Sábado 7 de Noviembre (tarde)

Oskar quitó la mesa y su padre fregó. El eider estaba, por supuesto, muy bueno. Sin perdigones. No quedó mucho que fregar en los platos. Después de comerse la mayor parte del ave y casi todas las patatas, limpiaron los platos rebañándolos con pan blanco. Era lo más rico de todo. Echar sólo salsa en el plato y mojarla con trozos de pan blanco esponjoso que casi se deshacían y luego se fundían en la boca.

Su padre no era precisamente «bueno cocinando», pero había tres platos: el revuelto de sobras, los arenques fritos y las aves lacustres, que le salían bordados a fuerza de hacerlos. Al día siguiente seguro que comían revuelto con las patatas y la carne de ave que había sobrado.

Oskar había pasado la hora antes de la comida en su cuarto. Tenía habitación propia en casa de su padre; estaba un poco desangelada en comparación con la de la ciudad, pero a él le gustaba. En su otro dormitorio tenía láminas y pósters, un montón de cosas que cambiaba todo el tiempo.

Éste sin embargo no cambiaba nunca, y eso era precisamente lo que le gustaba.

Se mantenía igual que cuando tenía siete años. Cuando entraba allí, con su peculiar olor a humedad flotando en el aire tras el rápido calentamiento anterior a su llegada, era como si nada hubiera ocurrido desde… hacía mucho tiempo.

Aquí había todavía tebeos del Pato Donald y de Bamse comprados durante los veranos de varios años. Ya no leía aquellos tebeos en la ciudad, pero aquí sí lo hacía. Se sabía las historias de memoria, pero las volvía a leer.

Mientras los olores de la cocina se fueron colando en la habitación, había estado tumbado en su cama leyendo un viejo tebeo del Pato Donald. El Pato Donald, los sobrinos y el Tío Gilito viajaban a un país lejano donde no existía el dinero y las cápsulas de los frascos de tranquilizantes del Tío Gilito se convertían en moneda fuerte.

Cuando dejó de leer se entretuvo un rato con los señuelos, anzuelos y plomos que tenía guardados en un viejo costurero que le había dado su padre. Preparó un nuevo sedal con anzuelos sueltos, cinco, y ató el señuelo en el extremo para la pesca de arenques del próximo verano.

Después cenaron, y cuando su padre terminó de fregar jugaron a las cinco en raya.

A Oskar le gustaba estar sentado así con su padre, con el papel cuadriculado sobre la mesa estrecha, con las cabezas inclinadas sobre el papel, cerca el uno del otro. El fuego crepitando en la cocina.

Oskar tenía cruces y su padre círculos, como de costumbre. Su padre no le dejaba ganar y hasta hacía unos años había sido mucho mejor que él, aunque Oskar ganara alguna partida de vez en cuando. Pero ahora la cosa estaba más igualada. Quizá tuviera que ver con lo mucho que él había trabajado con el cubo de Rubik.

Las partidas podían extenderse sobre la mitad del papel, lo que redundaba en beneficio de Oskar. Tenía buena memoria para acordarse de los casilleros en blanco que podían ocuparse dependiendo de lo que su padre hiciera, disimular un avance como si fuera una defensa.

Aquella noche era Oskar el que ganaba.

Tres partidas seguidas habían quedado ya cerradas y marcadas con una O encima. Sólo una partida pequeña, en la que Oskar se distrajo pensando en otras cosas, llevaba una P. Oskar puso una cruz, dejando dos líneas de tres abiertas en el centro de las que su padre sólo podía cerrar una.

—Bueno, parece que he encontrado a mi contrincante.

—Eso parece.

Por respeto a las reglas, su padre cerró una de las líneas y Oskar completó la otra para tener cuatro. Su padre cerró un lado y Oskar puso su quinta cruz, hizo un círculo alrededor de todo y puso una bonita O. Su padre se rascó la barba de dos días y echó mano a otro papel, amenazándolo con el lápiz.

—Esta vez voy a ganar yo sea como sea.

—Siempre se puede soñar. Tú empiezas.

Cuando llevaban cuatro cruces y tres círculos llamaron a la puerta. Al momento se abrió y se oyeron ruidos de alguien sacudiéndose la nieve de los pies.

—Hola, ¿hay alguien en casa?

Su padre levantó la vista del papel, se echó para atrás en la silla y miró hacia la entrada. Oskar se mordió los labios.

No.

Su padre saludaba con la cabeza al recién llegado.

—Vamos, entra.

—Se agradece.

Pasos torpes y blandos de alguien que andaba por el pasillo con calcetines gordos en los pies. Un instante después entró Janne en la cocina y dijo:

—Bueno. Pero si estáis aquí pasándolo bien.

Su padre hizo un gesto señalando a Oskar.

—Sí, ya conoces a mi hijo Oskar.

—Claro —dijo Janne—. Hola, Oskar. ¿Qué tal?

—Bien.

Hasta ahora. Lárgate de aquí.

Janne avanzó torpemente hasta la mesa de la cocina, los calcetines de lana se le habían deslizado hasta los talones y se movían delante de los dedos de los pies como si fueran aletas deformadas. Acercó una silla y se sentó.

—Vaya, estáis jugando a las cinco en raya.

—Sí, aunque el chico ya es muy bueno y no consigo ganarle.

—No, no. Habrá entrenado en la ciudad, ¿no? ¿Te atreves a echar una partida conmigo? ¿Eh, Oskar?

Oskar negó con la cabeza. No quería ni mirar a Janne a la cara, sabía lo que iba a ver. Ojos acuosos, la boca abierta con una sonrisa ovejuna; sí, Janne tenía el aspecto de una oveja vieja y su pelo rubio, encrespado, no hacía más que reforzar esa impresión. Era uno de los «colegas» de su padre, enemigos de Oskar.

Janne se frotaba las manos haciendo un ruido como de lija y, a contraluz del pasillo, Oskar pudo distinguir pequeñas partículas de piel cayendo suavemente hasta el suelo. Janne tenía algún tipo de enfermedad cutánea que, especialmente durante el verano, hacía que su cara pareciera como una naranja roja podrida.

—Bueno, aquí estáis calentitos y bien.

Siempre dices eso. Lárgate de aquí con esa cara asquerosa y esas viejas palabras.

—Papá, ¿no vamos a terminar la partida?

—Sí, claro, pero cuando se reciben invitados…

—Vosotros jugad.

Janne se echó hacia atrás en la silla y parecía como si dispusiera de todo el tiempo del mundo. Pero Oskar sabía que la batalla estaba perdida. Ya se había terminado. Ahora pasaría lo de siempre.

Habría querido gritar, hacer añicos algo, especialmente a Janne, cuando su padre se dirigió a la despensa y sacó una botella, cogió dos copitas y lo puso todo encima de la mesa. Janne se frotó las manos y las partículas de piel se pusieron a danzar.

—Bueno, bueno. De manera que tienes un poco en casa…

Oskar miraba el papel con la partida inacabada.

Allí tenía que haber puesto la siguiente cruz.

Pero no habría más cruces que poner aquella tarde. Ni círculos. Nada.

La botella gorgoteó débilmente cuando su padre la inclinó sobre las copitas. El ligero cono invertido de cristal se llenó de un líquido transparente. Parecía tan pequeño y tan frágil en la tosca mano de su padre. Casi desaparecía.

Sin embargo lo desbarataba todo. Absolutamente todo.

Oskar estrujó el papel con la partida inacabada y lo echó a la cocinilla. Su padre no dijo nada. Janne y él habían empezado a hablar de algún conocido que se había roto la pierna. Pasaron luego a comentar las roturas de piernas que ellos mismos habían sufrido y otras de las que habían oído hablar; volvieron a llenar los vasos.

Oskar se quedó sentado frente a la cocinilla con la portezuela abierta contemplando cómo ardía el papel y se convertía en cenizas. Luego buscó las otras partidas y las quemó también.

Su padre y Janne cogieron la botella y las copitas y se fueron al cuarto de estar; su padre le dijo algo así como: «Venir y hablar un poco», y Oskar contestó que «luego, quizá». Siguió sentado contemplando el fuego. El calor le acariciaba la cara. Se levantó, cogió el cuaderno que había encima de la mesa, quitó las hojas que estaban sin usar y lo quemó. Cuando el cuaderno, con tapas y todo, se había carbonizado, buscó los lápices y los quemó también.

El hospital tenía algo de especial a esas horas de la tarde. Maud Carlberg estaba sentada en la recepción contemplando el vestíbulo de la entrada casi vacío. La cafetería y el kiosco ya estaban cerrados, sólo había algunas personas que deambulaban como fantasmas bajo el techo alto.

A aquellas horas de la tarde le gustaba imaginar que era ella, y sólo ella, la que vigilaba el inmenso edificio que era el hospital de Danderyd. Lo cual lógicamente no era verdad. Si surgía cualquier tipo de problema no tenía más que apretar un botón y aparecería un vigilante en menos de tres minutos.

Tenía un juego al que solía jugar para matar el tiempo las últimas horas de la tarde.

Elegía un oficio, un lugar de residencia y los antecedentes elementales de una persona. Quizá alguna enfermedad. Luego le atribuía todo al primero que se acercara a ella. Normalmente el resultado era… divertido.

Podía imaginarse por ejemplo a un piloto que vivía en la calle Götgatan y que tenía dos perros a los que solía cuidar un vecino cuando el piloto se encontraba fuera volando. Resulta que el vecino estaba secretamente enamorado del piloto. El gran problema de éste, él o ella, era que le parecía ver personas pequeñas de color verde con gorros de color rojo nadando entre las nubes cuando él, o ella, estaba volando.

Bien. Luego, no tenía más que esperar.

A lo mejor, después de un rato, se presentaba una señora mayor con aspecto deteriorado. Una mujer piloto. Seguro que se había bebido a escondidas demasiadas botellitas de licor de esas que dan a los pasajeros en los aviones y había visto personas de color verde, por eso la habían despedido. Ahora se pasaba el día en casa con los perros. Pero el vecino seguía aún enamorado de ella.

Así pasaba Maud el tiempo.

A veces se reprendía a sí misma por el juego, porque eso evidentemente le impedía recibir a la gente con la debida seriedad. Pero no podía dejarlo. Justo en ese momento estaba esperando a un cura cuya pasión eran los coches deportivos de alta gama y le gustaba coger autoestopistas con la intención de redimirlos.

¿Hombre o mujer? ¿Viejo o joven? ¿Qué aspecto tendría alguien así?

Maud, con la barbilla apoyada en las manos, miraba hacia la entrada. No había mucha gente hoy. Ya había pasado la hora de las visitas a los pacientes ingresados, y los nuevos que habían acudido con indisposiciones el sábado por la tarde, normalmente relacionadas de una u otra forma con el alcohol, entraban por urgencias.

La puerta giratoria empezó a moverse. Puede que llegara ahí el cura de los coches deportivos.

Pero no. Ésta era una de esas veces en las que tenía que desistir. Era un niño. Una niña pequeña y delgada de unos… diez, doce años.

Maud empezó a imaginarse una serie de acontecimientos que condujeran a que la niña se convirtiera finalmente en «aquel cura», pero lo dejó enseguida. La niña parecía muy desdichada.

La pequeña se acercó al enorme plano del hospital en el que líneas de distintos colores señalaban el camino que se debía seguir para llegar a tal o cual sitio. Pocos adultos se orientaban, así que ¿cómo iba a poder hacerlo un niño?

Maud se inclinó hacia delante y la llamó en voz baja:

—¿Puedo ayudarte en algo?

La chica se volvió hacia ella sonriendo tímidamente y se acercó hasta la recepción. Su pelo estaba mojado, algunos copos de nieve que aún no se habían deshecho brillaban blancos en contraste con el cabello negro. No tenía la vista fija en el suelo como suelen hacer los niños en un ambiente extraño para ellos, no, sus ojos oscuros y tristes miraban fijamente a Maud mientras avanzaba hacia el mostrador. Un pensamiento, claro como una impresión sonora, relampagueó en la cabeza de Maud.

Tengo que darte algo. ¿Qué puedo darte?

Tontamente empezó a pensar con rapidez en lo que había en los cajones de su escritorio. ¿Un lápiz? ¿Un globo?

La niña se colocó delante del mostrador. Sólo el cuello y la cabeza sobresalían por encima del borde.

—Perdón…, estoy buscando a mi papá.

—¿Ah, sí? ¿Está aquí ingresado?

—Sí, no sé muy bien…

Maud miró hacia las puertas, recorrió el vestíbulo con la mirada y se detuvo en la niña que no llevaba ni siquiera una cazadora. Sólo un jersey negro de cuello alto en el que relucían las gotas de agua y los copos de nieve bajo los focos de la recepción.

—¿Has llegado aquí totalmente sola, pequeña? ¿Tan tarde?

—Sí, yo… sólo quería saber si está aquí.

—Entonces, vamos a ver. ¿Cómo se llama?

—No lo sé.

—¿No lo sabes?

La niña agachó la cabeza, como si estuviera buscando algo en el suelo. Cuando la alzó de nuevo le brillaban los grandes ojos negros y le temblaba el labio inferior.

—No, es que él… Pero está aquí.

—Pero, pequeña…

Maud sintió cómo se le desgarraba el pecho y trató de ganar tiempo; se agachó y sacó un rollo de papel de cocina del cajón de debajo del escritorio, arrancó un trozo y se lo tendió a la chica. Por fin podía darle algo, aunque no fuera más que un trozo de papel.

La chica se sonó, y se secó los ojos como si fuera una persona mayor.

—Gracias.

—Pues, es que entonces no sé… ¿qué es lo que le pasa?

—Es… lo ha cogido la policía.

—Pues entonces será mejor que vayas a preguntarles a ellos.

—Sí, pero es que lo tienen aquí. Porque está enfermo.

—¿Qué enfermedad tiene?

—Él… yo sólo sé que la policía lo tiene aquí. ¿Dónde está?

—Probablemente en el último piso, pero allí no se puede entrar sin haberlo… acordado antes con ellos.

—Sólo quería saber adónde dan sus ventanas, así podría… no sé.

La niña empezó a llorar de nuevo. A Maud se le hizo un nudo en la garganta tan grande que le dolía. Así que quería saberlo para poder estar fuera del hospital… en la nieve, mirando hacia la ventana de su padre. Maud se tragó las lágrimas.

—Pero si quieres puedo llamar. Estoy segura de que podrás…

—No. Está bien. Ahora ya sé. Ahora ya puedo… Gracias. Gracias.

La pequeña se alejó de la recepción, fue hacia las puertas giratorias.

Dios mío, cuántas familias destrozadas.

Después se esfumó tras las puertas y Maud se quedó allí mirando hacia el sitio por el que había desaparecido. Algo no encajaba.

Maud hizo un repaso mental del aspecto de la niña, de cómo se movía. Había algo que no encajaba, algo que… le llevó medio minuto descubrir qué era: no llevaba zapatos.

Maud se levantó deprisa de la recepción y corrió hasta las puertas. Sólo podía abandonar su puesto en circunstancias muy especiales. Decidió que ésta era una de ellas. Irritada, avanzó dando pasitos en la puerta giratoria deprisa, deprisa y salió hasta el aparcamiento. No se veía a la niña por ningún sitio. ¿Qué podía hacer? Habría que llamar a los de asuntos sociales; no se habían asegurado de que tuviera a alguien que se hiciera cargo de ella, era la única explicación. ¿Quién era su padre?

Maud dio una vuelta por el aparcamiento sin poder encontrarla. Corrió un poco a lo largo del hospital, en dirección al metro. Ni rastro. De vuelta a la recepción trató de decidir a quién tenía que llamar, qué debía hacer.

Oskar estaba echado en su cama esperando al hombre lobo. Le bullía el pecho; de rabia, de desesperación. Desde el cuarto de estar le llegaban las voces cada vez más altas de Janne y de su padre, mezcladas con la música del radiocasete. Los Hermanos Djup. Oskar no podía distinguir las palabras, pero se sabía la canción de memoria:

Vivimos en el campo, y pronto lo entendimos,

necesitábamos algo en la pocilga.

Vendimos la vajilla y compramos un cerdo…

Después de lo cual todo el grupo empezaba a imitar los distintos sonidos de los animales de la granja. Normalmente, los Hermanos Djup le parecían divertidos. Ahora los odiaba. Porque colaboraban. Cantando su estúpida canción para Janne y para su padre mientras ellos se emborrachaban.

Él ya sabía lo que iba a pasar.

Dentro de una hora más o menos la botella estaría vacía y Janne se iría a casa. Entonces su padre empezaría a dar vueltas en la cocina, recorriéndola de un extremo a otro durante un rato, y al final se acordaría de que tenía que hablar con Oskar.

Entraría en la habitación del muchacho, pero ya no sería su padre. Sólo una torpe masa apestando a alcohol que necesitaba ternura y compasión. Querría que Oskar se levantara de la cama para poder hablar un poco. De lo mucho que todavía quería a la madre de Oskar, de cuánto quería a Oskar, pero ¿le quería Oskar a él? Farfullaría todas las injusticias que se habían cometido contra su persona y en el peor de los casos se calentaría y perdería los estribos.

No pegaba nunca, no, eso no. Pero el cambio que se producía en los ojos de su padre en aquellos momentos era lo más terrible que Oskar había visto. Entonces no quedaba ni rastro de lo que realmente era, sólo un monstruo que se hubiera metido dentro de su cuerpo tomando el mando sobre él.

La persona en la que se convertía cuando estaba borracho no tenía nada que ver con lo que era mientras estaba sobrio. En aquellos momentos era un consuelo imaginar que su padre era un hombre lobo, que en realidad había otro ser completamente distinto dentro de él. Así como la luna incitaba a la fiera que había en el hombre lobo, el alcohol incitaba a aquel ser que había dentro de su padre.

Oskar cogió un tebeo de Bamse, intentó leer pero no podía concentrarse. Se sentía… abandonado. Dentro de una hora o así estaría solo con el Monstruo. Y lo único que podía hacer era esperar.

Tiró el tebeo contra la pared y se levantó de la cama, buscó su cartera. El abono del metro y dos notas de Eli. Puso las dos notas de Eli la una al lado de la otra en la cama.

AHORA PERMITE QUE EL DÍA ENTRE POR LA VENTANA Y DEJA FUERA MI VIDA.

El corazón.

NOS VEMOS ESTA NOCHE, ELI.

Y la otra:

HUIR ES VIVIR. QUEDARSE, LA MUERTE. TUYA, ELI.

Los vampiros no existen.

La noche estaba oscura al otro lado de la ventana. Oskar cerró los ojos y se imaginó el camino de vuelta a Estocolmo, las casas, las fincas y los campos pasaron a gran velocidad. Llegó volando al patio de Blackeberg, atravesó su ventana y allí estaba ella.

Abrió los ojos y miró hacia el rectángulo negro de la ventana. Allí fuera. Los Hermanos Djup acababan de cantar una canción acerca de una bicicleta pinchada. Janne y su padre se reían de algo, con risas demasiado altas. Algo cayó al suelo.

¿Qué monstruo eliges tú?

Oskar se volvió a guardar las notas de Eli en la cartera y se vistió. Salió con sigilo al pasillo y se puso los zapatos, la cazadora y el gorro. Permaneció quieto unos segundos, escuchando el ruido que llegaba del cuarto de estar.

Se volvió para marcharse, pero vio algo y se detuvo.

En la repisa del zapatero que había en la entrada estaban sus viejas botas de goma, las que había usado cuando tenía cuatro, cinco años quizá. Recordaba que siempre habían estado allí, aunque no había nadie que pudiera usarlas. A su lado, las enormes botas de goma de su padre de la marca Tretorn, una de ellas arreglada en el talón con uno de esos parches que se usan para los neumáticos de las bicicletas.

¿Por qué las habría conservado?

Oskar lo comprendió. Dos personas crecían de esas botas dándose la espalda la una a la otra. La espalda ancha de su padre al lado de la estrecha espalda de Oskar. El brazo de Oskar extendido, su mano en la de su padre. Caminaban con sus botas sobre una roca, quizá fueran a buscar frambuesas, quizá…

Oskar lanzó un suspiro. Estaba a punto de ponerse a llorar. Extendió la mano para acariciar las pequeñas botas. Se oyó una salva de carcajadas en el cuarto de estar. Era la voz de Janne, distorsionada. Estaría imitando a alguien, se le daba muy bien eso.

Los dedos de Oskar se cerraron alrededor de la caña de la bota. Sí. No sabía por qué, pero eso le hacía sentirse bien. Abrió la puerta de la calle con cuidado y la cerró tras de sí. La noche era heladora; la nieve, un mar de pequeños diamantes a la luz de la luna.

Con las botas bien agarradas en la mano empezó a caminar hacia la carretera.

El vigilante dormía. Habían mandado a un policía joven después de que el personal del hospital se quejara de que tenían que tener a una persona ocupada todo el tiempo vigilando a Håkan. La puerta, no obstante, estaba cerrada con una llave de seguridad para la que se necesitaba un código. Por eso el vigilante se atrevía a dormir.

Sólo había una pequeña lámpara encendida y Håkan, acostado, estudiaba las borrosas sombras del techo como si fuera un hombre sano tumbado en la hierba mirando las nubes. Buscaba formas y figuras en las sombras. No sabía si podía leer, pero tenía ganas de hacerlo.

Había perdido a Eli y lo que había dominado su vida anterior estaba a punto de volver. Le caería una larga condena, y ese tiempo en la cárcel iba a dedicarlo a leer todo aquello que no había leído y acerca de todo aquello que se había prometido a sí mismo leer.

Estaba entretenido repasando todos los títulos de Selma Lagerlöf cuando un sonido chirriante interrumpió sus pensamientos. Prestó atención. Volvió a chirriar. Venía de la ventana.

Volvió la cabeza todo lo que pudo, mirando hacia allí. Contra el cielo negro destacaba una figura oval más clara, iluminada por la lámpara. Al lado, otra figura más pequeña que se movía de un lado para otro. Una mano. Hacía señas. La mano arañó la ventana y se volvió a oír el ruido chirriante y desagradable.

Eli.

Håkan se alegró de no estar conectado a ningún electrocardiógrafo cuando su corazón empezó a latir a toda velocidad, a temblar como un pájaro en una red. Veía su corazón explotándole en el pecho, arrastrándose por el suelo hasta la ventana.

Entra, querida. Entra.

Pero la ventana estaba cerrada, y, aun en el caso de que no hubiera sido así, sus labios eran incapaces de formar las palabras que dieran a Eli acceso a la habitación. A lo mejor podía hacer un gesto que significara lo mismo, aunque nunca había acabado de comprender aquello del todo.

¿Podré?

Con gran dificultad sacó una pierna de la cama, después la otra. Apoyó los pies en el suelo, intentó ponerse en pie. Las piernas se negaban a soportar su peso después de haber estado diez días inmóviles. Se apoyó en la cama y a punto estuvo de caerse de lado.

El tubo del goteo se tensó tanto que tiraba de la piel donde estaba la vía. Había algún tipo de alarma conectada al tubo, un fino cable eléctrico que corría paralelo a él. Si desconectaba alguno de los extremos del tubo, saltaría la alarma. Acercó el brazo al pie del gotero de manera que el tubo se aflojó y se volvió hacia la ventana. La pequeña figura oval estaba todavía allí, esperándole.

Tengo que hacerlo.

El pie de suero tenía ruedas, la batería de la alarma estaba sujeta debajo de la bolsa. Se alargó hacia él, consiguió agarrarlo. Apoyándose en el aparato logró levantarse despacio, muy despacio. La habitación daba vueltas ante su único ojo cuando intentó dar el primer paso; se paró. Escuchó. La respiración del vigilante seguía siendo tranquila.

A paso de hormiga consiguió arrastrarse por la habitación. En cuanto las ruedas del gotero hacían el menor ruido, se paraba a escuchar. Algo le decía que aquélla iba a ser la última vez que vería a Eli, y no pensaba…

cagarla.

Su cuerpo estaba tan cansado como después de una maratón cuando por fin llegó hasta la ventana y apretó su cara contra ella, de manera que la película de gelatina que cubría su piel se pegó contra el cristal e hizo que su cara empezara a arder de nuevo.

Sólo el par de centímetros que había entre los dos cristales separaba su ojo de los de su amada. Eli puso su mano sobre el cristal, como para acariciarle la cara destrozada. Håkan mantenía su ojo tan cerca como podía de los de Eli y, no obstante, la imagen empezó a deformarse. Los ojos negros de la niña desaparecían, se volvieron borrosos.

Había dado por supuesto que sus glándulas lacrimales estaban quemadas, como todo lo demás, pero no era así. Las lágrimas arrasaron su ojo y le cegaron. Su párpado provisional no daba abasto y, con mucho cuidado, se enjugó el ojo con la mano mientras todo su cuerpo temblaba.

Buscó el mecanismo de cierre de la ventana. Lo giró. Le caían mocos por el agujero donde antes había estado su nariz, goteando sobre el marco de la ventana cuando consiguió abrirla.

El aire frío inundó la habitación. Sólo era cuestión de tiempo que el vigilante se despertara. Håkan alargó su brazo y tendió su mano sana hacia Eli. Ésta se subió al alféizar de la ventana, tomó su mano entre las suyas y la besó:

—Hola, amigo mío.

Håkan asintió lentamente para confirmar que oía. Retiró su mano de las de Eli y le acarició la mejilla. Su piel era como seda helada bajo su mano.

Todo se agolpó en su cabeza.

No iba a pudrirse en la celda de ninguna cárcel rodeado de letras sin sentido. Ser vejado por otros presos porque había cometido el que a sus ojos era el peor de los crímenes. Iba a estar con Eli. Iba a…

Eli se agachó cerca de él, acurrucada en el alféizar de la ventana.

—¿Qué quieres que haga?

Håkan retiró la mano de la mejilla de la niña y señaló su cuello. Eli meneó la cabeza.

—Entonces, tendría que… matarte. Después.

Håkan apartó la mano del cuello, la puso sobre la cara de Eli. Posó el dedo meñique un momento en los labios de la pequeña. Luego volvió a llevar la mano sobre sí mismo.

Señaló de nuevo el cuello.

Su aliento formaba nubes blancas de vaho, pero no tenía frío. Oskar había bajado en diez minutos hasta la tienda. La luna le había acompañado desde la casa de su padre, jugando al escondite detrás de las copas de los abetos. Miró el reloj. Las diez y media. Había visto en el horario que había en la entrada que el último autobús de Norrtälje salía a las doce y media.

Cruzó la explanada que había delante de la tienda, iluminada por las luces de la gasolinera, y se dirigió hacia la calle Kappellskärsvägen. No había hecho nunca dedo y su madre se pondría como loca si llegaba a enterarse. Entrar en el coche de una persona desconocida…

Empezó a andar más deprisa, pasó por delante de un par de chalés iluminados. Allí dentro vivía gente que estaba a gusto. Los niños dormidos en sus camas sin la preocupación de que sus padres entraran y los despertaran para ponerse a decir bobadas.

Esto es culpa de papá, no mía.

Miró las botas que aún llevaba en la mano; las tiró a la cuneta, se paró. Ahí estaban: dos cocos oscuros en la nieve a la luz de la luna.

Mamá no me dejará volver aquí nunca más.

Su padre iba a notar que se había ido dentro de… una hora más o menos. Luego saldría a buscarle, llamándolo. Después telefonearía a su madre. ¿Seguro que lo haría? Probablemente. Para saber si Oskar había llamado. Su madre se daría cuenta de que su padre estaba borracho cuando le contara que Oskar se había ido, y se montaría una…

Espera. Así.

Cuando llegara a Norrtälje llamaría a su padre desde una cabina y le diría que se iba a Estocolmo, que iba a pasar la noche en casa de un amigo y que luego volvería a casa de su madre al día siguiente como si no hubiera pasado nada.

De esa manera su padre iba a tener su castigo sin que supusiera una catástrofe.

Bien. Y así…

Oskar bajó a la cuneta y recogió las botas, se las metió en los bolsillos de la cazadora y siguió hacia la carretera principal. Ya estaba arreglado. Ahora era Oskar el que decidía adónde iba y la luna lo miraba con cariño iluminando sus pasos. Alzó la mano saludándola y empezó a cantar:

—«Aquí llega Fritiof Andersson, trae el sombrero nevado…».

Ya no se sabía más, así que en vez de cantarla la tarareó.

Después de unos cientos de metros llegó un coche. Él ya lo había oído cuando todavía estaba bastante lejos; se detuvo y sacó el dedo. El coche pasó delante de él, se paró y dio marcha atrás. La puerta del copiloto se abrió, dentro había una mujer, algo más joven que su madre. Nada que temer.

—Hola. ¿Adónde quieres ir?

—A Estocolmo. Bueno, a Norrtälje.

—Pues a Norrtälje voy yo, así que… —Oskar se agachó para entrar en el coche—. Se me olvidaba. ¿Saben tu papá y tu mamá dónde estás?

—Sí, claro. Pero es que el coche de papá se ha averiado y… bueno.

La mujer se lo quedó mirando, como si estuviera pensando algo.

—Bueno, entonces sube.

—Gracias.

Oskar se deslizó en el asiento y cerró su puerta. Se pusieron en marcha.

—Entonces, ¿te dejo en la estación de autobuses?

—Sí, por favor.

Oskar se colocó bien en el asiento disfrutando del calor que empezaba a sentir en el cuerpo, especialmente en la espalda. Debía de ser uno de esos asientos con calefacción. Y que fuera tan sencillo. Los chalés iluminados pasaban rápidamente ante las ventanillas.

Podéis quedaros ahí sentados, bobos.

Se va cantando, se va jugando a España y… algún sitio.

—¿Vives en Estocolmo?

—Sí. En Blackeberg.

—Blackeberg… está al oeste, ¿no?

—Eso creo. Se llama Västerort, así que será por eso.

—Bueno. ¿Te espera algo importante en casa?

—Sí.

—Tiene que ser algo especial para salir a estas horas.

—Sí. Lo es.

Hacía frío en la habitación. Las articulaciones parecían rígidas después de haber dormido tanto tiempo en una postura incómoda. El vigilante se desperezó con un crujido, echó un vistazo a la cama y se despejó totalmente.

¡La ventana… el frío… mierda!

Se levantó temblando, miró alrededor. ¡A Dios gracias! El hombre no había huido, pero ¿cómo cojones había conseguido llegar a la ventana? Y…

¿Qué es esto?

El asesino estaba inclinado sobre el antepecho de la ventana con un bulto negro en el hombro. Su culo desnudo asomaba bajo la bata del hospital. El vigilante dio un paso hacia él, se paró jadeando.

El bulto era una cabeza. Un par de ojos negros se cruzaron con los suyos.

Buscó a tientas el arma reglamentaria y se acordó de que no la llevaba. Por razones de seguridad. El arma más próxima se encontraba en la caja fuerte del pasillo. Además, sólo se trataba de una niña, como pudo ver entonces.

—¡Alto! ¡No os mováis!

Corrió los tres pasos que había hasta la ventana y la niña levantó la cabeza del cuello del hombre.

En el mismo momento en que el vigilante llegó, la niña tomó impulso desde el alféizar y desapareció hacia arriba. Sus pies se bambolearon un instante en el borde superior de la ventana antes de desaparecer.

Llevaba los pies descalzos.

El vigilante sacó la cabeza por la ventana y alcanzó a ver un cuerpo que desaparecía en el tejado, fuera de su ángulo de visibilidad. El hombre que tenía a su lado respiraba con dificultad.

Oh, santo Dios y la madre que lo parió.

En la tenue luz se podían apreciar unas manchas oscuras en un hombro y en la parte de atrás de la bata. El hombre tenía la cabeza caída y en el cuello destacaba una herida reciente. En el tejado se oían golpes suaves de algo que se movía sobre las planchas metálicas. El vigilante se había quedado paralizado.

Prioridades. ¿Qué prioridades?

No se acordaba. Lo primero, salvar vidas. Sí, sí, pero había otros que podían… echó a correr hacia la puerta, marcó la combinación y se lanzó por el pasillo, gritando:

—¡Enfermera! ¡Enfermera! ¡Venga! ¡Esto es urgente!

Se lanzó hacia la escalera de incendios mientras la enfermera de noche salía de su garita y corría en dirección a la habitación que él acababa de dejar. Cuando se cruzaron ella, le preguntó:

—¿Qué pasa?

—Urgente. Es… urgente. Pide más personal, es… un asesinato.

No le salían las palabras. No se había visto nunca en algo semejante. Le habían colocado en este tedioso puesto de vigilante precisamente porque era inexperto. Prescindible, vamos. Mientras corría hacia la escalera sacó la radio y avisó a la central pidiendo refuerzos.

La enfermera intentó prepararse para lo peor: un cuerpo tirado en el suelo en medio de un charco de sangre, o colgado con una sábana de una tubería del agua caliente. Ya había visto ambas cosas.

Cuando entró en la habitación sólo vio que la cama estaba vacía. Y algo al lado de la ventana. Al principio creyó que se trataba de un montón de ropa puesta en el alféizar. Luego vio que se movía.

Corrió hacia la ventana para impedir que ocurriera, pero llegó demasiado tarde. El hombre se encontraba ya colgado del marco y con la mitad del cuerpo fuera cuando ella se lanzó hacia allí. Llegó a tiempo de coger una solapa de la bata del hospital antes de que el cuerpo del hombre cayera; el tubo del goteo se le desprendió del brazo. Un «rasssch» y se quedó con un trozo de tela de color azul en la mano. Un par de segundos después oyó un golpe lejano y sordo cuando el cuerpo se estrelló contra el suelo. Luego, los pitidos de la alarma del gotero.

El taxista giró ante la entrada de urgencias. El señor mayor que venía en el asiento de atrás y que le había entretenido durante todo el viaje desde Jakobsberg con anécdotas sobre sus problemas de corazón, abrió su puerta y se quedó sentado, esperando.

Vale, vale.

El conductor salió, dio la vuelta hasta la parte de atrás y le ofreció su brazo al anciano. La nieve se le colaba por el cuello de la cazadora. El viejo estaba casi apoyándose en su brazo cuando se quedó mirando fijamente hacia algún punto en el cielo, y permaneció sentado.

—Venga, vamos. Yo le sujeto.

El viejo señalaba hacia arriba.

—¿Qué es eso?

El taxista miró hacia donde estaba señalando.

Había una persona en el tejado del hospital. Una persona pequeña. Desnuda de cintura para arriba, con las manos apretadas a lo largo del cuerpo.

Avisa.

Tendría que dar la alarma a través de la radio, pero se quedó parado, incapaz de moverse, como si al hacerlo se fuera a alterar el equilibrio y la persona fuera a caer.

Le dolió la mano cuando el viejo se la cogió con unos dedos que parecían garras, clavándole las uñas en la palma. Sin embargo, no se movió.

La nieve le caía en los ojos y parpadeó. La persona que estaba en el tejado levantó los brazos por encima de la cabeza. Algo se extendió entre los brazos y el cuerpo: una telilla… una membrana. El viejo agarró su mano, salió del coche y se puso a su lado.

Al mismo tiempo que el hombro del anciano rozaba el suyo, cayó la persona… un niño… Lanzó un resuello y los dedos del viejo se le volvieron a clavar en la palma de la mano. El niño caía justo por encima de ellos.

De forma instintiva se agacharon los dos y se pusieron las manos sobre la cabeza. No pasó nada.

Cuando volvieron a mirar el niño había desaparecido. El conductor echó una ojeada alrededor, pero todo lo que se podía ver en el aire era la nieve cayendo bajo las farolas.

El viejo se estremeció.

—El ángel de la muerte. Era el ángel de la muerte. No saldré nunca de aquí.