De Frazier a North Conway había treinta kilómetros, pero Dan Torrance hacía ese trayecto en coche todos los jueves por la noche, en parte porque podía. Trabajaba en la Residencia Helen Rivington, ganaba un salario decente y había recuperado su carnet de conducir. El coche que había comprado para moverse no era gran cosa, tan solo un Caprice de tres años con llantas de banda negra y una radio indecisa, pero el motor estaba en buenas condiciones y cada vez que lo arrancaba se sentía el hombre más afortunado de New Hampshire. Pensaba que si no tuviera que coger nunca más un autobús, podría morir feliz. Era enero de 2004. Salvo por unos cuantos pensamientos e imágenes aleatorios —aparte del trabajo adicional que a veces desempañaba en la residencia, por supuesto—, el resplandor había permanecido en calma. Habría realizado ese trabajo de voluntariado de todos modos, pero tras su etapa en Alcohólicos Anónimos se lo planteaba también como una compensación, y eso a los adictos en rehabilitación les parecía casi tan importante como alejarse de la primera copa. Si lograba mantener tapada la botella otros tres meses, sería capaz de celebrar tres años sobrio.
Volver a conducir ocupaba un lugar importante en las meditaciones diarias de gratitud sobre las que Casey K. insistía (porque decía —con toda la arisca certeza de los veteranos del Programa— que un alcohólico agradecido no se emborrachaba), pero Dan continuaba asistiendo a las sesiones del jueves por la noche porque eran relajantes. Íntimas, en realidad. Algunas reuniones de discusión abierta en la zona resultaban incómodamente largas, pero eso nunca ocurría las noches de los jueves en North Conway. Un viejo dicho de AA proclamaba: Si quieres esconder algo de un alcohólico, mételo en el Libro Grande; la asistencia a la reunión del jueves por la noche en North Conway sugería que encerraba cierta verdad. Incluso en las semanas comprendidas entre el Cuatro de Julio y el día del Trabajo —la temporada alta de la estación turística— era raro tener más de una docena de personas en el salón Amvets cuando caía el martillo. Como resultado, Dan había oído cosas que sospechaba que nunca se habrían dicho en voz alta en las reuniones que atraían a cincuenta o incluso setenta borrachines y drogatas en rehabilitación. En éstas, los oradores tendían a buscar refugio en los tópicos (los había a cientos) y evitaban lo personal. Uno oía La serenidad reporta beneficios y Puedes escribir mi inventario si también estás dispuesto a hacer mis enmiendas, pero jamás Me follé a la mujer de mi hermano una noche en que los dos estábamos borrachos.
En las reuniones de Estudio de la Sobriedad de los jueves por la noche, el reducido enclave leía de cabo a rabo el gran manual azul de Bill Wilson, retomándolo en cada sesión en el punto donde se hubieran quedado la anterior. Cuando llegaban al final del libro, retornaban a «La declaración del doctor» y volvían a empezar desde el principio. En la mayoría de las reuniones leían unas diez páginas. Eso les llevaba aproximadamente media hora. Durante los treinta minutos restantes, el grupo debía hablar acerca del material que acababan de leer. A veces lo hacían. Pero lo normal era que la discusión se desviara por otros derroteros, como una rebelde planchette deslizándose por un tablero güija bajo los dedos de adolescentes neuróticos.
Dan recordó una reunión a la que asistió cuando llevaba ocho meses sobrio. El capítulo a discutir, «A las esposas», rebosaba de anticuadas suposiciones que casi siempre provocaban una airada respuesta entre las mujeres más jóvenes del Programa. Querían saber por qué en los más de sesenta y cinco años que habían pasado desde la publicación original del Libro Azul nadie había agregado un capítulo titulado «A los maridos».
Cuando Gemma T. —una treintañera cuyos dos únicos estados emocionales parecían ser Enfadada y Muy Cabreada— alzó la mano aquella noche en concreto, Dan había esperado una diatriba liberal-feminista. En cambio, mucho más tranquila de lo habitual, dijo:
—Quiero compartir algo. Llevo guardándomelo desde los diecisiete años, y a no ser que lo suelte, jamás seré capaz de apartarme de la coca y el vino.
El grupo aguardó.
—Atropellé a un hombre con el coche cuando volvía a casa borracha de una fiesta —dijo Gemma—. Fue en Somerville. Lo dejé tirado en la cuneta. No sabía si estaba vivo o muerto, y sigo sin saberlo. Estuve esperando a que la poli viniera a detenerme, pero nunca lo hizo. Me libré.
Se rio como se ríe la gente cuando un chiste es particularmente bueno, luego apoyó la cabeza en la mesa y rompió a llorar. Sus sollozos eran tan profundos que sacudieron su raquítico cuerpo. Ésa fue la primera experiencia de Dan con lo aterradora que podía ser la «sinceridad en todos nuestros asuntos» cuando se ponía realmente en práctica. Pensó —seguía haciéndolo muy a menudo— en cómo había vaciado de dinero la cartera de Deenie y en cómo el niño había extendido las manos hacia la cocaína en la mesita de café. Sintió un respeto reverencial por Gemma, pero tanta sinceridad descarnada no era para él. Si se veía obligado a escoger entre contar esa historia o tomar una copa…
Me tomaría una copa. Sin duda.
Esa noche, la lectura era «Gutter Bravado», una de las historias de la sección del Libro Azul alegremente titulada «Lo perdieron prácticamente todo». El relato seguía un patrón con el que Dan se había familiarizado: buena familia, misa los domingos, primera copa, primera borrachera, éxito profesional arruinado por el alcohol, escalada de mentiras, primer arresto, promesas de reforma rotas, institucionalización y final feliz. Todas las historias del Libro Grande tenían finales felices. Eso formaba parte de su encanto.
Era una noche fría, pero dentro hacía calor, y Dan bordeaba el sueño cuando el doctor John levantó la mano y dijo:
—He estado mintiendo a mi mujer sobre algo y no sé cómo parar.
Aquello despertó a Dan. Le caía muy bien DJ.
Resultó que la mujer de John le había regalado un reloj en Navidad, un reloj bastante caro, y cuando un par de noches atrás le preguntó por qué no lo llevaba puesto, John respondió que se lo había dejado en el despacho.
—Pero no está allí. He mirado por todas partes, y nada. Hago muchas rondas en el hospital, y si tengo que ponerme ropa de quirófano uso una de las taquillas del vestuario de los médicos. Hay candados con combinación, pero casi nunca los uso porque no llevo mucho dinero encima y no tengo nada que merezca la pena robar. Salvo el reloj, supongo. No recuerdo habérmelo quitado para guardarlo en una taquilla, ni en el CNH ni en Bridgton, pero supongo que eso fue lo que hice. No es por su valor. Es que hace que me acuerde un montón de los días en que me emborrachaba como un imbécil todas las noches y a la mañana siguiente me metía speed para ponerme en marcha.
Hubo asentimientos de cabeza en respuesta, seguidos de historias similares de engaños inducidos por la culpa. Nadie daba consejos; eso se llamaba «cruce de palabras», y se desaprobaba. Se limitaban a contar sus experiencias. John escuchaba con la cabeza gacha y las manos apretadas entre las rodillas. Tras haber pasado la cesta («Somos económicamente independientes, nos mantenemos con nuestras propias contribuciones»), agradeció las aportaciones de todos. Por su expresión, Dan no creía que dichas aportaciones le hubieran ayudado una barbaridad.
Tras la Oración del Señor, Dan guardó las galletas sobrantes y apiló los maltratados ejemplares del Libro Azul del grupo en el armario señalado PARA USO DE AA. Varias personas aún remoloneaban fuera, en torno al cenicero —la denominada reunión tras la reunión—, pero John y él disponían de la cocina para ellos solos. Dan no había intervenido durante la charla; estaba demasiado ocupado manteniendo un debate interior consigo mismo.
El resplandor se había acallado, pero eso no significaba que estuviera ausente. Sabía por su trabajo de voluntario que en realidad era más fuerte que nunca desde que era niño, con la diferencia de que Dan ahora parecía ejercer un mayor grado de control sobre él. Eso lo hacía mucho menos aterrador y mucho más útil. Sus compañeros en la Residencia Rivington sabían que él tenía algo, pero la mayoría lo llamaban «empatía» y lo dejaban ahí. Lo último que deseaba, ahora que su vida había empezado a asentarse, era ganarse una reputación de vidente de salón. Mejor guardarse esas rarezas de mierda para él solo.
Sin embargo, el doctor John era un buen tipo. Y estaba sufriendo.
DJ colocó la cafetera boca abajo en el escurreplatos, se secó las manos con un trapo que colgaba del tirador del horno, y luego se volvió hacia Dan con una sonrisa que parecía tan real como el bote de Coffee-mate que Dan había guardado junto a las galletas y el azucarero.
—Bueno, me voy. Te veo la semana que viene, supongo.
Al final, la decisión llegó por sí sola; Dan no podía dejarle marchar con ese aspecto. Extendió las manos.
—No te resistas.
El legendario abrazo de Alcohólicos Anónimos. Dan había visto muchos, pero nunca había dado ninguno. John dudó por un instante, luego se acercó. Dan lo atrajo hacia sí, pensando: Seguramente no pasará nada.
Pero pasó. Acudió tan rápido como cuando, de niño, a veces ayudaba a sus padres a encontrar cosas perdidas.
—Escúchame, Doc —dijo, soltando a John—. Estabas preocupado por el niño con la enfermedad de Goocher.
John dio un paso atrás.
—¿De qué hablas?
—No lo pronuncio bien, lo sé. ¿Goocher? ¿Glutcher? Es algo de los huesos.
John se quedó boquiabierto.
—¿Te refieres a Norman Lloyd?
—Dímelo tú.
—Normie tiene la enfermedad de Gaucher. Es un desorden en el metabolismo de los lípidos, hereditario y muy raro. Causa hipertrofia de bazo, trastornos neurológicos y, por lo general, una muerte prematura y desagradable. El pobre chiquillo tiene un esqueleto de cristal y seguramente morirá antes de cumplir los diez años. Pero ¿cómo lo sabías? ¿Por sus padres? Los Lloyd viven en Nashua, en el quinto pino.
—Te preocupaba hablar con él…, los enfermos terminales te afectan mucho. Por eso paraste en el cuarto de baño del Tigger a lavarte las manos aunque las tenías limpias. Te quitaste el reloj y lo pusiste en el estante donde dejan ese desinfectante de color rojo oscuro que viene en botes de plástico. No sé cómo se llama.
John D. lo miraba como si se hubiera vuelto loco.
—¿En qué hospital está ingresado ese niño? —preguntó Dan.
—En el Elliot. El marco temporal es correcto, y entré en el cuarto de baño que hay cerca de la sala de enfermeras de pediatría para lavarme las manos. —Hizo una pausa; fruncía el ceño—. Y sí, me parece que hay personajes de Milne en las paredes de ese lavabo. Pero si me hubiera quitado el reloj, me acorda… —Su voz se apagó gradualmente.
—Y te acuerdas —dijo Dan, y sonrió—. Ahora sí. ¿O no?
—Pregunté en la oficina de objetos perdidos del Elliot. Y también en la del Bridgton y el CNH, con el mismo resultado. Nada.
—Vale, entonces tal vez llegó alguien, lo vio y se lo quedó. En ese caso, mala suerte…, pero por lo menos podrás contarle a tu mujer lo que pasó. Y por qué pasó. Estabas pensando en el chiquillo, estabas preocupado, y te olvidaste de volver a ponerte el reloj antes de salir del servicio. Tan simple como eso. Y oye, a lo mejor sigue allí. Ese estante es alto, y casi nadie usa lo que hay en esos botes de plástico porque hay un dispensador de jabón justo al lado del lavabo.
—Lo que hay en ese estante es Betadine —dijo John—, y está alto para que los niños no puedan alcanzarlo. Nunca me había fijado. Pero… Dan, ¿has estado alguna vez en el Elliot?
Era esa una pregunta a la que no deseaba responder.
—Mira en el estante, Doc. A lo mejor tienes suerte.
Dan llegó temprano a la reunión de Estudio de la Sobriedad del jueves siguiente. Si el doctor John había decidido tirar a la basura su matrimonio, y posiblemente su carrera, por un reloj de setecientos dólares perdido (los alcohólicos solían destrozar sus matrimonios y sus carreras por mucho menos), alguien tendría que preparar el café. Sin embargo, John estaba allí. Y el reloj también.
Esta vez fue John quien inició el abrazo. Uno sumamente efusivo. Dan casi esperaba recibir un par de besos en las mejillas antes de que DJ le soltara.
—Estaba justo donde dijiste que estaría. Diez días, y seguía allí. Es como un milagro.
—Bah —dijo Dan—. La mayoría de la gente casi nunca mira por encima de la altura de sus ojos. Es un hecho comprobado.
—¿Cómo lo sabías?
Dan sacudió la cabeza.
—No puedo explicarlo. Es algo que me pasa a veces.
—¿Cómo podría agradecértelo?
Ésa era la pregunta que Dan había estado esperando y deseando.
—Practicando el Paso Doce, tonto.
John D. enarcó las cejas.
—Anonimato. En pocas palabras: cierra la puta boca.
La comprensión despuntó en el rostro de John. Sonrió.
—Puedo hacerlo.
—Bien. Venga, prepara el café. Yo repartiré los libros.
En Nueva Inglaterra, la mayoría de los grupos de AA llaman cumpleaños a los aniversarios y los celebran con una tarta y una fiesta posreunión. Poco antes de la fecha prevista para conmemorar de esta manera el tercer año de sobriedad de Dan, David Stone y la bisabuela de Abra visitaron a John Dalton —conocido en ciertos círculos como Doctor John o DJ— y le invitaron a otra fiesta de tercer cumpleaños, la que los Stone organizaban para Abra.
—Son muy amables —dijo John—, y estaré más que encantado de pasarme si puedo. Pero… ¿por qué tengo la sensación de que hay algo más?
—Porque así es —confirmó Chetta—. Y aquí el señor Cabezota ha decidido que por fin ha llegado la hora de hablar de ello.
—¿Le pasa algo a Abra? Si ha surgido algún problema, pónganme al corriente. Según el último chequeo, está bien. Es tremendamente brillante. Magníficas aptitudes sociales. Habilidad verbal altísima. En lectura, ídem de ídem. La última vez que estuvo aquí me leyó Alligators All Around. Es probable que lo recitara de memoria, pero aun así es extraordinario para una niña que todavía no ha cumplido los tres años. ¿Sabe Lucy que están aquí?
—Lucy y Chetta se han aliado en mi contra —dijo David—. Lucy está en casa con Abra haciendo pastelitos para la fiesta. Cuando me fui, la cocina parecía el infierno bajo un vendaval.
—Entonces, ¿de qué estamos hablando? ¿Quieren que vaya a la fiesta como observador?
—Exacto —dijo Concetta—. Ninguno de nosotros puede asegurar que vaya a suceder algo, pero hay más posibilidades de que ocurra cuando se emociona, y ahora está muy emocionada por la fiesta. Vendrán todos sus amiguitos de la guardería, y actuará un payaso que hace trucos de magia.
John abrió un cajón de su escritorio y sacó una libreta de papel amarillo.
—¿Qué clase de suceso están esperando?
David titubeó.
—Es… difícil de decir.
Chetta se volvió a mirarlo.
—Adelante, caro. Ya es demasiado tarde para retroceder. —Su tono de voz era suave, casi festivo, pero a John Dalton le pareció que estaba preocupada. Le pareció que ambos estaban preocupados—. Empieza por la noche que se puso a llorar y no se callaba.
David Stone había pasado diez años impartiendo clases de historia americana e historia europea del siglo XX, y sabía cómo organizar un relato de modo que fuera difícil perder la lógica interior. Empezó señalando que el maratón de llanto de su hija había terminado casi inmediatamente después de que el segundo avión colisionara contra el Word Trade Center. Después retrocedió a los sueños en los que su mujer había visto en el pecho de Abra el número del vuelo de American Airlines y él el número de United Airlines.
—En el sueño de Lucy, ella encontró a Abra en el aseo de un avión. En el mío, la encontré en un centro comercial que estaba en llamas. Extraiga sus propias conclusiones de esa parte. O no. Para mí, esos números de vuelo parecen bastante concluyentes. Pero de qué, no lo sé. —Rio sin demasiadas ganas, levantó las manos y enseguida las dejó caer de nuevo—. Quizá tenga miedo de saberlo.
John Dalton recordaba muy bien la mañana del 11-S, así como la incesante rabieta de Abra.
—A ver si lo entiendo. ¿Cree que su hija, que por entonces solo tenía cinco meses, tuvo una premonición de los ataques y que de algún modo les envió un mensaje telepático?
—Sí —dijo Chetta—. Lo ha expresado muy concisamente. Bravo.
—Sé cómo suena —dijo David—. Por eso Lucy y yo no se lo habíamos contado a nadie. Excepto a Chetta, claro. Lucy se lo contó esa misma noche. Lucy se lo cuenta todo a Momo. —Lanzó un suspiro. Concetta le correspondió con una fría mirada.
—¿Usted no soñó nada? —le preguntó John.
La poetisa negó con la cabeza.
—Yo estaba en Boston. Fuera de su… no sé… ¿radio de alcance?
—Han pasado casi tres años desde el 11-S —observó John—. Deduzco que habrán sucedido más cosas desde entonces.
Habían sucedido un montón de cosas, y ahora que había conseguido hablar de la primera (y más increíble), Dave se sintió capaz de hablar del resto con bastante facilidad.
—El piano. Eso fue lo siguiente. ¿Sabe usted que Lucy toca?
John sacudió la cabeza.
—Bueno, pues así es. Toca desde que estaba en primaria. No es una virtuosa, pero es bastante buena. Mis padres le compraron un Vogel como regalo de boda. Lo tenemos en el salón, que es también donde solemos poner el parquecito de Abra. Bueno, uno de los regalos que le hice a Lucy por Navidad en 2001 fue un libro de canciones de los Beatles arregladas para piano. Abra se tumbaba en su parque, tonteaba con sus juguetes y escuchaba. Se veía que le gustaba la música por la forma en que sonreía y movía los pies.
John no lo puso en duda. La mayoría de los bebés adoraban la música, y tenían sus medios para hacerlo saber.
—El libro incluía todos los éxitos: «Hey Jude», «Lady Madonna», «Let It Be»…, pero el que más le gustaba a Abra era uno de sus temas menores, una cara B con el título «Not a Second Time». ¿La conoce?
—Así de entrada no —dijo John—. A lo mejor si la escucho…
—Es una canción con ritmo, pero a diferencia de la mayoría de los temas rápidos de los Beatles, está construida alrededor de un riff de piano en vez del sonido normal de guitarra. No es un boogie-woogie, pero se acerca. A Abra le encantaba. No solo movía los pies cuando Lucy la tocaba, sino que era como si pedaleara. —David sonrió ante el recuerdo de Abra, tumbada de espaldas con su pelele morado, aún incapaz de andar pero bailando en su cuna como una reina de discoteca—. El solo instrumental es casi todo de piano. Es pan comido. Son veintinueve notas, las conté. Se puede tocar de oído con la mano izquierda. Un niño podría tocarlo. Y nuestra hija lo hacía.
John arqueó las cejas hasta casi rozar la línea del pelo.
—Empezó en la primavera de 2002. Lucy y yo estábamos en la cama, leyendo. En la tele daban la predicción del tiempo, que sale hacia la mitad del informativo de las once. Abra estaba en su cuarto durmiendo profundamente, eso creíamos. Lucy me pidió que apagara la tele porque quería dormir. Pulsé el botón del mando a distancia y entonces lo oímos. El solo instrumental de «Not a Second Time», esas veintinueve notas. Perfecto. Sin fallar ni una, y venía del piso de abajo.
»Doc, nos cagamos de miedo. Pensamos que teníamos un intruso en la casa, salvo que… ¿qué clase de ladrón se para a tocar una canción de los Beatles antes de coger la cubertería de plata? No tengo pistola y mis palos de golf estaban en el garaje, así que agarré el libro más gordo que encontré y bajé a enfrentarme a quienquiera que anduviera por allí. Una estupidez, lo sé. Le dije a Lucy que cogiera el teléfono y que llamara a emergencias si me oía gritar. Pero no había nadie, y todas las puertas estaban cerradas. Además, la tapa del teclado estaba bajada.
»Volví arriba y le conté a Lucy que no había encontrado nada ni a nadie. Después fuimos a ver cómo estaba el bebé. No lo comentamos, tan solo lo hicimos. Creo que los dos sabíamos que había sido Abra, pero ninguno quiso decirlo en voz alta. Ella estaba despierta, echada en su cuna, y nos miraba. ¿Sabe esos ojitos tan espabilados que tienen los bebés?
John lo sabía. Como si fueran capaces de revelarte todos los secretos del universo solo con que supieran hablar. Había veces en que lo creía verdaderamente posible, salvo que Dios había dispuesto las cosas de tal forma que, para cuando consiguieran superar la fase del «gu-gu-ga-ga», lo habrían olvidado todo, igual que olvidamos incluso nuestros sueños más vívidos a las pocas horas de despertar.
—Sonrió cuando nos vio, cerró los ojos y se durmió. La noche siguiente volvió a pasar. A la misma hora. Esas veintinueve notas desde el salón… luego silencio… luego vamos al cuarto de Abra y la encontramos despierta. No está inquieta, ni siquiera chupa el chupete, solo nos mira a través de los barrotes de la cuna. Y después se duerme.
—Esto es verdad —dijo John. En realidad no estaba cuestionándolo, solo deseaba entenderlo bien—. No me toma el pelo.
David no sonrió.
—Ni aunque fuese peluquero.
John se volvió hacia Chetta.
—¿Usted lo ha oído?
—No. Deje que David termine.
—Tuvimos un par de noches de descanso, y… ¿sabe eso que dicen de que el secreto de una paternidad exitosa es tener siempre un plan?
—Claro.
De eso trataba el sermón principal que John Dalton daba a los padres primerizos. ¿Cómo van a afrontar las noches? Elaboren un horario para que haya siempre uno de guardia y nadie acabe demasiado extenuado. ¿Cómo van a organizar los baños y las comidas y los cambios de ropa y las horas de juego para que el bebé adquiera una rutina regular y, por tanto, reconfortante? Elaboren un horario. Tracen un plan. ¿Saben cómo afrontar una emergencia? ¿Desde el hundimiento de la cuna hasta un incidente de asfixia? Lo sabrán si trazan un plan, y diecinueve de cada veinte veces las cosas saldrán bien.
—Pues eso fue lo que hicimos. Las tres noches siguientes yo dormí en el sofá, frente al piano. A la tercera, la música empezó justo cuando estaba poniéndome cómodo. La tapa del Vogel estaba cerrada, así que me acerqué a toda prisa y la levanté. Las teclas no se movían. No me sorprendió mucho, porque era evidente que la música no provenía del piano.
—¿Perdón?
—Provenía de encima del piano. De la nada. Para entonces, Lucy estaba en el cuarto de Abra. Las otras veces no habíamos dicho nada, estábamos demasiado pasmados, pero esta vez ella estaba preparada. Le pidió a Abra que la volviera a tocar. Hubo una breve pausa… y lo hizo. Yo me encontraba tan cerca que casi habría podido arrancar esas notas del aire.
Silencio en el despacho de John Dalton. Había dejado de escribir en la libreta. Chetta lo observaba muy seria. Al cabo el médico preguntó:
—¿Esto sigue pasando?
—No. Lucy cogió a Abra en su regazo y le pidió que no tocara más por la noche, porque no podíamos dormir. Y así se terminó. —Hizo una pausa y reflexionó—. Casi. Una vez, más o menos tres semanas después, volvimos a oír la música, pero muy suave y esta vez procedente del piso de arriba. De su habitación.
—Tocaba para ella misma —dijo Concetta—. Se despertó…, no conseguía volver a dormirse… así que tocó una nana para ella misma.
Una tarde de lunes, aproximadamente un año después del derribo de las Torres Gemelas, Abra —que ya sabía andar y de cuyo galimatías casi constante empezaban a eclosionar palabras reconocibles— acudió con paso tambaleante a la puerta principal y se dejó caer allí con su muñeca favorita en el regazo.
—¿Qué haces, cielo? —preguntó Lucy. Estaba sentada al piano tocando un ragtime de Scott Joplin.
—¡Apa! —anunció Abra.
—Cariño, papá no llegará a casa hasta la hora de cenar —dijo Lucy, pero quince minutos después el Acura aparcó en la entrada y Dave se bajó de él cargado con su maletín. Se había roto una tubería en el edificio donde impartía clases los lunes, miércoles y viernes, y se habían cancelado todas las actividades.
—Lucy me lo contó —explicó Concetta—. Por supuesto, yo ya sabía lo de su llorera del 11-S y lo del piano fantasma. Un par de semanas después decidí escaparme hasta allí. Le pedí a Lucy que no dijera ni una sola palabra a Abra acerca de mi visita. Pero Abra lo supo. Se plantó delante de la puerta diez minutos antes de que yo apareciera. Cuando Lucy le preguntó quién venía, Abra dijo «Momo».
—Eso lo hace mucho —dijo David—. No siempre que viene alguien, pero si es una persona que conoce y le gusta… casi siempre.
A finales de la primavera de 2003, Lucy encontró a su hija en el dormitorio principal, tirando del segundo cajón del tocador de Lucy.
—¡Dero! —le dijo a su madre—. ¡Dero, dero!
—No te entiendo, corazón —dijo Lucy—, pero puedes mirar en el cajón si quieres. Solo hay algunas mudas viejas y restos de maquillajes.
Sin embargo, Abra no parecía interesada en el cajón; ni siquiera le echó un vistazo cuando Lucy lo abrió para enseñarle lo que había dentro.
—¡Edás! ¡Dero! —Luego, respirando hondo—. ¡Dero edás, mama!
Los padres nunca logran hablar bebé con total fluidez —no hay suficiente tiempo—, pero la mayoría lo aprenden hasta cierto grado, y Lucy finalmente comprendió que el interés de su hija no se centraba en el contenido del tocador sino en algo que había detrás de él.
Movida por la curiosidad, lo retiró. De inmediato, Abra se lanzó como una flecha al espacio entre el mueble y la pared. Lucy, pensando que, aun si no había bichos o ratones, estaría lleno de polvo, intentó agarrarla de la camiseta por la espalda y falló. Para cuando separó el tocador lo suficiente para poder deslizarse también ella en el hueco, Abra alzaba un billete de veinte dólares que se habría abierto paso por la ranura entre el tocador y el borde inferior del espejo.
—¡Mira! —exclamó con júbilo—. ¡Dero! ¡Mi dero!
—No —dijo Lucy, arrebatándoselo del puñito—, los bebés no tienen dero porque no lo necesitan. Pero te has ganado un helado.
—¡I-lado! —exclamó Abra—. ¡Mi i-lado!
—Ahora cuéntale al doctor John lo de la señora Judkins —dijo David—. Cuando pasó, tú estabas allí.
—En efecto —dijo Concetta—. Fue un fin de semana del Cuatro de Julio.
En el verano de 2003, Abra había empezado a articular —más o menos— frases completas. Concetta había ido a pasar el fin de semana festivo con los Stone. El domingo, que era 6 de julio, David había ido al 7-Eleven a comprar una botella de Blue Rhino para la barbacoa del jardín de atrás. Abra estaba jugando con bloques en el salón. Lucy y Chetta estaban en la cocina, una de ellas echaba un ojo periódicamente a Abra para asegurarse de que no decidía desenchufar el cable del televisor y morderlo o escalar el Monte Sofá. Pero Abra no mostró interés en nada de eso; estaba ocupada construyendo lo que parecía un Stonehenge con sus bloques de plástico.
Lucy y Chetta estaban vaciando el lavavajillas cuando Abra empezó a gritar.
—Parecía que se estuviera muriendo —dijo Chetta—. Ya sabe usted el miedo que da eso, ¿verdad?
John asintió con la cabeza. Lo sabía.
—A mi edad, una no echa a correr de buenas a primeras, pero aquel día corrí que parecía Wilma Rudolph. Llegué al salón antes que Lucy. Estaba tan convencida de que la niña se había hecho daño que durante un par de segundos hasta vi sangre de verdad. Pero se encontraba bien. Físicamente, al menos. Vino corriendo hacia mí y se abrazó a mis piernas. La levanté. Lucy ya estaba conmigo, y entre las dos conseguimos calmarla un poco. «¡Wannie!», gritó Abra. «¡Ayuda a Wannie, Momo! ¡Wannie se caío!». Yo no sabía quién era Wannie, pero Lucy sí: Wanda Judkins, la señora del otro lado de la calle.
—Es la vecina favorita de Abra —dijo David—, porque hace galletas y a menudo le lleva una a Abra con su nombre escrito. A veces con pasas, otras con glaseado. Es viuda y vive sola.
—Así que cruzamos la calle —prosiguió Chetta—, yo delante y Lucy con Abra en brazos. Llamé a la puerta. Nadie respondió. «¡Wannie en el comedor!», dijo Abra. «¡Ayuda a Wannie, Momo! ¡Ayuda a Wannie, mamá! ¡Tiene daño y le sale sangre!».
»La puerta no estaba cerrada con llave. Entramos. Lo primero que percibí fue un olor a galletas quemadas. Encontramos a la señora Judkins tirada en el suelo del comedor al lado de una escalera de mano. Aún tenía en la mano el trapo que había usado para quitar el polvo a las molduras, y había sangre, sí, un charco alrededor de la cabeza formando una especie de halo. Pensé que estaba muerta…, no la veía respirar…, pero Lucy le halló el pulso. La caída le fracturó el cráneo y sufrió una pequeña hemorragia cerebral, pero despertó al día siguiente. Vendrá a la fiesta de cumpleaños de Abra. Podrá usted saludarla, si decide asistir. —Miraba al pediatra de Abra Stone impávida—. El médico de urgencias dijo que si hubiera permanecido allí tendida mucho más tiempo, podría haber muerto o terminado en un estado vegetativo persistente…, mucho peor que la muerte, en mi humilde opinión. En cualquier caso, la niña le salvó la vida.
John arrojó su bolígrafo encima de la libreta.
—No sé qué decir.
—Hay más —dijo Dave—, pero el resto es difícil de cuantificar. Quizá porque Lucy y yo ya nos hemos acostumbrado. Como uno se acostumbraría a vivir con un niño que nació ciego, supongo. Claro que esto es prácticamente lo opuesto. Creo que lo sabíamos antes incluso del 11-S. Creo que sabíamos que había algo casi desde el día en que la trajimos a casa del hospital. Es como…
Soltó un resoplido y miró al techo, como si buscara inspiración. Concetta le apretó el brazo.
—Continúa. Al menos todavía no ha llamado a los hombres de los cazamariposas.
—Vale, es como si siempre soplara un viento dentro de casa, solo que no puedes sentirlo ni ver las cosas que hace. Siempre pienso que las cortinas se pondrán a ondear y los cuadros saldrán volando de las paredes, pero no. Pasan otras cosas. Dos o tres veces por semana…, a veces hasta dos o tres veces al día…, saltan los fusibles. Hemos tenido a dos electricistas distintos en cuatro ocasiones. Comprueban la instalación y nos dicen que todo va como la seda. Algunas mañanas, al bajar, nos encontramos en el suelo los cojines de las sillas y del sofá. Le decimos a Abra que recoja sus juguetes antes de irse a la cama y, a no ser que esté agotada y de mal humor, se porta muy bien. Pero algunas mañanas la caja de los juguetes aparece abierta y algunos trastos vuelven a estar en el suelo. Normalmente los bloques. Son sus favoritos.
Calló un momento; miraba la gráfica optométrica que había en la pared opuesta. John pensó que Concetta le instaría a proseguir, pero la mujer guardó silencio.
—Vale, esto es rarísimo, pero le juro que sucedió de verdad. Una noche, al encender la tele, estaban Los Simpson en todos los canales. Abra se rio como si fuera el chiste más gracioso del mundo, y Lucy perdió el control. Dijo: «Abra Rafaella Stone, si esto lo estás haciendo tú, ¡para ahora mismo!». Lucy casi nunca le habla con dureza, y cuando lo hace, Abra cede. Eso es lo que pasó aquella noche. Apagué la tele, y cuando volví a encenderla todo había vuelto a la normalidad. Podría relatarle otra media docena de situaciones… incidentes… fenómenos… pero la mayoría son tan pequeños que apenas se notan. —Se encogió de hombros—. Como dije, uno se acostumbra.
—Iré a la fiesta —dijo John—. Después de todo esto, ¿cómo iba a resistirme?
—Probablemente no pasará nada —dijo David—. ¿Conoce ese chiste sobre cómo parar un grifo que gotea? Llamando al fontanero.
Concetta soltó un bufido.
—Si de verdad te crees eso, hijo, me parece que a lo mejor te llevas una sorpresa. —Y dirigiéndose a Dalton—: Traerlo hasta aquí ha sido como extraer una muela.
—Dame un respiro, Momo. —El color había empezado a asomar a las mejillas de Dave.
John suspiró. Había percibido el antagonismo entre ellos dos antes. Desconocía el motivo —alguna especie de competición por Lucy, quizá—, pero no quería que se desatara abiertamente justo entonces. Su singular misión los había convertido en aliados por el momento, y así era como él quería que continuaran.
—Ahórrense el sarcasmo. —Habló con la suficiente aspereza como para que apartaran la vista el uno del otro y lo miraran sorprendidos—. Les creo. Jamás había oído nada ni remotamente parecido a…
¿O sí? Su voz se fue apagando; pensaba en el reloj extraviado.
—¿Doc? —dijo David.
—Disculpen. Me he quedado en blanco.
Ambos sonrieron. De nuevo aliados. Bien.
—De todas formas, nadie va a llamar a los de las batas blancas. Admito que ustedes dos son personas equilibradas, personas cultas, sin propensión a sufrir episodios de histeria o alucinaciones. Si solo fuese una persona la que reivindicara estos… estos estallidos psíquicos, tal vez habría pensado en alguna extraña manifestación del síndrome de Munchausen…, pero no es así. Son tres. Lo cual plantea la siguiente cuestión: ¿qué quieren ustedes que haga yo?
Dave pareció quedarse sin palabras, pero no así su abuela política.
—Observarla, igual que haría con cualquier niño que tuviera una enfermedad…
El color había empezado a abandonar las mejillas de David Stone, pero ahora retornó con celeridad. De golpe.
—¡Abra no está enferma! —espetó.
La mujer se volvió hacia él.
—¡Ya lo sé! ¡Cristo! ¿Me permites que termine?
Dave adoptó una sufrida expresión y levantó las manos.
—Perdón, perdón, perdón.
—Deja de saltarme a la yugular, David.
—Si insisten en reñir como niños, tendré que enviarlos al cuarto de aislamiento —dijo John.
Concetta suspiró.
—Esto es muy estresante. Para todos nosotros. Lo siento, Davey, he empleado la palabra equivocada.
—No hay problema, cara. Estamos en esto juntos.
Ella esbozó una breve sonrisa.
—Sí. Sí, es verdad. Obsérvela como observaría a cualquier niño con una afección sin diagnosticar, doctor Dalton. Es todo cuanto podemos pedirle, y creo que será suficiente por ahora. Puede que se le ocurra alguna idea. Eso espero. Verá…
Se volvió hacia David Stone con una expresión de impotencia que John pensó que debía de ser poco habitual en aquel rostro firme y seguro.
—Estamos asustados —dijo Dave—. Lucy, Chetta, yo… estamos muertos de miedo. No de ella, sino por ella. Porque es tan pequeña… ¿entiende? ¿Y si este poder suyo… no sé de qué otra manera llamarlo… y si todavía no ha alcanzado su máximo? ¿Y si sigue creciendo? ¿Qué hacemos entonces? Podría… no sé…
—Sí sabe —dijo Chetta—. Podría perder los estribos y hacerse daño a ella misma o a otras personas. No sé hasta qué punto es probable eso, pero solo pensar en esa posibilidad… —Tocó la mano de John—. Es horrible.
Dan Torrance supo que viviría en la habitación del torreón de la Residencia Helen Rivington desde el momento en que vio a su viejo amigo Tony saludándole asomado a una ventana que un segundo vistazo reveló entablada. Preguntó a la señora Clausen, la supervisora jefe de la Residencia Rivington, sobre la posibilidad de instalarse allí, unos seis meses después de entrar a trabajar en el centro como conserje/celador… y médico residente no oficial. Acompañado, por supuesto, del fiel secuaz Azzie.
—Ese cuarto está lleno de trastos —había dicho la señora Clausen.
Era una mujer de sesenta y tantos que tenía el pelo de un rojo inverosímil. Poseía una lengua sarcástica, a menudo obscena, pero era una directora inteligente y compasiva. Y algo aún mejor desde el punto de vista del consejo de administración del centro: recaudaba fondos con una efectividad tremenda. Dan no estaba seguro de si le gustaba, pero había llegado a respetarla.
—Lo limpiaré yo, en mi tiempo libre. Sería mejor que residiera aquí mismo, ¿no te parece? Siempre disponible.
—Danny, dime una cosa. ¿Cómo es que eres tan bueno en lo que haces?
—No lo sé, en serio. —En parte era verdad. Quizá hasta en un setenta por ciento. Había vivido con el resplandor toda su vida y aún no lo entendía.
—Aparte de los trastos, en verano el torreón es muy caluroso, y en invierno hace frío como para helarle las pelotas a un mono de latón.
—Eso puede rectificarse —había dicho Dan.
—No me hables de tu recto. —La señora Clausen le escudriñó con severidad por encima de sus gafas de lectura—. Si el consejo supiera lo que te permito hacer, probablemente me tendrían tejiendo cestas en ese asilo de Nashua. El de las paredes rosa y la música de Mantovani. —Soltó un bufido—. Doctor Sueño, vaya.
—Yo no soy el doctor —dijo Dan con suavidad. Sabía que iba a conseguir lo que quería—. El doctor es Azzie. Yo no soy más que su ayudante.
—Azreel es un puto gato —repuso ella—. Un gato callejero desaliñado que merodeaba por aquí y que adoptaron unos residentes que ya se fueron al otro barrio. Lo único que le preocupa son sus dos cuencos diarios de Friskies.
Dan no replicó. No era necesario, porque ambos sabían que eso no era verdad.
—Creía que vivías en un sitio estupendo en Eliot Street. Pauline Robertson piensa que tienes una flor en el culo. Lo sé porque canto con ella en el coro de la iglesia.
—¿Cuál es tu himno favorito? —preguntó Dan—. ¿«Qué puto amigo tenemos en Jesús»?
La mujer mostró la versión de Rebecca Clauson de una sonrisa.
—Oh, muy bien. Limpia el cuarto. Múdate. Que te instalen la tele por cable, monta un equipo de sonido cuadrafónico, pon una barra de bar. Qué narices me importa, solo soy la jefa.
—Gracias, señora C.
—Ah, y no te olvides del calefactor, ¿vale? A ver si puedes encontrar algo en un rastrillo con un buen cable pelado. Incendia el puto sitio alguna noche fría de febrero. Así podrán construir una monstruosidad de ladrillo a juego con los abortos que tenemos a los lados.
Dan se levantó y se llevó el dorso de la mano a la frente en un torpe saludo militar.
—Lo que usted mande, jefa.
Ella agitó la mano.
—Lárgate de aquí antes de que cambie de idea, Doc.
Al final sí puso un calefactor, pero el cable no estaba pelado y era de los que se apagaban inmediatamente si se volcaba. La habitación en el tercer piso del torreón jamás dispondría de aire acondicionado, pero un par de ventiladores del Wal-Mart colocados en las ventanas abiertas proporcionaban una corriente agradable. Aun así, hacía bastante calor en los días de verano, pero Dan casi nunca estaba allí durante las horas diurnas. Y las noches estivales en New Hampshire solían ser frescas.
La mayoría de los trastos acumulados allí arriba eran para tirar, pero conservó una pizarra grande de estilo de escuela primaria que encontró apoyada en una pared. Había permanecido oculta durante cincuenta años o más detrás de una quincalla de sillas de ruedas antiguas y hechas polvo. Le sacó provecho. En ella apuntaba los pacientes del centro y sus números de habitación, borraba los nombres de las personas que fallecían y añadía los de las que ingresaban. En la primavera de 2004, la lista constaba de treinta y dos nombres. Diez se alojaban en Rivington Uno y doce en Rivington Dos, los feos edificios de ladrillo que flanqueaban la casa victoriana donde la famosa Helen Rivington había vivido y escrito emocionantes novelas románticas bajo el excitante pseudónimo de Jeannette Montparsse. El resto de los pacientes ocupaban las dos plantas debajo del apretado pero funcional apartamento de Dan en el torreón.
¿Era la señora Rivington famosa por alguna otra cosa aparte de por escribir novelas malas?, le había preguntado Dan a Claudette Albertson no mucho después de empezar a trabajar en el centro. Se encontraban a la sazón en la zona de fumadores practicando su horrible hábito. Claudette, una jovial enfermera afroamericana con los hombros de un jugador de rugby de la NFL, echó la cabeza atrás y lanzó una risotada.
—¡Ya te digo! ¡Por dejar a este pueblo una burrada de dinero, cariño! Y por donar esta casa, por supuesto. Pensaba que los viejos debían tener un lugar donde morir con dignidad.
Y en la Residencia Rivington la mayoría lo hacían. Dan —con la ayuda de Azzie— formaba ahora parte de ello. Creía haber hallado su vocación. Para él ahora la residencia era su hogar.
La mañana de la fiesta de cumpleaños de Abra, Dan salió de la cama y descubrió que todos los nombres de la pizarra habían sido borrados. En su lugar, escrita con letras grandes e inclinadas, había una única palabra:
Dan se quedó sentado en calzoncillos en el borde de la cama durante un buen rato, simplemente mirando. Después se levantó y posó una mano sobre las letras, emborronándolas un poco, esperando un resplandor. Aunque solo fuera una chispa. Al cabo retiró la mano y se frotó el polvo de la tiza en el muslo desnudo.
—Hola a ti —dijo…, y luego—: ¿Te llamas Abra, por casualidad?
Nada. Se puso la bata, cogió el jabón y la toalla, y bajó a la ducha para el personal, en la segunda planta. Cuando regresó, agarró el borrador que había encontrado con la pizarra y empezó a borrar la palabra. Hacia la mitad del proceso, un pensamiento
(papi dice que tendremos globos)
le asaltó, y se detuvo, a la espera de más. Pero no hubo más, así que terminó de borrar la pizarra y escribió de nuevo los nombres y los números de habitación, copiándolos del memorando de asistencia del lunes. A mediodía, cuando volvió a su cuarto, medio esperaba encontrarse la pizarra otra vez borrada, reemplazados los nombres y los números por ese hola, pero todo continuaba como lo había dejado.
La fiesta de cumpleaños de Abra se celebró en el jardín trasero de los Stone, una agradable extensión de césped con manzanos y cerezos silvestres que comenzaban a florecer. En el límite del terreno había una valla de tela metálica y una verja asegurada con un candado de combinación. Esta barrera era lo opuesto a hermosa, pero ello no preocupaba a David ni a Lucy, porque al otro lado discurría el río Saco, que serpenteaba en dirección sudeste, atravesando Frazier, atravesando North Conway, hasta cruzar la frontera del estado y adentrarse en Maine. Los ríos y los niños pequeños eran una mala combinación, en opinión de los Stone, especialmente en primavera, cuando éste en concreto bajaba crecido y turbulento por el deshielo. Todos los años el semanario local informaba de al menos un ahogado.
Hoy los niños tenían suficientes distracciones en el césped. El único juego organizado que lograron llevar a cabo fue el del monito mayor, pero no eran demasiado pequeños para correr de un lado a otro (y a veces rodar) por la hierba, trepar como monos en los columpios de Abra, arrastrarse por los túneles que David y otros dos padres habían instalado, y batear los globos dispersos por doquier. Todos los globos eran amarillos (el proclamado como color favorito de Abra), y había por lo menos seis docenas; John Dalton daba fe de ello. Había ayudado a Lucy y a su abuela a inflarlos. Para ser una octogenaria, Chetta poseía unos pulmones impresionantes.
Eran nueve niños, contando a Abra, y puesto que al menos un progenitor de cada uno estaba presente, había supervisión adulta de sobra. Se habían colocado sillas de jardín en la terraza trasera, y cuando la fiesta alcanzó la velocidad de crucero, John se sentó en una de ellas junto a Concetta, emperifollada con unos vaqueros de marca y su sudadera con el lema MEJOR BISABUELA DEL MUNDO. Se estaba zampando una porción gigante de la tarta de cumpleaños. John, que había cogido unos cuantos kilos durante el invierno, se conformó con una cucharada de helado de fresa.
—No sé dónde lo mete —comentó señalando con la cabeza la tarta que desaparecía rápidamente del plato de plástico—. No tiene espacio dentro. Es usted como una cuerda rellena.
—Puede ser, caro, pero soy un barril sin fondo. —Contempló el jolgorio de los niños y lanzó un profundo suspiro—. Ojalá mi hija hubiera vivido para ver esto. No tengo muchos pesares, pero ése es uno.
John decidió no aventurarse por esa senda. La madre de Lucy había muerto en un accidente de coche cuando Lucy era más pequeña que Abra ahora. Lo sabía por el historial familiar que los Stone habían rellenado conjuntamente.
En cualquier caso, la misma Chetta desvió el tema.
—¿Sabe lo que me gusta de ellos a esta edad?
—No.
A John le gustaban a todas las edades… al menos hasta que cumplían los catorce. Cuando alcanzaban la adolescencia, sus glándulas se volvían hiperactivas, y la mayoría se sentían obligados a pasar los cinco años siguientes comportándose como mocosos insolentes.
—Míreles, Johnny. Es la versión infantil de una pintura de Edward Hicks, El reino apacible. Hay seis blancos…, normal, esto es New Hampshire, pero también hay dos negros y una preciosa bebé coreana que podría ser modelo de ropa infantil en el catálogo de Hanna Andersson. ¿Conoce la canción de la Escuela Dominical que dice «Negros y blancos, amarillos y rojos, son un tesoro a Sus ojos»? Es lo que tenemos aquí. Dos horas y ninguno ha levantado un puño ni dado un empujón con enfado.
John, que había visto a montones de niños dar patadas, empujar, pellizcar y morder, esbozó una sonrisa en la que el cinismo y la melancolía convivían en perfecto equilibrio.
—No esperaba nada diferente. Todos van a L’il Chums, que es la guardería de la alta sociedad en esta región. También las cuotas son altas. Eso significa que sus padres son de clase media-alta, por lo menos; todos son licenciados y todos practican el evangelio de seguir la corriente para llevarse bien. Estos niños son animales sociales domesticados.
John se detuvo en ese punto porque ella lo miraba con el ceño fruncido, pero podría haber ido más lejos. Podría haber añadido que, hasta los siete años o así —la denominada edad de la razón—, la mayoría de los niños eran cámaras de eco emocionales. Si crecían rodeados de gente que se llevaba bien y no alzaba la voz, hacían lo mismo. Si los educaban personas que mordían y gritaban… bueno…
Veinte años tratando a niños pequeños (por no mencionar el haber criado a sus dos hijos, que ahora estaban fuera en buenas escuelas preparatorias de seguir la corriente para llevarse bien) no habían destruido por completo las ideas románticas que profesaba cuando decidió especializarse en pediatría, pero sí las habían atenuado. Tal vez los niños llegaban realmente al mundo siguiendo nubes de gloria, como Wordsworth proclamaba con tanta confianza, pero también se cagaban en los pantalones hasta que aprendían a pedirlo.
Un plateado repiqueteo de campanas —como las de un camión de helados— sonó en el aire de la tarde. Los niños se volvieron a ver qué ocurría.
Un hombre joven sobre un triciclo rojo de un tamaño fuera de lo común se acercaba por el césped desde la entrada de los Stone. Llevaba guantes blancos y un traje estilo años cuarenta de hombros cómicamente anchos. En el ojal de la solapa lucía una flor del tamaño de una orquídea de invernadero. Los pantalones (también extragrandes) se le subían hasta las rodillas debido al pedaleo. Del manillar colgaban campanillas, que él tocaba con un dedo. El triciclo oscilaba de lado a lado pero sin llegar a caerse. En la cabeza, bajo un enorme bombín marrón, el recién llegado llevaba una divertida peluca de color azul. David Stone caminaba detrás de él, llevaba una maleta grande en una mano y una mesa plegada en la otra. Parecía aturdido.
—¡Hola, niños! ¡Hola, niños! —gritó el hombre del triciclo—. ¡Acercaos, acercaos! ¡La función está a punto de empezar! —No necesitó repetirlo dos veces; los niños corrían en tropel hacia el triciclo, riendo y chillando.
Lucy se acercó a John y Chetta, se sentó y se apartó el pelo de los ojos con un cómico soplido estirando el labio inferior. Tenía una mancha de glaseado de chocolate en la barbilla.
—Atentos al mago. Es un artista callejero que actúa en Frazier y North Conway durante la temporada de verano. Dave vio un anuncio en uno de esos periódicos gratuitos, le hizo una audición y lo contrató. Su verdadero nombre es Reggie Pelletier, pero se hace llamar El Gran Mysterio. A ver cuánto tiempo logra mantener la atención de los niños después de que todos hayan echado un vistazo a ese triciclo. Yo digo que como mucho tres minutos.
John pensó que podría equivocarse. El tipo había hecho una entrada perfectamente calculada para capturar la imaginación de los pequeños, y su peluca, más que dar miedo, era graciosa. En su alegre rostro no había ni rastro de maquillaje, y eso era un punto a su favor. Los payasos, en opinión de John, estaban sobrevalorados en exceso. Los niños de menos de seis años se cagaban de miedo; y a partir de esa edad simplemente les parecían aburridos.
Dios, hoy estás de un humor bilioso.
Quizá se debiera a que había ido preparado para observar alguna clase de fenómeno extraño y no había ocurrido nada. Abra le parecía una niñita de lo más normal. Más animada que el resto, quizá, pero el buen ánimo parecía reinar en la familia. Menos cuando Chetta y Dave se atacaban el uno al otro, claro.
—No subestime la capacidad de atención de la gente menuda. —Se inclinó por encima de Chetta y usó su servilleta para limpiar la mancha de glaseado de la mejilla de Lucy—. Si tiene un número preparado, los entretendrá como mínimo durante quince minutos. Puede que veinte.
—Si lo tiene —replicó Lucy con escepticismo.
Resultó que Reggie Pelletier, también conocido como El Gran Mysterio, efectivamente tenía un número preparado, y era bueno. Mientras su fiel ayudante, El Cuasi-Gran Dave, instalaba la mesa y abría la maleta, Mysterio pidió a la cumpleañera y a sus invitados que admiraran su flor. Cuando se aproximaron, disparó agua a sus rostros: primero roja, luego verde, luego azul. Gritaron con risas cargadas de azúcar.
—Ahora, niños y niñas… ¡oh! ¡Ah! ¡Huy! ¡Me hace cosquillas!
Se quitó el bombín y sacó un conejo blanco. Los niños exclamaron con asombro. Mysterio le tendió el conejo a Abra, que lo acarició y después lo pasó sin necesidad de que se lo pidieran. El conejo parecía indiferente a las atenciones. Quizá, pensó John, hubiera comido pienso aderezado con Valium antes de la función. El último niño se lo devolvió a Mysterio, que lo metió en su sombrero, pasó una mano por encima, y luego les enseñó el interior del bombín. Salvo por el forro con la bandera estadounidense, estaba vacío.
—¿Adónde se ha ido el conejito? —preguntó la pequeña Susie Soong-Bartlett.
—A tus sueños, cariño —dijo Mysterio—. Estará allí esta noche dando brincos. Y ahora, ¿quién quiere un pañuelo mágico?
Respondieron con gritos de «Yo, yo», niños y niñas por igual. Mysterio los sacó de los puños y los repartió. Siguieron más trucos en trepidante sucesión. Según el reloj de Dalton, los niños permanecieron alrededor del mago, en un semicírculo de ojos saltones, durante al menos veinticinco minutos. Y justo cuando los primeros signos de nerviosismo empezaron a aparecer en el público, Mysterio concluyó su espectáculo. Sacó cinco platos de su maleta (que, cuando la enseñó, parecía tan vacía como su sombrero) e hizo juegos malabares con ellos mientras cantaba «Cumpleaños feliz». Todos los niños se le unieron, y Abra casi levitó de alegría.
Los platos retornaron a la maleta. Volvió a enseñarla para que pudieran ver que estaba vacía, y luego sacó media docena de cucharas. Procedió a colgárselas en la cara, terminando con una en la punta de la nariz. A la cumpleañera le gustó eso; se sentó en la hierba, riendo y abrazándose a sí misma con regocijo.
—Abba también puede hacerlo —dijo (se había aficionado a referirse a sí misma en tercera persona; atravesaba lo que David llamaba su «fase Rickey Henderson»)—. Abba sabe hacer cusaras.
—Estupendo, cariño —dijo Mysterio.
No le había prestado verdadera atención, y John no podía culparle; acababa de representar una matinée infantil bárbara, tenía el rostro rojo y húmedo de sudor a pesar de la brisa fresca que soplaba desde el río, y aún le quedaba por efectuar su gran salida, esta vez pedaleando cuesta arriba en su colosal triciclo.
Se agachó y le dio una palmadita a Abra en la cabeza con una mano enguantada de blanco.
—Feliz cumpleaños, y gracias a todos, niños, por ser un público tan…
Desde el interior de la casa llegó un prolongado y musical tintineo, no muy distinto al sonido de las campanas que colgaban del manillar del triciclo Godzilla. Los niños apenas echaron un vistazo en esa dirección y se volvieron a mirar cómo Mysterio se alejaba pedaleando, pero Lucy se levantó para ver qué se había caído en la cocina.
Dos minutos después volvió a salir.
—John —dijo—. Debería ver esto. Creo que es a lo que ha venido.
John, Lucy y Concetta estaban plantados en la cocina, mirando al techo y sin decir palabra. Ninguno de ellos se giró cuando se les unió Dave; estaban hipnotizados.
—¿Qué…? —empezó a preguntar, y entonces lo vio—. Joder.
Nadie replicó. David se quedó un rato mirando, intentando encontrarle el sentido a lo que veía, luego se marchó. Regresó uno o dos minutos después, y llevaba a su hija de la mano. Abra sujetaba un globo. En torno a la cintura, como un fajín, lucía el pañuelo que había recibido de El Gran Mysterio.
John Dalton se agachó junto a la niña.
—¿Has hecho tú esto, cariño? —Era una pregunta para la que estaba seguro de conocer la respuesta, pero quería oír lo que ella tuviera que decir. Quería saber de cuánto era consciente.
Abra miró primero al suelo, donde estaba el cajón de la cubertería. Varios cuchillos y tenedores habían rebotado fuera cuando el cajón había salido disparado, pero estaban todos. No así las cucharas, sin embargo. Éstas colgaban del techo, como atraídas hacia arriba y mantenidas por alguna exótica atracción magnética. Un par oscilaban perezosamente de las luces del techo. La de mayor tamaño, un cucharón de servir, pendía de la campana extractora.
Todos los niños poseían sus propios mecanismos de autoconsuelo. John sabía por larga experiencia que para la mayoría consistía en un pulgar metido firmemente en la boca. El de Abra era un poco diferente. Ahuecó la mano derecha sobre la mitad inferior de su rostro y se frotó los labios con la palma. Como resultado, sus palabras sonaron ahogadas. John le retiró la mano… con suavidad.
—¿Qué, cariño?
Con una vocecita, dijo:
—¿Me he portado mal? Yo… —Su diminuto pecho empezó a sacudirse. Intentó volver a utilizar la mano consoladora, pero John la retuvo—. Yo quería ser como Minstrosio. —Se puso a llorar.
John le soltó la mano y ésta acudió a su boca, frotando furiosamente.
David la levantó y la besó en la mejilla. Lucy los rodeó a ambos con los brazos y besó a su hija en la coronilla.
—No, cariño, no. No te has portado mal. No pasa nada.
Abra enterró el rostro en el cuello de su madre. Al hacerlo, las cucharas cayeron. El estrépito los sobresaltó a todos.
Dos meses después, con el verano apenas iniciándose en las Montañas Blancas de New Hampshire, David y Lucy Stone se encontraban en el despacho de John Dalton, donde las paredes estaban empapeladas con fotografías risueñas de los niños que había tratado a lo largo de los años, muchos ya con edad suficiente para tener hijos.
—Contraté a un sobrino mío con conocimientos de informática (por mi cuenta, y no se preocupen, cobra poco) para ver si existían casos documentados como el de su hija y para investigarlos si los hubiere. Restringió la búsqueda a los últimos treinta años y encontró más de novecientos.
David silbó.
—¿Tantos?
John meneó la cabeza.
—No son tantos. Si se tratara de una enfermedad, y no hace falta que revivamos esa discusión porque no lo es, sería tan rara como la elefantiasis. O las líneas de Blaschko, que básicamente transforma a los que la padecen en cebras humanas. La afección se da en uno de cada siete millones. Lo de Abra estaría en el mismo orden.
—¿Qué es exactamente lo de Abra? —Lucy había tomado la mano de su marido y la apretaba con fuerza—. ¿Telepatía? ¿Telequinesia? ¿Alguna otra tele?
—Esas cosas desde luego tienen su papel. ¿Es telépata? Puesto que sabe cuándo va a llegar una visita, y supo que la señora Judkins estaba herida, la respuesta parece ser que sí. ¿Es telequinética? Basándonos en lo que vimos en la cocina el día de la fiesta de cumpleaños, la respuesta es definitivamente sí. ¿Es vidente? ¿Precognitiva, si quieren emplear un término más elegante? No podemos estar seguros, aunque la historia del billete de veinte dólares que estaba detrás del tocador así lo sugiere. Pero ¿qué pasa con la noche en que su televisión daba Los Simpson en todos los canales? ¿Cómo llamarían a eso? ¿Y la canción fantasma de los Beatles? Sería telequinesis si las notas surgieran del piano… pero me dijeron que no.
—¿Y ahora qué? —preguntó Lucy—. ¿A qué debemos estar atentos?
—No lo sé. No hay una ruta de predicción que seguir. El problema con el campo de los fenómenos psíquicos es que no es un campo en absoluto. Hay demasiada charlatanería y demasiados chalados.
—En resumidas cuentas —concluyó Lucy—, que no sabe qué debemos hacer.
John esbozó una sonrisa.
—Sé exactamente qué deben hacer: no dejen de quererla. Si mi sobrino tiene razón, y hay que recordar que: a) solo tiene diecisiete años, y b) basa sus conclusiones en unos datos inestables, es fácil que sigan viendo cosas extrañas hasta que sea una adolescente. Puede que algunas de esas cosas sean muy llamativas. Cuando tenga trece o catorce años se estabilizará, y cuando llegue a la veintena, los distintos fenómenos que genere seguramente serán insignificantes. —Sonrió—. Pero será una tremenda jugadora de póquer toda su vida.
—¿Y si empieza a ver muertos, como el niño de esa película? —preguntó Lucy—. ¿Qué hacemos entonces?
—Pues imagino que tendrían una prueba de que hay vida después de la muerte. Entretanto, no lo compliquen. Y mantengan la boca cerrada, ¿de acuerdo?
—Oh, puede estar seguro —dijo Lucy. Consiguió sonreír, pero dado que se había mordisqueado la mayor parte del pintalabios, no parecía demasiado confiada—. Lo último que queremos es ver a nuestra hija en la portada del Inside View.
—Gracias a Dios que ninguno de los otros padres vio lo de las cucharas —añadió David.
—Una pregunta —dijo John—. ¿Creen que ella sabe lo especial que es?
Los Stone intercambiaron una mirada.
—No… no lo creo —respondió finalmente Lucy—. Aunque lo de las cucharas… fue tan exagerado…
—Exagerado para ustedes —dijo John—, pero quizá no tanto para ella. Lloró un poco y luego volvió a salir al jardín con una sonrisa en la cara. No hubo gritos, ni regañinas. Mi consejo es que de momento lo dejen correr. Cuando crezca, podrán advertirle que no haga ninguno de sus trucos especiales en el colegio. Trátenla de manera normal, porque es prácticamente normal. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —convino David—. No es como si tuviera llagas, o estigmas, o un tercer ojo.
—Oh, sí que lo tiene —dijo Lucy. Estaba pensando en el velo—. Sí que tiene un tercer ojo. No puedes verlo… pero está ahí.
John se levantó.
—Si quieren, imprimiré todos los documentos de mi sobrino y se los enviaré.
—Me gustaría mucho —dijo David—. Y creo que a nuestra querida Momo también. —Arrugó la nariz un poco.
Lucy se percató y frunció el ceño.
—Mientras tanto, disfruten de su hija —les aconsejó John—. Por lo que he visto, es una niña adorable. Lo superarán.
Durante una temporada pareció que tenía razón.