus hombros. Inmóvil sobre la exuberancia de su cabello, a pesar de que estaba ladeado en un ángulo delirante, llevaba un desenfadado sombrero de copa de arañado terciopelo.

No está aquí de verdad, y tampoco está en mi cabeza. No sé cómo, pero puedo verla y no creo que ella sepa

La demente que estaba en la ventana cada vez más oscura sonrió, y cuando sus labios se separaron, Abra advirtió que solo tenía un diente en la encía superior, un monstruoso colmillo descolorido. Comprendió que había sido lo último que Bradley Trevor vio en su vida, y gritó, gritó tan fuerte como pudo…, pero solo en su interior, porque tenía la garganta cerrada y las cuerdas vocales congeladas.

Abra cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, la mujer sonriente de la cara blanca había desaparecido.

No está ahí, pero podría venir. Sabe que existo y podría venir.

En ese instante se dio cuenta de lo que debería haber sabido tan pronto como vio la fábrica abandonada. Solo existía una persona a la que pudiera recurrir. Solo una que la ayudaría. Volvió a cerrar los ojos, esta vez no para esconderse de la horrible visión que la miraba desde la ventana, sino para implorar ayuda.

(¡TONY, NECESITO A TU PADRE! ¡POR FAVOR, TONY, POR FAVOR!)

Aún con los ojos cerrados —pero sintiendo ahora la calidez de las lágrimas en sus pestañas y mejillas— musitó:

—Ayúdame, Tony. Tengo miedo.