Se llamaba Andrea Steiner y le gustaba el cine, pero no los hombres. No había nada de sorprendente en eso, pues su padre había abusado de ella por primera vez cuando tenía ocho años. Había continuado violándola por igual espacio de tiempo, hasta que ella le puso fin pinchándole las pelotas, primero una, luego la otra, con una de las agujas de tejer de su madre, y acto seguido introduciendo esa misma aguja, roja y goteante, en la cuenca del ojo izquierdo de su progenitor-violador. Lo de las pelotas había sido fácil porque él estaba dormido, pero el dolor había bastado para despertarlo a pesar del talento especial de ella. Era, sin embargo, una chica grande, y él estaba borracho. Había logrado inmovilizarlo con su cuerpo el tiempo justo para administrarle el coup de grâce.
Ahora tenía cuatro veces ocho años, era una vagabunda arando el rostro de América, y un ex actor había relevado al cultivador de cacahuetes en la Casa Blanca. El nuevo inquilino lucía un cabello negro de actor poco creíble y una sonrisa de actor encantadora y falsa. Andi había visto una de sus películas en televisión. En ella, el hombre que llegaría a presidente interpretaba a un tipo que perdía sus piernas cuando un tren le pasaba por encima. Le gustaba la idea de un hombre sin piernas; un hombre sin piernas no podía perseguirte y violarte.
El cine, no existía cosa igual. Las películas te transportaban lejos. Podías contar con las palomitas y los finales felices. Podías conseguir que un hombre te acompañara, de ese modo se convertía en una cita y así pagaba él. La película que estaba viendo era de las buenas, con peleas y besos y música alta. Se titulaba En busca del arca perdida. Su cita de ese día estaba metiéndole mano bajo la falda, magreándole el muslo desnudo muy arriba, pero no importaba; una mano no era una polla. Lo había conocido en un bar. A la mayoría de los hombres con los que salía los conocía en bares. El tipo la invitó a una copa, pero una bebida gratis no equivalía a una cita; tan solo era un ligue.
¿Y esto?, le había preguntado él, deslizando la punta del dedo índice por su brazo izquierdo. Ella llevaba una blusa sin mangas, así exhibía el tatuaje. Le gustaba lucirlo cuando salía en busca de una cita. Quería que los hombres lo vieran; les parecía estrafalario. Se lo había hecho en San Diego el año después de que matase a su padre.
Es una serpiente, contestó ella. De cascabel. ¿No ves los colmillos?
Claro que los veía. Eran colmillos grandes, desproporcionados en relación con la cabeza. De uno pendía una gota de veneno.
Él era un hombre del tipo ejecutivo, con traje caro, cabello abundante, presidencial, peinado hacia atrás, y era su tarde libre en cualquiera que fuese el trabajo de chupatintas al que se dedicara. Su pelo era más blanco que negro y aparentaba alrededor de sesenta años. Casi le doblaba la edad. Pero eso a los hombres les daba igual. No le habría importado si en lugar de treinta y dos años hubiera tenido dieciséis. U ocho. Recordaba algo que su padre había dicho una vez: Si tienen edad suficiente para hacer pis, tienen edad suficiente para mí.
Claro que los veo, había dicho el hombre que ahora estaba sentado a su lado, pero ¿qué significa?
Puede que lo averigües, replicó Andi. Se pasó la lengua por el labio superior. Tengo otro tatuaje. En otro sitio.
¿Puedo verlo?
A lo mejor. ¿Te gusta el cine?
El hombre había fruncido el ceño. ¿Qué quieres decir?
¿No te gustaría tener una cita conmigo?
El tipo sabía lo que eso significaba, o lo que se suponía que significaba. Había más chicas en el local, y cuando hablaban de citas, se referían a una sola cosa. Pero no era eso a lo que Andi se refería.
Claro. Eres muy guapa.
Entonces invítame a una cita. Una cita de verdad. En el Rialto ponen En busca del arca perdida.
Yo estaba pensando más bien en ese hotelito que está dos manzanas más abajo, cielo. Una habitación con mueble bar y terraza, ¿qué te parece?
Andi había arrimado los labios a su oreja y presionaba los senos contra el brazo del hombre.
A lo mejor después. Llévame primero al cine. Págame la entrada y cómprame palomitas. La oscuridad me pone muy cariñosa.
Y ahí estaban, con Harrison Ford en la pantalla, grande como un rascacielos y restallando un látigo en el polvo del desierto. El viejo del cabello presidencial tenía la mano debajo de la falda, pero ella había plantado con firmeza un cubo de palomitas en su regazo, asegurándose de que pudiera recorrer casi por completo la línea de tercera base pero sin posibilidad de llegar a más. El hombre estaba intentando llegar más arriba, lo cual resultaba irritante porque ella quería ver el final de la película y saber qué había en el arca perdida. Así que…
A las dos de la tarde de un día de entre semana la sala de cine se hallaba casi desierta, pero había tres personas sentadas dos filas más atrás de Andi Steiner y su cita. Dos hombres, uno bastante viejo y otro que aparentaba rozar la mediana edad (aunque las apariencias engañan), flanqueaban a una mujer de extraordinaria belleza. Tenía los pómulos altos, los ojos grises, la tez cremosa. Se recogía su mata de pelo con una cinta ancha de terciopelo. Normalmente llevaba sombrero —una vieja y maltratada chistera—, pero ese día se lo había dejado en su autocaravana. Nadie se ponía sombrero de copa para ir al cine. Su nombre era Rose O’Hara, pero la familia nómada con la que viajaba la llamaba Rose la Chistera.
El hombre que rozaba la mediana edad era Barry Smith. Aunque cien por cien caucásico, se le conocía en la mentada familia como Barry el Chino a causa de sus ojos ligeramente rasgados.
—Eh, mirad eso —indicó—. Se pone interesante.
—La película sí es interesante —gruñó el anciano, Abuelo Flick. Pero no era más que su terquedad habitual. También él observaba a la pareja de dos filas más adelante.
—Mejor que lo sea —dijo Rose—, porque la mujer no es que sea muy vaporera. Un poco, pero…
—Allá va, allá va —anunció Barry cuando Andi se inclinó y pegó los labios a la oreja de su cita. El Chino sonreía, olvidada la caja de ositos de goma en su mano—. La he visto hacerlo tres veces y siempre me pone.
La oreja de Don Ejecutivo estaba cubierta por una mata de pelo blanco encostrada con cera del color de la mierda, pero Andi no permitió que eso la detuviera; deseaba largarse de esa ciudad lo antes posible y sus finanzas estaban peligrosamente mermadas.
—¿No estás cansado? —susurró al repugnante oído—. ¿No querrías echarte a dormir?
La cabeza del hombre se desplomó de inmediato sobre el pecho y empezó a roncar. Andi forcejeó bajo la falda, sacó la mano relajada del viejo y la apoyó en el reposabrazos. A continuación rebuscó en la chaqueta de aspecto caro de Don Ejecutivo. Encontró la cartera en el bolsillo interior izquierdo. Menos mal. No tendría que levantarlo de su culo gordo. Una vez que se dormían, moverlos podía resultar complicado.
Abrió la cartera, tiró al suelo las tarjetas de crédito y miró durante unos instantes las fotografías: Don Ejecutivo con un grupito de señores Ejecutivos con sobrepeso en el campo de golf; Don Ejecutivo con su esposa; un Don Ejecutivo mucho más joven posando delante de un árbol de Navidad con su hijo y dos hijas. Éstas llevaban gorros de Papá Noel y vestidos a juego. Probablemente no las había violado, pero no era algo impensable. Los hombres violaban cuando sabían que podrían irse de rositas, eso era algo que ella había aprendido. En las rodillas de su padre, por así decirlo.
En el compartimento para billetes había doscientos dólares. Ella había abrigado la esperanza de encontrar todavía más —el bar donde lo había conocido atendía a una clase de putas mejor que los de las cercanías del aeropuerto—, pero no estaba mal para la matinal de un martes, y siempre había hombres dispuestos a llevar a una chica guapa al cine, donde un poco de magreo sería solo el aperitivo. O eso pensaban ellos.
—Vale —murmuró Rose, y empezó a levantarse—. Me ha convencido. Vamos a darle una oportunidad.
Pero Barry le puso una mano en el brazo, refrenándola.
—No, espera. Mira. Ahora viene la mejor parte.
Andi volvió a inclinarse sobre la repugnante oreja y susurró:
—Duérmete más profundo. Todo lo que puedas. El dolor que sientas solo será un sueño. —Abrió su bolso y sacó un cuchillo con el mango nacarado. Era pequeño, pero la hoja estaba afilada como la de una navaja de afeitar—. ¿Qué es el dolor?
—Solo un sueño —musitó Don Ejecutivo al nudo de su corbata.
—Muy bien, cielito.
Le pasó un brazo alrededor y le asestó cuatro tajos en rápida sucesión que abrieron dos VV en la mejilla derecha (una mejilla tan gorda que pronto sería papada). Se tomó un momento para admirar su obra bajo la luz del ensoñador haz de colores del proyector, y de pronto manó una cortina de sangre. Se despertaría con el rostro ardiendo, el hombro derecho de su caro traje empapado, y necesitando una sala de urgencias.
¿Y cómo se lo explicarás a tu mujer? Ya se te ocurrirá algo, estoy segura. Pero a no ser que te hagas la cirugía plástica, verás mis marcas cada vez que te mires en el espejo. Y cada vez que salgas en busca de una desconocida en algún bar te acordarás de cuando te mordió una serpiente de cascabel. Una serpiente de falda azul y blusa blanca sin mangas.
Metió los dos billetes de cincuenta y los cinco de veinte en su bolso, lo cerró con un chasquido, y se disponía a levantarse cuando una mano se posó en su hombro y una mujer le susurró al oído:
—Hola, querida. Podrás ver el resto de la película en otra ocasión. Ahora mismo vas a acompañarnos.
Andi trató de revolverse, pero unas manos le atenazaban la cabeza. Lo terrible del asunto era que estaban dentro.
Después de eso —hasta que descubrió que estaba en el EarthCruiser de Rose, en un camping lleno de malas hierbas a las afueras de esa ciudad del Medio Oeste— todo fue oscuridad.
Cuando despertó, Rose le dio una taza de té y habló con ella largo y tendido. Andi la escuchó, pero casi toda su atención estaba puesta en la mujer que la había raptado. Era impresionante, aunque eso era quedarse corto. Rose la Chistera medía un metro ochenta, llevaba sus largas piernas enfundadas en medias blancas y pudo apreciar sus pechos erguidos bajo una camiseta con el logo de UNICEF y el lema: «Lo que haga falta para salvar a un niño». Su rostro era el de una reina tranquila, serena y carente de preocupaciones. Su cabello, ahora suelto, le caía hasta la mitad de la espalda. La gastada chistera que llevaba ladeada en la cabeza desentonaba, pero por lo demás era la mujer más hermosa que Andi Steiner había visto nunca.
—¿Comprendes lo que te he contado? Te estoy brindando una oportunidad, Andi, y no deberías tomártela a la ligera. Hace veinte años o más que no le ofrecemos a nadie lo que te estoy ofreciendo a ti.
—¿Y si digo que no? ¿Qué pasará entonces? ¿Me mataréis, y cogeréis este…? —¿Cómo lo había llamado?—. ¿Este vapor?
Rose sonrió. Sus labios eran voluptuosos, rosa coral. Andi, que se consideraba a sí misma asexual, se preguntó, no obstante, a qué sabría su lápiz de labios.
—No tienes tanto vapor como para que nos molestemos por él, querida, y lo que tienes no es que sea para chuparse los dedos. Sabría como le sabría a un paleto la carne de una vaca vieja y dura.
—¿A un qué?
—Da igual. Escucha. No vamos a matarte. Si dices que no, lo que haremos es borrarte de la memoria esta conversación. Aparecerás en una cuneta en las afueras de alguna ciudad insignificante… Topeka, tal vez, o Fargo…, sin dinero, sin documentos de identidad y sin recordar cómo llegaste allí. Lo último que recordarás es que entraste en ese cine con el hombre al que robaste y desfiguraste.
—¡Se lo merecía! —espetó Andi.
Rose se irguió sobre las puntas de los pies y se estiró, sus dedos tocaban el techo de la caravana.
—Eso es problema tuyo, muñeca, yo no soy tu psiquiatra. —No llevaba sujetador; Andi vio los movedizos signos de puntuación de sus pezones contra la camiseta—. Pero he aquí algo que deberías considerar: nos llevaremos tu talento además de tu dinero y tus documentos de identidad, que sin duda son falsos. La próxima vez que le sugieras a un hombre que se duerma en un cine oscuro, te mirará y te preguntará de qué cojones estás hablando.
Andi experimentó un gélido goteo de miedo.
—No puedes hacer eso.
Sin embargo, recordó las manos terriblemente fuertes que habían penetrado en su cerebro y supo que esa mujer podía. Tal vez necesitara un poco de ayuda de sus amigos, los de las autocaravanas y otros vehículos agrupados en torno a esta como lechones en la teta de una marrana, pero, oh, sí, podía.
—¿Cuántos años tienes, querida? —preguntó Rose, pasando por alto su comentario.
—Veintiocho. —Había ocultado su edad desde que cumplió los temidos treinta.
Rose la miró sonriendo, en silencio. Andi aguantó el escrutinio de sus hermosos ojos grises durante cinco segundos, después tuvo que bajar la mirada. Pero al hacerlo sus ojos se posaron en aquellos suaves pechos, desguarnecidos pero sin señal de flacidez. Y cuando volvió a alzar la vista, sus ojos no llegaron más allá de los labios de la mujer. Esos labios rosa coral.
—Tienes treinta y dos años —dijo Rose—. Oh, los aparentas porque has llevado una vida difícil. Una vida en fuga. Pero todavía eres bonita. Quédate con nosotros, vive con nosotros, y dentro de diez años tendrás realmente veintiocho.
—Eso es imposible.
Rose sonrió.
—Dentro de cien años, parecerás y te sentirás como si tuvieras treinta y cinco. Es decir, hasta que tomes vapor. Entonces volverás a tener veintiocho, con la diferencia de que te sentirás diez años más joven. Y tomarás vapor a menudo. Vivir mucho, permanecer joven, comer bien: ésas son las que cosas que te ofrezco. ¿Qué tal suena?
—Demasiado bien para ser cierto —dijo Andi—. Como esos anuncios que te ofrecen un seguro de vida por diez dólares.
No se equivocaba del todo. Rose no había dicho ninguna mentira (al menos todavía), pero omitía algunos detalles. Como que a veces el vapor escaseaba. Como que no todo el mundo sobrevivía a la Conversión. Rose juzgaba que esa mujer sobreviviría, y el Nueces, el médico amateur del Nudo, había asentido con cautela, pero nada era seguro.
—¿Y tú y tus amigos os hacéis llamar…?
—No son mis amigos, son mi familia. Somos el Nudo Verdadero. —Rose entrelazó los dedos y los levantó frente al rostro de Andi—. Y lo que se ata jamás podrá ser desatado. Tienes que entenderlo.
Andi, que sabía que una chica violada jamás podrá ser desviolada, lo entendía perfectamente.
—¿Tengo alternativa?
Rose se encogió de hombros.
—Solo malas, querida. Pero es mejor si lo deseas de verdad. Facilitará la Conversión.
—Esa Conversión… ¿duele?
Rose sonrió y pronunció la primera mentira.
—En absoluto.
Una noche de verano en las afueras de una ciudad del Medio Oeste.
En algún lugar, la gente veía a Harrison Ford restallar su látigo; en algún lugar, el Presidente Actor sin duda esbozaba su sonrisa falsa; aquí, en este camping, Andi Steiner estaba tendida en una tumbona de jardín barata, bañada por la luz de los faros del EarthCruiser de Rose y la Winnebago de alguna otra persona. Rose le había explicado que, aunque el Nudo Verdadero poseía varios terrenos, éste no era suyo. Sin embargo, su hombre de avanzadilla era capaz de arrendar lugares como ése, negocios tambaleándose al borde de la insolvencia. Estados Unidos sufría una recesión, pero para el Nudo el dinero no era un problema.
—¿Quién es el hombre de avanzadilla? —había preguntado Andi.
—Ah, es todo un triunfador —había respondido Rose sonriendo—. Es capaz de cautivar a cualquiera. Pronto lo conocerás.
—¿Es tu hombre especial?
Rose se había reído y había acariciado la mejilla de Andi. El contacto de sus dedos le provocó un gusanillo ardiente de excitación en el estómago. Una locura, pero ahí estaba.
—Has tenido un destello, ¿no? Todo saldrá bien.
Quizá, pero ahí tendida, Andi ya no sentía excitación sino miedo. Una sucesión de artículos de periódico cruzó por su mente, noticias sobre cadáveres hallados en una zanja, cadáveres hallados en el claro de un bosque, cadáveres hallados en el fondo de un pozo seco. Mujeres y niñas. Casi siempre mujeres y niñas. No era Rose quien la asustaba —no exactamente— y allí había otras mujeres, pero también había hombres.
Rose se arrodilló a su lado. La luz deslumbrante de los faros debería haber convertido su rostro en un crudo y feo paisaje de blancos y negros, pero se demostró lo contrario: solo la hacía más hermosa. Acarició una vez más la mejilla de Andi.
—No temas —la tranquilizó—. No temas.
Se volvió hacia una de las otras mujeres, una criatura de belleza pálida a la que Rose llamaba Sarey la Callada, y asintió con la cabeza. Sarey le devolvió el gesto y entró en el monstruoso vehículo de Rose. Los demás, entretanto, empezaron a formar un círculo en torno a la tumbona. A Andi no le gustó aquello. Poseía cierta cualidad sacrificial.
—No temas. Pronto serás una de nosotros, Andi. Una con nosotros.
A menos que no salgas del ciclo, pensó Rose. En ese caso, quemaremos tus ropas en la incineradora que hay detrás de los servicios y mañana nos iremos. Pero quien nada arriesga, nada gana.
Sin embargo, esperaba que eso no sucediera. Ella le gustaba, y una persona con el talento de dormir a otros les vendría muy bien.
Sarey regresó con un recipiente de acero que parecía un termo. Se lo entregó a Rose, que le quitó la tapa roja. Debajo había un pulverizador y una válvula. Andi pensó en un bote de insecticida sin etiqueta. Se le pasó por la cabeza saltar de la tumbona y escapar de allí, pero entonces se acordó de lo ocurrido en el cine, de las manos que la habían apresado dentro de su cabeza, impidiendo que se moviera.
—Abuelo Flick, ¿nos guiarás? —preguntó Rose.
—Encantado.
Era el viejo del cine. Esa noche llevaba unas holgadas bermudas de color rosa, sandalias y calcetines blancos que subían desde sus huesudos tobillos hasta las rodillas. Andi pensó que se parecía al abuelo de Los Walton tras haber pasado dos años en un campo de concentración. El viejo levantó las manos y los demás le imitaron. Enlazados de esa manera, y recortadas sus siluetas bajo los rayos cruzados de los faros, ofrecían el aspecto de una cadena de extraños monigotes de papel.
—Somos el Nudo Verdadero —dijo. La voz que surgía de aquel pecho hundido ya no temblaba; era la voz profunda y resonante de un hombre mucho más joven y fuerte.
—Somos el Nudo Verdadero —respondieron ellos—. Lo que se ata jamás podrá ser desatado.
—He aquí una mujer —dijo Abuelo Flick—. ¿Se unirá a nosotros? ¿Unirá su vida a nuestra existencia y será una con nosotros?
—Di «sí» —apuntó Rose.
—S-sí —farfulló Andi. Su corazón ya no latía; vibraba como un cable.
Rose giró la válvula del bote. Se oyó un suspiro, corto y compungido, y escapó una bocanada de niebla plateada. En lugar de disiparse en la ligera brisa nocturna, quedó suspendida sobre el recipiente hasta que Rose se inclinó hacia delante, frunció sus fascinantes labios de coral y sopló suavemente. La bocanada de niebla —era un poco como un globo de diálogo de un cómic sin ninguna palabra en su interior— se desplazó hasta cernirse sobre el rostro de Andi, que miraba hacia arriba con los ojos muy abiertos.
—Somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos —proclamó Abuelo Flick.
—Sabbatha hanti —respondieron los demás.
La niebla empezó a descender, muy despacio.
—Somos los elegidos.
—Lodsam hanti —respondieron.
—Respira hondo —dijo Rose, y besó a Andi suavemente en la mejilla—. Te veré en el otro lado.
Quizá.
—Somos los afortunados.
—Cahanna risone hanti.
Después, todos juntos:
—Somos el Nudo Verdadero, nosotros…
Pero en ese punto Andi perdió el hilo. La sustancia plateada se asentó sobre su rostro y era fría, muy fría. Al inhalarla, cobró una especie de vida tenebrosa y empezó a gritar dentro de ella. Un niño hecho de niebla —chico o chica, no lo sabía— forcejeaba para escapar, pero alguien le cortaba el paso. Rose le cortaba el paso, mientras los demás se estrechaban en un círculo a su alrededor (en un nudo), enfocándola con una docena de linternas, iluminando un asesinato a cámara lenta.
Andi trató de saltar de la tumbona, pero no tenía con qué saltar. Su cuerpo había desaparecido. Donde había estado solo quedaba dolor en forma de ser humano. El dolor de la agonía del niño y de la suya propia.
Abrázalo. El pensamiento fue como una gasa fría presionando la herida ardiente que era su cuerpo. Es la única manera de pasar.
No puedo, llevo toda mi vida huyendo de este dolor.
Tal vez, pero has agotado los sitios adonde huir. Abrázalo. Trágalo. Toma el vapor o muere.
Los Verdaderos continuaban con las manos alzadas entonando palabras ancestrales: sabbatha hanti, lodsam hanti, cahanna risone hanti. Observaban cómo la blusa de Andi Steiner se alisaba en el lugar que ocupaban sus senos, cómo su falda se desinflaba igual que una boca que se cierra. Observaban cómo su rostro se tornaba en cristal lechoso. Sus ojos perduraban, sin embargo, flotando cual globos diminutos en vaporosas cuerdas de nervios.
Pero van a desaparecer también, pensó el Nueces. No es lo bastante fuerte. Creí que quizá lo lograría, pero me equivoqué. Puede que vuelva un par de veces, pero no saldrá del ciclo. No quedará nada, solo su ropa. Intentó recordar su propia Conversión, pero solo se acordaba de que la luna estaba llena y de que en vez de faros había una hoguera encendida. Una hoguera, el relincho de caballos… y el dolor. ¿Era posible recordar realmente el dolor? No lo creía. Sabías que existía tal cosa, y que lo habías sufrido, pero no era lo mismo.
La cara de Andi emergió a la existencia flotando como el rostro de un fantasma sobre la mesa de un médium. La pechera de la blusa se infló, dibujó curvas; la falda se hinchó cuando sus caderas y sus muslos retornaron al mundo. Aulló de agonía.
—Somos el Nudo Verdadero, nosotros perduramos —cantaron a la luz de los haces cruzados de las autocaravanas—. Sabbatha hanti. Somos los elegidos, lodsam hanti. Somos los afortunados, cahanna risone hanti. —Continuarían así hasta que terminara. De un modo u otro, ya no tardaría mucho.
Andi empezó a desaparecer de nuevo. Su carne se transformó en un cristal nebuloso a través del cual los Verdaderos pudieron ver el esqueleto y la sonrisa ósea de su calavera. Varios empastes plateados brillaban en aquella mueca. Sus ojos incorpóreos giraban salvajemente en cuencas que ya no estaban allí. Seguía gritando, pero ahora solo se oía un eco débil, como proveniente del fondo de un pasillo lejano.
Rose supuso que se había rendido, era lo que hacían cuando el dolor se volvía insoportable, pero ésta era dura. Retornó a la existencia en un remolino, sin cesar de gritar. Sus manos recién llegadas agarraron a Rose con una fuerza desenfrenada y la arrastraron. Rose se inclinó hacia delante, apenas notaba el dolor.
—Sé lo que quieres, muñeca. Vuelve y podrás tenerlo. —Pegó su boca a la de Andi y le acarició el labio superior con la lengua hasta que el labio se convirtió en niebla. Pero los ojos seguían ahí, fijos en los de Rose.
—Sabbatha hanti —cantaban—. Losan hanti. Cahanna risone hanti.
Andi regresó, su rostro crecía en torno a la mirada fija de sus ojos, anegados de dolor. Le siguió el cuerpo. Por un instante Rose vio los huesos de los brazos, los huesos de los dedos que aferraban los suyos, y entonces, una vez más, se revistieron de carne.
Rose volvió a besarla. Incluso en su dolor, Andi respondió, y Rose insufló su propia esencia por la garganta de la mujer más joven.
Quiero a ésta. Y aquello que quiero lo consigo.
Andi empezó a desvanecerse de nuevo, pero Rose pudo sentir que lo combatía. Que se sobreponía. Que, en vez de absorberla, se alimentaba con la aullante fuerza vital que había insuflado por su garganta y en sus pulmones.
Que tomaba vapor por primera vez.
El miembro más reciente del Nudo Verdadero pasó aquella noche en la cama de Rose O’Hara y por primera vez en su vida halló en el sexo algo distinto al miedo y el dolor. Tenía la garganta irritada por los gritos que había proferido en la tumbona, pero volvió a gritar cuando esta nueva sensación —placer para contrarrestar el dolor de su Conversión— se apoderó de su cuerpo y una vez más pareció volverlo transparente.
—Grita cuanto quieras —dijo Rose, alzando la vista de entre los muslos de Andi—. Han oído muchos gritos. Tanto de los buenos como de los malos.
—¿El sexo es así para todo el mundo? —En tal caso, ¡lo que se había perdido! ¡Cuánto le había robado el cabrón de su padre! ¿Y la gente creía que la ladrona era ella?
—Es así para nosotros, cuando hemos tomado vapor —dijo Rose—. Eso es todo lo que necesitas saber.
Bajó la cabeza y volvió a empezar.
No mucho antes de medianoche, Charlie el Fichas y Baba la Rusa, sentados en el escalón inferior de la autocaravana del primero, compartían un porro y contemplaban la luna. Del EarthCruiser de Rose llegaron más gritos.
Charlie y Baba se miraron y sonrieron.
—A alguien le gusta —observó Baba.
—¿Cómo no iba a gustarle? —dijo Charlie.
Andi despertó con la primera luz del alba, apoyada la cabeza en la almohada de los senos de Rose. Se sentía completamente diferente pero, al mismo tiempo, nada parecía haber cambiado. Alzó la cabeza y vio a Rose mirándola con aquellos extraordinarios ojos grises.
—Me has salvado —dijo Andi—. Me trajiste de vuelta.
—No podría haberlo hecho sola. Tú querías volver. —En más de un sentido, cariño.
—Lo que hicimos después… no podremos repetirlo, ¿verdad?
Rose negó con la cabeza, sonriendo.
—No. Y está bien así. Algunas experiencias son absolutamente insuperables. Además, mi hombre volverá hoy.
—¿Cómo se llama?
—Responde a Henry Rothman, pero eso es solo para los paletos. Para los Verdaderos su nombre es Papá Cuervo.
—¿Le quieres? Sí, ¿verdad?
Rose sonrió, se acercó a Andi y la besó. Pero no respondió.
—¿Rose?
—¿Sí?
—¿Soy…? ¿Sigo siendo humana?
A esta pregunta Rose le dio la misma respuesta que Dick Hallorann había dado una vez al joven Danny Torrance, y con el mismo tono frío de voz.
—¿Te importa?
Andi decidió que no. Decidió que estaba en casa.