Jueves 5 de Noviembre

De viaje a casa de su padre. Cada recodo del camino le resultaba conocido; había hecho aquel trayecto… ¿cuántas veces? Solo, tal vez diez o doce, pero con su madre otras treinta, por lo menos. Sus padres se habían separado cuando tenía cuatro años, pero Oskar y ella habían seguido yendo allí los fines de semana y durante las vacaciones.

Los últimos tres años le habían dejado viajar solo en el autobús. Esta vez su madre ni siquiera lo había acompañado hasta la Escuela Técnica Superior, desde donde salían los autobuses. Ya era un chico mayor, con su propia tarjeta prepago para el metro en la cartera.

En realidad tenía la cartera sólo para llevar la tarjeta, pero ahora, además, guardaba allí veinte coronas para golosinas y cosas así, y las notas de Eli.

Oskar se tocó la venda de la mano. No quería volver a verla. Era repulsiva. Lo que había ocurrido en el sótano había sido como si…

Ella mostrara su verdadero rostro.

… había algo en ella, algo que era… Lo Terrible. Todo aquello de lo que uno debe cuidarse. Grandes alturas, fuego, cristales en la hierba, serpientes. Todo aquello de lo que su madre se esforzaba tanto en protegerlo.

Quizá fuera por eso por lo que no había querido que Eli y su madre se conocieran. Su madre se habría dado cuenta de inmediato, le habría prohibido acercarse a ello. A Eli.

El autobús salió de la autopista, torció hacia abajo, hacia Spillersboda. Aquél era el único que iba hacia Rådmanså, por eso tenía que ir dando rodeos para pasar por tantos pueblos como fuera posible. El vehículo atravesó un paisaje montañoso con pilas de tablas amontonadas en el Aserradero de Spillersboda, hizo un giro brusco y a punto estuvo de deslizarse cuesta abajo contra el muelle.

No se había quedado a esperar a Eli el viernes por la tarde.

En lugar de eso, cogió su trineo y fue a deslizarse solo por la Cuesta del Fantasma. Su madre se enfadó con él porque se había quedado en casa todo el día, sin ir a la escuela, resfriado, pero Oskar le dijo que ya se encontraba mejor.

Fue hacia el Parque Chino con el trineo a la espalda. La Cuesta del Fantasma empezaba cien metros más allá de la última farola del parque, cien metros de oscuro bosque. La nieve crujía bajo sus pies. El absorbente susurro del bosque, como un aliento. La luz de la luna se filtraba hasta el suelo y entre los árboles parecía un entramado de sombras en el que hubiera figuras sin rostro esperando, moviéndose hacia delante y hacia atrás.

Alcanzó el punto donde el camino empezaba a descender abruptamente hacia la Ensenada del Molino, se sentó en el trineo. La Casa del Fantasma era una pared negra al lado de la cuesta, una prohibición: No puedes estar aquí cuando es de noche. Éste es nuestro sitio ahora. Si quieres jugar aquí, tienes que jugar con nosotros.

Al final de la cuesta brillaban algunas luces del club náutico de la Ensenada de Kvarnviken. Oskar se desplazó unos centímetros más hacia delante, el desnivel hizo el resto y el trineo empezó a deslizarse. Agarraba el volante con fuerza, quería cerrar los ojos pero no se atrevía, porque entonces podía salirse de la pista, caer por el abrupto precipicio contra la Casa del Fantasma.

Corría cuesta abajo, un proyectil de nervios y músculos tensos. Más y más rápido. De la Casa del Fantasma salían brazos deformados que, cubiertos de nieve en polvo, le tiraban del gorro, le rozaban las mejillas.

Puede que no fuera más que una ráfaga de viento, pero en la parte baja de la cuesta se topó con una maraña transparente y viscosa que estaba atravesada y bien tensada en medio de la pista, como tratando de detenerlo. Pero iba demasiado rápido.

El trineo atravesó la maraña, que se quedó pegada a la cara y al cuerpo de Oskar, luego dio de sí, se estiró hasta romperse y cruzó a través de ella.

En la ensenada de Kvarnviken brillaban las luces. Sentado en su trineo miraba el lugar donde el día antes por la mañana había derribado a Jonny. Se volvió. La Casa del Fantasma era una fea gualdrapa de chapa.

Tirando del trineo subió de nuevo la cuesta. Se lanzó. Arriba de nuevo. Abajo. No podía dejarlo. Y siguió tirándose. Se estuvo deslizando hasta que su cara se convirtió en una máscara de hielo.

Luego se fue a casa.

No había dormido más de cuatro o cinco horas aquella noche, tenía miedo de que llegara Eli por lo que se vería obligado a decir, a hacer, si ella se presentaba: rechazarla. Por eso se había quedado dormido en el autobús hacia Norrtälje y no se había despertado hasta que llegaron. En el autobús de Rådmansö se mantuvo despierto, jugando al juego de recordar todo lo que pudiera a lo largo del recorrido.

Ahí delante tiene que aparecer enseguida una casa pintada de amarillo con un molino de viento en el césped.

Una casa pintada de amarillo con un molino de viento nevado pasó por la ventana. Y así. En Spillersboda se subió una chica al autobús. Oskar se agarró al asiento de delante. Se parecía un poco a Eli, pero por supuesto no era ella. La chica se sentó un par de asientos delante de Oskar. Él se quedó mirándole la nuca.

¿Qué es lo que le pasa?

Aquel pensamiento ya se le había ocurrido a Oskar abajo, en el sótano, cuando estuvo recogiendo las botellas y se secó la sangre de la mano con un trozo de tela del cuarto de la basura, que Eli era una vampira. Eso explicaba un montón de cosas.

Que nunca saliera de día.

Que pudiera ver en la oscuridad, cosa que él sabía de sobra que podía hacer.

Además de un montón de cosas: la manera de hablar, el cubo, la agilidad, cosas que sin duda podían tener una explicación natural… pero es que, además, estaba la forma en que había chupado su sangre del suelo, y lo que realmente le congelaba las entrañas cuando pensaba en ello:

¿Puedo entrar? Dime que puedo entrar.

Que necesitara una invitación para poder entrar en su habitación, en su cama. Y él la había invitado. Una vampira. Un ser que vivía de la sangre de los demás. Eli. No había ni una sola persona a quien pudiera contárselo. Nadie le creería. Y si alguien, pese a todo, le creyera, ¿qué pasaría?

Oskar vio ante sí una multitud de hombres que cruzaban el arco de entrada a Blackeberg, donde él y Eli se habían abrazado, con estacas afiladas en las manos. Entonces sintió miedo por Eli, no quería volver a verla, pero aquello no quería que ocurriera.

Tres cuartos de hora después de que se subiera al autobús en Norrtälje llegó a Södersvik. Tiró de la cuerda y la campanilla sonó delante, al lado del conductor. El autobús se paró justo ante la tienda y Oskar tuvo que esperar a que bajara primero una señora mayor a la que conocía pero de la que ignoraba su nombre.

Su padre estaba al pie de la escalera, asintió con la cabeza y dijo: «Hum» a la señora mayor. Oskar bajó del autobús, se quedó un momento parado delante de su padre. La última semana habían sucedido cosas que le hacían sentirse mayor. No adulto, pero sí más mayor. Eso se le vino abajo cuando estuvo ante su padre.

Su madre aseguraba que su padre era infantil de una forma equivocada. Inmaduro, incapaz de asumir responsabilidades. Bueno, ella decía también cosas buenas de él, pero aquello era un escollo constante. La inmadurez.

Para Oskar, su padre allí, extendiendo los brazos, era la imagen del adulto. Y Oskar cayó en esos brazos.

Su padre olía diferente a todas las demás personas de la ciudad. En su viejo chaleco Helly Hansen remendado con cinta de velero había siempre la misma mezcla de madera, pintura, metal y, sobre todo, aceite. Ésos eran sus olores, pero Oskar no pensaba en ello de aquella manera. Era sencillamente «el olor de su padre». Le gustaba aquel olor y aspiró profundamente por la nariz mientras hundía la cara en el pecho de su padre.

—Sí, hola.

—Hola, papá.

—¿Ha ido bien el viaje?

—No, hemos chocado con un alce.

—¡Huy! No me digas.

—Sólo es una broma.

—Ya, ya. Bueno. Pero yo me acuerdo de que una vez…

Mientras iban hacia la tienda su padre empezó a contar la historia de cómo una vez atropelló a un alce con un camión. Oskar, que ya había oído la historia antes, asentía de vez en cuando mirando a su alrededor.

La tienda de Södervik tenía el mismo aspecto sucio de siempre. Los rótulos y banderines que se habían quedado allí a la espera del próximo verano hacían que todo el lugar se asemejara a un puesto de helados desmesurado. La gran carpa detrás de la tienda, donde vendían herramientas para el jardín, muebles para exteriores y cosas por el estilo, tenía el acceso cerrado con unas cuerdas porque ya no era temporada.

En verano, la población de Södervik se multiplicaba por cuatro. Toda la zona alrededor de la ensenada de Norrtälje, la isla de Lågarö, era un hormiguero de casitas de verano y segundas residencias, y aunque los buzones abajo, hacia la isla de Lågarö, colgaban en hileras dobles de treinta casilleros en cada una, el cartero no tenía que ir casi nunca allí en esta época del año. No había nadie, no había correo.

Justo cuando llegaron hasta la moto, su padre terminó de contar la historia del alce.

—… así que tuve que darle un golpe con una palanqueta que tenía para abrir cajones y esas cosas. Justo entre los ojos. Él se tambaleó así y… bueno. No, no fue tan agradable.

—No. Claro.

Oskar se montó sobre el portaequipajes delantero, puso las piernas debajo. Su padre rebuscó en el bolsillo del chaleco, sacó un gorro.

—Toma. Que se quedan un poco frías las orejas.

—No, si tengo.

Oskar sacó su propio gorro, se lo puso. Su padre se volvió a guardar el otro en el bolsillo.

—¿Y tú? Que se quedan un poco frías las orejas.

Su padre se rió.

—No, yo estoy acostumbrado.

Eso ya lo sabía Oskar. Sólo quería chincharle un poco. No podía recordar haber visto nunca a su padre con gorro. Si hacía frío de verdad y soplaba el viento podía ponerse una especie de gorra de piel de oso con orejeras que él llamaba «la herencia», pero nada más.

Su padre pisó el pedal de la moto para ponerla en marcha y ésta sonó como una motosierra. Dijo algo sobre «el punto muerto» y metió la primera. La moto pegó un tirón hacia delante que a punto estuvo de hacer que Oskar se cayera hacia atrás y su padre gritó: «¡el embrague!», y se pusieron en marcha.

Segunda. Tercera. La moto fue cogiendo velocidad mientras cruzaban el pueblo. Oskar iba sentado como un sastre sobre el ruidoso portaequipajes. Se sentía como el rey de todos los reinos de la tierra y habría podido seguir viajando eternamente.

Se lo había explicado un médico. Los gases que había aspirado le habían quemado las cuerdas vocales y lo más probable era que no pudiera volver a hablar normal. Una nueva operación podría devolverle la capacidad de producir sonidos vocálicos, pero como incluso la lengua y los labios estaban gravemente afectados, serían necesarias nuevas operaciones para restablecer la posibilidad de reproducir las consonantes.

Como viejo profesor de sueco, Håkan no podía dejar de maravillarse con aquel pensamiento: producir la voz por vía quirúrgica.

Sabía bastante de fonemas y de las mínimas unidades del idioma, comunes a muchas culturas, pero nunca se había parado a pensar en las herramientas propias de éste —paladar, labios, lengua, cuerdas vocales— de aquella manera. Tallar el idioma con el bisturí a partir de una materia prima informe, como salían las esculturas de Rodin del mármol bruto.

Y, pese a todo, carecía totalmente de sentido. No pensaba hablar. Además, sospechaba que el médico le había hablado de aquella manera por alguna razón especial. Él era lo que llaman una persona propensa al suicidio, por lo que era importante inculcarle una especie de concepción lineal del tiempo. Devolverle la idea de la vida como un proyecto, como un sueño de futuras conquistas.

Pero él no la compraba.

Si Eli lo necesitaba, podía pensar en vivir. Si no, no. Nada hacía pensar que Eli lo necesitara.

Pero ¿cómo habría podido Eli ponerse en contacto con él en este sitio?

Por las copas de los árboles fuera de la ventana suponía que se encontraba en los pisos de arriba.

Además, bien vigilado. Aparte del médico y las enfermeras había siempre, al menos, un policía cerca. Eli no podía llegar hasta él y él no podía llegar hasta Eli. La idea de fugarse, de ponerse en contacto con Eli por última vez se le había pasado por la cabeza. Pero ¿cómo?

La operación de garganta había hecho que pudiera respirar de nuevo, ya no necesitaba estar conectado a un respirador. Sin embargo, la comida no la podía tomar por la vía normal (aquello también lo iban a arreglar, según le había asegurado el médico). El tubo del goteo se movía continuamente de acá para allá dentro de su campo visual. Si lo arrancaba, probablemente empezaría a pitar en algún sitio, y además veía también sumamente mal. Escaparse rozaba lo impensable.

Una cirugía plástica había consistido en trasplantarle un trozo de piel de su propia espalda al párpado, para que pudiera cerrar los ojos.

Los cerró.

La puerta de su habitación se abrió. Tocaba otra vez. Reconoció la voz. El mismo hombre que las otras veces.

—Bueno, bueno —saludó el hombre—. Dicen que de todas formas no podrás hablar durante algún tiempo. Es una lástima. Pero el caso es que sigo empeñado en que, pese a todo, tú y yo podríamos comunicarnos si tú pusieras un poco de tu parte.

Håkan trató de recordar lo que decía Platón en La República acerca de los asesinos y de los violentos, cómo había que actuar con ellos.

—Bueno, ya puedes también cerrar los ojos. Eso está bien. ¿Oye? ¿Y si empiezo a ser algo más concreto? Porque me pega a mí que tú a lo mejor crees que no vamos a poder identificarte. Pero lo vamos a hacer. Tenías un reloj de pulsera del que seguramente te acordarás. Por suerte se trataba de un reloj viejo con las iniciales del fabricante, el número de serie y todo. Daremos con él en un par de días, de una u otra forma. Una semana quizá. Y hay más cosas.

»Te encontraremos, eso tenlo por seguro.

»Así que… Max. No sé por qué te quiero llamar Max. Es sólo provisionalmente. ¿Max? ¿Querrías ayudarnos un poco? Si no, tendremos que hacerte una fotografía y quizá publicarla en los periódicos y… bueno, ya sabes. Será más lioso. Cuánto más sencillo si tú hablases… o algo… conmigo ahora.

»Tenías un papel con el código de Morse en el bolsillo. ¿Sabes el alfabeto Morse? Porque en ese caso podemos comunicarnos dando golpecitos.

Håkan abrió el ojo, miró en dirección a las dos manchas oscuras dentro del óvalo blanco y borroso que era la cara del hombre. Éste decidió obviamente interpretarlo como una invitación y siguió:

—Luego está ese hombre del agua. Está claro que no fuiste el que lo mató, ¿verdad? Los patólogos dicen que las marcas de las mordeduras probablemente hayan sido hechas por un niño. Y ya hemos recibido una denuncia, algo en lo que lamentablemente no puedo entrar en detalles, pero… pero creo que estás protegiendo a alguien. ¿Es así? Levanta la mano si es así.

Håkan cerró el ojo. El policía lanzó un suspiro.

—De acuerdo. Entonces dejaremos que la investigación siga su curso, pues. ¿No quieres decirme algo antes de que me vaya?

El policía estaba a punto de levantarse cuando Håkan alzó una mano. El policía se volvió a sentar. Håkan levantó la mano más alto. Y le dijo adiós con ella.

Adiós.

Al policía se le escapó un bufido, se incorporó y se fue.

Las heridas de Virginia no habían sido graves. El viernes por la tarde pudo abandonar el hospital con catorce puntos y un apósito grande en el cuello y otro algo más pequeño en la mejilla. Rechazó el ofrecimiento de Lacke para quedarse con ella, para vivir en su casa hasta que se pusiera mejor.

Virginia se acostó el viernes por la noche convencida de que se levantaría para ir a trabajar el sábado por la mañana. Su economía no le permitía quedarse en casa.

Pero no le resultó fácil conciliar el sueño. El recuerdo del ataque no dejaba de darle vueltas en la cabeza, no podía relajarse. Le parecía ver saliendo de las sombras del techo del dormitorio bultos negros que se abalanzaban sobre ella, allí tendida en la cama y con los ojos bien abiertos. Le picaba la herida del cuello bajo el enorme apósito. Hacia las dos de la madrugada le entró hambre, fue a la cocina y abrió el frigorífico.

Sentía el estómago totalmente vacío, pero al mirar la comida que había no encontró nada que le apeteciera. Sin embargo, por pura inercia sacó pan, mantequilla, queso y leche, lo puso todo sobre la mesa de la cocina.

Se preparó un bocadillo de queso y se llenó un vaso de leche. Luego se sentó a la mesa y se quedó mirando el líquido blanco del vaso, la rebanada de pan marrón con la capa amarilla de queso encima. Parecía asqueroso. No quería comer aquello. Tiró el bocadillo a la basura, la leche al fregadero. En el frigorífico había una botella de vino blanco que estaba a medias. Se sirvió un vaso, se lo llevó a los labios. Cuando sintió el olor del vino se le quitaron las ganas.

Sintiéndose derrotada se puso un vaso de agua del grifo. Al acercárselo a la boca, vaciló. ¿El agua sin embargo siempre se podía…? Sí. Agua podía beber. Aunque sabía a… moho. Como si todo lo que había de bueno en el agua lo hubieran quitado y hubieran dejado sólo los sedimentos del fondo.

Se acostó de nuevo, estuvo acostada dando vueltas unas horas más; al final, se quedó dormida.

Cuando se despertó, el reloj marcaba las diez y media. Se tiró de la cama, se puso la ropa en la penumbra del dormitorio. Dios mío. Tenía que haber estado en la tienda a las ocho. ¿Por qué no la habían llamado?

Espera. La había despertado el sonido del teléfono. Había estado sonando en su último sueño antes de que se despertara, después había dejado de sonar. Si no la hubieran llamado estaría aún durmiendo. Se abrochó la blusa y fue hasta la ventana, levantó la persiana.

La luz le llegó como una bofetada en la cara. Retrocedió, alejándose de la ventana y soltando la cuerda de la persiana. Se sentó en la cama. Unos rayos de luz se colaban con un ruido áspero y caían atravesados sobre su pie desnudo.

Mil alfileres.

Como si le estuvieran tirando de la piel en dos direcciones distintas al mismo tiempo, un dolor que se extendía sobre la piel expuesta.

¿Qué me pasa?

Retiró el pie, se puso los calcetines. Puso el pie en la luz de nuevo. Mejor. Sólo cien alfileres. Se levantó para ir al trabajo, se sentó otra vez.

Una especie de… choque.

La impresión al levantar la persiana había sido terrible. Como si la luz fuera una materia pesada que arrojada contra su cuerpo la sacara de sí misma. Lo peor eran los ojos. Dos dedos forzudos que se apretaran contra ellos y amenazaran con sacarlos de sus órbitas. Aún le escocían.

Se frotó los ojos con las manos, buscó sus gafas de sol en el armario del cuarto de baño y se las puso.

Estaba hambrienta, pero bastaba con que pensara en el frigorífico, en el contenido de la despensa, para que las ganas de desayunar desaparecieran. Además no tenía tiempo. Ya iba casi con tres horas de retraso.

Salió, cerró la puerta y bajó las escaleras lo más rápido que pudo. El cuerpo estaba débil. Puede que fuera un error ir al trabajo, después de todo. Bueno. La tienda sólo estaría abierta cuatro horas más, y era entonces cuando empezaban a llegar los clientes del sábado.

Ocupada en esas cuestiones no se lo pensó dos veces antes de abrir la puerta del portal.

Ahí estaba otra vez la luz.

Le hacía daño en los ojos a pesar de las gafas de sol, como si le echaran agua hirviendo en la cara y en las manos. Lanzó un grito. Metió las manos en las mangas del abrigo, agachó la cabeza y corrió hacia la tienda.

Una vez dentro, se aplacaron rápidamente el escozor y el dolor. La mayoría de las ventanas de la tienda estaban cubiertas de anuncios y papel celofán para que la luz del sol no estropeara los alimentos. Algo de daño sí que le hacía de todos modos, pero eso podía ser porque por las ventanas se filtraba algo de claridad, por las rendijas entre los anuncios. Se quitó las gafas de sol y se dirigió a la oficina.

Lennart, el encargado de la tienda y su jefe, estaba rellenando algunos impresos, pero alzó la vista cuando ella entró. Virginia se había esperado algún tipo de reprimenda, pero él sólo le dijo:

—Hola, ¿qué tal estás?

—Bueno… bien.

—¿No deberías estar en casa descansando un poco?

—Sí, pero pensé que…

—No tenías por qué haberlo hecho. Lotten se encargará hoy de la caja. Te he llamado antes, pero como no contestabas, pues…

—¿Entonces no hay nada que hacer?

—Habla con Berit en la charcutería. Oye, Virginia…

—¿Sí?

—Sí, qué mala suerte todo eso que pasó. No sé qué puedo decir, pero… lo siento. Y entiendo que necesites tomártelo con tranquilidad un tiempo.

Virginia no entendía nada. Lennart no era de los que se apiadaban de las enfermedades ni de los problemas de los demás. Y presentarle de aquella manera su personal condolencia era algo totalmente nuevo. Probablemente sería porque ella tenía un aspecto ciertamente lamentable con la mejilla hinchada y los esparadrapos.

Virginia le contestó:

—Gracias. Ya veré lo que hago —y se fue a la charcutería.

Pasó por las cajas para saludar a Lotte. Había cinco personas esperando para pasar por la caja de su compañera y Virginia pensó que debería abrir otra, a pesar de todo. La cuestión sin embargo era si Lennart quería que ella estuviera en la caja con el aspecto que tenía.

Cuando se acercó a la luz de la ventana no cubierta que había detrás de las cajas volvió a ocurrir lo mismo. La cara se le ponía tirante, los ojos le dolían. No era tan malo como la luz directa del sol fuera, en la calle, pero sí bastante molesto. No podría estar allí sentada.

Lotte la vio y la saludó entre dos clientes.

—Hola, lo he leído… ¿Qué tal estás?

Virginia alzó la mano, moviéndola de un lado a otro: así, así.

¿Leído?

Agarró los periódicos Svenska Dagbladet y Dagens Nyheter, se los llevo a la charcutería y echó una ojeada rápida a las portadas. Allí no ponía nada. Habría sido demasiado.

La charcutería estaba al fondo de la tienda, al lado de los lácteos, estratégicamente colocados para que uno tuviera que recorrer toda la tienda hasta llegar a ellos. Virginia se paró al lado de las estanterías repletas de conservas. Le temblaba de hambre todo el cuerpo. Miró detenidamente los botes.

Tomate triturado, champiñones, mejillones, atún, raviolis, salchichas, sopa de guisantes… nada. Sólo le daba asco.

Berit alcanzó a verla desde la charcutería, la saludó con la mano. Tan pronto como Virginia llegó detrás del mostrador Berit la abrazó, tocó con cuidado la tirita que llevaba en la mejilla.

—¡Uf! Qué pobre.

—No, pero está…

¿Bien?

Se retiró hasta el pequeño almacén detrás de la charcutería. Si dejaba que Berit se arrancara acabaría con una buena perorata acerca del sufrimiento en general y de la maldad en la sociedad actual en particular.

Virginia se sentó en una silla entre la báscula y la puerta del congelador. Aquel espacio no tenía más que unos metros cuadrados, pero era el lugar más agradable de toda la tienda. Hasta allí no llegaba la luz de la calle. Hojeó los periódicos y en una noticia marginal en la sección nacional de Dagens Nyheter pudo leer:

Mujer atacada en Blackeberg

Una mujer de cincuenta años fue atacada y herida en la noche del viernes en Blackeberg, en las afueras de Estocolmo. Un transeúnte que pasaba por ese lugar intervino y el delincuente, una mujer joven, huyó inmediatamente del lugar. Se desconoce el motivo de la agresión. La policía investiga ahora la posible relación de este suceso con otros hechos violentos ocurridos en la Zona Oeste en las últimas semanas. Las heridas de la mujer de cincuenta años, según hemos podido saber, no revisten gravedad.

Virginia dejó el periódico. Qué extraño leer acerca de sí misma de esta manera. «Una mujer de cincuenta años», «transeúnte», «no revisten gravedad». Todo lo que se ocultaba detrás de aquellas palabras.

«La posible relación». Sí, Lacke estaba totalmente convencido de que ella había sido atacada por el mismo niño que mató a Jocke. Aunque se había visto obligado a morderse la lengua para no contarlo en el hospital cuando una mujer policía y un médico le hicieron a Virginia una nueva revisión de las heridas el viernes por la mañana.

Pensaba contarlo, pero quería informar antes a Gösta, creía que Gösta cambiaría de opinión ahora que incluso Virginia se había visto expuesta.

Virginia oyó unos crujidos y miró a su alrededor. Le llevó unos segundos comprender que era ella misma la que temblaba de tal manera que el periódico que tenía en las manos producía aquellos sonidos. Dejó el diario en la repisa que había encima de las batas de la charcutería, salió hasta donde estaba Berit.

—¿Algo que pueda hacer?

—Pero mi niña, ¿de verdad vas a trabajar?

—Sí, es mejor si hago algo.

—Lo entiendo. Pues entonces puedes ir pesando las gambas. En bolsas de medio kilo. Pero ¿no deberías…?

Virginia negó con la cabeza y volvió al almacén. Se puso una bata blanca y un gorro, sacó una caja de gambas del congelador, se envolvió la mano en un plástico y empezó a pesar. Removía en la caja de cartón con la mano enfundada, ponía las gambas en bolsas de plástico, las pesaba en la báscula. Un trabajo aburrido, mecánico; la mano derecha se le quedó congelada con la cuarta bolsa. Pero estaba haciendo algo, y eso mantenía su mente ocupada por un rato.

Por la noche, en el hospital, Lacke había dicho una cosa realmente extraña: que el niño que la había atacado no era una persona. Que tenía los dientes afilados y garras.

Virginia había desechado aquello como algo propio de la borrachera o de una alucinación.

No recordaba gran cosa del ataque, pero podía estar de acuerdo en una cosa: lo que había saltado sobre ella era demasiado ligero para que fuera un adulto, casi demasiado ligero para que fuera siquiera un niño. Un niño muy pequeño, en todo caso. Cinco, seis años. Recordaba que se había levantado con aquel peso en la espalda. Después todo se volvió negro hasta que se despertó en su piso con todos los colegas, menos Gösta, alrededor de ella.

Puso una pinza en la bolsa que tenía pesada, cogió otra, echó un par de puñados. Cuatrocientos treinta gramos. Siete gambas más. Quinientos diez.

Se lo regalamos.

Se miró las manos, que trabajaban con independencia de su cerebro. Las manos. Con uñas largas. Dientes afilados. ¿Qué había sido aquello? Lacke lo había dicho claramente: un vampiro. Virginia se había echado a reír, con cuidado para que no se le quitaran los puntos de la mejilla. Lacke ni siquiera había sonreído.

—Tú no lo viste.

—Pero Lacke… no existen.

—No. Pero ¿qué era entonces?

—Un niño. Con alguna fantasía extraña.

—¿Se había dejado crecer las uñas entonces? ¿Se había afilado los dientes? Me gustaría conocer al dentista que…

—Lacke, estaba oscuro. Tú estabas borracho, sería…

—Sí, lo estaba. Yo estaba borracho. Pero vi lo que vi.

Sentía calor y tirantez bajo el apósito del cuello. Se quitó la bolsa de la mano derecha, se puso la mano sobre el vendaje. La mano estaba helada y se sintió aliviada. Pero se sentía cansada, como si las piernas no pudieran sostenerla más.

Terminaría de pesar aquella caja y luego se iría a casa. Aquello no podía ser. Si descansaba durante el fin de semana seguro que se sentiría mejor el lunes. Se puso la bolsa de plástico y acometió el trabajo con cierto enfado. Odiaba estar enferma.

Un dolor agudo en el dedo meñique. Mierda. Eso es lo que pasa cuando uno no está pensando en lo que hace. Las gambas, puntiagudas por la congelación, habían hecho que se pinchara. Se quitó la bolsa de plástico y se miró el dedo meñique. Un pequeño corte del que empezaba a salir sangre.

Se llevó inmediatamente el dedo a la boca para chuparse la sangre.

Una mancha cálida, saludable y sabrosa se extendió desde el punto en que la yema de su dedo entró en contacto con la lengua, propagándose. Chupó con más fuerza. Su boca se llenó de una concentración de todos los sabores buenos. Un estremecimiento de placer le recorrió el cuerpo. Siguió chupándose el dedo, entregada al disfrute, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

Se sacó el dedo de la boca, lo miró. Estaba mojado de saliva y la pequeña cantidad de sangre que salía se diluía enseguida con aquélla como si fuera una pintura al agua demasiado clara. Miró las gambas que quedaban en la caja. Cientos de pequeños cuerpos de color rosa claro, cubiertos de escarcha. Y los ojos. Cabezas negras de alfiler pinchadas en lo rosa, un cielo estrellado del revés. Dibujos y constelaciones comenzaron a girar ante ella.

El mundo rotaba alrededor de su eje y algo le golpeó en la parte posterior de la cabeza. Delante de sus ojos apareció una superficie blanca con telarañas en los bordes. Se dio cuenta de que estaba tendida en el suelo, pero no tenía fuerzas para levantarse.

A lo lejos oyó la voz de Berit:

—Dios mío… Virginia…

A Jonny le gustaba estar con su hermano mayor, siempre y cuando no estuvieran sus odiosos colegas con él. Jimmy conocía a algunos tipos de Råcksta a los que Jonny tenía bastante miedo. Una tarde, hacía ya un año, se habían presentado en el patio para hablar con Jimmy, pero no quisieron subir a llamar. Cuando Jonny les dijo que Jimmy no estaba en casa le habían pedido que le hiciera llegar un mensaje:

—Dile a tu hermano que si no aparece el lunes con la pasta, alguien se encargará de ponerle la cabeza en un torno… ¿Sabes lo que es?… vale… y de darle vueltas hasta que la pasta le salga por las orejas. ¿Se lo dirás? Bien, vale. Te llamas Jonny, ¿no? Adiós, Jonny.

Jonny le había dado el recado a su hermano y Jimmy no había hecho más que asentir, diciendo que ya lo sabía. Luego había desaparecido dinero de la cartera de su madre y se lio una buena.

Jimmy no pasaba ahora mucho tiempo en casa. Era como si no hubiera sitio para él desde la llegada de su hermana pequeña. Jonny tenía ya dos hermanos menores y no contaban con más. Pero luego su madre había tenido un ligue y… bueno… lo que pasa.

Jimmy y Jonny, en cualquier caso, eran hijos del mismo padre. Éste trabajaba ahora en una plataforma petrolífera en Noruega y había empezado a mandar dinero suficiente no sólo para su mantenimiento, sino que a veces incluso les había hecho envíos extra para compensar. Su madre le había bendecido, sí, y estando borracha había llorado un par de veces pensando en él, diciendo que no volvería a encontrar a un hombre así. Era la primera vez, que Jonny pudiera recordar, que la falta de dinero no era el tema constante de conversación en casa.

Ahora se encontraban en una pizzería de la plaza de Blackeberg. Jimmy había ido a dar una vuelta a casa por la mañana, había discutido un poco con su madre y luego él y Jonny se habían marchado. Jimmy esparció la ensalada sobre su pizza, la enrolló, cogió el rollo y empezó a masticar. Jonny comió su pizza correctamente, pensando que la próxima vez que su hermano no estuviera presente la comería de aquella manera.

Jimmy masticaba, señalando con la cabeza el vendaje que Jonny llevaba en la oreja.

—Tiene una pinta de la leche.

—Sí.

—¿Te duele?

—No, está bien.

—La vieja dice que está totalmente destrozado. Que no podrás oír nada.

—Bueno. No sabían. A lo mejor se pone bien.

—Mmm. Vamos a ver si lo he entendido: ¿el chaval sólo cogió una rama de la hostia y te golpeó con ella en la cabeza?

—Mmm.

—Es una putada. ¿Qué? ¿Vas a hacer algo?

—No sé.

—¿Necesitas ayuda?

—… no.

—¿Qué pasa? Puedo decírselo a mis colegas y nos encargamos de él.

Jonny cortó con los dedos un trozo grande de pizza con gambas, su trozo favorito, se lo metió en la boca y lo masticó. No. Nada de mezclar a los colegas de Jimmy en esto, entonces sería mucho peor. Sin embargo Jonny sonrió sólo de pensar en lo nervioso que se pondría Oskar si apareciera en su patio con los amigos de Jimmy, imagínate si eran los de Råcksta. Meneó la cabeza.

Jimmy dejó su rollo de pizza en el plato, mirando gravemente a Jonny a los ojos.

—Vale, sólo te digo una cosa. Una cosa más y…

Apretó con fuerza los dedos, cerró el puño.

—Eres mi hermano, y no va a venir ningún cabrón y… una cosa más, luego podrás decir lo que quieras. Pero entonces voy a ir a por él. ¿Entendido?

Jimmy puso el puño cerrado sobre la mesa. Jonny cerró el suyo y empezó a boxear con el de Jimmy. Se sentía bien. Había alguien que se preocupaba por él. Jimmy asintió.

—Bien. Tengo una cosa para ti.

Se inclinó debajo de la mesa y sacó una bolsa de plástico que había llevado toda la mañana. De la bolsa de plástico extrajo un álbum de fotos no muy grueso.

—El viejo pasó por aquí la semana pasada. Se había dejado barba, casi no le conocía. Me trajo esto.

Jimmy le pasó a Jonny el álbum de fotos por encima de la mesa. Jonny se limpió los dedos con una servilleta y lo abrió.

Fotos de niños. De su madre. Tal vez diez años más joven que ahora. Y un hombre al que reconocía como su padre. El hombre empujaba a los niños en los columpios. En una de las fotos llevaba puesto un sombrero de vaquero demasiado pequeño. Jimmy, con unos nueve años, estaba a su lado con un rifle de plástico en las manos y el gesto ceñudo. Un niño pequeño que tenía que ser Jonny estaba sentado al lado, en el suelo, y los miraba con los ojos muy abiertos.

—Me lo ha dejado hasta la próxima vez que nos veamos. Quería que se lo devolviera, dijo que era… sí, joder, ¿qué fue lo que dijo?… «Su bien más preciado», creo que dijo. Pensé que a lo mejor a ti también te gustaría verlo.

Jonny asintió sin levantar la vista del álbum. Sólo había visto a su padre dos veces desde que se marchó cuando él tenía cuatro años. En casa había una fotografía suya, una foto bastante mala en la que aparecía sentado con otras personas. Esto era algo completamente distinto. Con esto uno podía hacerse una idea cabal de él.

—Una cosa más: no se lo enseñes a mamá. Yo creo que el viejo se las llevó cuando se largó, y si ella las llega a ver… bueno, en cualquier caso quiere que se las devuelva. Tienes que prometérmelo, que no se las vas a enseñar a mamá.

Todavía con la nariz sobre el álbum Jonny cerró el puño y lo puso sobre la mesa. Jimmy se echó a reír y un poco después sintió los puños de Jimmy sobre los suyos. Prometido.

—Venga, ya podrás mirarlas luego. Coge también la bolsa.

Jimmy le alargó la bolsa y Jonny cerró con desgana el álbum, lo guardó. Jimmy ya se había acabado la pizza, se echó hacia atrás en la silla dándose unos golpecitos en el estómago.

—Bueno, ¿y cómo andas de ligues?

El pueblo se deslizaba ante sus ojos. La nieve que arañaba la rueda de la moto salía disparada hacia atrás y bombardeaba las mejillas de Oskar. Él iba agarrado con fuerza al palo de enebro con las dos manos; se giró hacia un lado, fuera de la nube de nieve. Un crujido agudo cuando los esquís cortaron la nieve suelta. La parte exterior del esquí rozó el poste reflectante de color naranja que había en el arcén. Se tambaleó, recuperó el equilibrio.

En el camino que bajaba hasta Lågarö no habían quitado la nieve. La moto dejaba tras de sí tres profundas roderas en el manto intacto, y cinco metros detrás iba Oskar con los esquís haciendo dos roderas más. Iba haciendo zigzag sobre las roderas de la moto, deslizándose sobre un solo esquí como un patinador, acurrucándose como si fuera una pelota a gran velocidad.

Bueno, cuando su padre frenó bajando la larga cuesta que conducía hasta el viejo muelle de los barcos de vapor, Oskar iba a más velocidad que la moto y tuvo que frenar con cuidado para que la cuerda no se le quedara floja y luego le diera un tirón cuando la cuesta fuera menos empinada y la velocidad de la moto mayor.

La moto llegó justo hasta el muelle, y su padre la puso en punto muerto y frenó. Oskar tenía aún mucha velocidad y por un momento pensó soltar el palo y sólo seguir… sobre el borde del muelle, caer en el agua negra. Pero giró los esquís hacia fuera y frenó a unos metros del borde.

Se quedó jadeando un momento, mirando sobre el agua. Habían empezado a formarse delgadas placas de hielo que flotaban y se movían con las pequeñas olas de la orilla. Con un poco de suerte puede que se formara una capa de hielo de verdad este año. Así se podría pasear hasta la isla de Vätö, que estaba al otro lado. ¿O solían mantener un tramo abierto para los barcos hasta Norrtälje? Oskar no se acordaba, hacía varios años que no se formaban semejantes hielos.

Cuando Oskar venía aquí en verano solía pescar arenques en el muelle. Anzuelos sueltos en el hilo de la caña de pescar, un anzuelo de espejuelo en el extremo. Si encontraba un buen banco y tenía paciencia podía sacar un par de kilos, pero lo normal eran sólo diez, quince arenques. Suficientes para comer él y su padre; los que eran demasiado pequeños para freírlos se los echaban al gato.

Su padre se acercó y se puso a su lado.

—Esto ha ido bien.

—Mmm. Aunque a veces se abría.

—Sí, la nieve está algo suelta. Habría que apelmazarla un poco, de alguna forma. Claro, se podría… si uno cogiera una placa de masonita y la pusiera detrás y colocara un peso encima. Sí, si tú te sentaras encima con tu peso, pues…

—¿Lo hacemos?

—No, tendrá que ser mañana, en todo caso. Ya está oscureciendo. Deberíamos volver a casa e ir preparando el ave si es que queremos comer.

—Vale.

Su padre se quedó mirando al agua, permaneció callado un momento.

—Oye, estaba pensando una cosa.

—¿Sí?

Ahí estaba. Su madre le había dicho que le había pedido a su padre muy en serio que hablara con él sobre lo de Jonny. La verdad es que Oskar sí que quería hablar de ello. Su padre estaba a una distancia segura de todo aquello, no intervendría de ninguna manera. Su padre tosió, tomó impulso. Expulsó el aire. Miraba al agua. Entonces dijo:

—Sí, he estado pensando… ¿Tienes patines?

—No. Ningunos que me queden bien.

—Así que no. No, porque si se forma hielo este invierno, y parece que va… pues podía ser divertido tenerlos. Yo los tengo.

—Seguro que no me valen.

Su padre sonrió, con una especie de carcajada.

—No, pero… el hijo de Östen por lo visto tenía unos que se le han quedado pequeños. Un treinta y nueve. ¿Qué número calzas?

—El treinta y ocho.

—Bueno, pero con unos calcetines gordos, pues… entonces tengo que pedírselos.

—Qué bien.

—Sí. Bueno. ¿Nos vamos a casa?

Oskar asintió. A lo mejor más tarde. Y lo de los patines estaba bien. Si pudieran arreglarlo, mañana se los podría llevar a casa.

Fue con los miniesquís hasta el palo de enebro, retrocedió hasta que la cuerda se tensó, le hizo a su padre la señal de que estaba listo y éste arrancó la moto con el pie. Tuvieron que subir la cuesta en primera. La moto hacía tanto ruido que las cornejas, asustadas, abandonaban las copas de los pinos batiendo las alas.

Oskar se deslizó lentamente hacia arriba; como en un remonte, iba derecho con las piernas juntas. No iba pensando en nada, sólo en intentar mantener los esquís en las viejas roderas para evitar cortar la nieve. Fueron hacia casa mientras se hacía de noche.

Lacke bajó las escaleras de la plaza con una caja de bombones Aladdin metida en la cinturilla del pantalón. No le gustaba mangar cosas, pero no tenía dinero y quería regalarle algo a Virginia. Le habría gustado llevar también unas rosas, pero ¡anda!, intenta mangar en una floristería.

Ya había oscurecido, y al bajar la cuesta que iba hasta la escuela, vaciló. Miró a su alrededor, rebuscó con el pie en la nieve y encontró una piedra del tamaño de un puño, la sacó con el pie y se la guardó en el bolsillo, apretándola con la mano. No es que creyera que le iba a servir de algo contra lo que había visto, pero el peso y el frío de la piedra le hacían sentirse más seguro.

Sus preguntas por los patios no habían dado más resultado que unas cuantas miradas vigilantes y recelosas de padres que se encontraban haciendo muñecos de nieve con sus pequeños. Viejo verde.

Sí; no se dio cuenta, hasta que abrió la boca para hablar con una mujer que estaba sacudiendo las alfombras, de lo extraño que debía de resultar su comportamiento. La mujer había dejado de dar golpes, volviéndose hacia él con la pala de sacudir en la mano como si fuera un arma.

—Perdón —dijo Lacke—… sí, me pregunto… estoy buscando a un niño.

—¿Ah, sí?

Bueno. Él mismo había oído cómo sonaba, y eso le había puesto más nervioso.

—Sí, ella ha… desaparecido. Me pregunto si alguien, a lo mejor, la ha visto por aquí.

—¿Es tu hija?

—No, pero…

Aparte de con algunos adolescentes, desechó la idea de hablar con personas a las que no conociera, o que sólo hubiera visto una vez. Se encontró con un par de conocidos, pero no sabían nada. Busca y hallarás, sí, claro. Pero uno tiene que saber con exactitud qué es lo que está buscando.

Cuando caminaba por el parque hacia la escuela, echó una mirada hacia el puente de Jocke.

La información en los periódicos del día anterior fue bastante amplia, sobre todo en lo que concernía a la forma macabra en que había sido encontrado el cadáver. Un alcohólico asesinado era en sí una gran noticia, pero además se habían regodeado con los niños que lo vieron, los bomberos que tuvieron que serrar el hielo, etcétera. Al lado del texto aparecía la foto del pasaporte de Jocke en la que tenía, como mínimo, el aspecto de un asesino en serie.

Lacke continuó caminando al lado de la tétrica fachada de ladrillo de la escuela de Blackeberg, por las escaleras anchas y empinadas como si fueran la entrada del palacio de justicia o del infierno. En la pared, al lado de los escalones más bajos, alguien había pintado con un spray «Iron Maiden», quién sabe qué significaba aquello. Quizá algún grupo.

Continuó a través del aparcamiento, hacia la calle Björnsonsgatan. Normalmente habría atajado cruzando por detrás de la escuela, pero allí estaba… tan oscuro. Podía imaginarse fácilmente a aquel ser acurrucado entre las sombras. Miraba hacia las copas de los altos pinos que bordeaban el camino. Unos bultos oscuros dentro del ramaje. Probablemente nidos de urracas.

No era sólo el aspecto de aquel ser, era también la forma de atacar. Él quizá, quizá hubiera podido aceptar que lo de los dientes y las garras tuviera alguna explicación lógica si no hubiera sido por el salto que dio desde el árbol. Antes de que llevaran a Virginia a casa, había estado mirando el árbol. La rama desde la que ese ser debía haber saltado estaba posiblemente a cinco metros del suelo.

Caer cinco metros justo en la espalda de alguien; si se añadía «artista de circo» a todas las demás cosas para tener una explicación «lógica», entonces, tal vez. Pero todo junto resultaba exactamente igual de absurdo que lo que le había dicho a Virginia, de lo que se arrepentía ahora.

Mierda…

Se sacó la caja de bombones de los pantalones. El calor de su cuerpo tal vez ya había estropeado, derretido el chocolate. Movió la caja para comprobarlo. No. Sonaba bien dentro. Los bombones no se habían pegado. Siguió por la calle Björnsonsgatan, frente al supermercado ICA, con la caja en la mano.

TOMATE TRITURADO. TRES BOTES 5 CORONAS.

Hacía seis días.

Lacke seguía agarrando todavía la piedra que tenía en el bolsillo. Miró el anuncio, podía imaginarse la mano de Virginia moviéndose hasta hacer aparecer por arte de magia las letras rectas e iguales. ¿Hoy se habría quedado en casa descansando? Claro que sería muy propio de ella ir dando tumbos al trabajo antes de que la sangre siquiera hubiera tenido tiempo de coagular.

Cuando llegó hasta el portal de Virginia echó una ojeada a sus ventanas. Apagado. ¿Estaría en casa de su hija? Bueno, subiría de todas formas y le dejaría los bombones en la puerta. Estaba totalmente oscuro dentro del portal. Se le erizaron los pelos de la nuca.

El niño está aquí.

Permaneció unos segundos sin pestañear, luego se precipitó sobre el punto rojo iluminado del interruptor de la luz, lo pulsó con el reverso de la mano en la que llevaba la caja de bombones. La otra mano apretaba con fuerza la piedra que tenía en el bolsillo.

Se oyó un suave golpe seco del relé del sótano cuando se encendió la luz. Nada. El portal de Virginia. Escaleras de hormigón de color amarillo con un dibujo de salpicaduras. Respiró profundamente un par de veces y empezó a subir las escaleras.

Justo entonces se dio cuenta de lo cansado que estaba. Virginia vivía en el piso de arriba, en el tercero, y sus piernas se arrastraron escaleras arriba como dos tablas inertes unidas a las caderas. Esperaba que ella estuviera en casa, que se sintiera bien, que le permitiera hundirse en su butaca de skay y no hacer otra cosa más que descansar en el sitio en el que prefería estar. Soltó la piedra del bolsillo y llamó a la puerta. Aguardó un poco. Volvió a llamar.

Había empezado a tratar de colocar la caja de bombones en el picaporte cuando oyó pasos sigilosos dentro del piso. Se apartó de la puerta. Dentro, dejaron de oírse pasos. Ella estaba al otro lado.

—¿Quién es?

Nunca jamás Virginia había preguntado eso antes. Uno llamaba, pin, pin, sonaban sus pasos y se abría la puerta. Pasa, pasa. Él tosió, aclarándose la garganta:

—Soy yo.

Una pausa. Podía oír la respiración de ella, ¿o eran sólo figuraciones suyas?

—¿Qué quieres?

—Saber cómo te encuentras, únicamente.

Otra pausa.

—No me encuentro bien.

—¿Puedo pasar?

Esperó. Con la caja de bombones ante sí ridículamente agarrada con las dos manos. Se oyó un chasquido al abrirse el cerrojo, sonido de llaves cuando giró la cerradura de seguridad. Otro chirrido más al quitar la cadena. El picaporte se movió hacia abajo y la puerta se abrió.

Él, inconscientemente, dio medio paso atrás, golpeándose la espalda con el remate del pasamanos. Virginia apareció en el quicio de la puerta abierta. Parecía moribunda.

Además de la mejilla hinchada tenía la cara cubierta de pequeñas, muy pequeñas erupciones y sus ojos parecían reflejar la resaca del siglo. Una tupida red de líneas rojas cruzaban la esclerótica y las pupilas casi habían desaparecido. Ella asintió.

—Tengo una pinta horrorosa.

—Qué va. Sólo… creía que quizá… ¿puedo pasar?

—No. No tengo fuerzas.

—¿Has ido al médico?

—Lo haré. Mañana.

—Sí. Aquí, yo…

Le alargó la caja de bombones que había tenido todo el tiempo delante de él como un escudo. Virginia la cogió.

—Gracias.

—Oye, ¿hay algo que yo pueda…?

—No. Me pondré bien. Sólo necesito descansar. No tengo fuerzas para estar aquí de pie. Estaremos en contacto.

—Sí. Voy a…

Virginia cerró la puerta.

—… mañana.

De nuevo chirrido de cerraduras y cadenas. Se quedó con los brazos caídos delante de la puerta. Luego se acercó y trató de escuchar. Oyó que se abría un armario, pasos lentos dentro del piso.

¿Qué voy a hacer?

No era asunto suyo obligarla a hacer algo que no quisiera, pero de buena gana la habría cogido y se la habría llevado a un hospital ya. Bueno. Volvería mañana por la mañana. Si seguía igual lo haría, quisiera o no.

Lacke bajó los escalones de uno en uno. Estaba muy cansado. Cuando llegó al último tramo antes de acceder al portal, se sentó en el peldaño de arriba, apoyando la cabeza entre las manos.

Yo soy… el responsable.

Se apagó la luz. Los tendones del cuello se le tensaron, jadeó profundamente. Era el relé. Programado de antemano. Permaneció sentado en la escalera a oscuras, sacó con cuidado la piedra del bolsillo del abrigo, la cogió entre las dos manos, mirando fijamente en la oscuridad.

Vamos, ven, pensó. Vamos, ven.

Virginia dejó fuera el rostro suplicante de Lacke, cerró y echó la cadena de seguridad en la puerta. No quería que él la viera. No quería que la viera nadie. Le había costado un gran esfuerzo decir las palabras que dijo, mostrar una especie de cordura elemental.

Su estado había empeorado vertiginosamente desde que había vuelto del ICA. Lotte la había ayudado y, en el estado de aturdimiento en que se encontraba, Virginia había soportado sin más el dolor de la luz del sol en la cara. Una vez en casa se había mirado en el espejo y había descubierto que tenía cientos de pequeñas ampollas en el rostro y en la piel del dorso de las manos. Quemaduras.

Había dormido un par de horas y se había despertado al anochecer. El hambre había cambiado entonces de expresión, se había convertido en inquietud. Un banco de pececillos con espinas nadando frenéticamente invadía su circulación sanguínea. No podía estar ni tumbada ni sentada ni de pie. Iba dando vueltas y más vueltas por el piso, rascándose todo el cuerpo. Se dio una ducha fría tratando de atenuar aquella sensación de nerviosismo y de agitación. No sirvió de nada.

No se podía describir con palabras. Le recordaba la sensación que tuvo cuando a los veintidós años recibió la noticia de que su padre se había caído del tejado de la casita de verano y se había roto la nuca. Entonces también había empezado a dar vueltas y más vueltas, como si no hubiera un solo sitio en el mundo en el que su cuerpo pudiera estar, en el que no sintiera dolor.

Lo mismo ahora, sólo que peor. El nerviosismo, la angustia no paraban un momento. Eso la arrastraba a dar vueltas por el piso hasta que no podía más, hasta que se sentó en una silla y se golpeó la cabeza contra la mesa de la cocina. En medio de la desesperación se tomó dos pastillas Rohipnol y se las tragó con un poco de vino blanco que sabía a desagüe.

Normalmente bastaba con una para que durmiera como si le hubieran dado un golpe en la cabeza. Ahora, el único efecto fue que sintió un terrible malestar y a los cinco minutos vomitó una flema verde y las dos pastillas medio deshechas.

Siguió dando vueltas, rasgó un periódico en trozos diminutos, gateó por el suelo gimiendo de angustia. Fue gateando hasta la cocina, tiró la botella de vino de la mesa de forma que cayó al suelo y se rompió ante sus ojos.

Tomó uno de los cristales puntiagudos.

No lo pensó. Sólo apretó la punta contra la palma de la mano y el dolor le hizo bien, parecía de verdad. El banco de pececillos que tenía en el cuerpo se apresuró hacia el punto donde le dolía. Brotó la sangre. Se llevó la mano a los labios y la lamió, chupó y la angustia cesó. Lloraba de alivio mientras se cortaba la mano por otro sitio y seguía chupando. El sabor de la sangre se mezcló con el de las lágrimas.

Acurrucada en el suelo de la cocina, con la mano apretada contra la boca, chupando con ansiedad como un niño recién nacido que mamara por primera vez del pecho de su madre, se sintió tranquila por segunda vez durante aquel día terrible.

Después de algo más de media hora, tras levantarse del suelo, limpiar los cristales y ponerse una tirita en la palma de la mano, la inquietud empezó a aumentar de nuevo. Fue entonces cuando Lacke llamó a la puerta.

Una vez que lo hubo despachado, entró en la cocina y dejó la caja de bombones en la despensa. Se sentó en una silla e intentó entender algo. La inquietud se lo impidió. Enseguida tuvo que ponerse de pie. Lo único que sabía era que nadie podía estar aquí con ella. Y menos Lacke. Le haría daño. La inquietud la obligaría a ello.

Había contraído alguna enfermedad. Para las enfermedades había medicinas.

Mañana iría a visitar a algún médico, un médico que le hiciera una revisión y le dijera: sí, no es más que un ataque de esto y esto. Tendremos que ponerte un poco de esto y esto durante unas semanas. Y después estarás bien.

Paseó de un extremo a otro del piso. Empezaba a volverse insoportable de nuevo.

Se golpeó los brazos, las piernas, pero los pececillos se habían vuelto a despertar, no había remedio. Ella sabía lo que tenía que hacer. Sollozó de miedo al dolor. Pero el dolor era tan corto y el alivio tan grande.

Entró en la cocina y buscó un cuchillo pequeño de pelar fruta, bien afilado, luego se sentó en el sofá del cuarto de estar, apoyó el filo del cuchillo en la parte interna del antebrazo.

Sólo para poder pasar la noche. Mañana iría a buscar ayuda. Se decía a sí misma que no podía continuar de aquella manera. Bebiendo su propia sangre. Se decía a sí misma: esto tiene que cambiar. Pero ahora y hasta que…

Se le llenó la boca de saliva, húmeda, expectante. Se cortó. Profundamente.