CAPÍTULO SEIS
INSÓLITA RADIO

1

No había ocurrido en al menos tres años, pero algunas cosas no se olvidan. Como cuando tu niña se pone a gritar en mitad de la noche. Lucy se encontraba sola, pues David asistía a una conferencia de dos días en Boston, pero sabía que de haber estado allí habría recorrido el pasillo a la carrera hasta el cuarto de Abra. Tampoco él había olvidado.

Su hija estaba sentada en la cama, con la cara pálida, el pelo encrespado alrededor de la cabeza, los ojos abiertos como platos, mirando fijos y ausentes la nada. Había tirado de la sábana —lo único que necesitaba para taparse con tiempo cálido— y se envolvía con ella como una crisálida de locos.

Lucy se sentó a su lado y le pasó un brazo por los hombros. Era como abrazar a una piedra. Ésa era la peor parte, antes de salir completamente del trance. Que los gritos de tu hija te arrancaran del sueño era horrible, pero la falta de reacción era peor. Entre los cinco y los siete años, esos terrores nocturnos habían sido bastante habituales, y Lucy siempre tuvo miedo de que tarde o temprano la mente de la niña se quebrara bajo la presión. Continuaría respirando, pero sus ojos jamás se liberarían de cualquiera que fuese el mundo que ella veía y ellos no.

Eso no pasará, le había asegurado David, y John Dalton había redoblado la afirmación. Los niños son resistentes. Si no muestra ningún efecto secundario permanente… retraimiento, aislamiento, comportamiento obsesivo, mojar la cama… probablemente no habrá problemas.

Pero era un problema que los niños se despertaran, chillando, por una pesadilla. Era un problema que, como consecuencia, a veces sonaran desenfrenados acordes de piano en el piso de abajo, o que los grifos del cuarto de baño al final del pasillo se abrieran solos, o que la luz sobre la cama de Abra a veces se fundiera cuando ella o David accionaban el interruptor.

Luego llegó su amigo invisible y los intervalos entre pesadillas se alargaron. Finalmente cesaron. Hasta esa noche. Aunque ya no era exactamente de noche; Lucy advirtió el primer indicio de luz en el horizonte hacia el este, y lo agradeció al cielo.

—¿Abs? Soy mamá. Háblame.

No hubo reacción durante cinco o diez segundos. Entonces, por fin, la estatua que Lucy rodeaba con el brazo se relajó y volvió a ser una niña pequeña. Abra tomó aliento larga y temblorosamente.

—He tenido uno de mis sueños malos. Como en los días de antes.

—Ya me lo figuraba, cariño.

Abra casi nunca recordaba más que un poco, según parecía. A veces se trataba de gente gritándose o pegándose puñetazos. El señor volcó la mesa de un golpe cuando la perseguía, puede que dijera. En otra ocasión había soñado con una muñeca Raggedy Ann con un solo ojo tirada en la autopista. Una vez, cuando Abra tenía cuatro años, les contó que había visto gente fantasma viajando en el Helen Rivington, que era una popular atracción turística en Frazier. Hacía un recorrido circular desde Teenytown hasta Cloud Gap y volvía. Los veo por la luz de la luna, contó Abra a sus padres aquella vez. Lucy y David estaban sentados uno a cada lado de ella, rodeándola con los brazos. Lucy aún recordaba el tacto húmedo de la chaqueta del pijama de Abra, empapada de sudor. Sabía que eran fantasmas porque tenían la cara como una manzana vieja y la luna brillaba a través de ellos.

La tarde siguiente Abra volvía a correr y jugar y reír con sus amigos, pero Lucy nunca olvidó esa imagen: personas muertas viajando en un trenecito por los bosques, sus rostros como manzanas translúcidas bajo la luz de la luna. Preguntó a Concetta si había montado a Abra en el tren durante uno de sus «días de chicas». Chetta dijo que no. Habían ido a Teenytown, pero aquel día estaban efectuando reparaciones en el ferrocarril en miniatura, así que subieron al carrusel.

Ahora Abra miró a su madre y dijo:

—¿Cuándo volverá papá?

—Pasado mañana. Dice que llegará a tiempo para comer.

—No es lo bastante pronto —dijo Abra.

Una lágrima se derramó de su ojo, se deslizó por la mejilla y estalló al caer sobre la chaqueta del pijama.

—¿Lo bastante pronto para qué? ¿Qué recuerdas, Abba-Doo?

—Hacían daño al chico.

Lucy no deseaba proseguir con eso, pero tenía que hacerlo. Se habían dado demasiadas correlaciones entre los sueños anticipatorios de Abra y sucesos que habían ocurrido en la realidad. Fue David quien vio la foto de la Raggedy Ann con un solo ojo en el Sun de North Conway, bajo el titular TRES MUERTOS EN UN ACCIDENTE EN OSSIPEE. Fue Lucy quien buscó en el registro policial arrestos por violencia doméstica en los días posteriores a dos de los sueños de Abra de gente gritándose y pegándose. Incluso John Dalton coincidió en que Abra podría estar recibiendo transmisiones de lo que denominaba «la insólita radio en su cabeza».

Por tanto, ahora preguntó:

—¿Qué chico? ¿Vive por aquí? ¿Lo sabes?

Abra movió la cabeza.

—Muy lejos. No me acuerdo. —Entonces se animó. La velocidad con la que salía de estas fugas era para Lucy casi tan sobrecogedora e inquietante como las fugas mismas—. Pero me parece que se lo dije a Tony. A lo mejor se lo cuenta a su papá.

Tony, su amigo invisible. Hacía un par de años que no lo mencionaba, y Lucy confió en que no padeciera una especie de regresión. Diez años era ya ser muy mayor para tener un amigo invisible.

—A lo mejor el papá de Tony puede pararlo. —Entonces se le nubló el rostro—. Pero me parece que ya es demasiado tarde.

—Hace tiempo que Tony no viene por aquí, ¿no?

Lucy se levantó e intentó poner la sábana en su sitio. Abra soltó una risita cuando, al ondear, la sábana le rozó la cara. El mejor sonido del mundo en cuanto a Lucy concernía. Un sonido cuerdo. Y la habitación se iluminaba por momentos. Pronto los primeros pájaros empezarían a cantar.

—¡Mamá, me hace cosquillas!

—A las mamás les gustan las cosquillas. Forma parte de su encanto. Bueno, ¿qué hay de Tony?

—Dijo que vendría cada vez que lo necesitase —dijo Abra, acomodándose de nuevo bajo la sábana. Dio una palmadita en la cama a su lado y Lucy se tumbó, compartiendo la almohada—. Tuve un sueño malo y lo necesitaba. Me parece que vino, pero no me acuerdo muy bien. Su papá trabaja en un centro de aditivos.

Aquello era nuevo.

—¿Eso es como una fábrica de comida?

—No, tonta, es para las personas que se van a morir. —Abra adoptó un tono indulgente, el propio casi de una maestra, pero un escalofrío recorrió la espalda de Lucy—. Tony dice que cuando la gente se pone tan enferma que ya no pueden curarse, van al centro de aditivos y su papá intenta hacer que se sientan mejor. El papá de Tony tiene un gato que se llama parecido a mí. Yo soy Abra y el gato es Azzie. ¿A que es rarísimo pero en el sentido de gracioso?

—Sí. Raro pero gracioso.

John y David probablemente dirían, basándose en la similitud de los nombres, que la historia del gato era la confabulación de una niña de diez años muy inteligente. Sin embargo, solo se creerían esa explicación a medias, y Lucy no se la creía en absoluto. ¿Cuántos niños de diez años sabían qué era un centro de paliativos, aunque lo pronunciaran mal?

—Háblame del chico de tu sueño. —Ahora que Abra se había calmado, esa conversación parecía más segura—. Cuéntame quién le hacía daño, Abba-Doo.

—No me acuerdo, solo sé que él pensaba que Barney era su amigo. O a lo mejor se llamaba Barry. Mamá, ¿puedo tener a Brinquitos?

Su conejo de peluche, ahora sentado en un exilio de orejas caídas en el estante más alto de la habitación. Abra no dormía con el muñeco desde hacía al menos dos años. Lucy alcanzó a Brinquitos y lo colocó en los brazos de su hija. Abra lo estrechó contra su pijama rosa y se quedó dormida casi al instante. Con suerte, estaría fuera de combate durante una hora, quizá incluso dos. Lucy se sentó a su lado y bajó la mirada.

Que dentro de unos años termine de una vez por todas, como John dijo que pasaría. Mejor todavía, que se termine hoy, esta misma mañana. Basta, por favor. Basta de buscar en los periódicos si un niño pequeño ha sido asesinado por su padrastro o si un grupo de matones colocados de pegamento le han dado una paliza de muerte, o algo peor. Que se acabe ya.

—Dios —imploró en voz muy baja—, si estás ahí, ¿harías algo por mí? ¿Romperías la radio que tiene mi niñita en la cabeza?

2

Cuando la Verdad circulaba en dirección oeste por la I-80, hacia el pueblo en la región montañosa de Colorado donde pasarían el verano (siempre bajo la premisa de que no se presentara la oportunidad de recolectar vapor), Papá Cuervo viajaba en el asiento de copiloto del EarthCruiser de Rose. Jimmy el Números, el contable prodigio de la Tribu, conducía provisionalmente el Affinity Country Coach de Cuervo. La radio vía satélite de Rose sintonizaba Outlaw Country y en ese preciso momento sonaba «Whiskey Bent and Hell Bound», de Hank Jr. Era una buena canción, y el segundo al mando del Nudo dejó que concluyera antes de pulsar el botón de OFF.

—Dijiste que hablaríamos luego. Ahora es luego. ¿Qué pasó allí?

—Tuvimos un observador —anunció Rose.

—¿En serio? —Cuervo enarcó las cejas. Había tomado tanto vapor del chico Trevor como cualquiera de ellos, pero no parecía más joven que antes. Raras veces le ocurría después de alimentarse. Por otro lado, raras veces aparentaba mayor edad entre comidas, a no ser que el lapso se prolongara demasiado. Rose lo consideraba una buena solución de compromiso. Probablemente se debiera a algo en sus genes. Eso suponiendo que aún tuvieran genes. El Nueces aseguraba que sí, casi con toda certeza—. Te refieres a un vaporero.

Rose asintió con la cabeza. Por delante de ellos, la I-80 se desplegaba bajo un cielo azul vaquero desteñido moteado de cúmulos a la deriva.

—¿Mucho vapor?

—Oh, sí. Muchísimo.

—¿A qué distancia?

—En la costa Este. Creo.

—¿Estás diciendo que alguien nos estuvo mirando desde…? ¿Cuánto? ¿Casi dos mil quinientos kilómetros?

—Podría ser hasta más lejos. Podría haber sido desde el quinto infierno de Canadá.

—¿Chico o chica?

—Seguramente una chica, pero solo fue un flash. Tres segundos como mucho. ¿Importa?

No importaba.

—¿Cuántos cilindros podrías llenar de un niño con tanto vapor en la caldera?

—Es difícil decirlo. Tres, por lo menos.

Esta vez le tocó a Rose tirar por lo bajo. Calculaba que el espectador desconocido podría llenar diez cilindros, quizá hasta una docena. La presencia había sido breve pero poderosa; había visto lo que hacían, y el terror de la mirona (si es que era una chica) había tenido la fuerza suficiente para congelar las manos de Rose y provocarle un momentáneo sentimiento de repugnancia. No era un sentimiento que le perteneciera, naturalmente —destripar a un paleto no era más repugnante que destripar un ciervo—, sino una suerte de rebote psíquico.

—Quizá deberíamos dar la vuelta —apuntó Cuervo—. Cogerla mientras la ganancia sea buena.

—No. Creo que su poder sigue creciendo. La dejaremos madurar un poco.

—¿Es algo que sabes o es solo una intuición?

Rose agitó la mano en el aire.

—¿Una intuición lo bastante fuerte como para correr el riesgo de que muera en un atropello con fuga o de que la rapte algún pederasta pervertido? —preguntó Cuervo sin ironía—. ¿Y si desarrolla una leucemia o algún otro tipo de cáncer? Sabes que son propensos a ello.

—Si le preguntas a Jimmy el Números, dirá que las tablas actuariales están a nuestro favor. —Rose sonrió y le dio una afectuosa palmadita en el muslo—. Te preocupas demasiado, Papá. Iremos a Sidewinder, como tenemos planeado, y dentro de un par de meses bajaremos a Florida. Tanto Barry como Abuelo Flick piensan que este puede ser un buen año de huracanes.

Cuervo torció el gesto.

—Eso es como escarbar en contenedores de basura.

—Puede ser, pero las sobras de algunos de esos contenedores son bastante ricas, y nutritivas. Todavía me arrepiento de habernos perdido ese tornado en Joplin. Aunque, claro, recibimos menos avisos para tormentas tan repentinas.

—Esa niña. Nos vio a nosotros.

—Sí.

—Y lo que hacíamos.

—¿Adónde quieres llegar, Cuervo?

—¿Podría descubrirnos?

—Cariño, si tiene más de once años, me comeré mi sombrero. —Rose le dio un golpecito para añadir énfasis—. Sus padres seguramente no saben lo que es ni lo que puede hacer. Y aunque lo sepan, lo más probable es que en su cabeza hagan lo posible por minimizarlo todo para no tener que pensar demasiado en ello.

—O tal vez la lleven al psiquiatra que le recetará pastillas —dijo Cuervo—. Las pastillas la amortiguarán y harán que sea más difícil localizarla.

Rose sonrió.

—Si lo capté bien, y estoy segurísima de que sí, darle ansiolíticos a ésta cría sería como echar un plástico transparente sobre un reflector. La encontraremos cuando sea el momento. No te preocupes.

—Si tú lo dices. Eres la jefa.

—Así es, cielín. —Esta vez, en lugar de darle una palmadita en el muslo, le apretó el paquete—. ¿Omaha esta noche?

—Es un LaQuinta Inn. He reservado toda la parte trasera de la primera planta.

—Bien. Tengo intención de montarte como a un toro mecánico.

—Ya veremos quién monta a quién —replicó Cuervo.

Se sentía juguetón desde lo del chico Trevor. Igual que Rose. Igual que todos ellos. Volvió a encender la radio. Pilló a Cross Canadian Ragweed cantando sobre los muchachos de Oklahoma que no sabían liarse un canuto.

Los Verdaderos siguieron hacia el oeste.

3

Había padrinos de Alcohólicos Anónimos fáciles y padrinos difíciles, y luego estaban los que eran como Casey Kingsley, que no toleraban absolutamente ninguna cagada de sus ahijados. Al comienzo de su relación, Casey ordenó a Dan que asistiera a noventa sesiones en noventa días, y le dio instrucciones para que llamara todos los días a las siete de la mañana. Cuando Dan completó sus noventa reuniones consecutivas, recibió permiso para suprimir las llamadas matutinas. Se reunían para tomar café tres veces por semana en el Sunspot Café.

Casey le esperaba sentado en un reservado cuando Dan entró en la cafetería una tarde de julio de 2011, y aunque Casey todavía no había llegado a la edad de jubilación, a Dan su veterano padrino (y su primer empleador en New Hampshire) le pareció muy viejo. Había perdido la mayor parte del pelo y caminaba con una pronunciada cojera. Necesitaba una artroplastia de cadera, pero continuaba posponiéndola.

Dan saludó, se sentó, entrelazó las manos y esperó a lo que Casey denominaba El Catecismo.

—¿Estás sobrio hoy, Danno?

—Sí.

—¿Cómo ha sucedido semejante milagro de autodominio?

—Gracias al programa de Alcohólicos Anónimos y al Dios de mi entendimiento —recitó Dan—. Es posible que mi padrino también haya tenido algo que ver.

—Un bonito cumplido, pero no me lamas el culo y yo no te lo lameré a ti.

Patty Noyes se acercó con la cafetera y sirvió una taza a Dan sin que se lo pidiera.

—¿Cómo te va, guapo?

Dan la obsequió con una amplia sonrisa.

—Bien.

Ella le revolvió el pelo y regresó a la barra añadiendo un sutil contoneo a su andar. Los hombres siguieron el dulce vaivén de sus caderas como suelen hacerlo los hombres, y luego la mirada de Casey retornó a Dan.

—¿Has hecho progresos con el tema del Dios de tu entendimiento?

—No muchos —reconoció Dan—. Tengo la impresión de que puede ser un trabajo para toda la vida.

—Pero ¿pides ayuda por la mañana para mantenerte apartado de la bebida?

—Sí.

—¿De rodillas?

—Sí.

—¿Das gracias por la noche?

—Sí, también de rodillas.

—¿Por qué?

—Porque necesito recordar que la bebida me puso en esa situación —dijo Dan. Era la verdad.

Casey asintió con la cabeza.

—Ésos son los tres primeros pasos. Dame la versión abreviada.

—«Yo no puedo, Dios puede, lo dejaré en Sus manos». —Añadió—: El Dios de mi entendimiento.

—Al que tú no entiendes.

—Correcto.

—Ahora dime por qué bebías.

—Porque soy un borracho.

—¿No porque tu madre no te quería?

—No. —Wendy tenía sus defectos, pero su amor hacia él (y el suyo hacia ella) jamás flaqueó.

—¿No porque tu padre no te quería?

—No. —Aunque una vez me rompió el brazo, y al final estuvo a punto de matarme.

—¿Porque es hereditario?

—No. —Dan dio un sorbo a su café—. Pero sí se hereda. Lo sabes, ¿no?

—Claro. También sé que no importa. Bebíamos porque somos borrachos. Jamás nos curaremos. Conseguimos un indulto diario basado en nuestra condición espiritual, y eso es todo.

—Sí, jefe. ¿Hemos acabado con esta parte?

—Casi. ¿Has pensado hoy en tomar un trago?

—No. ¿Y tú?

—No. —Casey sonrió. Eso inundó su rostro de luz y le rejuveneció—. Es un milagro. ¿Tú dirías que es un milagro, Danny?

—Sí, lo diría.

Patty regresó con un plato grande de pudin de vainilla —coronado no solo con una cereza sino con dos— y lo plantó delante de Dan.

—Cómete eso. Invita la casa. Estás demasiado delgado.

—¿Y yo qué, preciosa? —preguntó Casey.

Patty sorbió por la nariz.

—Tú eres un caballo. Te traeré un Pine Tree Float si quieres… o sea, un vaso de agua con un palillo. —Dicha la última palabra, se largó.

—¿Te la sigues cepillando? —preguntó Casey cuando Dan empezó a comerse su pudin.

—Qué encantador —dijo Dan—. Muy sensible y New Age.

—Gracias. ¿Te la sigues cepillando?

—Lo que tuvimos duró unos cuatro meses, y eso fue hace tres años, Case. Patty está prometida con un chaval muy simpático de Grafton.

—Grafton —dijo Casey con desprecio—. Bonitas vistas, pero es un pueblo de mierda. Ella no se comporta como si estuviera prometida cuando tú andas por la casa.

—Casey…

—No, no me malinterpretes. Jamás aconsejaría a un ahijado mío que metiera las narices… o la polla… en una relación estable. Es una trampa perfecta para caer en la bebida. Pero… ¿estás saliendo con alguien?

—¿Es asunto tuyo?

—Resulta que sí.

—Actualmente no. Había una enfermera en la Residencia Rivington… te hablé de ella…

—Sarah no sé qué.

—Olson. Hablamos sobre la posibilidad de vivir juntos, pero luego consiguió un trabajo estupendo en el General de Massachusetts. Nos escribimos e-mails de vez en cuando.

—Ninguna relación el primer año, ésa es la regla empírica —dijo Casey—. Muy pocos alcohólicos en recuperación se la toman en serio. Tú sí. Pero Danno… ya es hora de que salgas regularmente con alguien.

—Ay, madre, mi padrino se ha convertido en el Doctor Phil —dijo Dan.

—¿Es tu vida mejor? ¿Mejor que cuando te presentaste aquí recién bajado del autobús, arrastrando el culo y con los ojos ensangrentados?

—Sabes que sí. Mejor de lo que jamás habría imaginado.

—Entonces piensa en compartirla con alguien. Es lo único que digo.

—Tomo nota. Ahora, ¿podemos hablar de otras cosas? ¿De los Red Sox, por ejemplo?

—Antes he de preguntarte algo más en mi calidad de padrino. Después podremos volver a ser amigos y tomar un café.

—Vale… —Dan lo miró con recelo.

—Nunca hemos hablado mucho de lo que haces en la residencia. De cómo ayudas a la gente.

—No —dijo Dan—, y preferiría que siguiera así. Ya sabes lo que se dice al final de cada reunión, ¿verdad? «Lo que ves aquí, lo que oyes aquí, que se quede aquí al salir». Eso es lo que quiero con respecto a la otra parte de mi vida.

—¿Cuántas partes de tu vida se vieron afectadas por la bebida?

Dan lanzó un suspiro.

—Conoces la respuesta. Todas.

—¿Entonces? —Y, puesto que Dan no dijo nada, añadió—: El personal de Rivington te llama Doctor Sueño. Las noticias vuelan, Danno.

Dan guardó silencio. Quedaba un trozo de pudin, y Patty se enfadaría si no se lo comía, pero su apetito se había esfumado. Siempre supo que esa conversación llegaría, y también sabía que, tras diez años sin probar el alcohol (y con un par de ahijados a su cargo), Casey respetaría sus límites, pero Dan aún no deseaba hablar del tema.

—Ayudas a la gente a morir. No les pones una almohada en la cara, ni nada por el estilo, nadie piensa eso, sino que… no sé. Parece que nadie lo sabe.

—Me siento con ellos, eso es todo. Les hablo un poco. Si eso es lo que quieren.

—¿Sigues los Pasos, Danno?

Si hubiera creído que se trataba de un giro en la conversación, lo habría recibido con agrado, pero sabía que no lo era.

—Sabes que sí. Eres mi padrino.

—Sí, pides ayuda por las mañanas y das gracias por las noches. Lo haces de rodillas. Ésos son los tres primeros. El cuarto es toda esa mierda del inventario moral. ¿Qué hay del número cinco?

Eran doce en total. Después de haberlos oído recitar en voz alta al inicio de cada reunión a la que había asistido, Dan se los sabía de memoria.

—Admitir ante Dios, nosotros mismos y otro ser humano la naturaleza exacta de nuestros errores.

—Ajá. —Casey levantó su taza de café, le dio un sorbo, y miró a Dan por encima del borde—. ¿Lo has hecho?

—En su mayor parte. —Dan se encontró a sí mismo deseando estar en otro sitio. Casi en cualquier otro sitio. Además, por primera vez en bastante tiempo se encontró a sí mismo deseando un trago. Ésa no era una discusión que hubiera previsto.

—Déjame adivinar. Te has contado a ti mismo todos tus errores, y le has contado al Dios de tu no entendimiento todos tus errores, y le has contado a una persona, que sería yo, la mayor parte de tus errores. ¿He cantado bingo?

Dan no respondió.

—Esto es lo que pienso —dijo Casey—, y siéntete libre de corregirme si me equivoco. Los Pasos Ocho y Nueve tratan sobre limpiar los escombros que dejamos atrás cuando estábamos borrachos como cubas prácticamente los siete días de la semana. Creo que al menos una parte de tu trabajo en la residencia, la parte más importante, trata de reparar el daño que hiciste. Y me parece que hay un error que no terminas de superar porque te da una vergüenza de cojones hablar de ello. Si ése es el caso, no serías el primero, créeme.

Dan pensó: Mamá.

Dan pensó: Suca.

Vio la cartera roja y el patético fajo de cupones de comida. Vio también un poco de dinero. Setenta dólares, suficiente para una borrachera de cuatro días. Cinco si lo administraba cuidadosamente y reducía la comida al mínimo nutricional indispensable. Vio el dinero primero en su mano y luego entrando en su bolsillo. Vio al niño de la camiseta de los Braves y el pañal caído.

Pensó: El crío se llamaba Tommy.

Pensó, ni por primera ni por última vez: Jamás hablaré de esto.

—¿Danno? ¿Hay algo que quieras contarme? Me da que sí. No sé cuánto tiempo llevas cargando con el hijoputa, pero puedes dejármelo a mí y salir de aquí con cien kilos menos a la espalda. Así es como funciona.

Se acordó de cómo había trotado el niño hacia su madre

(Deenie se llamaba Deenie)

y cómo ella, aún hundida en su ebrio sopor, lo había rodeado con el brazo y atraído hacia sí, tumbados cara a cara bajo el haz de sol matinal que se colaba por la sucia ventana del dormitorio.

—No hay nada —dijo.

—Suéltalo, Dan. Te lo digo no solo como tu padrino, sino también como tu amigo.

Dan miró al otro hombre fijamente, sin pestañear, y no dijo nada. Casey lanzó un suspiro.

—¿En cuántas reuniones has estado en las que alguien ha dicho que uno está tan enfermo como sus secretos? ¿Cien? Más bien mil. De todos los dichos de Alcohólicos Anónimos, ese debe de ser el más viejo.

Dan no dijo nada.

—Todos tenemos un fondo —prosiguió Casey—. Algún día tendrás que hablarle a alguien del tuyo. Si no lo haces, en algún momento más adelante te encontrarás en un bar con una copa en la mano.

—Mensaje recibido —dijo Dan—. ¿Podemos hablar ahora de los Red Sox?

Casey echó un vistazo al reloj.

—En otra ocasión. Tengo que irme a casa.

Claro, pensó Dan. Con tu perro y tu pez de colores.

—De acuerdo. —Cogió la cuenta antes de que pudiera hacerlo Casey—. En otra ocasión.

4

Cuando Dan regresó a su habitación en el torreón, se quedó mirando la pizarra durante un rato largo y luego borró lentamente lo que encontró allí escrito:

¡Están matando al chico del béisbol!

—¿Quién es el chico del béisbol? —preguntó cuando la pizarra volvió a estar limpia.

Ninguna respuesta.

—¿Abra? ¿Sigues aquí?

No. Pero había estado; si hubiera llegado de su incómodo encuentro para tomar café con Casey diez minutos antes, tal vez hubiera visto su forma fantasma. Pero ¿había ido allí en su busca? Dan no lo creía. Era un disparate, no lo negaba, pero intuía que había ido en busca de Tony, el que fue su amigo invisible mucho tiempo atrás. Aquél que a veces le traía visiones. Aquél que a veces le avisaba. Aquél que había resultado ser una versión de sí mismo más sabia y profunda.

Para el niñito asustado que intentaba sobrevivir en el Hotel Overlook, Tony había sido un hermano mayor protector. La ironía residía en que ahora que había dejado el alcohol a su espalda, Daniel Anthony Torrance se había convertido en un auténtico adulto y Tony seguía siendo un chaval. Quizá incluso el legendario niño interior del que los gurús de la New Age no cesaban de parlotear. Dan estaba seguro de que la figura del niño interior servía para justificar gran cantidad de comportamientos egoístas y destructivos (lo que a Casey le gustaba llamar «el Síndrome del Tengo Que Tenerlo»), y tampoco le cabía duda de que los hombres y mujeres ya crecidos almacenaban en algún rincón del cerebro todas las etapas de su desarrollo, no solo el niño interior, sino también el bebé, el adolescente y el joven adulto. Y si la misteriosa Abra acudía a él, ¿no era natural que rastreara más allá de su mente adulta buscando a alguien de su misma edad?

¿Un compañero de juegos?

¿Acaso un protector?

De ser así, se trataba de una tarea que Tony ya había efectuado antes. Pero ¿necesitaba ella protección? Ciertamente había angustia

(están matando al chico del béisbol)

en su mensaje, pero la angustia iba asociada por naturaleza con el resplandor, como Dan había averiguado tiempo atrás. Los niños no estaban hechos para saber y ver tanto. Podría buscar a la niña, intentar quizá descubrir más, pero ¿qué les diría a sus padres? ¿Hola, ustedes no me conocen, pero yo conozco a su hija, a veces visita mi cuarto y hemos llegado a ser muy buenos amigos?

Dan no pensaba que le echaran encima al sheriff del condado, pero si lo hicieran no les culparía, y habida cuenta de su accidentado pasado, no tenía ganas de averiguarlo. Mejor dejar que Tony fuera el amigo de Abra a distancia, si realmente se trataba de eso. Tony podría ser invisible, pero al menos tenía una edad más o menos apropiada.

Más tarde apuntaría de nuevo los nombres y los números de las habitaciones que debían ocupar la pizarra. Por el momento, cogió el trozo de tiza del canalón y escribió: ¡Tony y yo te deseamos un feliz día de verano, Abra! Tu OTRO amigo, Dan.

Lo estudió por unos instantes, asintió con la cabeza y se acercó a la ventana. Una hermosa tarde de verano, y seguía teniendo el día libre. Decidió ir a dar un paseo para intentar quitarse de la cabeza la molesta conversación con Casey. Sí, suponía que había tocado fondo en el apartamento de Deenie en Wilmington, pero si guardarse para sí lo que sucedió allí no le había impedido acumular diez años de sobriedad, no veía por qué iba a impedirle conseguir otros diez. O veinte. Y, de todos modos, ¿por qué pensaba en años cuando el lema de Alcohólicos Anónimos era «día a día»?

Wilmington fue hace mucho tiempo. Esa parte de su vida había acabado.

Cerró con llave su habitación al salir, como siempre hacía, pero una cerradura no evitaría que la misteriosa Abra entrara si quería hacer una visita. Cuando regresara de su paseo, tal vez hubiera otro mensaje suyo en la pizarra.

A lo mejor nos hacemos amigos.

Claro, y a lo mejor un conciliábulo de modelos de lencería de Victoria’s Secret desentrañaba el secreto de la fusión de hidrógeno.

Con una sonrisa burlona, Dan salió a la calle.

5

La Biblioteca Pública de Anniston celebraba su mercadillo anual de libros, y cuando Abra pidió ir, Lucy se alegró de dejar a un lado sus tareas de la tarde y caminar hasta Main Street con su hija. Dispuestas en el césped había varias mesas plegables con los diversos volúmenes donados, y mientras Lucy echaba un vistazo a los libros en rústica (1$ CADA UNO, 6 POR 5$, A ELEGIR), buscando alguno de Jodi Picoult que no hubiera leído, Abra revisaba el surtido en las mesas marcadas como LITERATURA JUVENIL. Aún le quedaba mucho para ser una adulta, incluso en su versión más joven, pero era una lectora voraz (y precoz) con una particular pasión por la fantasía y la ciencia ficción. Su camiseta favorita mostraba una enorme y complicada máquina encima de la declaración STEAMPUNK RULES.

Justo cuando Lucy llegaba a la conclusión de que tendría que conformarse con una novela antigua de Dean Koontz y otra ligeramente más reciente de Lisa Gardner, Abra se acercó corriendo. Sonreía.

—¡Mamá, mamá! ¡Se llama Dan!

—¿Quién se llama Dan, corazón?

—¡El padre de Tony! ¡Me ha dicho que pase un feliz día de verano!

Lucy miró a su alrededor, casi esperando encontrar a un extraño con un niño de la edad de Abra a la zaga. Había multitud de desconocidos —al fin y al cabo era verano—, pero ninguna pareja como ésa.

Abra vio lo que estaba haciendo su madre y soltó una risita.

—Pero no está aquí.

—Entonces ¿dónde está?

—No lo sé exactamente. Pero cerca.

—Ah… supongo que eso es bueno, cariño.

Lucy tuvo el tiempo justo para alborotarle el cabello antes de que Abra corriera a reanudar su caza de astronautas, viajeros en el tiempo y hechiceros. Lucy se quedó mirándola, con sus propias selecciones colgando olvidadas en la mano. ¿Debía contárselo a David cuando llamara desde Boston o no? Decidió que no.

La insólita radio, eso era todo.

Mejor dejarlo pasar.

6

Dan decidió entrar un momento en el Java Express, comprar un par de cafés y llevarle uno a Billy Freeman en Teenytown. Aunque el tiempo que Dan pasó empleado por los servicios municipales de Frazier fue muy breve, los dos hombres habían conservado su amistad durante los últimos diez años. En parte porque tenían en común a Casey —el jefe de Billy, el padrino de Dan—, pero sobre todo por pura y llana simpatía. A Dan le gustaba la actitud antitonterías de Billy.

También le gustaba conducir el Helen Rivington, quizá por ese niño interior, otra vez; estaba seguro de que cualquier psiquiatra diría eso. Normalmente Billy estaba dispuesto a cederle los controles, y durante la estación estival a menudo lo hacía con alivio. Entre el Cuatro de Julio y el día del Trabajo, el Riv recorría el circuito de quince kilómetros de ida y vuelta hasta Cloud Gap diez veces al día, y Billy ya no era ningún jovencito.

Al cruzar el jardín hasta Cranmore Avenue, Dan divisó a Fred Carling sentado en un banco a la sombra en el paseo entre la Residencia Rivington propiamente dicha y Rivington Dos. El celador que en una ocasión dejó la marca de sus dedos en el pobre Charlie Hayes aún trabajaba en el turno de noche, y era tan holgazán y malhumorado como siempre, pero al menos había aprendido a evitar al Doctor Sueño. A Dan le parecía un buen acuerdo.

Carling, a punto de iniciar su turno, tenía una bolsa grasienta de McDonald’s en el regazo y masticaba un Big Mac. Sus miradas se trabaron por un instante. Ninguno de los dos dijo hola. Dan pensaba que Fred Carling era un oportunista inútil con una vena sádica y Carling pensaba que Dan era un entrometido santurrón, así que la cosa estaba equilibrada. Mientras no se interpusieran uno en el camino del otro, todo estaría bien y todo iría bien y toda suerte de cosas irían bien.

Dan cogió los cafés (el de Billy con cuatro azucarillos) y a continuación cruzó hasta el parque, animadísimo bajo la luz dorada del atardecer. Los frisbees volaban alto. Madres y padres empujaban a niños de dos o tres años en los columpios o los atrapaban cuando despegaban de los toboganes. En el campo de softball había un partido en juego, chicos de la YMCA de Frazier contra un equipo de camiseta naranja con la leyenda DEPARTAMENTO DE DEPORTES DE ANNISTON. Divisó a Billy en la estación de tren, de pie sobre un taburete y abrillantando el cromado del Riv. Todo daba una buena impresión. Todo daba una impresión de hogar.

Si no lo es, pensó Dan, es lo más parecido a un hogar que voy a conseguir jamás. Ya solo me falta una mujer llamada Sally, un niño llamado Pete y un perro llamado Rover.

La idea le sacó una sonrisa mientras se acercaba con paso tranquilo a la versión en miniatura de Cranmore Avenue y entraba bajo la sombra de la terminal de Teenytown.

—Eh, Billy, te he traído un poco de ese azúcar con sabor a café que te gusta.

Al sonido de su voz, la primera persona en ofrecer una palabra amistosa a Dan en el pueblo de Frazier se dio media vuelta.

—Vaya, si es el buen vecino. Justo estaba pensando que me vendría bien… oh, a tomar por saco.

La bandeja de cartón se cayó de las manos de Dan. Sintió la tibieza del café caliente al salpicar sus zapatillas de deporte, pero parecía remota, intrascendente.

Había moscas reptando por el rostro de Billy Freeman.

7

Billy se negó en rotundo a ver a Casey Kingsley la mañana siguiente, no quería tomarse el día libre y, desde luego, no quería visitar a ningún médico. Insistía en que se sentía muy bien, como una rosa, de primera. Hasta había dado esquinazo al resfriado veraniego que normalmente le atacaba en junio o julio.

Dan, sin embargo, había pasado la noche anterior sin dormir apenas y no aceptaría un no por respuesta. Quizá lo hubiera hecho si estuviera convencido de que era demasiado tarde, pero no lo creía. Había visto las moscas antes y había aprendido a calibrar su significado. Un enjambre —suficiente para oscurecer las facciones de la persona bajo un velo de cuerpos repugnantes agitándose entre empujones— y cualquier esperanza quedaba descartada. Alrededor de una docena significaba que podría hacerse algo. Con solo unas pocas, aún había tiempo. En el rostro de Billy únicamente había tres o cuatro.

Jamás había visto ni una sola mosca en el rostro de los pacientes terminales de la residencia.

Dan recordaba haber visitado a su madre nueve meses antes de su muerte, un día en que ella también afirmaba que se sentía perfectamente bien, como una rosa, de maravilla.

¿Qué estás mirando, Danny?, había preguntado Wendy Torrance. ¿Tengo una mancha? Entonces se había golpeado cómicamente la punta de la nariz y había atravesado con sus dedos centenares de moscas de muerte que la cubrían desde la barbilla hasta la línea del pelo, como un velo placentario.

8

Casey acostumbraba a actuar de mediador. Aficionado a la ironía, le gustaba decirle a la gente que por eso tenía ese enorme salario anual de seis cifras.

Escuchó primero a Dan. Después escuchó las protestas de Billy acerca de dejar su puesto en plena temporada alta, con gente haciendo cola a las ocho de la mañana para montar en el primer viaje del Riv. Además, ningún médico le recibiría con tan poca antelación. También para ellos era temporada alta.

—¿Cuándo fue la última vez que te hiciste un chequeo? —preguntó Casey cuando a Billy se le acabó por fin la cuerda.

Dan y él estaban plantados delante de la mesa de Casey, quien se balanceaba hacia atrás en su silla de oficina, con la cabeza descansando en su lugar habitual, bajo el crucifijo de la pared, y con los dedos entrelazados sobre la barriga.

Billy se puso a la defensiva.

—Creo que en 2006. Pero entonces estaba bien, Case. El médico dijo que mi presión sanguínea era casi dos puntos más baja que la suya.

Casey desplazó la mirada a Dan. Sus ojos encerraban especulación y curiosidad, pero no incredulidad. Los miembros de AA mantenían los labios sellados durante sus diversas interacciones con el resto del mundo, pero dentro de los grupos la gente hablaba —y a veces cotilleaba— con bastante libertad. Casey, por tanto, sabía que el talento de Dan Torrance para ayudar a que los pacientes terminales murieran fácilmente no era su único talento. Por lo que se comentaba en radio macuto, Dan T. tenía ciertas percepciones útiles de cuando en cuando. Ese tipo de percepciones que no pueden explicarse con exactitud.

—Tú conoces bien a Johnny Dalton, ¿verdad? —preguntó ahora a Dan—. El pediatra.

—Sí. Le veo casi todos los jueves por la noche, en North Conway.

—¿Tienes su número?

—Pues da la casualidad que sí. —Dan tenía toda una lista de contactos de AA en las últimas páginas de la libreta que Casey le había dado y que aún conservaba.

—Llámale. Dile que es importante que este rufián vea a alguien enseguida. Supongo que no sabrás qué clase de médico necesita, ¿no? Está claro que a su edad no es un pediatra.

—Casey… —empezó a decir Billy.

—Calla —le ordenó Casey, y centró de nuevo su atención en Dan—. Creo que lo sabes, por Dios. ¿Son los pulmones? Con lo que fuma, parece lo más probable.

Dan decidió que ya había llegado demasiado lejos para retroceder. Suspiró y dijo:

—No, creo que es algo del estómago.

—Salvo por algún problema de digestión, mi estómago…

—He dicho que te calles. —Luego, de nuevo a Dan—: Un médico del estómago, entonces. Dile a Johnny D. que es importante. —Hizo una pausa—. ¿Te creerá?

Dan se alegró de oír esa pregunta. Había ayudado a varios miembros de AA durante su estancia en New Hampshire, y aunque les rogó a todos que no lo comentaran, sabía perfectamente bien que algunos habían hablado y seguían hablando. Le complació enterarse de que John Dalton no se contaba entre ellos.

—Creo que sí.

—Vale. —Casey apuntó a Billy con el dedo—. Tienes el día libre, con paga. Baja médica.

—El Riv

—Hay una docena de personas en este pueblo que pueden conducir el Riv. Haré algunas llamadas y luego yo mismo me encargaré de los dos primeros viajes.

—Pero tienes la cadera mal.

—Que le den a la cadera. Me sentará bien salir de este despacho.

—Pero Casey, me encuentro bi…

—No me importa que te encuentres bien para correr un maratón hasta el lago Winnipesaukee. Vas a ver al doctor y se acabó el tema.

Billy miró a Dan con resentimiento.

—¿Ves en qué lío me has metido? Ni siquiera me he bebido mi café de la mañana.

Las moscas habían desaparecido… pero seguían allí. Dan sabía que, concentrándose, podría verlas otra vez si eso era lo que quería… pero ¿quién en su sano juicio querría?

—Lo sé —dijo Dan—. No es justo, la vida es un asco. ¿Puedo usar tu teléfono, Casey?

—Adelante. —Casey se levantó—. Supongo que es hora de que me vaya a la estación y pique unos cuantos billetes de tren. ¿Tienes una gorra de maquinista que me valga, Billy?

—No.

—La mía te valdrá —dijo Dan.

9

Para una organización que no anunciaba su presencia, no vendía ningún artículo y se financiaba con billetes de dólar arrugados echados en cestas o en gorras de béisbol que pasaban de mano en mano, Alcohólicos Anónimos ejercía una influencia silenciosamente poderosa que se extendía más allá de las puertas de los distintos salones alquilados y los sótanos de iglesias donde desempeñaba su función. No era una red de amigos, pensaba Dan, sino una red de borrachos.

Telefoneó a John Dalton, que a su vez telefoneó a un especialista en medicina interna llamado Greg Fellerton. El médico no estaba en el programa, pero debía a Johnny D. un favor. Dan desconocía por qué, y le traía sin cuidado. Lo único importante era que luego Billy Freeman estaba en la camilla de exploración de la consulta de Fellerton en Lewiston. Dicha consulta se hallaba a unos ciento diez kilómetros de Frazier, y Billy se pasó todo el trayecto echando pestes.

—Aparte de tus problemas de digestión, ¿estás seguro de que no has tenido otras molestias? —preguntó Dan cuando estacionó en la pequeña zona de aparcamiento de Fellerton en Pine Street.

—Sí —dijo Billy. Luego, a regañadientes, añadió—: Han empeorado un poco últimamente, pero nada que me tenga despierto por la noche.

Mentiroso, pensó Dan, pero lo dejó pasar. Había conseguido lo más difícil, traer al viejo hijoputa terco hasta ahí.

Dan estaba sentado en la sala de espera, hojeando un ejemplar de la revista OK! que mostraba en portada al príncipe Guillermo y a su guapa pero flaca novia cuando oyó un vigoroso grito de dolor pasillo abajo. Diez minutos después, Fellerton salió y se sentó junto a Dan. Miró la portada de OK! y dijo:

—Ese tipo es el heredero al trono británico, pero aun así para cuando cumpla los cuarenta estará calvo como una bola de billar.

—Puede que tenga razón.

—Claro que sí. En los asuntos humanos, el único rey es la genética. Voy a enviar a su amigo al Central Maine General a que le hagan una tomografía. Estoy bastante seguro de lo que mostrará. Si tengo razón, haré los preparativos para que un cirujano vascular opere al señor Freeman mañana a primera hora.

—¿Cuál es el problema?

Billy se acercaba por el pasillo abrochándose el cinturón. Su rostro bronceado estaba ahora cetrino y empapado de sudor.

—Dice que tengo un bulto en la aorta. Como una burbuja en un neumático, solo que los neumáticos no gritan cuando los pinchas.

—Un aneurisma —explicó Fellerton—. Oh, existe la posibilidad de que sea un tumor, pero no lo creo. En cualquier caso, el tiempo es primordial. El puñetero tiene el tamaño de una pelota de ping-pong. Menos mal que lo ha traído a la consulta. Si hubiera reventado sin un hospital cerca…

Fellerton meneó la cabeza.

10

La tomografía confirmó el aneurisma diagnosticado por Fellerton y hacia las seis de aquella tarde Billy estaba en una cama de hospital, donde se le veía considerablemente disminuido. Dan se sentó a su lado.

—Mataría por un cigarro —dijo Billy con melancolía.

—Ahí no puedo ayudarte.

Billy suspiró.

—Bueno, ya va siendo hora de que lo deje. ¿No te echarán de menos en la Residencia Rivington?

—Tengo el día libre.

—Pues vaya forma más cojonuda de pasarlo. Te diré algo, si no me matan mañana por la mañana con sus cuchillos y sus tenedores, supongo que te deberé la vida. No sé cómo lo supiste, pero si alguna vez hay algo que pueda hacer por ti, y quiero decir cualquier cosa, solo tienes que pedirlo.

Dan se acordó de cuando descendió de un autobús interestatal diez años atrás y entró en un remolino de nieve fina como el encaje de un vestido de novia. Se acordó de su deleite al divisar la locomotora roja que tiraba del Helen Rivington. Y se acordó de que ese hombre le había preguntado si le gustaba el tren en vez de espetarle que se apartara de la puta máquina, que no tenía derecho a tocarla. Tan solo un detallito amable, pero aquello había abierto la puerta a todo cuanto poseía en ese momento.

—Billy-boy, soy yo quien tiene una deuda contigo, y mayor de la que jamás podré pagar.

11

Había notado un hecho extraño durante sus años de sobriedad. Cuando las cosas no marchaban demasiado bien en su vida —le vino a la cabeza una mañana en 2008 cuando descubrió que alguien le había destrozado la luna trasera de su coche con una piedra— raramente pensaba en beber. Cuando todo iba a las mil maravillas, sin embargo, la vieja sed y sequedad de boca hallaban la manera de retornar a él. Esa noche, tras despedirse de Billy, de camino a casa desde Lewiston con todo en perfecto orden, divisó un bar de carretera llamado The Cowboy Boot y sintió un impulso casi irresistible de entrar. De pedir una jarra de cerveza y conseguir monedas suficientes para tener funcionando la gramola durante al menos una hora. De sentarse a escuchar a Jennings, y a Jackson, y a Haggard, sin hablar con nadie, sin causar problemas, tan solo emborrachándose. Sintiendo desprenderse el peso de la sobriedad, que a veces era como llevar zapatos de plomo. Con las últimas monedas, pondría «Whiskey Bent and Hell Bound» seis veces seguidas.

Pasó por delante del bar, entró en el gigantesco aparcamiento del Wal-Mart que había más allá y abrió su teléfono. Dejó que sus dedos se cernieran sobre el número de Casey, y entonces recordó su difícil conversación en la cafetería. Era posible que Casey quisiera retomar la discusión, especialmente el tema de lo que fuera que Dan ocultaba. Estaba condenado al fracaso antes de empezar.

Sintiéndose como un hombre que vive una experiencia extracorpórea, regresó al bar de carretera y se detuvo al final del aparcamiento de tierra. Le transmitía buenas vibraciones, pero también se sentía como un hombre que acababa de empuñar un arma cargada y se la hubiera puesto en la sien. La ventanilla de su lado estaba abierta y oyó que una banda tocaba en directo una vieja canción de Derailers: «Lover’s Lie». No sonaban demasiado mal, y con unas cuantas copas encima sonarían de muerte. Habría mujeres allí dentro que querrían bailar. Mujeres con rizos, mujeres con perlas, mujeres con falda, mujeres con camisa de cowboy. Siempre las había. Se preguntó qué clase de whisky guardarían bajo la barra, y Dios, Dios, santo Dios, qué sed tenía. Abrió la puerta del coche, plantó un pie en el suelo y permaneció así, con la cabeza gacha.

Diez años. Diez años buenos que podría tirar a la basura en los próximos diez minutos. Sería bastante fácil. Como hacer miel para una abeja.

Todos tenemos un fondo. Algún día tendrás que hablarle a alguien del tuyo. Si no lo haces, en algún momento más adelante te encontrarás en un bar con una copa en la mano.

Y podré echarte la culpa a ti, Casey, pensó fríamente. Podré alegar que me metiste la idea en la cabeza cuando estuvimos tomando café en el Sunspot.

Había una flecha roja intermitente sobre la puerta, y un letrero donde se leía: JARRAS 2$ HASTA LAS 21, LUEGO MILLER LITE.

Dan cerró la puerta del coche, volvió a abrir su teléfono y llamó a John Dalton.

—¿Cómo está tu amigo? —preguntó el médico.

—Arropadito en la cama y listo para entrar en el quirófano mañana a las siete de la mañana. John, tengo ganas de beber.

¡Oh, nooo! —exclamó John con temblorosa voz de falsete—. ¡Alcohol nooo!

Y así, sin más, la necesidad pasó. Dan se rio.

—Vale, lo necesitaba. Pero como vuelvas a imitar a Michael Jackson, te juro que beberé.

—Deberías oírme cantar «Billie Jean». Soy un monstruo del karaoke. ¿Puedo preguntarte algo?

—Claro. —A través del parabrisas, Dan observó a los clientes del Cowboy Boot ir y venir, probablemente no hablaban de Miguel Ángel.

—Lo que sea que tienes, ¿la bebida… no sé… lo acalla?

—Lo ahoga. Le pone una almohada en la cara y le cuesta respirar.

—¿Y ahora?

—Como Superman, utilizo mis poderes para fomentar la verdad, la justicia y el estilo de vida americano.

—Es decir, que no quieres hablar de ello.

—No —dijo Dan—. No quiero. Pero ya ha mejorado. Más de lo que jamás imaginé. Cuando era adolescente… —Se apagó lentamente. Cuando era un adolescente, cada día había sido una lucha por la cordura. Las voces en su cabeza eran malas; las imágenes eran con frecuencia peores. Había prometido, a su madre y a sí mismo, que jamás bebería como su padre, pero cuando finalmente empezó, en el primer año de instituto, supuso un alivio tan inmenso que al principio deseó haber comenzado antes. Las resacas mañaneras eran mil veces mejores que las pesadillas que duraban toda la noche. En cierto modo, todo ello conducía a una pregunta: ¿hasta qué punto era hijo de su padre? ¿En cuántos aspectos había salido a él?

—Cuando eras adolescente, ¿qué? —preguntó John.

—Nada. No importa. Escucha, será mejor que siga el viaje. Estoy sentado en el aparcamiento de un bar.

—¿De veras? —John parecía interesado—. ¿En qué bar?

—Un sitio llamado Cowboy Boot. Hay jarras a dos pavos hasta las nueve.

—Dan.

—¿Sí, John?

—Conozco ese sitio de los viejos tiempos. Si vas a tirar tu vida por el retrete, no empieces ahí. Las mujeres son guarras con los dientes podridos y el servicio de caballeros huele como unos calzoncillos llenos de moho. El Boot es estrictamente para cuando uno toca fondo.

Allí estaba esa palabra otra vez.

—Todos tenemos un fondo —dijo Dan—. ¿No es cierto?

—Lárgate de ahí, Dan. —El tono de John era mortalmente serio—. En este mismo segundo. No me des largas. Y sigue conmigo al teléfono hasta que dejes de ver por el retrovisor esa bota grande de neón que hay en el tejado.

Dan arrancó el coche, salió del aparcamiento y se incorporó a la Ruta 11.

—Se va —dijo—. Se va… yyyy… ¡se fue! —Sintió un alivio inexpresable, acompañado, también, de un amargo remordimiento: ¿cuántas jarras de dos pavos podría haberse pimplado antes de las nueve?

—No irás a parar a comprar cerveza o una botella de vino antes de llegar a Frazier, ¿verdad?

—No, estoy bien.

—Entonces te veo el jueves por la noche. Ven temprano, prepararé yo el café. Folger’s, de mi alijo especial.

—Allí estaré —prometió Dan.

12

Cuando regresó a su habitación en el torreón y encendió la luz, vio que había un nuevo mensaje en la pizarra.

¡He pasado un día fenomenal!

Tu amiga,

ABRA

—Estupendo, cariño —dijo Dan—. Me alegro.

Zzzzz. El interfono. Se acercó y pulsó el botón de HABLAR.

—Eh, hola, Doctor Sueño —dijo Loretta Ames—. Me pareció ver que entrabas. Supongo que técnicamente todavía es tu día libre, pero ¿querrías hacer una visita a domicilio?

—¿A quién? ¿El señor Cameron o el señor Murray?

—Cameron. Azzie ha estado con él desde después de la cena.

Ben Cameron residía en Rivington Uno. Segunda planta. Un contable jubilado de ochenta y tres años con insuficiencia cardíaca congestiva. Un tipo la mar de simpático. Buen jugador de Scrabble y un fastidio absoluto al parchís, siempre formando bloqueos que volvían locos a sus rivales.

—Voy ahora mismo —dijo Dan.

De camino a la puerta, se detuvo para echar un vistazo a la pizarra por encima del hombro.

—Buenas noches, cariño.

No tuvo noticias de Abra Stone hasta dos años después.

Durante ese mismo período algo permaneció dormido en el torrente sanguíneo del Nudo Verdadero. Un regalito de despedida de Bradley Trevor, también conocido como el chico del béisbol.