CAPÍTULO DOS
NÚMEROS MALOS

1

La poetisa de nombre italiano y apellido muy estadounidense se sentó con su bisnieta dormida en el regazo a mirar el vídeo que el marido de su nieta había filmado en la sala de partos tres semanas atrás. Empezaba con el título: ¡ABRA LLEGA AL MUNDO! La grabación era errática, y David se había apartado de cualquier cosa excesivamente clínica (gracias a Dios), pero Concetta Reynolds vio el cabello sudoroso pegado a la frente de Lucy, la oyó gritar «¡Ya empujo!» cuando una de las enfermeras la exhortó a ello, y vio las gotas de sangre en la sábana azul, no muchas, pero sí las suficientes para montar lo que la propia abuela de Chetta habría llamado «un gran espectáculo». Pero en italiano, por supuesto.

La imagen osciló cuando el bebé finalmente entró en plano y Chetta sintió que se le ponía la piel de gallina en brazos y espalda cuando Lucy gritó «¡No tiene cara!».

Sentado ahora al lado de Lucy, David rio entre dientes. Por supuesto que Abra tenía cara, una carita muy dulce. Chetta bajó la mirada como para asegurarse de ello. Cuando volvió a mirar la pantalla, la recién nacida estaba siendo acomodada en brazos de su madre. Treinta o cuarenta erráticos segundos más tarde apareció otro rótulo: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, ABRA RAFAELLA STONE!

David pulsó el botón de STOP del mando a distancia.

—Eres una de las poquísimas personas que verán esto —anunció Lucy en un tono de voz que no daba cuartel—. Qué vergüenza.

—Es maravilloso —repuso David—. Y hay una persona que lo verá seguro, y ésa es Abra. —Miró a su esposa, sentada a su lado en el sofá—. Cuando sea mayor. Si quiere, claro. —Le dio unas palmaditas a Lucy en el muslo y luego sonrió a su abuela política, una mujer por la que sentía respeto pero no un gran afecto—. Hasta entonces, la guardaré en la caja fuerte junto con los papeles del seguro, los papeles de la casa y los millones de la droga.

Concetta esbozó una sonrisa para indicar que había captado la broma, pero fue una sonrisa fría porque no le parecía especialmente graciosa. En su regazo, Abra dormía y dormía. En cierto sentido, todos los bebés nacían con un manto, un velo de misterio y posibilidades que envuelve sus rostros, diminutos, pensó. Tal vez fuese algo sobre lo que escribir. Tal vez no.

Concetta había llegado a Estados Unidos con doce años y hablaba inglés perfectamente —no era de extrañar, pues se había licenciado en Vassar y era profesora (ahora emérita) de filología inglesa—, pero en su cabeza aún sobrevivían todas las supersticiones y los cuentos de viejas. A veces recibía órdenes y, cuando eso ocurría, siempre eran en italiano. Chetta creía que la mayoría de las personas que trabajaban en las artes eran esquizofrénicos altamente funcionales, y ella no era distinta. Sabía que las supersticiones eran una estupidez, pero escupía entre los dedos si un cuervo o un gato negro se cruzaba en su camino.

Gran parte de su propia esquizofrenia debía agradecérsela a las Hermanas de la Misericordia. Ellas creían en Dios; creían en la divinidad de Jesús; creían que los espejos eran calderos de bruja y que a la niña que se mirara en uno de ellos demasiado tiempo le crecerían verrugas. Éstas eran las mujeres que habían ejercido la mayor influencia en su vida entre los siete y los doce años. Llevaban una regla en el cinturón —para golpear, no para medir— y nunca vieron una oreja de niño que no desearan retorcer al pasar.

Lucy alargó los brazos hacia el bebé. Chetta se la entregó, no sin renuencia. La criatura era una dulce carga.

2

A unos treinta kilómetros al sudeste de donde Abra dormía en brazos de Concetta Reynolds, Dan Torrance asistía a una reunión de Alcohólicos Anónimos en la que una chica hablaba y hablaba monótonamente sobre el sexo con su ex. Casey Kingsley le había ordenado que acudiera a noventa sesiones en noventa días, y ésta, celebrada a mediodía en el sótano de la Iglesia Metodista de Frazier, hacía la número dieciocho. Estaba sentado en la primera fila, porque Casey —conocido en las asambleas como el Gran Casey— también se lo había ordenado.

—La gente enferma que quiere rehabilitarse se sienta delante, Danny. En las reuniones de Alcohólicos Anónimos llamamos a la última fila el Pasillo de la Negación.

Casey le había entregado un bloc de notas que tenía en la cubierta una foto de olas estrellándose contra un promontorio de rocas en el océano. Impreso sobre la imagen había un lema que Dan entendía pero no compartía: NADA GRANDE SE CREA DE REPENTE.

—Quiero que apuntes en esa libreta todas las reuniones a las que vayas. Y cuando te diga que quiero verla, más te vale que seas capaz de sacarla del bolsillo de atrás y enseñarme una asistencia completa.

—¿Y si un día me pongo enfermo?

Casey se echó a reír.

—Estás enfermo todos los días, amigo; eres un borracho alcohólico. ¿Quieres saber algo que me contó mi padrino?

—Creo que ya me lo has dicho. No se puede volver a meter la pasta de dientes dentro del tubo, ¿verdad?

—No te hagas el listillo y escucha.

Dan lanzó un suspiro.

—Escucho.

—«Mueve el culo a una reunión», decía él. «Si se te cae el culo, mételo en una bolsa y llévala a una reunión».

—Precioso. ¿Y si simplemente me olvido?

Casey se encogió de hombros.

—Entonces búscate a otro padrino que crea en los despistes, porque yo no.

Dan, que se sentía como un objeto frágil que se hubiera deslizado hasta el borde de un estante alto pero sin llegar a caer, no quería ni otro padrino ni cambios de ninguna clase. Se encontraba bien, pero sensible. Muy sensible. Casi en carne viva. Las visiones que le habían atormentado tras su llegada a Frazier habían cesado, y aunque a menudo pensaba en Deenie y su hijo, los pensamientos no dolían tanto. Al final de casi todas las reuniones de AA, alguien leía las Promesas. Una de éstas era: No nos arrepentiremos del pasado ni desearemos cerrarle la puerta. Dan suponía que él siempre se arrepentiría del pasado, pero ya había dejado de intentar cerrar la puerta. ¿Por qué molestarse, si en cualquier momento volvería a abrirse? La cabrona no tenía pestillo, mucho menos cerradura.

Empezó a escribir una palabra en la página correspondiente a ese día de la libreta que Casey le había dado. Trazó letras grandes y meticulosas. No tenía ni idea de por qué lo hacía ni qué significaba. La palabra era ABRA.

Entretanto, la oradora alcanzó el final de su exposición y rompió a llorar, declarando a través de las lágrimas que aunque su ex era una mierda y ella todavía le quería, daba gracias por estar desenganchada y sobria. Dan aplaudió junto al resto del Grupo del Almuerzo y luego se puso a sombrear las letras con el bolígrafo. Agrandándolas. Dándoles relieve.

¿Conozco este nombre? Creo que sí.

Cuando el siguiente orador empezó a hablar, él se acercó a la cafetera a por otra taza de café y entonces le vino. Abra era el nombre de una niña de una novela de John Steinbeck. Al este del Edén. La había leído… no se acordaba dónde. En alguna parada a lo largo del camino. En algún lugar. No importaba.

Otro pensamiento

(¿lo has conservado?)

afloró a la superficie de su mente como una burbuja y explotó.

¿Conservar el qué?

Frankie P., el veterano del Grupo del Almuerzo que presidía la sesión, preguntó si alguien quería hacer el Club de las Fichas. Al no levantar nadie la mano, Frankie le señaló.

—¿Qué tal tú, el que anda ahí atrás donde el café?

Cohibido, Dan caminó hasta la parte de delante de la sala esperando recordar el orden de las fichas. La primera —blanca para los principiantes— ya la tenía. Cuando cogió la abollada caja de galletas con fichas y medallones desperdigados en su interior, el pensamiento volvió a emerger.

¿Lo has conservado?

3

Aquél fue el día en que el Nudo Verdadero, que había pasado el invierno en un camping KOA de Arizona, recogió y emprendió viaje hacia al este. Tomaron la carretera 77 hacia Show Low en la formación habitual: catorce autocaravanas, varios coches con remolque, algunos con sillas de jardín o bicicletas amarradas en la parte de atrás. Había Southwinds y Winnebagos, Monacos y Bounders. El EarthCruiser de Rose —setecientos mil dólares de acero rodante importado, el mejor vehículo de recreo que el dinero podía comprar— encabezaba el desfile. Pero despacio, apenas a noventa kilómetros por hora.

No tenían prisa. Disponían de tiempo de sobra. El festín aún se hallaba a meses de distancia.

4

—¿Lo has conservado? —preguntó Concetta al tiempo que Lucy se abría la blusa y ofrecía el pecho al bebé.

Abby parpadeó adormilada, mamó un poco y perdió interés.

Cuando se te agrieten los pezones, no se lo ofrecerás hasta que te lo pida, pensó Chetta. Y a pleno pulmón.

—¿Conservar el qué? —preguntó David.

Lucy sabía a qué se refería.

—Me desmayé justo después de que me la pusieron en brazos. Dave dice que casi la dejé caer. No hubo tiempo, Momo.

—Ah, ese pringue que tenía en la cara —dijo David con desdén—. Se lo quitaron y lo tiraron. Cojonudo, si quieres saber mi opinión. —Sonreía, pero sus ojos la desafiaban. Mejor que no sigas con esto, decían. Mejor que no, déjalo.

Déjalo estar, sí… y no. ¿Había sido así de dicotómica de joven? No podía recordarlo, aunque al parecer se acordaba de todas las lecturas de los Sagrados Misterios y del interminable infierno de dolor administrado por las Hermanas de la Misericordia, aquellas banditti de negro. La historia de la chica que se había quedado ciega por espiar a su hermano cuando estaba desnudo en la bañera y la del hombre que había caído muerto en el acto por blasfemar contra el Papa.

Entréguennoslas cuando sean jóvenes y no importará cuántas clases de honor hayan impartido, ni cuántos libros de poesía hayan escrito, ni siquiera que uno de ellos ganara todos los premios importantes. Entréguennoslas cuando sean jóvenes… y serán nuestras para siempre.

—Deberías haber conservado il amnio. Da buena suerte.

Hablaba con su nieta, David había quedado excluido de la conversación. Era un buen hombre, un buen marido para su Lucia, pero que le dieran a su tono desdeñoso. Y que le dieran el doble a sus ojos desafiantes.

—Lo habría hecho, pero no tuve oportunidad, Momo. Y Dave no lo sabía. —Se abotonó de nuevo la blusa.

Chetta se inclinó hacia delante y acarició la fina piel de la mejilla de Abra con la punta del dedo, carne vieja deslizándose sobre carne nueva.

—Se dice que aquellos nacidos con il amnio poseen doble visión.

—No te tomarás esas cosas en serio, ¿verdad? —preguntó David—. El velo no es nada más que un trozo de membrana fetal. Se…

Dijo algo más, pero Concetta no prestó atención. Abra había abierto los ojos. En ellos había un universo de poesía, versos demasiado grandes para ser escritos jamás. Ni tan siquiera recordados.

—No importa —dijo Concetta. Levantó a Abra y le dio un beso en el suave cráneo, donde la fontanela latía, la magia de la mente tan cerca ahí debajo—. Lo hecho, hecho está.

5

Una noche, aproximadamente cinco meses después de la cuasi-discusión sobre el velo de Abra, Lucy soñó que su hija lloraba; lloraba como si tuviera el corazón roto. En el sueño, Abby ya no estaba en el dormitorio principal de la casa de Richland Court, sino en algún lugar con un largo pasillo. Lucy corría en la dirección de los sollozos. Al principio se alzaban puertas a ambos lados, pero luego había asientos. Azules, con el respaldo alto. Se encontraba en un avión, o quizá en un tren Amtrak. Tras recorrer lo que parecían kilómetros, llegó a la puerta de un aseo. Su bebé lloraba detrás. No era un llanto de hambre, sino de miedo. Quizá

(ay Dios, ay Virgen santa)

un llanto de dolor.

Lucy sintió un miedo atroz a que la puerta estuviera cerrada con pestillo y tuviera que derribarla —¿no era ésa la clase de cosas que siempre ocurrían en las pesadillas?—, pero el pomo giró y la abrió. En ese momento la asaltó un nuevo temor: ¿y si Abra estaba en el inodoro? Se leían sucesos así: bebés en inodoros, bebés en contenedores de basura. ¿Y si se estaba ahogando en una de esas feas tazas de acero que tenían en los transportes públicos, con la boca y la nariz tapadas por agua azul desinfectada?

Pero Abra yacía en el suelo. Estaba desnuda. Sus ojos, anegados en lágrimas, miraban fijamente a su madre. Tenía escrito en el pecho, con lo que parecía sangre, el número 11.

6

David Stone soñaba que perseguía el llanto de su hija por una interminable escalera mecánica que corría —lenta pero inexorablemente— en la dirección opuesta. Peor, la escalera estaba en un centro comercial, y este ardía. Debería haber sentido que se asfixiaba y que estaba sin aliento mucho antes de llegar arriba, pero el fuego no producía humo, solo un infierno de llamas. Y el único sonido que se oía era el llanto de Abra, aunque vio a gente quemándose como antorchas empapadas de queroseno. Cuando por fin consiguió alcanzar el escalón superior, encontró a Abby tirada en el suelo y nadie le hacía caso. Hombres y mujeres corrían a su alrededor sin prestar atención, y a pesar de las llamas nadie trató de utilizar la escalera mecánica, aunque ésta bajaba. Huían en desbandada, en todas direcciones, como hormigas cuyo hormiguero hubiera sido destruido por el escarificador de un agricultor. Una mujer con tacones de aguja estuvo a punto de pisar a su hija, lo cual casi seguro que la habría matado.

Abra estaba desnuda. Tenía escrito en su pecho el número 175.

7

Los Stone despertaron a la par, ambos inicialmente convencidos de que el llanto que oían era un remanente del sueño que habían tenido. Pero no, se originaba en su misma habitación. Abby estaba tumbada en la cuna bajo su móvil de Shrek; tenía los ojos muy abiertos, las mejillas rojas; abría y cerraba sus diminutos puños; aullaba a pleno pulmón.

Un cambio de pañales no la apaciguó, tampoco lo hizo el pecho, ni lo que parecieron kilómetros de andar pasillo arriba y abajo y al menos mil versos de «The Wheels on the Bus». Al cabo, muy asustada —Abby era su primera hija y Lucy estaba desesperada— telefoneó a Concetta a Boston. Aunque eran las dos de la madrugada, su abuela contestó al segundo tono. Tenía ochenta y cinco años y su sueño era tan liviano como su piel. Escuchó con más atención el llanto de su bisnieta que el confuso recital de Lucy de todos los remedios caseros que había probado, y luego formuló las preguntas pertinentes:

—¿Tiene fiebre? ¿Se tira de una oreja? ¿Mueve las piernas como si tuviera que hacer merda?

—No —dijo Lucy—, nada de eso. Está un poco caliente de tanto llorar, pero no creo que sea fiebre. Momo, ¿qué hago?

Chetta, ahora sentada en la butaca de su escritorio, no vaciló.

—Espera otros quince minutos. Si no se calma y empieza a comer, llévala al hospital.

—¿Qué? ¿Al Brigham and Women’s? —Confusa y alterada, fue cuanto se le ocurrió a Lucy. Era allí donde había dado a luz—. ¡Eso está a más de doscientos kilómetros!

—No, no. A Bridgton. Cruzando la frontera de Maine. Está un poco más cerca que el CNH.

—¿Estás segura?

—¿Acaso no lo estoy viendo en mi ordenador ahora mismo?

Abra no se calmó. El llanto era monótono, desesperante, aterrador. Cuando llegaron al hospital de Bridgton, eran las cuatro menos cuarto y Abra seguía a todo volumen. Los viajes en el Acura eran normalmente más eficaces que un somnífero, pero esa madrugada no. David pensó en aneurismas cerebrales y se dijo que había perdido el juicio. Los bebés no sufrían derrames… ¿o sí?

—Davey… —dijo Lucy con voz queda mientras paraban junto a la señal que rezaba SOLO PARA EMERGENCIAS—. Los bebés no sufren derrames ni ataques al corazón… ¿verdad?

—No, estoy seguro de que no.

Pero de pronto se le ocurrió otra cosa. ¿Y si la criatura se había tragado un imperdible y le había perforado el estómago? Qué estupidez, usamos Huggies con velcro, nunca ha estado ni siquiera cerca de un imperdible.

Otra cosa, entonces. Una horquilla de pelo de Lucy. Una chincheta errante que hubiera caído en la cuna. Quizá incluso, Dios los asistiera, un trozo de plástico roto de Shrek, Burro o la princesa Fiona.

—¿Davey? ¿En qué piensas?

—En nada.

El móvil estaba bien. Estaba seguro.

Casi seguro.

Abra continuaba llorando.

8

David esperaba que el médico de guardia diera un sedante a su hija, pero iba en contra del protocolo medicar a niños sin un diagnóstico, y parecía que a Abra Rafaella Stone no le pasaba nada grave. No tenía fiebre, no mostraba ningún sarpullido y una prueba de ultrasonidos había descartado una estenosis pilórica. Una radiografía reveló que no había objetos extraños en su garganta ni en su estómago, ni una obstrucción intestinal. En resumen, no quería callarse. Los Stone eran los únicos pacientes en Urgencias a esa hora de la madrugada de un martes, y cada una de las tres enfermeras de guardia había intentado calmarla. Nada funcionó.

—¿No debería darle algo de comer? —preguntó Lucy al médico cuando éste volvió a examinarla. Se le ocurrió el término «lactato de Ringer», lo había oído en alguna serie de médicos de las que veía desde su enamoramiento adolescente de George Clooney. Sin embargo, por lo que sabía, el lactato de Ringer era una loción de pies, o un anticoagulante, o algo para la úlcera de estómago—. No quiere el pecho ni el biberón.

—Comerá cuando tenga hambre —dijo el médico, pero eso no tranquilizó ni a Lucy ni a David. Por un lado, el médico parecía más joven que ellos. Por otro (y eso era mucho peor), no sonaba del todo seguro—. ¿Han llamado a su pediatra? —Revisó los papeles—. ¿Al doctor Dalton?

—Hemos dejado un mensaje en su consulta —dijo David—. Probablemente no sabremos de él hasta media mañana, y para entonces esto ya habrá acabado.

De un modo u otro, pensó, y su mente —ingobernable debido a la falta de sueño y el exceso de ansiedad— le presentó una imagen tan nítida que resultaba horrorosa: gente de luto alrededor de una pequeña tumba. Y un ataúd aún más pequeño.

9

A las siete y media, Chetta Reynolds irrumpió en la sala de reconocimiento donde habían escondido a los Stone y a su bebé, que no había cesado de berrear. La poetisa, que según los rumores formaba parte de una corta lista para la Medalla Presidencial de la Libertad, iba vestida con vaqueros rectos y una sudadera de la BU con un agujero en el codo. El atuendo dejaba ver cuánto había adelgazado en los últimos tres o cuatro años. No tengo cáncer, si eso es lo que estás pensando, decía si alguien comentaba su delgadez de modelo de pasarela, la cual generalmente disfrazaba con vestidos ondulados o caftanes. Me estoy entrenando para la vuelta final al circuito.

Su cabello, por regla general trenzado o recogido en complicados vuelos para exhibir su colección de horquillas vintage, se encrespaba alrededor de la cabeza en una desgreñada nube a lo Einstein. No llevaba maquillaje, y a pesar de su angustia a Lucy le impresionó lo mayor que parecía Concetta. Bueno, claro que era mayor, ochenta y cinco años eran muchos, pero hasta esa mañana tenía la apariencia de una mujer que a lo sumo rayara los setenta.

—Habría tardado una hora menos si hubiera encontrado a alguien para que cuidara de Betty. —Betty era su bóxer, anciana y achacosa.

Chetta captó la mirada de reproche de David.

—Bets se muere, David. Y basándome en lo que me contaste por teléfono, no estaba tan preocupada por Abra.

—¿Y ahora estás preocupada? —preguntó David.

Lucy lanzó a su marido una mirada de advertencia, pero Chetta parecía dispuesta a aceptar la reprimenda implícita.

—Sí. —Extendió las manos—. Dámela, Lucy. Veamos si se tranquiliza con Momo.

Pero Abra tampoco se tranquilizó con Momo, daba igual cómo la meciera. Tampoco una dulce y sorprendentemente melodiosa nana (por cuanto David sabía, era «The Wheels on the Bus» en italiano) consiguió obrar el milagro. Todos volvieron a probar la cura del paseo, primero arrullándola en la pequeña sala de reconocimiento, luego por el pasillo, luego otra vez en la consulta. El llanto seguía y seguía. En algún momento se produjo una conmoción fuera —alguien con heridas visibles era transportado en silla de ruedas, supuso David— pero aquéllos que se encontraban en la Sala de Reconocimiento 4 apenas prestaron atención.

A las nueve menos cinco, la puerta de la consulta se abrió y entró el pediatra de los Stone. El doctor John Dalton era un individuo al que Dan Torrance habría reconocido, aunque no por su apellido. Para Dan simplemente era el doctor John, que preparaba el café en las reuniones del Libro Grande de los jueves por la noche en North Conway.

—¡Gracias a Dios! —exclamó Lucy poniendo a su aullante hija en los brazos del pediatra—. ¡Nos han dejado aquí solos durante horas!

—Estaba de camino cuando recibí el mensaje. —Dalton se puso a Abra en el hombro—. Tengo rondas aquí y luego en Castle Rock. Supongo que se han enterado de lo ocurrido, ¿no?

—¿Enterarnos de qué? —preguntó David.

Con la puerta abierta, por primera vez fue plenamente consciente del moderado alboroto que reinaba en el exterior. Personas hablando en voz baja. Varias llorando. Entró la enfermera que los había atendido a su llegada, con el rostro rojo y manchado, las mejillas mojadas. Ni siquiera echó una mirada al bebé que lloraba.

—Un avión de pasajeros se ha estrellado contra el World Trade Center —dijo Dalton—. Y nadie cree que se trate de un accidente.

Había sido el vuelo 11 de American Airlines. Diecisiete minutos después, a las 9.03, el vuelo 175 de United Airlines impactó contra la Torre Sur. A las 9.03, Abra Stone dejó abruptamente de llorar. A las 9.04, dormía como un ángel.

En el trayecto de vuelta a Anniston, David y Lucy escuchaban la radio mientras Abra dormía plácidamente detrás, en su asiento para coche. La noticia resultaba insoportable, pero apagar la radio quedaba fuera de toda consideración… al menos hasta que un locutor anunció los nombres de las aerolíneas y los números de vuelo de los aviones que se habían estrellado: dos en Nueva York, uno cerca de Washington, uno en la Pensilvania rural. Entonces David alargó por fin la mano y silenció la avalancha de desastres.

—Lucy, tengo que contarte algo. Anoche soñé…

—Lo sé. —Habló con el tono apagado de alguien que acaba de sufrir una conmoción—. Yo también.

Para cuando cruzaron la frontera del estado de New Hampshire, David había empezado a creer que, después de todo, quizá hubiera algo de real en ese asunto del velo.

10

En una ciudad de New Jersey, en la orilla oeste del río Hudson, hay un parque que lleva el nombre del residente más famoso de la localidad. En un día claro ofrece una vista perfecta del bajo Manhattan. El Nudo Verdadero llegó a Hoboken el 8 de septiembre y aparcó en un solar privado que habían alquilado por diez días. Papá Cuervo cerró el trato. Guapo y sociable, aparentaba unos cuarenta años y su camiseta favorita decía ¡TENGO DON DE GENTES! No es que se la pusiera cuando negociaba para el Nudo Verdadero; para tales ocasiones vestía estrictamente de traje y corbata. Era lo que los paletos esperaban. Su nombre real era Henry Rothman, estudió derecho en Harvard (curso del 38), y siempre llevaba dinero en metálico. Los Verdaderos poseían más de mil millones de dólares repartidos en diversas cuentas por todo el mundo —varios en oro, varios en diamantes, varios en libros raros, sellos y pinturas—, pero nunca pagaban con cheque o tarjeta de crédito. Cada uno de ellos, incluidos Guisante y Vaina, que parecían niños, llevaban un fajo de billetes de diez y veinte.

Como Jimmy el Números había dicho en una ocasión, «Somos una unidad de autoservicio. Pagamos en efectivo y los paletos nos transportan». Billy era el contable del Nudo. En sus días de paleto había cabalgado una vez con una banda que llegó a ser conocida (mucho después de que su guerra terminara) como los Guerrilleros de Quantrill. Por aquel entonces había sido un muchacho alocado que llevaba un abrigo de búfalo y portaba un rifle Sharps, pero en los años transcurridos desde entonces se había moderado. En su autocaravana tenía una foto enmarcada con el autógrafo de Ronald Reagan.

En la mañana del 11 de septiembre, los Verdaderos observaron los ataques contra las Torres Gemelas desde el aparcamiento, haciendo circular entre ellos cuatro pares de prismáticos. Desde el parque Sinatra lo habrían visto mejor, pero no hacía falta que Rose les dijera que reunirse temprano podría atraer sospechas… y en los meses y años venideros Estados Unidos iba a ser una nación muy recelosa: si ves algo, di algo.

Hacia las diez de la mañana —cuando ya había una multitud congregada a lo largo de la orilla del río y era seguro—, se abrieron paso hasta el parque. Los gemelos, Guisante y Vaina, empujaban la silla de ruedas de Abuelo Flick. Éste llevaba su gorra que declaraba SOY VETERANO. Su cabello, largo, blanco y fino como el de un bebé, flotaba alrededor de la gorra como algodoncillo. Hubo una época en la que contaba a la gente que era veterano de la guerra de Cuba. Después fue la Primera Guerra Mundial. En la actualidad, era la Segunda Guerra Mundial. Dentro de otros veinte años o así, esperaba cambiar su historia a Vietnam. La verosimilitud nunca había sido un problema; Abuelo era un entusiasta de la historia militar.

El parque Sinatra estaba abarrotado. La mayoría de la gente permanecía en silencio, pero algunos lloraban. Annie la Mandiles y Susie Ojo Negro ayudaron al respecto; ambas eran capaces de llorar a voluntad. Los demás adoptaron apropiadas expresiones de pesar, solemnidad y asombro.

En conjunto, el Nudo Verdadero se integraba bien. Así era como operaban.

Los espectadores iban y venían, pero los Verdaderos se quedaron allí la mayor parte del día, que era claro y hermoso (excepto por las espesas nubes de polvo elevándose en el bajo Manhattan, claro). Permanecieron en las vías de hierro, sin hablar, solo mirando. Y respirando hondo y despacio, como turistas del Medio Oeste por primera vez en Pemaquid Point o Quoddy Head en Maine, aspirando profundas bocanadas del fresco aire marino. Como señal de respeto, Rose se quitó la chistera y la sostuvo a un lado.

A las cuatro volvieron en tropel a su base en el aparcamiento, revigorizados. Regresarían al día siguiente, y al otro, y al otro. Regresarían hasta que el vapor bueno estuviera exhausto, y entonces emprenderían de nuevo la marcha.

Para entonces, el cabello cano de Abuelo Flick habría adquirido una tonalidad gris hierro y ya no necesitaría la silla de ruedas.