CAPÍTULO
VEINTIDÓS

ABRO LOS ojos y me encuentro con las palabras «Teme solo a Dios» pintadas en una sencilla pared blanca. Vuelvo a oír agua que corre, aunque, esta vez, el sonido viene de un grifo y no del abismo. Pasan unos segundos antes de ver bordes en lo que me rodea, las líneas del marco de una puerta, una encimera y un techo.

El dolor es un latido constante en la cabeza, la mejilla y las costillas. No debería moverme, eso lo empeoraría todo. Veo una colcha azul de retazos bajo mi cabeza y hago una mueca cuando intento moverme para ver de dónde viene el sonido del grifo.

Cuatro está en el baño, con las manos dentro del lavabo. La sangre que le sale de los nudillos hace que el agua parezca de color rosa. Tiene un corte en la comisura de los labios, pero, por lo demás, parece ileso. Se examina los cortes con expresión apacible, cierra el grifo y se seca las manos con una toalla.

Solo tengo un recuerdo de cómo llegué hasta aquí, nada más que una imagen: tinta negra formando remolinos alrededor del lateral de un cuello (la esquina de un tatuaje) y un suave vaivén que tiene que significar que me llevaba en brazos.

Apaga la luz del cuarto de baño y saca una bolsa de hielo de la nevera que está en la esquina de la habitación. Cuando se acerca a mí considero la posibilidad de cerrar los ojos y fingir estar dormida, pero entonces nuestras miradas se encuentran y pierdo la oportunidad.

—Tus manos —grazno.

—No son asunto tuyo —contesta.

Apoya una rodilla en el colchón y se inclina sobre mí para ponerme el hielo debajo de la cabeza. Antes de apartarse, acerco la mano para tocarle el corte del labio, pero me detengo al darme cuenta de lo que estoy a punto de hacer y se me queda la mano en el aire.

«¿Qué tienes que perder?», me pregunto, y le toco con delicadeza la boca.

—Tris —dice, hablando con los labios pegados a mis dedos—, estoy bien.

—¿Por qué estabas allí? —pregunto, dejando caer la mano.

—Volvía de la sala de control y oí un grito.

—¿Qué les has hecho?

—Dejé a Drew en la enfermería hace media hora —responde—, Peter y Al salieron corriendo. Drew aseguraba que solo querían asustarte. Por lo menos, creo que eso era lo que intentaba decir.

—¿Está mal?

—Vivirá —contesta, y añade en tono cortante—: Aunque no sé en qué condiciones.

No está bien desear que alguien sufra solo porque me haya hecho daño, pero una corriente triunfal de calor al rojo blanco me recorre el cuerpo al pensar en que Drew está en la enfermería; aprieto el brazo de Cuatro.

—Bien —le digo.

La voz me suena tensa y fiera, la rabia crece en mi interior y la sangre se me convierte en agua amarga que me llena y me consume. Quiero romper algo, golpear algo, pero me da miedo moverme, así que me echo a llorar.

Cuatro se agacha al lado de la cama y me observa, no distingo compasión en su mirada. Me habría decepcionado encontrarla. Aparta la muñeca y, sorprendida, veo que me pone la mano en la mejilla y me acaricia el pómulo con el pulgar con mucho cuidado.

—Podría informar sobre esto —me dice.

—No, no quiero que piensen que tengo miedo.

Asiente con la cabeza y sigue moviendo el pulgar con aire ausente por mi pómulo, adelante y atrás.

—Suponía que dirías eso.

—¿Crees que sería mala idea sentarme?

—Te ayudaré.

Cuatro me agarra por el hombro con una mano y me sostiene la cabeza con la otra mientras me levanto. Noto estallidos agudos de dolor por todo el cuerpo, aunque intento no hacer caso y reprimo un gruñido.

—Te puedes permitir sentir dolor —me dice después de pasarme la bolsa de hielo—. Aquí solo estoy yo.

Me muerdo el labio. Tengo lágrimas en la cara, pero ninguno de los dos lo menciona, hacemos como si no estuvieran.

—Te sugiero que, a partir de ahora, confíes en la protección de tus amigos trasladados —añade.

—Creía que lo hacía —respondo, y vuelvo a sentir la mano de Al en la boca; el sollozo hace que mi cuerpo se incline hacia delante. Me llevo la mano a la frente y me mezo despacio—. Pero Al…

—Él quería que fueras la chica pequeñita y callada de Abnegación —responde Cuatro en voz baja—. Te hizo daño porque tu fuerza lo hacía sentir débil. Nada más.

Asiento con la cabeza e intento creérmelo.

—Los demás no te tendrán tantos celos si demuestras algún signo de vulnerabilidad, aunque no sea cierto.

—¿Crees que tengo que fingir ser vulnerable? —pregunto, arqueando una ceja.

—Sí —responde, y me quita la bolsa de hielo para sostenerla él mismo contra mi cabeza; sus dedos rozan los míos.

Bajo la mano sin protestar, necesito relajar el brazo. Cuatro se levanta y yo me quedo mirando el dobladillo de su camiseta.

A veces lo veo como a cualquier persona, mientras que otras veces noto su presencia en las tripas, como si fuera una puñalada.

—Lo que tienes que hacer es ir a desayunar mañana para demostrar a tus atacantes que no te ha afectado lo de hoy —añade—, pero que se te vea el moratón de la mejilla, y camina con la cabeza gacha.

La idea me provoca náuseas.

—Creo que no podré hacerlo —digo con voz apagada, mirándolo.

—Tienes que hacerlo.

—Me parece que no lo entiendes —insisto, y se me pone la cara roja—. Me tocaron.

Se tensa de arriba abajo al oírlo, sus manos aprietan con fuerza la bolsa de hielo.

—Te tocaron —repite, y sus oscuros ojos se vuelven muy fríos.

—No… de la forma que estás pensando —añado, aclarándome la garganta; al decirlo no me he dado cuenta de lo incómodo que me resultaría hablar de ello—. Pero… casi.

Aparto la vista.

Se queda en silencio y quieto tanto rato que, al final, tengo que decir algo.

—¿Qué pasa? —pregunto.

—No quiero decir esto, pero creo que debo hacerlo. Por ahora, es más importante para ti estar a salvo que tener razón, ¿lo entiendes?

Ha bajado las cejas, siempre rectas, hasta que se le han quedado prácticamente pegadas a los ojos. Se me retuerce el estómago, en parte porque sé que está en lo cierto y no quiero reconocerlo, y en parte porque quiero algo que no sé cómo expresar; quiero apretarme contra el aire hasta hacer desaparecer el espacio que nos separa.

Asiento con la cabeza.

—Pero, por favor, en cuanto veas la oportunidad… —añade, y me aprieta la mejilla con la mano, fría y fuerte, para ladearme la cabeza hasta obligarme a mirarlo; le brillan los ojos, parece un depredador—. Destrúyelos.

—Das un poco de miedo, Cuatro —respondo, dejando escapar una risa temblorosa.

—Hazme un favor, no me llames eso.

—¿Y qué te llamo?

—Nada —responde, y me quita la mano de la cara—, todavía.