RESPIRO POR la nariz, dentro, fuera, dentro.
—No es más que una simulación, Tris —dice Cuatro en voz baja.
Se equivoca, la última simulación se introdujo en mi vida, tanto dormida como despierta. Pesadillas en las que no solo salían los cuervos, sino las sensaciones que había tenido en la simulación: terror e indefensión, que es lo que creo que me da miedo, en realidad. Repentinos ataques de terror en la ducha, en el desayuno, de camino aquí. Uñas mordidas hasta que me duelen los dedos. Y no soy la única que se siente así, me doy cuenta.
Sin embargo, asiento con la cabeza y cierro los ojos.
Estoy a oscuras. Lo último que recuerdo es el sillón de metal y la aguja en el brazo. Esta vez no hay campo ni cuervos. El corazón me late con fuerza, a la espera. ¿Qué monstruos saldrán de la oscuridad y me robarán la racionalidad? ¿Cuánto tendré que esperarlos?
Un orbe azul se ilumina a unos metros de mí y, después, otro, de modo que la habitación se llena de luz. Estoy en el fondo del Pozo, cerca del abismo, y los iniciados están a mi alrededor cruzados de brazos y sin expresión en la cara. Busco a Christina y la veo entre ellos. Ninguno se mueve, y eso hace que se me cierre la garganta.
Veo algo frente a mí, mi propio y tenue reflejo. Lo toco y doy con un cristal suave y liso. Levanto la mirada: hay un panel de cristal encima de mí, estoy en una caja de cristal. Levanto los brazos sobre la cabeza para ver si puedo abrirla, pero no cede. Estoy encerrada.
El corazón me late con más fuerza, no quiero estar atrapada. Alguien da unos golpecitos en la pared que tengo delante. Cuatro. Me señala los pies, sonriendo con malicia.
Hace unos cuantos segundos los tenía secos, pero ahora estoy pisando un centímetro de agua y se me han mojado los calcetines. Me agacho para ver de dónde sale el agua y es como si no saliera de ninguna parte, como si surgiera del fondo de cristal de la caja. Miro a Cuatro, que se encoge de hombros y se une al grupo de iniciados.
El agua sube deprisa, ya me cubre los tobillos. Golpeo el cristal con el puño.
—¡Eh! ¡Sacadme de aquí!
El agua me sube por las pantorrillas desnudas, fría y suave. Golpeo el cristal con más fuerza.
—¡Sacadme de aquí!
Me quedo mirando a Christina, que se inclina sobre Peter, que está a su lado, y le susurra algo al oído. Los dos se ríen.
El agua me cubre los muslos y sigo golpeando el cristal con ambos puños. Ya no intento llamar su atención, sino salir. Frenética, me lanzo contra el cristal con todas mis fuerzas, doy un paso atrás y lo golpeo con el hombro una, dos, tres, cuatro veces. Golpeo la pared hasta que me duele el hombro sin dejar de gritar pidiendo ayuda, mientras veo que el agua me llega a la cintura, a las costillas, al pecho.
—¡Ayuda! —grito—. ¡Por favor! ¡Por favor, ayuda!
Doy en el cristal con las palmas de las manos y pienso que moriré en este tanque. Me paso las temblorosas manos por el pelo.
Veo a Will de pie entre los iniciados y empiezo a recordar algo, algo que él dijo. «Venga, piensa». Dejo de intentar romper el cristal. Cuesta respirar, pero debo intentarlo, ya que necesitaré todo el aire que pueda reunir dentro de pocos segundos.
Mi cuerpo se eleva, en el agua no pesa nada. Floto cerca del techo y echo la cabeza atrás cuando el agua me cubre la barbilla. Entre jadeos, aprieto la cara contra el cristal que tengo sobre mí, inhalando todo el aire posible. Entonces, el agua me cubre y me deja encerrada en la caja.
«No te dejes llevar por el pánico».
No sirve de nada, me late el corazón a toda prisa y pierdo el hilo de mis pensamientos. Me sacudo en el agua, golpeo las paredes y pateo el cristal con todas mis fuerzas, pero el agua me ralentiza. «La simulación está en tu cabeza».
Grito, y el agua me llena la boca. Si está en mi cabeza, yo lo controlo. El agua hace que me ardan los ojos, y los rostros inexpresivos de los iniciados me observan, a ellos no les importa.
Grito otra vez y empujo la pared con la palma de la mano. Oigo algo, un crujido. Cuando aparto la mano, hay una grieta en el cristal. Golpeo en el mismo sitio con la otra mano y abro otra grieta; esta se extiende desde la palma de la mano, como si fueran dedos largos y torcidos. El pecho me arde como si acabara de tragar fuego. Le doy una patada a la pared. Me duelen los dedos del impacto, y oigo un gruñido sordo y largo.
El cristal se rompe, y la fuerza del agua contra mi espalda me lanza hacia delante. Vuelvo a tener aire.
Ahogo un grito y me enderezo. Estoy en el sillón. Tomo aire con ganas y sacudo las manos. Cuatro está a mi lado, pero, en vez de ayudarme a levantarme, se me queda mirando.
—¿Qué?
—¿Cómo has hecho eso?
—¿El qué?
—Romper el cristal.
—No lo sé.
Cuatro por fin me ofrece una mano, así que paso las piernas al lateral del sillón y, cuando me levanto, veo que puedo mantener el equilibrio y que estoy tranquila.
Él suspira y me sujeta por el codo, medio llevándome, medio arrastrándome al exterior de la sala. Caminamos deprisa por el pasillo, pero me paro y aparto el brazo. Se me queda mirando sin decir nada, no me dará la información si no se la pido.
—¿Qué? —exijo saber.
—Eres divergente —contesta.
Me quedo mirándolo y noto que el miedo me recorre el cuerpo como si fuera una corriente eléctrica. Lo sabe, ¿cómo lo sabe? Debo de haber cometido un desliz, de haber dicho algo equivocado.
Tendría que actuar como si nada. Me echo atrás, apoyo los hombros en la pared y respondo:
—¿Qué es divergente?
—No te hagas la tonta —responde—. Lo sospeché la última vez, pero esta vez resulta obvio. Has manipulado la simulación, eres divergente. Aunque borraré la grabación, si no quieres acabar muerta al fondo del abismo, ¡tienes que encontrar la manera de ocultarlo durante las simulaciones! Ahora, si me disculpas…
Vuelve a la habitación y cierra de un portazo. Noto el corazón en la garganta. He manipulado la simulación, he roto el cristal, no sabía que era un acto de divergencia.
¿Cómo lo sabía él?
Me aparto de la pared y sigo andando por el pasillo. Necesito respuestas y sé quién las tiene.
Voy derecha al estudio de tatuaje en el que vi a Tori por última vez.
No hay mucha gente fuera porque es media tarde y casi todos están trabajando o en clase. Hay tres personas en el estudio: el otro tatuador, que está dibujando un león en el brazo de otro hombre, y Tori, que repasa una pila de papeles en el mostrador. Levanta la mirada cuando entro.
—Hola, Tris —me saluda, y mira al otro tatuador, que está demasiado concentrado en lo que hace para prestarnos atención—. Vamos atrás.
La sigo a través de una cortina que separa las dos habitaciones. En el otro cuarto hay unas sillas, agujas de recambio para tatuar, tinta, cuadernos de papel y dibujos enmarcados. Tori cierra las cortinas y se sienta en una de las sillas. Me siento al lado y me pongo a dar con el pie en el suelo, por hacer algo.
—¿Qué pasa? —pregunta—. ¿Cómo van las simulaciones?
—Muy bien —respondo, asintiendo varias veces con la cabeza—. Demasiado bien, según me cuentan.
—Ah.
—Por favor, ayúdame a entenderlo —digo en voz baja—. ¿Qué significa ser…? —pregunto, vacilante; no debería decir la palabra «divergente» aquí—. ¿Qué narices soy? ¿Qué tiene que ver con las simulaciones?
La actitud de Tori cambia, se reclina, cruza los brazos y se vuelve más cautelosa.
—Entre otras cosas, eres… eres alguien que, cuando está en una simulación, es consciente de que lo que experimenta no es real —responde—. Alguien que puede manipularla o incluso pararla. Y también… —añade, echándose hacia delante para mirarme a los ojos—. Alguien que, por estar en Osadía…, tiende a morir.
Noto un peso en el pecho, como si cada frase que dice se me acumulara ahí dentro. La tensión crece en mi interior hasta que no puedo soportarlo más, tengo que llorar, gritar o…
Dejo escapar una risa sin alegría que acaba casi al empezar y digo:
—Así que voy a morir, ¿no?
—No necesariamente. Los líderes de Osadía todavía no saben de ti. Borré al instante tus resultados de aptitud del sistema y registré a mano que tu resultado era Abnegación. Pero no te equivoques, si descubren lo que eres, te matarán.
Me quedo mirándola en silencio: no parece loca, suena como una persona estable, aunque un poco alarmada, y nunca he sospechado que tuviera ningún problema mental, pero debe de ser eso. En nuestra ciudad no ha habido ningún asesinato desde que nací. Aunque algunas personas sean capaces de cometerlos, es imposible que los líderes de una facción lo sean.
—Estás paranoica —le digo—. Los líderes de Osadía no me matarían, la gente no hace eso, ya no. Ese era el objetivo de todo este…, de todas estas facciones.
—Ah, ¿eso crees? —pregunta, y se pone las manos en las rodillas para mirarme a los ojos con expresión feroz—. Se cargaron a mi hermano, ¿por qué no iban a hacer lo mismo contigo, eh? ¿Qué te hace especial?
—¿Tu hermano? —repito, entrecerrando los ojos.
—Sí, mi hermano. Él y yo nos trasladamos desde Erudición, pero los resultados de su prueba de aptitud no fueron concluyentes. El último día de las simulaciones encontraron su cadáver al fondo del abismo. Dijeron que era un suicidio, pero a mi hermano le iba bien en el entrenamiento, estaba saliendo con otra iniciada y era feliz —explica, sacudiendo la cabeza—. Tú tienes un hermano, ¿verdad? ¿No crees que te darías cuenta si fuera un suicida?
Intento imaginarme a Caleb suicidándose, aunque la mera idea me resulta ridícula. Incluso suponiendo que Caleb estuviera deprimido, no sería una alternativa para él.
Tori lleva la manga subida, así que veo el tatuaje de un río en su brazo derecho. ¿Se lo haría después de la muerte de su hermano? ¿Era el río otro miedo superado?
—En la segunda etapa del entrenamiento —sigue diciendo, bajando la voz—, Georgie mejoró mucho y deprisa. Decía que las simulaciones ni siquiera le daban miedo…, que eran como un juego. Así que los instructores se interesaron más por él, entraban todos en el cuarto cuando estaba en la simulación en vez de limitarse a dejar que el instructor informara de los resultados. Susurraban cosas sobre él continuamente. El último día de las simulaciones, uno de los líderes de Osadía entró a verlo en persona y, al día siguiente, Georgie ya no estaba.
Yo podría ser buena en las simulaciones si controlo la fuerza que me ha ayudado a romper el cristal. Podría ser tan buena como para que todos los instructores se enteraran. Podría, pero ¿lo seré?
—¿Eso es todo? —pregunto—. ¿Solo por cambiar las simulaciones?
—Lo dudo, pero es todo lo que sé.
—¿Cuántas personas están al tanto? —pregunto, pensando en Cuatro—. ¿Sobre lo de manipular las simulaciones?
—Dos clases de personas: las que te quieren muerta y las que lo han experimentado en persona, de primera mano. O de segunda mano, como yo.
Cuatro me dijo que borraría la grabación de la rotura del cristal, así que no me quiere muerta. ¿Será divergente? ¿Lo era un miembro de su familia? ¿Un amigo? ¿Una novia?
Me quito la idea de la cabeza, no quiero que me distraiga.
—No entiendo por qué a los líderes de Osadía les iba a importar que yo sea capaz de manipular la simulación —digo, despacio.
—Si supiera la razón, ya te lo habría dicho —responde, apretando los labios—. Lo único que se me ocurre es que no sea cambiar la simulación lo que les importe; que sea un síntoma de otra cosa. De algo que sí les importa. —Tori me toma la mano y la mete entre las suyas—. Piensa en esto: esa gente te ha enseñado a usar una pistola, te ha enseñado a luchar. ¿Crees que les costaría hacerte daño? ¿Matarte?
Me suelta la mano y se levanta.
—Tengo que salir si no quiero que Bud empiece a hacer preguntas. Ten cuidado, Tris.