LA PUERTA del Pozo se cierra a mi espalda y me quedo sola. No he caminado por este túnel desde el día de la Ceremonia de la Elección, y recuerdo cómo entré entonces, que avanzaba con pasos vacilantes en busca de la luz. Ahora camino con paso seguro, ya no necesito ver.
Han pasado cuatro días de mi charla con Tori y, desde entonces, Erudición ha publicado dos artículos más sobre Abnegación. En el primero acusaban a Abnegación de esconder lujos como coches y fruta fresca a las demás facciones para obligarlas a aceptar sus creencias altruistas. Cuando lo leí pensé en la hermana de Will, Cara, que acusó a mi madre de quedarse con mercancía.
El segundo artículo hablaba del fallo que era elegir a los funcionarios del Estado según su facción y preguntaba por qué solo podían gobernar las personas que se definían como abnegadas. Se pedía una vuelta a los sistemas políticos elegidos democráticamente del pasado. Tiene mucho sentido, lo que me hace sospechar que es una llamada a la revolución disfrazada de racionalidad.
Llego al final del túnel. La red abarca el agujero, igual que cuando la vi por última vez. Subo las escaleras hasta la plataforma de madera en la que Cuatro me ayudó a pisar tierra firme y me agarro a la barra a la que está unida la red. Aquel día habría sido incapaz de levantar todo mi peso con los brazos, pero ahora lo hago casi sin pensar y ruedo hasta el centro de la red.
Sobre mí están los edificios vacíos que se asoman al borde del agujero y el cielo. Es un cielo azul oscuro y sin estrellas, no hay luna.
Los artículos me inquietaron, aunque tenía amigos para animarme, y eso ya es algo. Cuando salió el primero, Christina se cameló a uno de los cocineros para que nos dejara probar un poco de masa de tarta. Después del segundo, Uriah y Marlene me enseñaron un juego de cartas, y estuvimos jugando dos horas en el comedor.
Sin embargo, esta noche prefiero estar sola. Sobre todo, deseo recordar por qué vine aquí y por qué estaba tan decidida a quedarme que salté de un edificio, incluso antes de saber lo que era ser de Osadía. Paso los dedos a través de los agujeros de la red que tengo debajo.
Quería ser como los osados que veía en el instituto, quería dar gritos, ser atrevida y libre como ellos. Pero ellos todavía no eran miembros, solo jugaban a serlo, igual que yo cuando salté del tejado. No sabía lo que era el miedo.
Los últimos cuatro días me he enfrentado a cuatro miedos. En uno estaba atada a una estaca y Peter prendía fuego a mis pies. En otro volvía a ahogarme, esta vez en medio de un océano, con agua embravecida a mi alrededor. En el tercero veía a mi familia desangrarse hasta morir. Y en el cuarto me apuntaban a la cabeza con un arma y me obligaban a pegarles un tiro. Ya sé lo que es el miedo.
El viento azota el filo del agujero y me envuelve; cierro los ojos. Me imagino de nuevo al borde del tejado; veo cómo me desabrocho la camisa gris de Abnegación y dejo los brazos al aire, enseñando más de mi cuerpo de lo que nadie ha visto jamás. Me veo haciendo una pelota con la camisa y lanzándola al pecho de Peter.
Abro los ojos. No, me equivocaba, no salté del tejado porque quisiera ser como los osados; salté porque ya era como ellos y deseaba demostrárselo. Quería dejar constancia de una parte de mí que en Abnegación me obligaban a esconder.
Extiendo las manos por encima de la cabeza y las vuelvo a enganchar en la red. Estiro los pies todo lo que puedo para abarcar todo el espacio posible. El cielo nocturno está vacío y en silencio, y, por primera vez en cuatro días, igual está mi mente.
Me sostengo la cabeza entre las manos y respiro hondo. Hoy, la simulación ha sido la misma que ayer: alguien me apuntaba con un arma y me ordenaba disparar a mi familia. Cuando levanto la cabeza veo que Cuatro me observa.
—Sé que la simulación no es real —digo.
—No me lo tienes que explicar —contesta—. Quieres a tu familia, no quieres dispararles. No es que sea lo menos razonable del mundo.
—Ya solo puedo verlos en la simulación —respondo; aunque dice que no, siento que debo explicar por qué me cuesta tanto enfrentarme a este miedo. Me he comido las uñas hasta la raíz, me las he estado mordiendo mientras duermo y me despierto todas las mañanas con las manos ensangrentadas—. Los echo de menos. ¿Tú nunca… echas de menos a tu familia?
—No —responde al cabo de un rato, bajando la mirada—. No, pero no es lo normal.
No es lo normal, es tan poco normal que me distrae del recuerdo de ponerle a Caleb el cañón de una pistola en el pecho. ¿Cómo sería su familia para que ya no quiera saber nada de ellos?
Me detengo con la mano sobre el pomo de la puerta y vuelvo la cabeza para mirarlo.
«¿Eres como yo? —le pregunto en silencio—. ¿Eres divergente?».
Incluso pensar la palabra parece peligroso. Sus ojos se clavan en los míos y, conforme pasan los silenciosos segundos, cada vez parece menos duro. Oigo el latido de mi corazón. Llevo demasiado rato mirándolo, pero, bueno, él me devuelve la mirada y me da la impresión de que los dos intentamos decir algo que el otro no logra oír, aunque quizá me lo imagine. Demasiado rato…, y ahora más todavía, el corazón me late más fuerte, sus serenos ojos me tragan entera.
Empujo la puerta y salgo a toda prisa por el pasillo.
No debería dejar que me distrajera tan fácilmente, no debería ser capaz de pensar en nada que no fuese la iniciación. Las simulaciones deberían afectarme más, deberían hundirme, como pasa con los demás iniciados. Drew no duerme, se queda mirando la pared, hecho un ovillo. Al grita todas las noches desde sus pesadillas y llora sobre su almohada. Mis pesadillas y mis uñas mordidas no parecen nada en comparación.
Los gritos de Al me despiertan siempre, y me quedo mirando los muelles de la cama de encima y preguntándome qué narices me pasa, por qué sigo sintiéndome fuerte mientras los demás se hunden. ¿Es ser divergente lo que me mantiene equilibrada o es otra cosa?
Cuando vuelvo al dormitorio, espero encontrar lo mismo que encontré el día anterior: a unos cuantos iniciados tumbados en su cama o con la mirada perdida. En vez de eso, veo que han formado un grupo en el otro extremo de la habitación. Eric está delante de ellos con una pizarra en las manos vuelta hacia él, de modo que no veo lo que ha escrito en ella. Me pongo al lado de Will.
—¿Qué pasa? —susurro.
Espero que no sea otro artículo, porque no sé si soportaré recibir más hostilidad.
—La clasificación de la segunda etapa —responde.
—Creía que no echaban a nadie después de la segunda —digo entre dientes.
—No echan a nadie, es una especie de informe de progreso.
Asiento con la cabeza.
Ver la pizarra me marea un poco, como si algo me nadara en el estómago. Eric la levanta por encima de su cabeza y la cuelga en el clavo. Cuando se aparta, la habitación guarda silencio y yo estiro el cuello para ver lo que dice.
Mi nombre está en primera posición.
Todos se vuelven para mirarme. Sigo bajando por la lista. Christina y Will son séptima y octavo, respectivamente. Peter es el segundo, aunque, cuando miro el tiempo que se indica al lado de su nombre, me doy cuenta de que el margen entre nosotros es notablemente amplio.
El tiempo medio de Peter en la simulación es de ocho minutos. El mío es de dos minutos cuarenta y cinco segundos.
—Buen trabajo, Tris —dice Will en voz baja.
Asiento con la cabeza y me quedo mirando la pizarra. Debería estar contenta por ser la primera, pero sé lo que significa: si Peter y sus amigos me odiaban antes, ahora me despreciarán. Ahora soy Edward, podría quedarme sin ojo… o algo peor.
Busco el nombre de Al en la lista y lo encuentro en la última posición. El grupo de iniciados se dispersa despacio, y solo nos quedamos Peter, Will, Al y yo. Quiero consolar a Al, decirle que el único motivo de que yo lo haga bien es que mi cerebro tiene algo distinto.
Peter se vuelve poco a poco, con todas sus extremidades en tensión. Una mirada de rabia habría sido menos amenazadora que la suya: una mirada de puro odio. Se va a su litera, pero, en el último segundo, da la vuelta y me empuja contra una pared, colocando una mano en cada uno de mis hombros.
—No me superará una estirada —dice entre dientes; tiene la cara tan cerca de la mía que le huelo el aliento—. ¿Cómo lo has hecho, eh? ¿Cómo narices lo has hecho?
Tira de mí unos centímetros y vuelve a golpearme contra la pared. Aprieto los dientes para no gritar, aunque el dolor del impacto me ha recorrido toda la columna. Will lo agarra por el cuello de la camisa y lo aparta de mí.
—Déjala en paz —dice—. Solo los cobardes amenazan a las niñas.
—¿Las niñas? —se burla Peter, librándose de la mano de Will—. ¿Eres ciego o estúpido? Te va a sacar de la clasificación y de Osadía, y te vas a quedar sin nada, y todo porque ella sabe cómo manipular a la gente y tú no. Cuando por fin te des cuenta de que está dispuesta a destruirnos a todos, me lo haces saber.
Peter sale del dormitorio, y Molly y Drew lo siguen con cara de asco.
—Gracias —le digo a Will, asintiendo con la cabeza.
—¿Tiene razón? —pregunta él en voz baja—. ¿Estás intentando manipularnos?
—¿Y cómo iba a hacerlo? —pregunto, frunciendo el ceño—. Solo hago lo mejor que puedo, como todo el mundo.
—No sé —responde, encogiéndose de hombros—. ¿Fingiendo ser débil para darnos pena? ¿Y después fingiendo ser dura para volvernos locos?
—¿Para volveros locos? —repito—. Soy vuestra amiga, jamás haría eso.
No dice nada, noto que no me cree… del todo.
—No seas idiota, Will —interviene Christina, que baja de un salto de su litera; me mira sin compasión y añade—: No está fingiendo.
Christina se da la vuelta y se larga sin dar un portazo. Will la sigue, así que me quedo sola en el cuarto con Al: la primera y el último.
Al nunca me ha parecido pequeño, pero ahora sí; tiene los hombros echados hacia delante y el cuerpo se le derrumba como si fuera de papel. Se sienta al borde de su cama.
—¿Estás bien? —le pregunto.
—Claro.
Tiene muy roja la cara; aparto la mirada, le he preguntado por cortesía, ya que cualquiera con ojos en la cara vería que no está nada bien.
—Todavía no hemos terminado —le digo—. Puedes mejorar tu posición si…
Dejo la frase sin acabar cuando levanta la cabeza para mirarme. Ni siquiera sé lo que le diría si la acabara, no hay estrategia para la segunda etapa. Se meten muy dentro de ti, en tu verdadero yo, y comprueban si hay coraje ahí dentro.
—¿Ves? No es tan fácil —responde.
—Ya lo sé.
—No lo creo —dice, sacudiendo la cabeza; la barbilla le bambolea—. Para ti es fácil, todo esto es fácil.
—Eso no es verdad.
—Sí que lo es —insiste, y cierra los ojos—. No me ayudas fingiendo lo contrario. No… no creo que puedas hacer nada para ayudarme.
Es como si me hubiera encontrado de repente bajo un chaparrón y tuviera toda la ropa empapada; me siento pesada, torpe e impotente. No sé si quiere decir que nadie puede ayudarlo o que yo, específicamente, no puedo ayudarlo, pero no me gusta ninguna de las dos interpretaciones. Quiero ayudarlo. El problema es que no sé cómo hacerlo.
—Lo… —empiezo a decir con la intención de disculparme, aunque ¿por qué? ¿Por ser más osada que él? ¿Por no saber qué decir?
—Quiero… —Las lágrimas que se le estaban acumulando en los ojos se derraman y le mojan las mejillas—. Quiero estar solo.
Asiento con la cabeza y me doy la vuelta. Dejarlo no es buena idea, pero no puedo evitarlo. La puerta se cierra a mi espalda y sigo caminando.
Dejo atrás la fuente de agua potable y atravieso los túneles que me resultaron interminables el día que llegué, aunque ahora apenas reparo en ellos. No es la primera vez que fallo a mi familia desde que estoy aquí, pero, por algún motivo, eso me parece. Las otras veces sabía qué hacer y, a pesar de ello, decidía no hacerlo. Esta vez no sabía qué hacer. ¿He perdido la capacidad de ver lo que la gente necesita? ¿He perdido parte de mí?
Sigo andando.
De algún modo encuentro el pasillo en el que me senté el día que se fue Edward. No quiero estar sola, aunque me parece que no tengo alternativa. Cierro los ojos y procuro no prestar atención a la fría piedra que tengo debajo mientras respiro el mohoso aire subterráneo.
—¡Tris! —me llama alguien desde la otra punta del pasillo.
Uriah corre hacia mí, y detrás van Lynn y Marlene, Lynn con una magdalena.
—Supuse que estarías aquí —me dice, agachándose cerca de mis pies—. He oído que vas la primera.
—¿Y querías felicitarme? —pregunto, esbozando una sonrisita—. Vaya, gracias.
—Alguien debía hacerlo, y supuse que tus amigos no estarían demasiado contentos, teniendo en cuenta que sus puestos no son tan buenos. Así que deja de suspirar y ven con nosotros. Voy a disparar a una magdalena que Marlene se va a colocar en la cabeza.
La idea es tan ridícula que no puedo contener la risa. Me levanto y sigo a Uriah hasta el final del pasillo, donde nos esperan Marlene y Lynn. Lynn me mira entrecerrando los ojos, pero Marlene sonríe.
—¿Por qué no lo estás celebrando? —pregunta—. Tienes prácticamente garantizado estar entre los diez primeros si sigues así.
—Es demasiado osada para los demás trasladados —explica Uriah.
—Y demasiado abnegada para «celebrarlo» —añade Lynn.
No le hago caso y pregunto:
—¿Por qué quieres que Marlene se ponga una magdalena en la cabeza?
—Apostó a que mi puntería no era lo bastante buena como para darle a un objeto pequeño a treinta metros de distancia —responde Uriah—. Yo aposté a que ella no tenía las agallas suficientes como para quedarse debajo cuando lo intentara. Así que es una gran idea.
La sala de entrenamiento en la que disparé por primera vez un arma no está demasiado lejos de mi escondite en el pasillo. Llegamos en menos de un minuto y Uriah enciende la luz. Está igual que la última vez que pasé por aquí: dianas a un lado de la sala, una mesa con armas de fuego al otro.
—¿Las dejan ahí sin más? —pregunto.
—Sí, pero no están cargadas —responde Uriah mientras se sube la camiseta.
Tiene una pistola metida en la cintura del pantalón, justo debajo de un tatuaje. Me quedo mirando el tatuaje, intentando averiguar lo que es, pero entonces se baja la camiseta.
—Vale, vamos a ponernos delante de una diana.
Marlene se aleja dando saltitos.
—No estarás pensando en disparar de verdad, ¿no? —le pregunto a Uriah.
—No es una pistola de verdad —responde Lynn en voz baja—. Tiene balas de plástico. Lo peor que puede pasar es que le dé en la cara y le pique o le salga un verdugón. ¿Crees que somos estúpidos?
Marlene se pone delante de uno de los blancos y se coloca la magdalena en la cabeza. Uriah entrecierra un ojo y apunta.
—¡Espera! —le grita Marlene; le quita un trocito a la magdalena y se lo mete en la boca—. ¡Ya! —grita de nuevo, con la boca llena, y levanta el pulgar.
—Supongo que estaréis bien clasificados —le comento a Lynn.
—Uriah es el segundo, yo soy la primera y Marlene es la cuarta.
—Solo eres la primera por un pelo —dice Uriah mientras apunta.
Aprieta el gatillo, la magdalena cae de la cabeza de Marlene y ella ni siquiera pestañea.
—¡Ganamos los dos! —grita ella.
—¿Echas de menos a tu antigua facción? —me pregunta Lynn.
—A veces —respondo—. Era más tranquila, no te cansabas tanto.
Marlene recoge la magdalena del suelo y le da un mordisco.
—¡Qué asco! —grita Uriah.
—Se supone que la iniciación tiene que desgastarnos lo suficiente como para saber quiénes somos realmente. Bueno, es lo que dice Eric —me cuenta Lynn, y arquea una ceja.
—Cuatro dice que es para prepararnos.
—En fin, no están de acuerdo en casi nada.
Asiento con la cabeza. Cuatro me contó que la visión de Eric sobre Osadía no es la que era, pero ojalá me contara exactamente cuál cree que es la visión correcta. De vez en cuando capto algún detalle (los vítores cuando salté del edificio, la red de brazos que me sujetó después de tirarme en tirolina), pero no es suficiente. ¿Habrá leído el manifiesto de Osadía? ¿En eso cree, en los actos cotidianos de valentía?
De repente se abre la puerta de la sala, y Shauna, Zeke y Cuatro entran justo cuando Uriah está disparando a otra diana. La bala de plástico rebota en el centro del blanco y rueda por el suelo.
—Me había parecido escuchar a alguien —comenta Cuatro.
—Resulta que es el idiota de mi hermano —dice Zeke—. Se supone que no podéis estar aquí fuera de las horas de clase. Tened cuidado, a ver si Cuatro se lo va a contar a Eric para que os arranque el cuero cabelludo.
Uriah arruga la nariz mirando a su hermano y guarda la bala. Marlene cruza la sala dándole mordiscos a la magdalena, y Cuatro se aparta de la puerta para dejarnos salir.
—No se lo contarás a Eric, ¿verdad? —pregunta Lynn, mirando a Cuatro con aire suspicaz.
—No, claro —responde él.
Cuando paso por su lado, me pone una mano en la parte alta de la espalda para empujarme un poco, y la palma me presiona entre los omóplatos y me estremezco. Espero que no se dé cuenta.
Los demás salen al pasillo, Zeke y Uriah entre empujones, Marlene dividiendo la magdalena para compartirla con Shauna, y Lynn delante. Empiezo a seguirlos.
—Espera un momento —me dice Cuatro.
Al volverme me pregunto con qué versión de Cuatro me encontraré: ¿será la que me regaña o la que trepa a la noria conmigo? Sonríe un poco, aunque la sonrisa no le llega a los ojos, que me hablan de tensión e inquietud.
—Este es tu sitio, espero que lo sepas —me dice—. Tu sitio está con nosotros. Todo terminará pronto, así que aguanta, ¿vale?
Se rasca detrás de la oreja y aparta la mirada, como si le diera vergüenza lo que ha dicho.
Me quedo mirándolo y noto el latido de mi corazón por todas partes, incluso en los dedos de los pies. Me apetece hacer algo atrevido, aunque también podría alejarme tranquilamente. No sé qué opción es la más inteligente o la mejor. Tampoco sé si me importa.
Extiendo el brazo y le sostengo la mano. Sus dedos se entrelazan con los míos. No puedo respirar.
Lo miro y él me mira. Durante un largo instante nos quedamos así. Entonces retiro la mano, y corro detrás de Uriah, Lynn y Marlene. A lo mejor ahora cree que soy estúpida o rara. A lo mejor ha merecido la pena.
Vuelvo al dormitorio antes que los demás y, cuando empiezan a entrar, me meto en la cama y finjo estar dormida. No los necesito, no si van a reaccionar así cada vez que lo haga bien. Si consigo superar la iniciación, seré de Osadía y no tendré que volver a verlos.
No los necesito pero, ¿los quiero? Cada tatuaje que me he hecho con ellos es una marca de su amistad, y casi todas las veces que me he reído en este sitio oscuro ha sido gracias a ellos. No quiero perderlos, aunque es como si ya lo hubiera hecho.
Después de al menos media hora dándole vueltas a la cabeza, me pongo boca arriba y abro los ojos. El dormitorio está a oscuras, todos se han ido a la cama. «Seguramente estar tan molestos conmigo los habrá dejado agotados», pienso, esbozando una sonrisa irónica. Como si proceder de la facción más odiada no fuera suficiente, ahora los pongo en evidencia.
Salgo de la cama para beber agua. No tengo sed, pero necesito hacer algo. Mis pies descalzos hacen ruidos pegajosos al pisar el suelo, y recorro la pared con la mano para no torcerme. Hay una bombilla azul encendida encima de la fuente.
Me echo el pelo por encima de un hombro y me inclino para beber. En cuanto el agua me toca los labios, oigo voces al final del pasillo. Me acerco con cautela, esperando que la oscuridad me mantenga oculta.
—Por ahora no ha habido ningún indicio al respecto —oigo decir a Eric; ¿indicio de qué?
—Bueno, todavía es pronto para ver nada —contesta alguien, una mujer; la voz me resulta fría y familiar, pero familiar como en un sueño, no como en una persona real—. El entrenamiento de combate no revela nada. Sin embargo, las simulaciones dejan al descubierto quiénes son los rebeldes divergentes, si los hay, así que tendremos que examinar las grabaciones varias veces para estar seguros.
La palabra «divergente» me deja helada. Me echo hacia delante, con la espalda contra la piedra, para ver a quién pertenece la voz familiar.
—No olvides por qué te eligió Max —dice la voz—. Tu prioridad siempre debe ser encontrarlos. Siempre.
—No se me olvida.
Me echo unos centímetros más hacia delante con la esperanza de seguir escondida. Sea quien sea la persona que habla, es la que mueve los hilos; es la responsable del puesto de líder de Eric; es la que me quiere muerta. Inclino la cabeza y fuerzo el cuello para verlos antes de que doblen la esquina.
Entonces, alguien me agarra por detrás.
Empiezo a gritar, pero una mano me tapa la boca. Huele a jabón y es lo bastante grande como para taparme la parte inferior de la cara. Me revuelvo, pero los brazos que me sujetan son demasiado fuertes, así que muerdo uno de los dedos.
—¡Ay! —grita una voz ronca.
—Cállate y tápale la boca —responde otra voz más aguda y clara de lo normal en un hombre: Peter.
Una tira de tela oscura me cubre los ojos, y otro par de manos me la atan por detrás de la cabeza. Lucho por respirar. Hay al menos dos manos en mis brazos, arrastrando hacia delante, y una en mi espalda, empujándome en la misma dirección, y otra en mi boca, para que me guarde los gritos dentro. Tres personas. Me duele el pecho, no puedo enfrentarme sola a tres personas.
—Me pregunto a qué sonará un estirado cuando suplica por su vida —dice Peter entre risas—. Deprisa.
Intento concentrarme en la mano de la boca. Debe de haber algo característico en ella que me permita identificar a su dueño. Su identidad es un problema que puedo resolver, necesito resolver un problema ahora mismo para no ponerme histérica.
La palma está sudorosa y blanda. Aprieto los dientes y respiro por la nariz. El olor a jabón me resulta familiar: hierba limón y salvia. El mismo olor que rodea la litera de Al. Noto un peso en el estómago.
Oigo el ruido del agua al chocar contra las rocas. Estamos cerca del abismo…, debemos de estar por encima de él, dado el volumen del sonido. Aprieto los labios con fuerza para no gritar: si estamos por encima del abismo, ya sé lo que pretenden hacerme.
—Levántala, vamos.
Forcejeo y me rozo con su basta piel pero sé que no servirá de nada. También grito, aunque sé que nadie me oirá aquí.
Sobreviviré hasta mañana, lo haré.
Las manos me empujan de un lado a otro y arriba, y me golpeo la columna contra algo duro y frío. A juzgar por el ancho y la curvatura, es una barandilla metálica. Es la barandilla metálica, la que da al abismo. Jadeo y la niebla me toca la nuca. Las manos me obligan a arquear la espalda sobre la barandilla. Mis pies dejan de tocar el suelo, y los atacantes son lo único que evita que caiga al agua.
Una mano pesada me toca por el pecho.
—¿Seguro que tienes dieciséis años, estirada? No pareces tener más de doce.
Los otros chicos se ríen.
Me sube la bilis a la garganta y trago su amargo sabor.
—Espera, ¡creo que he encontrado algo! —exclama, mientras me aprieta.
Me muerdo la lengua para no gritar y oigo más risas.
Al me aparta la mano de la boca.
—Para ya —le dice, y reconozco su característica voz grave.
Cuando Al me suelta, me retuerzo otra vez y caigo al suelo. Esta vez muerdo con todas mis fuerzas el primer brazo que encuentro. Oigo un grito y aprieto más la mandíbula hasta que noto sangre. Algo duro me golpea la cara y noto un calor blanco que me recorre la cabeza. Si la adrenalina no corriera por mis venas como si fuera ácido, habría dicho que era dolor.
El chico recupera su brazo y me tira al suelo. Me golpeo el codo contra la piedra y me llevo las manos a la cabeza para quitarme la venda, pero un pie me tira de lado y me deja sin aire. Jadeo, toso y forcejeo con la venda. Alguien me agarra por el pelo y me golpea la cabeza contra algo duro. Dejo escapar un grito de dolor; estoy mareada.
Me toco torpemente el lateral de la cabeza para buscar el borde de la venda, arrastro hacia arriba la mano, que me pesa mucho, me llevo con ella la tela y parpadeo. La escena que tengo delante está de lado y da botes. Veo a alguien correr hacia nosotros y a alguien huir, alguien grande, Al. Me aferro a la barandilla que tengo al lado y me sujeto a ella para levantarme.
Peter me agarra por el cuello con una mano y me levanta en el aire, poniéndome el pulgar bajo la barbilla. Su pelo, que suele estar reluciente y liso, está alborotado y se le pega a la frente. Su pálido rostro está contraído, y aprieta los dientes; me sostiene sobre el abismo mientras noto unos puntos que aparecen en los bordes de mi campo de visión, rodeándole la cara, verdes, rosas y azules. No dice nada. Intento darle una patada, pero mis piernas son demasiado cortas. Mis pulmones gritan pidiendo aire.
Oigo un grito, y Peter me suelta.
Estiro los brazos al caer, entre jadeos, y me doy en las axilas contra la barandilla. Paso los codos sobre ella para engancharme y gruño. La niebla me roza los tobillos, el mundo da vueltas y vueltas a mi alrededor, y alguien está en el Pozo (Drew) gritando. Oigo golpes, patadas, gruñidos.
Parpadeo unas cuantas veces y me concentro todo lo que puedo en la única cara que logro ver; está llena de rabia; sus ojos son azul oscuro.
—Cuatro —grazno.
Cierro los ojos, y unas manos me envuelven los brazos justo por donde se unen con los hombros. Me levanta por encima de la barandilla y me aprieta contra su pecho para cargarme en brazos, poniéndome un brazo bajo las rodillas. Escondo la cara en su hombro y, de repente, se hace un silencio hueco.