Morgan pasó al lado del vigilante y agitó una tarjeta que había caducado hacía medio año mientras que Larry, con buen sentido del deber, se paró, sacó su arrugada tarjeta prepago y dijo:
—Ängbyplan.
El vigilante alzó los ojos del libro que estaba leyendo, selló dos tickets. Morgan se reía cuando Larry llegó hasta él y empezaron a bajar las escaleras.
—¿Por qué cojones haces eso, eh?
—¿Qué? ¿Sellar?
—Sí. Te van a dar por el culo igual.
—No es eso.
—¿Qué es entonces?
—Yo no soy como tú, ¿vale?
—Pero ¿qué dices?… el tío estaba sentado y… habrías podido enseñarle una foto del rey sin que hubiera reaccionado.
—Sí, sí. No hables tan alto, joder.
—¿Qué crees, que viene detrás de nosotros o qué?
Antes de abrir las puertas que daban al andén, Morgan, haciendo bocina con las manos, gritó en dirección a la entrada de la estación:
—¡Alarma! ¡Alarma! ¡Viajero sin billete!
Larry se largó, dio unos pasos hacia el andén. Cuando Morgan llegó a su altura, le dijo:
—Eres como un crío, ¿lo sabes?
—Por supuesto. Ahora vamos a ver: ¿qué fue lo que pasó?
Larry había llamado por la noche a Morgan para contarle un poco de lo que Gösta le había dicho por teléfono a él diez minutos antes. Habían quedado en encontrarse por la mañana, temprano, a la entrada del metro, para ir al hospital.
Ahora se lo volvía a contar otra vez. Virginia, Lacke, Gösta, los gatos. La ambulancia en la que Lacke la acompañó. Lo iba bordando con detalles de su cosecha, y, antes de que hubiera terminado, llegó el metro en dirección al centro. Subieron, consiguieron una ventanilla para ellos solos y Larry terminó la historia con:
—… y entonces se pusieron en marcha con las sirenas sonando a toda pastilla.
Morgan asintió, se mordió la uña de uno de los pulgares mirando a través de la ventanilla mientras el tren salía del túnel y paraba en Islandstorget.
—¿Pero por qué cojones se lió aquello de esa manera?
—¿Con los gatos? No sé. Se volverían locos o algo así.
—¿Todos? ¿Al mismo tiempo?
—Sí. ¿Se te ocurre algo mejor?
—No. Mierda de gatos. Lacke estará ahora totalmente hundido.
—Mmm. No andaba precisamente muy boyante últimamente.
—No —Morgan suspiró—. Es una pena lo de Lacke, la verdad. Deberíamos… sí, no sé. Hacer algo.
—¿Y de Virginia?
—Sí, sí, sí. Pero estar herido…, o sea, enfermo. Es lo que es, ¿no? Uno está allí ingresado. Lo jodido es estar al lado y… no, no sé, pero él estaba bastante… últimamente, cuando… ¿de qué disparates hablaba? ¿De hombres lobo?
—De vampiros.
—Sí. No se puede decir que sea propiamente un indicio de que alguien se encuentra a tope, ¿no?
El metro se paró en Ängbyplan. Cuando las puertas se cerraron, Morgan dijo:
—Bueno, pues eso. Ahora estamos en el mismo barco.
—Creo que no son tan duros si uno tiene una zona pagada.
—Tú lo crees. Pero no lo sabes.
—¿Has visto las cifras? Del Partido Comunista.
—Sí, sí. Mejorarán hasta las elecciones. Hay mucho socialdemócrata que, a la chita callando, cuando se ven con la papeleta en la mano pues votan con el corazón.
—Eso es lo que tú crees.
—No. Lo sé. El día que el Partido Comunista salga del Parlamento, ese día empezaré a creer en los vampiros. Aunque está claro: conservadores siempre hay. Bohman y compañía, ya sabes. Ahí tienes a las verdaderas sanguijuelas….
Morgan puso en marcha uno de sus monólogos. Larry dejó de escucharle en algún punto cerca de Åkeshov. Fuera de los invernaderos había un policía mirando hacia el metro. Larry sintió una punzada de inquietud al pensar que había sellado pocos tickets, pero desechó inmediatamente aquel pensamiento cuando recordó por qué estaba allí el policía.
El agente parecía bastante aburrido. Larry se relajó; algunas palabras sueltas del discurso de Morgan le daban vueltas en la cabeza mientras seguían traqueteando hacia Sabbatsberg.
Las ocho menos cuarto y todavía ninguna enfermera. La raya de color gris sucio del techo se había vuelto gris claro y las persianas dejaban pasar suficiente luz como para que se sintiera como si estuviera en un solárium. El cuerpo le ardía, se dilataba, pero nada más. No iba a pasar nada más.
Lacke resoplaba en la cama de al lado, masticando en sueños. Ella estaba preparada. Si hubiera podido apretar un botón para hacer que viniera una enfermera, lo habría hecho. Pero tenía las manos atadas y no era posible.
Por eso esperaba. El calor de la piel era doloroso, pero no insoportable. Peor era el continuo esfuerzo para mantenerse despierta. Un momento de descuido y la respiración cesaba, el espacio dentro de su cabeza empezaba a apagarse a toda velocidad y tenía que abrir los ojos y sacudir la cabeza para hacer que se encendiera de nuevo.
Al mismo tiempo, esa atención necesaria era una bendición; le impedía pensar. Toda su energía mental la empleaba en mantenerse despierta. No había espacio para la duda, el arrepentimiento u otras alternativas.
A las ocho en punto llegó la enfermera.
Cuando abrió la boca para decir: «¡Buenos días, buenos días!», o lo que las enfermeras dijeran por la mañana, chistó Virginia:
—¡Chsss!
La boca de la enfermera se cerró con un asombrado «clic» y arrugó el entrecejo mientras, en la penumbra, se acercaba a la cama de Virginia; inclinándose sobre ella, dijo:
—Bueno, cómo…
—¡Chsss! —susurró Virginia—. Perdón, pero no quiero despertarlo. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a Lacke. La enfermera asintió y dijo en voz más baja:
—No, no. Pero tengo que tomarte la temperatura y una pequeña prueba de sangre.
—Sí, sí. Pero ¿podrías sacarlo a él primero?
—Sacar… ¿quieres que le despierte?
—No. Pero si pudieras… sacarlo dormido.
La enfermera miró a Lacke como para sopesar si lo que Virginia pedía era posible físicamente, luego sonrió y contestó:
—Sí, seguro que sale bien. Vamos a tomar la temperatura sólo en la boca, así que no tenéis que sentiros…
—No es eso. ¿Serías tan amable… sólo tan amable de hacer lo que te pido?
La enfermera echó un vistazo a su reloj.
—Tendréis que disculparme, pero tengo otros pacientes que…
Virginia bufó lo más alto que se atrevía.
—Por favor.
La enfermera dio medio paso hacia atrás. Evidentemente estaba informada de lo que había ocurrido con Virginia por la noche. Su mirada voló a los cinturones que le sujetaban los brazos y lo que vio pareció tranquilizarla; se volvió a acercar a la cama. Entonces empezó a hablar a Virginia como si fuera débil mental.
—Es que… yo… nosotros, para poder ayudarla a que se ponga bien otra vez necesitamos un poco…
Virginia cerró los ojos, suspiró, desistió. Después dijo:
—¿Podrías levantar las persianas?
La enfermera asintió y fue hacia la ventana. Mientras tanto Virginia se quitó el edredón de una patada, quedándose desnuda sobre la cama. Contuvo la respiración. Cerró los ojos.
Se acabó. Ahora quería desconectarse. Ahora quería conscientemente dar paso a las mismas funciones contra las que había estado peleando toda la mañana. No fue posible. En cambio llegó eso que dicen: la vida pasó delante de ella como una película a cámara rápida.
El pájaro que tenía en una caja de cartón… el olor a sábanas recién planchadas en el lavadero… mamá que se agacha sobre las migas de los bollos de canela… papá… el humo de su pipa… Per… la casita… Lena y yo, el rebozuelo tan grande que encontramos aquel verano… Ted con compota de arándanos en la mejilla… Lacke, su espalda… Lacke…
Un sonido chirriante cuando se levantaron las persianas, y un mar de fuego la absorbió.
A Oskar lo había despertado su madre a las siete y diez, como de costumbre. Se había levantado y había tomado el desayuno, como de costumbre. Se había vestido y había dado a su madre un abrazo de despedida a las siete y media, como de costumbre.
Se sentía como de costumbre.
Lleno de inquietud, de malos presentimientos, claro. Pero eso tampoco era especialmente raro cuando iba a ir a la escuela el primer día después del fin de semana.
Metió el libro de geografía, el atlas y la copia que no había hecho en la cartera, estuvo listo a las ocho menos veinticinco. No tenía que salir hasta dentro de un cuarto de hora. ¿Y si hacía esa copia de todos modos? No. No tenía ganas.
Se sentó en su escritorio y se quedó mirando la pared.
¿Eso tenía que significar que no estaba contagiado? ¿O tendría un periodo de incubación? No. Ese viejo… había pasado en sólo unas horas.
No estoy contagiado.
Debería de estar contento, aliviado. Pero no lo estaba. Sonó el teléfono.
¡Eli. Ha pasado algo con…!
Salió disparado de la mesa, al pasillo, levantó el auricular del teléfono:
—¡HolasoyOskar!
—Sí… Hola. Papá. Sólo papá.
—Hola.
—Bueno, ¿así que estás… en casa?
—Me iba a ir ahora a la escuela.
—Bueno, entonces no te voy a… ¿está mamá en casa?
—No, se ha ido al trabajo.
—Sí, eso pensaba.
Oskar comprendió. Por eso llamaba a esa hora tan rara, porque sabía que su madre no estaría. Su padre tosió.
—Sí, he estado pensando… lo que pasó el sábado. Fue un poco… lamentable.
—Sí.
—Sí. ¿Le has contado a tu madre… lo que pasó?
—¿Tú qué crees?
Hubo un silencio al otro lado. El zumbido estático de cien kilómetros de cable telefónico. Los grajos posados en él, tiritando, mientras las conversaciones de la gente corrían bajo sus pies. Su padre volvió a toser.
—Bueno, he preguntado lo de esos patines, y va bien. Puedes tenerlos.
—Tengo que irme ya.
—Sí, claro. Que te… vaya bien en la escuela entonces.
—Vale. Adiós.
Oskar colgó el auricular, cogió la cartera y se fue a la escuela. No sentía nada.
Faltaban cinco minutos hasta que empezaran las clases y algunos alumnos estaban en el pasillo, fuera del aula. Oskar dudó un momento, luego se echó la cartera a la espalda y se dirigió hacia la clase. Todas las miradas se volvieron hacia él.
Linchamiento. Abucheo colectivo.
Sí, se había temido lo peor. Evidentemente, todos sabían lo que le había pasado a Jonny el jueves, aunque no vio la cara de Jonny entre los reunidos, pero claro, la que oyeron el viernes fue la versión de Micke. Micke sí que estaba allí, estaba y sonreía con su sonrisa idiota, como de costumbre.
En vez de aminorar la marcha, prepararse de alguna manera para escapar, aceleró el paso, fue rápidamente hacia el aula. Se sentía vacío por dentro. Ya no se preocupaba por lo que sucedía. No tenía importancia.
Y lógicamente ocurrió el milagro: el mar se abrió.
El grupo que estaba fuera se dispersó, abriendo camino a Oskar hasta la puerta. Él, en realidad, no se había esperado otra cosa. Tanto si era porque irradiaba fuerza o porque era un paria maloliente al que había que evitar, eso era lo de menos.
Él ahora era de otra especie. Los otros lo notaban y se apartaban.
Oskar entró en la clase sin mirar a los lados, se sentó en su pupitre. Oyó el murmullo de fuera, del pasillo, y después de un par de minutos los demás entraron en tromba. Johan levantó el pulgar al pasar al lado del pupitre de Oskar. Oskar se encogió de hombros.
Luego llegó la maestra, y cinco minutos después de que hubiera empezado la clase apareció Jonny. Oskar había creído que tendría algún tipo de vendaje en la oreja, pero no. La oreja sin embargo estaba amoratada, hinchada y parecía como si no perteneciera al cuerpo.
Jonny se sentó en su sitio. No miró a Oskar, ni a nadie.
Está avergonzado.
Sí, así era. Oskar volvió la cabeza para mirar a Jonny, que estaba sacando un álbum de fotos de la cartera y metiéndolo en su pupitre. Y vio que Jonny tenía las mejillas muy rojas, a juego con la oreja. A Oskar le dieron ganas de sacarle la lengua, pero se contuvo.
Demasiado infantil.
Los lunes, Tommy no empezaba las clases hasta las diez menos cuarto, así que Staffan se levantó a las ocho y tomó una taza rápida de café antes de bajar a hablar un poco en serio con el chico.
Yvonne se había ido al trabajo; Staffan tenía que presentarse a las nueve en Judarn para, ya bajo mínimos, seguir rastreando el bosque, aunque se suponía que no daría ningún resultado.
Bueno, era agradable estar fuera y parecía que el tiempo iba a ser bueno. Aclaró la taza de café bajo el grifo, se paró a pensar un momento, luego se puso el uniforme. Había sopesado la idea de bajar a ver a Tommy con ropa de calle, hablar con él como una persona normal, como si dijéramos. Pero, bien pensado, aquello era estrictamente una cuestión policial, vandalismo, y, además, el uniforme era un manto de autoridad de la que él, evidentemente, tampoco creía carecer en condiciones normales, pero… sí.
Además era más práctico estar ya vestido, puesto que tenía que ir luego al trabajo. Así que Staffan se puso el uniforme, la cazadora de invierno, se miró en el espejo para comprobar qué impresión daba y le pareció bien. Luego cogió la llave del sótano, que Yvonne le había dejado encima de la mesa de la cocina, salió, cerró la puerta, echó una mirada a la cerradura (deformación profesional) y bajó las escaleras, abrió la puerta del sótano.
Y hablando de deformaciones profesionales…
Aquí había algún fallo con la cerradura. No presentaba resistencia al girar la llave, no había más que abrir. Se agachó, revisó el mecanismo.
Claro. Una bolita de papel.
Un truco clásico entre los ladrones; bajo cualquier pretexto visitar el lugar donde querían dar el golpe, manipular la cerradura y luego esperar a que el dueño no lo notara cuando abandonara el lugar.
Staffan sacó la punta de su navaja y sacó la bolita de papel. Tommy, claro.
No se paró a pensar para qué iba a manipular Tommy la cerradura de una puerta de la que tenía llave. Tommy era un ladrón que estaba allí, y esto era un truco de ladrón. Luego: Tommy.
Yvonne le había indicado cuál era el trastero, y mientras Staffan avanzaba hacia allí, iba preparando en la cabeza el discurso que le iba a echar. Había pensado ir un poco de colega, tomárselo con calma, pero lo de la cerradura le había vuelto a poner de mal humor.
Le iba a explicar a Tommy —explicar, no amenazar— lo de las cárceles de menores, lo de asuntos sociales, la edad a la que podían ser condenados y todo eso. De manera que comprendiera en qué carrera estaba empezando a meterse.
La puerta del trastero estaba abierta. Staffan echó un vistazo dentro. Vaya. El zorro ha abandonado la cueva. Luego vio las manchas. Se agachó, pasó el dedo sobre ellas.
Sangre.
El edredón de Tommy reposaba encima del sofá; también allí había unas pocas manchas de sangre. Y el suelo estaba, lo veía ahora que se fijaba atentamente, lleno de sangre.
Aterrado, salió del trastero.
Ante sus ojos tenía ahora… un escenario donde se había cometido un crimen. En vez del discurso que pensaba echar, su cabeza empezó a pasar las hojas del libro con las normas para el tratamiento de los lugares en que se hubiera producido un crimen. Se lo sabía de memoria, pero mientras localizaba los párrafos
Salvaguardar el material de tal índole que pueda desaparecer… anotar la hora… evitar contaminar los lugares donde quepa la posibilidad de poder encontrar restos de tejidos
oyó un débil susurro detrás de él. Un susurro intercalado de golpes amortiguados.
Había un palo trabado en los volantes de la cerradura del refugio. Se acercó a la puerta, escuchó. Sí. El susurro, los golpes venían de allí dentro. Sonaba casi como una… misa. Una letanía recitada de la que él no podía entender las palabras.
Satanistas…
Un pensamiento tonto, pero cuando miró el palo que estaba puesto en la puerta, la verdad es que sintió miedo, porque se fijó en la punta. Unas líneas pegadas de color rojo oscuro que se extendían unos diez centímetros sobre el propio palo. Igual, exactamente igual a la hoja de un cuchillo cuando había sido usada en un acto violento y no se había secado del todo.
Los susurros al otro lado de la puerta continuaban.
¿Pedir refuerzos?
No. Quizá se estuviera cometiendo algún acto delictivo ahí dentro y se consumara mientras él corría a llamar. Tendría que arreglárselas solo.
Desabrochó la funda de la pistola para tener ésta a mano, sacó la porra. Con la otra mano extrajo un pañuelo del bolsillo, lo puso con cuidado en un extremo del palo y empezó a sacarlo del volante al mismo tiempo que permanecía atento por si el ruido del palo provocaba algún cambio, algún tipo de reacción dentro del cuarto.
No. La letanía y los susurros continuaban.
El palo estaba fuera. Lo puso contra la pared para no destruir las huellas de la mano o de los dedos.
Sabía que un pañuelo no era una garantía para que las huellas no se estropearan, por eso en vez de agarrar directamente el volante puso dos dedos rígidos en una de las aspas y empezó a girarla.
Los pestillos de la cerradura se abrieron. Se chupó los labios. Sintió que tenía la garganta seca. Giró el segundo volante hasta el tope y la puerta se abrió un centímetro.
Entonces oyó las palabras. Era una canción. La canción, un susurro entrecortado y lloroso:
¡Doscientossetentaycuatro elefantes se balanceaban sobre la tela de una ara (ruido sordo) abaña!
¡Cómo veían que no se caían
fueron a llamar a otro elefante!
¡Doscientossetentaycinco elefantes se balanceaban
sobre la tela de una ara
(ruido sordo)
aaaña!
¡Cómo veían que no se caían…
Staffan separó la porra del cuerpo, empujó con ella la puerta. Vio.
El bulto detrás del cual se encontraba Tommy de rodillas habría sido difícil de reconocer como un cuerpo humano si no hubiera sido por el brazo que sobresalía, separado del cuerpo hasta la mitad. La zona del pecho, el vientre, la cara no eran más que un montón de carne, vísceras y huesos rotos.
Tommy sujetaba con las dos manos una piedra cuadrada que, en una parte determinada de la canción, hundía en los restos de la carnicería; como no ofrecían ninguna resistencia, la piedra podía atravesarlos y golpear en el suelo con un ruido sordo antes de que la levantara de nuevo y de que otro elefante más subiera a la tela.
Staffan no estaba seguro de que fuera Tommy. La persona que agarraba la piedra estaba tan cubierta de sangre, tan salpicada que era difícil… Staffan se sintió realmente indispuesto. Se tragó un vómito que amenazaba con crecer, bajó la mirada para no tener que ver y los ojos se pararon en un soldadito de plomo que estaba tirado al lado del umbral de la puerta. No. Era un tirador de pistola. Lo reconoció. La figura estaba colocada de tal forma que la pistola apuntaba directa al techo.
¿Dónde está la peana?
Después lo comprendió.
La cabeza empezó a darle vueltas y, olvidándose de las huellas digitales y de asegurar las pruebas, apoyó la mano en el marco de la puerta para no caer al suelo mientras la letanía de la canción continuaba:
Doscientossetentaysiete elefantes se balanceaban Sobre la tela…
Tenía que encontrarse realmente mal, puesto que tenía alucinaciones. Le había parecido ver… sí… vio claramente cómo los restos humanos que había en el suelo en el intervalo entre golpe y golpe… se movían.
Intentaba levantarse.
Morgan era un fumador impetuoso; cuando apagó su cigarro en la jardinera que había fuera de la entrada del hospital, a Larry todavía le quedaba la mitad. Morgan se llevó las manos a los bolsillos, recorrió el aparcamiento de un lado a otro, juró cuando el agua de un charco se le metió por el agujero de la suela y le mojó el calcetín.
—Larry, ¿tienes algo de pasta?
—Como sabes, vivo del subsidio de enfermedad y…
—Sí, sí, sí. ¿Pero tienes algo de dinero?
—¿Por qué? No presto si es lo que…
—No, no, no. Pero estoy pensando en Lacke. Si no deberíamos invitarle a un verdadero… ya sabes.
Larry tosió y miró acusadoramente el cigarro.
—¿Como… para que se sienta mejor?
—Sí.
—No… No sé.
—¿Por qué? ¿Porque no crees que se vaya a sentir mejor por eso, porque no tienes dinero o porque eres demasiado tacaño para ponerlo?
Larry suspiró, tosiendo dio otra calada al cigarro, hizo una mueca y apagó la colilla con el pie. Luego la recogió y la tiró en un tiesto lleno de arena, miró el reloj.
—Morgan… son las ocho y media de la mañana.
—Sí, sí. Pero dentro de un par de horas. Cuando abran.
—No, ya veremos.
—Así que tienes pasta.
—¿Entramos o qué?
Traspasaron la puerta giratoria. Morgan se atusó el pelo con la mano y se acercó hasta la mujer de la recepción para enterarse de dónde estaba Virginia mientras que Larry se puso a observar unos peces que, medio dormidos, daban vueltas en un acuario cilíndrico grande y burbujeante.
Al cabo de un minuto llegó Morgan, sacudiéndose el chaleco de cuero como para quitarse algo que se le hubiera quedado pegado, y dijo:
—Puta lechuza vieja. No quería decírmelo.
—Eh, estará en intensivos.
—¿Y le dejan a uno entrar allí?
—A veces.
—Oye, parece que tienes experiencia en esto.
—La tengo.
Se dirigieron a cuidados intensivos, Larry sabía cómo ir.
Muchos de los «conocidos» de Larry estaban o habían estado ingresados en el hospital. Actualmente había dos sólo en Sabbatsberg, sin contar a Virginia. Morgan sospechaba que gente a la que Larry había visto sólo de pasada se convertía en conocida o incluso en colega justo en el momento en que ingresaba en el hospital. Entonces su olfato los detectaba e iba a visitarlos.
¿Por qué lo hacía?, bueno, eso era lo que Morgan estaba pensando preguntarle cuando llegaron a las puertas batientes de la unidad de cuidados intensivos, empujaron para abrir y vieron a Lacke fuera, en el pasillo. Estaba sentado en una butaca, sólo llevaba puestos los calzoncillos. Tenía las manos agarradas a los reposabrazos mientras miraba fijamente a la habitación de enfrente, donde la gente entraba y salía apresuradamente.
Morgan sacudió el aire con la mano.
—Joder, ¿han incinerado a alguien aquí o qué pasa? —y echándose a reír—: Estos putos conservadores. Medidas de ahorro, ya sabes. Deja que el hospital se haga cargo de…
Se calló cuando llegaron junto a Lacke. Tenía la cara de color gris ceniza; los ojos, rojos, no veían. Morgan sospechó lo que había pasado, dejó que Larry fuera delante. A él no se le daban bien estas cosas.
Larry se acercó a Lacke, le puso la mano en el brazo.
—Hola, Lacke. ¿Qué tal?
Alboroto en la habitación de enfrente. Las ventanas que se veían desde la puerta estaban abiertas de par en par, pero de todas formas llegaba hasta el pasillo un olor a ceniza ácida. En la habitación había humo, y dentro de ella personas hablando a voces y gesticulando. Morgan pilló las palabras «responsabilidad del hospital» y «tenemos que intentar…».
Lo que debían intentar, eso no lo oyó, porque Lacke se volvió hacia ellos, mirándolos fijamente como si fueran dos desconocidos, y dijo:
—… tenía que haberlo comprendido…
Larry se inclinó sobre él:
—¿Tenías que haber comprendido qué?
—Que iba a pasar.
—¿Qué es lo que ha pasado?
Los ojos de Lacke se despejaron y, mirando hacia la habitación nublada y como en un ensueño, dijo sencillamente:
—Ha ardido.
—¿Virginia?
—Sí. Ella ha ardido.
Morgan dio un par de pasos hacia la habitación y echó una ojeada. Un hombre mayor con cara de autoridad se acercó a él.
—Disculpa, pero esto no es un circo.
—No, no. Yo sólo…
Morgan estaba a punto de soltar alguna de sus ocurrencias, como que iba a buscar su serpiente boa, pero se contuvo. De todas formas había podido ver. Dos camas. La una con las sábanas revueltas y una manta echada a un lado, como si alguien se hubiera levantado de ella a toda prisa.
La otra estaba cubierta de la cabeza a los pies con una manta gruesa de color gris oscuro. La madera del cabecero de la cama estaba manchada de hollín. Bajo la manta se dibujaba la silueta de una persona increíblemente delgada. La cabeza, el tórax… el hueso de la pelvis era el único que se podía distinguir claramente. El resto podían haber sido pliegues, o arrugas de la manta.
Morgan se frotó los ojos con tanta fuerza que casi se le salen por detrás. Es verdad. Joder, es verdad.
Miró hacia el pasillo buscando a alguien con quien desahogar su aturdimiento. Vio a un señor mayor que iba apoyado en un andador con un gotero a su lado y que intentaba curiosear en la habitación. Morgan dio un paso hacia él.
—¿Qué haces aquí mirando, jodido bobo? ¿Quieres que te dé un empujón al andador o qué?
El hombre empezó a retirarse hacia atrás, diez centímetros cada vez. Morgan apretó los puños, se contuvo. Luego recordó algo que había visto en la habitación, se dio la vuelta de repente y volvió.
El hombre que le había llamado antes la atención salía en ese momento.
—Tendrás que disculparnos, pero…
—Sí, sí, sí… —Morgan lo apartó—… sólo voy a buscar la ropa de mi colega, si se puede. ¿O te parece que tiene que estar todo el día en pelotas ahí fuera, eh?
El hombre se cruzó de brazos y dejó pasar a Morgan.
Recogió la ropa de Lacke de la silla que había al lado de la cama deshecha, echó una ojeada a la otra cama. Una mano quemada con los dedos separados sobresalía de la manta. La mano era irreconocible; el anillo que llevaba en el dedo corazón no estaba. Un anillo dorado con una piedra azul, el anillo de Virginia. Antes de volverse, Morgan alcanzó a ver que tenía un cinturón de cuero atado en la muñeca.
El hombre estaba todavía en la puerta con los brazos cruzados.
—¿Contento?
—No. ¿Por qué cojones está atada? El hombre meneó la cabeza.
—Puedes decirle a tu amigo que la policía vendrá de un momento a otro, y que, probablemente, querrán hablar con él.
—¿Y eso por qué?
—No lo sé. No soy policía.
—No, no. Aunque se podría pensar.
Fuera, en el pasillo, ayudaron a Lacke a vestirse y justo habían terminado cuando llegaron dos comisarios de policía. Lacke estaba inaccesible, pero la enfermera que había subido las persianas tuvo la suficiente entereza como para poder testificar que Lacke no había tenido nada que ver con aquello. Que estaba aún dormido cuando aquello… empezó.
Sus compañeras la consolaban. Larry y Morgan sacaron a Lacke del hospital.
Cuando llegaron ante la puerta giratoria, Morgan, tomando aire fresco, dijo:
—Tendré que aligerar un poco —se inclinó sobre un seto y vomitó los restos de la comida del día anterior mezclados con mucosidad verdosa sobre el seto desnudo.
Cuando terminó se limpió la boca y se secó la mano en el pantalón. Después levantó la mano como si fuera la prueba del delito y le dijo a Larry:
—Pues ahora tendrás que aflojar un poco la cartera, joder.
Consiguieron llegar a Blackeberg y Morgan recibió ciento cincuenta coronas para ir a comprar algo mientras Larry condujo a Lacke a su casa.
Lacke se dejaba llevar. No había dicho ni media palabra durante el viaje en metro.
En el ascensor, subiendo a casa de Larry en el séptimo piso de uno de los edificios altos, empezó a llorar. No de forma tranquila y silenciosa, no, berreando como un niño aunque peor, más. Cuando Larry abrió la puerta del ascensor y le ayudó a salir al rellano de la escalera, se agudizaron los berridos, retumbando en las paredes de hormigón. El grito de Lacke, de verdadera e infinita tristeza, alcanzó todos los pisos de la escalera, recorrió los buzones, los agujeros de las cerraduras, convirtiendo el edificio en una lápida funeraria levantada al amor, a la esperanza. Larry se estremeció; nunca había oído nada parecido. Así no se llora. No se puede llorar así. Uno se muere si llora así.
Los vecinos. Pensarán que le estoy matando.
Larry daba vueltas al llavero mientras todo el sufrimiento humano, miles de años de impotencia y desengaños que por un momento habían encontrado una vía de escape en el frágil cuerpo de Lacke, continuaron saliendo en tromba.
La llave entró en la cerradura y, con una fuerza de la que ni él mismo se creía capaz, Larry metió a Lacke en casa y cerró la puerta. Lacke seguía gritando, parecía que el aire no se le iba a agotar nunca. A Larry las raíces del pelo empezaron a llenársele de sudor.
Qué cojones voy… voy…
En mitad del pánico hizo lo que había visto hacer en las películas. Con la mano abierta golpeó a Lacke en la mejilla, se quedó aterrado por el agudo restallido, arrepintiéndose en el acto. Pero funcionó.
Lacke se calló en seco, lanzó a Larry una mirada salvaje y éste pensó que se la iba a devolver. Algo se ablandó luego en los ojos de Lacke; abriendo y cerrando la boca, hipando para coger aire, le dijo:
—Larry, yo…
Larry le rodeó con los brazos. Lacke apoyó la mejilla en el hombro de Larry y lloró estremecido. Después de un rato, a Larry se le doblaron las piernas. Trató de zafarse del abrazo para sentarse en la silla de la entrada, pero Lacke seguía aferrado a él y lo acompañó en la caída. Larry cayó en la silla y las piernas de Lacke se doblaron bajo su peso, la cabeza se deslizó sobre las rodillas de su amigo.
Larry le acarició el pelo, no sabía qué decirle. Sólo susurraba:
—Así, así… ya, ya…
A Larry se le habían empezado a dormir las piernas cuando un cambio tuvo lugar. El llanto había terminado dando paso a un gemido tranquilo; entonces notó cómo se tensaban las mandíbulas de Lacke contra su pierna. Éste levantó la cabeza, se limpió los mocos con la manga de la camisa y dijo:
—Le voy a matar.
—¿A quién?
Lacke bajó la mirada, mirando fijamente al pecho de Larry y asintiendo.
—Le voy a matar. No vivirá.
En el recreo largo de las nueve y media, tanto Staffe como Johan se acercaron a Oskar diciendo «joder, qué bien hecho», «joder, qué bien». Staffe le invitó a coches de gominola y Johan le preguntó si quería acompañarlos algún día a buscar botellas vacías.
Nadie lo empujaba ni se tapaba la nariz cuando él se acercaba. Incluso Micke Siskov sonreía, asentía animándole, como si Oskar le acabara de contar un chiste, cuando se cruzaron en el pasillo fuera del comedor.
Como si todos hubieran estado esperando que hiciera exactamente lo que hizo, y ahora, cuando lo había llevado a cabo, fuera uno de ellos.
El problema estribaba en que no era capaz de disfrutar de ello. Él lo constataba, pero le dejaba frío. Se alegraba de librarse de que le pegaran, claro. Si alguien hubiera intentado pegarle, se habría defendido. Ya no se sentía uno de ellos.
Durante la clase de matemáticas levantó la vista del libro, miró a los compañeros con los que había estado seis años. Tenían la cabeza agachada sobre sus ejercicios, chupando el lápiz, mandándose papelitos unos a otros, riéndose por lo bajo. Y pensó: Pero si son niños…
Y él también era un niño, pero…
Dibujó una cruz en el libro, la transformó en una horca con el lazo. Soy un niño, pero…
Dibujó un tren. Un coche. Un barco. Una casa. Con una puerta abierta.
La inquietud creció. Al final de la clase de matemáticas no se podía estar quieto; daba patadas con los pies, golpeaba el pupitre con las manos. El profesor le pidió, volviendo la cabeza sorprendido, que se callara. Lo intentó, pero al momento estaba otra vez allí la inquietud, agitando las cuerdas de la marioneta y los pies empezaron a moverse solos.
Cuando llegó la última clase, gimnasia, ya no lo podía aguantar. En el pasillo le dijo a Johan:
—Dile a Ávila que estoy enfermo, ¿vale?
—¿Te largas?
—No tengo la ropa de gimnasia.
Y la verdad es que era cierto; se había olvidado la ropa de gimnasia por la mañana, pero no era por eso por lo que tenía que faltar a clase. De camino hacia el metro vio a sus compañeros formando en línea recta. Tomas le gritó «¡Buuuu!».
Se chivaría probablemente. No le importaba. En absoluto.
Las palomas revolotearon en bandadas grises cuando cruzó apresuradamente la plaza de Vällingby. Una mujer que llevaba un cochecito arrugó la nariz a su paso; una de esas personas que no tienen sensibilidad con los animales. Pero Oskar tenía prisa, y todo lo que se interpusiera entre él y su objetivo no era más que un estorbo.
Se paró fuera de la juguetería, miró el escaparate. Los pitufos estaban expuestos en un paisaje dulzón. Demasiado mayor para eso. En casa, en una caja, había un par de muñecos de Big Jim con los que había jugado muchísimo de pequeño.
Hace sólo un año.
Se oyó un sonido electrónico cuando abrió la puerta de la juguetería. Cruzó un pasillo estrecho en el que los muñecos de plástico, los guerreros y las cajas de lego llenaban las estanterías. Al lado de la caja estaban empaquetados los moldes para hacer soldaditos de estaño. El estaño había que pedirlo en la caja.
Lo que él quería estaba expuesto en el mostrador, al lado de la caja.
Bueno, había copias apiladas debajo de los muñecos de plástico, pero los auténticos, los que llevaban la firma de Rubik en la caja, con ésos tenían más cuidado. Costaban noventa y dos coronas cada uno.
Detrás del mostrador había un hombre bajo y medio gordo con una sonrisa que Oskar habría descrito como «aduladora», si hubiera sabido la palabra.
—Sí… ¿estás buscando algo… especial?
Oskar sabía que los cubos estarían en el mostrador, tenía listo su plan.
—Sí. No encuentro… las pinturas. Para las cosas de estaño.
—¿Sí?
El hombre hizo un gesto señalando las filas de botes de pintura enanos que estaban detrás de él. Oskar se inclinó y puso los dedos de una mano en el mostrador justo delante de los cubos mientras con el pulgar sujetaba la cartera, que colgaba abierta debajo. Hizo como que buscaba entre las pinturas.
—Dorado. ¿Hay dorado?
—Dorado, sí, claro.
Cuando el hombre se volvió Oskar cogió uno de los cubos, lo guardó en la cartera y tuvo el tiempo justo de poner la mano en la misma posición antes de que el hombre se diera la vuelta con dos botes de pintura y los dejara sobre el mostrador. A Oskar le latía con fuerza el corazón enrojeciendo sus mejillas, sus orejas.
—¿Mate o metálico?
El hombre miró a Oskar, quien sintió que su cara parecía una llamada luminosa de atención en la que estuviera escrito «Aquí hay un ladrón». Para tratar de pasar inadvertido a pesar de su sonrojo se inclinó sobre los botes y dijo:
—Metálico… parece bien.
Tenía veinte coronas. La pintura costaba diecinueve. Se la entregó en una bolsa pequeña que se metió en el bolsillo de la cazadora para no tener que abrir la cartera.
Fuera de la tienda llegó la euforia, como de costumbre, pero más grande. Salió de allí como un esclavo liberado al que le acabaran de quitar los grilletes. No pudo evitar echar a correr hacia el aparcamiento y, a resguardo entre dos coches, abrir con cuidado la cartera, sacar el cubo.
Pesaba mucho más que la copia que él tenía. Las secciones se deslizaban como sobre un rodamiento de cojinete. ¿Quizá llevara ese tipo de rodamiento? Bueno, no pensaba desmontarlo para mirar, arriesgándose a estropearlo.
El envoltorio era una cosa fea de plástico transparente ahora que no estaba el cubo dentro, y a la salida del aparcamiento lo tiró en un contenedor. Era más bonito el cubo solo. Se lo metió en el bolsillo de la cazadora para poder ir tocándolo, jugando con su peso en la mano. Era un buen regalo, un bonito… regalo de despedida.
Ya dentro de la estación del metro, se detuvo.
Si Eli piensa… que yo…
Bueno, que al darle un regalo pudiera parecer que de alguna manera aceptaba que Eli se fuera. Un regalo de despedida: bien mientras duró y nada más. Adiós, adiós. Así no era la cosa. Él no quería de ninguna manera que…
Recorrió la estación con la mirada, deteniéndose en el kiosco. En los periódicos. En el Expressen. Toda la portada aparecía ocupada por una gran foto del hombre que había vivido con Eli.
Oskar se acercó y hojeó el diario. Cinco páginas dedicadas a la búsqueda en el bosque de Judarn… asesino ritual… antecedentes y, luego, otra página más con la foto. Håkan Bengtsson… Karlstad… paradero desconocido durante ocho meses… la policía solicita de los ciudadanos… si alguien ha observado…
La angustia volcó sus dardos en el pecho de Oskar.
Alguien más que le haya visto, que sepa dónde vivía…
La mujer del kiosco sacó la cabeza por la ventanilla.
—¿Lo vas a comprar o qué?
Oskar negó con la cabeza y tiró el periódico. Luego echó a correr. Cuando llegó al andén se dio cuenta de que no había enseñado la tarjeta al vigilante. Dio una patada en el suelo, se chupó los nudillos, los ojos se le llenaron de lágrimas. Ven ya, por favor, metro, ven.
Lacke estaba medio tumbado en el sofá mirando con los ojos entornados hacia el balcón en el que se encontraba Morgan tratando, sin éxito, de atraer a un pardillo que estaba posado en el balcón de al lado. El sol en su descenso quedaba justamente detrás de la cabeza de Morgan, irradiando una aureola de luz alrededor de su pelo.
—Sííí… vamos, ven. Que no soy peligroso.
Larry estaba sentado en un sillón siguiendo un curso de español de la televisión sueca. En la pantalla aparecían personas en actitud forzada y siguiendo un guión que decían:
—Yo tengo un bolso.
—¿Qué hay en el bolso?
Morgan movió la cabeza de modo que a Lacke le dio el sol en los ojos, los cerró mientras oía a Larry mascullar:
—Ke haj en el bålså.
El piso olía a tabaco y a polvo. El aguardiente se había terminado. La botella vacía estaba sobre la mesa del sofá al lado de un cenicero rebosante. Lacke se quedó mirando las marcas que en el tablero de la mesa habían dejado las colillas mal apagadas; se deslizaban ante sus ojos, como lentos escarabajos.
—Ona kamisa y pantalånes.
Larry cloqueaba para sí:
—… pantalånes.
No le creyeron. Bueno, sí, le creyeron, pero se resistían a interpretar los acontecimientos como él lo hacía.
—Combustión espontánea —había dicho Larry, y Morgan le pidió que lo deletreara.
Sólo que la combustión espontánea está exactamente igual de bien documentada y científicamente probada que la existencia de los vampiros. Es decir, en absoluto.
Pero uno prefiere creer en el despropósito que menos le obliga a actuar. No pensaban ayudarle. Morgan había escuchado con cara seria el relato de Lacke acerca de lo que había pasado en el hospital, pero cuando llegó a aquello de aniquilar al causante de todo, había dicho:
—Entonces, ¿lo que quieres decir es que nos convirtamos en cazadores de vampiros, o algo así? Tú, Larry y yo. Que preparemos estacas y cruces y… No, perdona, Lacke, pero a mí me cuesta un poco… verlo de esa manera, la verdad.
El pensamiento inmediato de Lacke al ver sus caras escépticas y desconfiadas fue:
Virginia me habría creído.
Y el dolor había vuelto a hacer presa en su persona. Era él quien no había creído a Virginia, y por eso ella había… él habría preferido pasarse unos años en la cárcel como causante de un asesinato por compasión que tener que vivir con aquella imagen grabada en la retina.
Su cuerpo retorciéndose en la cama mientras la piel se pone negra, empieza a echar humo. El camisón del hospital, resbalándose sobre el vientre, deja al descubierto su sexo. El ruido de los barrotes de acero mientras sus caderas se agitan, arriba y abajo en un demencial coito con un hombre invisible, mientras las llamas le suben por las piernas; ella grita, grita y el olor a pelo quemado, a piel quemada llena la habitación; sus ojos aterrados se encuentran con los míos y unos segundos después se ponen blancos, empiezan a cocer… revientan…
Lacke se había bebido más de la mitad de lo que había en la botella. Morgan y Larry se lo habían permitido.
—… pantalånes.
Lacke intentó levantarse del sofá. La nuca le pesaba tanto como el resto del cuerpo. Apoyándose en la mesa, consiguió enderezarse. Larry se incorporó para echarle una mano.
—Lacke, joder… duerme un poco.
—No, tengo que ir a casa.
—¿Qué tienes que hacer en casa?
—Es que tengo que… arreglar un asunto.
—¿No tendrá nada que ver con eso… de lo que hablas?
—No, no.
Morgan entró desde el balcón mientras Lacke se encaminaba a tientas hacia la salida.
—¡Oye, tú! ¿Adónde vas?
—A casa.
—Entonces te acompaño.
Lacke se dio la vuelta esforzándose por mantenerse derecho, por parecer lo más sobrio posible. Morgan se acercó a él con las manos preparadas por si se caía. Lacke meneó la cabeza, le dio una palmada en el hombro a Morgan.
—Quiero estar tranquilo, ¿vale? Quiero estar tranquilo. De verdad.
—¿Te las arreglarás tú solo, entonces?
—Sí, me las arreglaré.
Lacke asintió varias veces, se quedó fijo en aquel gesto, se vio obligado a interrumpirlo conscientemente para no permanecer allí parado, luego se volvió y fue hasta la entrada, se puso los zapatos y el abrigo.
Sabía que estaba muy borracho, pero lo había estado tantas veces que ya era una especie de rutina desconectar sus movimientos del cerebro, realizarlos de forma automática. Habría podido jugar a los palillos chinos, al menos un poco, sin que le temblaran las manos.
Desde dentro del piso le llegaron las voces de los otros.
—¿No deberíamos…?
—No. Si dice que no, tendremos que respetarlo.
Salieron de todos modos a la entrada para despedirlo. Le abrazaron algo embarazados. Morgan le cogió de los brazos, volviendo la cabeza para poder mirarlo a los ojos y le dijo:
—¿No estarás pensando en hacer alguna tontería, verdad? Nos tienes a nosotros, ya lo sabes.
—Sí, sí. No, no.
Fuera del edificio se quedó parado un rato, mirando al sol que brillaba en la copa de un pino.
Nunca más podrá… el sol…
La muerte de Virginia, la manera en que había muerto, colgaba como una plomada dentro de su pecho en el sitio donde antes estaba el corazón; le hacía caminar inclinado hacia delante, cargado. La luz del atardecer sobre las calles era como una burla. Las pocas personas que se movían en esa… burla. Las voces. Hablaban de cosas cotidianas como si no… en todas partes, en cualquier instante…
Puede golpearos a vosotros también.
Fuera del kiosco había una persona apoyada en el ventanuco hablando con el dueño. Lacke vio cómo un bulto negro caía del cielo, se le posaba en la espalda y…
Joder…
Se detuvo delante de la hilera de portadas, parpadeando, tratando de enfocar bien la vista sobre la foto que ocupaba casi todo el espacio.
El asesino ritual. Lacke sonrió. Él sabía cómo eran en realidad las cosas. Pero…
Reconoció aquella cara. Si era…
El chino. Aquel que… le invitó a whisky. No…
Se acercó más, miró la fotografía con mayor detenimiento. Sí. Claro que era él. Los mismos ojos juntos, la misma… Lacke se llevó la mano a la boca, apretándose los labios con los dedos. Las imágenes le daban vueltas, intentando encontrar el sentido.
Él se había sentado y había sido invitado por el que mató a Jocke. El asesino de Jocke vivía en el mismo patio que él, unos portales más allá. Él le había saludado algunas veces, había…
Pero no fue él quien lo hizo. Fue…
Una voz. Dijo algo.
—¡Hola, Lacke! ¿Qué pasa, le conoces?
El dueño del kiosco y el hombre que estaba fuera lo miraron. Él dijo:
—… Sí —y echó a andar de nuevo. El mundo desapareció. Ante sus ojos, el portal del que el hombre había salido. Las ventanas cubiertas. Iba a ocuparse de ello. Tenía que hacerlo.
Los pies iban más deprisa y la columna se le enderezó. La plomada, un péndulo que golpeaba en su pecho, que le hacía temblar, tocando a presentimiento en su cuerpo.
Ahora voy yo. Ahora me cago en tal… voy yo.
El metro paró en Råcksta y Oskar se mordía los labios de impaciencia, pánico; le parecía que las puertas permanecían abiertas demasiado tiempo. Cuando sonó el altavoz creyó que el conductor iba a decir algo acerca de que el tren estaría parado allí un momento, pero
ATENCIÓN A LAS PUERTAS. CIERRE DE PUERTAS.
Y el metro salió de la estación.
No tenía ningún plan aparte de avisar a Eli de que cualquiera, en cualquier momento, podía llamar a la policía y decir que había visto a ese viejo. En Blackeberg. En ese patio. En ese portal. En ese piso.
Qué ocurriría si la policía… si forzaran la puerta… el cuarto de baño…
El metro traqueteaba sobre el puente y Oskar miró por la ventana. Había dos hombres junto al kiosco del Amante y, medio tapadas por uno de ellos, Oskar pudo entrever las odiosas portadas amarillas. Uno de los hombres se alejó deprisa del kiosco.
Cualquiera. Cualquiera puede saberlo. Él puede saberlo.
Cuando el metro empezó a frenar, Oskar ya estaba delante de las puertas presionando con los dedos los labios de goma, como si de esa manera se fueran a abrir más deprisa. Apretó la frente contra el cristal, un poco de fresco sobre su frente caliente. Los frenos chirriaron y el conductor debió de haberse olvidado, porque hasta entonces no se oyó:
PRÓXIMA ESTACIÓN, BLACKEBERG.
Jonny estaba en el andén. Y Tomas.
No. Nonono hazlos desaparecer.
Cuando el metro, vibrando, se paró, los ojos de Oskar se encontraron con los de Jonny. Se dilataron y, al abrirse las puertas, Oskar vio que Jonny le decía algo a Tomas.
Oskar se puso alerta, se lanzó fuera y empezó a correr.
Tomas sacó su larga pierna, chocó con la de Oskar y éste cayó todo lo largo que era en el andén, raspándose las palmas de las manos al intentar frenar el golpe. Jonny se puso encima de él.
—¿Tienes prisa o qué?
—¡Suéltame! ¡Suéltame!
—Y eso, ¿por qué?
Oskar cerró los ojos, apretó los puños. Respiró profundamente un par de veces, tan profundo como pudo con el peso de Jonny encima, y dijo contra el cemento:
—Hacedme lo que queráis. Y soltadme.
—De acuerdo.
Lo agarraron de los brazos y lo pusieron de pie. Oskar alcanzó a ver el reloj de la estación. Las dos y diez. El segundero avanzaba a saltos sobre la esfera del reloj. Tensó los músculos de la cara, los del estómago, tratando de convertirse en una piedra, insensible a los golpes.
Sólo que vaya rápido.
Pero cuando vio lo que pensaban hacer, empezó a resistirse. Los otros dos, como a través de un pacto silencioso, le habían retorcido los brazos de manera que con cada movimiento parecía como si se le fueran a romper. Lo arrastraron hasta el borde del andén.
No se atreven. No pueden…
Pero Tomas estaba loco, y Jonny…
Intentó hacer cuña con los pies. Se agitaban sobre el andén mientras Tomas y Jonny lo llevaban hasta la línea blanca de seguridad antes del foso de las vías.
El pelo de la sien derecha de Oskar le rozaba la oreja, disparándosele con el golpe de aire que salió del túnel cuando el metro que venía del centro se acercaba. El raíl sonaba y Jonny le susurró:
—Ahora vas a morir, ¿lo sabes?
Tomas se reía, agarrándolo aún más fuerte del brazo. La cabeza de Oskar se nubló: piensan hacerlo. Lo pusieron hacia fuera de manera que la parte superior de su cuerpo sobresalía en el vacío.
Los faros del metro que se acercaba dispararon una ráfaga de luz fría sobre los raíles. Oskar volvió la cabeza hacia la izquierda y vio el metro saliendo precipitadamente del túnel.
¡BOOOOOOOO!
La bocina del tren bramó y el corazón de Oskar reventó en una sacudida mortal al mismo tiempo que se orinaba y su último pensamiento era
¡Eli!
antes de que lo echaran hacia atrás y de que su vista se llenara del verde cuando el metro pasó de largo, a un decímetro de sus ojos.
Estaba tendido boca arriba sobre el andén, jadeando. La humedad de la entrepierna se volvió más fría. Jonny se sentó en cuclillas a su lado.
—Sólo para que te enteres de cómo son las cosas. ¿Te enteras?
Oskar asintió instintivamente. Acabad cuanto antes. Los viejos impulsos. Jonny se tocó con cuidado su oreja herida, sonrió. Después puso la mano en la boca de Oskar, le apretó las mejillas.
—Chilla como un cerdo si has entendido.
Oskar chilló. Como un cerdo. Se echaron a reír, los dos. Tomas dijo:
—Antes lo hacía mejor. Jonny asintió.
—Tendremos que empezar a entrenarlo de nuevo. Llegó el metro por el otro lado. Lo dejaron.
Oskar se quedó un rato en el suelo, vacío. Después apareció una cara por encima de él. Una anciana. Le tendió una mano.
—Pequeño, lo he visto. Tienes que denunciarlos a la policía, esto ha sido…
Policía.
—… intento de asesinato. Ven, que te…
Sin hacer caso de la mano, Oskar se puso en pie. Todavía dando tropezones hacia las puertas, escaleras arriba, seguía oyendo la voz de la señora detrás de él:
—¿Cómo te encuentras…?
La pasma.
Lacke se sobresaltó cuando entró en el patio y vio el coche de la policía arriba, en la cuesta. Había dos agentes fuera del coche, uno de ellos escribía algo en un bloc. Dio por sentado que buscaban lo mismo que él, pero que estaban mal informados. Los policías no habían notado su sobresalto, así que siguió hasta el primer portal del edificio, entró en él.
Ninguno de los nombres del tablón le dijo nada, pero lo sabía: en el primer piso a la derecha. Al lado de la puerta del sótano había una botella de alcohol de quemar. Se paró y se quedó mirándola como si pudiera darle una pista de cómo debía de actuar.
El alcohol de quemar arde. Virginia ardió.
Pero ahí se acabó el razonamiento y sólo sentía la rabia ciega gritando de nuevo. Continuó subiendo las escaleras. Se había producido un desplazamiento.
Ahora tenía la cabeza clara y el cuerpo torpe. Los pies tropezaban con los peldaños y tenía que agarrarse al pasamanos para poder subir la escalera, al tiempo que su cerebro razonaba con claridad:
Entro. Lo encuentro. Le clavo algo en el corazón. Luego espero a que llegue la policía.
Se quedó parado delante de la puerta que no tenía letrero. ¿Y cómo cojones voy a entrar?
Medio en broma estiró el brazo, tocó el pasador y la puerta se abrió dejando al descubierto un piso vacío. No había muebles, ni alfombras, ni cuadros. Ni ropa. Se pasó la lengua por los labios.
Se ha largado. Aquí ya no tengo nada…
En el suelo de la entrada había otras dos botellas de alcohol de quemar. Trató de pensar qué podía significar aquello. Que aquel ser era bebedor… no. Que…
Quiere decir sólo que alguien ha estado aquí recientemente. Si no, la botella de abajo no estaría en el suelo. Sí.
Entró, se paró en el vestíbulo y escuchó. No oyó nada. Dio una vuelta al piso, vio que colgaban mantas de las ventanas en varias habitaciones, comprendió el motivo. Estaba en el sitio correcto.
Al final se quedó parado ante la puerta del cuarto de baño. Hizo presión sobre el picaporte: cerrado. Pero esa cerradura podría forzarla sin problema, sólo necesitaba un destornillador o algo parecido.
Volvió a intentar concentrar su atención en los movimientos. En realizar los movimientos. No tenía que pensar más. No necesitaba pensar más. Si empezaba a hacerlo, dudaría, y no iba a dudar. Por tanto, movimiento.
Miró en los cajones de la cocina. Encontró un cuchillo. Fue hasta el cuarto de baño. Fijó la punta en el tornillo del centro y giró en sentido contrario al de las agujas del reloj. La cerradura saltó, abrió la puerta. Estaba totalmente oscuro allí dentro. Buscó la llave de la luz, la encontró. Encendió.
¡Dios nos asista! Esto es la hostia…
El cuchillo de cocina se le cayó de las manos. La bañera estaba llena de sangre hasta la mitad. En el suelo había unos cuantos bidones grandes de plástico cuyas superficies transparentes tenían huellas de sangre. El cuchillo sonó contra las baldosas como un cascabel pequeño.
La lengua se le quedó pegada al paladar cuando se agachó para… ¿para qué? Para… comprobar… o algo más primitivo: la fascinación ante semejante cantidad de sangre… poder meter la mano en ella, bañarse las manos en sangre.
Bajó los dedos hacia la superficie quieta, oscura y… los hundió. Era como si le hubieran cortado los dedos, desaparecieron y con la boca abierta condujo la mano más abajo hasta que encontró…
Dio un grito, se echó hacia atrás.
Sacó la mano de la bañera y las gotas de sangre volaron describiendo arcos a su alrededor, aterrizaron en el techo, en las paredes. En un acto reflejo se llevó la mano a la boca. Se dio cuenta de lo que había hecho cuando su lengua, sus labios registraron un sabor dulzón y pegajoso. Escupió, se secó la mano en los pantalones. Se llevó la otra mano, la limpia, a la boca.
Hay alguien… ahí abajo.
Sí. Lo que había tocado con la punta de los dedos era un estómago. Se había hundido bajo la presión de sus dedos, antes de que él retirara la mano. Para dejar de pensar en el asco que le daba, buscó en el suelo, encontró el cuchillo, lo cogió otra vez agarrando con fuerza el mango.
Qué cojones voy a…
Si hubiera estado sobrio quizá se hubiera ido de allí en ese momento. Abandonando aquella laguna oscura que podía contener cualquier cosa bajo su superficie de nuevo quieta y reluciente. Un cuerpo descuartizado, por ejemplo.
El estómago tal vez está… tal vez es sólo estómago…
Pero la borrachera lo hacía inconsciente incluso de su propio miedo, así que cuando vio la cadenita que desde el borde de la bañera se hundía en aquel líquido oscuro, alargó la mano y tiró de ella.
El tapón se soltó allí abajo, el desagüe empezó a sorber y a tragar y se formó un ligero remolino en la superficie. Se puso de rodillas delante de la bañera, se lamió los labios. Sintió el sabor acre, escupió en el suelo.
La superficie descendía lentamente. Una línea de color rojo más oscuro se veía marcada con nitidez cerca del borde, donde el agua había alcanzado el nivel más alto.
Tiene que haber estado así mucho tiempo.
Después de algún minuto apareció sobre la superficie la silueta de una nariz en uno de los extremos. En el otro, un montón de dedos que subían mientras él los observaba, convirtiéndose en dos medios pies. El remolino de la superficie, intensificado, estaba ahora justamente ahí.
Deslizó la mirada a lo largo del cuerpo de niño que gradualmente fue apareciendo en el fondo. Un par de manos cerradas sobre el pecho. Rótulas. Una cara. La absorción era más lenta cuando la última sangre desaparecía por el desagüe.
El cuerpo que tenía delante de sus ojos era de color rojo oscuro; tornasolado, pringoso como un recién nacido. Tenía un ombligo. Pero no tenía órganos sexuales. ¿Chico o chica? No tenía importancia. Al observar la cara con los ojos cerrados lo reconoció demasiado bien.
Cuando Oskar intentó correr, las piernas se le quedaron bloqueadas. Se negaron.
Durante cinco segundos pensó realmente que iba a morir. Que iban a empujarlo. Ahora los músculos se negaban a abandonar ese pensamiento.
En el trecho entre la escuela y el gimnasio se le pasó.
Quería tumbarse. Dejarse caer hacia atrás en aquellos setos, por ejemplo. La cazadora y los pantalones forrados evitarían que se le clavaran las ramas; sólo lo acogerían suavemente. Pero tenía prisa. El segundero avanzando a saltos sobre la esfera del reloj.
La escuela.
La fachada angulosa y rojiza de ladrillo visto, ladrillo sobre ladrillo. En su cabeza, voló como un pajarillo por los corredores, entrando en la clase. Jonny estaba allí. Tomas. Sentados en sus pupitres y haciéndole burla. Bajó la cabeza, se miró las botas.
Tenía los cordones sucios; uno de ellos a punto de desatarse. Uno de los remaches metálicos del empeine se había doblado, metiéndose un poco hacia dentro. En los talones, la imitación de piel estaba abombada, brillante de tan gastada. De todas formas, probablemente tendría que llevar aquellas botas todo el invierno.
Frío, humedad en los pantalones. Levantó la cabeza.
No van a poder ganarme. No van. A poder. Ganarme.
Se meó. Las líneas rectas de la fachada de ladrillo visto se torcieron, se borraron, desaparecieron cuando echó a correr. Corría de tal manera que todo eran salpicaduras alrededor. El suelo volaba bajo sus pies y ahora le parecía como si el globo girara demasiado rápido.
Las piernas le seguían cuando los edificios altos, la antigua tienda de Konsum, la fábrica de bolitas de chocolate pasaron al mismo tiempo ante él, y la velocidad, junto con la costumbre, hizo que entrara en el patio a toda máquina, pasando por delante del portal de Eli hasta alcanzar el suyo.
Casi se estampa contra un policía que iba a entrar en su portal. El agente extendió la mano, lo paró.
—¡Huuuy! Menuda prisa.
La lengua enmudeció. El policía lo soltó, se le quedó mirando… ¿sospechoso?
—¿Vives aquí?
Oskar asintió. No había visto antes a ese policía. Tenía aspecto de bueno, la verdad. No. En condiciones normales le habría parecido que tenía cara de bueno. El agente arrugó la nariz, diciendo:
—Mira, sabes, ha… ocurrido una cosa aquí. En el portal de al lado. Por eso estoy dando una vuelta para preguntar si alguien ha oído algo. O ha visto algo.
—¿En qué… en qué portal?
El policía hizo un gesto con la cabeza señalando hacia el portal de Tommy y el pánico repentino abandonó a Oskar.
—En ése. Sí, no en el portal, sino… en el sótano. ¿Tú, por casualidad, no habrás visto u oído algo raro allí? ¿Los últimos días?
Oskar negó con la cabeza. Los pensamientos le daban vueltas en un caos tan grande que en realidad ya no pensaba absolutamente nada, pero le pareció que la angustia debía salirle por los ojos, totalmente visible para el agente. Y éste ciertamente ladeó la cabeza, lo miró con atención.
—¿Te pasa algo?
—… estoy bien…
—No tienes que asustarte por esto. Ya… ha pasado. Así que no debes preocuparte por ello. ¿Están tus padres en casa?
—No. Mamá. No.
—Bueno. Pero yo voy a seguir por aquí, así que… puedes pensar un poco, a lo mejor has visto algo.
El policía le abrió la puerta:
—Entra.
—No, yo sólo…
Oskar se dio la vuelta esforzándose por andar de una manera natural cuesta abajo. A mitad del camino se volvió y vio que el policía entraba en su portal.
Han cogido a Eli.
Le empezaron a temblar las mandíbulas, los dientes golpeaban un confuso mensaje en Morse a través del esqueleto mientras abría el portal de Eli y seguía escaleras arriba. ¿Habrían puesto aquellas cintas en la puerta de Eli? ¿Habrían cerrado el paso?
Di que puedo entrar.
La puerta estaba entreabierta.
Si la policía hubiera estado aquí, ¿por qué iban a haber dejado abierto? No harían una cosa así.
Puso los dedos en el pasador, abrió la puerta con cuidado, se deslizó dentro del piso. Estaba oscuro. Uno de sus pies tropezó con algo. Una botella de plástico. Primero pensó que había sangre en la botella, luego vio que era eso que uno tiene para hacer fuego.
Respiración.
Alguien respiraba.
Se movía.
El ruido llegaba desde el baño hasta la entrada. Oskar avanzó, un paso sigiloso tras otro, apretó los labios hacia dentro para silenciar los dientes y el temblor se desplazó hacia la barbilla, el cuello, sacudiéndole la incipiente nuez. Dio la vuelta a la esquina y miró dentro del cuarto de baño.
Ése no es policía.
Un hombre con la ropa desgastada estaba de rodillas al lado de la bañera, con la parte superior del cuerpo inclinado sobre ésta, que quedaba fuera de la vista de Oskar. Sólo veía un par de pantalones grises sucios, un par de zapatos rotos con las puntas dobladas contra las baldosas. El bajo de un abrigo.
¡El viejo! Pero… si respira.
Sí. Inspiraciones y expiraciones silbantes sonaban casi como suspiros dentro del cuarto de baño y Oskar, sin darse cuenta, se acercó más. Palmo a palmo fue viendo más del cuarto del baño y, cuando estaba casi delante, vio lo que estaba a punto de ocurrir.
Lacke no era capaz.
El cuerpo que yacía en el suelo de la bañera parecía totalmente frágil. No respiraba. Le había puesto la mano en el pecho y constató que el corazón latía, pero sólo algunas pulsaciones por minuto.
Se había imaginado algo… terrorífico. Algo que estuviera en proporción con el terror que había experimentado en el hospital. Pero esa pequeña piltrafa sanguinolenta no parecía que pudiera volver a levantarse y menos aún hacerle daño a nadie. No era más que un niño. Un niño que se encontraba mal.
Era como haber visto a alguien querido sufrir consumido por un cáncer, y luego ver una célula cancerígena en el microscopio. Nada. ¿Eso? ¿Eso fue la causa? Tan pequeña.
Destrózame el corazón.
Se volvió a poner en cuclillas, dejó caer la cabeza tanto que se dio con el borde de la bañera: un golpe sordo que retumbó. No podía. No. Matar a un niño. Un niño dormido. Era incapaz, sólo eso. Con independencia de…
Es así como ha sobrevivido.
Eso. Eso. No el niño. Eso.
Eso era lo que se había lanzado sobre Virginia y… eso había matado a Jocke. Eso. Ese ser que yacía ahora ante él. Ese ser que volvería a hacerlo, contra otras personas. Y ese ser no era una persona. Ni siquiera respiraba y, sin embargo, el corazón latía como… el de un animal en hibernación.
Piensa en los otros.
Una serpiente venenosa donde viven las personas. ¿No la voy a matar sólo porque en este momento parece indefensa?
Y, sin embargo, no fue eso lo que finalmente le hizo decidirse. Fue cuando le miró de nuevo a la cara, cubierta por una fina película de sangre, y le pareció que… sonreía.
Se reía de todo el daño que hacía.
Basta.
Levantó el cuchillo de cocina sobre el pecho de aquel ser, movió las piernas un poco hacia atrás para poder descargar todo su peso en el golpe y
¡AAAAHHHH!
Oskar lanzó un grito.
El viejo no se movió; sólo se quedó paralizado, volvió la cabeza hacia Oskar y dijo lentamente:
—Tengo que hacerlo. ¿Me entiendes?
Oskar le conocía. Uno de los borrachos que vivía en ese patio, solía saludarle a veces. ¿Por qué hace esto?
No importaba. Lo principal era que el viejo tenía un cuchillo en las manos, un cuchillo dirigido contra el pecho de Eli que yacía allí desnudo y descubierto en la bañera.
—No lo hagas.
El viejo movió la cabeza hacia la derecha, hacia la izquierda, más como si buscara algo en el suelo que como si estuviera negando.
—No…
Se volvió de nuevo hacia la bañera, hacia el cuchillo. A Oskar le habría gustado explicárselo. Que el de la bañera era su amigo, que era su… que tenía un regalo para él, que… que era Eli.
—Espera.
La punta del cuchillo apuntaba de nuevo al pecho de Eli, presionando con tanta fuerza que casi pinchaba la piel. Oskar no sabía en realidad lo que hacía cuando se metió la mano en el bolsillo de la cazadora y sacó el cubo; se lo enseño al viejo:
—Mira.
Lacke sólo lo vio por el rabillo del ojo como una súbita aparición de colores en medio de toda la negrura que lo envolvía. Pese a la burbuja de determinación en la que se hallaba encerrado no pudo dejar de volver la cabeza hacia allí, mirar a ver qué era.
Un cubo de ésos en las manos del chaval. Colores alegres.
Parecía totalmente insano en aquel ambiente. Un papagayo entre los grajos. Por un momento se quedó hipnotizado por el colorido del juguete, luego volvió de nuevo la mirada hacia la bañera, hacia el cuchillo que estaba a punto de ser clavado entre las costillas.
Sólo tengo que apretar.
Un destello.
Los ojos de ese ser se abrieron.
Se puso en tensión para apretar el cuchillo a fondo, y sus sienes explotaron.
El cubo crujió cuando una de sus esquinas golpeó la cabeza del viejo y se torció en la mano de Oskar. El hombre cayó de lado sobre uno de los bidones de plástico, que resbaló y fue a parar contra el borde de la bañera con el sonido de un bombo.
Eli se sentó.
Desde la puerta del cuarto de baño Oskar sólo podía verle la espalda. El pelo le caía pegajoso y aplanado sobre la parte posterior de la cabeza y la espalda era toda una herida.
El viejo trató de levantarse, pero Eli, más que saltar, cayó de la bañera aterrizando en las rodillas del hombre como un niño que se hubiera abalanzado sobre su padre para que lo consolara. Eli puso sus brazos alrededor del cuello del viejo y acercó su cara a la de él como si quisiera susurrarle algo con ternura.
Oskar salió del cuarto de baño reculando cuando Eli mordió al viejo en el cuello. Eli no le había visto, pero el viejo sí. Su mirada se quedó fija en Oskar y no la apartó mientras éste caminaba de espaldas, hacia la entrada.
—Perdón.
Oskar no consiguió que la palabra se oyera, pero sus labios la formaron antes de doblar la esquina y de que se interrumpiera el contacto con los ojos.
Estaba con la mano apoyada en el picaporte cuando el viejo gritó. Después el sonido desapareció de golpe, como si le hubieran puesto una mano sobre la boca.
Oskar vaciló. Después cerró la puerta. Echó el seguro.
Sin mirar hacia la derecha cruzó el pasillo, entró en el cuarto de estar.
Se sentó en la butaca.
Empezó a canturrear para ahogar los ruidos que llegaban del cuarto de baño.