ESTOY CON Will y Christina en la barandilla que da al abismo. Es última hora de la noche y la mayoría de los osados se han ido a dormir. Me pican los hombros por culpa de la aguja de tatuar; todos nos hemos hecho tatuajes nuevos hace media hora.
Tori era la única que quedaba en el estudio de tatuaje, así que no me dio miedo hacerme el símbolo de Abnegación (un par de manos con las palmas hacia arriba, como si ayudaran a alguien a levantarse, rodeadas por un círculo) en el hombro derecho. Sé que es arriesgado, sobre todo después de lo sucedido, pero ese símbolo forma parte de mi identidad y me pareció importante llevarlo sobre la piel.
Me subo a una de las barras cruzadas de la barrera y apoyo las caderas en la barandilla para mantener el equilibrio. Aquí es donde se puso Al. Miro abajo, al abismo, al agua negra, a las rocas afiladas. El agua golpea el muro y salpica hacia arriba, empañándome la cara. ¿Tuvo miedo cuando se subió aquí? ¿O estaba tan decidido a saltar que le resultó fácil?
Christina me pasa una pila de papeles. He sacado una copia de cada informe publicado por Erudición en los últimos seis meses. Sé que tirarlos al abismo no hará que me libre de ellos para siempre, pero quizá me haga sentir mejor.
Me quedo mirando el primero, en el que se ve una fotografía de Jeanine, la representante de Erudición. Sus ojos, cortantes aunque atractivos, me están mirando.
—¿La conoces? —pregunto a Will mientras Christina forma una pelota con el primer informe y lo lanza al agua.
—¿A Jeanine? La vi una vez —contesta.
Agarra el siguiente informe y lo hace trizas; los trocitos flotan en el río. Lo hace sin el rencor de Christina, me da la impresión de que solo participa en esto para probarme que no está de acuerdo con las tácticas de su antigua facción. No me queda claro si en realidad cree en lo que dicen o no, y me da miedo preguntárselo.
—Antes de convertirse en líder trabajaba con mi hermana. Intentaban desarrollar un suero que durara más para las simulaciones —añade—. Jeanine es tan lista que se le nota antes de que abra la boca. Como…, como si fuera un ordenador que camina y habla.
—¿Qué…? —empiezo a preguntar mientras tiro una hoja por la barandilla, apretando los labios; tengo que preguntarlo sin más—. ¿Qué te parece lo que dice?
—No lo sé —responde, encogiéndose de hombros—. Quizá sea bueno tener a más de una facción en el Gobierno y quizá estaría bien que hubiera más coches, más… fruta fresca y más…
—Te das cuenta de que no existe ningún almacén secreto en el que se guardan esas cosas, ¿no? —pregunto, poniéndome roja.
—Sí, claro, solo creo que la comodidad y la prosperidad no son prioridades de Abnegación, y quizá sí lo serían si otras facciones se involucraran en nuestra toma de decisiones.
—Porque darle a un chico erudito un coche es más importante que dar comida a los abandonados —le suelto.
—Chicos, chicos —dice Christina, rozando el hombro de Will con la punta de los dedos—. Se supone que esto es una alegre sesión de destrucción simbólica de documentos, no un debate político.
Me trago lo que iba a decir y me quedo mirando la pila de papeles que tengo en la mano. Will y Christina comparten muchos roces casuales últimamente, me he dado cuenta. ¿Se habrán dado cuenta ellos?
—Pero todo eso que dijo sobre tu padre hace que la odie —añade Will—. No sé de qué puede servir decir esas cosas tan espantosas.
Yo sí: si Jeanine consigue que crean que mi padre y los demás líderes de Abnegación son personas corruptas y horribles, obtendrá el apoyo que necesita para la revolución que está planeando, si es que esa es su intención. Sin embargo, no quiero seguir discutiendo, así que asiento con la cabeza y tiro las hojas restantes al abismo. Flotan adelante y atrás, adelante y atrás, hasta llegar al agua. Se quedarán en el filtro del muro del abismo y los tirarán.
—Hora de irse a dormir —dice Christina, sonriendo—. ¿Listos para volver? Creo que voy a meter la mano de Peter en un cuenco de agua tibia para que se mee en la cama.
Le doy la espalda al abismo y veo movimiento en la zona de la derecha del Pozo. Una figura sube hacia el techo de cristal y, a juzgar por su fluida forma de caminar, como si los pies apenas tocaran el suelo, sé que es Cuatro.
—Suena genial, pero tengo que hablar un momento con Cuatro —respondo, señalando a la sombra que asciende por el camino; los ojos de Christina siguen la dirección que indico con la mano.
—¿Seguro que quieres estar por aquí tú sola de noche?
—No estaré sola, estaré con Cuatro —respondo, y me muerdo el labio.
Christina está mirando a Will, y Will está mirando a Christina, así que, en realidad, ninguno de los dos me ha prestado atención.
—Vale —dice Christina, distraída—. Bueno, nos vemos después.
Los dos caminan hacia el dormitorio, Christina alborotándole el pelo a Will, y Will dándole codazos en las costillas. Me quedo mirándolos un segundo y me siento como si fuera testigo de algo, aunque no sé bien de qué.
Corro por el camino del lado derecho del Pozo y empiezo a subir intentando no hacer ruido. A diferencia de Christina, a mí no me cuesta mentir. No pretendo hablar con Cuatro, al menos, no hasta que averigüe por qué va a estas horas al edificio de cristal que tenemos encima.
Corro en silencio, sin aliento al llegar a las escaleras, y me quedo en un extremo de la sala de cristal mientras Cuatro permanece en el otro. A través de las ventanas veo las luces de la ciudad encendidas, aunque ya empiezan a apagarse; se supone que deben hacerlo a medianoche.
Al otro lado de la habitación, Cuatro se pone en la puerta del paisaje del miedo. Lleva una caja negra en una mano y una jeringa en la otra.
—Ya que estás aquí —dice, sin volver la vista atrás—, podrías entrar conmigo.
—¿En tu paisaje del miedo? —pregunto, mordiéndome el labio.
—Sí.
—¿Puedo hacer eso? —pregunto de nuevo al acercarme.
—El suero te conecta al programa —responde—, pero el programa determina de quién es el paisaje que atraviesas. Y, ahora mismo, está configurado para que sea el mío.
—¿Y me dejas verlo?
—¿Por qué crees que voy a entrar si no? —pregunta en voz baja, sin levantar la mirada—. Quiero enseñarte algunas cosas.
Levanta la jeringa, y yo ladeo la cabeza para dejar más expuesto el cuello. Noto un dolor agudo cuando entra la aguja, aunque ya estoy acostumbrada. Cuando termina, me ofrece la caja negra. Dentro hay otra jeringuilla.
—No lo he hecho nunca —comento al sacarla de la caja; no quiero hacerle daño.
—Justo aquí —me indica, señalando un punto de su cuello con la uña.
Me pongo de puntillas e introduzco la aguja, algo temblorosa. Él ni pestañea.
No deja de mirarme en ningún momento y, cuando termino, mete las dos jeringas en la caja y la deja junto a la puerta. Cuatro sabía que lo seguiría hasta aquí; o lo sabía o lo esperaba. En cualquier caso, a mí me parece bien.
Me ofrece una mano y la acepto. Sus dedos son fríos y frágiles. Siento que debo decir algo, pero estoy demasiado aturdida y no se me ocurre nada. Abre la puerta con la mano libre y lo sigo a la oscuridad. Ya estoy acostumbrada a entrar sin vacilaciones en lugares desconocidos. Procuro respirar con normalidad y sujeto bien la mano de Cuatro.
—A ver si adivinas por qué me llaman Cuatro —me dice.
La puerta se cierra detrás de nosotros y se lleva con ella toda la luz. El aire del pasillo es frío; noto cómo me entra cada una de sus partículas en los pulmones. Me acerco un poco más a él para que mi brazo esté contra el suyo y mi barbilla cerca de su hombro.
—¿Cómo te llamas de verdad? —pregunto.
—A ver si también puedes adivinarlo.
La simulación nos absorbe. El suelo sobre el que estoy ya no es de cemento, sino que cruje como metal. Entra luz por todos los ángulos y la ciudad nos rodea, edificios de cristal y el arco de las vías del tren, y estamos muy por encima de ella. No había visto un cielo azul desde hace tiempo, así que, cuando se extiende sobre mí, me quedo sin aliento y me mareo.
Entonces empieza a soplar el viento, a soplar con tanta fuerza que tengo que apoyarme en Cuatro para permanecer en pie. Él me suelta la mano y me rodea los hombros con el brazo. Al principio creo que es para protegerme, pero no, tiene problemas para respirar y me necesita para no caerse. Se obliga a inspirar y espirar por la boca, y tiene los dientes apretados.
Para mí, es precioso estar a esta altura, pero, si está aquí, debe de ser una de las peores pesadillas de Cuatro.
—Tenemos que saltar, ¿no? —pregunto a gritos, para hacerme oír por encima del viento.
Asiente con la cabeza.
—A la de tres, ¿vale?
Asiente otra vez.
—¡Uno…, dos…, tres! —tiro de él y salgo corriendo.
Después de dar el primer paso, el resto es fácil, los dos saltamos del tejado del edificio y caemos como piedras, deprisa, con el viento empujándonos y el suelo cada vez más cerca. Entonces, la escena desaparece y me encuentro a cuatro patas en el suelo, sonriendo. Me encantó ese subidón el día que elegí Osadía y me sigue encantando.
A mi lado, Cuatro jadea y se lleva una mano al pecho. Me levanto y lo ayudo a hacer lo mismo.
—¿Qué toca ahora?
—Es…
Algo duro me da en la espalda y me doy contra Cuatro, de cabeza contra su clavícula. Aparecen paredes a izquierda y derecha. El espacio es tan estrecho que Cuatro tiene que llevarse las manos al pecho para caber. Un techo cae con estrépito sobre las paredes que nos rodean, y él se agacha, gruñendo. La habitación es del tamaño justo para que quepa Cuatro, nada más.
—Encierro.
Deja escapar un sonido gutural; ladeo la cabeza y me retiro lo suficiente como para observarlo. Apenas le veo la cara, está demasiado oscuro y no hay distancia, compartimos respiraciones. Hace una mueca, como si le doliera algo.
—Eh —le digo—, no pasa nada. Ven…
Le guío las manos para que me rodeen el cuerpo y así tenga más espacio. Se aferra a mi espalda y pone la cara cerca de la mía, sin enderezarse del todo. Su cuerpo emite calor, pero solo noto huesos y los músculos que los rodean; nada cede. Me pongo roja, ¿se dará cuenta de que sigo teniendo cuerpo de niña?
—Es la primera vez que me alegro de ser tan bajita —comento, riéndome.
Si bromeo, a lo mejor se calma; y, además, así me distraigo.
—Hmmm —murmura, tenso.
—No podemos salir de aquí, es más fácil enfrentarse al miedo y ya está, ¿no? —pregunto, aunque sigo hablando sin esperar respuesta—. Lo que tienes que hacer es reducir el espacio, empeorarlo para que mejore, ¿no?
—Sí —responde, una palabrita tirante y tensa.
—Vale, tenemos que agacharnos, ¿listo?
Le aprieto la cintura para bajarlo conmigo. Noto la dura línea de sus costillas contra la mano y oigo el crujido de un tablón de madera contra otro al bajar más el techo. Me doy cuenta de que no cabremos si sigue habiendo tanto espacio entre nosotros, así que me vuelvo y me hago una bola, con la espalda contra su pecho. Una de sus rodillas está doblada al lado de mi cabeza, mientras que la otra está debajo de mí, de modo que me encuentro sentada en su tobillo. Somos un revoltijo de extremidades. Me respira en el oído.
—Ah —comenta con voz ronca—, esto es peor, sin duda…
—Chisss —le ordeno—, rodéame con los brazos.
Obediente, me pasa los brazos en torno a la cintura. Sonrío a la pared; no estoy disfrutando con esto, de ningún modo, ni siquiera un poquitín, no.
—La simulación mide tu miedo —digo en voz baja; no hago más que repetir lo que él nos contó, pero quizá ayude recordárselo—. Así que si consigues calmar el pulso, pasará al siguiente escenario. ¿Recuerdas? Intenta olvidar que estamos aquí.
—¿Sí? —pregunta, y noto que mueve los labios sobre mi oreja al hablar, lo que hace que me recorra una ola de calor—. Así de fácil, ¿no?
—A la mayoría de los chicos les gustaría quedarse atrapados en un sitio estrecho con una chica, ¿sabes? —comento, poniendo los ojos en blanco.
—¡No a los claustrofóbicos, Tris! —exclama; empieza a sonar desesperado.
—Vale, vale —respondo, y le pongo la mano encima de la suya para guiarla hasta mi pecho, justo encima de mi corazón—. Nota mis latidos, ¿los notas?
—Sí.
—¿Ves lo regulares que son?
—Van deprisa.
—Sí, bueno, pero eso no tiene que ver con la caja —digo, pero hago una mueca en cuanto termino; acabo de reconocer algo, aunque espero que no se dé cuenta—. Cada vez que me sientas respirar, respira. Concéntrate en eso.
—Vale.
Respiro hondo, y su pecho se eleva y desciende con el mío. Al cabo de unos segundos, comento, tranquilamente:
—¿Por qué no me cuentas de dónde viene este miedo? A lo mejor hablar de eso nos ayuda… de alguna manera.
No sé por qué, pero suena correcto.
—Hmmm…, vale —responde, y respira de nuevo conmigo—. Este viene de mi fantástica niñez. Castigos de la niñez. El diminuto armario de la planta de arriba.
Aprieto los labios. Recuerdo que de pequeña me castigaban: me enviaban a mi cuarto sin cenar, me quitaban tal o cual cosa, me regañaban con caras muy serias… Jamás me encerraron en un armario. Crueldad inteligente; lo siento muchísimo por él. No sé qué decir, así que intento sonar despreocupada.
—Mi madre guardaba los abrigos de invierno en nuestro armario.
—No quiero… —empieza, pero se detiene a jadear—. No quiero seguir hablando de eso.
—Vale, pues… yo hablo. Pregúntame algo.
—Vale —responde, y suelta una risa temblorosa—. ¿Por qué te late tan deprisa el corazón, Tris?
—Bueno… —respondo, encogida, intentando buscar una excusa que no tenga nada que ver con la forma en que me abraza—. Apenas te conozco. —«No te conozco lo suficiente»—. Apenas te conozco y estoy apretujada a tu lado en una caja, Cuatro, ¿tú qué crees?
—Si estuviéramos en tu paisaje del miedo, ¿yo estaría dentro?
—No me das miedo.
—Claro que no, pero no me refería a eso.
Se ríe otra vez y, cuando lo hace, las paredes se rompen con estruendo y se caen, dejándonos en un círculo de luz. Cuatro suspira y aparta los brazos. Yo me pongo en pie a toda prisa y me sacudo la ropa, aunque no me he ensuciado de polvo, que yo sepa. Me seco las palmas de las manos en los vaqueros. Encontrarme de repente sin él me ha dejado la espalda fría.
Se pone frente a mí, sonriendo, y no sé bien si me gusta su expresión.
—A lo mejor estás hecha para Verdad —comenta—, porque eres una pésima mentirosa.
—Creo que mi prueba de aptitud lo descartó bastante bien.
—La prueba de aptitud no sirve para nada —responde, sacudiendo la cabeza.
—¿Qué intentas decirme? —pregunto, entrecerrando los ojos—. ¿Que tu prueba no es la razón por la que acabaste en Osadía?
La emoción me recorre las venas como si fuera sangre, impulsada por la esperanza de que me confirme que es divergente, como yo, de que podamos averiguar juntos lo que significa.
—No del todo, no, es que…
Vuelve la vista atrás y deja la frase a medias: hay una mujer a unos cuantos metros de nosotros, apuntándonos con una pistola. Está completamente inmóvil y tiene unos rasgos muy comunes; si nos fuéramos ahora mismo, no la recordaría. A mi derecha aparece una mesa. En ella hay una pistola y una sola bala. ¿Por qué no nos dispara?
«Oh», pienso. El miedo no tiene que ver con la amenaza a su vida, sino con la pistola de la mesa.
—Tienes que matarla —digo en voz baja.
—Todas y cada una de las veces.
—No es real.
—Parece real —responde, y se muerde el labio—. Me parece real.
—Si lo fuera, ya te habría matado.
—No pasa nada, lo… haré. Este no es tan… malo. No me entra tanto pánico.
No tanto pánico, pero mucho más miedo. Lo veo en sus ojos cuando recoge el arma y abre la recámara, como si lo hubiera hecho mil veces…, y quizá sea así. Mete la bala en la recámara y levanta la pistola con ambas manos. Cierra un ojo y toma aire lentamente.
Al espirar, dispara y la cabeza de la mujer se mueve hacia atrás. Veo un relámpago rojo y aparto la mirada. La oigo caer al suelo.
Cuatro suelta la pistola. Nos quedamos mirando su cadáver, y lo que ha dicho es cierto: parece real. «No seas ridícula».
—Vamos —digo, agarrándolo del brazo—. Sigue moviéndote.
Tras un segundo tirón, sale de su aturdimiento y me sigue. Cuando pasamos junto a la mesa, el cadáver de la mujer desaparece, aunque permanece en mi memoria y en la de Cuatro. ¿Cómo sería tener que matar a alguien cada vez que pasara por mi paisaje del miedo? A lo mejor lo averiguo.
Sin embargo, algo me desconcierta: se supone que estos son los peores temores de Cuatro y, aunque le entró el pánico en la caja y en el tejado, ha matado a la mujer sin gran dificultad. Es como si la simulación intentara aferrarse a cualquier miedo que encontrara en su interior, ya que no ha encontrado muchos.
—Allá vamos —susurra.
Una figura oscura se mueve más adelante, acecha al borde del círculo de luz esperando a que demos otro paso. ¿Quién es? ¿Quién frecuenta las pesadillas de Cuatro?
El hombre que aparece es alto y delgado, y lleva el pelo muy corto. Va con las manos detrás de la espalda y viste la ropa gris de Abnegación.
—Marcus —susurro.
—Ahora es cuando tienes que averiguar mi nombre —dice Cuatro con voz temblorosa.
—¿Es…? —empiezo a preguntar, mirando primero a Marcus, que camina despacio hacia nosotros, y después a Cuatro, que retrocede poco a poco, y todo encaja: Marcus tenía un hijo que se unió a Osadía, y se llamaba…—. Tobias.
Marcus nos enseña las manos y veo que lleva un cinturón enrollado en uno de los puños. Lo desenrolla poco a poco.
—Es por tu propio bien —dice, y las palabras se repiten una docena de veces.
Una docena de Marcus aparecen en el círculo de luz, todos con el mismo cinturón y con el mismo rostro inexpresivo. Cuando los Marcus parpadean, sus ojos se convierten en pozos negros y vacíos. Los cinturones se deslizan por el suelo, que ahora es de losetas blancas. Un escalofrío me sube por la espalda: Erudición acusó a Marcus de crueldad y, por una vez, tenían razón.
Miro a Cuatro, a Tobias, y está paralizado. Se le hunden los hombros, parece varios años más viejo y, a la vez, varios años más joven. El primer Marcus echa el brazo atrás y el cinturón sube por encima de su hombro, listo para golpear. Tobias se encoge y levanta los brazos para protegerse la cara.
Corro a ponerme delante de él, y el cinturón me da en la muñeca y se enrolla en ella. Un dolor caliente me sube por el brazo hasta el codo, pero aprieto los dientes y tiro con todas mis fuerzas. Marcus suelta el cinturón, así que me quedo con él y lo agarro por la hebilla.
Hago girar el brazo lo más deprisa que puedo, lo que hace que la articulación del hombro me duela por el movimiento repentino, y el cinturón da en el hombro de Marcus, que grita y se lanza a por mí con las manos extendidas, enseñando unas uñas que parecen zarpas. Tobias me empuja para ponerse delante de mí, entre Marcus y él. Parece enfadado, no asustado.
Todos los Marcus desaparecen, las luces se encienden y nos permiten ver una habitación larga y estrecha con paredes de ladrillo roto y suelo de cemento.
—¿Ya está? —pregunto—. ¿Esos eran tus peores miedos? ¿Por qué tienes solo cuatro…? —empiezo, pero dejo la frase sin terminar: solo cuatro miedos—. Oh —añado, y vuelvo la vista atrás para mirarlo—. Por eso te llaman…
Las palabras se me escapan cuando le veo la cara: tiene los ojos muy abiertos y parece casi vulnerable a la luz de la sala. También tiene entreabiertos los labios. Si no estuviéramos aquí, lo describiría como una expresión de asombro, pero no entiendo por qué me mira así.
Me rodea el codo con las manos y me aprieta con el pulgar la suave piel de encima de mi antebrazo antes de acercarme a él. La piel de la muñeca todavía me pica, como si el cinturón fuese real, aunque está tan pálida como el resto de mi persona. Mueve los labios poco a poco sobre mi mejilla, me aprieta los hombros con los brazos y esconde la cara en mi cuello, respirando sobre mi clavícula.
Me quedo rígida un segundo, y después lo abrazo y suspiro.
—Eh —digo en voz baja—, lo hemos conseguido.
Levanta la cabeza y me mete los dedos en el pelo para ponérmelo detrás de la oreja. Nos miramos en silencio, mientras él acaricia con aire ausente un mechón de mi pelo.
—Gracias a ti —dice al final.
—Bueno —respondo; tengo la boca seca, intento no hacer caso de la electricidad nerviosa que me recorre el cuerpo cada segundo que sigue tocándome—, es fácil ser valiente cuando no son mis miedos.
Dejo caer las manos y me las limpio con aire ausente en los vaqueros, esperando que no se dé cuenta.
Si lo hace, no lo comenta. Enlaza sus dedos con los míos.
—Vamos, tengo que enseñarte una cosa —me dice.