CAPÍTULO
DOCE

ME ARRASTRO POR el colchón y suspiro. Hace dos días de mi pelea con Peter, y los moratones se me están poniendo entre azules y morados. Me he acostumbrado al dolor cada vez que me muevo, aunque todavía me queda bastante para curarme del todo.

Aunque sigo herida, he tenido que volver a luchar hoy. Por suerte, esta vez me tocó contra Myra, que no podría dar un buen puñetazo ni con alguien moviéndole el brazo. Conseguí darle antes de que pasaran dos minutos. Se cayó al suelo y estaba demasiado mareada para volver a levantarse. Debería sentirme como una triunfadora, pero no hay nada triunfal en pegar a una chica como Myra.

En cuanto mi cabeza toca la almohada, la puerta del dormitorio se abre y un grupo de personas entra corriendo en la habitación con linternas. Me siento y estoy a punto de darme en la cabeza contra la estructura de la litera; fuerzo la vista a oscuras para enterarme de lo que sucede.

—¡Todos arriba! —ruge alguien.

Una linterna se enciende detrás de su cabeza y se refleja en los anillos de las orejas: Eric. A su alrededor hay otros osados, algunos los conozco del Pozo, otros no los había visto nunca. Cuatro está entre ellos.

Me mira a los ojos y no los mueve de ahí. Le devuelvo la mirada y se me olvida que, a mi alrededor, el resto de trasladados salen de la cama.

—¿Te has quedado sorda, estirada? —me dice Eric, así que salgo de mi estupor y me quito las mantas de encima.

Me alegra dormir vestida, porque Christina está al lado de nuestra litera y solo lleva puesta una camiseta; tiene las piernas al aire. Se cruza de brazos y mira a Eric. De repente, me gustaría ser capaz de mirar con tanto descaro a alguien estando prácticamente desnuda, pero sé que nunca lo conseguiré.

—Tenéis cinco minutos para vestiros y reuniros con nosotros junto a las vías —dice Eric—. Vamos a hacer otra excursión.

Me meto los zapatos y salgo corriendo, poniendo muecas, detrás de Christina, camino del tren. Una gota de sudor me cae por la nuca mientras subimos por los senderos que recorren las paredes del Pozo, apartando a los miembros a nuestro paso. No parecen sorprendidos de vernos. Me pregunto cuánta gente frenética y a la carrera verán cada semana.

Llegamos a las vías justo detrás de los iniciados nacidos en Osadía. Al lado de las vías hay una pila negra; distingo un grupo de cañones largos y seguros de arma.

—¿Vamos a disparar a algo? —me dice Christina entre dientes al oído.

Al lado de la pila hay cajas de lo que parece ser munición. Me acerco un poco más para leer una; en la caja pone: «balas de pintura».

No había oído hablar de ellas, pero el nombre se explica solo. Me río.

—¡Que todo el mundo elija un arma! —grita Eric.

Corremos a la pila. Soy la que está más cerca, así que agarro la primera que encuentro, que pesa bastante, aunque no tanto como para no ser capaz de levantarla, y me llevo también una caja de balas de pintura. Me meto la caja en el bolsillo y me cuelgo el fusil a la espalda de modo que la correa me cruce el pecho.

—¿Hora de llegada? —pregunta Eric a Cuatro.

—En cualquier momento —responde este, mirando el reloj—. ¿Cuánto tiempo piensas tardar en aprenderte el horario de los trenes?

—¿Para qué me lo voy a aprender si te tengo a ti para recordármelo? —responde Eric, empujándole el hombro.

Un círculo de luz aparece a mi izquierda, lejos. Crece cada vez más conforme se acerca, iluminándole un lado de la cara a Cuatro y formando una sombra en el pequeño hueco bajo su pómulo.

Es el primero en subir al tren, así que corro detrás de él sin esperar a que Christina, Will y Al me sigan. Cuatro se vuelve cuando voy paralela al vagón y me ofrece una mano. La acepto y él tira de mí para meterme en el tren. Hasta los músculos de su antebrazo están tensos y definidos.

Me suelto rápidamente, sin mirarlo, y me siento al otro lado del vagón.

Una vez estamos todos dentro, Cuatro dice:

—Nos dividiremos en dos equipos para jugar a capturar la bandera. Cada equipo tendrá una mezcla equitativa de miembros, tanto iniciados de Osadía como trasladados. Un equipo saldrá primero y buscará un sitio en el que esconder la bandera. Después, un segundo equipo saldrá y hará lo mismo. —El vagón se balancea y Cuatro se aferra al lateral de la puerta para no caer—. Es una tradición de Osadía, así que os sugiero que os la toméis en serio.

—¿Qué nos dan si ganamos? —grita alguien.

—Es la clase de pregunta que haría alguien de fuera de la facción —responde Cuatro, arqueando una ceja—. La victoria, por supuesto.

—Cuatro y yo seremos los capitanes de los equipos —dice Eric, y mira a Cuatro—. Primero vamos a dividir a los trasladados, ¿no?

Echo la cabeza atrás. Si van a elegirnos, me quedaré la última, lo noto.

—Tú primero —ofrece Cuatro.

—Edward —dice Eric, encogiéndose de hombros.

Cuatro se apoya en el marco de la puerta y asiente con la cabeza. La luz de la luna hace que le brillen los ojos. Examina un instante al grupo de trasladados, sin mirada calculadora, y dice:

—Quiero a la estirada.

Unas débiles risas de fondo se oyen por el tren, y noto calor en las mejillas. No sé si enfadarme con la gente que se ríe de mí o sentirme halagada por que me haya elegido la primera.

—¿Es que quieres probar algo? —pregunta Eric con su característica sonrisa de suficiencia—. ¿O es que eliges a los débiles para poder echarles la culpa si pierdes?

—Algo así —responde Cuatro, encogiéndose de hombros.

Enfadada. Debería estar enfadada, sin duda. Frunzo el ceño y me miro las manos. Sea cual sea la estrategia de Cuatro, se basa en la idea de que soy más débil que el resto de los iniciados, y eso hace que note un sabor amargo en la boca. Tengo que demostrar que se equivoca, tengo que hacerlo.

—Te toca —dice Cuatro.

—Peter.

—Christina.

Eso supone un error en su estrategia, ya que Christina no es de los débiles. ¿Qué está haciendo exactamente?

—Molly.

—Will —dice Cuatro mientras se muerde la uña del pulgar.

—Al.

—Drew.

—Solo queda Myra, así que se queda conmigo —concluye Eric—. Ahora, los iniciados nacidos en Osadía.

Dejo de prestar atención cuando terminan con nosotros. Si Cuatro no intenta probar nada eligiendo a los débiles, ¿qué pretende? Miro a cada una de las personas que ha seleccionado. ¿Qué tienen en común?

Cuando ya llevan la mitad de los iniciados de Osadía, empiezo a imaginar de qué se trata. Salvo Will y un par más, todos compartimos el mismo tipo de cuerpo: hombros estrechos, figuras pequeñas. Por el contrario, la gente del equipo de Eric es ancha y fuerte. Ayer, Cuatro me dijo que era rápida, así que seremos más rápidos que el equipo de Eric, lo que supongo que irá bien para capturar la bandera. No he jugado nunca, pero sé que es un juego de velocidad, más que de fuerza bruta. Me tapo la boca para ocultar la sonrisa; puede que Eric sea más despiadado que Cuatro, pero Cuatro es más listo.

Terminan de hacer los equipos, y Eric dedica una sonrisita a Cuatro.

—Tu equipo puede salir segundo —dice.

—No me hagas favores —contesta Cuatro, y sonríe un poco—. Sabes que no los necesito para ganar.

—No, sé que perderás salgas cuando salgas —responde Eric, mordiéndose brevemente uno de los anillos del labio—. Llévate a tu escuálido equipo y sal primero, si quieres.

Todos nos levantamos. Al me echa una mirada de desamparo, y yo sonrío de una forma que, espero, lo consuele. Si uno de nosotros cuatro tenía que acabar en el equipo de Eric, Peter y Molly, me alegro de que sea él; normalmente lo dejan en paz.

El tren está a punto de bajar a nivel del suelo y estoy decidida a caer de pie.

Justo antes de saltar, alguien me empuja en el hombro y estoy a punto de caer de bruces del vagón. No miro atrás para ver quién es, si Molly, Drew o Peter, da igual. Antes de que puedan volver a intentarlo, salto y, esta vez, estoy lista para el impulso que me da el tren y corro unos cuantos pasos para gastarlo, pero consigo mantener el equilibrio. Un placer feroz me recorre el cuerpo y sonrío. Aunque es un pequeño logro, me hace sentir osada.

Uno de los iniciados nacidos en la facción toca el hombro de Cuatro y pregunta:

—Cuando ganó tu equipo, ¿dónde pusisteis la bandera?

—Decírtelo acabaría con el espíritu del ejercicio, Marlene —responde él, frío.

—Venga, Cuatro —se queja ella, echándole una sonrisa coqueta.

Él se quita la mano de la chica del brazo y, por algún motivo, no puedo reprimir una sonrisa.

—En Navy Pier —grita otro de los iniciados de Osadía; es alto, de piel y ojos oscuros, guapo—. Mi hermano estaba en el equipo ganador, escondieron la bandera en el carrusel.

—Pues vamos allí —sugiere Will.

Nadie pone objeciones, así que caminamos hacia el este, hacia el pantano que antes era un lago. De joven intentaba imaginar cómo sería el lago, sin una valla construida dentro del lodo para mantener la ciudad a salvo, pero resulta difícil imaginar tanta agua en un solo lugar.

—Estamos cerca de la sede de Erudición, ¿verdad? —pregunta Christina, dándole a Will en el hombro con el suyo.

—Sí, al sur de aquí —responde; mira atrás y, por un instante, se le ve la nostalgia en la cara, aunque la expresión desaparece pronto.

Estoy a menos de dos kilómetros de mi hermano, hace una semana que no estamos tan cerca. Sacudo la cabeza un poco para quitarme la idea, porque hoy no puedo pensar en él, tengo que concentrarme en superar la primera etapa. No debo pensar en él ningún día.

Cruzamos el puente. Todavía necesitamos los puentes, ya que el lodo que hay debajo está demasiado húmedo para caminar por él. Me pregunto cuánto tiempo hace que se secó el río.

Una vez al otro lado, la ciudad cambia: detrás de nosotros casi todos los edificios están en uso, e incluso los que no lo están parecen bien cuidados. Delante de nosotros hay un mar de hormigón en ruinas y cristales rotos. El silencio de esta parte de la ciudad es espeluznante, como una pesadilla. Cuesta ver por dónde voy porque ya han pasado las doce de la noche y todas las luces de la ciudad están apagadas.

Marlene saca una linterna e ilumina con ella la calle que tenemos delante.

—¿Te da miedo la oscuridad, Mar? —le pincha el iniciado de Osadía, el de los ojos oscuros.

—Si quieres pisar cristales rotos, Uriah, tú mismo —responde ella, aunque la apaga de todos modos.

Me he dado cuenta de que una parte de ser osado consiste en estar dispuesto a ponerte las cosas más difíciles con tal de valerte por ti mismo. No hay nada especialmente audaz en caminar por calles oscuras sin linterna, pero se supone que no necesitamos ayuda, ni siquiera de la luz. Se supone que somos capaces de cualquier cosa.

Eso me gusta, porque puede que un día no haya linterna, ni pistola, ni mano que nos guíe, y quiero estar preparada.

Los edificios acaban justo antes del pantano. Una franja de tierra se mete en el lodo y de ella sobresale una gigantesca rueda blanca con docenas de vagones rojos colgados a intervalos regulares: la noria.

—Pensad en ello: la gente se subía a esa cosa por diversión —comenta Will, sacudiendo la cabeza.

—Debían de ser osados —respondo.

—Sí, aunque una versión muy mala de los osados —dice Christina entre risas—. Las norias de Osadía no tendrían vagones, habría que colgarse de las manos y tener buena suerte.

Avanzamos por el lateral del muelle. Todos los edificios de mi izquierda están vacíos, han quitado los carteles y cerrado los escaparates, pero es un vacío limpio. El que abandonara estos lugares lo hizo por elección y con tiempo. Otros sitios de la ciudad no tienen ese aspecto.

—Te reto a saltar al pantano —le dice Christina a Will.

—Tú primero.

Llegamos al carrusel. Algunos de los caballitos están arañados y desgastados, con las colas rotas o las sillas descascarilladas. Cuatro saca la bandera del bolsillo.

—Dentro de diez minutos, el otro equipo elegirá su ubicación —dice—. Sugiero que aprovechéis este tiempo para elaborar una estrategia. Puede que no seamos eruditos, pero la preparación mental forma parte de vuestra formación. Incluso podría decirse que es el aspecto más importante.

En eso tiene razón: ¿de qué sirve un cuerpo preparado si la mente está dispersa?

Will se lleva la bandera y contesta:

—Algunos deberían quedarse aquí a protegerla y otros deberían ir a ver dónde está el otro equipo.

—¿Sí? ¿Tú crees? —dice Marlene, quitándole la bandera—. ¿Quién te ha puesto al mando, trasladado?

—Nadie, pero alguien tiene que hacerlo.

—A lo mejor deberíamos desarrollar una estrategia más defensiva, esperar a que vengan y acabar con ellos —sugiere Christina.

—Eso es de gallinas —responde Uriah—. Voto que salgamos todos. Que escondamos bien la bandera para que no puedan encontrarla.

Todos se ponen a hablar a la vez, subiendo la voz con cada segundo que pasa. Christina defiende el plan de Will; los iniciados nacidos en Osadía votan por el ataque; todos discuten sobre quién debe tomar la decisión. Cuatro se sienta al borde del carrusel y apoya la espalda en la pata de un caballo de plástico. Eleva los ojos al cielo, donde no hay estrellas, sino solo una luna redonda asomándose a través de una fina capa de nubes. Tiene los músculos del brazo relajados y las manos en la nuca. Casi parece cómodo ahí tirado, con el fusil al hombro.

Cierro los ojos un momento. ¿Por qué me distrae tanto? Tengo que concentrarme.

¿Qué diría yo si pudiera hacerme oír por encima del aluvión de comentarios maliciosos que tengo detrás? No podemos actuar hasta saber dónde está el otro equipo. Podrían estar en cualquier parte, dentro de un radio de dos o tres kilómetros, aunque no se puede descartar el pantano vacío. La mejor forma de localizarlos no es discutir sobre cómo buscarlos o sobre a cuántos hay que enviar en la partida de búsqueda.

Lo mejor es trepar al punto más alto posible.

Vuelvo la vista atrás para asegurarme de que nadie me mira. No lo hacen, así que me acerco a la noria con pasos ligeros y silenciosos, apretándome el arma contra la espalda para que no haga ruido.

Cuando levanto la vista para observar la noria desde abajo, se me contrae la garganta. Es más alta de lo que pensaba, tan alta que apenas veo los vagones que se balancean en lo alto. Lo único bueno de su altura es que está fabricada para soportar peso; si la trepo, no se me caerá encima.

Me late más fuerte el corazón: ¿estaré preparada para arriesgar la vida por esto, para ganar un juego de los osados?

Está tan oscuro que apenas los veo, pero, cuando miro los enormes soportes oxidados que sujetan la noria, localizo los travesaños de una escalera. Tiene el ancho de mis hombros y no hay barandilla a la que agarrarse, pero subir una escalera es mucho mejor que trepar por los radios de la rueda.

Me agarro a un travesaño. Está oxidado, es fino y da la impresión de que se me hará pedazos entre las manos. Pongo todo mi peso sobre el más bajo para probarlo y salto para asegurarme de que resiste. El movimiento hace que me duelan las costillas, y hago una mueca.

—Tris —dice una voz grave detrás de mí.

No sé por qué no me asusta, quizá porque me estoy convirtiendo en osada y estar siempre preparada es algo que se supone debo desarrollar. Quizá sea porque su voz es grave, suave y casi tranquilizadora. Sea lo que sea, miro atrás y veo a Cuatro detrás de mí con el arma cruzada a la espalda, como la mía.

—¿Sí?

—He venido a ver qué crees que estás haciendo.

—Busco un punto más alto. No es que crea nada.

—Vale —responde, y lo veo sonreír—. Voy contigo.

Me paro a pensar un segundo. No me mira como a veces lo hacen Will, Christina y Al: como si yo fuera demasiado pequeña y débil para servir de algo, y por eso les diera lástima. Sin embargo, si insiste en ir conmigo seguramente sea porque duda de mí.

—Puedo hacerlo sola.

—Eso está claro —contesta; no noto ningún sarcasmo, pero sé que está ahí, tiene que estar ahí.

Trepo y, cuando estoy a un par de metros del suelo, me sigue. Se mueve más deprisa que yo y pronto llega con las manos a los travesaños que dejan mis pies.

—Bueno, dime… —comenta en voz baja mientras subimos; parece sin aliento—, ¿cuál crees que es el objetivo de este ejercicio? Del juego, quiero decir, no de trepar.

Miro abajo, al pavimento. Parece muy lejos, aunque todavía no llevo ni un tercio de la subida. Sobre mí hay una plataforma, justo bajo el centro de la rueda: ese es mi destino. Ni siquiera quiero pensar en cómo voy a bajar. La brisa que antes me acariciaba las mejillas ahora me sopla en el costado y, cuanto más subamos, más fuerte soplará. Tengo que estar preparada.

—Aprender sobre estrategia —respondo—. Puede que trabajo en equipo.

—Trabajo en equipo —repite, y le surge una risa extraña de la garganta, como de pánico.

—Puede que no. Parece ser que el trabajo en equipo no es una prioridad en Osadía.

La fuerza del viento aumenta, así que me acerco más al soporte blanco para no caer, aunque eso dificulta la subida. Debajo, el carrusel parece pequeño y apenas veo a mi equipo bajo el toldo. Faltan algunos, deben de haber enviado una partida de búsqueda.

—Se supone que es una prioridad —dice Cuatro—. Antes lo era.

No le presto atención porque la altura me marea. Me duelen las manos de aferrarme a los travesaños y me tiemblan las piernas, pero no sé bien por qué. No es la altura lo que me asusta, la altura me hace sentir viva y llena de energía, todos los órganos, vasos y músculos de mi cuerpo cantan en armonía.

Entonces me doy cuenta de lo que es: es él. Algo en él me hace sentir a punto de caer. O de derretirme. O de arder.

Mi mano está a punto de resbalarse del siguiente travesaño.

—Ahora, dime… —añade, con la respiración entrecortada—, ¿qué crees que tiene que ver aprender estrategia con… la valentía?

La pregunta me recuerda que es mi instructor y que se supone que debo aprender algo con esto. Una nube pasa por delante de la luna y la luz se mueve sobre mis manos.

—Te… te prepara para actuar —digo al fin—. Aprendes estrategia para poder usarla —añado, y lo oigo respirar con fuerza y deprisa detrás de mí—. ¿Estás bien, Cuatro?

—¿Eres humana, Tris? Estar tan alto… —responde, intentando tomar aire—. ¿No te da miedo?

Miro atrás, al suelo. Si caigo, moriré, pero no creo que suceda.

Una ráfaga de aire me golpea el costado izquierdo, lanzando mi peso hacia la derecha. Ahogo un grito y me agarro a los travesaños para recuperar el equilibrio. La fría mano de Cuatro me agarra por la cadera, y uno de sus dedos encuentra una tira de piel desnuda justo debajo del borde de mi camiseta. Aprieta para sujetarme y me empuja un poco hacia la izquierda hasta que recupero la estabilidad.

Ahora sí que no puedo respirar. Hago una pausa, me miro las manos, se me seca la boca. Siento el fantasma de su mano encima, sus dedos largos y finos.

—¿Estás bien? —pregunta en voz baja.

—Sí —respondo con voz alterada.

Sigo trepando en silencio hasta que llego a la plataforma. A juzgar por los extremos romos de barras metálicas, antes tenía una barandilla, pero ya no. Me siento y me arrastro hasta el otro extremo para que Cuatro pueda sentarse. Sin pensar, dejo colgar las piernas. Cuatro, por otro lado, se agacha y aprieta la espalda contra el soporte metálico, respirando con dificultad.

—Te dan miedo las alturas —comento—. ¿Cómo consigues sobrevivir en el complejo de Osadía?

—No hago caso de mi miedo. Cuando tomo decisiones, finjo que no existe.

Me quedo mirándolo un segundo, no puedo evitarlo. Para mí existe una diferencia entre no tener miedo y actuar a pesar del miedo, como hace él.

Me he quedado mirándolo demasiado.

—¿Qué? —pregunta.

—Nada.

Aparto la mirada y la dirijo a la ciudad. Tengo que centrarme, he trepado hasta aquí por una razón.

La ciudad está negra como el tizón, pero, aunque no lo estuviera, tampoco podría ver a demasiada distancia. Hay un edificio en medio.

—No estamos lo bastante altos —digo.

Levanto la cabeza: sobre mí hay un enredo de barras blancas, el andamio de la noria. Si trepo con cuidado puedo meter los pies entre los soportes y los travesaños con bastante seguridad. O con toda la seguridad posible.

—Voy a trepar —anuncio, levantándome.

Me agarro a una de las barras que tengo sobre la cabeza y me impulso hacia arriba. Una punzada de dolor me recorre los costados, pero no hago caso.

—Por amor de Dios, estirada.

—No tienes que seguirme —respondo mientras contemplo el laberinto de barras.

Meto el pie en el cruce entre dos barras y me impulso arriba, agarrándome a otra barra en el proceso. Me balanceo durante un segundo y el corazón me late tan deprisa que no noto nada más. Todos y cada uno de mis pensamientos se concentran en ese latido, se mueven al mismo ritmo.

—Sí que tengo que hacerlo —responde.

Es una locura y lo sé. Medio centímetro de error, medio segundo de vacilación y se acabó todo. El calor me desgarra el pecho y sonrío al agarrarme a la siguiente barra. Me impulso con los brazos temblorosos y obligo a mi pierna a subir para ponerme de pie sobre otra barra. Cuando me siento segura, miro abajo, a Cuatro, pero, en vez de verlo, miro hasta abajo del todo.

No puedo respirar.

Me imagino cayendo, dándome contra las barras en mi caída hasta acabar con las extremidades torcidas en el suelo, igual que la hermana de Rita cuando no llegó al tejado. Cuatro se agarra a una barra con cada mano y se impulsa fácilmente, como si estuviera sentándose en la cama. Sin embargo, aquí no se siente cómodo, no es su entorno natural; se le ven sobresalir todos los músculos del cuerpo. Es estúpido que piense en eso cuando estoy a treinta metros del suelo.

Me agarro a otra barra, encuentro otro lugar en el que meter el pie. Al mirar de nuevo a la ciudad, el edificio ya no está en medio y me encuentro a la altura suficiente para ver el horizonte. Casi todos los edificios son negros sobre el fondo azul marino, pero las luces rojas de lo alto del Centro están encendidas. Laten la mitad de deprisa que mi corazón.

Bajo los edificios, las calles parecen túneles. Durante unos segundos solo veo una manta oscura sobre la tierra que tengo delante, únicamente diferencias sutiles entre el edificio, el cielo, la calle y el suelo. Entonces distingo una diminuta luz intermitente.

—¿Has visto eso? —pregunto, señalándola.

Cuatro deja de trepar al llegar detrás de mí y mira por encima de mi hombro, acercando la barbilla a mi cabeza. Su aliento me revolotea en la oreja y de nuevo vuelvo a estremecerme, igual que cuando subía la escalera.

—Sí —responde, y sonríe—. Viene del parque del final del muelle. Era de suponer, está rodeado de espacios abiertos, pero los árboles ofrecen camuflaje. Aunque está claro que no el suficiente.

—Vale.

Vuelvo la vista para mirarlo. Estamos tan cerca que se me olvida dónde me encuentro y me fijo en que tiene las comisuras de los labios un poco hacia abajo, como las mías, y una cicatriz en la barbilla.

—Ejem —digo, aclarándome la garganta—. Empieza a bajar, te sigo.

Cuatro asiente con la cabeza y baja. Tiene las piernas tan largas que encuentra fácilmente un lugar para su pie y guía su cuerpo entre las barras. Incluso a oscuras, veo que tiene las manos muy rojas y temblorosas.

Bajo un pie, echándome sobre uno de los travesaños. La barra cruje y se suelta, chocando contra media docena de otras barras en su caída para después rebotar en el pavimento. Estoy colgada de los andamios con los pies en el aire; se me escapa un grito ahogado de angustia.

—¡Cuatro!

Intento encontrar otro sitio en el que apoyar el pie, pero el punto más cercano está lejos, más lejos de lo que soy capaz de estirarme. Me sudan las manos. Recuerdo habérmelas limpiado en los pantalones antes de la Ceremonia de la Elección, antes de la prueba de aptitud, antes de cada momento importante; me aguanto las ganas de gritar. Me resbalaré, me resbalaré.

—¡Aguanta! —me grita—. Tú aguanta, tengo una idea.

Sigue bajando. Se mueve en la dirección equivocada, tendría que ir hacia mí, no alejarse de mí. Me quedo mirando las manos, que aprietan la estrecha barra con tanta fuerza que se me han quedado blancos los nudillos. Los dedos están rojo oscuro, casi morados. No resistirán mucho.

No resistiré mucho.

Cierro los ojos, es mejor no mirar, es mejor fingir que nada de esto está pasando. Oigo los chirridos de las deportivas de Cuatro contra el metal y pasos rápidos sobre los travesaños de las escaleras.

—¡Cuatro! —chillo.

A lo mejor se ha ido, a lo mejor me ha abandonado. A lo mejor es para poner a prueba mi fuerza, mi valentía. Tomo aire por la nariz y lo expulso por la boca. Cuento cada respiración para calmarme. Uno, dos. Dentro, fuera. «Venga, Cuatro —es lo único que puedo pensar—. Venga, haz algo».

Entonces oigo que algo suelta aire y cruje. La barra a la que me agarro se estremece, y yo grito entre dientes mientras intento no soltarla.

La noria se mueve.

El aire me envuelve los tobillos y las muñecas cuando el viento sube como un géiser. Abro los ojos: me estoy moviendo… hacia el suelo. Me río, mareada por la histeria, mientras el suelo se acerca cada vez más. Sin embargo, estoy acelerando, así que, si no salto en el momento justo, los vagones en movimiento y el andamio de metal arrastrarán mi cuerpo y me llevarán con ellos; entonces sí que moriré.

Se me tensan todos los músculos del cuerpo en mi descenso hacia el suelo; al llegar a una altura desde la que veo las grietas de la acera, me dejo caer y aterrizo con los pies por delante. Se me doblan las rodillas y escondo los brazos para rodar lo más deprisa posible hacia un lado. El cemento me araña la cara y me vuelvo justo a tiempo para ver un vagón que se dirige a mí como un zapato gigante a punto de aplastarme. Ruedo otra vez y la parte de abajo del vagón me roza el hombro.

Estoy a salvo.

Me aprieto la cara con las palmas de las manos, sin intentar levantarme. Si lo hiciera, seguro que volvería a caerme. Oigo pasos y las manos de Cuatro me rodean la cintura. Dejo que me quite las manos de los ojos.

Después envuelve por completo una de ellas con las suyas. El calor de su piel es más fuerte que el dolor de mis dedos.

—¿Estás bien? —pregunta, juntando nuestras manos.

—Sí.

Empieza a reírse.

Al cabo de un segundo, yo también lo hago. Con la mano libre me apoyo para sentarme. Soy consciente del poco espacio que hay entre nosotros, unos quince centímetros, como mucho. Ese espacio parece cargado de electricidad, y siento la necesidad de que sea más pequeño.

Se levanta y tira de mí para levantarme con él. La noria sigue moviéndose, creando un viento que me echa el pelo atrás.

—Podrías haberme dicho que la noria todavía funcionaba —comento, intentando sonar como si no me importara—. Así no habríamos tenido que trepar.

—Lo habría hecho si lo hubiera sabido —responde—. No podía dejarte ahí colgada, así que me arriesgué. Venga, vamos a por su bandera.

Duda un momento y después me toma del brazo, y las puntas de sus dedos me aprietan el interior del codo. En otras facciones me habría dado tiempo para recuperarme, pero él es de Osadía, así que me sonríe y se dirige al carrusel, donde los miembros de nuestro equipo protegen la bandera. Y yo medio corro, medio cojeo a su lado. Todavía me siento débil, aunque mi mente está muy despierta, sobre todo con su mano encima.

Christina está sobre uno de los caballos con las largas piernas cruzadas y la mano alrededor del poste que sostiene el animal de plástico. Tiene la bandera detrás, un triángulo reluciente en la oscuridad. Tres iniciados nacidos en Osadía están entre los otros animales gastados y sucios. Uno de ellos tiene la mano sobre la cabeza de un caballo y el ojo arañado del animal me mira entre sus dedos. Hay otra chica de Osadía, algo mayor, sentada al borde del carrusel, arañándose con el pulgar la ceja, adornada con cuatro piercings.

—¿Adónde han ido los otros? —pregunta Cuatro.

Parece tan emocionado como yo, se le nota la energía en los ojos.

—¿Habéis sido vosotros los que habéis puesto en marcha la noria? —pregunta la chica mayor—. ¿En qué estabais pensando? Es como si gritarais: «¡Estamos aquí! ¡Venid a por nosotros!» —protesta, sacudiendo la cabeza—. Si vuelvo a perder este año, la vergüenza será insoportable. ¿Tres años seguidos?

—La noria no importa —responde Cuatro—. Ya sabemos dónde están.

—¿Sabemos? —dice Christina, mirándonos a los dos, primero a uno y después al otro.

—Sí, mientras vosotros estabais de brazos cruzados, Tris se ha subido a la noria para buscar al otro equipo —responde Cuatro.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunta uno de los iniciados de Osadía, bostezando.

Cuatro me mira. Poco a poco, los ojos de los demás iniciados, Christina incluida, pasan de él a mí. Estoy a punto de encogerme de hombros para decir que no lo sé, pero, entonces, se me aparece una imagen del muelle desde arriba. Tengo una idea.

—Nos dividimos en dos grupos. Cuatro vamos por el lado derecho del muelle y tres por el izquierdo. El otro equipo está en el parque, al final del muelle, así que el grupo de cuatro atacará mientras el grupo de tres se escabulle por detrás del otro equipo para robar la bandera.

Christina me mira como si ya no me reconociera. No la culpo.

—Suena bien —comenta la chica mayor, dando una palmada—. Vamos a terminar de una vez con esto, ¿no?

Christina se une a mí en el grupo de la derecha, junto con Uriah, cuya sonrisa se ve muy blanca sobre su piel de bronce. No me había dado cuenta antes, pero tiene tatuada una serpiente detrás de la oreja. Me quedo mirando la cola que le rodea el lóbulo durante un instante, hasta que Christina empieza a correr y tengo que seguirla.

Debo correr dos veces más deprisa para que mis cortas piernas vayan a la par que las suyas, que son más largas. Mientras corro, me doy cuenta de que solo uno de nosotros tocará la bandera, y que da igual que fuera mi plan y mi información lo que nos ha llevado hasta ella si no soy yo la que se hace con ella. Aunque apenas puedo respirar, acelero y le piso los talones a Christina. Me pongo el fusil delante, con el dedo sobre el gatillo.

Llegamos al extremo del muelle y me tapo la boca para que no se oigan mis jadeos. Frenamos para no hacer tanto ruido y busco la luz intermitente de nuevo. Ahora que estoy en el suelo, es más grande y fácil de ver. Señalo, Christina asiente con la cabeza y avanza hacia ella.

Entonces oigo un coro de gritos tan fuertes que me hacen dar un salto. También oigo el ruido del aire al dispararse las balas de pintura y cómo estas salpican a sus objetivos. Nuestro equipo ha atacado y el otro equipo corre hacia ellos, así que la bandera apenas tiene protección. Uriah apunta y dispara en el muslo al último guardia. El guardia, una chica baja con pelo morado, tira el arma al suelo y le da una pataleta.

Corro para alcanzar a Christina. La bandera está colgada de una rama, muy por encima de mi cabeza. Intento agarrarla, y Christina también.

—Venga, Tris —dice—. No te hace falta, ya eres la heroína, y sabes que no llegas.

Me echa una mirada paternalista, igual que se mira a un niño cuando intenta hacerse el adulto, y baja la bandera de la rama. Sin mirarme, se vuelve y lanza un grito de victoria. La voz de Uriah se une a la suya y oigo un coro de chillidos a lo lejos.

Uriah me da una palmada en el hombro, y yo intento olvidar la mirada de Christina. Puede que tenga razón, ya he demostrado de qué soy capaz, no quiero ser codiciosa; no quiero ser como Eric y vivir aterrada de la fuerza de los demás.

Los gritos de triunfo son contagiosos, así que alzo la voz para unirme a ellos mientras corro hacia mis compañeros. Christina levanta la bandera en alto, y todos la rodean para agarrarla del brazo y alzar todavía más la bandera. Yo no llego, de modo que me quedo a un lado, sonriendo.

Una mano me toca en el hombro.

—Bien hecho —me dice Cuatro en voz baja.

—¡No puedo creer que me lo perdiera! —repite Will, sacudiendo la cabeza.

El viento que entra por la puerta del vagón le tira del pelo en todas direcciones.

—Tenías una misión muy importante: no estorbarnos —responde Christina, esbozando una gran sonrisa.

—¿Por qué he tenido que caer en el otro equipo? —se lamenta Al.

—Porque la vida no es justa, Albert, y el mundo conspira contra ti —dice Will—. Oye, ¿puedo ver otra vez la bandera?

Peter, Molly y Drew están sentados enfrente, en una esquina. Tienen el pecho y la espalda llenos de pintura azul y rosa, y parecen abatidos. Hablan en voz baja y nos miran furtivamente a los demás, sobre todo a Christina. Es la ventaja de no haber llegado a la bandera: no soy el blanco de nadie. O, al menos, no más de lo normal.

—Así que te subiste a la noria, ¿eh? —comenta Uriah.

Recorre el vagón dando tumbos y se sienta a mi lado. Marlene, la chica de la sonrisa coqueta, lo sigue.

—Sí.

—Muy inteligente por tu parte. Tan inteligente como… uno de Erudición —dice Marlene—. Me llamo Marlene.

—Tris —respondo.

En casa, que te comparen con un erudito es un insulto, pero ella lo dice como un cumplido.

—Sí, sé quién eres —contesta—. Siempre te quedas con el nombre de la primera saltadora.

Hace años que salté de un edificio con mi uniforme de Abnegación; hace décadas.

Uriah saca una de las balas de pintura de su arma y la aprieta entre el pulgar y el índice. El tren da una sacudida hacia la izquierda, y Uriah me cae encima, sus dedos aprietan la bala y un chorro de pintura rosa maloliente me mancha la cara.

Marlene se tira por el suelo, muerta de risa. Me limpio muy despacio parte de la pintura de la cara y mancho la mejilla de Uriah. El olor a aceite de pescado se extiende por el vagón.

—¡Puaj! —exclama él, y vuelve a apretar la bala para echarme encima la pintura, pero la abertura está en el lado equivocado y la pintura le entra en la boca.

El chico tose y hace ruidos exagerados, como si tuviera arcadas.

Me limpio la cara con la manga mientras me río con tantas ganas que me duele el estómago.

Si toda mi vida es así, risotadas, acción y el cansancio que se siente después de un día duro, aunque satisfactorio, me daré por satisfecha. Mientras Uriah se raspa la lengua con los dedos, me doy cuenta de que solo tengo que superar la iniciación para conseguir esa vida.