CAPÍTULO
TREINTA Y CINCO

ME DESPIERTO a oscuras, metida en una dura esquina. El suelo que tengo debajo es suave y frío. Me toco la cabeza, que me sigue palpitando, y un líquido se me escurre entre los dedos: rojo sangre. Cuando bajo de nuevo la mano, me doy con el codo contra una pared. ¿Dónde estoy?

Una luz se enciende en el techo tras parpadear un instante. La bombilla es azul e ilumina poco. Veo las paredes de un tanque de cristal a mi alrededor y mi reflejo en sombra delante de mí. La habitación en la que está metido es pequeña, tiene paredes de hormigón sin ventanas y no hay nadie más. Bueno, prácticamente nadie: veo una camarita de vídeo colgada de una de las paredes de hormigón.

A mis pies hay una pequeña abertura; está conectada a un tubo que, a su vez, está conectado a un enorme depósito en la esquina de la habitación.

El temblor me empieza en los dedos y se me extiende por los brazos; en pocos segundos, todo el cuerpo me tiembla.

Esta vez no estoy en una simulación.

Tengo el brazo derecho dormido. Cuando salgo de la esquina veo un charco de sangre en el lugar en donde estaba sentada. Ahora no puedo dejarme llevar por el pánico. Me levanto, me apoyo en una pared y respiro. ¿Qué es lo peor que podría pasarme ahora? Solo ahogarme en el tanque. Aprieto la frente contra el cristal y me río: precisamente eso es lo peor que soy capaz de imaginar. Mi risa se convierte en sollozo.

Si me niego a rendirme quedaré como una valiente ante quien esté detrás de esa cámara, pero, a veces, lo valiente no es luchar, sino enfrentarse a la muerte segura. Sollozo con la cara contra el cristal. Aunque no me da miedo morir, quiero hacerlo de otra forma, de cualquier otra forma.

Es mejor gritar que llorar, así que grito y golpeo la pared con el talón. El pie me rebota y doy otra patada tan fuerte que me hago polvo el talón. Doy una patada tras otra, me aparto y me lanzo contra la pared con el hombro izquierdo por delante. El impacto hace que la herida del hombro derecho me arda como si me hubiesen pegado con un atizador al rojo vivo.

El agua empieza a entrar por el fondo del tanque.

Que haya una cámara de vídeo significa que me están observando…, no, que me están estudiando, como solo los eruditos harían. Quieren comprobar si mi reacción coincide con la de la simulación. Quieren probar que soy una cobarde.

Abro las manos y las dejo caer. No soy una cobarde. Levanto la cabeza y me quedo mirando la cámara que tengo frente a mí. Si me concentro en la respiración, me olvidaré de que estoy a punto de morir. Me quedo mirando la cámara hasta que reduzco mi campo de visión y la cámara es lo único que veo. El agua me sube por los tobillos, por las pantorrillas y después por los muslos. Me sube por las puntas de los dedos. Inspiro, espiro. El agua es suave, como de seda.

Inspiro. El agua me lavará las heridas. Espiro. Mi madre me sumergió en agua cuando era un bebé para entregarme a Dios. Hace mucho tiempo que no pienso en Dios, pero ahora creo en él. Es lógico. De repente, me alegro de haber disparado a Eric en el pie, en vez de en la cabeza.

Mi cuerpo sube con el agua. En vez de agitar las piernas para mantenerme a flote, expulso todo el aire de los pulmones y me hundo hasta el fondo. El agua ahoga el sonido. Noto su movimiento sobre la cara. Pienso en respirar el agua para que me llene los pulmones y me mate antes, pero no reúno el valor necesario para hacerlo. Echo burbujas por la boca.

«Relájate».

Cierro los ojos, me arden los pulmones.

Dejo que me floten las manos hasta lo alto del tanque. Dejo que el agua me lleve en sus brazos de seda.

Cuando era pequeña, mi padre me subía por encima de su cabeza y corría conmigo para que me pareciera estar volando. Recuerdo la sensación del aire deslizándose por mi cuerpo y pierdo el miedo. Abro los ojos.

Hay una figura oscura frente a mí. Si ya empiezo a ver cosas, será que me queda poco para morir. Noto una puñalada de dolor en los pulmones. Asfixiarse es doloroso. Una mano toca el cristal que tengo frente a la cara y, durante un instante, al mirar a través del agua, creo ver el rostro borroso de mi madre.

Oigo un disparo y el cristal se resquebraja. El agua sale a chorros por un agujero cercano a la parte superior del tanque, y el panel se rompe por la mitad. Me vuelvo cuando el cristal se hace añicos, y la fuerza del agua lanza mi cuerpo contra el suelo. Jadeo, tragando tanto agua como aire, y toso y vuelvo a jadear, y unas manos me rodean los brazos y oigo mi nombre.

—Beatrice —dice—. Beatrice, tenemos que correr.

Se echa mi brazo sobre los hombros y tira de mí para levantarme. Va vestida como mi madre y parece mi madre, pero lleva una pistola y tiene una expresión decidida que no me resulta familiar. Avanzo a trompicones a su lado, por encima de los cristales rotos y a través del agua, hasta salir por una puerta abierta. Los guardias osados yacen muertos en el suelo.

Me resbalo en las losetas en nuestro avance por el pasillo, que es lo más rápido que me permiten mis débiles piernas. Cuando doblamos la esquina, ella dispara a los dos guardias que están junto a la puerta del final. Las balas les dan en la cabeza y caen al suelo. Me empuja contra la pared y se quita su chaqueta gris.

Debajo lleva una camiseta sin mangas. Cuando levanta el brazo, veo la esquina de un tatuaje bajo la axila. Con razón nunca se cambiaba de ropa delante de mí.

—Mamá —digo, aunque me cuesta hablar—, eras de Osadía.

—Sí —responde, sonriendo; convierte su chaqueta en un cabestrillo para mi brazo y me ata las mangas detrás del cuello—. Y hoy me ha venido bien. Caleb, tu padre y algunos otros están escondidos en un sótano, en el cruce de North con Fairfield. Tenemos que llegar hasta ellos.

Me quedo mirándola. Me senté a su lado en la cocina dos veces al día durante dieciséis años y jamás se me ocurrió la posibilidad de que no hubiera nacido en Abnegación. ¿Hasta qué punto conocía de verdad a mi madre?

—Ya habrá tiempo para preguntas —me dice; se levanta la camiseta y se saca una pistola de la cintura de los pantalones para ofrecérmela. Después, me toca la mejilla—. Ahora tenemos que irnos.

Corre hacia el final del pasillo y yo corro detrás de ella.

Estamos en el sótano de la sede de Abnegación. Mi madre ha trabajado aquí desde que tengo uso de razón, así que no me sorprende que me conduzca por unos cuantos pasillos a oscuras y una escalera húmeda hasta que llegamos a la luz del día sin más incidentes. ¿A cuántos guardias habrá matado antes de encontrarme?

—¿Cómo sabías dónde estaba? —pregunto.

—He estado vigilando los trenes desde que empezaron los ataques —contesta, volviendo la vista atrás para mirarme—. No sabía qué haría cuando te encontrara, pero mi intención era salvarte.

—Pero te traicioné, te abandoné —respondo, notando un nudo en la garganta.

—Eres mi hija, las facciones me dan igual —afirma, sacudiendo la cabeza—. Mira adónde nos han llevado. Los seres humanos en su conjunto no aguantan mucho tiempo siendo buenos; al final la maldad regresa para volver a envenenarnos.

Se detiene en el cruce del callejón con la calle.

Sé que no es momento de charlar, pero tengo que saber una cosa.

—Mamá, ¿cómo sabías lo de los divergentes? ¿Qué es? ¿Por qué…?

Ella abre la recámara de la pistola para ver cuántas balas le quedan. Después se saca unas cuantas de los bolsillos y recarga. Reconozco su expresión, es la misma cara que pone cuando enhebra una aguja.

—Lo sé porque soy una de ellos —responde mientras coloca la bala en su sitio—. Solo me mantuve a salvo porque mi madre era una líder de Osadía. El Día de la Elección me dijo que debía abandonar mi facción para buscarme una más segura. Elegí Abnegación. —Se mete una bala en el bolsillo y se endereza—. Pero quería que tú tomaras la decisión por ti misma.

—No entiendo por qué somos una amenaza para los líderes.

—Cada facción condiciona a sus miembros para que piensen y actúen de cierta manera, y casi todos lo hacen. A la mayoría no le cuesta aprender, encontrar un patrón de pensamiento que le funciona y ceñirse a él —explica; me toca el hombro bueno y sonríe—. Pero nuestras mentes se mueven en varias direcciones a la vez, no nos limitamos a una sola forma de pensamiento, y eso aterra a nuestros líderes. Significa que no nos pueden controlar y significa que, por mucho que hagan, siempre les causaremos problemas.

Es como si alguien hubiera llenado mis pulmones con aire limpio. No soy de Abnegación, no soy de Osadía.

Soy divergente.

Y no me pueden controlar.

—Ahí vienen —dice mi madre, asomándose a la esquina.

Echo un vistazo por encima de su hombro y veo a unos cuantos osados con armas que se mueven al mismo ritmo y se dirigen a nosotras.

Mi madre vuelve la vista atrás: a lo lejos, otro grupo de Osadía corre por el callejón hacia nosotras, todos moviéndose a la vez.

Me toma de las manos y me mira a los ojos. Contemplo el movimiento de sus largas pestañas al parpadear. Ojalá hubiera algo suyo en mi pequeña cara anodina; al menos, tengo algo suyo en mi cerebro.

—Ve a por tu padre y tu hermano. Es por el callejón de la derecha, en el sótano. Llama dos veces, después tres y después seis. —Me sujeta las mejillas; tiene las manos frías y las palmas ásperas—. Voy a distraerlos, tienes que correr lo más deprisa que puedas.

—No —respondo, sacudiendo la cabeza—. No voy a ninguna parte sin ti.

—Sé valiente, Beatrice —responde, sonriendo—. Te quiero.

Noto sus labios en la frente antes de que salga corriendo al centro de la calle. Sostiene la pistola por encima de la cabeza y dispara tres veces al aire, así que los osados van a por ella.

Corro por la calle y me meto en el callejón. Mientras corro, miro atrás para ver si me sigue alguien. Sin embargo, mi madre dispara al grupo de guardias y están tan concentrados en ella que no me ven.

Vuelvo de nuevo la vista atrás cuando los oigo disparar. Vacilo y me detengo.

Mi madre se pone rígida y arquea la espalda. Le sale sangre de una herida en el abdomen, sangre que le tiñe la camiseta de rojo. Una mancha de sangre se le extiende por el hombro. Parpadeo, y el reluciente carmesí me llena el interior de los párpados. Parpadeo otra vez, y la veo sonreír mientras barre el pelo que me ha cortado.

Cae, primero de rodillas, con las manos inertes a ambos lados del cuerpo, y después al pavimento, derrumbándose de lado como una muñeca de trapo. Se queda quieta y deja de respirar.

Me tapo la boca con la mano y grito. Noto las mejillas calientes y llenas de unas lágrimas que no sé cuándo empezaron. La sangre me grita que debo estar con ella y me urge a regresar, y oigo las palabras de mi madre mientras corro, las que me pedían que fuera valiente.

El dolor me atraviesa cuando todo lo que me compone se derrumba, todo mi mundo se deshace en un instante. El pavimento me araña las rodillas. Si me tumbo ahora, habrá terminado todo. A lo mejor Eric tenía razón cuando decía que elegir la muerte es como explorar un lugar desconocido e incierto.

Recuerdo a Tobias acariciándome el pelo antes de la primera simulación, lo oigo decirme que sea valiente; oigo a mi madre diciéndome que sea valiente.

Los soldados de Osadía se vuelven como si compartieran un mismo cerebro, así que tengo que conseguir levantarme y empezar a correr.

Soy valiente.