CAPÍTULO
DIECISÉIS

ESA TARDE vuelvo al dormitorio mientras los demás pasan tiempo con sus familias, y allí me encuentro con Al sentado en su cama, mirando el espacio de la pared donde suele estar la pizarra. Cuatro se la ha llevado hoy para poder calcular la clasificación de la primera etapa.

—¡Estás aquí! —exclamo—. Tus padres te estaban buscando, ¿te han encontrado?

Sacude la cabeza.

Me siento a su lado en la cama. Mi pierna no llega a ser ni la mitad de ancha que la suya, a pesar de estar más musculosa que antes. Él lleva pantalones cortos negros, y le veo la rodilla amoratada y una cicatriz que la cruza de lado a lado.

—¿No querías verlos? —pregunto.

—No quería que me preguntaran cómo me iba —responde—. Tendría que decírselo y sabrían que estaba mintiendo.

—Bueno… —respondo, intentando pensar en qué decir—. ¿Qué es lo que no te va bien?

—He perdido todas las peleas desde la de Will —responde Al, después de una risa amarga—. No voy bien.

—Pero porque tú lo has querido. ¿Eso no podrías decírselo?

—Mi padre siempre ha querido que viniese aquí —responde, sacudiendo la cabeza—. Es decir, siempre han dicho que querían que me quedara en Verdad, pero solo porque era lo que se suponía que debían decir. Siempre han admirado a los de Osadía. Si intentara explicárselo, no lo entenderían.

—Ah —respondo, y me pongo a darme golpecitos con los dedos en la rodilla; después lo miro—. ¿Por eso elegiste Osadía? ¿Por tus padres?

—No, supongo que porque… creo que es importante proteger a las personas, defenderlas. Como hiciste tú por mí —comenta, sonriendo—. Se supone que eso hacen los de Osadía, ¿no? Eso es el valor, no… hacer daño a los demás sin ningún motivo.

Recuerdo lo que me dijo Cuatro, que, antes, el trabajo en equipo era una prioridad en Osadía. ¿Cómo serían los osados en esa época? ¿Qué habría aprendido de haber estado aquí cuando mi madre era osada? Puede que no le hubiera roto la nariz a Molly, ni amenazado a la hermana de Will. Me remuerde la conciencia.

—Puede que la cosa mejore cuando termine la iniciación.

—Qué pena que vaya a quedar el último —responde Al—. Supongo que lo sabremos esta noche.

Nos quedamos sentados juntos un rato. Es mejor estar aquí, en silencio, que en el Pozo, viendo a todo el mundo reír con su familia.

Mi padre decía que, a veces, la mejor forma de ayudar a otra persona es estar a su lado. Me siento bien cuando hago algo que sé que lo haría sentirse orgulloso, como si compensara todas las cosas que he hecho y que no lo harían sentir orgulloso.

—Soy más valiente cuando estoy cerca de ti, ¿sabes? —me dice—. Como si de verdad pudiera encajar aquí, igual que tú.

Estoy a punto de responder cuando me pasa el brazo por encima de los hombros. De repente me quedo paralizada y se me encienden las mejillas.

No quería tener razón sobre lo que sentía Al por mí, pero la tenía.

No me apoyo en él, sino que me echo hacia delante para que se le caiga el brazo. Después me aprieto las manos sobre el regazo.

—Tris… —empieza a decir, tenso.

Lo miro: tiene la cara tan roja como yo, aunque no llora, solo está avergonzado.

—Lo… siento —dice—. No intentaba… Bueno, lo siento.

Ojalá pudiera responder que no se lo tomara como algo personal. Podría explicarle que mis padres rara vez iban de la mano, ni siquiera en casa, así que me he preparado para apartarme de todo tipo de gestos de afecto porque ellos me educaron para tomármelos muy en serio. Quizá si se lo hubiera dicho no notaría un poso de dolor bajo su vergüenza.

Pero, por supuesto, sí que es personal. Es mi amigo…, eso es todo. ¿Qué hay más personal que eso?

Tomo aire y, cuando lo expulso, me obligo a sonreír.

—¿Sentirlo por qué? —pregunto, como si nada; me sacudo los vaqueros, aunque no tienen nada, y me levanto—. Debería irme ya.

Él asiente con la cabeza sin mirarme.

—¿Vas a estar bien? —le digo—. Quiero decir…, por lo de tus padres. No por… —dejo la frase en el aire, no sé qué habría dicho si tuviera que terminarla.

—Ah, sí —responde, asintiendo de nuevo, quizá con demasiada energía—. Nos vemos después.

Intento no salir demasiado deprisa de la habitación. Cuando la puerta del dormitorio se cierra detrás de mí, me llevo una mano a la frente y sonrío un poco. Aparte de la incomodidad, es agradable gustar a alguien.

Hablar sobre las visitas familiares sería demasiado doloroso, así que esta noche solo se habla sobre la clasificación final de la primera etapa. Cada vez que alguien cerca de mí saca el tema, me quedo mirando un punto al otro lado de la habitación y no hago caso.

Mi puesto en la clasificación no debe de ser tan malo como al principio, sobre todo después de darle una paliza a Molly, pero quizá no baste para meterme entre los diez primeros al final de la iniciación, sobre todo cuando se incluyan los resultados de los iniciados nacidos en Osadía.

En la cena me siento con Christina, Will y Al en una mesa de la esquina. Peter, Drew y Molly están en la mesa de al lado, demasiado cerca para nuestro gusto. Cuando la conversación en nuestra mesa se estanca, oigo cada palabra que dicen los otros: especulan sobre la clasificación, menuda sorpresa.

—¿Teníais prohibidas las mascotas? —pregunta Christina, dando una palmada en la mesa—. ¿Por qué?

—Porque no son lógicas —responde Will con toda la naturalidad del mundo—. ¿Qué sentido tiene ofrecer comida y protección a un animal que solo sirve para estropear los muebles y apestarte la casa, y que al final se morirá?

Al y yo nos miramos a los ojos, como hacemos casi siempre que Will y Christina se ponen a discutir. Pero, esta vez, en cuanto lo hacemos, los dos apartamos la vista. Espero que esta situación tan incómoda no dure mucho, quiero recuperar a mi amigo.

—La cuestión es que… —empieza Christina, y ladea la cabeza— bueno, que es divertido tenerlos. Yo tenía un bulldog que se llamaba Chunker. Una vez dejamos un pollo asado entero en la encimera para que se enfriara y, cuando mi madre se fue al cuarto de baño, el perro tiró el pollo de la encimera y se lo comió, huesos y piel incluidos. Nos reímos un montón.

—Sí, gracias, eso hace que cambie de idea. Claro que quiero vivir con un animal que se come toda mi comida y destroza mi cocina —responde Will, sacudiendo la cabeza—. ¿Por qué no te buscas un perro después de la iniciación, si estás tan nostálgica?

—Porque… —responde Christina mientras pierde la sonrisa y pincha las patatas con el tenedor—. Ya no me hacen tanta gracia los perros después de…, ya sabéis, después de la prueba de aptitud.

Nos miramos entre nosotros. Todos sabemos que se supone que no podemos hablar sobre la prueba, ni siquiera después de elegir, pero para ellos esa norma no debe de ser tan importante como para mí. El corazón me salta en el pecho; para mí, esa norma significa protección, evita que tenga que mentir a mis amigos sobre los resultados. Cada vez que pienso en la palabra «divergente», oigo la advertencia de Tori, y ahora también la de mi madre: «No se lo cuentes a nadie. Peligroso».

—Te refieres a… matar el perro, ¿no? —pregunta Will.

Casi se me olvida: los que tenían aptitud para Osadía eligieron el cuchillo en la simulación y apuñalaron al perro cuando los atacó. Con razón Christina ya no quiere tener un perro de mascota. Me tiro de las mangas y entrecruzo los dedos.

—Sí —responde ella—. Bueno, vosotros también tuvisteis que hacerlo, ¿no?

Primero mira a Al y después a mí. Sus oscuros ojos se entrecierran y añade:

—¿Tú no?

—¿Hmmm?

—Estás escondiendo algo —insiste—. Estás haciendo movimientos nerviosos.

—¿Qué?

—En Verdad aprendemos a leer el lenguaje corporal, así que sabemos si alguien miente o nos oculta algo —dice Al, dándome con el hombro; bien, volvemos un poco a la normalidad.

—Ah —respondo, rascándome el cuello—. Bueno…

—¿Ves? ¡Otra vez! —exclama ella, señalándome la mano.

Es como si me tuviera que tragar el latido de mi corazón. ¿Cómo puedo mentir sobre mis resultados si ellos son capaces de detectarlo? Tendré que controlar mi lenguaje corporal. Bajo la mano y la uno a la otra, en el regazo. ¿Es eso lo que hace una persona sincera?

Al menos no tengo que mentir sobre el perro.

—No, no maté al perro.

—¿Cómo te salió Osadía si no usaste el cuchillo? —pregunta Will, mirándome con suspicacia.

—No me salió —respondo, y lo miro a los ojos, sin vacilar—. Me salió Abnegación.

Es una verdad a medias, ya que Tori informó de que mi resultado era Abnegación así que eso es lo que sale en el sistema. Cualquiera que tenga acceso a las puntuaciones podrá verlo. Lo sigo mirando a los ojos unos segundos, sé que apartar la mirada resultaría sospechoso. Después me encojo de hombros y pincho un trozo de carne con el tenedor. Espero que me crean, tienen que creerme.

—¿Y, a pesar de eso, elegiste Osadía? —pregunta Christina—. ¿Por qué?

—Ya te lo dije —repuse con una sonrisita—: fue por la comida.

—¿Sabéis que Tris no había visto nunca una hamburguesa antes de llegar aquí? —comenta ella, entre risas.

Se lanza a contar la historia de nuestro primer día y mi cuerpo se relaja, aunque sigo sintiéndome rara. No debería mentir a mis amigos, es algo que levanta barreras entre nosotros, y ya tenemos más de las que me gustaría: que Christina se llevara la bandera; que yo rechazara a Al…

Después de cenar volvemos al dormitorio y me cuesta no hacerlo corriendo, ya que sé que la clasificación estará allí cuando lleguemos. Quiero acabar de una vez. En la puerta del dormitorio, Drew me empuja contra la pared para adelantarme y me araño el hombro con la piedra, aunque sigo caminando.

Soy demasiado baja para ver por encima del grupo de iniciados que están al fondo de la sala, pero por fin encuentro un espacio entre las cabezas para mirar y veo que la pizarra está en el suelo, apoyada en las piernas de Cuatro, de espaldas a nosotros. Cuatro se levanta con una tiza en la mano.

—Para los que acabáis de entrar, estoy explicando cómo se decide la clasificación —dice—. Después de la primera ronda de peleas os clasificamos según vuestro grado de habilidad. El número de puntos que ha ganado cada uno depende de eso y del grado de habilidad de vuestro oponente. Ganáis más puntos por mejorar y más puntos por vencer a alguien de un grado superior. No recompensamos el cebarse con los más débiles, eso es cobardía.

Creo que mira un instante a Peter al decir la última frase, pero pasa tan deprisa que no estoy segura.

—Si se os ha clasificado con un grado de habilidad alto, perdéis puntos por perder contra un oponente de menor habilidad.

Molly deja escapar un ruido desagradable, una especie de resoplido o gruñido.

—La segunda etapa del entrenamiento tiene más importancia que la primera, ya que está más centrada en superar la cobardía —sigue explicando Cuatro—. Dicho esto, es extremadamente difícil obtener un puesto alto al final de la iniciación si en la primera etapa acabáis en un puesto bajo.

Cambio el peso de un pie a otro mientras intento verlo mejor. Cuando por fin lo consigo, aparto la mirada: él ya me estaba mirando, seguramente distraído por mis movimientos nerviosos.

—Mañana anunciaremos el puesto de corte —dice Cuatro—. No se tendrá en cuenta que vosotros seáis trasladados. Es posible que cuatro de vosotros acabéis sin facción y que ninguno de ellos acabe fuera. O que cuatro de ellos acaben sin facción y que ninguno de vosotros acabe fuera. O cualquier combinación similar. Dicho esto, aquí tenéis vuestra clasificación.

Cuelga la pizarra en el gancho y da unos pasos atrás para que lo veamos:

1. Edward

2. Peter

3. Will

4. Christina

5. Molly

6. Tris

¿Sexta? No es posible. Vencer a Molly debe de haber mejorado mi posición más de lo que pensaba, y su derrota parece haber empeorado la suya. Le echo un vistazo al final de la lista.

7. Drew

8. Al

9. Myra

Al no es el último, pero, a no ser que los iniciados de Osadía fallaran estrepitosamente su versión de la primera etapa de la iniciación, será un abandonado.

Miro a Christina, que ladea la cabeza y frunce el ceño, mirando la pizarra. No es la única. El silencio que guardan los presentes resulta incómodo, como si se balanceara adelante y atrás en una cornisa.

Hasta que cae.

—¿Cómo? —dice Molly, señalando a Christina—. ¡La vencí! La vencí en cuestión de minutos, ¿y ella está por encima de mí?

—Sí —responde Christina, cruzándose de brazos y esbozando una sonrisa de suficiencia—. ¿Y?

—Si pretendes asegurarte un puesto alto, te sugiero que no te acostumbres a perder contra oponentes de nivel inferior —dice Cuatro, y su voz se abre paso entre los murmullos y los gruñidos de los demás iniciados.

Se mete la tiza en el bolsillo y pasa junto a mí sin mirarme. Las palabras me pican un poco, me recuerdan que yo soy la oponente de nivel inferior de la que está hablando.

Al parecer, a Molly también se lo recuerda.

—Tú —dice, mirándome con los ojos entrecerrados—. Vas a pagar por esto.

Espero que se lance contra mí o que me golpee, pero se da media vuelta y sale hecha una furia del dormitorio, cosa que es peor: de haber estallado, su rabia se habría disipado rápidamente después de un par de puñetazos. Irse significa que quiere planear algo. Irse significa que tengo que estar en guardia.

Peter no dijo nada cuando salió la clasificación, lo que resulta sorprendente teniendo en cuenta su tendencia a quejarse por cualquier cosa que no salga a su manera. Se limita a caminar hacia su litera y sentarse para desatarse los cordones de los zapatos. Eso hace que me inquiete aún más. No es posible que esté satisfecho con el segundo puesto; Peter, no.

Will y Christina chocan las palmas de las manos, y después Will me da una palmada en la espalda con una mano que es más grande que mi omóplato.

—Mírate, la número seis —dice, sonriendo.

—Puede que no baste —le recuerdo.

—Bastará, no te preocupes. Deberíamos celebrarlo.

—Bueno, pues vamos —responde Christina, agarrándome un brazo con una mano y el brazo de Al con la otra—. Vamos, Al, no sabes cómo lo han hecho los iniciados de Osadía, no sabes nada seguro.

—Yo me voy a la cama —masculla, sacudiéndose su mano de encima.

En el pasillo me cuesta menos olvidarme de Al, y de la venganza de Molly y de la sospechosa calma de Peter, y también fingir que lo que nos separa como amigos no existe. Sin embargo, en un rinconcito de mi mente se esconde el hecho de que Christina y Will son mis competidores. Si quiero acabar entre los diez primeros, primero tengo que vencerlos.

Solo espero no tener que traicionarlos en el intento.

Por la noche me cuesta quedarme dormida. El dormitorio solía parecerme ruidoso con tantas respiraciones, pero ahora está demasiado tranquilo. Cuando está en silencio, pienso en mi familia. Gracias a Dios que el complejo de Osadía suele ser muy ruidoso.

Si mi madre era de aquí, ¿por qué eligió Abnegación? ¿Amaba su paz, su rutina, su bondad…, todas las cosas que yo echo de menos cuando me permito pensar en ello?

Me pregunto si alguien de aquí la conocería cuando era joven y podría contarme cómo era entonces. Aunque la conocieran, seguramente no querrían hablar de ella, puesto que se supone que los trasladados no deben hablar sobre sus antiguas facciones una vez se convierten en miembros. Se supone que así es más sencillo transformar su lealtad a la familia en lealtad a la facción, abrazar el principio de «la facción antes que la sangre».

Meto la cara en la almohada. Mi madre me pidió que le dijera a Caleb que investigara el suero de la simulación. ¿Por qué? ¿Tiene algo que ver con que yo sea divergente, con que esté en peligro? ¿O se trata de otra cosa? Suspiro. Tengo miles de preguntas, y ella se fue antes de poder hacérselas. Ahora me dan vueltas en la cabeza y dudo que sea capaz de dormir hasta resolverlas.

Oigo un alboroto al otro lado de la habitación y levanto la cabeza de la almohada. Mis ojos no están acostumbrados a la oscuridad, así que me quedo mirando un vacío negro, como si los tuviera cerrados. Alguien arrastra los pies y oigo zapatos que rechinan en el suelo. Un golpe sordo.

Y, después, un gemido que me hiela la sangre y me pone los pelos de punta. Aparto las mantas de un tirón y me pongo de pie sobre el frío suelo, descalza. Sigo sin ver lo suficiente como para localizar el origen del grito, aunque sí veo un bulto negro en el suelo, unas cuantas literas más allá. Otro grito me perfora los tímpanos.

—¡Encended las luces! —grita alguien.

Me acerco al sonido poco a poco para no tropezar con nada. Es como si estuviera en trance. No quiero ver de dónde vienen los gritos, un grito así solo puede significar sangre, huesos y dolor; un grito así sale del fondo del estómago y se extiende por cada centímetro de tu cuerpo.

Se encienden las luces.

Edward está tirado en el suelo, al lado de su cama, agarrándose la cara. Alrededor de su cabeza hay un halo de sangre y, entre sus dedos, sobresale el mango de un cuchillo. Noto el latido de mi corazón en los oídos, veo que es un cuchillo de mantequilla del comedor. La hoja está clavada en el ojo de Edward.

Myra, que está a los pies de Edward, grita. Otra persona grita también y alguien pide ayuda, mientras Edward sigue en el suelo, retorciéndose y gimiendo. Me agacho junto a su cabeza, arrodillándome en el charco de sangre, y le pongo las manos sobre los hombros.

—No te muevas —le digo.

Estoy tranquila, aunque no oigo nada, como si tuviera la cabeza bajo el agua. Edward se retuerce de nuevo en el suelo y repito más alto, con más autoridad:

—Te he dicho que no te muevas. Respira.

—¡Mi ojo! —grita.

Huelo algo asqueroso: alguien ha vomitado.

—¡Sácalo! —chilla—. ¡Sácalo, sácamelo, sácalo!

Sacudo la cabeza hasta que me doy cuenta de que no puede verme. Se me atasca una carcajada en las tripas, una risa histérica; tengo que reprimir la histeria si quiero ayudarlo, tengo que olvidarme de mí.

—No —respondo—, tienes que dejar que lo saque el médico, ¿me oyes? Deja que lo saque el médico. Y respira.

—Duele —solloza.

—Ya lo sé —digo, usando la voz de mi madre, en vez de la mía.

Es como si la viera agachada junto a mí en la acera frente a nuestra casa, limpiándome las lágrimas de la cara después de haberme arañado la rodilla. Yo tenía cinco años.

—No pasará nada —le digo, intentando sonar segura, como si no lo dijera para tranquilizarlo sin más, aunque, en realidad, no sé si no pasará nada. Sospecho que algo sí que pasará.

Cuando llega la enfermera me pide que me aparte y lo hago. Tengo las manos y las rodillas empapadas en sangre. Cuando miro a mi alrededor, veo que solo faltan dos caras.

Drew.

Y Peter.

Cuando se llevan a Edward, me llevo ropa limpia al baño y me lavo las manos. Christina viene conmigo y se queda junto a la puerta, pero no dice nada, cosa que le agradezco; no hay mucho que decir.

Me restriego las líneas de las palmas de las manos y me meto una uña bajo las demás uñas para sacar la sangre. Me pongo los pantalones limpios y tiro los manchados a la basura. Saco todas las toallitas de papel que me caben en la mano. Alguien tiene que limpiar la porquería del dormitorio y, como dudo que vuelva a dormirme, bien puedo hacerlo yo.

Cuando voy a girar el pomo de la puerta, Christina comenta:

—Sabes quién ha sido, ¿verdad?

—Sí.

—¿Deberíamos contárselo a alguien?

—¿De verdad crees que los de Osadía harán algo? ¿Después de colgarte sobre el abismo? ¿Después de obligarnos a molernos a palos?

Ella no responde.

Me paso media hora arrodillada en el suelo del dormitorio, restregando la sangre de Edward. Christina se lleva las toallitas de papel sucias y me trae limpias. Myra no está; seguramente ha ido con Edward al hospital.

Nadie duerme mucho esta noche.

—Esto va a sonar raro —dice Will—, pero ojalá no nos hubieran dado un día libre.

Asiento con la cabeza, sé a qué se refiere. Tener algo que hacer me distraería, y eso me vendría muy bien ahora mismo.

No he pasado mucho tiempo a solas con Will, pero Christina y Al están echando una siesta en el dormitorio, y nosotros dos no queríamos estar más rato de lo necesario allí dentro. No es que Will me lo haya dicho, pero lo sé.

Me meto la uña de un dedo debajo de la de otro. Aunque me lavé las manos a conciencia después de limpiar la sangre de Edward, todavía la noto en las manos. Will y yo caminamos sin un objetivo en mente, no hay adónde ir.

—Podríamos hacerle una visita —sugiere—, pero ¿qué le decimos?: ¿«No te conocía mucho, pero siento que te hayan apuñalado en el ojo»?

No tiene gracia, lo sé en cuanto lo dice, pero, a pesar de todo, me sube la risa y dejo que salga, porque es más fácil que guardarla dentro. Will se me queda mirando un segundo antes de echarse a reír. A veces solo se puede reír o llorar, y reír sienta mucho mejor en estos momentos.

—Lo siento —respondo—, es que es tan ridículo…

No quiero llorar por Edward, al menos, no de la forma profunda y personal que lloraría por un amigo o un ser querido. Quiero llorar porque ha pasado algo terrible y yo lo he visto, y no he encontrado la forma de arreglarlo. Nadie con deseos de castigar a Peter tiene la autoridad para hacerlo, y nadie con la autoridad para hacerlo quiere castigarlo. En Osadía hay normas que prohíben atacar a alguien de esa manera, pero, con la gente como Eric al mando, sospecho que no se aplican mucho.

—Lo más ridículo es que en cualquier otra facción seríamos valientes si le contáramos a alguien lo que ha pasado —comento, más seria—. Pero aquí…, precisamente en Osadía…, la valentía no nos servirá de nada.

—¿Alguna vez has leído los manifiestos de las facciones?

—¿Tú sí? —pregunto, frunciendo el ceño, hasta que recuerdo que Will memorizó una vez por diversión un mapa de la ciudad—. Ah, claro que sí. No me hagas caso.

—Una de las líneas que recuerdo del manifiesto de Osadía es: «Creemos en los actos cotidianos de valentía, en el coraje que impulsa a una persona a defender a otra».

Suspira.

No necesita decir más, sé a qué se refiere. Quizá Osadía se formara con buenas intenciones, con los ideales y los objetivos correctos, pero se han desviado de ellos. Y me doy cuenta de que lo mismo puede decirse de Erudición. Hace mucho tiempo, en Erudición se primaba la búsqueda del conocimiento y el ingenio para hacer el bien. Ahora se prima la búsqueda del conocimiento y el ingenio por codicia. Me pregunto si las demás facciones tendrán el mismo problema, nunca lo había pensado.

Sin embargo, a pesar de la depravación que veo en Osadía, no podría abandonarla. No es solo porque la idea de vivir sin facción, completamente aislada, me parezca un destino peor que la muerte, sino porque en los breves momentos en los que me ha encantado estar aquí he visto una facción que merece la pena salvar. Quizá podamos volver a ser valientes y honorables.

—Vamos a la cafetería a comer tarta —propone Will.

—Vale —respondo, sonriendo.

Mientras nos dirigimos al Pozo me repito la línea que ha citado Will para no olvidarla: «Creo en los actos cotidianos de valentía, en el coraje que impulsa a una persona a defender a otra».

Es una idea preciosa.

Más tarde, cuando regreso al dormitorio, han quitado la ropa de cama de la litera de Edward, y sus cajones están abiertos y vacíos. Al otro lado del cuarto, la parte de Myra está igual.

Cuando pregunto a Christina dónde se han ido, me responde:

—Lo han dejado.

—¿Myra también?

—Ha dicho que no quería estar aquí sin él, que, de todos modos, la iban a echar —explica, y se encoge de hombros como si no se le ocurriera qué más decir; si es cierto, sé cómo se siente—. Al menos no echaron a Al.

Se suponía que iban a echarlo, pero la salida de Edward lo salva. Los de Osadía decidieron salvarlo hasta la siguiente etapa.

—¿Quién más ha salido? —pregunto.

—Dos de Osadía —responde Christina, encogiéndose de hombros otra vez—. No recuerdo sus nombres.

Asiento con la cabeza y miro la pizarra. Alguien ha tachado con una raya los nombres de Edward y Myra, y ha cambiado los números al lado de los nombres. Ahora, Peter es primero; Will es segundo; yo soy quinta. Empezamos la primera etapa con nueve iniciados.

Ahora somos siete.