CAPÍTULO CUATRO
LLAMANDO AL DOCTOR SUEÑO

1

Era enero de 2007. En el torreón de la Residencia Rivington, el calefactor de Dan funcionaba a toda potencia, pero el cuarto seguía frío. Una tempestad del nordeste, impulsada por vientos de ochenta kilómetros por hora, había descendido de las montañas, amontonando diez centímetros de nieve por hora en el dormido pueblo de Frazier. Cuando la tempestad finalmente remitiera a la tarde siguiente, algunos de los ventisqueros en la cara norte y este de los edificios de Cranmore Avenue tendrían más de tres metros y medio de nieve.

Para Dan el frío no era una molestia; acurrucado bajo dos edredones de plumas, estaba bien calentito. Sin embargo, el viento había hallado la manera de colarse en su cabeza, al igual que hallaba la manera de colarse bajo los bastidores y alféizares de la vieja casa victoriana que ahora llamaba «hogar». En su sueño lo oía gemir alrededor del hotel donde de niño había pasado un invierno. En su sueño, él era ese niño.

Se encuentra en la segunda planta del Overlook. Mamá duerme y papá está en el sótano, mirando papeles viejos. Lleva a cabo su INVESTIGACIÓN. La INVESTIGACIÓN es para el libro que va a escribir. Danny no debería subir allí, y tampoco debería tener la llave maestra que agarra con fuerza en la mano, pero no ha sido capaz de mantenerse alejado. Ahora mismo está mirando fijamente una manguera de incendios sujeta a la pared. Está plegada sobre sí misma una y otra vez, y parece una serpiente con cabeza de latón. Una serpiente dormida. Aunque no lo es, por supuesto —es lona lo que está mirando, no escamas—, pero vaya si no parece una serpiente.

A veces sí es una serpiente.

—Venga —le susurra en el sueño. Tiembla de terror, pero algo lo empuja a seguir. ¿Y por qué? Porque está llevando a cabo su propia INVESTIGACIÓN, por eso—. Venga, muérdeme. No puedes, ¿a que no? ¡Porque solo eres una estúpida MANGUERA!

La boquilla de la estúpida manguera se agita y, de pronto, en vez de mirarla de lado, Danny está mirando de frente su orificio. O quizá sea su boca. Una única gota, cristalina, aparece bajo el negro agujero, alargándose. En ella puede ver el reflejo de sus propios ojos muy abiertos devolviéndole la mirada.

¿Una gota de agua o una gota de veneno?

¿Es una serpiente o una manguera?

¿Quién sabe, querido Redrum, Redrum querido? ¿Quién sabe?

La cosa sisea hacia él, y el terror le salta a la garganta desde su corazón desbocado. Las serpientes de cascabel sisean así.

La boquilla de la serpiente-manguera se separa de la pila de lona en la que reposa y cae en la alfombra con un golpe sordo. Vuelve a sisear, y sabe que debería retroceder antes de que se abalance sobre él y le muerda, pero está petrificado, no puede moverse y la cosa está siseando

—¡Despierta, Danny! —grita Tony desde alguna parte—. ¡Despierta, despierta!

Sin embargo, no puede despertar, no más de lo que puede moverse, esto es el Overlook, están sitiados por la nieve, y las cosas son diferentes ahora. Las mangueras se convierten en serpientes, las mujeres muertas abren los ojos, y su padre… ay, Dios santo, TENEMOS QUE SALIR DE AQUÍ PORQUE MI PADRE SE ESTÁ VOLVIENDO LOCO.

La serpiente de cascabel sisea. La cosa sisea. La

2

Dan oyó el aullido del viento, pero no fuera del Overlook. No, fuera del torreón de la Residencia Rivington. Oyó el repiqueteo de la nieve contra la ventana orientada al norte. Sonaba como arena. Y oyó el interfono emitiendo su grave siseo.

Apartó los edredones y sacó las piernas, hizo una mueca cuando sus dedos calientes tocaron el suelo frío. Cruzó la habitación, casi dando saltitos de puntillas. Encendió la lámpara del escritorio y sopló. No se vio vaho, pero incluso con las bobinas del calefactor brillando al rojo vivo la temperatura en la habitación esa noche no debía de superar los siete u ocho grados.

Zzzz.

Pulsó el botón del intercomunicador y dijo:

—Estoy aquí. ¿Quién es?

—Claudette. Creo que tienes uno, Doc.

—¿La señora Winnick?

Estaba casi seguro de que sería ella, lo cual implicaba que tendría que ponerse la parka, porque Vera Winnick residía en el Rivington Dos y en el pasaje entre ambos edificios haría más frío que en un iglú con las ventanas abiertas. O como fuera que se dijese. Vera ya llevaba una semana con su vida pendiendo de un hilo, comatosa, con respiración de Cheyne-Stokes, y noches así eran precisamente las que los pacientes más delicados y frágiles elegían para salir. Normalmente a las cuatro de la madrugada. Miró el reloj. Solo las tres y veinte, pero se aproximaba bastante a los estándares de la casa.

Claudette Albertson le sorprendió.

—No, es el señor Hayes; aquí, en la primera planta.

—¿Estás segura? —Dan había jugado una partida de damas con Charlie Hayes esa misma tarde y, para ser un hombre con leucemia mieloide aguda, parecía más contento que un grillo.

—No, pero Azzie está dentro. Y recuerda lo que sueles decir siempre.

Lo que Dan decía era que Azzie nunca se equivocaba, y poseía casi seis años de experiencia sobre los que basar esa conclusión. Azreel vagaba con libertad por los tres edificios que componían el complejo Rivington; pasaba la mayor parte de las tardes enroscado en un sofá de la sala de recreo, pero no era inusual verlo tendido en alguna mesa de juegos —con o sin un puzle a medio terminar en ella—, cual una estola dejada allí despreocupadamente. Todos los residentes parecían adorarlo (si se habían producido quejas sobre el gato de la casa, éstas no habían llegado a oídos de Dan), y Azzie les correspondía. A veces saltaba al regazo de algún anciano medio muerto… pero con suavidad, nunca dando la impresión de hacer daño. Algo curioso dado su tamaño. Azzie pesaba cerca de seis kilos.

Al margen de sus siestas de la tarde, Az raras veces permanecía en el mismo sitio mucho tiempo; siempre tenía lugares a los que ir, gente a la que ver, cosas que hacer. («Ese gato es un juerguista», le dijo una vez Claudette). Era posible verlo en el spa, lamiéndose una pata y tomándose un respiro. Relajándose en una cinta de andar parada en el gimnasio. Sentado en alguna camilla abandonada y con la mirada perdida, contemplando esas cosas que solo los gatos pueden ver. A veces acechaba en el jardín trasero con las orejas pegadas al cráneo, la viva imagen de la depredación felina, pero si atrapaba un pájaro o una ardilla, se llevaba su presa a uno de los patios vecinos o al parque público y allí la desmembraba.

La sala de recreo permanecía abierta las veinticuatro horas, pero Azzie en raras ocasiones la visitaba una vez que se apagaba la tele y los residentes se iban. Cuando la tarde daba paso a la noche y el ritmo en la Residencia Rivington disminuía, Azzie, inquieto, patrullaba los pasillos como un centinela de cuatro patas en la frontera de un territorio enemigo. Cuando las luces se atenuaban, podías no verlo a menos que estuvieras mirándolo directamente; su apagado pelaje color ratón se fundía con las sombras.

Nunca entraba en las habitaciones de los residentes a menos que uno de ellos estuviera agonizando.

Entonces, o se deslizaba dentro (si la puerta no estaba cerrada) o se sentaba fuera con la cola enroscada en torno a sus ancas, maullando, suave y cortés, para ser admitido. Cuando le abrían, saltaba a la cama del huésped (en la Residencia Rivington, siempre eran huéspedes, nunca pacientes) y se acomodaba allí, ronroneando. Si la persona así elegida se encontraba casualmente despierta, era posible que acariciara al animal. Hasta donde Dan sabía, nadie había exigido jamás que Azzie fuese expulsado. Parecían saber que estaba allí como amigo.

—¿Quién es el médico de guardia? —preguntó Dan.

—Tú —respondió Claudette al instante.

—Ya sabes lo que quiero decir. El médico de verdad.

—Emerson, pero cuando llamé a su consulta, la mujer que me atendió me dijo que no fuese tonta. Todo está bloqueado, desde Berlín hasta Manchester. Dijo que, menos en las autopistas, hasta los quitanieves están esperando a que se haga de día.

—De acuerdo —dijo Dan—. Ya voy.

3

Tras una temporada trabajando en la residencia, Dan había comprendido que incluso para los moribundos existía un sistema de clases. Las habitaciones de la casa principal eran más grandes y más caras que las de Rivington Uno y Dos. En la mansión victoriana donde antaño Helen Rivington colgaba su sombrero y escribía sus romances, las habitaciones se llamaban suites y recibían nombres de residentes famosos de New Hampshire. Charlie Hayes ocupaba la Alan Shepard. Para llegar hasta allí, Dan tenía que pasar por la sala de los aperitivos a los pies de la escalera, donde había máquinas expendedoras y varias sillas de plástico. Fred Carling estaba repantingado en una de éstas, masticando galletas con mantequilla de cacahuete y leyendo un ejemplar atrasado de Popular Mechanics. Carling era uno de los tres celadores del turno de doce a ocho. Los otros dos rotaban dos veces al mes; Carling nunca. Se declaraba ave nocturna y era un contemporizador fornido cuyos brazos, enfundados en una maraña de tatuajes, sugerían un pasado de motero.

—Bueno, bueno, mira a quién tenemos aquí —dijo—. Es Danny-boy. ¿O esta noche vas con tu identidad secreta?

Dan aún seguía medio dormido y no estaba de humor para chanzas.

—¿Qué sabes del señor Hayes?

—Nada, solo que el gato está dentro, y eso normalmente significa que la van a palmar.

—¿Alguna hemorragia?

El hombretón se encogió de hombros.

—Bueno, sí, le sangró un poco la nariz. Metí las toallas sucias en una bolsa de peste, como se supone que debo hacer. Están en la Lavandería A, por si quieres verlas.

Dan pensó en preguntarle cómo podía decir que había sangrado poco si había necesitado más de una toalla para limpiar la hemorragia, pero decidió dejarlo. Carling era un imbécil insensible, y cómo había conseguido un trabajo allí —incluso en el turno de noche, cuando la mayoría de los huéspedes estaban dormidos o procurando estar en silencio para no molestar a nadie— era un misterio para Dan. Sospechaba que alguien había tocado una o dos teclas. Así funcionaba el mundo. ¿Acaso su propio padre no había conseguido su último trabajo, como vigilante en el Hotel Overlook, por enchufe? Quizá eso no demostraba cien por cien que conseguir un trabajo por enchufe era despreciable, pero casi.

—Disfruta de la velada, Doctor Sueeeño —se mofó Carling a sus espaldas, sin esforzarse por bajar la voz.

En el control de enfermería, Claudette estaba planificando la medicación mientras Janice Barker miraba una tele pequeña con el sonido al mínimo. El programa en emisión era un interminable anuncio de algún producto para la limpieza de colon, pero Jan lo miraba con ojos como platos y la boca abierta. Reaccionó cuando Dan tamborileó con los dedos en el mostrador y se dio cuenta de que, más que fascinada, estaba medio dormida.

—¿Podéis darme alguna información sustancial sobre Charlie? Carling no sabe nada.

Claudette miró por el pasillo para asegurarse de que Fred Carling no estaba a la vista y, de todas formas, bajó la voz.

—Ese hombre es más inútil que las tetas de un toro. No pierdo la esperanza de que lo despidan.

Dan se guardó una opinión similar para sí. La sobriedad continuada, había descubierto, hacía milagros con los poderes de discreción de uno.

—Entré a verlo hace quince minutos —dijo Jan—. Los controlamos a menudo cuando Don Gato viene de visita.

—¿Cuánto tiempo lleva Azzie ahí dentro?

—Estaba maullando en la puerta cuando entramos a medianoche —dijo Claudette—, así que le abrí. Saltó directamente a la cama, ya sabes cómo hace. Estuve a punto de llamarte entonces, pero Charlie estaba despierto y receptivo. Le dije hola y él me saludó y empezó a acariciar a Azzie. Así que decidí esperar. Más o menos una hora después, tuvo una hemorragia nasal. Fred la limpió, pero tuve que decirle que metiera las toallas en una bolsa de peste.

Bolsa de peste era el nombre que el personal del centro daba a las bolsas sanitarias de plástico soluble en las que se guardaban la ropa, las sábanas y las toallas contaminadas con tejidos o fluidos corporales. Se trataba de una regulación estatal que pretendía minimizar la propagación de patógenos transmitidos por la sangre.

—Cuando entré a verle hace cuarenta o cincuenta minutos —dijo Jan—, estaba dormido. Le di una sacudida. Abrió los ojos y los tenía inyectados en sangre.

—Fue entonces cuando llamé a Emerson —explicó Claudette—. Y después de que la chica de guardia me dijera que nanay, te llamé a ti. ¿Vas a ir ahora?

—Sí.

—Buena suerte —dijo Jan—. Toca el timbre si necesitas algo.

—De acuerdo. ¿Por qué estás viendo un anuncio de un limpiador de colon, Jannie? ¿O es demasiado personal?

La enfermera bostezó.

—A esta hora lo único que hay aparte de esto es el anuncio del Ahh-Bra, y ya tengo uno.

4

La puerta de la suite Alan Shepard estaba medio abierta, pero Dan llamó de todos modos. Al no recibir respuesta, la empujó hasta abrirla del todo. Alguien (tal vez una de las enfermeras; casi seguro que no había sido Fred Carling) había incorporado un poco la cama. La sábana se ceñía sobre el pecho de Charlie Hayes. Tenía noventa y un años, estaba dolorosamente delgado, tan pálido que apenas parecía encontrarse allí. Dan permaneció inmóvil durante treinta segundos, hasta que por fin estuvo seguro de que la chaqueta del pijama del anciano se movía arriba y abajo. Azzie estaba enroscado junto al reducido bulto de una cadera. Cuando Dan entró, el gato le inspeccionó con aquellos inescrutables ojos amarillos.

—¿Señor Hayes? ¿Charlie?

El anciano no abrió los ojos. Los párpados tenían una tonalidad azulada. La piel por debajo era más oscura, negra púrpura. Cuando Dan se arrimó a la cama, percibió algo más de color: una pequeña costra de sangre bajo cada fosa nasal y en una de las comisuras de los arrugados labios.

Dan entró en el cuarto de baño, cogió una toalla, la mojó con agua caliente y la escurrió. Cuando regresó al lecho de Charlie, Azzie se enderezó y pasó con delicadeza al otro lado del hombre dormido, dejando espacio a Dan para que se sentara. La sábana conservaba el calor del cuerpo del felino. Con suavidad, Dan limpió la sangre bajo la nariz de Charlie. Cuando repetía la operación en la boca, Charlie abrió los ojos.

—Dan. ¿Eres tú? Tengo la vista un poco borrosa.

Ensangrentada, más bien.

—¿Cómo se encuentra, Charlie? ¿Le duele algo? Si siente dolor, puedo pedirle a Claudette que le traiga una pastilla.

—No me duele nada —dijo Charlie. Sus ojos se desplazaron a Azzie y luego retornaron a Dan—. Sé por qué está el gato aquí. Y sé por qué has venido tú.

—He venido porque me despertó el viento. Azzie seguro que solo busca compañía. Los gatos son animales nocturnos, lo sabe ya.

Dan levantó la manga del pijama de Charlie para tomarle el pulso y vio cuatro moratones en línea en el palo que el anciano tenía por antebrazo. A los pacientes en el último estadio de leucemia les salían cardenales con solo echarles el aliento, pero éstos habían sido producidos por unos dedos, y Dan sabía perfectamente bien de quién eran. Controlaba mejor su genio ahora que se mantenía sobrio, pero seguía allí, al igual que el fuerte impulso esporádico de tomar un trago.

Carling, cabrón. ¿Se movía demasiado despacio para ti? ¿O es que te cabreaba tener que limpiarle la sangre de la nariz porque a ti lo que te apetecía era leer revistas y comer esas putas galletas amarillas?

Intentó no exteriorizar sus sentimientos, pero Azzie pareció intuirlo; emitió un breve maullido de preocupación. En otras circunstancias, Dan quizá hubiera hecho preguntas, pero ahora tenía asuntos más urgentes con los que lidiar. Azzie había vuelto a acertar. Le bastó con tocar al anciano para saberlo.

—Estoy muy asustado —dijo Charlie en apenas un susurro. El gemido quedo y continuo del viento en el exterior se oía más que su voz—. No pensé que lo estaría, pero sí.

—No hay nada de lo que asustarse.

En vez de tomarle el pulso —en realidad no tenía sentido—, apresó una de las manos del anciano entre las suyas. Vio a los hijos gemelos de Charlie con cuatro años, en un columpio. Vio a la mujer de Charlie proyectando una sombra en el dormitorio, llevaba puesta la combinación de encaje belga que le había regalado por su primer aniversario; vio su coleta caer sobre un hombro cuando se giró a mirarle, iluminado su rostro con una sonrisa que era todo sí. Vio un tractor Farmall con una sombrilla a rayas izada sobre el asiento. Olió a beicon y oyó a Frank Sinatra cantando «Come Fly with Me» en una resquebrajada radio Motorola que estaba una mesa de trabajo sembrada de herramientas. Vio un tapacubos lleno de agua de lluvia reflejando un granero rojo. Saboreó arándanos y destripó a un ciervo y pescó en algún lago distante cuya superficie estaba moteada por la constante lluvia de otoño. Se vio con sesenta años bailando con su mujer en el salón de la Legión Americana; con treinta partiendo leña; con cinco, en pantalón corto, tirando de un carrito rojo. Entonces las imágenes se mezclaron, borrosas, como cartas barajadas por las manos de un tahúr experto, y el viento soplaba nieve desde las montañas, y en la habitación solo había silencio y los solemnes ojos observadores de Azzie. En momentos así, Dan sabía cuál era su propósito. En momentos así, no lamentaba el dolor ni el pesar ni la ira ni el horror, porque todo ello le había traído a esta habitación mientras el viento lanzaba alaridos en el exterior. Charlie Hayes había llegado a la frontera.

—No me asusta el infierno. He vivido una vida decente, y de todas formas no creo que exista un lugar así. Me asusta que no haya nada. —Respiró con dificultad. Una perla de sangre se inflaba en la comisura de su ojo derecho—. No había nada antes, todos lo sabemos, así que ¿no es lógico pensar que no haya nada después?

—Pero lo hay. —Dan limpió el rostro de Charlie con la toalla húmeda—. Nunca terminamos realmente, Charlie. No sé cómo es posible, ni qué significa, solo sé que es así.

—¿Puedes ayudarme a pasar? Dicen que ayudas a la gente.

—Sí. Puedo ayudarte. —Apresó también la otra mano de Dan—. Es como dormirse. Y cuando despierte, porque despertará, todo será mejor.

—¿El cielo? ¿Te refieres al cielo?

—No lo sé, Charlie.

Esa noche el poder era muy fuerte. Lo sentía fluir a través de sus manos trabadas como una corriente eléctrica y se dijo que debía tener cuidado. Una parte de él habitaba el cuerpo desfalleciente que cerraba las persianas y los sentidos defectuosos

(deprisa por favor)

que se apagaban. Habitaba una mente

(deprisa por favor es la hora)

que aún conservaba su agudeza de siempre y que era consciente de estar pensando sus últimos pensamientos… al menos como Charlie Hayes.

Los ojos inyectados en sangre se cerraron, luego volvieron a abrirse. Muy despacio.

—Todo va bien —le tranquilizó Dan—. Solo necesita dormir. El sueño le hará bien.

—¿Es así como lo llamas?

—Sí. Lo llamo «sueño». No hay peligro en el sueño.

—No te vayas.

—No me voy. Estoy con usted.

Sí. Era su terrible privilegio.

Charlie volvió a cerrar los ojos. Dan hizo lo propio y vio un destello azul que latía en la oscuridad. Una vez… dos veces… pausa. Una vez… dos veces… pausa. Fuera, el viento soplaba.

—Duerma, Charlie. Lo está haciendo bien, pero está cansado y necesita dormir.

—Veo a mi mujer. —El más débil de los susurros.

—¿Sí?

—Dice…

No hubo más, tan solo una última pulsación azul tras los párpados de Dan y una última exhalación del hombre en la cama. Dan abrió los ojos, escuchó el viento y esperó el final. Llegó pocos segundos después: una neblina de un apagado color rojo que surgió de la nariz, la boca y los ojos de Charlie. Era lo que una vieja enfermera en Tampa —una que poseía una chispa similar a la de Billy Freeman— llamaba «la boqueada». Afirmaba haberla visto muchas veces.

Dan la veía todas las veces.

Se elevó y quedó suspendida sobre el cuerpo del anciano. Entonces se disipó.

Dan bajó la manga derecha del pijama de Charlie y le buscó el pulso. Era solo una formalidad.

5

Azzie solía marcharse antes del fin, pero no esa noche. Estaba de pie en la colcha, junto a la cadera de Charlie, mirando fijamente la puerta. Dan se volvió, esperando ver a Claudette o Jan, pero allí no había nadie.

O sí.

—¿Hola?

Nada.

—¿Eres la niña pequeña que escribe a veces en mi pizarra?

No hubo respuesta. Pero allí había alguien, desde luego.

—¿Te llamas Abra?

Apagado, casi inaudible a causa del viento, llegó una cascada de notas de piano. Dan habría creído que se trataba de su imaginación (no siempre era capaz de diferenciar eso y el resplandor) si no hubiera sido por Azzie, cuyas orejas se movieron nerviosamente y cuyos ojos no abandonaron en ningún momento el vano vacío de la puerta. Allí había alguien, observando.

—¿Eres Abra?

Hubo otra cascada de notas y, a continuación, de nuevo el silencio. Salvo que esta vez era ausencia. Fuera cual fuese su nombre, se había ido. Azzie se estiró, saltó de la cama y se marchó sin mirar atrás.

Dan permaneció sentado un poco más, escuchando el viento. Después se levantó de la cama, tapó con la sábana el rostro de Charlie y regresó al control de enfermería para informar de que se había producido una muerte en la planta.

6

Tras completar su parte del papeleo, Dan se dirigió a la sala de los aperitivos. Hubo una época en la que habría ido a la carrera, con los puños apretados, pero aquellos días pertenecían al pasado. Ahora fue caminando, respirando larga y pausadamente para apaciguar su corazón y su mente. Había un dicho en Alcohólicos Anónimos, Piensa antes de beber, pero lo que Casey K. le decía durante sus cara a cara semanales era que pensara antes de hacer cualquier cosa. No has recuperado la sobriedad para ser un estúpido, Danny. Tenlo en cuenta la próxima vez que empieces a escuchar esa mierda de comité dentro de tu cabeza.

Pero esas malditas marcas de dedos.

Carling se balanceaba hacia atrás en su silla, comiendo ahora Junior Mints. Había cambiado Popular Mechanics por una revista de fotos con la estrella de una comedia de chicos malos en la portada.

—El señor Hayes ha fallecido —informó Dan en voz baja.

—Una lástima. —Sin levantar los ojos de la revista—. Pero para eso vienen aquí, ¿no…?

Dan puso un pie debajo de una de las patas delanteras, en el aire, y empujó hacia arriba. La silla giró y Carling aterrizó en el suelo. La caja de Junior Mints salió volando de su mano. Miró a Dan con incredulidad.

—¿He captado tu atención?

—Hijo de… —Carling empezó a levantarse.

Dan le plantó un pie en el pecho y lo empujó contra la pared.

—Ya veo que sí. Bien. Ahora mismo más vale que no te levantes. Quédate ahí sentado y escucha.

Dan se inclinó hacia delante y se apretó las rodillas con las manos. Con fuerza, porque lo único que querían hacer sus manos en ese momento era golpear. Y golpear. Y golpear. Le palpitaban las sienes.

Calma, se dijo. No dejes que se lleve lo mejor de ti.

Pero era difícil.

—La próxima vez que vea marcas de tus dedos en un paciente, haré fotos, se las llevaré a la señora Clausen y te pondrá de patitas en la calle, conozcas a quien conozcas. Y una vez que ya no formes parte de esta institución, te buscaré y te moleré a hostias.

Carling se puso en pie apoyando la espalda en la pared y sin quitarle el ojo de encima. Era más alto y al menos pesaba cuarenta kilos más que Dan. Cerró los puños.

—Me gustaría verte intentarlo. ¿Qué tal ahora?

—Perfecto, pero aquí no —dijo Dan—. Demasiada gente intentando dormir, y tenemos a un hombre muerto en este pasillo. Un hombre muerto que tiene las marcas de tus dedos.

—Lo único que hice fue tomarle el pulso. Ya sabes lo fácil que les salen moratones cuando tienen leucemia.

—Lo sé —concedió Dan—, pero tú le hiciste daño a propósito. No sé por qué, pero lo sé.

Hubo un destello en los ojos turbios de Carling. No era vergüenza, Dan no creía que aquel hombre fuese capaz de experimentar tal sentimiento; tan solo inquietud por que hubieran atisbado a su través. Y miedo a ser atrapado.

—El gran hombre. Doctor Sueeeño. ¿Te crees que tu mierda no huele?

—Venga, Fred, vamos fuera. Con mucho gusto.

Y era cierto. Existía un segundo Dan en su interior. Ya no se hallaba tan cerca de la superficie como antes, pero seguía allí y seguía siendo el mismo hijo de puta violento e irracional de siempre. Con el rabillo del ojo vio a Claudette y a Jan en medio del pasillo, con los ojos abiertos como platos y abrazadas.

Carling lo meditó. Sí, era más grande, y sí, era más fuerte. Pero no estaba en forma —demasiados burritos rellenos, demasiadas cervezas, muchos menos pulmones que cuando tenía veinte años— y había algo preocupante en el rostro del flacucho. Ya lo había visto antes, allá en sus días de Road Saints. Algunos tipos tenían fusibles de mierda en sus cabezas. Se calentaban con facilidad, y cuando eso ocurría, seguían quemándose hasta que se fundían. Había tomado a Torrance por un cretino tímido que no diría una mierda ni aunque tuviera la boca llena, pero vio que se había equivocado. Su identidad secreta no era Doctor Sueño, era Doctor Chiflado.

Tras reflexionarlo detenidamente, Fred dijo:

—No pienso malgastar mi tiempo.

Dan asintió con la cabeza.

—Bien. Así evitamos congelarnos. Pero acuérdate de lo que he dicho: si no quieres acabar en el hospital, guárdate las manos para ti de ahora en adelante.

—¿Quién ha muerto para que tú estés al mando?

—No lo sé —dijo Dan—. De verdad que no lo sé.

7

Dan regresó a su cuarto y se metió de nuevo en la cama, pero no pudo dormir. Había visitado unas cuatro docenas de lechos de muerte durante su estancia en la Residencia Rivington, y normalmente eso lo tranquilizaba. Pero no esa noche. Fred Carling lo había estropeado. Aún temblaba de rabia. Su mente consciente odiaba esa tormenta roja, pero alguna otra parte más profunda de él la adoraba. Parecía remontarse a una mera cuestión genética, el triunfo de la naturaleza sobre la educación. Cuanto más tiempo continuaba sobrio, más viejos recuerdos afloraban a la superficie. Algunos de los más nítidos eran los ataques de furia de su padre. Había esperado que Carling no se achantara. Salir a la nieve y el viento, donde Dan Torrance, hijo de Jack, le daría a ese cachorro inútil su medicina.

Dios sabía que no quería convertirse en su padre, cuyos accesos de sobriedad eran del tipo de nudillos blancos. Se suponía que Alcohólicos Anónimos ayudaba con la ira, y en su mayor parte así era, pero en ocasiones, como esa noche, Dan comprendía lo fina que era esa barrera. Ocasiones en que se sentía inútil y el alcohol parecía ser todo cuanto merecía. Ocasiones en que se sentía muy próximo a su padre.

Pensó: Mamá.

Pensó: Suca.

Pensó: Los cachorros inútiles necesitar tomarse su medicina. ¿Y sabes dónde la venden? Casi en todas partes.

El viento arreció con una furiosa ráfaga, haciendo gemir al torreón. Cuando se calmó, la niña de la pizarra estaba allí. Casi podía oír su respiración.

Sacó una mano de debajo del edredón. Se limitó a dejarla suspendida en el frío aire, y entonces sintió que la mano de ella —pequeña, cálida— se deslizaba en la suya.

—Abra —dijo—. Tu nombre es Abra, pero a veces la gente te llama Abby. ¿No es cierto?

No recibió respuesta, pero en realidad no la necesitaba. Todo cuanto necesitaba era la sensación de aquella mano cálida en la suya. Solo duró unos segundos, pero bastó para tranquilizarle. Cerró los ojos y se durmió.

8

A treinta kilómetros de distancia, en el pueblecito de Anniston, Abra Stone yacía despierta. La mano que había estrechado la suya permaneció unos instantes. Después se convirtió en niebla y desapareció. Pero había estado allí. Él había estado allí. Lo había encontrado en un sueño, pero al despertar, descubrió que el sueño era real. Estaba en la puerta de una habitación. Lo que había visto allí era horrible y maravilloso al mismo tiempo. Había muerte, y la muerte daba miedo, pero también había habido ayuda. El hombre que ayudaba no había sido capaz de verla, pero el gato sí. El nombre del gato era parecido al suyo, pero no exactamente igual.

No me vio, pero me sintió. Y ahora estábamos juntos. Creo que le he ayudado, igual que él ayudó al hombre que murió.

Era un pensamiento bueno. Aferrándose a él (como se había aferrado a la mano fantasma), Abra se tumbó de lado, abrazó su conejo de peluche contra el pecho y se durmió.