CUANDO ENTRO casi todos los demás iniciados (tanto de aquí como trasladados) están entre las filas de literas, con Peter en el centro. Peter sostiene un papel con ambas manos.
—«El éxodo en masa de los hijos de los líderes de Abnegación no puede pasarse por alto ni atribuirse a la coincidencia —lee—. El reciente traslado de Beatrice y Caleb Prior, los hijos de Andrew Prior, pone en entredicho la solidez de los valores y las enseñanzas de Abnegación».
Me sube una corriente fría por la espalda. Christina, que está de pie al final del grupo, vuelve la mirada atrás y me ve. Pone cara de preocupación. No puedo moverme. Mi padre. Ahora Erudición ataca a mi padre.
—«¿Por qué si no iban los hijos de un hombre tan importante a decidir que el estilo de vida dispuesto para ellos no era admirable? —sigue leyendo Peter—. Molly Atwood, otra trasladada a Osadía, indica que todo podría deberse a una perturbadora infancia de abusos. “Una vez la oí hablar en sueños, le decía a su padre que dejara de hacer algo. No sé qué sería, pero le provocaba pesadillas”, explica Molly».
Así que esta es la venganza de Molly, debe de haber hablado con el periodista de Erudición al que gritó Christina.
Sonríe y veo sus dientes torcidos. Si se los salto de un puñetazo, quizá le haga un favor.
—¿Qué? —exijo saber o intento exigir, ya que mi voz suena ahogada y rasposa, y tengo que aclararme la garganta para repetirlo—. ¿Qué?
Peter deja de leer y unas cuantas personas se vuelven. Algunas, como Christina, me miran con lástima, arqueando las cejas y con el arco de los labios hacia abajo. Sin embargo, la mayoría se sonríe e intercambia miradas cómplices. Peter se vuelve por fin, esbozando una amplia sonrisa.
—Dame eso —le ordeno, estirando la mano; me arde la cara.
—Es que todavía no he terminado de leer —contesta en tono burlón; sus ojos vuelven al papel—: «Sin embargo, quizá la respuesta no se encuentre en un hombre desprovisto de moral, sino en los corruptos ideales de toda una facción. Quizá la respuesta sea que hemos confiado nuestra ciudad a un grupo de tiranos proselitistas que no saben cómo sacarnos de la pobreza para conducirnos a la prosperidad».
Me lanzo contra él e intento quitarle el papel de la mano, pero él lo levanta en alto, por encima de mi cabeza, y tendría que saltar para agarrarlo, cosa que no pienso hacer. En vez de eso, levanto el talón y piso con todas mis fuerzas el punto en el que los huesos de su pie conectan con sus dedos. Peter aprieta los dientes para reprimir un gruñido.
Después me lanzo contra Molly con la esperanza de que la fuerza del impacto la pille por sorpresa y la derribe. Sin embargo, antes de poder causar algún daño, unas manos frías me agarran por la cintura.
—¡Es mi padre! —grito—. ¡Mi padre, cobarde!
Will me aleja de ella, levantándome del suelo. Respiro a toda velocidad y forcejeo para recuperar el papel antes de que nadie pueda seguir leyéndolo. Tengo que quemarlo; tengo que destruirlo; tengo que hacerlo.
Will me saca a rastras del cuarto y me lleva al pasillo; me está clavando las uñas en la piel. Cuando se cierra la puerta, me suelta y lo empujo con toda la energía que me queda.
—¿Qué? ¿Es que crees que no soy capaz de defenderme de esa basura veraz?
—No —responde él, colocándose delante de la puerta—. Se me ocurrió evitar que empezaras una pelea en el dormitorio. Cálmate.
—¿Que me calme? —repito, riéndome un poco—. ¿Que me calme? ¡Están hablando de mi familia, de mi facción!
—No, no es verdad —responde; tiene círculos oscuros bajo los ojos y parece agotado—. Es tu antigua facción y no hay nada que puedas hacer al respecto, así que será mejor que no hagas caso.
—¿Es que no lo has escuchado? —insisto; ya no noto calor en las mejillas y respiro con más calma—. Tu estúpida ex facción ya no solo insulta a Abnegación, sino que pretende derrocar el gobierno.
—No, qué va —responde Will, riéndose—. Son arrogantes y aburridos, y por eso me fui, pero no son revolucionarios. Solo quieren tener más peso, eso es todo, y están molestos porque Abnegación se niega a escucharlos.
—No quieren que la gente los escuche, quieren que la gente esté de acuerdo con ellos —contesto—. Y no se debe obligar a los demás a estar de acuerdo contigo —añado, llevándome las manos a las mejillas—. No puedo creerme que mi hermano se uniera a ellos.
—Oye, no son todos malos —dice en tono brusco.
Asiento con la cabeza, aunque no me lo creo. No logro creer que alguien salga indemne de los eruditos, aunque Will parece buen chico.
La puerta vuelve a abrirse, y Christina y Al salen por ella.
—Me toca tatuarme —dice Christina—. ¿Vienes con nosotros?
Me aliso el pelo. No puedo volver al dormitorio. Aunque Will me lo permitiera, me superan en número. Mi única alternativa es salir con ellos e intentar olvidar lo que sucede fuera del complejo de Osadía. Ya tengo bastante de lo que preocuparme, no necesito añadir a mi familia.
Delante de mí, Al lleva a Christina a caballito. La chica chilla mientras él avanza a toda prisa entre la multitud. La gente procura esquivarlos, aunque no siempre puede.
Todavía me arde el hombro. Christina me convenció para que fuera con ella a hacernos un tatuaje del sello de Osadía, que es un círculo con una llama dentro. Mi madre ni siquiera reaccionó al que me hice en la clavícula, así que ya no tengo tantos reparos sobre el tema. Aquí forman parte de la vida, son tan esenciales para mi iniciación como aprender a luchar.
Christina también me convenció para que comprara una camiseta que me deja los hombros y la clavícula al aire, y para que volviera a perfilarme los ojos. Ya no me molesto en protestar por sus intentos de maquillaje, sobre todo desde que me he dado cuenta de que me divierten.
Will y yo caminamos detrás de Christina y Al.
—No puedo creerme que te hayas hecho otro tatuaje —comenta, sacudiendo la cabeza.
—¿Por qué? ¿Porque soy una estirada?
—No, porque eres… sensata —responde, sonriendo; sus dientes son blancos y rectos—. Bueno, ¿cuál ha sido tu miedo de hoy, Tris?
—Demasiados cuervos —contesto—. ¿Y el tuyo?
—Demasiado ácido —responde entre risas.
No pregunto qué significa.
—El funcionamiento es fascinante —dice—. Básicamente, es una lucha entre el tálamo, que produce el miedo, y el lóbulo frontal, que toma las decisiones. Pero la simulación está dentro de tu cabeza, así que, aunque creas que alguien te lo está haciendo, en realidad te lo estás haciendo tú, y… —Deja la frase sin acabar—. Perdona, parezco un erudito, es la costumbre.
—Es interesante —respondo, encogiéndome de hombros.
Al está a punto de soltar a Christina, y ella se agarra con las manos a lo primero que encuentra, que resulta ser la cara del chico. Él se encoge y le sujeta mejor las piernas. A simple vista, Al parece feliz, pero hay algo que va mal en él, incluso cuando sonríe; me tiene preocupada.
Veo a Cuatro de pie junto al abismo con un grupo de gente que lo rodea. Se ríe tan fuerte que tiene que agarrarse a la barandilla para mantener el equilibrio. A juzgar por la botella que lleva en la mano y por lo que le brilla la cara, está borracho o a punto de estarlo. Había empezado a pensar que era inflexible como un soldado, olvidando que, además, solo tiene dieciocho años.
—Oh, oh —dice Will—. Alerta de instructor.
—Por lo menos no es Eric —respondo—. Si fuera Eric, seguro que nos metía en algún juego suicida.
—Seguro, pero Cuatro da miedo. ¿Recuerdas cuando le puso a Peter la pistola en la cabeza? Creo que Peter se meó encima.
—Se lo merecía.
Will no me lo discute. Quizá lo hubiera hecho hace unas semanas, pero no ahora, después de que todos hayamos visto de lo que Peter es capaz.
—¡Tris! —me llama Cuatro.
Will y yo nos miramos, medio sorprendidos, medio alarmados. Cuatro se aparta de la barandilla y se dirige a mí. Delante de nosotros, Al y Christina dejan de correr, y Christina baja al suelo. No los culpo por quedarse mirando, ya que somos cuatro personas y Cuatro solo me habla a mí.
—Pareces distinta —comenta el instructor, y sus palabras, normalmente tajantes, salen muy despacio.
—Y tú —respondo, y es verdad: parece más relajado, más joven—. ¿Qué haces?
—Coquetear con la muerte —responde, riéndose—. Beber cerca del abismo. Seguramente no es buena idea.
—No —coincido; no sé si me gusta este Cuatro, hay algo en él que me pone nerviosa.
—No sabía que tuvieras un tatuaje —comenta, mirándome la clavícula.
Le da un trago a la botella; me llega su aliento, espeso y acre, como el del hombre sin facción.
—Es verdad, los cuervos —dice; después vuelve la vista para mirar a sus amigos, que siguen sin él, no como los míos, y añade—: Te pediría que vinieras con nosotros, pero se supone que no debes verme así.
Estoy tentada de preguntarle por qué quiere que vaya con él, pero sospecho que la respuesta tiene algo que ver con la botella que lleva en la mano.
—¿Cómo? ¿Borracho? —pregunto.
—Sí…, bueno, no —se corrige, y su tono se ablanda—. Real, supongo.
—Fingiré que no lo he visto.
—Muy amable por tu parte —responde, y se acerca para susurrarme al oído—: Te veo muy bien, Tris.
Me sorprenden sus palabras y el corazón me da un vuelco, aunque preferiría que no lo hiciera porque, a juzgar por la forma en que su mirada se resbala sobre mis ojos, no tiene ni idea de qué está diciendo.
—Hazme un favor y aléjate del abismo, ¿vale? —respondo, riéndome.
—Claro —dice, y me guiña un ojo.
Sonrío, no puedo evitarlo. Will se aclara la garganta, pero no quiero apartar los ojos de Cuatro, ni siquiera después de que regrese con sus amigos.
Entonces, Al corre hacia mí como si fuera una roca rodando y me echa encima de su hombro. Chillo y la cara se me pone roja.
—Vamos, niñita —dice—, te llevo a cenar.
Apoyo los codos en la espalda de Al y me despido de Cuatro con el brazo, mientras mi amigo me aleja de allí.
—Me pareció buena idea rescatarte —comenta Al antes de dejarme en el suelo—. ¿De qué iba eso?
Está intentando sonar alegre, pero lo pregunta casi con tristeza. Todavía le importo demasiado.
—Sí, creo que a todos nos gustaría saber la respuesta a esa pregunta —añade Christina con voz cantarina—. ¿Qué te ha dicho?
—Nada —respondo, sacudiendo la cabeza—, estaba borracho, ni siquiera sabía lo que decía —añado, sacudiendo la cabeza—. Por eso he sonreído, porque es… gracioso verlo así.
—Claro, ¿y no será porque…? —empieza a decir Will.
Le doy un codazo en las costillas antes de que termine la frase. Estaba lo bastante cerca para oír lo que había comentado Cuatro sobre mi aspecto, y no necesito que se lo cuente a todo el mundo, y menos a Al. No quiero que se sienta aún peor.
En casa solía pasar tranquilamente las noches con mi familia. Mi madre tejía bufandas para los niños del barrio; mi padre ayudaba a Caleb con los deberes; la chimenea estaba encendida y mi corazón, en paz, ya que hacía justo lo que se suponía que debía hacer y todo estaba en calma.
Nunca me había llevado a cuestas un chico más grande que yo, ni me había reído hasta que me doliera el estómago mientras cenaba, ni había oído el estruendo de cientos de personas hablando a la vez. La tranquilidad es algo contenido; esto es libertad.