El Nudo Verdadero no era una sociedad anónima, pero, de haberlo sido, ciertas comunidades rurales de Maine, Florida, Colorado y Nuevo México habrían sido denominadas «poblados de la compañía». Eran lugares donde los principales negocios y las mayores parcelas de tierra podrían ser rastreadas, a través de una maraña de holdings, hasta ellos. Las ciudades de los Verdaderos, con coloridos nombres como Dry Bend, Jerusalem’s Lot, Oree y Sidewinder, eran puertos seguros, pero ellos nunca permanecían demasiado tiempo en el mismo lugar; eran principalmente nómadas. Si conducías por las autopistas y las carreteras más transitadas de Estados Unidos, podías verlos. Quizá en la I-95 en Carolina del Sur, en algún punto al sur de Dillon y al norte de Santee. Quizá en la I-80 en Nevada, en la región montañosa al oeste de Draper. O en Georgia, mientras pasabas —despacio, si sabías lo que te convenía— el celebérrimo tramo controlado por radar en la autopista 41 a las afueras de Tifton.
¿Cuántas veces te has encontrado detrás de una pesada y torpe autocaravana, comiéndote los gases de escape y esperando impaciente una oportunidad para adelantar? ¿Arrastrándote a menos de ochenta kilómetros por hora cuando podrías circular a una velocidad legal de cien o incluso de ciento diez? Y cuando por fin hay un hueco en la vía rápida y aceleras, Dios santo, ves una larga fila de esos condenados trastos, tragones de gasolina, circulando exactamente a diez kilómetros hora por debajo del límite de velocidad legal y conducidos por viejas glorias con gafas encorvados sobre el volante, agarrándolo como si temieran que fuera a salir volando.
O quizá te los hayas encontrado en las áreas de descanso de las autopistas, al detenerte para estirar las piernas y tal vez meter unas monedas en una máquina expendedora. Las rampas de acceso en estas paradas siempre se dividen en dos, ¿verdad? Turismos en un aparcamiento, camiones de larga distancia y autocaravanas en otro. Por lo general, el espacio para los grandes tráilers y los vehículos de recreo está un poco más alejado. Es posible que hayas visto las casas rodantes del Nudo estacionadas allí, apiñadas. Es posible que hayas visto a sus dueños caminando hacia el edificio principal —despacio, porque muchos de ellos parecen viejos y muchos de ellos están bastante gordos—, siempre en grupo, siempre guardando las distancias.
A veces se detienen en una salida llena de gasolineras, moteles y garitos de comida rápida. Y cuando ves todas esas autocaravanas aparcadas en el McDonald’s o el Burger King, sigues adelante porque sabes que estarán todos haciendo fila en el mostrador, los hombres llevando gorras de golf flexibles o gorras de pescador de visera larga, las mujeres con pantalones elásticos (normalmente de color azul pálido) y camisas que dicen cosas como ¡PREGÚNTAME POR MIS NIETOS! o JESÚS ES EL REY o VIAJERA FELIZ. Prefieres continuar un kilómetro carretera abajo, hasta el Waffle House o Shoney’s, ¿verdad? Porque es sabido que tardarán una eternidad en pedir, quejándose por el menú, siempre queriendo sus Cuartos de Libra sin pepinillo o sus Whoppers sin salsa. Preguntando si hay alguna atracción turística interesante en la zona, aunque cualquiera puede ver que se trata de otro pueblucho de mala muerte del que los chicos se marchan en cuanto se gradúan en el instituto más cercano.
Apenas te fijas en ellos, ¿no es cierto? ¿Por qué habrías de fijarte? No son más que la Gente de las Caravanas, ancianos jubilados y unos cuantos compatriotas jóvenes viviendo sus desarraigadas vidas en autopistas y carreteras, quedándose en campings donde se sientan en corro en sillas plegables del Wal-Mart y cocinan en parrillas Hibachi mientras hablan sobre inversiones y torneos de pesca y recetas de estofado y Dios sabe qué. Son los que siempre se detienen en mercadillos y rastros, aparcando sus condenados dinosaurios con el morro pegado al culo del anterior, la mitad en el arcén y la otra mitad en la carretera, de modo que tienes que avanzar a paso de tortuga para poder pasar. Son lo opuesto a los clubes de moteros que a veces ves en las mismas autopistas y carreteras; los ángeles del cielo en vez de los del infierno.
Son irritantes a más no poder cuando descienden en masa en un área de servicio y abarrotan los lavabos, pero una vez que han evacuado sus remolones vientres atontados por el viaje y logras sentarte en el trono, te los sacas de la cabeza, ¿verdad? No son más extraordinarios que una bandada de pájaros en un cable de teléfono o un rebaño de vacas pastando en un prado junto a la carretera. Oh, es posible que te preguntes cómo pueden permitirse llenar esas monstruosidades engullidoras de combustible (deben de tener unos ingresos desahogados, ¿cómo si no podrían pasarse todo el tiempo conduciendo de acá para allá?), y es posible que te extrañe que alguien quiera pasar sus años dorados recorriendo todos esos interminables kilómetros de Estados Unidos entre Hoot y Holler, pero, aparte de eso, probablemente no les dedicarás un solo pensamiento.
Y si por casualidad eres una de las desafortunadas personas que alguna vez ha perdido a un niño —sin más rastro que una bici en el solar vacío que hay calle abajo, o una gorrita tirada en los arbustos a la orilla de un arroyo cercano—, casi seguro que no habrás pensado en ellos. ¿Por qué ibas a hacerlo? No, probablemente fue algún vagabundo. O (una posibilidad aún peor pero bastante plausible) algún cabrón enfermo de tu misma ciudad, quizá de tu mismo vecindario, quizá de tu misma calle, algún asesino pervertido que es muy bueno actuando con normalidad y que continuará actuando con normalidad hasta que alguien descubra un montón de huesos en el sótano del fulano o enterrados en su jardín de atrás. Jamás pensarías en la Gente de las Caravanas, pensionistas de mediana edad y viejos alegres con sus gorras de golf y sus viseras decoradas con flores.
Y en la mayoría de los casos acertarías. La Gente de las Caravanas son miles, pero en 2011 quedaba un único Nudo en América: el Nudo Verdadero. Les gustaba moverse de un sitio a otro, y eso era bueno, porque no les quedaba otro remedio. Si permanecieran en el mismo sitio, tarde o temprano atraerían la atención, porque para ellos el tiempo no transcurre como para el resto de los mortales. Podría ser que Annie la Mandiles o Phil el Sucio (nombres de paleto, Anne Lamont y Phil Caputo) envejecieran veinte años de la noche a la mañana. Podría ser que los gemelos (Guisante y Vaina) retrocedieran en un abrir y cerrar de ojos de los veintidós a los doce (o casi), la edad que tenían cuando se convirtieron, aunque su Conversión ocurrió mucho tiempo atrás. El único miembro del Nudo realmente joven es Andrea Steiner, conocida ahora como Andi Colmillo de Serpiente… y ni siquiera ella es tan joven como aparenta.
Una anciana gruñona de ochenta años, con andar vacilante, de repente vuelve a tener sesenta. Un curtido caballero de setenta es capaz de desprenderse de su bastón; los tumores de piel en los brazos y el rostro desaparecen.
Susie Ojos Negros pierde su renqueante cojera.
Doug el Diésel pasa de estar medio ciego con cataratas a tener una vista de águila mientras su calva desaparece como por arte de magia. De golpe, voilà, vuelve a tener cuarenta y cinco.
La columna torcida de Steve el Vaporizado se pone derecha. Su mujer, Baba la Rusa, tira a una zanja esos incómodos pantalones de continencia, se calza sus botas Ariat tachonadas con diamantes de imitación y dice que quiere ir a bailar country.
Con tiempo para observar tales cambios, la gente se haría preguntas, la gente hablaría, y finalmente aparecería algún periodista, pero el Nudo Verdadero rehúye la publicidad de la misma manera que los vampiros supuestamente rehúyen la luz del sol.
Sin embargo, dado que no viven en un lugar fijo (y cuando se detienen por un prolongado período en alguna de las ciudades de la compañía, guardan las distancias), se integran bien. ¿Por qué no? Visten la misma ropa que el resto de la Gente de las Caravanas, llevan las mismas gafas de sol baratas, compran las mismas camisetas de recuerdo y consultan los mismos mapas de carreteras de la Triple A. Decoran sus Bounders y Bagos con las mismas calcomanías, pregonando todos los lugares peculiares que han visitado (¡AYUDÉ A DECORAR EL ÁRBOL MÁS GRANDE DEL MUNDO EN NAVILANDIA!), y te encuentras mirando las mismas pegatinas en los parachoques mientras estás atascado detrás de ellos (VIEJO PERO NO MUERTO, SALVEMOS EL SEGURO MÉDICO PARA ANCIANOS, YO SOY CONSERVADOR Y VOTO), esperando una oportunidad para adelantar. Comen pollo frito del Colonel y compran alguna que otra tarjeta de «rascar y ganar» en esas tiendas de conveniencia EZ-on, EZ-off donde venden cerveza, cebo, munición, la revista Motor Trend y diez mil clases de chocolatinas. Si en la ciudad donde se detienen hay una sala de bingo, es fácil que un grupito de ellos acuda, ocupen una mesa y jueguen hasta que se complete el último cartón. En una de esas partidas, G la Golosa (nombre de paleta, Greta Moore) ganó quinientos dólares. Estuvo meses regodeándose, y aunque los miembros del Nudo poseen todo el dinero que necesitan, sacaba de quicio a algunas de las demás señoras. Charlie el Fichas tampoco estaba demasiado contento. Decía que llevaba esperando cinco bolas por la casilla B7 cuando la G finalmente cantó bingo.
—Eres una zorra suertuda, Golosa —dijo él.
—Y tú eres un cabrón gafe —replicó ella—. Un cabrón gafe y negro. —Y se marchó riéndose satisfecha.
Si por casualidad alguno de ellos es cazado por un radar o parado por alguna infracción de tráfico menor —es raro, pero a veces ocurre—, la policía no encuentra nada salvo permisos de conducir válidos, el seguro al día y todos los papeles en regla. Nadie alza la voz mientras el agente se planta ahí con su talonario de multas, ni aunque esté claro que no lleva razón. Los cargos nunca se discuten y todas las multas se pagan con prontitud. Norteamérica es un cuerpo vivo, las autopistas son sus arterias, y el Nudo Verdadero circula por ellas como un virus silencioso.
Sin embargo, no hay perros.
Por lo común, la Gente de las Caravanas viaja con abundante compañía canina, normalmente esas pequeñas máquinas de hacer caca, de pelo blanco, con collares chillones y mal genio. Ya sabes de qué tipo; tienen un irritante ladrido que te daña los oídos y ojillos malhumorados llenos de una perturbadora inteligencia. Los ves olisqueando la hierba en las zonas designadas para animales en las áreas de servicio de las autopistas, sus amos a la zaga, bolsitas de plástico y palas para recoger excrementos en ristre. Aparte de las pegatinas normales en los parachoques de las casas rodantes de la Gente de las Caravanas normal y corriente, es fácil que veas letreros amarillos con forma de rombo que rezan POMERANIA A BORDO o I MI CANICHE.
No el Nudo Verdadero. No les gustan los perros, y no gustan a los perros. Podría decirse que los perros ven a través de ellos. Ven sus atentos ojos de lince tras las gafas oscuras de saldo. Ven las piernas fuertes y musculosas de cazador bajo los pantalones de poliéster del Wal-Mart. Ven los colmillos afilados bajo las dentaduras, esperando a salir.
No les gustan los perros, pero les gustan ciertos niños.
Oh, sí, ciertos niños les gustan muchísimo.
Un día de mayo de 2011, no mucho después de que Abra Stone celebrara su décimo cumpleaños y Dan Torrance su décimo año de sobriedad en Alcohólicos Anónimos, Papá Cuervo llamó a la puerta del EarthCruiser de Rose la Chistera. Los Verdaderos se encontraban entonces en el Kamping Kozy, a las afueras de Lexington, Kentucky. Iban de camino a Colorado, donde pasarían la mayor parte del verano en uno de sus poblados, un sitio que Dan a veces volvía a visitar en sueños. Normalmente no tenían prisa por alcanzar cualquiera que fuese su destino, pero ese verano existía cierta urgencia. Todos ellos lo sabían, pero nadie hablaba de ello.
Rose se encargaría. Como siempre.
—Adelante —dijo, y Papá Cuervo entró.
Cuando salía en misión de negocios, siempre vestía trajes buenos y zapatos caros con un lustre de espejo. Si se sentía particularmente de la vieja escuela, puede que incluso utilizara un bastón. Esa mañana llevaba unos pantalones holgados con tirantes, una camiseta sin mangas que tenía impreso un pez (BÉSAME LA LUBINA, ponía debajo) y una gorra plana de obrero que se quitó al cerrar la puerta detrás de él. Era el amante ocasional de Rose además de su segundo al mando, pero nunca dejaba de mostrar respeto. Ésa era una de las muchas cosas que le gustaban a Rose. No le cabía duda de que el Nudo continuaría bajo el liderazgo de Papá Cuervo si ella moría. Durante una temporada, al menos. Pero ¿otros cien años? Tal vez no. Probablemente no. Él tenía un pico de oro y hacía mucho dinero cuando trataba con los paletos, pero sus habilidades de planificación eran rudimentarias y no poseía una verdadera visión de futuro.
Esa mañana parecía preocupado.
Rose estaba sentada en el sofá, con pantalones pirata y un sencillo sujetador blanco, fumando un cigarrillo y viendo la tercera hora de Today en un televisor enorme montado en la pared; era la hora «suave», cuando intervenían chefs famosos y actores promocionando sus nuevas películas. Llevaba la chistera ladeada hacia atrás. Papá Cuervo la conocía desde hacía más años que una vida de paleto, y aún no sabía qué clase de magia sostenía el sombrero en ese ángulo desafiando a la gravedad.
Rose cogió el mando a distancia y silenció el sonido.
—Vaya, es Henry Rothman, vive Dios. Y con un aspecto notablemente apetitoso, aunque dudo que hayas venido a ser degustado, no a las diez y cuarto de la mañana y con esa expresión en la cara. ¿Quién ha muerto?
Lo decía en broma, pero el fruncimiento de ceño que tensó la frente de Cuervo indicaba lo contrario. Apagó la televisión y se tomó su tiempo para reducir el cigarro a una colilla, no deseaba en absoluto que percibiera la consternación que sentía. En otra época la fuerza del Nudo superaba los doscientos. El día anterior, sumaban cuarenta y uno. Si acertaba en el significado de esa mueca, ese día eran uno menos.
—Tommy el Tráiler —dijo—. Se fue a dormir. Cicló una vez, y entonces boom. No sufrió nada, lo que es raro de cojones, como bien sabes.
—¿Llegó a verlo el Nueces? —Cuando aún se le podía ver, pensó, pero no lo añadió; no había necesidad.
El Nueces, cuyo carnet de conducir y varias tarjetas de crédito de paleto lo identificaban como Peter Wallis, de Little Rock, Arkansas, era el matasanos del Nudo.
—No, fue demasiado rápido. Mary la Matona estaba con él. Tommy se revolvía y la despertó. Ella pensó que tenía una pesadilla y le pegó un codazo… pero lo único que quedaba ya era su pijama. Probablemente fue un ataque al corazón. Tommy estaba resfriado, y el Nueces piensa que pudo ser un factor que contribuyó. Y ya sabes que el hijoputa fumaba como una chimenea.
—Nosotros no tenemos infartos. —A continuación, de mala gana—: Claro que tampoco solemos resfriarnos. En los últimos días respiraba con silbidos, ¿verdad? Pobre TT.
—Sí, pobre TT. El Nueces dice que sería imposible asegurar nada a ciencia cierta sin una autopsia.
Cosa que no ocurriría. Ya no quedaba cadáver que rajar.
—¿Cómo lo lleva Mary?
—¿Tú qué crees? Está hecha polvo, tiene el corazón roto. Se remontan a cuando Tommy el Tráiler era Tommy el Carretas. Casi noventa años. Fue ella quien lo cuidó cuando se convirtió. Le dio su primer vapor cuando despertó al día siguiente. Ahora dice que se quiere matar.
A Rose le impresionaban pocas cosas, pero eso lo logró. Nadie en el Nudo se había suicidado jamás. La vida era —valga la expresión— su única razón para vivir.
—Seguramente no lo diga en serio —dijo Papá Cuervo—. Pero…
—¿Pero qué?
—Tienes razón en que no solemos resfriarnos, pero últimamente ha habido unos cuantos casos. La mayoría, catarros pasajeros. El Nueces dice que podrían deberse a la malnutrición. Claro que es solo una conjetura.
Rose se quedó meditando, tamborileando con los dedos en su estómago desnudo y mirando fijamente el rectángulo vacío del televisor.
—Vale, estoy de acuerdo contigo en que últimamente ha escaseado el alimento, pero tomamos vapor en Delaware hace apenas un mes, y entonces Tommy se encontraba bien. Se hinchó —dijo al cabo.
—Sí, Rosie, pero… el chico de Delaware no dio para mucho. Más que vapor lo que tenía eran corazonadas.
Nunca lo había pensado de esa forma, pero era cierto. Además, según su carnet de conducir, el chico tenía diecinueve años. Ya había dejado bien atrás cualquier habilidad productiva que pudiera haber poseído hacia la pubertad. En otros diez años habría sido un paleto más. Quizá incluso en cinco. No había sido un gran alimento, lo aceptaba. Pero no siempre se podía comer bistec. A veces había que conformarse con brotes de soja y tofu. Al menos conservaban el cuerpo y el alma unidos hasta poder matar a la siguiente vaca.
Salvo que el tofu y los brotes de soja psíquicos no le habían servido a Tommy el Tráiler para mantener el cuerpo y el alma unidos, ¿verdad?
—Antes había más vapor —observó Cuervo.
—No seas bobo. Eso es como cuando los paletos dicen que hace cincuenta años la gente era más amable. Es un mito, y no quiero que lo vayas divulgando. La gente ya está bastante nerviosa.
—Me conoces demasiado bien para pensar eso. Y no creo que sea un mito, querida. Si lo analizas, tiene su lógica. Hace cincuenta años había más de todo: petróleo, fauna y flora, tierra cultivable, aire limpio. Hasta había algunos políticos honrados.
—¡Sí! —exclamó Rose—. Richard Nixon, ¿te acuerdas? El Príncipe de los Paletos.
Sin embargo, Cuervo no iba a seguir esa pista falsa. Tal vez careciera de visión de futuro, pero raramente se distraía. Por eso era su segundo al mando. Cabía la posibilidad incluso de que tuviera parte de razón. ¿Quién podía afirmar que los humanos capaces de proporcionar el sustento que el Nudo necesitaba no estaban reduciéndose como los bancos de atún en el Pacífico?
—Será mejor que abras uno de los cilindros, Rosie. —Vio que ella abría mucho los ojos y levantó una mano para impedir que hablara—. Nadie lo dice en voz alta, pero lo piensa la familia entera.
Rose no dudaba de que así fuera, y la idea de que Tommy hubiera muerto por complicaciones resultantes de una malnutrición poseía cierta verosimilitud. Cuando el suministro de vapor escaseaba, la vida se endurecía y perdía su sabor. No eran vampiros de una vieja película de terror de la Hammer, pero aun así necesitaban comer.
—¿Y cuánto hace que no percibimos una séptima ola? —preguntó Cuervo.
Ambos conocían la respuesta. El Nudo Verdadero poseía una limitada habilidad precognitiva, pero cuando se avecinaba un desastre realmente grande en el mundo de los paletos, una séptima ola, todos lo presentían. Aunque los detalles del ataque sobre el World Trade Center solo habían empezado a definirse a finales del verano de 2001, habían sabido con meses de antelación que algo iba a ocurrir en Nueva York. Aún recordaba los sentimientos de alegría y expectación. Suponía que los paletos hambrientos experimentaban lo mismo cuando percibían el olor de una comida sabrosa cocinándose en el horno.
Aquel día tuvieron en abundancia para todos, y también los días posteriores. Tal vez solo hubiera un par de auténticos vaporeros entre aquéllos que murieron cuando cayeron las Torres, pero cuando el desastre es bastante grande, la agonía y las muertes violentas poseían una cualidad enriquecedora incluso en las personas ordinarias. Era la razón por la que los Verdaderos se sentían atraídos hacia esos lugares como insectos a una luz brillante. Localizar paletos vaporeros solitarios resultaba mucho más difícil, y en la actualidad solo había tres de ellos con tan especializado sónar en la cabeza: Abuelo Flick, Barry el Chino y la propia Rose.
Se levantó, cogió un top de escote barco que estaba doblado con esmero en la encimera y se lo puso. Como siempre, estaba preciosa de un modo un poco sobrenatural (aquellos pómulos altos y los ojos algo rasgados) pero sumamente sexy. Volvió a ponerse el sombrero y le dio un toquecito para invocar a la buena suerte.
—¿Cuántos cilindros llenos crees que quedan, Cuervo? —preguntó de pronto
Éste se encogió de hombros.
—¿Una docena? ¿Quince?
—Algo así, sí —convino ella.
Era mejor que nadie supiera la verdad, ni siquiera su segundo. Lo último que necesitaba era que la inquietud actual se transformara en pánico absoluto. Cuando cundía el pánico, la gente salía corriendo en todas direcciones y, si tal situación se produjera, el Nudo podría desintegrarse.
Entretanto, Cuervo la miraba, y muy detenidamente. Rose se apresuró a hablar antes de que tuviera ocasión de ver demasiado.
—¿Puedes reservar este sitio para esta noche?
—¿Me tomas el pelo? Al precio que están la gasolina y el diésel, el dueño no llena la mitad de las parcelas ni siquiera los fines de semana. No dejará escapar la oportunidad.
—Entonces resérvalo. Vamos a tomar vapor de los cilindros. Corre la voz.
—Hecho. —La besó, acariciándole un pecho al mismo tiempo—. Este top es mi favorito.
Rose soltó una carcajada y lo apartó.
—Cualquier top con un par de tetas dentro es tu favorito. Venga, márchate.
Cuervo se hizo el remolón, una sonrisa le torcía la comisura de los labios.
—¿Sigue la Chica Serpiente olisqueando frente a tu puerta, preciosa?
Ella bajó la mano y le apretó brevemente por debajo del cinturón.
—Ay, madre mía, ¿esto que noto aquí abajo es el hueso de los celos?
—Diría que sí.
Rose lo dudaba, pero igualmente se sintió halagada.
—Ahora está con Sarey, y las dos son la mar de felices. Pero ya que has mencionado a Andi, ella podrá ayudarnos. Ya sabes cómo. Corre la voz, pero habla primero con ella.
Cuando su segundo se marchó, Rose echó el pestillo de la autocaravana, se dirigió a la cabina del EarthCruiser y se arrodilló. Metió los dedos bajo la alfombrilla, entre el asiento del conductor y los pedales. Levantó una tira. Debajo había un cuadrado de metal con un teclado numérico acoplado. Rose introdujo la combinación y la caja se abrió varios centímetros con un chasquido. Levantó la tapa del todo y miró dentro.
Doce o quince cilindros llenos. Ésa había sido la conjetura de Cuervo, y aunque no podía leer a los miembros de la Verdad igual que leía a los paletos, Rose estaba segura de que le había dado una estimación por lo bajo para animarla.
Si él supiera, pensó.
La caja, que estaba forrada de espuma de polietileno para proteger las bombonas en caso de un accidente de tráfico, incorporaba cuarenta soportes. Esa magnífica mañana de mayo en Kentucky, treinta y siete de los cilindros en aquellos soportes se encontraban vacíos.
Rose cogió uno de los tres que quedaban llenos y lo levantó. Era ligero; por el peso, daba la sensación de que también estaba vacío. Quitó la tapa, inspeccionó la válvula para cerciorarse de que el sello continuaba intacto, luego volvió a cerrar la caja y depositó el cilindro con cuidado —casi reverencialmente— en la encimera donde había estado doblado su top.
Después de esa noche solo quedarían dos.
Tenían que encontrar un gran suministro de vapor y rellenar al menos varios de aquellos cilindros vacíos, y debían hacerlo pronto. El Nudo no se encontraba contra las cuerdas, todavía no, pero faltaba poco.
El propietario del Kamping Kozy y su mujer tenían su propio tráiler, un puesto permanente instalado sobre bloques de cemento pintados. Las lluvias de abril habían traído muchas flores de mayo, y el jardín delantero del señor y la señora Kozy rebosaba. Andrea Steiner se detuvo un momento para admirar los tulipanes y pensamientos antes de ascender los tres escalones hasta la puerta del gran tráiler Redman y golpearla con los nudillos.
Al cabo abrió el señor Kozy. Era un hombre pequeño con una gran barriga, que en ese momento llevaba embutida bajo una camiseta interior de tirantes roja. En una mano tenía una lata de Pabst Blue Ribbon. En la otra, una salchicha bañada en mostaza y envuelta en una rodaja de esponjoso pan blanco. Como su mujer se encontraba en la otra habitación, se tomó unos instantes para hacer un inventario visual de la jovencita que se hallaba ante él, desde la coleta hasta las zapatillas deportivas.
—¿Sí?
Varios miembros de la Verdad tenían cierto talento para provocar el sueño, pero Andi era la mejor con diferencia, y su Conversión había resultado ser de enorme provecho para el Nudo. En ocasiones aún usaba su habilidad para limpiarle la cartera a ciertos caballeros paletos de edad atraídos por ella. Rose lo consideraba arriesgado e infantil, pero sabía por experiencia que lo que Andi llamaba sus «asuntos» se desvanecería a su debido tiempo. Para el Nudo Verdadero, el único asunto era la supervivencia.
—Solo quería hacerle una pregunta rápida —dijo Andi.
—Si es por los retretes, querida, el chupacaca no vendrá hasta el jueves.
—No es por eso.
—Entonces, ¿qué?
—¿No está cansado? ¿No quiere irse a dormir?
De inmediato, el señor Kozy cerró los ojos. La cerveza y el perrito caliente cayeron de sus manos y formaron un estropicio en la alfombra.
Bueno, pensó Andi, Cuervo ha pagado a este fulano mil doscientos dólares por adelantado. El señor Kozy puede permitirse un frasco de detergente para limpiar la alfombra, e incluso dos.
Andi le asió por el brazo y lo condujo al cuarto de estar, donde había un par de butacas tapizadas de cretona con unas bandejas auxiliares instaladas delante de cada una.
—Siéntate —ordenó.
El señor Kozy obedeció, tenía los ojos cerrados.
—¿Te gusta jugar con muchachitas? —le preguntó Andi—. Lo harías si pudieras, ¿eh? O sea, si pudieras correr lo suficiente para cogerlas. —Lo observó con detenimiento, las manos en las caderas—. Eres asqueroso. ¿Puedes decirlo?
—Soy asqueroso —convino el señor Kozy.
Seguidamente, empezó a roncar.
Llegó la señora Kozy desde la cocina. Roía un sándwich de helado.
—Eh, oye, ¿quién eres tú? ¿Qué le estás diciendo? ¿Qué quieres?
—Que te duermas —contestó Andi.
La señora Kozy dejó caer el helado. Se le descoyuntaron las rodillas y se sentó encima del helado.
—Joder —soltó Andi—. No quería decir ahí. Levántate.
La señora Kozy se puso en pie con el sándwich de helado aplastado en el trasero de su vestido. Andi Colmillo de Serpiente rodeó con el brazo la casi inexistente cintura de la mujer y la condujo a la otra butaca, se detuvo el tiempo justo para quitarle el sándwich de helado que se derretía en su trasero. Pronto los dos estuvieron sentados uno al lado del otro, con los ojos cerrados.
—Dormiréis toda la noche —les ordenó Andi—. El señor puede soñar que persigue muchachitas. Señora, tú puedes soñar que tu marido ha muerto de un ataque al corazón y te ha dejado una póliza de seguros de un millón de dólares. ¿Qué te parece? ¿Suena bien?
Encendió el televisor y subió el volumen. Pat Sajak recibía el abrazo de una mujer de enormes senos que acababa de resolver el panel de la Rueda de la Fortuna, el cual rezaba NUNCA TE DUERMAS EN LOS LAURELES. Andi se tomó un instante para admirar su colosal tetamen y luego se volvió hacia los Kozy.
—Después de que terminen las noticias de las once, podéis apagar la tele e iros a la cama. Cuando despertéis por la mañana, no recordaréis que estuve aquí. ¿Alguna pregunta?
No tenían ninguna. Andi los dejó y regresó apresuradamente al grupo de autocaravanas. Estaba hambrienta, lo estaba desde hacía semanas, y esa noche habría en abundancia para todos. En cuanto al día siguiente… era trabajo de Rose preocuparse de eso, y en lo que a Andi Colmillo de Serpiente concernía, se lo podía quedar para ella sola.
A las ocho ya era noche cerrada. A las nueve, los Verdaderos se congregaron en el área de picnic del Kamping Kozy. Rose la Chistera llegó la última, llevaba el cilindro. Un murmullo, pequeño y ávido, se elevó ante su visión. Rose sabía cómo se sentían; ella misma estaba famélica.
Se subió a una de las mesas de picnic cubiertas de iniciales cicatrizadas y los miró uno por uno.
—Somos el Nudo Verdadero.
—Somos el Nudo Verdadero —respondieron. Sus rostros eran solemnes; sus ojos, ávidos y hambrientos—. Lo que se ata jamás podrá ser desatado.
—Somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos.
—Nosotros perduramos.
—Somos los elegidos. Somos los afortunados.
—Somos los elegidos, los afortunados.
—Ellos son los hacedores; nosotros, los tomadores.
—Nosotros tomamos lo que ellos producen.
—Tomad y aprovechadlo bien.
—Lo aprovecharemos muy bien.
Una vez, al comienzo de la última década del siglo XX, hubo un chico de Enid, Oklahoma, llamado Richard Gaylesworthy. Juro que ese niño me lee la mente, decía a veces su madre. Sus interlocutores reaccionaban con una sonrisa, pero la mujer no bromeaba. Además, quizá no fuera solo la mente de ella. Richard sacaba sobresalientes en exámenes para los que ni siquiera había estudiado. Sabía cuándo su padre llegaría a casa de buen humor y cuándo llegaría a casa echando pestes por algún asunto en la empresa de suministros de fontanería de la que era dueño. En cierta ocasión, el chico rogó a su madre que jugara a la lotería porque juró que conocía los números ganadores. La señora Gaylesworthy se negó —eran buenos baptistas—, pero más tarde se lamentó. No salieron los seis números que Richard escribió en la pizarra de recordatorios de la cocina, pero sí cinco. Sus convicciones religiosas les habían costado setenta mil dólares. Le rogó al niño que no se lo contara a su padre, y Richard prometió que no lo haría. Era un buen muchacho, un muchacho maravilloso.
Unos dos meses después de no haber ganado la lotería, la señora Gaylesworthy murió de un disparo en su cocina, y el muchacho bueno y maravilloso desapareció. Su cuerpo estaba pudriéndose desde entonces bajo el campo echado a perder en la parte trasera de una granja abandonada, pero cuando Rose la Chistera abrió la válvula del cilindro plateado, su esencia —su vapor— escapó en una nube de centelleante niebla blanca. Se elevó a una altura de aproximadamente un metro sobre el recipiente y se extendió en un plano. Los Verdaderos lo contemplaron, inmóviles, con rostros expectantes. La mayoría temblaban. Algunos de verdad lloraban.
—Nutríos y perdurad —dijo Rose, y levantó las manos hasta que sus dedos extendidos quedaron justo por debajo de la superficie plana de niebla plateada. Hizo un gesto. De inmediato, la niebla empezó a hundirse, adoptando una forma de paraguas a medida que descendía sobre aquéllos que esperaban debajo. Una bruma blanca envolvió sus cabezas, y empezaron a respirar profundamente. El proceso continuó cinco minutos, durante los cuales varios de ellos hiperventilaron y cayeron desmayados al suelo.
Rose sintió cómo su cuerpo se iba hinchando y su mente se aguzaba. Cada fragancia de esa noche de primavera se manifestó. Sabía que las finas arrugas en torno a sus ojos y su boca se estaban alisando. Las hebras blancas en su cabello volvían a teñirse de negro. Más tarde, esa noche, Cuervo acudiría a su caravana y arderían como antorchas en su cama.
Inhalaron a Richard Gaylesworthy hasta que hubo desaparecido, verdadera e indudablemente desaparecido. La niebla blanca se aclaró y se desvaneció al fin. Aquéllos que se habían desmayado se levantaron y miraron en derredor, sonriendo. Abuelo Flick agarró a Petty la China, la mujer de Barry, y se marcó un ágil bailecito con ella.
—¡Suéltame, burro! —le espetó ella, pero reía.
Andi Colmillo de Serpiente y Sarey la Callada se besaron profundamente, las manos de Andi sumergidas en el cabello color ratón de Sarey.
Rose bajó de un salto de la mesa de picnic y se volvió hacia Cuervo. Este hizo un círculo con el pulgar y el índice, sonriéndole.
Todo perfecto, expresaba esa sonrisa, y así era. Por ahora. Sin embargo, a pesar de su euforia, Rose pensaba en los cilindros de la caja de seguridad. Ahora había treinta y ocho vacíos en lugar de treinta y siete. Sus espaldas se encontraban un paso más cerca de las cuerdas.
Los Verdaderos se pusieron en marcha a la mañana siguiente, con la primera luz del alba. Tomaron la carretera 12 hacia la I-64, una caravana de catorce vehículos, cada uno con el morro pegado al culo del que iba delante. Se separarían cuando alcanzaran la interestatal, para que no resultara tan obvio que viajaban juntos, y mantendrían el contacto por radio en caso de que surgiera un problema.
O si la oportunidad se presentaba.
Ernie y Maureen Salkowicz, como nuevos tras una maravillosa noche de sueño, coincidieron en que estas gentes de las caravanas eran las mejores que jamás habían tenido. No solo pagaron en efectivo y dejaron sus sitios limpios como una patena, sino que además alguien dejó un pudin de manzana en el peldaño superior de su tráiler y una dulce nota de agradecimiento encima. Con suerte, se dijeron los Salkowicz mientras se comían el regalo para desayunar, volverían al año siguiente.
—¿Sabes qué? —dijo Maureen—. He soñado que la señora de los anuncios de seguros, Flo, te vendía una póliza. ¿No es de locos?
Ernie gruñó y echó más nata montada sobre su pudin.
—¿Tú que has soñado, cariño?
—Nada.
Pero sus ojos evitaron los de su mujer al decirlo.
La suerte del Nudo Verdadero cambió para mejor un caluroso día de julio en Iowa. Rose encabezaba la caravana, como siempre, y al oeste de Adair el sónar en su mente emitió un ping. No le había hecho estallar la cabeza, nada de eso, pero era moderadamente fuerte. Enseguida echó mano a la radio para contactar con Barry el Chino, que era casi tan asiático como Tom Cruise.
—Barry, ¿has sentido eso? Contesta.
—Ajá. —Barry no pertenecía a la categoría parlanchín.
—¿Con quién viaja hoy Abuelo Flick?
Antes de que Barry pudiera responder, un mensaje prioritario interrumpió la comunicación y habló Annie la Mandiles.
—Está conmigo y Paul el Largo, cielo. ¿Es… es uno de los buenos? —Su voz denotaba ansiedad, algo que Rose comprendía bien. Richard Gaylesworthy había sido uno de los muy buenos, pero seis semanas eran un lapso entre comidas demasiado largo, y su efecto empezaba a disiparse.
—¿El viejo está compos, Annie?
Sin darle tiempo a responder, intervino una voz rasposa.
—Estoy bien, mujer. —Y, para un tipo que a veces no se acordaba de su propio nombre, Abuelo Flick parecía encontrarse bien. Irritado, claro, pero irritado era mucho mejor que aturdido.
La golpeó un segundo ping, éste no tan fuerte. Como para subrayar un punto que no necesitaba subrayado, Abuelo dijo:
—Vamos en la dirección equivocada, joder.
Rose no se molestó en replicar, se limitó a pulsar el botón de mensaje prioritario del micrófono.
—¿Cuervo? Contesta, querido.
—Estoy aquí. —Presto como siempre. Esperando a ser llamado.
—Parad en la próxima área de descanso. Barry, Abuelo Flick y yo cogeremos la próxima salida y daremos la vuelta.
—¿Necesitas un equipo?
—No lo sabré hasta que estemos más cerca, pero… creo que no.
—Vale. —Una pausa y, a continuación, añadió—: Mierda.
Rose colgó el micro y miró los interminables acres de maíz a ambos lados de los cuatro carriles de la autopista. Cuervo estaba decepcionado, naturalmente. Todos ellos lo estaban. Los vaporeros fuertes presentaban problemas porque eran prácticamente inmunes a la sugestión, lo cual implicaba cogerlos por la fuerza. Los amigos o los familiares a menudo trataban de interferir. A veces era posible ponerlos a dormir, pero no siempre; un niño con un gran vapor podía bloquear hasta los mejores esfuerzos de Andi Colmillo de Serpiente en ese aspecto. Por tanto, a veces había que matar a gente. Era arriesgado, pero el premio siempre lo merecía: vida y fuerza almacenados en un cilindro de acero. Almacenados para un día de lluvia. En muchos casos había incluso un beneficio residual. El vapor era hereditario y, a menudo, todos los miembros de la familia del objetivo poseían al menos una pizca.
Mientras la mayor parte del Nudo Verdadero aguardaba en un área de descanso bajo una agradable sombra a setenta y cinco kilómetros al este de Council Bluffs, las autocaravanas que transportaban a los tres buscadores dieron la vuelta, salieron de la autopista en Adair y se dirigieron al norte. Una vez lejos de la I-80, en mitad de ninguna parte, se separaron y comenzaron a rastrear la malla de caminos agrícolas de grava, bien mantenidos, que parcelaba esta región de Iowa en grandes cuadrados. Cercando el ping desde direcciones diferentes. Triangulando.
La señal se intensificó… un poco más… y se estabilizó. El vapor era bueno, pero no magnífico. En fin. A buen hambre no hay pan duro.
Bradley Trevor había conseguido tener el día libre en sus tareas cotidianas en la granja para entrenar con el equipo local con vistas al campeonato All-Star de la Liga Infantil. Si su padre se lo hubiera negado, el entrenador probablemente habría liderado una partida de linchamiento con el resto de los chicos, porque Brad era el mejor bateador del equipo. Nadie lo pensaría al verlo —era delgaducho como el mango de un rastrillo—, pero podía cazar incluso a los mejores lanzadores del distrito para lograr sencillos y dobles. Las bolas lentas las golpeaba casi siempre largas. En parte se debía a la pura y simple fuerza de un muchacho granjero, pero ésa no era ni mucho menos la única razón. Brad parecía conocer el lanzamiento que vendría a continuación. No se trataba de un caso de robo de señas (una posibilidad sobre la que varios entrenadores del distrito habían especulado de modo amenazador). Él simplemente lo sabía. Igual que sabía dónde había que ubicar un nuevo pozo para el ganado, o cuál era el paradero de las vacas ocasionalmente extraviadas, o dónde estaba el anillo de compromiso de mamá la vez que lo perdió. Mira debajo de la alfombrilla del Suburban, había dicho, y allí estaba.
El entrenamiento de ese día estuvo realmente bien, pero Brad parecía perdido en el ozono durante la charla posterior, y declinó coger un refresco de la bañera llena de hielo cuando se lo ofrecieron. Dijo que pensaba que tenía que irse a casa para ayudar a su madre a recoger la colada.
—¿Es que va a llover? —preguntó Micah Johnson, el entrenador. Todos habían aprendido a confiar en él sobre tales cosas.
—No sé —dijo Brad con apatía.
—¿Estás bien, hijo? Se te ve un poco paliducho.
De hecho, Brad no se sentía bien, esa mañana se había levantado con dolor de cabeza y un poco febril. Pero ésa no era la razón por la que ahora quería irse a casa; tenía la sensación de que no quería seguir más tiempo en el campo de béisbol. Su mente no parecía… del todo suya. No estaba seguro de si se encontraba allí o solo lo soñaba… ¡era de locos! Se rascó distraídamente una mancha roja en el antebrazo.
—Mañana a la misma hora, ¿no?
El entrenador Johnson confirmó que ése era el plan y Brad se marchó andando, con su guante colgando de la mano. Normalmente iba corriendo —todos lo hacían—, pero en ese momento no se sentía con ganas. Aún le dolía la cabeza, y ahora también las piernas. Desapareció en el maizal detrás de las gradas con intención de tomar un atajo hasta la granja, a tres kilómetros de distancia. Cuando emergió a la carretera comarcal D, cepillándose la seda de maíz del cabello con una mano perezosa y somnolienta, se topó con una WanderKing de tamaño medio estacionada en la grava con el motor al ralentí. De pie a su lado, sonriendo, se hallaba Barry el Chino.
—Bueno, aquí estás —dijo Barry.
—¿Quién es usted?
—Un amigo. Monta. Te llevaré a casa.
—Claro —dijo Brad. Sintiéndose como se sentía, un transporte no le vendría mal. Se rascó la mancha roja del brazo—. Usted es Barry Smith. Un amigo. Voy a montar y me llevará a casa.
Entró en la autocaravana. La puerta se cerró. La WanderKing arrancó y se alejó.
Al día siguiente, el condado entero se movilizaría en busca del exterior central y mejor bateador del All-Stars de Adair. Un portavoz de la policía del estado pidió a los residentes que informaran de cualquier coche o furgoneta extraño. Hubo numerosos avisos, pero todos resultaron en nada. Y aunque los tres vehículos que transportaban a los buscadores eran mucho más grandes que una furgoneta (y el EarthCruiser de Rose la Chistera era verdaderamente enorme), nadie informó sobre ellos. Al fin y al cabo, eran la Gente de las Autocaravanas, y viajaban juntos. Brad simplemente había… desaparecido.
Como miles de desafortunados niños, había sido engullido, al parecer de un solo bocado.
Lo llevaron al norte, a una planta de procesamiento de etanol abandonada que se hallaba a kilómetros de la granja más cercana. Cuervo sacó al chico del EarthCruiser de Rose y lo tendió con cuidado en el suelo. Brad estaba atado con cinta adhesiva y lloraba. Cuando el Nudo Verdadero se congregó a su alrededor (como dolientes sobre una tumba abierta), imploró:
—Por favor, llévenme a casa. No se lo contaré a nadie.
Rose apoyó una rodilla a su lado y suspiró.
—Lo haría si pudiera, hijo, pero me es imposible.
Los ojos del chico encontraron a Barry.
—¡Usted dijo que era uno de los buenos! ¡Lo oí! ¡Usted lo dijo!
—Lo siento, socio. —Barry no parecía que lo sintiera. Lo que parecía era que estaba hambriento—. No es nada personal.
Brad volvió a posar sus ojos en Rose.
—¿Van a hacerme daño? Por favor, no me hagan daño.
Le harían daño, naturalmente. Era de lamentar, pero el dolor purificaba el vapor, y los Verdaderos necesitaban comer. Las langostas también sufrían cuando se las arrojaba dentro de una olla de agua hirviendo, pero eso no impedía que los paletos lo hicieran. La comida era la comida, y la supervivencia era la supervivencia.
Rose se llevó las manos a la espalda. En una de ellas, G la Golosa colocó un cuchillo. Su hoja era corta pero muy afilada. Rose sonrió al muchacho y dijo:
—Lo menos posible.
El chico duró mucho tiempo. Gritó hasta que sus cuerdas vocales se quebraron y sus aullidos se convirtieron en roncos ladridos. En un momento dado, Rose se detuvo y miró en derredor. Sus manos, largas y fuertes, vestían guantes rojos de sangre.
—¿Algo? —preguntó Cuervo.
—Luego hablamos —dijo Rose, y retornó al trabajo.
La luz de una docena de faros había transformado un trozo de terreno tras la planta de etanol en un improvisado quirófano.
—Máteme, por favor.
Rose la Chistera le dirigió una sonrisa de consuelo.
—Pronto.
Pero no lo fue.
Aquellos roncos ladridos se reanudaron y al cabo se convirtieron en vapor.
Al amanecer, enterraron el cadáver del chico. Después, prosiguieron la marcha.