El domingo, los periódicos publicaron información más detallada sobre el asesinato de Vällingby. El titular decía: «¿FUE VÍCTIMA DE UNA MUERTE RITUAL?». Fotos del chico, de la hondonada del bosque. El árbol. El asesino de Vällingby no era YA el tema de conversación en boca de todos. En la hondonada del bosque las flores se habían marchitado y las velas se habían apagado. La cinta rojiblanca de la policía había desaparecido, y las huellas que hubieran podido encontrar estaban a salvo.
El artículo del domingo puso de nuevo en marcha la discusión. El epíteto «ritual» llevaba implícito que estaba llamado a ocurrir de nuevo, ¿o no? Un ritual es precisamente algo que se repite.
Todos los que alguna vez habían pasado por ese camino, o cerca, tenían algo que contar: lo desagradable que era esa zona del bosque. O lo tranquila y bonita que resultaba. Nadie habría podido imaginar algo así.
Todos los que habían conocido al chico, aunque fuera de lejos, contaban lo bueno que parecía y lo malvado que debía ser el asesino. Se utilizaba de buena gana el caso como ejemplo de otros en que estaría justificada la pena de muerte, aunque uno, en principio, estaba en contra de ella.
Faltaba una cosa. Una foto del asesino. Uno se quedaba mirando la hondonada vacía, la cara sonriente del muchacho. A falta de una imagen de la persona que había hecho aquello, era como si hubiera ocurrido… solo.
No era suficiente.
El lunes 26 de octubre la policía filtró a la radio y a los periódicos de la mañana que habían descubierto el que era el mayor alijo de drogas hallado en Suecia. Habían cogido a cinco libaneses.
Libaneses.
Eso al menos era algo que se podía entender. Cinco kilos de heroína. Y cinco libaneses. Un kilo por libanés.
Para colmo, los libaneses vivían de los seguros sociales suecos mientras introducían la droga. Es cierto que tampoco había ninguna foto de los libaneses, pero no hacía falta. Ya sabe uno cómo parecen los libaneses. Árabes. No digas más.
Se especuló con la idea de que el asesino fuera también un extranjero. Era muy posible. ¿No tenían alguna especie de rituales de sangre en esos países árabes? El islam. Mandaban a sus hijos con una cruz de plástico, o lo que fuera, al cuello. Para desactivar las minas, según decían. Gente cruel. Irán, Irak. Los libaneses.
Pero el lunes la policía dio a conocer un retrato robot del asesino que alcanzó a salir en los periódicos de la tarde. Una niña lo había visto. Se habían tomado su tiempo, habían sido prudentes al reproducir la imagen.
Un sueco normal y corriente. Con un aspecto parecido al de un fantasma. La mirada vacía. Todos estuvieron de acuerdo en que ése era exactamente el aspecto de un asesino. Ningún problema para imaginarse aquella cara tipo máscara llegando sigilosamente a la hondonada y…
Todos los de Västerort que se parecían al retrato robot tuvieron que soportar largas y escrutadoras miradas. Se iban a casa a mirarse en el espejo, pero no encontraban ni el más mínimo parecido. Por la noche, en la cama, pensaban si no deberían cambiar de aspecto al día siguiente, claro que a lo mejor eso podría parecer sospechoso.
No habían tenido ninguna necesidad de estar preocupados. La gente iba a tener otra cosa en qué pensar. Suecia iba a convertirse en otro país. Una nación ultrajada. Ésa era la palabra que se usaba todo el tiempo: ultraje.
Mientras los que se parecen al retrato robot están acostados en sus camas pensando en un nuevo peinado, un submarino soviético ha quedado encallado muy cerca de Karlskrona. Sus motores rugen y retumban en todo el archipiélago intentando salir de allí. Nadie sale para averiguar nada.
Lo van a descubrir por casualidad el miércoles por la mañana.