MAMÁ

1

Tuvo un enredo de pesadillas —alguien blandiendo un mazo y persiguiéndolo por pasillos interminables, un ascensor que funcionaba solo, setos con forma de animales que cobraban vida y le cercaban— y finalmente un pensamiento nítido: Ojalá estuviera muerto.

Dan Torrance abrió los ojos. La luz del sol penetró a través de ellos en su cabeza dolorida y amenazó con prender fuego a su cerebro. La madre de todas las resacas. Su rostro palpitaba. Sus fosas nasales estaban atascadas excepto por un diminuto agujero de alfiler en la izquierda que permitía la entrada de un hilo de aire. ¿La izquierda? No, era la derecha. Podía respirar por la boca, pero era un asco porque le sabía a whisky y cigarrillos. Su estómago era una bola de plomo, lleno de toda clase de porquerías. «La barriga basura de la mañana después», así había llamado algún antiguo compañero de borracheras esa lamentable sensación.

Ronquidos fuertes a su lado. Dan giró la cabeza en esa dirección, aunque su cuello lanzó un grito de protesta y otro rayo de agonía le atravesó la sien. Volvió a abrir los ojos, pero solo un poco; no más de aquel sol cegador, por favor. Todavía no. Estaba tendido en un colchón desnudo en un suelo desnudo. Una mujer desnuda yacía despatarrada a su lado, boca arriba. Dan bajó la vista y vio que él mismo también estaba al fresco.

Ésta es… ¿Dolores? No. ¿Debbie? Se acerca, pero no…

Deenie. Se llamaba Deenie. La había conocido en un bar llamado The Milky Way, y todo había sido bastante divertido hasta que…

No se acordaba, aunque tras un vistazo a sus manos —ambas hinchadas, los nudillos de la derecha raspados y con costras— decidió que no quería recordarlo. ¿Y qué importaba? El escenario básico nunca cambiaba. Se emborrachaba, alguien decía lo que no debía, y seguía el caos y la carnicería en el bar. Un perro peligroso habitaba en su cabeza. Sobrio, podía mantenerlo atado. Cuando bebía, la correa desaparecía. Tarde o temprano mataré a alguien. Por cuanto sabía, tal vez lo había hecho la noche anterior.

Eh, Deenie, cógeme el weenie.

¿De verdad había dicho eso? Mucho se temía que sí. Empezaba a recordar un poco, e incluso un poco era demasiado. Jugando al billar. Tratando de darle un poco más de efecto a la bola, y el taco raspaba la mesa, y la hijaputa manchada de tiza se iba botando y rodando hasta la gramola, donde sonaba —¿qué si no?— música country. Joe Diffie, creía recordar. ¿Por qué había fallado tan escandalosamente? Porque estaba borracho, y porque Deenie estaba detrás de él, Deenie había estado cogiéndole el weenie justo por debajo del borde de la mesa y él estaba fardando para impresionarla. Todo en sana diversión. Pero entonces el tipo de la gorra Case y la extravagante camisa de cowboy de seda se había reído, y ése fue su error.

Caos y carnicería en el bar.

Dan se tocó la boca y palpó rollizas salchichas donde había unos labios normales la tarde anterior, cuando salió de aquel sitio de cobro de cheques con algo más de quinientos dólares en el bolsillo del pantalón.

Por lo menos parece que todos los dientes están

Su estómago dio una sacudida líquida. Un borbotón de agria porquería con un regusto a whisky le subió por la garganta y volvió a tragárselo. Quemaba. Rodó fuera del colchón y cayó sobre las rodillas, se puso en pie de manera vacilante y se tambaleó en cuanto la habitación empezó a bailar un lento tango. Tenía resaca, la cabeza le iba a reventar, sus tripas estaban llenas de cualquier comida barata que hubiera engullido la noche anterior para apisonar el alcohol…, pero es que además seguía borracho.

Recogió los calzoncillos del suelo y salió del dormitorio con ellos colgando de su mano, sin cojear pero favoreciendo claramente a su pierna izquierda. Tenía un recuerdo vago —que esperaba que nunca se definiera del todo— del vaquero Case arrojándole una silla. Ahí fue cuando él y Deenie «cógeme el weenie» se marcharon si no exactamente corriendo sí riendo como lunáticos.

Otra sacudida de su nada contento vientre. Esta vez vino acompañada de un apretón que parecía el de una mano enfundada en un guante de goma. Eso disparó todos los detonadores del vómito: el olor a vinagre de huevos cocidos en un tarro de cristal, el sabor de las cortezas de cerdo a la barbacoa, la visión de patatas fritas ahogadas en una hemorragia nasal de ketchup. Toda la mierda que se había llevado a la boca la noche anterior entre copa y copa. Iba a potar, pero las imágenes continuaban viniendo, girando en la ruleta de algún concurso de pesadilla.

¿Qué tenemos para nuestro próximo concursante, Johnny? Bueno, Bob, ¡es un plato enorme de SARDINAS GRASIENTAS!

El cuarto de baño quedaba al final de un corto pasillo. La puerta estaba abierta, la tapa del inodoro levantada. Dan se abalanzó sobre la taza, cayó de rodillas y expulsó un copioso torrente de porquería amarillo pardusca encima de un zurullo flotante. Apartó la vista, buscó a tientas la palanca de la cisterna y la accionó. Fluyó una cascada, pero no le acompañó el ruido del desagüe. Volvió a mirar y vio algo alarmante: el zurullo, probablemente suyo, subiendo hacia el borde salpicado de orina de la taza en un océano de aperitivos a medio digerir. Justo antes de que el inodoro se desbordara, completando así el horror banal de esa mañana, la tubería se aclaró la garganta y toda la mierda desapareció arrastrada por el agua. Dan volvió a vomitar, luego se sentó sobre los talones, con la espalda apoyada en la pared del baño, y agachó la cabeza palpitante, esperando a que se llenara la cisterna para poder vaciarla por segunda vez.

Se acabó. Lo juro. Se acabó el alcohol, se acabaron los bares, se acabaron las peleas. Una promesa repetida cien veces. O mil.

Una cosa era cierta: o se largaba de esa ciudad o se vería en problemas. Serios problemas, quizá; no podía descartarlos.

Johnny, ¿qué tenemos para el ganador de hoy? Bob, ¡son DOS AÑOS EN LA PENITENCIARÍA DEL ESTADO POR ASALTO Y AGRESIÓN!

Y… el público del estudio enloquece.

La cisterna del váter había acallado su ruidoso llenado. Echó mano a la palanca para evacuar La Mañana Siguiente Parte Dos, pero entonces se detuvo y contempló el agujero negro de su memoria a corto plazo. ¿Sabía cómo se llamaba? ¡Sí! Daniel Anthony Torrance. ¿Sabía cómo se llamaba la chica que roncaba en el colchón de la otra habitación? ¡Sí! Deenie. No recordaba su apellido, pero seguramente ella no se lo había dicho. ¿Sabía cómo se llamaba el actual presidente?

Para horror de Dan, no lo recordaba, en un primer momento no. El tipo lucía un enrollado corte de pelo a lo Elvis y tocaba el saxofón… bastante mal, por cierto. Pero ¿el nombre…?

¿Sabes acaso dónde estás?

¿Cleveland? ¿Charleston? Era una u otra.

Al vaciar la cisterna, el nombre del presidente arribó a su cabeza con espléndida claridad. Y Dan no estaba ni en Cleveland ni en Charleston. Estaba en Wilmington, Carolina del Norte. Trabajaba como celador en el hospital Grace of Mary. O había trabajado. Era hora de seguir adelante. Si conseguía llegar a algún otro sitio, algún sitio bueno, a lo mejor era capaz de dejar la bebida y volver a empezar de cero.

Se levantó y se miró en el espejo. El daño no era tanto como se había temido. La nariz hinchada, pero no rota (al menos creía que no). Costras de sangre seca sobre el inflamado labio superior. Tenía un moratón en el pómulo derecho (el vaquero Case era zurdo), con la huella ensangrentada de un anillo en el centro. Otro cardenal, grande, se estaba extendiendo en su hombro izquierdo. Eso, creía recordar, se lo había hecho un taco de billar.

Examinó el armario del botiquín. Entre tubos de maquillaje y frascos desordenados de productos de parafarmacia encontró tres medicamentos para los que se necesitaba receta. El primero era Diflucan, comúnmente prescrito para la candidiasis. Se alegró de estar circuncidado. El segundo era Darvon Comp 65. Lo abrió, vio media docena de cápsulas y se guardó tres para un uso posterior. El último era Fioricet, y el frasco —afortunadamente— estaba casi lleno. Se tragó tres con agua fría. Inclinarse sobre el lavabo empeoró su dolor de cabeza, pero pensó que pronto sentiría alivio. El Fioricet, indicado para las migrañas y las cefaleas nerviosas, era un matarresacas garantizado. Bueno… casi garantizado.

Se disponía a cerrar el armario cuando decidió echar otro vistazo. Removió la porquería. Ningún anticonceptivo. Quizá ella los llevara en su bolso. Eso esperaba, porque no había utilizado condón. Si se la había follado —y aunque no lo recordaba con certeza, era lo más probable—, lo había hecho a pelo.

Se puso los calzoncillos, volvió al dormitorio arrastrando los pies y se detuvo en la puerta un momento a observar a la mujer que le había llevado a su casa la noche pasada. Brazos y piernas abiertas, exhibiéndolo todo. La noche anterior parecía la diosa del mundo occidental, con su minifalda de cuero y sus sandalias de corcho, su top corto y sus pendientes de aro. Esta mañana advirtió la masa blanca y fofa de una creciente barriga cervecera y la segunda barbilla que empezaba a asomar bajo la primera.

Vio algo peor: no era lo que se dice una mujer. Tal vez no fuese menor de edad (por favor, Dios, que no sea menor de edad), pero seguro que no había cumplido los veinte años, quizá todavía tuviera dieciocho o diecinueve. En una pared, escalofriantemente infantil, había un póster de KISS con Gene Simmons escupiendo fuego. Otro mostraba a una linda gatita de ojos asustados colgando de la rama de un árbol. AGUANTA AHÍ, NENA, aconsejaba el cartel.

Tenía que largarse de ahí.

Sus ropas estaban enmarañadas a los pies del colchón. Separó su camiseta de las bragas de la chica, se la pasó por la cabeza y luego se puso los tejanos. Se quedó petrificado, con la cremallera a medio subir, al darse cuenta de que su bolsillo izquierdo estaba mucho menos abultado de lo que estuviera cuando salió del sitio de cobro de cheques la tarde anterior.

No. No puede ser.

Su cabeza, que ya estaba algo mejor, empezó a palpitar de nuevo a medida que los latidos de su corazón aceleraban, y cuando hundió la mano en el bolsillo sacó únicamente un billete de diez dólares y dos palillos de dientes, uno de los cuales se introdujo bajo la uña del dedo índice y se clavó en la sensible carne. Apenas lo notó.

No nos bebimos quinientos dólares. Ni de coña. Estaríamos muertos si hubiéramos bebido tanto.

Su cartera continuaba alojada en el bolsillo de atrás. La sacó, esperando contra toda esperanza, pero no había nada. En algún momento debió de transferir el billete de diez que normalmente guardaba allí al bolsillo delantero. Esto se lo ponía más difícil a los carteristas, algo que ahora le parecía un chiste.

Miró a la mujer-muchacha que roncaba despatarrada en el colchón y se encaminó hacia ella con intención de despertarla de una sacudida y preguntarle qué había hecho con su puto dinero. Estrangularla, eso se merecía. Pero si ella se lo había robado, ¿por qué le había llevado a su casa? ¿Y no había ocurrido nada más, ninguna otra aventura después de marcharse del Milky Way? Ahora que su cabeza se aclaraba, tenía un recuerdo —borroso, pero probablemente válido— de que tomaron un taxi a la estación de tren.

Conozco a un tío que anda por allí, cariño.

¿Había dicho ella eso de verdad o era cosa de su imaginación?

Vale, lo dijo. Estoy en Wilmington, el presidente es Bill Clinton, y fuimos a la estación de tren. Y sí, allí había un tío, de ésos que prefieren hacer los negocios en el servicio de caballeros, sobre todo si al cliente le han arreglado la cara. Cuando preguntó quién me había cabreado, le contesté

—Le contesté que se metiera en sus asuntos —murmuró Dan.

Cuando entraron en el servicio, Dan tenía la intención de comprar un gramo para contentar a la chica, nada más que eso, y solo si no era medio Manitol. A Deenie tal vez le fuera la coca, pero no a él. La «aspirina del rico», había oído que la llamaban, y él estaba lejos de ser rico. Pero entonces alguien había salido de uno de los retretes. Un ejecutivo con un maletín rebotando en su rodilla. Y cuando el señor Ejecutivo se dirigía a un lavabo para lavarse las manos, Dan había visto moscas reptándole por el rostro.

Moscas de muerte. El señor Ejecutivo era un muerto andante y no lo sabía.

Por tanto, en lugar de achicarse, estaba prácticamente seguro de que se había agrandado. Aunque quizá hubiera cambiado de opinión en el último momento. Era posible; recordaba tan poco…

Pero me acuerdo de las moscas.

Sí. Las recordaba. El alcohol aplastaba el resplandor, lo noqueaba, pero no podía asegurar que los bichos fuesen una manifestación del resplandor. Borracho o sobrio, venían cuando querían.

Volvió a pensar: Tengo que largarme de aquí.

Volvió a pensar: Ojalá estuviera muerto.

2

Deenie emitió un débil resoplido y se apartó de la implacable luz matinal. Salvo por el colchón en el suelo, la habitación estaba desprovista de muebles; ni siquiera había una cómoda de segunda mano. El armario estaba abierto, y Dan vio gran parte del exiguo vestuario de Deenie amontonado en dos cestos de plástico para la colada. Las pocas prendas colgadas en perchas parecía ser su ropa de gala para salir de copas. Vio una camiseta roja con las palabras SEXY GIRL impresas con lentejuelas, y una falda vaquera con el dobladillo deshilachado a la moda. Había dos pares de deportivas, dos pares de manoletinas y un par de zapatos de putón, con tiras y tacones altos. Sin embargo, no vio ningunas sandalias de corcho. Para el caso, tampoco había rastro de sus propias Reebok, hechas polvo.

Dan no recordaba que se hubieran despojado del calzado al entrar, pero si lo hicieron, sus zapatillas estarían en la sala de estar, la cual sí recordaba… vagamente. A lo mejor también estaba allí el bolso de la chica. Quizá él le había dado el dinero que le quedaba para que se lo guardara. Era improbable, pero no imposible.

Recorrió, con la cabeza palpitando, el corto pasillo hasta lo que suponía que era la única otra habitación del apartamento. En el lado más alejado había una cocina pequeña equipada con una placa para cocinar y una mininevera empotrada bajo la encimera. En la zona de estar había un sofá desangrándose con el relleno por fuera y apoyado en uno de los extremos en un par de ladrillos. Estaba frente a un televisor grande con una raja que surcaba el centro de la pantalla. La raja había sido remendada con una tira de cinta adhesiva de embalar que ahora colgaba de una esquina. Había un par de moscas pegadas a la cinta, una aún luchaba lánguidamente por liberarse. Dan la contempló con morbosa fascinación, reflexionando (no por primera vez) acerca de que el ojo resacoso posee una extraña capacidad para hallar los detalles más feos en cualquier paisaje.

Había una mesita de café delante del sofá. En ella, un cenicero lleno de colillas, una bolsita de plástico con cierre hermético que contenía polvo blanco y un ejemplar de la revista People con un poco de hierba esparcida sobre la portada. A su lado, completando el cuadro, un billete de dólar aún enrollado parcialmente. Ignoraba cuánto habrían esnifado, pero a juzgar por la cantidad que aún sobraba, podía despedirse de sus quinientos dólares.

Joder. Ni siquiera me gusta la coca. ¿Y cómo la esnifé? Si apenas puedo respirar.

No lo había hecho. Ella había esnifado. Él se la había frotado en las encías. Todo empezaba a volver. Habría preferido que se quedara lejos, pero ya era demasiado tarde.

Las moscas de muerte en el servicio, agolpándose dentro y fuera de la boca del señor Ejecutivo y sobre la superficie húmeda de sus ojos. El señor Traficante preguntándole a Dan qué miraba. Dan diciéndole que nada, no importaba, veamos qué tienes. Resultó que el señor Traficante tenía mucho. Lo normal. Después vino el trayecto en otro taxi hasta la casa de la chica, Deenie ya esnifando en el dorso de la mano, demasiado golosa —o demasiado necesitada— para esperar. Los dos intentando cantar «Mr. Roboto».

Divisó las sandalias y sus Reebok justo en la puerta, y ahí llegaron más recuerdos dorados. Ella no se había quitado las sandalias de un puntapié, se limitó a dejarlas caer de sus pies, porque para entonces Dan tenía las manos firmemente plantadas en su trasero y ella le rodeaba la cintura con las piernas. Su cuello olía a perfume, su aliento a cortezas de cerdo con aroma a barbacoa. Habían engullido cortezas a puñados antes de pasar a la mesa de billar.

Dan se calzó las deportivas y cruzó hasta la cocina pensando que quizá habría café instantáneo en el único armario. No encontró café, pero vio el bolso de ella tirado en el suelo. Creyó recordarla lanzándolo al sofá y riéndose cuando falló. La mitad de las porquerías que llevaba se habían desparramado, incluida una cartera roja de imitación de cuero. Lo recogió todo y llevó el bolso a la cocina. Sabía de sobra que su dinero residía ahora en el bolsillo de los pantalones de diseño del señor Traficante, pero una parte de él insistía en que tenía que quedar algo, aunque solo fuese porque necesitaba que quedara algo. Diez dólares llegarían para tres tragos o dos packs de seis cervezas, pero hoy iba a necesitar más que eso.

Pescó la cartera y la abrió. Contenía varias fotos: un par de Deenie con un individuo que se le parecía demasiado como para no ser un familiar, un par de Deenie con un bebé en brazos, una de Deenie con el vestido del baile de promoción junto a un chico dientudo con un esmoquin azul espantoso. El compartimento para billetes abultaba. Eso le dio esperanza, hasta que lo abrió y vio un muestrario de cupones de comida. También había algunos billetes: dos de veinte y tres de diez.

Es mi dinero. Bueno, lo que queda de él.

Pero no se engañaba. Jamás le habría dado su paga semanal a un ligue colocado para que se la guardara. El dinero era de ella.

Sí, pero ¿la idea de la coca no había sido de Deenie? ¿No tenía ella la culpa de que esta mañana él estuviera arruinado y resacoso?

No. Tienes resaca porque eres un borracho. Estás arruinado porque viste las moscas de muerte.

Quizá fuese cierto, pero si ella no hubiera insistido en ir a la estación de tren a pillar, nunca habría visto las moscas.

Quizá ella necesite esos setenta pavos para comprarse comida.

Claro. Un tarro de mantequilla de cacahuete y otro de mermelada de fresa. Y también una barra de pan para untar. Para el resto tenía cupones de comida.

O para el alquiler. Tal vez lo necesite para pagarlo.

Si necesitaba dinero para el alquiler, podía vender el televisor. Quizá su camello se lo comprara, con raja y todo. De todas formas, setenta dólares no cubrirían ni de lejos la renta de un mes, razonó, ni siquiera la de un agujero como ése.

No es tuyo, Doc. Era la voz de su madre, la última que necesitaba oír cuando padecía una resaca brutal y la desesperada urgencia de beber un trago.

—Que te den, mamá —masculló con voz queda pero sincera. Cogió el dinero, se lo metió en el bolsillo, devolvió la cartera al bolso y se dio media vuelta.

Allí de pie había un niño.

Aparentaba unos dieciocho meses de edad. Llevaba una camiseta de los Braves de Atlanta. Le caía hasta las rodillas, pero aun así el pañal quedaba a la vista, porque estaba cargado y le colgaba hasta los tobillos. El corazón le pegó un vuelco tremendo en el pecho y en su cabeza estalló un repentino y terrible ¡pum!, como si Thor la hubiera golpeado con su martillo. Por un instante estuvo completamente seguro de que sufriría un derrame cerebral, un ataque al corazón, o ambos.

Entonces respiró hondo y espiró.

—¿De dónde sales tú, héroe?

—Mamá —dijo el niño.

Cosa que en cierto modo era perfectamente lógica —Dan también había salido de su madre— pero que no ayudaba. Una terrible deducción intentaba formarse en su palpitante cabeza, pero no quería nada que tuviera que ver con ella.

Te ha visto coger el dinero.

Quizá sí, pero ésa no era la deducción. Si el niño lo había visto, ¿qué? No tenía ni dos años. Los críos de esa edad aceptaban todo cuanto los adultos hacían. Si viera a su madre caminando por el techo y disparando fuego por los dedos, lo aceptaría.

—¿Cómo te llamas, chico? —Su voz palpitaba en sintonía con su corazón, que aún no se había calmado.

—Mamá.

¿En serio? Los demás chavales se van a reír de lo lindo cuando vayas al instituto.

—¿Vives en el apartamento de al lado, o enfrente?

Por favor, di que sí. Porque aquí está la deducción: si es hijo de Deenie, entonces ella se fue de bares y lo dejó encerrado en este apartamento de mierda. Solo.

—¡Mamá!

Entonces el niño divisó la coca en la mesita de café y trotó hacia ella, con la entrepierna empapada y su pañal balanceándose.

—¡Suca!

—No, no es azúcar —dijo Danny, aunque, por supuesto, lo pronunció como «noeg asúgar».

Sin prestar atención, el niño echó mano al polvo blanco. Al hacerlo, Dan advirtió moratones en su brazo, la clase de marca que deja una mano al apretar.

Agarró al niño por la cintura y entre las piernas. Mientras lo levantaba y lo apartaba de la mesita (el pis rezumaba del pañal empapado y se escurría entre sus dedos), la cabeza de Dan se llenó con una imagen breve pero terriblemente nítida: el doble de Deenie en la foto de la cartera, levantando y zarandeando al niño. Dejando las marcas de sus dedos.

(Eh, Tommy, ¿qué parte de «lárgate de una puta vez» no has entendido?)

(Randy, no, es solo un bebé)

Entonces desapareció. Pero aquella segunda voz, débil y desaprobatoria, pertenecía a Deenie, y comprendió que Randy era su hermano mayor. Tenía sentido. El maltratador no siempre era el novio. A veces era el hermano, otras veces el tío. A veces

(sal aquí mocoso de mierda sal aquí a tomar tu medicina)

era incluso el bueno de papá.

Llevó al bebé —Tommy, se llamaba Tommy— al dormitorio. El niño vio a su madre y de inmediato empezó a revolverse.

—¡Mamá! ¡Mamá! ¡Mamá!

Después de que Dan lo dejara en el suelo, Tommy trotó hasta el colchón y gateó al lado de su madre. Aún dormida, Deenie lo rodeó con el brazo y lo atrajo hacia sí. La camiseta de los Braves se levantó y Dan vio más moratones en las piernas del niño.

El hermano se llama Randy. Podría dar con él.

Este pensamiento fue tan frío y claro como un lago helado en enero. Si tocaba la foto de la cartera y se concentraba, ignorando el martilleo de su cabeza, probablemente podría localizar al hermano mayor. Ya había hecho cosas así antes.

Podría dejarle unos cuantos moratones de mi parte. Decirle que la próxima vez lo mataría.

Solo que no iba a haber una próxima vez. Wilmington había acabado. Nunca más volvería a ver a Deenie ni ese patético apartamento. Nunca más volvería a pensar en la noche anterior ni en esa mañana.

Esta vez oyó la voz de Dick Hallorann. No, pequeño. Quizá puedas guardar las cosas del Overlook en cajas de seguridad, pero no los recuerdos. Esos nunca. Son los verdaderos fantasmas.

Se detuvo en la puerta, mirando a Deenie y a su hijo amoratado. El niño había vuelto a dormirse, y a la luz del sol matinal, los dos parecían casi angelicales.

Ella no es ningún ángel. Puede que ella no le hiciera esos moratones, pero se fue de fiesta y lo dejó solo. Si tú no hubieras estado aquí cuando se despertó y entró en el cuarto de estar

Suca, había dicho el niño, echando mano a la droga. No estaba bien. Era preciso hacer algo.

Quizá, pero yo no. Tendría gracia que me presentara con esta cara en el Departamento de Servicios Sociales para denunciar una negligencia infantil, ¿verdad? Y apestando a alcohol y a vomitona. Un ciudadano honrado que cumple con su deber cívico.

Devuélvele el dinero, sugirió Wendy. Es lo menos que puedes hacer.

Estuvo a punto. De veras. Lo sacó del bolsillo y lo tuvo ahí mismo en la mano. Incluso se acercó a donde estaba el bolso, y el paseo debió de sentarle bien, porque se le ocurrió una idea.

Si tienes que llevarte algo, llévate la coca. Puedes sacar cien pavos por lo que queda. A lo mejor hasta doscientos, si no está demasiado aplastada.

Solo que si su comprador potencial resultaba ser de narcóticos —sería su suerte—, acabaría en la cárcel, porque lo condenarían por cualquier estupidez que hubiera cometido en el Milky Way. El dinero era mucho más seguro. Setenta dólares en total.

Lo dividiré, decidió. Cuarenta para ella y treinta para mí.

Solo que treinta le servirían de poco. Además, estaban los cupones de comida, un fajo lo bastante grande como para atragantar a un caballo. Le bastarían para dar de comer al crío, ¿verdad?

Cogió la coca y la revista People cubierta de polvo y lo dejó todo en la encimera de la cocina, fuera del alcance del niño. Había un estropajo en el fregadero y lo usó para limpiar los restos de la mesita de café. Se decía a sí mismo que si entretanto aparecía la chica, le devolvería su maldito dinero. Se decía que si continuaba durmiendo, se merecía lo que le pasara.

Deenie no apareció. Siguió roncando.

Dan terminó de limpiar, arrojó el estropajo de vuelta al fregadero y pensó brevemente en dejarle una nota. Pero ¿qué le diría? ¿Cuida mejor de tu hijo y, por cierto, me he llevado tu dinero?

Vale, nada de notas.

Se marchó con el dinero en el bolsillo izquierdo y tuvo cuidado en no dar un portazo al salir. Se dijo a sí mismo que estaba siendo considerado.

3

Alrededor de mediodía —el dolor de cabeza era una cosa del pasado gracias al Fioricet de Deenie seguido de un Darvon— se acercó a un establecimiento llamado Golden’s, Licores & Cervezas de Importación. Se encontraba en la zona vieja de la ciudad, donde las tiendas eran de ladrillo, las aceras estaban en gran medida vacías y las casas de empeño (todas exhibiendo una admirable selección de navajas de afeitar) abundaban. Su intención era comprar una botella muy grande de un whisky muy barato, pero vio algo delante del escaparate que le hizo cambiar de opinión. Era un carrito de supermercado cargado con la disparatada mezcla de posesiones de un vagabundo. El tipo en cuestión estaba dentro de la tienda arengando al dependiente. Una manta, enrollada y atada con bramante, coronaba el carrito. Dan advirtió un par de manchas, pero en conjunto no tenía mala pinta. La cogió y se alejó rápidamente con ella bajo el brazo. Después de haberle robado setenta dólares a una madre soltera con un problema de abuso de estupefacientes, quitarle la alfombra mágica a un mendigo se le antojaba una minucia. Tal vez por eso se sintió más pequeño que nunca.

Soy el Increíble Hombre Menguante, pensó, doblando la esquina con su nuevo trofeo. Si robo un par de cosas más, me volveré completamente invisible.

Se preparó para oír los graznidos indignados del vagabundo —cuanto más locos estaban, más fuerte graznaban—, pero no los hubo. Una esquina más y podría felicitarse por una huida limpia.

Dan giró en la siguiente.

4

La noche lo pilló sentado en la boca de una enorme alcantarilla, en la pendiente que había bajo el puente Memorial del río Cape Fear. Tenía una habitación, pero estaba la pequeña cuestión del alquiler atrasado, que había prometido firmemente pagar a las cinco de la tarde del día anterior. Y eso no era todo. Si regresaba a su habitación, cabía la posibilidad de que lo invitaran a visitar cierto edificio municipal con aspecto de fortaleza en Bess Street para ser interrogado sobre cierto altercado en un bar. En conjunto, parecía más seguro mantenerse alejado.

Había un refugio en el centro llamado Casa de la Esperanza (que los borrachos llamaban Casa de los Desesperados), pero Dan no tenía intención de acudir allí. Podías dormir gratis, pero si te encontraban una botella, te la quitaban. Wilmington estaba lleno de albergues de una noche y moteles baratos donde a nadie le importaba una mierda lo que bebieras, esnifaras o te inyectaras, pero ¿por qué malgastar el dinero en una cama y un techo con un tiempo tan cálido y seco? Se preocuparía de las camas y los techos cuando se dirigiera al norte, sin olvidar recuperar sus pocas pertenencias de la habitación de Burney Street sin que su casera lo advirtiera.

La luna se elevaba sobre el río. La manta estaba extendida a su espalda. Pronto se tumbaría en ella, se envolvería como una crisálida y dormiría. Había alcanzado un nivel de embriaguez lo bastante alto como para sentirse feliz. El despegue y el ascenso habían sido duros, pero ahora todas las turbulencias de baja altitud quedaban detrás. Suponía que no llevaba lo que la América de moral recta denominaría una vida ejemplar, pero por el momento todo iba bien. Tenía una botella de Old Sun (comprada en una licorería a una distancia prudencial de Golden’s Discount) y medio bocadillo para el desayuno del día siguiente. El futuro se presentaba nublado, pero esa noche brillaba la luna. Todo era como debía ser.

(Suca)

De repente el niño estuvo con él. Tommy. Ahí mismo. Echando mano a la droga. Moratones en su brazo. Ojos azules.

(Suca)

Vio todo eso con una espantosa claridad que nada tenía que ver con el resplandor. Y más. Deenie tumbada de espaldas, roncando. La cartera roja de imitación de cuero. El fajo de cupones de comida con el sello del MINISTERIO DE AGRICULTURA DE EE.UU. impreso. El dinero. Los setenta dólares. Que él se había llevado.

Piensa en la luna. Piensa en lo tranquila que parece elevándose sobre el agua.

Sirvió durante un rato, pero entonces vio a Deenie tumbada de espaldas, la cartera roja de imitación de cuero, el fajo de cupones de comida, el irrisorio dinero arrugado (gran parte del cual ya había desaparecido). Lo que vio con mayor claridad fue al niño buscando la droga con una mano que parecía una estrella de mar. Ojos azules. Brazo amoratado.

Suca, dijo.

Mamá, dijo.

Dan había aprendido el truco de racionar los tragos; de ese modo el alcohol duraba más, el colocón era más relajado y al día siguiente la jaqueca era más leve y llevadera. A veces, sin embargo, la medición fallaba. Cosas que pasaban. Como en el Milky Way. Aquello había sido más o menos un accidente, pero lo de esta noche, acabarse la botella de cuatro tragos, había sido a propósito. La mente era una pizarra. La bebida, el borrador.

Se tumbó y se envolvió con la manta robada. Esperó a que llegara la inconsciencia, y así ocurrió, pero Tommy llegó primero. Camiseta de los Braves de Atlanta. Pañal caído. Ojos azules, brazo amoratado, mano cual estrella de mar.

Suca. Mamá.

Jamás hablaré de esto, se dijo. Con nadie.

Mientras la luna se elevaba sobre Wilmington, Carolina del Norte, Dan Torrance sucumbió a la inconsciencia. Tuvo sueños del Overlook, pero no los recordaría al despertar. Lo que recordó al despertar fueron los ojos azules, el brazo amoratado, la mano extendida.

Consiguió recuperar sus pertenencias y se dirigió al norte, primero al estado de Nueva York, luego a Massachusetts. Transcurrieron dos años. A veces ayudaba a la gente, principalmente a ancianos. Tenía una manera de hacerlo. En demasiadas noches de borrachera, el niño era su último pensamiento y el primero que acudía a su mente a la mañana siguiente. Era en el niño en quien siempre pensaba cuando se decía a sí mismo que iba a dejar la bebida. Quizá la semana siguiente; el mes que viene seguro. El niño. Los ojos. El brazo. La mano extendida cual estrella de mar.

Suca.

Mamá.