CAPÍTULO
TRECE

A LA MAÑANA siguiente, cuando entro en la sala de entrenamiento arrastrando los pies y bostezando, veo un enorme blanco en un extremo de la sala y, al lado de la puerta, una mesa cubierta de cuchillos. Otra vez tiro al blanco. Al menos no dolerá.

Eric está en el centro del cuarto, tan tieso como si le hubieran cambiado la columna vertebral por una barra metálica. Verlo hace que el aire resulte más denso, que me aplaste un poco. Al menos cuando estaba apoyado en la pared era posible fingir que no estaba allí; hoy no cabe esa posibilidad.

—Mañana será el último día de la primera etapa —dice—. Entonces volveréis a luchar. Hoy aprenderéis a apuntar. Que todo el mundo elija tres cuchillos —ordena, con una voz más profunda de lo normal—. Y prestad atención a la demostración que os hará Cuatro de la técnica correcta para lanzarlos.

Al principio, nadie se mueve.

—¡Ya!

Salimos corriendo a por los puñales. No son tan pesados como las pistolas, aunque resulta raro sujetarlos, como si fuera algo prohibido.

—Hoy está de mal humor —masculla Christina.

—¿Y cuándo está de buen humor? —respondo, también murmurando.

Sin embargo, entiendo a qué se refiere. A juzgar por la mirada venenosa que le echa a Cuatro cuando este no presta atención, haber perdido anoche debe de preocupar a Eric más de lo que da a entender. Ganar en la captura de la bandera es cuestión de orgullo, y el orgullo es muy importante en Osadía, más que la razón o el sentido común.

Observo el brazo de Cuatro cuando lanza el cuchillo. En su siguiente lanzamiento, examino su postura. Siempre acierta en el blanco y suelta el aire cuando suelta el puñal.

—¡En fila! —ordena Eric.

«Las prisas no ayudan», pienso. Mi madre me lo dijo cuando me estaba enseñando a tejer. Tengo que considerar esto un ejercicio mental, no físico, así que me paso los minutos siguientes practicando sin el cuchillo, encontrando la postura correcta y aprendiendo el movimiento correcto del brazo.

Eric da vueltas detrás de nosotros, demasiado deprisa.

—¡Creo que la estirada se ha llevado demasiados golpes en la cabeza! —comenta Peter, que está unas cuantas personas más allá—. ¡Oye, estirada! ¿Se te ha olvidado lo que es un cuchillo?

Sin hacerle caso, practico de nuevo el tiro con el cuchillo en la mano, aunque sin lanzarlo. Intento no prestar atención a las vueltas de Eric, las burlas de Peter y la constante sensación de que Cuatro me está mirando; entonces, lanzo el cuchillo. Da vueltas en el aire y golpea la tabla. La hoja no se clava, pero soy la primera persona que acierta en el blanco.

Esbozo una sonrisa de suficiencia cuando Peter falla otra vez, no puedo contenerme.

—Oye, Peter, ¿se te ha olvidado lo que es un blanco? —le digo.

Christina, que está a mi lado, suelta una carcajada, y su siguiente lanzamiento da en la tabla.

Media hora después, Al es el único iniciado que todavía no le ha dado al blanco. Sus cuchillos caen al suelo o rebotan en la pared. Mientras los demás nos acercamos a la tabla para recoger las armas, él va buscando las suyas por el suelo.

La siguiente vez que lo intenta y falla, Eric se acerca a él y pregunta:

—¿Cómo se puede ser tan lento, veraz? ¿Es que necesitas gafas? ¿Tengo que acercarte más el blanco?

Al se pone rojo, lanza otro cuchillo y, esta vez, vuela casi un metro a la derecha de la tabla, da un par de vueltas y golpea la pared.

—¿Qué ha sido eso, iniciado? —pregunta Eric en voz baja, acercándose más a Al.

Me muerdo el labio. Esto no va bien.

—Se… se me ha resbalado —responde Al.

—Bueno, pues deberías ir a por él —dice Eric, y mira a los demás iniciados, que han dejado de lanzar, para añadir—: ¿Os he dicho que paréis?

Los cuchillos empiezan a volar sobre el blanco. Todos hemos visto a Eric enfadado antes, pero esto es distinto, la expresión de su cara es muy similar a la de un perro rabioso.

—¿Que vaya a por él? —pregunta Al abriendo mucho los ojos—. Pero todo el mundo está lanzando…

—¿Y?

—Y no quiero que me den.

—Ten por seguro que tus compañeros iniciados tienen mejor puntería que tú —responde Eric esbozando una sonrisita, aunque su mirada sigue siendo cruel—. Ve a por tu cuchillo.

Al no suele objetar a lo que nos ordenan en Osadía. No creo que sea porque le da miedo, sino porque sabe que quejarse no sirve de nada. Esta vez, el chico aprieta la ancha mandíbula; ha llegado al límite de su docilidad.

—No.

—¿Por qué no? —pregunta Eric, con los ojillos clavados en el rostro de Al—. ¿Tienes miedo?

—¿De que me apuñalen? ¡Claro que sí!

Su error es la sinceridad. A lo mejor, de otro modo, Eric hubiese aceptado la negativa.

—¡Parad todos! —grita Eric.

Los cuchillos se detienen y también las conversaciones. Aprieto mi puñal con fuerza.

—Salid del círculo —dice Eric, y mira a Al—. Todos menos tú.

Suelto el puñal, que cae sobre el suelo lleno de polvo con un ruido sordo. Sigo a los demás iniciados hasta el lateral de la sala, y ellos se me ponen delante, deseando ver lo que a mí me revuelve el estómago: Al enfrentándose a la ira de Eric.

—Ponte de pie delante del blanco —dice el líder.

Las grandes manos de Al tiemblan mientras retrocede hacia el blanco.

—Oye, Cuatro —dice Eric, mirando atrás—, échame una mano, ¿eh?

Cuatro se rasca una ceja con la punta de un cuchillo y se acerca a Eric. Tiene círculos oscuros bajo los ojos y los labios tensos; está tan cansado como nosotros.

—Vas a quedarte ahí mientras él te lanza cuchillos —le dice Eric a Al—, hasta que aprendas a no acobardarte.

—¿De verdad tengo que hacerlo? —pregunta Cuatro; suena como si estuviera aburrido, aunque, en realidad, no lo parece: tiene tanto el cuerpo como el rostro tensos, alerta.

Cierro los puños. A pesar de que Cuatro hace como si no pasara nada, la pregunta es un reto, y Cuatro no suele retar a Eric directamente.

Al principio, Eric lo mira en silencio y Cuatro le devuelve la mirada.

Pasan los segundos y me clavo las uñas en las palmas.

—Aquí soy yo el que tiene la autoridad, ¿recuerdas? —dice Eric en voz tan baja que apenas lo oigo—. Aquí y en todas partes.

Cuatro se pone rojo, aunque no le cambia la expresión. Aprieta más el mango del cuchillo y se le ponen los nudillos blancos cuando se vuelve hacia Al.

Miro los grandes ojos oscuros de Al, después sus manos temblorosas y después la mandíbula apretada y decidida de Cuatro. Me sube la rabia por el pecho hasta estallarme en la boca.

—Para.

Cuatro da la vuelta al cuchillo y mueve los dedos con mucho cuidado por el filo metálico. Me echa una mirada tan dura que siento como si me convirtiera en piedra. Sé por qué: soy una estúpida por abrir la boca con Eric delante, soy una estúpida por abrir la boca.

—Cualquier idiota es capaz de ponerse delante de un blanco —añado—. No demuestra nada, salvo que nos estás acosando, y eso, según recuerdo, es una prueba de cobardía.

—Entonces debería resultarte fácil —responde Eric—. Si es que estás dispuesta a ocupar su lugar.

No hay nada que desee menos en el mundo que ponerme delante de ese blanco, pero ya no puedo echarme atrás. No me he dado esa opción. Me meto entre el grupo de iniciados y alguien me da un empujón en el hombro.

—Despídete de tu cara bonita —me dice Peter entre dientes—. Ah, no, que no la tienes.

Recupero el equilibrio y me acerco a Al, que asiente con la cabeza. Intento sonreír para darle ánimos, pero no lo consigo. Me pongo delante del blanco y la cabeza ni siquiera me llega al centro de la diana, aunque da lo mismo. Miro los cuchillos de Cuatro: uno en la mano derecha y dos en la izquierda.

Se me seca la garganta, intento tragar saliva y después miro a Cuatro. Él nunca es descuidado, no me dará; no me pasará nada.

Levanto la barbilla, no me acobardaré. Si me acobardo y me muevo, demostraré a Eric que esto no es tan fácil como he dicho que era; demostraré que soy una gallina.

—Si te echas atrás —dice Cuatro lentamente, con cuidado—, Al ocupa tu sitio, ¿entendido?

Asiento con la cabeza.

Me sigue mirando a los ojos cuando levanta la mano, echa el codo atrás y lanza el cuchillo. No es más que un relámpago en el aire hasta que oigo el golpe: el puñal se ha clavado en la tabla, a quince centímetros de mi mejilla. Cierro los ojos. Gracias a Dios.

—¿Has tenido suficiente, estirada? —pregunta Cuatro.

Recuerdo los ojos muy abiertos de Al y sus silenciosos sollozos por la noche; sacudo la cabeza.

—No.

—Pues abre los ojos —responde, dándose con el dedo en el espacio entre las cejas.

Me quedo mirándolo y aprieto las manos contra los costados para que nadie las vea temblar. Se pasa el cuchillo de la mano izquierda a la derecha, y no veo más que sus ojos cuando el segundo puñal da en el blanco, encima de mi cabeza. Este ha dado más cerca que el otro, lo noto flotando sobre mi cráneo.

—Vamos, estirada —me dice—, deja que otra persona te sustituya.

¿Por qué intenta pincharme para que me rinda? ¿Quiere que falle?

—¡Cállate, Cuatro!

Contengo el aliento cuando da la vuelta al último cuchillo que tiene en la mano. Veo que le brillan los ojos cuando echa el brazo atrás y lanza el cuchillo por los aires. Va directo a mí dando vueltas, alternando mango y hoja. Me pongo rígida. Esta vez, cuando da en la tabla, me pica la oreja y noto que me gotea la sangre por la piel. Me llevo la mano a la oreja: me ha cortado.

A juzgar por su mirada, lo ha hecho a posta.

—Me encantaría quedarme a ver si los demás sois tan atrevidos como ella —dice Eric con voz suave—, pero creo que ya es suficiente por hoy.

Me aprieta el hombro. Sus dedos están secos y fríos, y me reclama con la mirada, como si quisiera apropiarse de lo que he hecho. No le devuelvo la sonrisa. Lo que he hecho no tiene nada que ver con él.

—No debería quitarte ojo —añade.

El miedo me pincha por dentro, lo noto en el pecho, en la cabeza y en las manos. Es como si me hubieran grabado a fuego en la cabeza la palabra «DIVERGENTE», de modo que, si me mira demasiado, a lo mejor la lee. Pero se limita a quitarme la mano del hombro y seguir andando.

Cuatro y yo nos quedamos atrás. Espero hasta que la sala está vacía y la puerta cerrada antes de volver a mirarlo. Se dirige a mí.

—¿Está bien tu…? —empieza.

—¡Lo has hecho a posta! —grito.

—Sí —responde en voz baja—. Y deberías darme las gracias por ayudarte.

—¿Las gracias? —pregunto, entre dientes—. Casi me agujereas la oreja y te has pasado todo el tiempo intentando picarme. ¿Por qué iba a darte las gracias?

—¡Empiezo a cansarme de esperar a que lo pilles!

Me lanza una mirada furibunda, aunque sus ojos siguen con su aire pensativo. Tienen un tono azul peculiar, tan oscuro que resulta casi negro, con una manchita azul más claro en el iris izquierdo, justo al lado del rabillo del ojo.

—¿Pillar? ¿Pillar el qué? ¿Que querías probar a Eric lo duro que eres? ¿Que eres un sádico, como él?

—No soy un sádico —responde sin alzar la voz.

Ojalá alzara la voz, así me asustaría menos. Acerca su cara a la mía, lo que me recuerda haber estado a pocos centímetros de los colmillos del perro que me atacó en la prueba de aptitud, y dice:

—Si quisiera hacerte daño, ¿no crees que lo habría hecho ya?

Cruza la sala y clava con tanta fuerza la punta de un cuchillo en la mesa que se queda allí de pie, con el puño mirando al techo.

—¡Pues…! —empiezo a gritar, pero ya se ha ido.

Grito, frustrada, y me limpio parte de la sangre de la oreja.