ES MEDIODIA, hora de comer.
Estoy sentada en un pasillo que no reconozco. Vine aquí porque necesitaba salir del dormitorio. A lo mejor si me traigo mi manta aquí no tengo que volver allí de nuevo. Quizá sea cosa de mi imaginación, pero todavía me huele a sangre, a pesar de que restregué el suelo hasta que me dolieron las manos y alguien echó lejía esta mañana.
Me pellizco el puente de la nariz. Restregar el suelo cuando nadie más quería hacerlo es algo que hubiera hecho mi madre. Si no puedo estar con ella, al menos actuaré como ella de vez en cuando.
Oigo que se acerca alguien, sus pasos retumban en el suelo de piedra; me miro los zapatos. Cambié mis deportivas grises por otras negras hace una semana, pero las grises están guardadas en uno de mis cajones; fui incapaz de tirarlas, a pesar de que sé que es una tontería sentir apego por unas zapatillas, como si ellas tuvieran el poder de llevarme a casa.
—¿Tris?
Levanto la mirada: tengo a Uriah delante, me saluda con la mano desde el grupo de iniciados de Osadía con los que va. Los demás se miran entre ellos, aunque siguen caminando.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—He tenido una noche difícil.
—Sí, he oído lo de ese chico, Edward —responde Uriah, mirando el pasillo; los iniciados de Osadía han doblado una esquina—. ¿Quieres salir de aquí? —pregunta, sonriendo un poquito.
—¿Qué? ¿Adónde vais?
—A un pequeño ritual de iniciación. Venga, tenemos que darnos prisa.
Medito un segundo mis opciones: quedarme aquí sentada o salir del complejo.
Me pongo en pie y corro al lado de Uriah para alcanzar a los otros iniciados.
—Normalmente solo dejan ir a los iniciados con hermanos mayores en Osadía —explica—, pero quizá no se den cuenta. Tú actúa como si nada.
—¿Qué vamos a hacer exactamente?
—Algo peligroso —responde.
Me echa una mirada que solo podría describirse como de osado maníaco, aunque, en vez de echarme para atrás, como habría sucedido hace unas semanas, la imito, como si fuera contagiosa. La lúgubre sensación con la que cargo da paso a la emoción. Frenamos cuando alcanzamos a los otros.
—¿Qué hace aquí la estirada? —pregunta un chico que lleva un anillo metálico entre los orificios nasales.
—Acaba de ver cómo apuñalaban a ese chico en el ojo, Gabe —responde Uriah—. Déjala en paz, ¿vale?
Gabe se encoge de hombros y se vuelve. Nadie más dice nada, aunque algunos me miran de reojo, como si me evaluaran. Los iniciados nacidos en Osadía son como una manada de perros: si hago algo mal, no me dejarán ir con ellos. Sin embargo, por ahora, estoy a salvo.
Doblamos otra esquina y vemos a un grupo de miembros al final del siguiente pasillo. Hay demasiados para que todos sean familiares de un iniciado nacido en la facción, aunque distingo algunos parecidos entre las caras.
—Vamos —dice uno de los miembros, que se da la vuelta y se mete por una puerta a oscuras.
Los demás miembros los siguen, y nosotros los seguimos. Me quedo cerca de Uriah y doy con un escalón. Estoy a punto de caer de boca, pero me doy cuenta a tiempo y empiezo a subir.
—Escalera de atrás —dice Uriah, casi mascullando—. Suele estar cerrada.
Asiento con la cabeza, aunque no me vea, y sigo subiendo hasta que se acaban los escalones y aparece una puerta abierta en lo alto, por la que entra la luz del sol. Salimos a nivel del suelo, al lado de las vías del tren, a unos cuantos cientos de metros del edificio de cristal que está sobre el Pozo.
Es como si hubiese hecho esto miles de veces: oigo la bocina del tren, noto las vibraciones en el suelo, veo la luz en el vagón de cabeza, me crujo los nudillos y doy un salto sobre las puntas de los pies.
Corremos todos a la vez junto al vagón y, en tandas, miembros e iniciados por igual caen dentro. Uriah entra antes que yo y los demás me empujan por detrás. No puedo cometer errores; me lanzo de lado, me agarro al asidero del lateral y me impulso al interior. Uriah me agarra del brazo para ayudarme a recuperar el equilibrio.
El tren acelera, y los dos nos sentamos con la espalda contra la pared.
—¿Adónde vamos? —grito para hacerme oír por encima del viento.
—Zeke no me lo ha dicho nunca —responde, encogiéndose de hombros.
—¿Zeke?
—Mi hermano mayor —responde, señalando a un chico que está sentado en la puerta con las piernas colgando del vagón.
Es menudo y bajito, no se parece en nada a Uriah, aparte del color de la piel.
—No se cuenta, ¡no hay que fastidiar la sorpresa! —grita la chica que tengo a la izquierda, que me ofrece una mano—. Soy Shauna.
Acepto su mano, pero no la aprieto lo suficiente y la suelto demasiado deprisa. Dudo que algún día consiga mejorar mi apretón de manos, me resulta antinatural dar la mano a desconocidos.
—Yo soy… —empiezo a decir.
—Sé quién eres, eres la estirada. Cuatro me ha hablado de ti.
Rezo para que no se me note el color de las mejillas.
—¿Ah, sí? ¿Y qué te ha dicho?
—Me dijo que eres una estirada —responde, sonriendo con malicia—. ¿Por qué lo preguntas?
—Si mi instructor está hablando de mí, me gustaría saber qué dice —respondo procurando ser firme y con la esperanza de que la mentira resulte convincente—. Él no viene, ¿no?
—No, nunca viene a esto. Seguramente ya no le interesa. Hay pocas cosas que lo asusten, ya sabes.
No viene. Algo dentro de mí se desinfla como un globo sin atar, pero no hago caso y asiento con la cabeza. Sé que Cuatro no es un cobarde, aunque también sé que hay al menos una cosa que lo asusta: las alturas. Sea lo que sea lo que vayamos a hacer, si él lo evita, debe de tener algo que ver con estar en un sitio alto. Shauna no debe de saberlo, ya que habla de él con mucha admiración.
—¿Lo conoces bien? —pregunto; soy demasiado curiosa, siempre lo he sido.
—Todos conocen a Cuatro —responde—. Fuimos iniciados juntos. Lo mío no era pelear, así que me daba clases todas las noches, mientras los demás dormían —explica; se rasca la nuca y, de repente, se pone seria—. Fue muy amable.
Se levanta y se pone detrás de los miembros que se han sentado en la puerta. Al cabo de un segundo deja de estar seria, pero sigo algo nerviosa por lo que ha dicho, medio desconcertada por la idea de que Cuatro sea «amable» y medio queriendo dar a la chica un puñetazo sin razón aparente.
—¡Allá vamos! —grita Shauna.
El tren no frena, pero se lanza afuera. Los otros miembros la siguen, un chorro de gente de negro y agujereada no mucho mayor que yo. Estoy en la puerta, al lado de Uriah. El tren va mucho más deprisa que las demás veces que he saltado, pero no puedo perder los nervios ahora, delante de todos estos miembros, así que salto, caigo con fuerza en el suelo y doy unos cuantos pasos tambaleantes antes de recuperar el equilibrio.
Uriah y yo corremos para alcanzar a los demás, junto con los otros iniciados, que apenas me miran.
Yo sí miro a mi alrededor mientras camino. Tenemos el Centro detrás, negro sobre las nubes, aunque los edificios que nos rodean están a oscuras y en silencio, lo que significa que debemos de estar al norte del puente, en el lado abandonado de la ciudad.
Doblamos una esquina y nos desperdigamos por Michigan Avenue. Al sur del puente, Michigan Avenue es una calle animada, llena de gente, pero aquí está vacía.
En cuanto levanto la mirada para examinar los edificios, sé adónde vamos: un edificio vacío, el Hancock, una columna negra con vigas entrecruzadas, el edificio más alto al norte del puente.
Pero ¿qué vamos a hacer? ¿Treparlo?
Al acercarnos, los miembros empiezan a correr, y Uriah y yo corremos para alcanzarlos. Ellos se dan codazos para entrar por las puertas de la base del edificio; el cristal de una de ellas está roto, por lo que solo queda el marco. Paso a través de él en vez de abrir la puerta y sigo a los miembros por un espeluznante vestíbulo a oscuras, oyendo el crujido de los cristales rotos bajo los zapatos.
Imagino que vamos a subir las escaleras, pero nos detenemos al lado de los ascensores.
—¿Funcionan los ascensores? —pregunto a Uriah bajando el tono de voz todo lo posible.
—Claro que sí —responde Zeke, poniendo los ojos en blanco—. ¿Crees que soy tan estúpido como para no haber venido antes a encender el generador de emergencia?
—Sí, la verdad es que sí —dice Uriah.
Zeke lanza una mirada asesina a su hermano, le agarra la cabeza con un brazo y le restriega los nudillos por el cráneo. Puede que Zeke sea más bajo que Uriah, pero debe de ser más fuerte o, al menos, más rápido. Uriah le da un golpe en el costado, y su hermano lo suelta.
Sonrío al ver el pelo alborotado de Uriah justo cuando se abren las puertas de los ascensores. Entramos todos a la vez, los miembros en uno y los iniciados en otro. Una chica de cabeza rapada me pisa al entrar y no se disculpa. Me agarro el pie, hago una mueca y considero la posibilidad de darle una patada en las espinillas. Uriah se mira en las puertas del ascensor mientras se peina con las manos.
—¿Qué planta? —pregunta la chica rapada.
—La cien —respondo.
—¿Y cómo vas a saberlo tú?
—Lynn, venga, pórtate bien —le pide Uriah.
—Estamos en un edificio abandonado de cien plantas con un grupo de Osadía —respondo—, ¿cómo es que tú no lo sabes?
No responde, se limita a clavar el pulgar en el botón correspondiente.
El ascensor sale lanzado tan deprisa que el estómago se me cae a los pies y se me taponan los oídos. Me agarro a un pasamanos del lateral y veo cómo suben los números. Dejamos atrás el veinte, el treinta, y por fin Uriah consigue alisarse el pelo. Noventa y ocho, noventa y nueve, y el ascensor se detiene en el cien. Me alegro de no haber subido por las escaleras.
—Me pregunto cómo vamos a llegar al tejado desde… —empieza Uriah, pero deja la frase a la mitad.
Una fuerte ráfaga de viento me golpea y me aparta el pelo de la cara: hay un gran agujero en el techo de la planta cien. Zeke coloca una escalera de aluminio contra el borde y se pone a subirla. La escalera cruje y oscila bajo sus pies, aunque él sigue subiendo y silbando, como siempre. Cuando llega al tejado, se vuelve y sujeta el extremo de la escalera para que suba el siguiente.
Parte de mí se pregunta si se trata de una misión suicida disfrazada de juego.
No es la primera vez que me lo he preguntado desde la Ceremonia de la Elección.
Subo detrás de Uriah; me recuerda a cuando subí por los travesaños de la noria con Cuatro pegado a mis talones. Recuerdo sus dedos en la cadera para que no me cayese, y casi me resbalo en la escalera. «Qué estúpida».
Me muerdo el labio, llego arriba y me encuentro en el tejado del edificio Hancock.
El viento sopla con tanta fuerza que no oigo ni noto nada más. Tengo que apoyarme en Uriah para no caer por el borde. Al principio no veo más que el muerto pantano por todas partes, ancho, marrón y en contacto con el horizonte. En dirección contraria está la ciudad y, en muchos sentidos, es igual: muerta y con unos límites que desconozco.
Uriah señala algo: unido a los postes de lo alto de la torre hay un cable de acero tan grueso como mi muñeca. En el suelo hay una pila de eslingas con tela gruesa, lo bastante grandes para cargar a un ser humano. Zeke agarra una y la engancha a una polea que cuelga del cable de acero.
Recorro el cable con la mirada y veo que pasa por encima de los edificios y sigue por Lake Shore Drive. No sé dónde acaba, aunque hay algo que está claro: si continúo con esto, lo averiguaré.
Vamos a deslizarnos por un cable de acero en una eslinga negra colgada a trescientos metros de altura.
—Dios mío —dice Uriah.
Solo puedo asentir con la cabeza.
Shauna es la primera que se sube a la eslinga. Se mete boca abajo hasta apoyar casi todo su cuerpo en la tela negra, y Zeke le pasa una correa por los hombros, la parte baja de la espalda y la parte superior de los muslos. Tira la eslinga, con ella dentro, la lleva hasta el borde del edificio y cuenta hasta cinco. Shauna levanta el pulgar y él la empuja hacia la nada.
Lynn ahoga un grito cuando Shauna sale lanzada hacia el suelo en un ángulo muy pronunciado, de cabeza. Me abro paso para ver mejor y compruebo que, por lo que parece, la chica está bien sujeta; en cualquier caso, no tarda mucho en alejarse y convertirse en un punto negro sobre Lake Shore Drive.
Los miembros gritan, levantan los puños y se ponen en fila, apartándose a veces entre sí para conseguir un puesto mejor. No sé cómo lo hago, pero me convierto en la primera iniciada de la cola, justo delante de Uriah. Solo hay siete personas entre la polea y yo.
A pesar de todo, una parte de mí desearía no tener tanta gente delante. Es una extraña mezcla de terror e impaciencia, una sensación que no había experimentado hasta ahora.
El siguiente miembro, un chico que parece menor y que lleva una melena hasta los hombros, salta dentro de la loneta cabeza arriba, en vez de al revés. Extiende los brazos cuando Zeke lo empuja por el cable.
Ninguno de los miembros parece asustado, en absoluto, actúan como si lo hubieran hecho mil veces, cosa que es posible. Sin embargo, cuando miro atrás, veo que la mayoría de los iniciados están pálidos o preocupados, aunque hablen animadamente entre ellos. ¿Qué pasa entre la iniciación y la entrada a la facción que transforma el pánico en placer? ¿O es que aprenden a disimular mejor el miedo?
Tres personas delante. Otra eslinga: un miembro se mete con los pies por delante y cruza los brazos sobre el pecho. Dos personas. Un chico alto y robusto da saltitos como un niño antes de subir, y suelta un agudo chillido cuando desaparece, lo que hace que la chica que tengo delante se ría. Una persona.
La chica salta sobre la loneta de cabeza y mantiene las manos delante de ella mientras Zeke le aprieta las correas. Después, me toca.
Me estremezco cuando Zeke cuelga mi eslinga del cable. Intento meterme, pero me cuesta, me tiemblan demasiado las manos.
—No te preocupes —me dice Zeke al oído; me toma del brazo y me ayuda a entrar, boca abajo.
Noto que me aprieta las correas en torno a la cintura y que me desliza hacia delante, hasta el borde del tejado. Me quedo mirando las vigas de acero del edificio y las ventanas negras desde aquí hasta la maltrecha acera. Soy estúpida por hacer esto, y soy estúpida por disfrutar tanto de la sensación de mi corazón golpeándome en el pecho y del sudor acumulándose en las líneas de las palmas de las manos.
—¿Lista, estirada? —pregunta Zeke, esbozando una sonrisita—. Debo decir que estoy impresionado de que no estés ya gritando y llorando.
—Te lo dije —comenta Uriah—, es una osada de los pies a la cabeza. Ahora, dale ya.
—Cuidado, hermano, que a lo mejor no te aprieto bien las correas —dice Zeke, y se da un golpe en la rodilla—. Y entonces, ¡plof!
—Sí, sí —responde Uriah—, para que nuestra madre te coma vivo.
Oírlo hablar de su madre, de su familia intacta, hace que me duela el pecho un segundo, como si alguien me hubiera pinchado con una aguja.
—Solo si se entera —dice Zeke mientras tira de la polea unida al cable de acero; se sostiene, lo que es una suerte teniendo en cuenta que, si se rompe, mi muerte será rápida y segura—. Preparada, lista, y…
Antes de terminar la palabra «ya», suelta la eslinga y me olvido de él, me olvido de Uriah, de la familia, y de todas las cosas que podrían funcionar mal y matarme. Oigo el ruido del metal deslizándose por el metal y noto un viento tan intenso que me arranca lágrimas de los ojos en mi acelerado descenso al suelo.
Es como si no tuviera sustancia ni peso. Más adelante, el pantano parece enorme, sus manchas marrones se extienden hasta perderse de vista, incluso a esta altura. El aire es tan frío y tan veloz que me hace daño en la cara. Acelero más y de mí surge un grito de euforia, aunque lo detiene el viento que me llena la boca en cuanto separo los labios.
Bien sujeta por las correas, extiendo los brazos e imagino que vuelo. Caigo en picado hacia la calle, que está agrietada e irregular, y sigue perfectamente la curva del pantano. Desde aquí arriba puedo imaginarme cómo era el pantano cuando estaba lleno de agua, como acero líquido reflejando el color del cielo.
El corazón me late tan deprisa que duele, y no puedo ni gritar ni respirar, pero también lo percibo todo, todas mis venas y fibras, todos mis huesos y nervios, todo está despierto y zumbando, como si me hubiese cargado de electricidad. Soy pura adrenalina.
El suelo crece y surge bajo mí, y veo gente diminuta en la acera. Debería gritar, como haría cualquier ser racional, pero, cuando abro de nuevo la boca, solo soy capaz de emitir una exclamación de alegría. Chillo más alto, y las figuras del suelo levantan los puños y me devuelven los gritos, aunque están tan lejos que apenas las oigo.
Miro abajo y el suelo se emborrona, una mezcla de gris, blanco y negro, cristal, pavimento y acero. Rizos de viento suave como cabello se me enroscan en los dedos y me echan los brazos atrás. Intento volver a pegar los brazos al pecho, pero no soy lo bastante fuerte. El suelo se hace cada vez más grande.
No freno hasta que pasa, como mínimo, otro minuto, sino que planeo paralela al suelo, como un pájaro.
Cuando freno, me paso los dedos por el pelo, ya que el viento me lo ha llenado de enredos. Estoy colgada a seis metros del suelo, aunque es una altura que ya no me parece gran cosa. Meto las manos detrás de mí y desabrocho las correas que me sujetan. Me tiemblan los dedos, pero consigo hacerlo. Abajo hay un grupo de miembros que se agarran de los brazos para formar una red de extremidades.
Para poder bajar tengo que confiar en que me sujetarán, tengo que aceptar que esta gente es mía y que yo soy suya. Requiere mucho más valentía que tirarse por el cable.
Me retuerzo para salir por delante y caigo con fuerza sobre sus brazos. Huesos de muñecas y antebrazos me aprietan la espalda, y después las palmas de las manos me rodean los brazos y me ponen de pie. No sé qué manos me han sostenido y qué manos no lo han hecho; veo sonrisas y oigo risas.
—¿Qué te ha parecido? —pregunta Shauna mientras me da una palmada en el hombro.
—Hmmm… —respondo.
Todos los miembros me miran, tan azotados por el viento como yo, con el frenesí de la adrenalina en los ojos y el pelo alborotado. Sé por qué mi padre dijo que los de Osadía eran una banda de locos; él no comprendía (no podía hacerlo) la camaradería que se forma después de arriesgar la vida todos juntos.
—¿Cuándo puedo tirarme otra vez? —pregunto.
Esbozo una sonrisa tan grande que se me ven los dientes y, cuando ellos se ríen, yo también. Recuerdo cuando subí las escaleras con los de Abnegación, nuestros pies siguiendo el mismo ritmo, todos iguales. Esto no es así, no somos iguales, pero, de algún modo, somos uno solo.
Miro hacia el edificio Hancock, que está tan lejos de aquí que ni siquiera veo a la gente en el tejado.
—¡Mira! ¡Ahí está! —exclama alguien señalando algo detrás de mí.
Sigo la dirección del dedo y veo una pequeña forma oscura que se desliza por el cable de acero. Unos segundos después oigo un grito que hiela la sangre.
—Apuesto a que se echa a llorar.
—¿Llorar el hermano de Zeke? Qué va, se llevaría un buen puñetazo.
—¡Está agitando los brazos!
—Suena como un gato estrangulado —comento.
Todos vuelven a reírse y noto que me remuerde la conciencia por burlarme de Uriah cuando no puede oírme, aunque habría dicho lo mismo con él delante. Espero.
Cuando por fin se detiene, sigo a los miembros para recibirlo. Nos alineamos debajo de él y cubrimos con los brazos el espacio que nos separa. Shauna me pone una mano en el codo, yo agarro otro brazo (no sé bien a quién pertenece, hay demasiadas manos enredadas) y la miro.
—Estoy bastante segura de que ya no podemos seguir llamándote estirada, Tris —dice Shauna, y asiente con la cabeza.
Todavía huelo a viento al llegar al comedor esa misma noche. Durante un segundo, al entrar, estoy rodeada de osados y me siento uno de ellos. Después, Shauna se despide con la mano, el grupo se separa, y yo me dirijo a la mesa desde la que Christina, Al y Will me miran, boquiabiertos.
No pensé en ellos cuando acepté la invitación de Uriah. En cierto modo, resulta satisfactorio ver sus expresiones de pasmo, aunque tampoco quiero que se enfaden conmigo.
—¿Dónde estabas? —pregunta Christina—. ¿Qué hacías con ellos?
—Uriah…, ya sabes, el iniciado de Osadía que estaba en nuestro equipo de capturar la bandera, iba con algunos miembros y les suplicó que me dejaran ir con ellos. En realidad no me querían allí, una tal Lynn me pisó.
—Puede que no te quisieran allí —dice Will en voz baja—, pero ahora parece que les gustas.
—Sí —respondo, no puedo negarlo—, aunque me alegro de estar de vuelta.
Con suerte no notarán que miento, aunque sospecho que sí. Me miré en un espejo de camino al complejo, y vi que tenía las mejillas y los ojos brillantes, y el pelo enredado. Tengo aspecto de haber experimentado algo fuerte.
—Bueno, te has perdido que Christina ha estado a punto de darle un puñetazo a uno de Erudición —dice Al, entusiasmado; siempre puedo contar con él para distender el ambiente—. Estaba aquí pidiendo opiniones sobre el liderazgo de Abnegación, y Christina le dijo que, si quería hacer algo útil, había cosas mucho más importantes que esa clase de entrevistas.
—Y tenía toda la razón —añade Will—. Se puso desagradable con ella, gran error.
—Grandísimo error —repito, asintiendo con la cabeza; quizá si sonrío lo suficiente logre hacerles olvidar los celos, el rencor o lo que sea que se cuece detrás de los ojos de Christina.
—Sí —responde ella—, mientras tú estabas por ahí divirtiéndote, yo hacía el trabajo sucio de defender a tu antigua facción, eliminando el conflicto entre nosotros…
—Venga ya, si te gustó… —la interrumpe Will, dándole con el codo—. Si no vas a contar toda la historia, lo haré yo: el tipo estaba…
Will se lanza a contarla y yo asiento con la cabeza, como si escuchara, aunque en lo único que pienso es en la vista desde el lateral del edificio Hancock y en la imagen mental del pantano lleno de agua, de vuelta a su antigua gloria. Miro a los miembros que están detrás de Will lanzándose trozos de comida entre ellos, como si los tenedores fuesen catapultas.
Es la primera vez que he llegado a desear de verdad ser uno de ellos.
Lo que significa que tengo que sobrevivir a la siguiente etapa de la iniciación.