Después de Wilmington, dejó de beber a diario.
Pasaba una semana, a veces dos, sin tomar nada más fuerte que refrescos bajos en calorías. Despertaba sin resaca, y eso era bueno. Despertaba sediento y abatido —anhelante—, y eso no lo era. Entonces llegaba una noche o un fin de semana. A veces el detonante era un anuncio de Budweiser en la televisión: jóvenes sanos sin rastro de barriga bebiéndose una cerveza bien fría después de un enérgico partido de voleibol. A veces era ver a un par de mujeres atractivas tomando una copa después del trabajo en la terraza de alguna agradable cafetería, un sitio con nombre francés y un montón de plantas colgantes. Las bebidas eran siempre de las que venían con sombrillitas. A veces era una canción en la radio. Una vez fue Styx cantando «Mr. Roboto». Cuando estaba en dique seco, permanecía completamente seco. Cuando bebía, bebía hasta emborracharse. Si despertaba junto a una mujer, pensaba en Deenie y en el niño de la camiseta de los Braves. Pensaba en los setenta dólares. Pensaba incluso en la manta robada que dejó abandonada en la alcantarilla. Quizá siguiera allí. En tal caso, ya habría enmohecido.
A veces se emborrachaba y faltaba al trabajo. Lo mantenían una temporada —era bueno en lo que hacía—, pero al final llegaba el día. Cuando lo despedían, decía muchas gracias y se subía a un autobús. Wilmington se convirtió en Albany y Albany dio paso a Utica. Utica se convirtió en New Paltz. New Paltz dio paso a Sturbridge, donde se emborrachó en un concierto de folk al aire libre y al día siguiente despertó en la cárcel con una muñeca rota. A continuación fue Weston y después una residencia en Martha’s Vineyard y, bueno, ese curro no duró nada. El tercer día la enfermera jefe detectó el alcohol en su aliento y el resultado fue «Adiós, muy buenas, no me gustaría ser tú». En una ocasión se cruzó en el camino del Nudo Verdadero sin percatarse, al menos en la parte superior de su mente, aunque en las profundidades —en la parte que resplandecía— notó algo. Un hedor, marchito y desagradable, como el olor a goma quemada en un tramo de autopista donde se hubiera producido un accidente momentos antes.
De Martha’s Vineyard tomó un autobús a Newburyport. Allí encontró trabajo en un hogar de veteranos que apenas importaba una mierda a casi nadie, la clase de lugar donde viejos soldados eran a veces abandonados en una silla de ruedas a la puerta de consultorios vacíos hasta que sus bolsas de orina se desbordaban. Un sitio asqueroso para los pacientes, un poco mejor para aquéllos que la cagaban con frecuencia, como él mismo, aunque Dan y unos pocos más hacían cuanto podían por los viejos soldados. Incluso ayudó a partir a un par de ellos cuando les llegó su hora. Ese empleo duró una temporada, el tiempo suficiente para que el Presidente del Saxofón cediera las llaves de la Casa Blanca al Presidente Cowboy.
Dan se emborrachó varias noches durante su estancia en Newburyport, pero siempre cuando libraba al día siguiente, así que no había problema. Después de una de estas minijuergas se despertó pensando: Por lo menos le dejé los cupones de comida. Esto le hizo recordar aquellos presentadores del concurso de la tele.
Lo siento, Deenie, has perdido, pero nadie se va con las manos vacías. ¿Qué tenemos para ella, Johnny?
Bueno, Bob, Deenie no ha ganado dinero, pero se lleva nuestro nuevo juego de mesa, varios gramos de cocaína, ¡y un gran fajo de CUPONES DE COMIDA!
Lo que ganó Dan fue un mes entero sin alcohol. Lo hizo, supuso, como una extraña forma de penitencia. Más de una vez se le ocurrió que, si hubiera sabido la dirección de Deenie, hacía tiempo que le habría enviado aquellos setenta dólares de mierda. Le habría enviado el doble si con ello hubiera podido poner fin a los recuerdos del niño de la camiseta de los Braves y la mano extendida como una estrella de mar. Pero no sabía su dirección, así que se mantenía sobrio para compensar. Fustigándose. En dique seco.
Entonces una noche pasó por delante de un establecimiento de bebidas que se llamaba Fisherman’s Rest y por la ventana divisó a una atractiva rubia sentada sola en la barra. Llevaba una falda de cuadros escoceses que le tapaba medio muslo y parecía solitaria, y él entró y resultó que estaba recién divorciada, vaya, qué lástima, y quizá le apetecería algo de compañía, y tres días más tarde despertó con el viejo agujero negro de siempre en su memoria. Acudió al centro de veteranos donde había estado fregando suelos y cambiando bombillas, esperando una oportunidad, pero nada de nada. Apenas importar una mierda a casi nadie no era exactamente lo mismo que no importar una mierda a nadie; se parecía pero no. Al marcharse con las pocas cosas que guardaba en su taquilla, recordó una vieja frase de Bobcat Goldthwaite: «Mi trabajo seguía allí, pero lo estaba haciendo otro». Así pues, subió a otro autobús, este con destino a New Hampshire, pero antes de montar compró un envase de cristal que contenía un líquido tóxico.
Se sentó atrás del todo, en el Asiento del Borracho, el situado junto al servicio. La experiencia le había enseñado que si pretendías agarrarte un pedo durante un viaje en autobús, ese asiento era el indicado. Echó mano a la bolsa de papel marrón, desenroscó el tapón del envase de cristal que contenía el líquido tóxico y percibió su olor pardusco. Ese olor podía hablar, aunque solo tenía una cosa que decir: Hola, viejo amigo.
Pensó: Suca.
Pensó: Mamá.
Pensó que Tommy ya iría al colegio. Eso suponiendo que el bueno de tío Randy no lo hubiera matado.
Pensó: El único que puede ponerle freno eres tú.
La idea se le había ocurrido muchas veces antes, pero ahora le siguió una nueva: No tienes que vivir así si no quieres. Puedes, claro… pero no tienes por qué.
Esa voz era tan extraña, tan distinta de las que intervenían en sus acostumbrados diálogos mentales, que al principio creyó que había interceptado la voz de otra persona: podía hacerlo, aunque ya raramente captaba transmisiones sin invitación. Había aprendido a acallarlas. No obstante, recorrió el pasillo con la mirada, estaba casi seguro de que vería a alguien observándole. Nadie lo miraba. La gente dormía, hablaba con su compañero de viaje o contemplaba el día gris de Nueva Inglaterra.
No tienes que vivir así si no quieres.
Ojalá fuera cierto. Sin embargo, enroscó el tapón de la botella y la dejó en el asiento de al lado. La cogió dos veces. La primera vez volvió a dejarla donde estaba. La segunda vez metió la mano dentro de la bolsa y desenroscó el tapón, pero en ese momento el autobús paró en el área de bienvenida a New Hampshire nada más cruzar la frontera del estado. Dan desfiló hacia el Burger King con el resto de los pasajeros y solo se detuvo el tiempo necesario para tirar la bolsa de papel en un contenedor de basura. Estampadas en un lado del cubo verde se leían las palabras SI YA NO LO NECESITA, DÉJELO AQUÍ.
Estaría bien, ¿no?, pensó Dan, oyendo el choque al caer. Dios, sí que estaría bien.
Una hora y media más tarde, el autobús pasó junto a una señal que decía ¡BIENVENIDOS A FRAZIER, DONDE HAY UNA RAZÓN PARA CADA ESTACIÓN! Y, debajo, ¡HOGAR DE LA VILLA TEENYTOWN!
El autobús se detuvo en el Centro Comunitario de Frazier para recoger a más pasajeros, y desde el asiento vacío al lado de Dan, donde la botella había descansado durante la primera parte del viaje, Tony le habló. Era esta una voz que Dan reconoció, aunque Tony no se había manifestado con tanta claridad desde hacía años.
(éste es el sitio)
Es tan bueno como cualquier otro, pensó Dan.
Agarró su macuto de lona de la rejilla superior y bajó. Parado en la acera, observó cómo el autobús se alejaba. Hacia el oeste, las Montañas Blancas serraban el horizonte. En todos sus vagabundeos había evitado las montañas, especialmente los monstruos dentados que dividían el país en dos. Pensó: Al final he vuelto a una región alta. Supongo que siempre lo supe. Sin embargo, esas montañas eran más suaves que las que en ocasiones todavía rondaban sus sueños, y creyó que podría vivir con ellas, al menos por una temporada. Eso si conseguía dejar de pensar en el niño de la camiseta de los Braves, claro. Si conseguía dejar de beber. Llegaba un momento en que uno se daba cuenta de que seguir moviéndose era inútil. Que uno carga consigo mismo allá adonde vaya.
Una ráfaga de nieve, fina como el encaje de un vestido de novia, danzó en el aire. Vio que las tiendas alineadas a lo largo de la amplia calle principal estaban pensadas para los esquiadores que llegaban en diciembre y los veraneantes que llegaban en junio. Probablemente habría también turistas que iban allí a mirar la caída de las hojas en septiembre y octubre, pero ahora el asunto era qué pasaba en primavera en la Nueva Inglaterra septentrional, ocho crispadas semanas cromadas de frío y humedad. Por lo visto, Frazier aún no había determinado una razón para esta estación, porque la avenida principal —Cranmore Avenue— se hallaba más bien desierta.
Dan se echó el macuto al hombro y se encaminó hacia el norte. Se detuvo delante de una verja de hierro forjado a contemplar una casa victoriana flanqueada a ambos lados por dos edificios más recientes de ladrillo. Estaban conectados a la construcción principal por corredores cubiertos. En el lado izquierdo de la mansión se erguía un torreón, pero no así en el derecho, lo que le daba un aspecto curiosamente desequilibrado que en cierto modo le gustó. Era como si esa gran anciana estuviera diciendo: Sí, una parte de mí se derrumbó, pero qué cojones. Algún día también te pasará a ti. Empezó a sonreír. De pronto se le congeló la sonrisa.
Tony se encontraba en la ventana de la habitación del torreón, observándole. Vio que Dan alzaba la mirada y le saludó con la mano. El mismo saludo solemne que Dan recordaba de su infancia, cuando Tony se presentaba a menudo. Dan cerró los ojos y al poco los abrió. Tony se había ido. Quizá nunca estuvo ahí, ¿cómo podría estar ahí? La ventana estaba entablada.
El letrero en el jardín, letras doradas sobre un fondo verde del mismo tono que la casa, decía: RESIDENCIA HELEN RIVINGTON.
Tienen un gato, pensó. Una gata gris llamada Audrey.
Resultó ser en parte correcto y en parte erróneo. Había un felino, sí, y de color gris, pero era un macho castrado y no se llamaba Audrey.
Dan se quedó mirando el letrero un buen rato —el suficiente para que las nubes se abrieran y enviaran un haz bíblico de luz— y después continuó caminando. Aunque el sol brillaba ahora lo bastante como para arrancar destellos cromados de los pocos vehículos aparcados en batería delante del Olympia Sports y del Fresh Day Spa, la nieve seguía arremolinándose, lo que le llevó a recordar algo que su madre le había dicho en una primavera con condiciones semejantes, tiempo atrás, cuando vivían en Vermont: El diablo está azotando a su mujer.
A un par de manzanas de la residencia de cuidados paliativos, Dan volvió a pararse. Frente al edificio del Ayuntamiento se hallaba el parque público de Frazier. En menos de una hectárea de extensión, casi media de césped que apenas empezaba a verdecer, había un quiosco de música, un campo de softball, media pista pavimentada de baloncesto, mesas de picnic, incluso un minigolf. Todo muy bonito, pero lo que le interesaba era un cartel en el que se leía:
VISITEN TEENYTOWN
LA «PEQUEÑA MARAVILLA» DE FRAZIER
¡NO SE PIERDAN SU FERROCARRIL!
No hacía falta ser un genio para ver que Teenytown era una reproducción en miniatura de Cranmore Avenue. Estaba la iglesia metodista por la que había pasado, con su campanario alzándose a más de dos metros de altura; estaba el Music Box Theater; la heladería Spondulicks; la librería Mountain Books; la tienda de ropa Shirts & Stuff; la Galería Frazier, Especialistas en Bellas Artes. Incluía también una miniatura perfecta, a la altura de la cintura, de la Residencia Helen Rivington y su único torreón, aunque los dos edificios de ladrillo a los lados se habían omitido. Tal vez, especuló Dan, porque eran feos como el culo, más si los comparabas con la pieza central.
Más allá de Teenytown había un tren en miniatura con la leyenda FERROCARRIL TEENYTOWN pintada en unos vagones que seguramente serían demasiado pequeños para acoger a nadie mayor que un niño de uno o dos años. Un penacho de humo salía de la chimenea de una locomotora rojo brillante del tamaño de una motocicleta Honda Gold Wing. Pudo oír el rumor de un motor diésel. Estampado en el costado de la máquina, con anticuadas letras doradas despintadas, el nombre HELEN RIVINGTON. La mecenas de la ciudad, supuso Dan. En algún lugar de Frazier probablemente habría también una calle en su honor.
Permaneció donde estaba durante unos instantes, aunque el sol se había ocultado de nuevo y el día se había vuelto más frío, hasta el punto de que podía ver su aliento. De niño siempre había querido un tren eléctrico y nunca tuvo uno. En Teenytown había una versión jumbo que encantaría a niños de todas las edades.
Se cambió el macuto al otro hombro y cruzó la calle. Volver a oír a Tony —y verlo— resultaba perturbador, pero en ese instante se alegraba de haberse detenido allí. Quizá ése fuera el lugar que había estado buscando, el lugar donde hallaría por fin una manera de enderezar una vida peligrosamente torcida.
Uno carga consigo mismo allá adonde vaya.
Empujó el pensamiento al interior de un armario mental, una habilidad que dominaba. Había toda clase de cosas en ese armario.
Un carenado rodeaba la locomotora por ambos lados, pero divisó una banqueta bajo un alero de la estación de Teenytown, la arrimó y se subió en ella. La cabina del maquinista contaba con dos asientos ergonómicos tapizados en piel de oveja. Dan pensó que tenían pinta de proceder del desguace de un viejo muscle car de Detroit. Los paneles y controles también parecían piezas modificadas de automóviles, con la excepción de una anticuada palanca de cambios con forma de Z que sobresalía del suelo. No había ningún patrón de marchas; el puño original se había reemplazado por una calavera sonriente con un pañuelo rojo que años de manoseo habían descolorido hasta un pálido rosa. La mitad superior del volante estaba recortada, de manera que lo que quedaba parecía el timón de un aeroplano ligero. Pintado de negro en el tablero de mandos, desvaído pero legible, había un aviso: VELOCIDAD MÁXIMA 65 NO REBASAR.
—¿Te gusta? —La voz provenía justo de detrás de él.
Dan giró en redondo, casi se cae de la banqueta al hacerlo. Una mano grande y curtida lo impidió asiéndolo por el antebrazo. Era un individuo que aparentaba cincuenta y muchos o sesenta y pocos, llevaba una chaqueta vaquera forrada de borrego y una gorra de caza roja de cuadros con las orejeras bajadas. En la mano libre sostenía una caja de herramientas con una etiqueta de Dymo en la tapa en la que ponía PROPIEDAD DEL AYUNTAMIENTO DE FRAZIER.
—Eh, lo siento —dijo Dan, bajando de la banqueta—. No quería…
—No pasa nada. La gente se para a mirar a todas horas. La mayoría son aficionados a las maquetas de trenes. Para ellos es como un sueño hecho realidad. No dejamos que se acerquen en verano, cuando esto está abarrotado y el Riv circula cada hora o así, pero en esta época del año solo estoy yo. Y no me importa. —Le tendió la mano—. Billy Freeman. Servicio municipal de mantenimiento. El Riv es mi niña.
Dan estrechó la mano que le ofrecía.
—Dan Torrance.
Billy Freeman se fijó en el macuto.
—Imagino que acabas de bajar del autocar. ¿O viajas a dedo?
—En autobús —aclaró Dan—. ¿Qué motor tiene ese trasto?
—Bueno, eso es interesante. Seguramente nunca has oído hablar del Chevrolet Veraneio.
No, pero de todos modos lo conocía. Porque Freeman lo conocía. Dan no creía haber experimentado un destello tan nítido en años. Trajo consigo un fantasma de gozo que se remontaba a su primera infancia, antes de descubrir lo peligroso que el resplandor podía ser.
—Un modelo brasileño del Suburban, ¿no? Turbodiésel.
Las pobladas cejas de Freeman se arquearon de súbito y el hombre sonrió.
—¡Sí, señor! Casey Kingsley, el jefe, lo compró en una subasta el año pasado. Es una máquina. Tira como un cabrón. El panel de instrumentos también es de un Suburban. Los asientos los puse yo mismo.
El resplandor se estaba apagando, pero Dan captó un último detalle.
—De un GTO Judge.
Freeman sonrió satisfecho.
—Correcto. Los encontré en un basurero en la carretera de Sunapee. La palanca de cambios es de un Mack de 1961. Nueve velocidades. Está bien, ¿eh? ¿Buscas trabajo o solo mirabas?
Dan parpadeó ante el repentino cambio de rumbo en la conversación. ¿Buscaba trabajo? Suponía que sí. La residencia por la que había pasado en su deambular por Cranmore Avenue sería el lugar lógico por donde empezar, y pensó —ignoraba si era el resplandor o una intuición normal y corriente— que necesitarían personal, pero no estaba seguro de querer ir allí en ese momento. Ver a Tony en la ventana del torreón le había perturbado.
Además, Danny, querrás distanciarte un poco más de la última vez que bebiste antes de presentarte allí para solicitar empleo. Aunque lo único que te ofrezcan sea pasar la mopa en el turno de noche.
La voz de Dick Hallorann. Dios santo. Dan llevaba mucho tiempo sin pensar en Dick. Quizá desde Wilmington.
Con la llegada del verano —una estación para la que sin duda Frazier tenía una razón— en la ciudad se contrataría a gente para toda clase de tareas. Pero si tenía que elegir entre un Chili’s en el centro comercial y Teenytown, desde luego optaría por el pueblo en miniatura. Abrió la boca para contestar a la pregunta de Freeman, pero Hallorann se le adelantó antes de que pudiera hablar.
Estás acercándote a los treinta, pequeño. Puede que se te estén agotando las oportunidades.
Entretanto, Billy Freeman le observaba con descarada y genuina curiosidad.
—Sí —dijo Dan—. Busco trabajo.
—El trabajo en Teenytown no duraría mucho tiempo, ¿sabes? En cuanto llega el verano y termina el colegio, el señor Kingsley contrata a gente de aquí, la mayoría de entre dieciocho y veintidós años. Es lo que quieren los concejales. Además, los chavales salen baratos. —Sonrió, revelando la ausencia de un par de dientes—. De todas formas, hay lugares peores para ganarse unos pavos. Trabajar al aire libre no parece tan bueno hoy, pero este frío ya no durará mucho.
No, no duraría. Lonas impermeabilizadas cubrían gran cantidad de elementos del parque, pero pronto se retirarían y quedaría a la vista la superestructura del veraneo de pueblo: puestos de perritos calientes, carritos de helados, algo circular que a Dan le pareció un tiovivo. Y estaba el tren, por supuesto, el de los vagones diminutos y el potente motor turbodiésel. Si se mantenía alejado de la bebida y demostraba ser digno de confianza, Freeman o el jefe —Kingsley— tal vez le dejaran conducir la locomotora un par de veces. Eso le gustaría. Más adelante, cuando el ayuntamiento contratara a los chicos del pueblo, le quedaría la residencia de cuidados paliativos.
Si decidía quedarse, claro.
Más vale que te quedes en algún sitio, dijo Hallorann; por lo visto, era el día de Dan para oír voces y ver visiones. Más vale que te quedes en algún sitio pronto, o no podrás quedarte en ninguna parte.
Se sorprendió a sí mismo riéndose.
—Suena muy bien, señor Freeman. Suena realmente bien.
—¿Tienes experiencia en mantenimiento de parques? —preguntó Billy Freeman.
Caminaban despacio junto al tren. Los techos de los vagones le llegaban a Dan a la altura del pecho, lo que hacía que se sintiera como un gigante.
—Sé sembrar, plantar y pintar. Soy capaz de manejar un soplador de hojas y una motosierra. Puedo arreglar motores pequeños si el problema no es demasiado complicado. Y podría conducir un cortador de césped sin atropellar a ningún niño. El tren, bueno… no sé.
—Para eso necesitarías una autorización de Kingsley. Por el seguro y toda esa mierda. Escucha, ¿tienes referencias? El señor Kingsley no te contratará si no tienes.
—Algunas. He trabajado sobre todo de conserje y de celador de hospital. Señor Freeman…
—Llámame Billy.
—Este tren no parece que pueda llevar pasajeros, Billy. ¿Dónde se sientan?
Billy sonrió.
—Espera aquí. A ver si esto te parece tan divertido como a mí. Yo nunca me canso.
Freeman regresó a la locomotora y se inclinó dentro. El motor, que había estado funcionando perezosamente al ralentí, empezó a revolucionar y a expulsar rítmicos chorros de humo oscuro. Un silbido hidráulico recorrió el Helen Rivington. De pronto los techos de los vagones de pasajeros y del furgón de cola amarillo —nueve coches en total— empezaron a levantarse. Dan pensó en las capotas de nueve descapotables idénticos subiendo al mismo tiempo. Se agachó para mirar por las ventanas y vio asientos de plástico duro a lo largo del centro de cada coche: seis en los vagones de pasajeros y dos en el furgón de cola. Cincuenta en total.
Cuando Billy regresó, Dan sonreía con ganas.
—Tu tren debe de tener una pinta muy rara cuando está lleno de pasajeros.
—Oh, sí. La gente se descojona y no para de sacar fotos. Mira, te lo enseñaré.
Había un escalón de acero al final de cada vagón. Billy subió a uno, avanzó por el pasillo y se sentó. Una peculiar ilusión óptica le dotó de proporciones míticas. Saludó pomposamente a Dan, y este pudo imaginarse a cincuenta gigantes de Brobdingnag, convirtiendo en liliputiense el tren en que viajaban, abandonando majestuosos la estación de Teenytown.
Cuando Billy Freeman se levantó y se apeó del vagón, Dan aplaudió.
—Supongo que venderás algo así como un millón de postales entre el Homenaje a los Caídos y el día del Trabajo.
—Puedes apostarte el culo. —Billy rebuscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó un maltratado paquete de cigarrillos Duke (una marca barata que Dan conocía bien, vendida en estaciones de autobuses y tiendas de conveniencia de toda Norteamérica) y se lo tendió. Dan cogió uno y Billy le dio fuego.
—Más vale que lo disfrute mientras pueda —comentó Billy mirando su pitillo—. Dentro de no muchos años prohibirán fumar aquí. La Asociación de Mujeres de Frazier ya habla de ello. Si te interesa mi opinión, no son más que un puñado de viejas, pero ya sabes lo que dicen: la mano que mece la jodida cuna es la mano que domina el jodido mundo. —Expulsó el humo por la nariz—. Aunque, bueno, la mayoría de ellas no ha mecido una cuna desde que Nixon era presidente. Ni ha necesitado un Tampax, ya puestos.
—Es posible que no sea tan malo —dijo Dan—. Los niños copian lo que ven en sus mayores.
Pensó en su padre. Lo único que a Jack Torrance le gustaba más que una copa, había dicho su madre no mucho antes de morir, era una docena de copas. Claro que a Wendy lo que le gustaba era fumar, y fumar la había matado. En otro tiempo Dan se prometió que jamás caería en ese vicio. Había llegado a creer que la vida era una sucesión de irónicas emboscadas.
Billy Freeman le observaba, con un ojo entornado, prácticamente cerrado.
—A veces tengo intuiciones acerca de la gente, y contigo me ha pasado. —Hablaba con el característico acento de Nueva Inglaterra—. La tuve antes de que te dieras la vuelta y te viera la cara. Creo que podrías ser la persona indicada para la limpieza de primavera que tengo prevista de aquí a finales de mayo. Ésa es mi impresión, y confío en mi instinto. Seguramente será una locura.
A Dan no le pareció en absoluto una locura, y ahora entendía por qué había captado los pensamientos de Billy Freeman con tanta claridad, y sin intentarlo siquiera. Se acordó de algo que Dick Hallorann le había dicho en una ocasión; Dick, que había sido su primer amigo adulto. Mucha gente tiene un poco de lo que yo llamo «el resplandor», pero en la mayoría de los casos solo es una chispa, la clase de intuición que les permite saber qué canción van a pinchar en la radio o que el teléfono va a sonar muy pronto.
Billy Freeman poseía esa pequeña chispa. Ese destello.
—Supongo que es con ese Cary Kingsley con quien hay que hablar, ¿no?
—Casey, no Cary. Pero sí, él es tu hombre. Dirige los servicios municipales de este pueblo desde hace veinticinco años.
—¿Cuándo sería un buen momento?
—Pues yo diría que ahora mismo. —Billy señaló con la mano—. Ese montón de ladrillos al otro lado de la calle es el Ayuntamiento de Frazier. El señor Kingsley estará en el sótano, al final del pasillo. Sabrás que has llegado cuando oigas música disco saliendo del techo. En el gimnasio, los martes y los jueves hay clase de aerobic para mujeres.
—De acuerdo —dijo Dan—, pues eso voy a hacer.
—¿Llevas encima tus referencias?
—Sí. —Dan dio una palmada a su macuto, que había apoyado en la estación de Teenytown.
—Y no las has escrito tú mismo ni nada, ¿no?
Danny sonrió.
—No, son auténticas.
—Entonces ve a por él, tigre.
—Vale.
—Una cosa más —dijo Billy cuando Dan empezaba a alejarse—. Odia a muerte el alcohol. Si eres bebedor y te pregunta, te aconsejo que… mientas.
Dan asintió con la cabeza y levantó la mano para mostrar que entendía. Ésa era una mentira que ya había contado antes.
A juzgar por su nariz surcada de venas, Casey Kingsley no siempre había odiado a muerte el alcohol. Era un hombre grande que más que ocupar su pequeño y atestado despacho lo llevaba puesto. En ese momento, recostado en la butaca tras su escritorio, hojeaba las referencias de Dan, que guardaba pulcramente en una carpeta azul. La cabeza de Kingsley casi tocaba el travesaño inferior de un sencillo crucifijo de madera colgado en la pared junto a una fotografía enmarcada de su familia. En la imagen, un Kingsley más joven y delgado posaba con su esposa y sus tres hijos en bañador en una anónima playa. A través del techo, solo ligeramente amortiguado, llegaba el sonido de los Village People cantando «YMCA» acompañado del entusiasta taconeo de numerosos pies. Dan pensó en un gigantesco ciempiés que hubiera ido recientemente a la peluquería local y llevara leotardos rojos de unos nueve metros de largo.
—Ajá —dijo Kingsley—. Ajá… sí… bien, bien, bien…
Había un tarro de cristal lleno de caramelos en una esquina de la mesa. Sin alzar la vista del delgado legajo de referencias de Dan, quitó la tapa, pescó uno y se lo echó a la boca.
—Sírvase —dijo.
—No, gracias —respondió Dan.
Un insólito pensamiento le vino a la mente. En otro tiempo su padre habría estado sentado en una estancia similar a ésa, mientras lo entrevistaban para el puesto de vigilante en el Hotel Overlook. ¿En qué habría pensado? ¿En que necesitaba realmente un empleo? ¿En que era su última oportunidad? Quizá. Seguramente. Aunque, claro, Jack Torrance había sido rehén del destino. Dan no. Podría continuar vagando durante una temporada si esto no salía bien. O probar suerte en la residencia de cuidados paliativos. Pero… le gustaba el parque. Le gustaba el tren, que confería a los adultos el aspecto de Goliat. Le gustaba Teenytown, que era ridículo y alegre, y de algún modo valiente dentro de la prepotencia propia de los pueblos de Norteamérica. Y le gustaba Billy Freeman, que poseía una pizca de resplandor y probablemente no lo sabía.
En el piso de arriba, «I Will Survive» de Gloria Gaynor sustituyó a «YMCA». Como si hubiera estado esperando a una nueva canción, Kingsley devolvió las referencias de Dan al interior de la carpeta y las deslizó al otro lado de la mesa.
Me va a rechazar.
Sin embargo, tras un día de intuiciones certeras, ésta erró por completo.
—Son excelentes, pero me parece que usted se sentiría más a gusto trabajando en el Hospital Central de New Hampshire o en el centro de cuidados paliativos aquí en el pueblo. Hasta es posible que esté cualificado para trabajar en Home Helpers…, veo que tiene experiencia en medicina y primeros auxilios. Sabe cómo arreglárselas con un desfibrilador, según sus papeles. ¿Ha oído hablar de Home Helpers?
—Sí, y también pensé en la residencia de cuidados paliativos. Pero entonces vi el parque, y Teenytown, y el tren.
Kingsley gruñó.
—Y seguro que no le importaría tener algún turno a los mandos, ¿verdad?
Dan mintió sin titubeos.
—No, señor, creo que eso no me atrae mucho. —Admitir que le gustaría sentarse en el asiento del GTO desvalijado y posar sus manos en el volante recortado habría derivado casi con toda certeza en una charla sobre su carnet de conducir, después en una discusión acerca de cómo lo había perdido, y al cabo en una invitación para abandonar el despacho del señor Casey Kingsley en el acto—. Soy más de rastrillar y cortar el césped.
—También es más de empleos de corta duración, por lo que he visto en sus papeles.
—Pronto me estableceré en algún sitio. Ya he satisfecho en gran medida mi espíritu viajero, creo. —Se preguntó si a Kingsley aquello le parecería una chorrada tan grande como se lo parecía a él.
—Un empleo temporal es lo único que puedo ofrecerle —dijo Kingsley—. Una vez que llegue el verano y cierren los colegios…
—Billy me lo ha comentado. Si decido quedarme cuando llegue el verano, probaré en la residencia. De hecho, es posible que solicite un puesto antes, a menos que usted prefiera lo contrario.
—Me da igual una cosa que otra. —Kingsley le dirigió una mirada curiosa—. ¿Las personas moribundas no le incomodan?
Tu madre murió allí, pensó Danny. Al parecer, el resplandor no se había ido, después de todo; ni siquiera estaba oculto. Le estabas cogiendo la mano cuando partió. Se llamaba Ellen.
—No —respondió. A continuación, sin motivo alguno, añadió—: Todos somos moribundos. El mundo no es más que una residencia de cuidados paliativos con aire fresco.
—Encima, filósofo. Bueno, señor Torrance, creo que le voy a contratar. Confío en el buen juicio de Billy, que muy rara vez se equivoca con la gente. Tan solo no llegue tarde, no llegue borracho, y no llegue con los ojos rojos y oliendo a hierba. Si pasa cualquiera de estas cosas, le pongo de patitas en la calle y carretera y manta, porque la Residencia Rivington no querrá saber nada de usted, yo me encargaría de ello. ¿Está claro?
Dan sintió una punzada de resentimiento
(menudo empleaducho engreído)
pero la suprimió. Era el terreno de juego de Kingsley y su pelota.
—Como el agua.
—Puede empezar mañana, si le viene bien. Hay muchas casas de huéspedes en la ciudad. Haré un par de llamadas si quiere. ¿Puede permitirse pagar noventa dólares a la semana hasta que cobre el primer cheque?
—Sí. Gracias, señor Kingsley.
Éste agitó una mano.
—Mientras tanto, le recomiendo el Red Roof Inn. Lo regenta mi ex cuñado, y le hará un buen precio. ¿Le parece?
—Me parece.
Todo había sucedido con notable celeridad, como cuando se está terminando un complicado rompecabezas de mil piezas. Dan se dijo que no confiara en la sensación.
Kingsley se levantó. Era un hombre grande y fue un proceso lento. Dan también se puso en pie, y cuando Kingsley le tendió un jamón de mano sobre la atestada mesa, Dan se la estrechó. Desde el piso de arriba llegaba ahora el sonido de KC and The Sunshine Band diciéndole al mundo que así era como les gustaba, oh-ho, ah-ha.
—Odio esa mierda de bailes —dijo Kingsley.
No, no es eso, pensó Danny. Lo que pasa es que te recuerdan a tu hija, la que ya no viene mucho por aquí porque todavía no te ha perdonado.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Kingsley—. Está un poco pálido.
—Solo cansado. Ha sido un viaje largo en autobús.
El resplandor había regresado, y con intensidad. La pregunta era: ¿por qué ahora?
A los tres días de empezar a trabajar en el parque, días que Dan dedicó a pintar el quiosco de música y a barrer las últimas hojas muertas, Kingsley cruzó tranquilamente Cranmore Avenue y le informó de que tenía una habitación en Eliot Street, si le interesaba. Incluía cuarto de baño privado, con bañera y ducha. Ochenta y cinco a la semana. A Dan le interesaba.
—Pásate por allí a la hora del almuerzo —dijo Kingsley—. Pregunta por la señora Robertson. —Le apuntó con un dedo que mostraba las primeras nudosidades de la artritis—. Y no la cagues, muchacho, porque es una vieja amiga mía. Recuerda que respondo por ti basándome en unos documentos bastante escasos y la intuición de Billy Freeman.
Dan le aseguró que no la cagaría, pero la sinceridad adicional que procuró inyectar a su voz sonó fingida hasta a sus propios oídos. Volvió a pensar en su padre, obligado a suplicar trabajos a un viejo amigo rico después de perder su puesto de profesor en Vermont. A Dan le resultaba extraño compadecerse de él, cuando casi le había matado, pero la compasión estaba allí. ¿Consideró alguien que era necesario decirle a su padre que no la cagara? Probablemente. Aunque, por supuesto, Jack Torrance la había cagado de todas formas. De manera espectacular. Cinco estrellas. La bebida había contribuido, sin duda, pero cuando estás por los suelos, algunos individuos parecen sentir el impulso de pisotearte la espalda y plantarte un pie en la nuca en lugar de ayudarte a sostenerte. Es una mierda, pero constituye una parte sustancial de la naturaleza humana. Claro que, cuando te codeas con los perros de los bajos fondos, principalmente encuentras dientes, garras y gilipollas.
—Y a ver si Billy te consigue unas botas de tu talla. Tiene como una docena de pares almacenados en el cobertizo de herramientas, aunque la última vez que miré solo la mitad emparejaban.
El día era soleado; el aire, cálido. Dan, que trabajaba en vaqueros y una camiseta de los Blue Sox de Utica, observó el cielo prácticamente despejado y luego retornó la mirada a Casey Kingsley.
—Sí, ya sé lo que parece, pero ésta es una región montañosa, muchacho. La NOAA pronostica que va a entrar una tormenta por el norte y que caerán treinta centímetros. No durará mucho… la gente de New Hampshire llama «fertilizante del pobre» a la nieve de primavera… pero habrá también un vendaval. Eso dicen. Espero que sepas usar un soplador de nieve igual de bien que uno de hojas. —Hizo una pausa—. Además, espero que andes bien de la espalda, porque mañana tú y Billy tendréis que recoger un montón de ramas rotas. Y es posible que también algunos árboles caídos. ¿Sabes manejar una motosierra?
—Sí, señor —dijo Dan.
—Bien.
Dan y la señora Robertson alcanzaron un acuerdo amigable; ella incluso le ofreció un sándwich vegetal y una taza de café en la cocina común. Lo aceptó, esperando las habituales preguntas sobre qué asuntos le habían traído a Frazier y dónde había estado antes. Resultó refrescante que no hubiera ninguna. Le preguntó en cambio si disponía de tiempo para ayudarla a cerrar los postigos de las ventanas de la planta baja por si de verdad había lo que ella denominó «una tromba de viento». Dan accedió. Su vida no se guiaba por muchos lemas, pero uno era llevarse bien con la casera; nunca sabías cuándo tendrías que solicitar una prórroga en el pago del alquiler.
De regreso en el parque, Billy le esperaba con una lista de tareas. El día anterior los dos habían retirado las lonas de los columpios infantiles. Esa tarde volvieron a ponerlas y cerraron bien los diversos puestos y concesiones. El último trabajo del día consistió en aparcar el Riv en su hangar. Después se sentaron a fumar en un par de sillas plegables junto a la estación de Teenytown.
—Te diré algo, Danno —comentó Billy—. Aquí tienes a un trabajador que está para el arrastre.
—No eres el único.
Sin embargo se sentía bien. Notaba un hormigueo por sus músculos y se encontraba ágil. Había olvidado lo bueno que podía ser el trabajo al aire libre cuando no tenías que quitarte una resaca de encima.
El cielo se había velado de nubes. Billy alzó la vista y lanzó un suspiro.
—Por Dios, espero que ni nieve ni el viento sople tan fuerte como dice la radio, pero no caerá esa breva. Te he encontrado unas botas. No parecen gran cosa, pero por lo menos casan.
Dan se llevó las botas cuando cruzó el pueblo hasta su nuevo alojamiento. Para entonces, el viento arreciaba y el día era cada vez más oscuro. Por la mañana parecía que se encontraran a las puertas del verano. Esa noche el aire estaba impregnado de una humedad heladora que presagiaba nieve. Las calles laterales se hallaban desiertas, y las casas, cerradas a cal y canto.
Dan dobló la esquina de Morehead Street con Eliot y se detuvo. Volando por la acera, acompañado por el esquelético retozar de las hojas otoñales del año anterior, el viento impulsaba un maltrecho sombrero de copa, como el que llevaría un mago. O quizá un actor en una antigua comedia musical, pensó. Mirarlo le provocó frío en los huesos, porque no estaba allí. En realidad no.
Cerró los ojos, contó despacio hasta cinco, con el viento azotando las perneras de sus vaqueros contra sus espinillas, y volvió a abrirlos. Las hojas seguían allí, pero el sombrero no. Había sido el resplandor, que había producido una de sus vívidas, inquietantes y generalmente absurdas visiones. Siempre era más fuerte cuando había pasado algún tiempo sobrio, pero nunca tanto como desde que llegó a Frazier. Era como si el aire ahí fuese diferente. Más conductivo a esas extrañas transmisiones desde el Planeta Dondequiera. Especial.
Especial del mismo modo que el Overlook.
—No —dijo en voz alta—. No, no me lo creo.
Unas copas y todo desaparecerá, Danny. ¿Eso te lo crees?
Por desgracia, sí.
La pensión de la señora Robertson era una laberíntica casa de estilo colonial, y la habitación de Dan en el tercer piso ofrecía una vista de las montañas al oeste. Un paisaje del que bien habría podido prescindir. Sus recuerdos del Overlook se habían degradado a un nebuloso gris en el transcurso de los años, pero mientras desempaquetaba sus pocas pertenencias, un recuerdo afloró… emergió, en cierta manera, como un nauseabundo elemento orgánico (el cuerpo en descomposición de un animal pequeño, digamos) subiendo a la superficie de un profundo lago.
Al atardecer tuvo lugar la primera nevada de verdad. Nos quedamos mirando en el porche de aquel viejo hotel vacío, papá en el centro, mamá a un lado, yo al otro. Papá nos rodeaba con los brazos. Entonces todo iba bien. Entonces no bebía. Al principio, la nieve caía en líneas perfectamente rectas, pero luego se levantó viento y empezó a hacerlo de lado, acumulándose en los laterales del porche y cubriendo esos…
Intentó bloquearlo, pero surgió.
… esos setos con forma de animales. Ésos que a veces se movían cuando no los mirabas.
Se apartó de la ventana, tenía la piel de gallina. Se había comprado un sándwich en la tienda Red Apple y planeaba comérselo mientras comenzaba a leer el libro de bolsillo de John Sandford que también había conseguido en Red Apple, pero tras unos bocados envolvió de nuevo el bocadillo y lo dejó en el alféizar de la ventana, donde se mantendría frío. Quizá comiera el resto más tarde, aunque dudaba que esa noche siguiera despierto mucho después de las nueve; si conseguía avanzar cien páginas en la lectura, sería todo un logro.
Fuera, el viento continuaba arreciando. De vez en cuando lanzaba espeluznantes aullidos bajo los aleros que le hacían levantar la vista del libro. Hacia las ocho y media empezó a nevar. La nieve, húmeda y gruesa, cubrió rápidamente la ventana y tapó la vista de las montañas. En cierto sentido, eso fue peor. La nieve también había bloqueado las ventanas del Overlook. Primero solo las de la planta baja… luego las del segundo piso… y finalmente las del tercero.
Entonces habían quedado sepultados con los muertos vivientes.
Mi padre pensaba que lo harían director. Lo único que debía hacer era mostrar su lealtad… entregándoles a su hijo.
—Su unigénito —murmuró Dan, y seguidamente miró alrededor como si alguien más hubiera hablado… y, en efecto, no se sentía solo. No del todo. El viento volvió a aullar contra el costado del edificio y se estremeció.
No es demasiado tarde para bajar otra vez a la Red Apple. Pilla una botella de algo y manda a dormir a todos esos desagradables pensamientos.
No. Iba a leer el libro. Lucas Davenport llevaba el caso, y él iba a leer el libro.
Lo cerró a las nueve y cuarto y se tumbó en la cama. No podré dormir, pensó. Con el viento gritando así, imposible.
Pero se durmió.
Sentado en la boca de la alcantarilla, miraba una pendiente cubierta de maleza a la orilla del río Cape Fear y el puente que lo cruzaba. Era una noche clara de luna llena. No había viento, ni nieve. Y el Overlook no estaba. Aunque no hubiera ardido hasta los cimientos durante el mandato del Presidente Cultivador de Cacahuetes, se hallaría a más de mil quinientos kilómetros de allí. Entonces, ¿por qué se sentía tan aterrado?
Porque no estaba solo, ésa era la razón. Había alguien detrás de él.
—¿Quieres un consejo, Osito?
La voz sonaba líquida, temblorosa. Dan sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Tenía las piernas aún más frías y la piel de gallina. Veía aquellos bultitos porque llevaba pantalones cortos. Claro que llevaba pantalones cortos. Quizá su cerebro fuera el de un hombre adulto, pero en el momento actual descansaba sobre los hombros de un niño de cinco años.
Osito. ¿Quién…?
Pero lo sabía. Le había dicho a Deenie cómo se llamaba, pero ella en vez de por su nombre le había llamado Osito.
Eso no lo recuerdas y, además, esto es solo un sueño.
Por supuesto que lo era. Estaba en Frazier, New Hampshire, durmiendo mientras una ventisca de primavera aullaba en el exterior de la casa de huéspedes de la señora Robertson. Aun así, parecía más prudente no volverse. Y más seguro, eso también.
—Nada de consejos —dijo, mirando el río y la luna llena—. Ya he recibido consejos de expertos. Los bares y las barberías están repletos de ellos.
—Mantente alejado de la mujer del sombrero, Osito.
¿Qué sombrero?, podría haber preguntado, pero, en serio, ¿por qué molestarse? Sabía a qué sombrero se refería porque lo había visto volando por la acera. Negro como el pecado por fuera, forrado de seda blanca por dentro.
—Es la Reina Arpía del Castillo del Infierno. Si te enfrentas a ella, se te comerá vivo.
Volvió la cabeza. No pudo evitarlo. Deenie estaba sentada a su espalda en la alcantarilla, con la manta del vagabundo alrededor de sus hombros desnudos. Tenía el cabello aplastado contra las mejillas. Su rostro, abotargado, goteaba. Sus ojos miraban empañados. Estaba muerta, probablemente llevara años en su tumba.
No eres real, intentó decir Dan, pero no brotó palabra alguna. Volvía a tener cinco años, Danny tenía cinco años, el Overlook estaba reducido a cenizas, pero ahí había una mujer muerta, una mujer a la que había robado.
—No pasa nada —dijo ella. Una voz burbujeante surgiendo de una garganta hinchada—. Vendí la coca. La mezclé antes con un poco de azúcar y saqué doscientos. —Sonrió y brotó agua entre sus dientes—. Me gustabas, Osito. Por eso he venido a avisarte. Mantente alejado de la mujer del sombrero.
—Cara falsa —dijo Dan… pero era la voz de Danny, la aguda, frágil, cantarina voz de un niño—. Cara falsa, no estás ahí, no eres real.
Cerró los ojos como los había cerrado tantas veces cuando veía cosas horribles en el Overlook. La mujer empezó a gritar, pero él no pensaba abrir los ojos. Los gritos continuaron, elevándose y cayendo, y se dio cuenta de que era el aullido del viento. Ni estaba en Colorado ni estaba en Carolina del Norte. Estaba en New Hampshire. Había tenido una pesadilla, pero el sueño había terminado.
Según su Timex, eran las dos de la madrugada. La habitación estaba fría, pero sus brazos y su pecho rezumaban sudor.
¿Quieres un consejo, Osito?
—No —dijo—. De ti, no.
Está muerta.
No tenía manera de saber algo así, pero lo sabía. Deenie —que parecía la diosa del mundo occidental con su minifalda de cuero y sus sandalias de corcho— estaba muerta. Sabía incluso cómo lo había hecho. Tomó píldoras, se recogió el cabello con horquillas, se metió en una bañera llena de agua caliente, se quedó dormida, se hundió, se ahogó.
El rugido del viento era horriblemente familiar, cargado de una hueca amenaza. En todas partes soplaban vientos, pero solo sonaban así en los terrenos montañosos. Era como si un dios furioso apaleara el mundo con un mazo de aire.
Yo solía llamar al alcohol de papá la Cosa Mala, pensó Dan. Solo que a veces es la Cosa Buena. Cuando te despiertas de una pesadilla que sabes que es un resplandor como mínimo en un cincuenta por ciento, es la Cosa Buenísima.
Un trago le enviaría de vuelta a dormir. Tres garantizarían no solo que dormiría sino que además lo haría sin sueños. El sueño era el doctor de la naturaleza, y en esos instantes Dan se sentía enfermo y necesitado de medicina potente.
No hay nada abierto. Has tenido suerte.
Bueno. Quizá.
Se puso de lado, y al hacerlo algo rodó contra su espalda. No, algo no. Alguien. Alguien se había metido en la cama con él. Deenie se había metido en la cama con él. Pero abultaba muy poco para ser Deenie. Más bien parecía…
Salió a duras penas de la cama, aterrizó torpemente en el suelo y miró por encima del hombro. Era Tommy, el niño pequeño de Deenie. Tenía hundido el lado derecho del cráneo. Astillas de hueso sobresalían a través del cabello rubio manchado de sangre. Una sustancia escamosa y gris —sesos— se secaba en una mejilla. Era imposible que estuviera vivo con una herida tan infernal, pero lo estaba. Extendió hacia Dan una mano que parecía una estrella de mar.
—Suca —dijo.
Los gritos se reanudaron, solo que esta vez ni los profería Deenie ni los profería el viento.
Esta vez gritaba él.
Cuando despertó por segunda vez —un despertar real, ahora sí—, no gritaba, tan solo producía una especie de gruñido quedo que salía del fondo de su pecho. Se incorporó jadeando, con la ropa de cama arrugada en torno a su cintura. No había nadie más en la cama, pero el sueño no se había disuelto todavía, y con mirar no bastaba. Empujó hasta abajo las mantas, y aun así no fue suficiente. Recorrió la sábana bajera con las manos, palpando en busca de una fugitiva calidez o una hendidura dejada por unas caderas y unas nalgas pequeñas. Nada. Por supuesto que no. Miró, por tanto, debajo de la cama y solo vio sus botas prestadas.
El viento soplaba ahora con menos fuerza. La tormenta no había pasado pero amainaba.
Fue al cuarto de baño, y de improviso se giró para mirar a su espalda, como para sorprender a alguien. Solo estaba la cama, con las mantas ahora tiradas en el suelo, a los pies. Encendió la luz del lavabo, se mojó la cara con agua fría y se sentó en la tapa cerrada del inodoro; tomó largas bocanadas de aire, una tras otra. Pensó en levantarse a coger un cigarrillo del paquete que tenía junto al libro en la única mesita del cuarto, pero sentía las piernas de goma y no estaba seguro de que le sostuvieran. Todavía no. Así que permaneció sentado. Veía la cama, y la cama estaba vacía. La habitación entera estaba vacía. Ningún problema por esa parte.
Solo que… no daba la sensación de estar vacía. Todavía no. Cuando así lo sintiera, suponía que volvería a la cama, pero no a dormir. Por esa noche, el dormir se había acabado.
Siete años antes, trabajando de celador en un centro de cuidados paliativos de Tulsa, Dan había entablado amistad con un anciano psiquiatra que padecía un cáncer de hígado terminal. Un día, cuando Emil Kemmer rememoraba (sin demasiada discreción) varios de sus casos más interesantes, Dan confesó que él sufría desde la infancia lo que él llamaba «sueños dobles». ¿Estaba Kemmer familiarizado con el fenómeno? ¿Recibía un nombre específico?
Kemmer había sido un hombre robusto —la vieja foto en blanco y negro de su boda que tenía encima de su mesilla de noche así lo atestiguaba—, pero el cáncer es la dieta definitiva, y el día de esa conversación pesaba aproximadamente la mitad de su edad, que era de noventa y un años. Conservaba una mente despierta, sin embargo, y ahora, sentado en la tapa del váter, escuchando la tormenta agonizante en el exterior, Dan recordó la astuta sonrisa del anciano.
—Normalmente —había dicho con su marcado acento alemán— me pagan por mis diagnósticos, Daniel.
Dan había sonreído.
—Se me habrá acabado la suerte, entonces.
—Tal vez no. —Kemmer estudió a Dan. Los ojos del psiquiatra eran de un azul brillante. Aunque sabía que era terriblemente injusto, Dan no podía evitar imaginarse aquellos ojos bajo un casco color carbón de las Waffen-SS—. Corre el rumor en este pabellón de condenados a muerte de que eres un muchacho con cierto talento para ayudar a morir a la gente. ¿Es cierto?
—A veces —respondió Dan con cautela—. No siempre. —La verdad era casi siempre.
—Cuando llegue la hora, ¿me ayudarás?
—Si puedo, claro que sí.
—Bien. —Kemmer se sentó, un proceso laboriosamente doloroso, pero cuando Dan se disponía a ayudarle, el anciano le rechazó con un gesto de la mano—. Lo que tú llamas «sueño doble» es bien conocido por los psiquiatras y de particular interés para los jungianos, que lo denominan «falso despertar». El primer sueño es normalmente un sueño lúcido, lo que significa que el soñador sabe que está soñando…
—¡Sí! —exclamó Dan—. Pero en el segundo…
—El soñador cree que está despierto —concluyó Kemmer—. Jung los analizó ampliamente, llegó incluso a atribuir poderes precognitivos a estos sueños…, pero, por supuesto, nosotros sabemos más, ¿verdad, Dan?
—Desde luego —afirmó Dan.
—El poeta Edgar Allan Poe describió el fenómeno del falso despertar mucho antes de que Carl Jung naciera. Escribió: «Todo cuanto vemos o creemos ver no es sino un sueño dentro de un sueño». ¿He contestado a tu pregunta?
—Creo que sí. Gracias.
—De nada. Ahora, creo que bebería un poco de zumo. De manzana, por favor.
Poderes precognitivos…, pero, por supuesto, nosotros sabemos más.
Aunque no se hubiera guardado el resplandor casi enteramente para sí a lo largo de los años, Dan no se habría atrevido a contradecir a un hombre moribundo…, menos aún a uno con unos ojos azules tan fríos e inquisitivos. La verdad era, sin embargo, que uno o ambos de sus sueños dobles eran a menudo predictivos, casi siempre de una manera que o solo entendía en parte o no entendía en absoluto. Pero ahora, sentado en la taza del váter en calzoncillos, tiritando (y no solo porque la habitación estuviera fría), entendía mucho más de lo que quisiera entender.
Tommy estaba muerto. Asesinado, muy posiblemente, por el maltratador de su tío. La madre se había suicidado no mucho después. Y en cuanto al resto del sueño… o al fantasma que había visto antes revoloteando en la acera…
Mantente alejado de la mujer del sombrero. Es la Reina Arpía del Castillo del Infierno.
—No me importa —dijo Dan.
Si te enfrentas a ella, se te comerá vivo.
No tenía intención de conocerla, mucho menos de molestarla. En cuanto a Deenie, él no era responsable ni de su hermano con los fusibles fundidos ni de su negligencia como madre. Ni siquiera tendría que seguir cargando con la culpa por los setenta dólares de mierda; ella había vendido la cocaína —estaba seguro de que esa parte del sueño era totalmente cierta—, así que estaban en paz. Más que en paz, la verdad.
Lo que sí le importaba era conseguir un trago. Emborracharse, hablando en plata. Levantarse, caerse, estar completamente mamado. El cálido sol matinal estaba bien, y la agradable sensación de los músculos que han trabajado duro, y despertarse por la mañana sin resaca, pero el precio —todos esos disparatados sueños y visiones, sin olvidar los pensamientos aleatorios de extraños transeúntes, que a veces encontraban la manera de rebasar sus defensas— era demasiado alto.
Demasiado alto para soportarlo.
Se sentó en la única silla de la habitación, a la luz de la única lámpara, y leyó su novela de John Sandford hasta que las dos iglesias de la ciudad con campanas marcaron las siete. Entonces se puso sus botas nuevas (nuevas para él, en cualquier caso) y la trenca. Salió a un mundo que se había transformado y suavizado. No había ningún borde afilado por ninguna parte. La nieve seguía cayendo, pero débilmente.
Debería largarme de aquí. Volver a Florida. Que le den a New Hampshire, donde seguro que hasta nieva el Cuatro de Julio en años impares.
Le contestó la voz de Hallorann, en un tono tan amable como recordaba de su infancia, cuando Dan era Danny, pero debajo encerraba acero puro.
Más vale que te quedes en algún sitio, pequeño, o no podrás quedarte en ninguna parte.
—Que te den, viejo —murmuró él.
Volvió a la Red Apple porque las tiendas que vendían licor fuerte tardarían al menos una hora en abrir. Se paseó despacio entre los refrigeradores de vino y de cerveza, debatiéndose, y finalmente decidió que si iba a emborracharse, bien podía hacerlo con el peor brebaje posible. Agarró dos botellas de Thunderbird (dieciocho grados de alcohol, un buen número cuando temporalmente no había whisky al alcance) y echó a andar por el pasillo hacia la caja registradora, pero de pronto se detuvo.
Dale un día más. Date una oportunidad más.
Suponía que podía hacer eso, pero ¿por qué? ¿Para despertar otra vez con Tommy en su cama? ¿Tommy, con la mitad del cráneo hundido? O quizá la próxima vez fuese Deenie, que había yacido en aquella bañera durante dos días, hasta que el casero se hartó por fin de llamar a la puerta, usó su llave maestra y la encontró. Era imposible que supiera eso; si Emil Kemmer hubiera estado allí habría mostrado su absoluta conformidad. Pero lo sabía. Sí, lo sabía. Entonces, ¿por qué molestarse?
Puede que esta hiperconciencia pase. Quizá solo sea una fase, el equivalente psíquico del délirium trémens. Quizá si le dieras un poquito de tiempo…
Pero el tiempo cambiaba. Solo los borrachos y los yonquis comprendían eso. Cuando uno no podía dormir, cuando uno tenía miedo de mirar alrededor por lo que pudiera ver, el tiempo se alargaba y le crecían afilados dientes.
—¿Te ayudo? —preguntó el dependiente, y Dan supo
(puto resplandor puta mierda)
que lo estaba poniendo nervioso. ¿Por qué no? Con el pelo de recién levantado, ojeras y movimientos bruscos e inseguros, debía de parecer un adicto a las anfetas decidiendo si sacaba su fiel pistola y le pedía todo lo que hubiera en la caja.
—No —respondió Dan—. Acabo de darme cuenta de que me he dejado la cartera en casa.
Volvió a poner las botellas verdes en el refrigerador. Mientras lo cerraba, le hablaron con amabilidad, como un amigo habla a otro: Hasta pronto, Danny.
Billy Freeman estaba esperándole, abrigado hasta las cejas. Le tendió un anticuado gorro de esquí con las palabras CICLONES DE ANNISTON bordadas en la parte de delante.
—¿Qué coño son los Ciclones de Anniston? —preguntó Dan.
—Anniston está a treinta kilómetros al norte de aquí. En fútbol, baloncesto y béisbol son nuestros archienemigos. Como alguien te vea con eso, casi seguro que recibirás un bolazo de nieve en la cabeza, pero es lo único que tengo.
Dan se caló el gorro.
—Vamos, Ciclones.
—Eso, que te jodan a ti y al caballo en que viniste. —Billy se fijó en él—. ¿Estás bien, Danno?
—No he dormido mucho esta noche.
—Ya somos dos. El maldito viento chillaba una barbaridad, ¿verdad? Parecía mi ex cuando le sugerí que nos vendría bien un poquito de amor los lunes por la noche. ¿Preparado para ponerte a trabajar?
—Preparado como nunca.
—Bien. Toca cavar. Va a ser un día ajetreado.
Efectivamente, fue un día ajetreado, pero hacia mediodía el sol salió y la temperatura remontó hasta los doce o trece grados. Teenytown se llenó del sonido de un centenar de pequeñas cascadas a medida que la nieve se derretía. El ánimo de Dan subió a la par que la temperatura, e incluso se sorprendió cantando a los Village People («¡Jovencito, yo una vez estuve en tus zapatos!») mientras seguía a su soplador de nieve de un lado a otro por la plaza del pequeño centro comercial adyacente al parque. Aleteando bajo una suave brisa que nada tenía que ver con el viento aullante de la noche anterior, una pancarta anunciaba ¡GRANDES GANGAS DE PRIMAVERA A PRECIOS DE TEENYTOWN!
No hubo visiones.
Tras fichar a la salida, llevó a Billy al Chuck Wagon y pidió bistecs para cenar. Billy se ofreció a pagar la cerveza. Dan negó con la cabeza.
—Evito el alcohol. La razón es que, una vez que empiezo, puede resultarme difícil parar.
—Cuéntaselo a Kingsley —dijo Billy—. Se divorció por culpa del alcohol hará unos quince años. Ahora está bien, pero su hija sigue sin hablarle.
Bebieron café con la cena. En cantidad.
Dan regresó a su cubil de Eliot Street cansado, con el estómago caliente y contento de estar sobrio. No había televisión en su habitación del tercer piso, pero le quedaba la mitad de la novela de Sandford, y se perdió en su lectura durante un par de horas. Mantenía un oído alerta al viento, pero éste no se levantó. Tenía la impresión de que el invierno había quemado su último cartucho con la tormenta de la noche anterior. Y eso le parecía bien. Se metió en la cama a las diez y se quedó dormido casi de inmediato. Su visita de primera hora de la mañana a la Red Apple ahora parecía nebulosa, como si hubiera ido allí en un febril delirio y la fiebre ya hubiera remitido.
Despertó de madrugada, no porque soplara el viento sino porque tenía ganas de hacer pis. Se levantó, arrastró los pies hasta el cuarto de baño y encendió la luz.
El sombrero de copa estaba en la bañera, y lleno de sangre.
—No —dijo—. Es un sueño.
Quizá un sueño doble. O triple. Cuádruple, incluso. Había algo que no contó a Emil Kemmer: temía que tarde o temprano acabara perdido en un laberinto fantasma de vida nocturna y no consiguiese volver a hallar la salida.
Todo cuanto vemos o creemos ver no son sino sueños dentro de un sueño.
Salvo que esto era real. También el sombrero. Nadie más lo vería, pero eso no cambiaba nada. El sombrero era real. Estaba en algún lugar del mundo. Lo sabía.
Con el rabillo del ojo vio algo escrito en el espejo sobre el lavabo. Algo escrito con pintalabios.
No debería mirar.
Demasiado tarde. Su cabeza estaba girando; pudo oír los tendones del cuello chirriar como oxidados goznes. ¿Y qué importaba? Sabía lo que decía. La señora Massey había desaparecido, Horace Derwent había desaparecido, ambos sólidamente encerrados en las cajas que guardaba en el fondo de su mente, pero el Overlook aún no había terminado con él. En el espejo, escrita no con pintalabios sino con sangre, había una única palabra:
Debajo, tirada en el lavabo, había una camiseta ensangrentada de los Braves de Atlanta.
Nunca acabará, pensó Danny. El Overlook se quemó y sus espectros más horribles fueron a las cajas de seguridad, pero no puedo encerrar el resplandor, porque no es que esté dentro de mí, es yo. Sin alcohol para al menos atontarlo, estas visiones continuarán hasta volverme loco.
Veía su rostro en el espejo, con la palabra flotando delante, estampada en su frente como una marca. No era un sueño. En su lavabo había una camiseta de un niño asesinado, y en la bañera, un sombrero lleno de sangre. La locura estaba llegando. Divisaba su avance en sus propios ojos desorbitados.
Entonces, como un relámpago en la oscuridad, la voz de Hallorann:
Hijo, puede que veas cosas, pero son como los dibujos de un libro. No estabas indefenso en el Overlook cuando eras niño, y tampoco estás indefenso ahora. Ni mucho menos. Cierra los ojos y cuando vuelvas a abrirlos, toda esta mierda habrá desaparecido.
Cerró los ojos y esperó. Intentó contar los segundos, pero solo llegó a catorce porque los números se perdieron en el rugido confuso de sus pensamientos. Medio esperaba que unas manos —tal vez de quienquiera que fuese el dueño del sombrero— se ciñeran en torno a su cuello. Pero permaneció inmóvil. En realidad, no había ningún lugar al que huir.
Haciendo acopio de todo su coraje, Dan abrió los ojos. La bañera estaba vacía. El lavabo estaba vacío. No había nada escrito en el espejo.
Pero volverá. La próxima vez puede que sean sus zapatos…, aquellas sandalias de corcho. O la veré en la bañera. ¿Por qué no? Ahí es donde vi a la señora Massey, y las dos murieron de la misma forma. Salvo que a la señora Massey no le robé el dinero ni la dejé tirada.
—Le he dado un día —dijo a la habitación vacía—. No se me puede negar.
Sí, y había sido un día ajetreado, pero también había sido un buen día, él sería el primero en admitirlo. Sin embargo, los días no eran el problema. En cuanto a las noches…
La mente era una pizarra. El alcohol era el borrador.
Dan permaneció despierto hasta las seis. Entonces se vistió y una vez más hizo el trayecto hasta la Red Apple. Esta vez no vaciló, solo que en lugar de extraer del refrigerador dos botellas de Bird, cogió tres. ¿Cómo era eso que decían? Dale caña o date el piro. El dependiente las metió en una bolsa sin hacer comentarios; estaba acostumbrado a los compradores tempraneros de vino. Dan paseó hasta el parque del pueblo, se sentó en un banco en Teenytown y sacó una botella de la bolsa; la miró como Hamlet mira la calavera de Yorick. A través del vidrio verde, su contenido parecía veneno para ratas más que vino.
—Lo dices como si fuese algo malo —comentó Dan, y desenroscó el tapón.
Esta vez fue su madre quien habló. Wendy Torrance, que había fumado hasta el amargo final. Porque si el suicidio era la única opción, uno al menos debía poder escoger el arma.
¿Es así como acaba, Danny? ¿Todo ha sido para esto?
Giró el tapón en sentido contrario a las agujas del reloj. Luego lo apretó. Luego en sentido opuesto. Esta vez lo desenroscó por completo. El olor del vino era agrio, olor a música de gramola y bares chungos y discusiones absurdas seguidas de peleas a puñetazos en aparcamientos. Al final, la vida era tan estúpida como una de esas trifulcas. El mundo no era una residencia de cuidados paliativos con aire fresco, el mundo era el Hotel Overlook, donde la fiesta jamás terminaba. Donde los muertos vivían para siempre. Se llevó la botella a los labios.
¿Esto es por lo que luchamos tan duro para salir de ese maldito hotel, Danny? ¿Por lo que luchamos para empezar una nueva vida? No había reproches en la voz de su madre, solo tristeza.
Danny volvió a enroscar el tapón. Después lo aflojó. Lo apretó. Lo aflojó.
Pensó: Si bebo, el Overlook gana. Aunque ardiera hasta los cimientos cuando la caldera explotó, el hotel gana. Si no bebo, me vuelvo loco.
Pensó: Todo cuanto vemos o creemos ver no es sino un sueño dentro de un sueño.
Seguía apretando y aflojando el tapón cuando Billy Freeman, que se había despertado temprano con la vaga y alarmada sensación de que algo iba mal, lo encontró.
—¿Te vas a beber eso, Dan, o solo estás haciéndole una paja?
—Voy a bebérmelo, supongo. No sé qué otra cosa hacer.
Así que Billy se lo dijo.
A Casey Kingsley no le sorprendió del todo ver a su nuevo empleado sentado a la puerta de su despacho cuando llegó a las ocho y cuarto de esa mañana. Tampoco le sorprendió ver la botella que Torrance tenía en las manos, girando el tapón, primero quitándolo, luego poniéndolo y enroscándolo con fuerza; le había visto esa expresión especial desde el principio, esa mirada ida de la Licorería Kappy’s.
Billy Freeman no resplandecía tanto como el propio Dan, ni de lejos, pero poseía algo más que una mera chispa. Aquel primer día había telefoneado a Kingsley desde el cobertizo de las herramientas tan pronto como Dan se encaminó hacia el Ayuntamiento al otro lado de la calle. Hay un muchacho que busca trabajo, le informó Billy. Era fácil que no tuviera muchas referencias, pero Billy lo consideraba el hombre adecuado para ayudar hasta el Homenaje a los Caídos. Kingsley, que anteriormente había tenido experiencias —buenas— con las intuiciones de Billy, había accedido. Sé que necesitamos a alguien, dijo.
La respuesta de Billy había sido peculiar, pero es que Billy era peculiar. Una vez, hacía dos años, había avisado a una ambulancia cinco minutos antes de que un chiquillo se cayera de un columpio y se fracturara el cráneo.
Él nos necesita más que nosotros a él, había dicho Billy.
Y ahí estaba, encorvado hacia delante como si ya se hubiera subido al siguiente autobús o a un taburete en la barra de algún bar, y Kingsley percibió el olor a vino desde el pasillo, a doce metros de distancia. Tenía una nariz de gourmet para tales aromas, y era capaz de identificar cada uno de ellos. Este vino era Thunderbird. Sin embargo, cuando el joven alzó la vista hacia él, Kingsley vio que sus ojos estaban limpios de todo menos de desesperación.
—Me envía Billy.
Kingsley no dijo nada. Notó que el chico hacía acopio de sí, forcejeando consigo mismo. Lo vio en sus ojos; en la forma en que torcía hacia abajo las comisuras de los labios; sobre todo lo vio en cómo aferraba la botella, odiándola y amándola y necesitándola, todo al mismo tiempo.
Al cabo Dan expelió las palabras de las que se había pasado huyendo toda su vida.
—Necesito ayuda.
Se pasó un brazo por los ojos. Al hacerlo, Kingsley se agachó y cogió la botella de vino. Por un momento el muchacho se resistió… luego la soltó.
—Estás enfermo y cansado —dijo Kingsley—. Eso lo veo. Pero ¿estás enfermo y cansado de estar enfermo y cansado?
Dan alzó la mirada, carraspeó. Luchó un poco más y por fin dijo:
—No sabe usted cuánto.
—Puede que sí.
Kingsley sacó un llavero enorme de sus enormes pantalones. Insertó una llave en la cerradura de la puerta con las palabras SERVICIOS MUNICIPALES DE FRAZIER pintadas en el cristal esmerilado.
—Pasa adentro. Hablemos.