CAPÍTULO
VEINTICUATRO

—TRIS.

En mi sueño, mi madre dice mi nombre. Me llama, y yo cruzo la cocina para ponerme a su lado. Me señala la olla que está en el fuego, y levanto la tapa para ver qué hay dentro. El ojo redondo y oscuro de un cuervo me devuelve la mirada, tiene las plumas del ala apretadas contra la pared de la olla y su gordo cuerpo está cubierto de agua hirviendo.

—A cenar —dice mi madre.

—¡Tris! —oigo de nuevo, y abro los ojos: Christina está de pie al lado de mi cama, con las mejillas manchadas de lágrimas teñidas de rímel—. Es Al. Ven.

Otros iniciados están despiertos, aunque no todos. Christina me da la mano y me saca del dormitorio. Corro descalza por el suelo de piedra mientras parpadeo para apartar las nubes de mis ojos; todavía me pesan las piernas, estoy medio dormida. Ha pasado algo terrible, lo noto en cada latido de mi corazón. «Es Al».

Corremos por el Pozo hasta que Christina se detiene. Una multitud se ha reunido alrededor del borde, pero hay espacio entre los presentes, así que no me cuesta dejar atrás a Christina, rodear a un hombre alto de mediana edad y llegar al frente.

Dos hombres están al borde del abismo, izando algo con cuerdas. Los dos gruñen por el esfuerzo, echan todo su peso atrás para que las cuerdas se deslicen sobre la barandilla y después se inclinan hacia delante para volver a tirar. Una forma oscura y enorme surge por el borde, y unos cuantos miembros corren a ayudar a los dos hombres a dejarla en el suelo.

La forma cae en el suelo del Pozo. Un brazo pálido, hinchado por el agua, da contra la piedra. Un cadáver. Christina se aprieta contra mí, agarrándose a mi brazo. Esconde la cabeza en mi hombro y solloza, pero yo no consigo apartar la mirada. Unos cuantos hombres dan la vuelta al cadáver y la cabeza se gira a un lado.

Los ojos están abiertos y vacíos. Oscuros. Ojos de muñeco. Y la nariz tiene un gran arco, un puente estrecho y la punta redonda. Los labios están azules. La cara en sí no es humana, es medio cadáver y medio animal. Me arden los pulmones, me cuesta respirar la siguiente bocanada de aire. Al.

—Uno de los iniciados —comenta alguien detrás de mí—. ¿Qué ha pasado?

—Lo mismo que pasa todos los años —responde otro—. Se ha tirado por el borde.

—No seas tan morboso, podría ser un accidente.

—Lo han encontrado en medio del abismo, ¿crees que tropezó con el cordón de los zapatos y…, vaya por Dios, salió volando cinco metros?

Christina cada vez me aprieta el brazo con más fuerza. Debería decirle que me soltara, que me empieza a doler. Alguien se arrodilla al lado de la cara de Al y le cierra los ojos. Intenta que parezca que duerme, supongo. Qué estupidez, ¿por qué la gente finge que la muerte es como dormir? No lo es. No lo es.

Algo dentro de mí se derrumba. Tengo el pecho tirante, me ahogo, no puedo respirar. Caigo al suelo y arrastro a Christina conmigo. La piedra me raspa las rodillas. Oigo algo, el recuerdo de algo: los sollozos de Al, sus gritos por las noches. Debería haberlo sabido. Sigo sin poder respirar. Me llevo ambas manos al pecho y me balanceo adelante y atrás para liberar la presión.

Cuando parpadeo, veo la parte de arriba de la cabeza de Al mientras me lleva a cuestas al comedor. Noto el rebote de sus pisadas. Es grande, cálido y torpe. No, era. Eso es la muerte, cambiar de «es» a «era».

Respiro con dificultad. Alguien ha traído una enorme bolsa negra para meter el cadáver. Va a ser pequeña. La risa me sube por la garganta y me sale por la boca, forzada y borboteante. Al no cabe en la bolsa para cadáveres; qué tragedia. A mitad de la carcajada, me tapo la boca y suena como un gruñido. Me suelto de Christina, me levanto y la dejo en el suelo. Corro.

—Toma —me dice Tori, dándome una taza humeante que huele a menta.

La sostengo con ambas manos y el calor hace que me piquen los dedos.

Se sienta frente a mí. En cuestión de funerales, en Osadía no se pierde el tiempo. Tori me contó que prefieren hacer frente a la muerte en cuanto se produce. En la habitación principal del estudio de tatuajes no hay nadie, pero el Pozo está abarrotado de miembros, casi todos borrachos. No sé de qué me sorprendo.

En casa, los funerales son acontecimientos sombríos, todos se reúnen para dar su apoyo a la familia del fallecido y nadie está desocupado, pero no hay risas, ni gritos, ni bromas. Y en Abnegación no se bebe alcohol, así que todos están sobrios. Tiene sentido que los funerales de esta facción sean justo lo contrario.

—Bébetelo —me dice—. Te sentirás mejor, te lo prometo.

—No creo que esto se solucione con infusión —respondo despacio, pero me la bebo de todos modos.

Me calienta la boca y la garganta, y me baja hasta el estómago. No me había dado cuenta del frío que tenía hasta que he dejado de tenerlo.

—He dicho «mejor», no «bien» —me corrige ella, sonriendo, aunque no se le arrugan los rabillos de los ojos, como le pasa siempre—. Creo que no vas a estar «bien» durante un tiempo.

—¿Cuánto…? —empiezo a preguntar después de morderme un labio, en busca de las palabras correctas—. ¿Cuánto tardaste en volver a estar bien después de que tu hermano…?

—No lo sé —responde, sacudiendo la cabeza—. Algunos días es como si siguiera sin estar bien. Otros, me siento satisfecha, incluso contenta. Tardé unos cuantos años en dejar de planear la venganza, eso sí.

—¿Por qué lo dejaste?

Observa con la mirada perdida la pared que tengo detrás. Se da unos golpecitos con los dedos en la pierna durante unos segundos y responde:

—No creo que lo haya dejado, exactamente. Es más que… espero mi oportunidad.

Sale de su aturdimiento y mira su reloj.

—Hora de irse —anuncia.

Echo el resto de la infusión en el fregadero. Cuando aparto la mano de la taza me doy cuenta de que tiemblo. Eso no es bueno. Me suelen temblar las manos antes de empezar a llorar, y no puedo llorar delante de todos.

Sigo a Tori al exterior del estudio y bajamos por el camino hasta el fondo del Pozo. Todas las personas que antes daban vueltas por ahí están en el saliente, y el aire huele mucho a alcohol. La mujer que tengo delante de mí se tuerce hacia la derecha, perdiendo el equilibrio, y se le escapa una risita nerviosa cuando se choca con el hombre que tiene al lado. Tori me agarra del brazo y me aleja.

Encuentro a Uriah, Will y Christina de pie entre los demás iniciados. Christina tiene los ojos hinchados. Uriah lleva una petaca plateada y me la ofrece, pero sacudo la cabeza.

—Sorpresa, sorpresa —dice Molly detrás de mí, dándole un codazo a Peter—. La que nace estirada, siempre será estirada.

No debería hacerle caso, sus opiniones no deberían importarme.

—Hoy he leído un artículo muy interesante —dice, acercándose a mi oreja—. Algo sobre tu padre y la verdadera razón por la que te fuiste de allí.

Defenderme no es mi prioridad ahora mismo, aunque sí es lo más fácil de solucionar.

Me vuelvo y le doy un puñetazo en la mandíbula. Los nudillos me pican del golpe y ni siquiera recuerdo haber decidido pegarle. No recuerdo haber cerrado el puño.

Se lanza sobre mí con las manos estiradas, pero no llega muy lejos, ya que Will la agarra del cuello de la camiseta y tira de ella hacia atrás. La mira, me mira y dice:

—Dejadlo, las dos.

Parte de mí desearía que no la hubiera detenido; una pelea me distraería, sobre todo ahora que Eric se está subiendo a una caja que han colocado al lado de la barandilla. Lo miro y me cruzo de brazos para mantenerme firme. Me pregunto qué dirá.

En Abnegación nadie se ha suicidado desde hace tiempo, que yo recuerde, pero la facción tiene clara su opinión al respecto: para ellos, el suicidio es un acto de egoísmo. Una persona realmente desinteresada no piensa en sí misma lo suficiente como para desear morir. Nadie diría eso en voz alta si sucediera, pero todos lo pensarían.

—¡Silencio, callaos! —grita Eric; alguien hace sonar algo que parece un gong y los gritos van disminuyendo, aunque no así los murmullos—. Gracias. Como sabéis, estamos aquí porque Albert, un iniciado, saltó al abismo anoche.

Los murmullos desaparecen también, solo se oye el agua del fondo del precipicio.

—No sabemos el porqué y lo más sencillo sería lamentarnos esta noche por su pérdida —sigue diciendo Eric—, pero no elegimos la vía fácil cuando entramos en Osadía, y lo cierto es… —añade, sonriendo; si no lo conociera, pensaría que la sonrisa es auténtica, pero lo conozco—. Lo cierto es que Albert ahora está explorando un lugar desconocido e incierto, y ha saltado en las crueles aguas para llegar hasta allí. ¿Quién de nosotros es lo bastante audaz como para aventurarse en la oscuridad sin saber lo que se esconde detrás de ella? Albert todavía no era uno de nosotros, pero, sin duda, ¡era un valiente!

Del centro de la multitud surge un grito unánime. Los osados vitorean con distintos tonos, agudos y graves, alegres y profundos. Su rugido imita el rugido del agua. Christina le quita la petaca a Uriah y bebe. Will le pasa un brazo sobre los hombros y la acerca a él. Las voces me llenan los oídos.

—¡Hoy le rendiremos homenaje y siempre lo recordaremos! —chilla Eric; alguien le pasa una botella oscura y él la levanta—. ¡Por Albert el Valeroso!

—¡Por Albert! —grita la multitud.

A mi alrededor se alzan los brazos, y los osados corean su nombre:

—¡Albert, Al-bert, Al-bert!

Lo corean hasta que su nombre ya no parece su nombre, sino que suena como el grito primitivo de una raza antigua.

Doy la espalda a la barandilla, no puedo seguir soportando esto.

No sé adónde voy, sospecho que no voy a ninguna parte, que solo me alejo. Recorro un pasillo oscuro. Al final está la fuente, bañada en el brillo azul de la luz que tiene encima.

Sacudo la cabeza. ¿Valeroso? Valeroso habría sido reconocer la debilidad y abandonar Osadía a pesar de la vergüenza que le supusiera. El orgullo es lo que ha matado a Al, y ese es el defecto que se encuentra en todos los corazones osados. Está en el mío.

—Tris.

Me sobresalto y vuelvo la vista: tengo a Cuatro detrás, justo dentro del círculo de luz azul. Le da un aspecto espeluznante, le deja a oscuras las cuencas de los ojos y le proyecta sombras bajo los pómulos.

—¿Qué haces aquí? —pregunto—. ¿No deberías estar presentando tus respetos?

Lo digo como si las palabras supieran mal y tuviera que escupirlas.

—¿Y tú? —pregunta; da un paso hacia mí y vuelvo a verle los ojos, que parecen negros con esta luz.

—No puedo presentar mis respetos cuando no los tengo —contesto, pero me siento un poco culpable, así que sacudo la cabeza—. No quería decir eso.

—Ah —dice, y, a juzgar por su mirada, no me cree; no lo culpo.

—Esto es ridículo —exclamo, y noto calor en las mejillas—. Se tira por un precipicio, ¿y Eric dice que es un valiente? ¿Eric, el que intentó que lanzaras cuchillos a la cabeza de Al? —pregunto, y noto algo amargo en la boca; las falsas sonrisas de Eric, sus palabras artificiales, sus ideales retorcidos… me ponen enferma—. ¡No era valiente! ¡Estaba deprimido, era un cobarde y casi me mata! ¿Esas son las cosas que se respetan aquí?

—¿Y qué quieres que hagan? —me pregunta—. ¿Que lo condenen? Al ya está muerto, no puede oírlo y es demasiado tarde.

—Esto no es por Al —suelto—, ¡es por todos los que están mirando! Por todos los que ahora creen que tirarse al abismo es una opción viable. Quiero decir, ¿por qué no hacerlo si después todos dicen que eres un héroe? ¿Por qué no hacerlo si así todo el mundo recordará tu nombre? Es que… No puedo…

Sacudo la cabeza, me arde la cara y el corazón se me acelera, e intento mantener el control, pero no lo consigo.

—¡Esto nunca habría pasado en Abnegación! —exclamo, casi a gritos—. ¡Nada de esto! Nunca. Este sitio absorbió a Albert y lo destruyó, y no me importa que decirlo me convierta en una estirada. No me importa. ¡No me importa!

Cuatro mira hacia el muro que está por encima de la fuente.

—Ten cuidado, Tris —me advierte, sin dejar de mirar el muro.

—¿No tienes nada más que decir? —insisto, frunciendo el ceño—. ¿Que tenga cuidado? ¿Ya está?

—Eres tan insoportable como los de Verdad, ¿lo sabías?

Me agarra del brazo y me aleja de la fuente; me hace daño, pero no soy lo bastante fuerte como para soltarme.

Tengo su cara tan cerca que le veo unas cuantas pecas en la nariz.

—No voy a repetirlo, así que escucha con atención —empieza, y me pone las manos en los hombros para apretármelos; me siento pequeña—. Están observando. Te están observando a ti, en concreto.

—Suéltame —respondo débilmente.

Me suelta de golpe y se endereza. Parte del peso que siento en el pecho desaparece cuando deja de tocarme. Me dan miedo sus cambios de humor, me indican que existe algo inestable en su interior, y la inestabilidad es peligrosa.

—¿Te observan a ti también? —pregunto en voz tan baja que no podría oírme si no estuviera tan cerca de mí.

—He intentado protegerte —dice, sin responder a la pregunta—, pero tú te niegas a que te ayude.

—Ah, vale, me ayudas. Cortarme la oreja con un cuchillo, burlarte de mí y gritarme más que a nadie me ayuda un montón.

—¿Burlarme de ti? ¿Te refieres a lo de los cuchillos? No me burlaba, te recordaba que, si fallabas, otra persona tendría que ocupar tu lugar.

Me pongo una mano en la nuca y me paro a pensar en el incidente. Cada vez que hablaba era para recordarme que, si me rendía, Al ocuparía mi lugar delante de la diana.

—¿Por qué? —pregunto.

—Porque eres de Abnegación, y eres más valiente cuando actúas de manera desinteresada.

Ahora lo entiendo: no intentaba convencerme para que me rindiera, me recordaba por qué no debía hacerlo, que necesitaba proteger a Al. Me duele pensar en ello. Proteger a Al. Mi amigo. Mi atacante.

No puedo odiar a Al todo lo que desearía.

Tampoco puedo perdonarlo.

—Te aconsejo que intentes fingir un poco mejor que estás perdiendo tus impulsos altruistas —me dice—, porque, si lo descubre la gente equivocada…, bueno, no te conviene.

—¿Por qué? ¿Por qué les iban a importar mis intenciones?

—Las intenciones son lo único que les importa. Intentan hacerte pensar que les importa lo que haces, pero no, no quieren que actúes de cierta manera. Lo que quieren es que pienses de cierta manera, así les resulta fácil entenderte y no les supones una amenaza.

Pone una mano en la pared, al lado de mi cabeza, y se apoya en ella. Su camiseta está tan tirante que le veo la clavícula y la suave depresión entre el músculo del hombro y los bíceps.

Ojalá fuera más alta. Si fuera más alta, mi complexión delgada se consideraría esbelta en vez de infantil, y él no me vería como a una hermana pequeña a la que debe proteger.

No quiero que me vea como a una hermana.

—No entiendo por qué les importa lo que piense —le digo—, siempre que actúe como ellos quieren.

—Ahora estás actuando como ellos quieren, pero ¿qué pasa si tu cerebro de Abnegación te dice que hagas otra cosa, algo que ellos no quieren?

No tengo respuesta, y ni siquiera sé si está en lo cierto conmigo. ¿Mi cerebro es de Abnegación o de Osadía?

Quizá de ninguna de las dos facciones, quizá mi cerebro sea divergente.

—Quizá no necesite tu ayuda, ¿se te ha ocurrido? —pregunto—. No soy débil, ¿sabes? Puedo hacerlo yo sola.

—Crees que mi instinto me impulsa a protegerte porque eres bajita, una chica o una estirada —dice, sacudiendo la cabeza—. Te equivocas.

Se acerca más y me rodea la barbilla con los dedos. La mano le huele a metal. ¿Cuándo fue la última vez que sostuvo una pistola o un cuchillo? Me cosquillea la piel en el punto de contacto, como si me transmitiera electricidad.

—Mi instinto me impulsa a presionarte hasta que estalles, solo por ver lo que aguantas —añade, y aprieta los dedos al decir «estalles»; su tono de voz hace que me ponga tensa, que me encoja como un muelle antes de saltar y que se me olvide respirar—. Pero resisto el impulso —añade, mirándome con sus oscuros ojos.

—¿Por qué…? —empiezo, pero me detengo para tragar saliva—. ¿Por qué te pide eso tu instinto?

—A ti el miedo no te paraliza, sino que te despierta. Lo he visto. Es fascinante —responde, y me suelta, aunque no se aparta, y me roza con la mano la mandíbula, el cuello…—. A veces… solo quiero verlo, verte despertar.

Le pongo las manos en la cintura. No recuerdo haber decidido hacerlo, pero ya no puedo apartarlas. Me acerco a su pecho y lo rodeo con los brazos para acariciarle los músculos de la espalda.

Al cabo de un momento, me toca la parte inferior de la espalda, me acerca más a él y me acaricia el pelo con la otra mano. Me vuelvo a sentir pequeña, aunque, esta vez, no me da miedo. Cierro los ojos con fuerza; Cuatro ya no me da miedo.

—¿Debería llorar? —pregunto, y mi voz suena ahogada, ya que tengo la boca pegada a su camiseta—. ¿Es que me pasa algo malo?

Las simulaciones destrozaron tanto a Al que no pudo superarlo. ¿Por qué a mí no? ¿Por qué no soy como él?… ¿Y por qué esa idea hace que me sienta tan incómoda, como si yo también estuviera al borde del abismo?

—¿Y qué sé yo de lágrimas? —pregunta él en voz baja.

Cierro los ojos. No espero que Cuatro me consuele, y él no intenta hacerlo, pero me siento mejor aquí que entre mis amigos, los de mi facción. Aprieto la frente contra su hombro.

—Si lo hubiera perdonado, ¿crees que seguiría vivo? —le pregunto.

—No lo sé —contesta; me pone la mano en la mejilla y giro la cara para esconderla dentro, sin abrir los ojos.

—Me siento como si fuese por mi culpa.

—No es culpa tuya —responde, apoyando su frente en la mía.

—Pero debería haberlo hecho, debería haberlo perdonado.

—Quizá. Quizá todos deberíamos haber hecho algo más, pero tenemos que permitir que la culpa nos recuerde hacerlo mejor la próxima vez.

Frunzo el ceño y me aparto. Eso lo aprendemos los miembros de Abnegación: la culpabilidad como instrumento, en vez de como arma contra uno mismo. Es una frase sacada directamente de las lecturas de mi padre en nuestras reuniones semanales.

—¿De qué facción vienes, Cuatro?

—Da igual —responde, bajando la mirada—. Ahora estoy en esta. Y a ti te vendría bien recordar lo mismo.

Me mira con expresión turbada y me da un ligero beso en la frente, justo entre las cejas. Cierro los ojos. No entiendo esto, sea lo que sea, pero no quiero fastidiarlo, así que no digo nada. No se mueve, se queda donde está, con los labios sobre mi piel, y yo me quedo donde estoy, con las manos en su cintura, durante un buen rato.