INTENTO PILLAR solo a Tobias después del anuncio de la clasificación, pero hay demasiados miembros e iniciados, y la energía de sus felicitaciones lo aparta de mí. Decido escabullirme del dormitorio cuando todos duerman y buscarlo, pero el paisaje del miedo me ha cansado más de lo que creía, así que no tardo en dormirme yo también.
Me despierto al oír un chirrido de muelles y pies arrastrándose por el suelo. Está demasiado oscuro para ver con claridad, pero, una vez se acostumbran mis ojos, veo que Christina se está atando los cordones de los zapatos. Abro la boca para preguntarle qué hace, hasta que me doy cuenta de que, frente a mí, Will se pone una camiseta. Todos están despiertos, pero nadie habla.
—Christina —murmuro; ella no me mira, así que la agarro del hombro y la sacudo—. ¡Christina!
Ella sigue atándose los cordones.
Me da un vuelco el corazón cuando le veo la cara: tiene los ojos abiertos, aunque en blanco, y los músculos de la cara están flácidos. Se mueve sin mirar lo que hace, con la boca medio abierta; no está despierta, pero lo parece, y todas las personas que me rodean están igual que ella.
—¿Will? —pregunto, cruzando la habitación.
Todos los iniciados se ponen en fila cuando terminan de vestirse y empiezan a salir en silencio del dormitorio. Me agarro al brazo de Will para que no se vaya, pero es imposible detenerlo. Aprieto los dientes y lo sujeto con todas mis fuerzas, clavando los talones en el suelo. Will me arrastra con él.
Son sonámbulos.
Me meto los zapatos a toda prisa, no puedo quedarme aquí sola. Me los ato rápidamente, me pongo una chaqueta y salgo corriendo del dormitorio para alcanzar el final de la fila de iniciados y adaptarme a su ritmo. Tardo unos segundos en darme cuenta de que se mueven al unísono, el mismo pie adelante y el mismo brazo atrás. Los imito lo mejor que sé, aunque el ritmo me resulta extraño.
Marchamos hacia el Pozo, pero, cuando llegamos a la entrada, los primeros de la fila tuercen a la izquierda. Max está en el pasillo, observándonos. El corazón me late con fuerza en el pecho y miro al frente con toda la inexpresividad posible, concentrándome en el ritmo de mis pies. Me pongo tensa cuando paso a su lado; se va a dar cuenta, se va a dar cuenta de que no tengo el cerebro frito, como los demás, y entonces me pasará algo malo. Lo sé.
Los ojos de Max pasan por encima de mí.
Subimos un tramo de escaleras y avanzamos al mismo ritmo por cuatro pasillos. Entonces, el pasillo se abre a una caverna enorme, y dentro veo una multitud de osados.
Hay filas de mesas con montañas negras encima. No veo lo que son las pilas hasta estar a pocos centímetros de ellas: armas de fuego.
Claro, Eric dijo que ayer pusieron las inyecciones a todos los miembros de la facción, así que, ahora, toda la facción está con el cerebro en punto muerto, obediente y entrenada para matar. Soldados perfectos.
Recojo una pistola, una pistolera y un cinturón, imitando a Will, que está justo delante de mí. Intento copiar sus movimientos, aunque no puedo predecir lo que va a hacer, así que acabo siendo menos precisa de lo que me gustaría. Aprieto los dientes, tengo que confiar en que nadie me observa.
Una vez armada, sigo a Will y a los otros iniciados a la salida.
No puedo luchar contra Abnegación, contra mi familia. Preferiría morir, eso ya lo probó mi paisaje del miedo. Mi lista de opciones se reduce y veo el camino que debo seguir. Fingiré lo suficiente como para llegar al sector de Abnegación, salvaré a mi familia y lo que pase después no tiene importancia. Me calmo por completo.
La fila de iniciados entra en un pasillo oscuro. No veo a Will ni nada de lo que tengo delante. Mi pie da con algo duro, tropiezo y extiendo los brazos. Mi rodilla da contra algo: un escalón. No me ha visto nadie, está demasiado oscuro. Por favor, que esté demasiado oscuro.
Cuando la escalera gira, entra luz en la caverna y, por fin, vuelvo a ver los hombros de Will delante de mí. Me concentro en ir a su mismo ritmo hasta llegar a lo alto de las escaleras, donde hay otro líder de Osadía. Ahora sé identificar a los líderes, ya que son los únicos que están despiertos.
Bueno, los únicos no. Yo debo de estar despierta porque soy divergente. Y, si estoy despierta, eso quiere decir que Tobias también, a no ser que me equivoque con él.
Tengo que encontrarlo.
Me pongo de pie al lado de las vías del tren, en medio de un grupo que se extiende hasta donde alcanza mi visión periférica. El tren se detiene delante de nosotros con todos los vagones abiertos. Uno a uno, mis compañeros suben al vagón que nos corresponde.
No puedo volver la cabeza para buscar a Tobias entre la multitud, aunque sí miro por el rabillo del ojo. No me suenan las caras de la izquierda, pero sí distingo a un chico alto de pelo corto a unos metros a mi derecha. Quizá no sea él, no puedo estar segura, pero es mi mejor oportunidad. No sé cómo llegar hasta él sin llamar la atención; tengo que llegar hasta él.
El vagón que tengo delante se llena, y Will se vuelve hacia el siguiente. Lo sigo imitando y, en vez de detenerme cuando él se detiene, avanzo unos pasos a la derecha. La gente que me rodea es más alta que yo, me taparán. Vuelvo a moverme hacia la derecha, apretando los dientes. Demasiado movimiento, me van a pillar. «Por favor, que no me pillen».
Un osado inexpresivo del vagón de al lado le ofrece una mano al chico que tengo delante, y el chico la acepta con movimientos robóticos. Me agarro a la siguiente mano sin mirarla y subo al vagón con toda la elegancia que puedo.
Me quedo mirando a la persona que me ha ayudado. Levanto la mirada solo un segundo para verle la cara: Tobias, tan inexpresivo como todos los demás. ¿Me he equivocado? ¿No es divergente? Se me saltan las lágrimas y tengo que reprimirlas mientras le doy la espalda.
Hay mucha gente dentro del vagón, así que formamos cuatro filas, hombro con hombro. Entonces sucede algo peculiar, unos dedos se entrelazan con los míos y una palma se pega a mi palma: Tobias me da la mano.
Todo mi cuerpo se llena de energía. Le aprieto la mano y me devuelve el apretón. Está despierto, yo tenía razón.
Quiero mirarlo, pero me obligo a quedarme quieta y mantener la vista al frente cuando el tren empieza a moverse. Él mueve el pulgar formando un lento círculo por el dorso de mi mano. Se supone que es para consolarme, aunque solo sirve para frustrarme más, ya que necesito hablar con él, necesito mirarlo.
No veo adónde va el tren porque la chica que tengo delante es muy alta, así que me quedo mirándole la nuca y me concentro en la mano de Tobias hasta que las vías rechinan. No sé cuánto tiempo llevo aquí de pie, pero me duele la espalda, por lo que supongo que ha sido un buen rato. El tren frena entre chirridos y mi corazón late tan fuerte que me cuesta respirar.
Justo antes de saltar, veo que la cabeza de Tobias entra en mi campo de visión y puedo mirarlo. La expresión de sus ojos oscuros es de apremio cuando dice:
—Corre.
—Mi familia —respondo.
Vuelvo a mirar al frente y salto del vagón cuando me toca. Tobias camina por delante. Debería concentrarme en su nuca, pero las calles por las que ahora camino me son familiares y la fila de osados que sigo ya no capta mi atención. Paso por el lugar al que iba cada seis meses con mi madre a llevarme ropa nueva para la familia; la parada de autobús en la que esperaba por las mañanas para ir a clase; la zona de acera que estaba tan agrietada que Caleb y yo nos inventamos un juego de saltar para cruzarla.
Ahora es todo distinto: los edificios están vacíos y a oscuras; las calles, llenas de soldados de Osadía que avanzan al mismo ritmo, salvo los oficiales, que están a unos cientos de metros, observándonos o reuniéndose en grupitos para hablar de algo. Nadie parece hacer nada. ¿De verdad hemos venido a la guerra?
Camino casi un kilómetro antes de encontrar la respuesta.
Empiezo a oír pequeños estallidos. No puedo mirar a mi alrededor para ver de dónde vienen, pero, cuanto más camino, más fuertes y nítidos son, hasta que me doy cuenta de que son disparos. Aprieto la mandíbula, tengo que seguir andando, tengo que seguir mirando al frente.
Muy por delante de nosotros veo a una soldado de Osadía obligar a un hombre de gris a ponerse de rodillas. Reconozco al hombre, es un miembro del consejo. La soldado saca la pistola y, con ojos ciegos, le mete una bala en la parte de atrás de la cabeza al miembro del consejo.
La soldado tiene un mechón gris en el pelo; es Tori. Estoy a punto de perder el paso.
«Sigue andando —me ordeno, aunque me arden los ojos—. Sigue andando».
Dejamos atrás a Tori y al miembro caído del consejo; cuando paso por encima de su mano estoy a punto de romper a llorar.
Entonces, los soldados que tengo delante se detienen y yo hago lo mismo. Me quedo tan inmóvil como puedo, pero lo único que deseo es ir en busca de Jeanine, Eric y Max, y matarlos a todos. Me tiemblan las manos de manera descontrolada; respiro deprisa por la nariz.
Otro disparo. Por el rabillo del ojo veo un borrón gris que se derrumba sobre el pavimento. Toda Abnegación morirá si esto sigue así.
Los soldados de Osadía cumplen unas órdenes silenciosas sin vacilar y sin hacer preguntas. Se están llevando a algunos miembros adultos de Abnegación a uno de los edificios cercanos, junto con los niños. Un mar de soldados de negro vigila las puertas, y la única gente que no veo entre ellos son los líderes de Abnegación. A lo mejor ya están todos muertos.
Uno a uno, los soldados que tengo delante se dispersan para realizar una u otra tarea. Pronto los líderes se darán cuenta de que yo no recibo las señales que están recibiendo los demás, ¿qué haré cuando suceda?
—Esto es una locura —susurra una voz masculina a mi derecha.
Veo un mechón de pelo largo y grasiento, y un anillo de plata: Eric. Me da en la mejilla con el índice y yo resisto el impulso de apartarlo de un manotazo.
—¿De verdad no pueden vernos? ¿Ni oírnos? —pregunta una voz femenina.
—Oh, sí, pueden ver y oír, pero no procesan de la misma forma lo que ven y oyen —responde Eric—. Reciben órdenes de nuestros ordenadores en los transmisores que les hemos inyectado…
Mientras lo dice, me aprieta con los dedos el punto de la inyección para enseñarle a la mujer dónde está. «Quédate quieta —me digo—. Quieta, quieta, quieta».
—Y las llevan a cabo sin problemas —añade Eric; después da un paso a un lado y se acerca a la cara de Tobias, sonriendo—. Vaya, esto sí que me alegra la vista. El legendario Cuatro. Ya nadie recordará que quedé el segundo, ¿verdad? Nadie me va a preguntar: «¿Cómo fue entrenarse con el tipo que solo tenía cuatro miedos?».
Entonces saca una pistola y apunta a la sien izquierda de Tobias, y el corazón se me acelera tanto que lo noto en el cráneo. No puede disparar, no lo hará.
—¿Crees que alguien se dará cuenta si recibe un disparo accidental? —pregunta Eric, ladeando la cabeza.
—Adelante —responde la mujer, como si estuviera aburrida; si le está dando permiso a Eric, debe de ser una líder de Osadía—. Ahora no es nadie.
—Qué pena que no aceptaras la oferta de Max, Cuatro. Bueno, qué pena para ti, claro —dice Eric en voz baja mientras mete la bala en la recámara.
Me arden los pulmones, llevo casi un minuto sin respirar. Por el rabillo del ojo veo que a Tobias le tiembla la mano, pero yo ya he puesto la mía en mi pistola. Aprieto el cañón contra la frente de Eric, que abre mucho los ojos, pierde toda expresión y, por un instante, se parece mucho a los demás soldados dormidos de Osadía.
Mi dedo índice está suspendido sobre el gatillo.
—Aparta la pistola de su cabeza —ordeno.
—No me dispararás —contesta Eric.
—Una teoría muy interesante —respondo, pero no soy capaz de asesinarlo, imposible.
Aprieto los dientes y bajo el arma para dispararle en el pie. Él grita y se lo agarra con ambas manos. En cuanto su pistola deja de apuntar a la cabeza de Tobias, Tobias saca la suya y dispara en la pierna a la amiga de Eric. No espero a ver si le da la bala, agarro a Tobias del brazo y salgo corriendo.
Si conseguimos llegar al callejón, desapareceremos en los edificios y no nos encontrarán. Hay que recorrer casi doscientos metros. Oigo pisadas detrás de nosotros, aunque no miro atrás. Tobias me da la mano y la aprieta, tirando de mí para que corra más deprisa que nunca, más deprisa de lo que soy capaz. Tropiezo detrás de él, oigo un tiro.
El dolor es agudo y repentino, me empieza en el hombro y se extiende hacia el exterior con unos dedos eléctricos. Ahogo un grito y caigo, raspándome la mejilla con el pavimento. Levanto la cabeza y veo que Tobias se arrodilla junto a mi cara, así que le grito:
—¡Corre!
—No —responde con voz tranquila y serena.
En pocos segundos nos rodean, y Tobias me ayuda a levantarme, cargando con mi peso. Me cuesta concentrarme por culpa del dolor. Los soldados nos apuntan con sus armas.
—Rebeldes divergentes —dice Eric, que solo apoya un pie en el suelo y tiene una palidez enfermiza—. Entregad vuestras armas.