CAPÍTULO
ONCE

A LA MAÑANA siguiente no oigo la alarma, los pies que se arrastran ni las conversaciones de los otros iniciados que se preparan para salir. Me despierto cuando Christina me sacude el hombro con una mano y me da en la mejilla con la otra. Ya se ha puesto una chaqueta negra con la cremallera subida hasta el cuello. Si tiene moratones de la pelea de ayer, su piel oscura hace que resulte difícil verlos.

—Vamos, a por ellos —me dice.

He soñado que Peter me ataba a una silla y me preguntaba si era divergente. Yo respondía que no, y él me golpeaba hasta que decía que sí. Me he despertado con las mejillas mojadas.

Quería decir algo, pero solo consigo gruñir. Me duele tanto el cuerpo que me cuesta hasta respirar, y no ayuda que el ataque de llanto de esta noche me haya hinchado los ojos. Christina me ofrece una mano.

El reloj marca las ocho; se supone que tenemos que estar en las vías a las ocho y cuarto.

—Iré corriendo a por el desayuno para las dos. Tú… prepárate. Parece que vas a tardar un poco.

Gruño. Intentando no doblar la cintura, rebusco en el cajón de debajo de la cama hasta que encuentro una camiseta limpia. Por suerte, Peter no está aquí para verme; cuando Christina se va, el dormitorio se queda vacío.

Me desabrocho la camisa y me quedo mirando el costado, que está salpicado de moratones. Durante un segundo me quedo hipnotizada con los colores: verde brillante, azul intenso y marrón. Me cambio lo más deprisa que puedo y me dejo el pelo suelto porque no consigo levantar los brazos lo suficiente para recogerlo.

Me miro en el espejito de la pared de atrás y veo a una desconocida. Es rubia, como yo, con una cara delgada, como la mía, pero ahí termina el parecido. Yo no tengo un ojo negro, ni un labio partido, ni una mandíbula amoratada. Yo no estoy blanca como la pared. Es imposible que esa chica sea yo, aunque nos movamos a la vez.

Cuando llega Christina con una magdalena en cada mano, yo estoy sentada en el borde de la cama mirándome los zapatos. Tendré que agacharme para atar los cordones. Me dolerá cuando me agache.

Sin embargo, Christina me pasa una magdalena y se agacha delante de mí para atarme los cordones. Noto en el pecho una punzada de gratitud, de calor y algo parecido al dolor; quizá todos llevemos dentro un abnegado, aunque no lo sepamos.

Bueno, todos salvo Peter.

—Gracias.

—Bueno, no vamos a llegar a tiempo si te los atas tú —responde—. Venga. Puedes comer y caminar a la vez, ¿no?

Caminamos a toda prisa hacia el Pozo. La magdalena es de plátano y nueces. Mi madre hacía este tipo de cosas para los abandonados, pero nunca llegué a probarlas, en esos momentos ya era demasiado mayor para mimos. Sin hacer caso del pellizco de dolor que noto en el estómago cada vez que pienso en mi madre, voy medio corriendo, medio andando detrás de Christina, que se olvida de que sus piernas son más largas que las mías.

Subimos los escalones que llevan del Pozo al edificio de cristal que hay encima y corremos hacia la salida. Cada vez que piso el suelo noto una puñalada en las costillas, pero no le presto atención. Llegamos a las vías justo cuando aparece el tren, haciendo sonar el claxon.

—¿Por qué habéis tardado tanto? —grita Will.

—La señorita piernas cortas se ha transformado en una ancianita de la noche a la mañana —responde Christina.

—Cállate ya —le digo, medio en broma.

Cuatro está delante del grupo, tan cerca de las vías que, si se mueve un par de centímetros, el tren le arrancará la nariz. Da un paso atrás para dejar que algunos de los otros suban primero. Will se sube al vagón sin mayor dificultad, aterriza sobre el estómago y arrastra las piernas hasta el interior. Cuatro se agarra al asidero del lateral del vagón y se impulsa con elegancia, como si no tuviera que llevar consigo más de metro ochenta de cuerpo.

Corro junto al vagón con una mueca en la cara, aprieto los dientes y me agarro al asidero del lateral. Esto va a doler.

Al me sujeta bajo cada brazo y me mete en el vagón como si no pesara nada. Me duele el costado, aunque solo un segundo. Veo a Peter detrás de él y me pongo roja. Al intentaba ser amable, así que le sonrío, aunque me gustaría que los demás no quisieran ser tan amables conmigo. Como si Peter no tuviera ya suficiente munición…

—¿Cómo va eso? —pregunta Peter, fingiendo simpatía: los labios torcidos hacia abajo, las cejas arqueadas y juntas—. ¿O notas los músculos un poco… estirados?

Se ríe de su propia broma, y Molly y Drew lo imitan. Molly tiene una risa fea, llena de ronquidos y movimientos de hombros, y Drew ríe en silencio, casi como si le doliera algo.

—Tu increíble ingenio nos tiene asombrados a todos —comenta Will.

—Sí, ¿seguro que no deberías estar con los de Erudición, Peter? —añade Christina—. He oído que no les importa aceptar a los gallinas.

Cuatro, que está junto a la puerta, habla antes de que Peter pueda responder.

—¿Voy a tener que aguantar vuestras tonterías hasta que lleguemos a la valla?

Todos se callan, y Cuatro se vuelve hacia el exterior. Se sujeta a los asideros de ambos lados con los brazos extendidos y se inclina hacia delante de modo que su cuerpo quede prácticamente fuera del vagón, aunque tenga los pies dentro. El viento le aprieta la camiseta contra el pecho. Intento mirar más allá de él para ver el paisaje: un mar de edificios en ruinas y abandonados que se hacen cada vez más pequeños.

Sin embargo, cada pocos segundos vuelvo a mirar a Cuatro. No sé qué espero ver o qué me gustaría ver, si es que espero o quiero ver algo, pero lo hago sin pensar.

—¿Qué crees que habrá ahí fuera? —pregunto a Christina, señalando a la puerta—. Vamos, al otro lado de la valla.

—Supongo que unas cuantas granjas —responde, encogiéndose de hombros.

—Sí, pero me refiero a… más allá de las granjas. ¿De qué protegemos a la ciudad?

—¡De monstruos! —responde, moviendo los dedos delante de mi cara.

Pongo los ojos en blanco.

—No hemos tenido guardias cerca de la valla hasta hace cinco años —dice Will—. ¿No recuerdas que los polis de Osadía patrullaban el sector de los abandonados?

—Sí —respondo.

También recuerdo que mi padre fue uno de los que votó a favor de que los osados dejaran el sector de los abandonados. Decía que los pobres no necesitaban policías, sino ayuda, y eso se lo podíamos dar nosotros. Pero no quiero mencionarlo ahora, ni aquí. Es una de las muchas cosas que los de Erudición usan para probar la incompetencia de los abnegados.

—Oh, claro —comenta Will—, supongo que los verías mucho.

—¿Por qué lo dices? —pregunto, quizá con un tono demasiado cortante, ya que no quiero que me asocien demasiado con los abandonados.

—Porque tenías que pasar por ese sector para ir a clase, ¿no?

—¿Qué hiciste? ¿Memorizar el mapa de la ciudad por gusto? —pregunta Christina.

—Sí —responde él, perplejo—. ¿Tú no?

El tren frena con un chirrido y todos caemos hacia delante con el cambio de velocidad. Me alegro del movimiento, hace que me resulte más fácil levantarme. Los edificios destartalados han desaparecido, solo vemos campos amarillos y vías. El tren se detiene bajo un toldo. Me apeo y piso la hierba sujetándome al asidero para no caerme.

Delante de mí hay una valla metálica con alambre de espino encima. Cuando empiezo a caminar me doy cuenta de que se pierde a lo lejos, perpendicular al horizonte. Más allá hay un grupo de árboles, casi todos muertos, algunos verdes. Arremolinados al otro lado de la valla hay unos cuantos guardias armados de Osadía.

—Seguidme —dice Cuatro.

Me quedo cerca de Christina. No quiero reconocerlo, ni siquiera a mí misma, pero me siento más tranquila a su lado. Si Peter intenta provocarme, ella me defenderá.

Me regaño en silencio por ser tan cobarde. Los insultos de Peter no deberían preocuparme, debería concentrarme en mejorar en combate, no en lo mal que lo hice ayer. Además, aunque no sea capaz de lograrlo, debería estar por lo menos dispuesta a defenderme, en vez de confiar en que los demás lo hagan por mí.

Cuatro nos conduce a la puerta, que es tan ancha como una casa y se abre a la carretera agrietada que conduce a la ciudad. Cuando vine aquí con mi familia, de pequeña, fuimos en un autobús por esta carretera más allá, hasta las granjas de Cordialidad, donde pasamos el día recolectando tomates y sudando a chorros.

Otro pellizco en el estómago.

—Si no quedáis entre los cinco primeros al final de la iniciación, seguramente acabaréis aquí —explica Cuatro al llegar a la puerta—. Una vez que te conviertes en guardia, hay posibilidades de ascender, pero no muchas. Puede que vayáis de patrulla más allá de las granjas de Cordialidad, pero…

—¿Qué objetivo tienen las patrullas? —pregunta Will.

—Supongo que lo descubrirás si te encuentras en una de ellas —responde Cuatro, encogiéndose de hombros—. Como iba diciendo, normalmente, los que de jóvenes vigilan la valla siguen haciéndolo hasta el final. Si eso os consuela, algunos insisten en que no es tan malo como parece.

—Sí, al menos no conduciremos autobuses ni limpiaremos la porquería de los demás, como los abandonados —me susurra Christina al oído.

—¿Cuál fue tu puesto en la clasificación? —pregunta Peter a Cuatro.

Aunque esperaba que no contestase, el instructor mira a los ojos a Peter y responde:

—Fui el primero.

—¿Y elegiste hacer esto? —pregunta de nuevo Peter, con ojos como platos, redondos y verde oscuro; me parecerían inocentes si no supiera lo mala persona que es—. ¿Por qué no fuiste a trabajar para el gobierno?

—No quise —responde él sin más.

Recuerdo lo que dijo el primer día, lo de trabajar en la sala de control, desde la que los osados supervisan la seguridad de la ciudad. Me resulta difícil imaginarlo allí, rodeado de ordenadores. En mi opinión, su sitio está en la sala de entrenamiento.

En el colegio nos enseñan cuáles son los trabajos de las facciones. Los de Osadía tienen unas opciones muy limitadas: podemos proteger la valla o trabajar en la seguridad de la ciudad; podemos trabajar en el complejo de Osadía haciendo tatuajes, fabricando armas o incluso luchando entre nosotros por diversión; o podemos trabajar para los líderes de la facción. Me parece la alternativa más viable.

El único problema es que mi puesto en la clasificación es horrible y podría quedarme sin facción al final de la primera etapa.

Nos detenemos al lado de la puerta, y unos cuantos guardias nos miran, aunque no muchos; están demasiado ocupados tirando de las puertas (que son el doble de altas que ellos y varias veces más anchas) para dejar pasar un camión.

El hombre que lo conduce tiene sombrero, barba y esboza una sonrisa. Se detiene al entrar y sale del vehículo. La parte de atrás está abierta, y en ella, sobre las pilas de cajas, van sentados unos cuantos cordiales. Me asomo a las cajas: llevan manzanas.

—¿Beatrice? —dice un chico de Cordialidad.

Me vuelvo al oír mi nombre. Uno de los cordiales del camión se levanta, tiene pelo rubio rizado y una nariz familiar, ancha en la punta y estrecha en el puente: Robert. Intento recordarlo en la Ceremonia de la Elección y no me viene nada a la cabeza salvo lo mucho que me palpitaban los oídos. ¿Quién más se trasladó? ¿Susan? ¿Habrá algún iniciado de Abnegación este año? Si Abnegación se consume es culpa nuestra, de Robert, de Caleb y mía. Mía. Me quito la idea de la cabeza.

Robert salta del camión. Lleva una camiseta gris y unos vaqueros azules. Tras un segundo de vacilación, se acerca y me abraza. Me pongo rígida, solo los de Cordialidad se abrazan para saludarse. No muevo ni un músculo hasta que me suelta.

Se le desdibuja la sonrisa cuando vuelve a mirarme.

—Beatrice, ¿qué te ha pasado? ¿Qué le ha pasado a tu cara?

—Nada, es el entrenamiento. Nada.

—¿Beatrice? —repite una voz gangosa a mi lado; es Molly, que se cruza de brazos y se ríe—. ¿Ese es tu verdadero nombre, estirada?

—¿De dónde creías que venía Tris? —respondo, mirándola.

—Ah, no sé…, ¿de enclenque? —pregunta, y se lleva la mano a la barbilla; si su barbilla fuera más grande, compensaría el tamaño de su nariz, pero es pequeña y prácticamente retrocede hasta su cuello—. No, espera, eso no empieza por Tris, perdona.

—No es necesario molestarla —dice Robert con voz tranquila—. Soy Robert, ¿y tú?

—Alguien a quien no le importa tu nombre —responde ella—. ¿Por qué no vuelves a tu camión? Se supone que no debemos confraternizar con los miembros de las otras facciones.

—¿Y por qué no te largas tú? —le suelto.

—Claro, no quiero interponerme entre tu novio y tú —responde, y se marcha sonriendo.

—No parecen muy simpáticos —comenta Robert, mirándome con cara de tristeza.

—Algunos no lo son.

—Podrías volver a casa, ¿sabes? Seguro que Abnegación haría una excepción contigo.

—¿Y qué te hace pensar que quiero volver a casa? —pregunto, con las mejillas rojas—. ¿Crees que no soy capaz de soportar esto o qué?

—No es eso —responde, sacudiendo la cabeza—. No es que no puedas, es que no deberías tener que hacerlo. Deberías ser feliz.

—Esto es lo que he elegido. Esto.

Miro por encima del hombro de Robert. Los guardias de Osadía parecen haber terminado de examinar el camión. El hombre barbudo vuelve a sentarse en el asiento del conductor y cierra la puerta.

—Además, Robert, mi objetivo en la vida no es simplemente… ser feliz.

—Vale, pero ¿no sería más fácil?

Antes de poder responder, me toca el hombro y se vuelve hacia el camión. Una de las chicas tiene un banjo en el regazo y se pone a tocarlo mientras Robert sube. Después, el camión arranca y se lleva consigo los sonidos del banjo y los gorgoritos de la chica.

Robert se despide con la mano, y de nuevo me imagino otra posible vida: me veo en la parte de atrás del camión, cantando con la chica, aunque no he cantado jamás, riéndome cuando desafino, subiendo a los árboles para recolectar las manzanas, siempre en paz y siempre a salvo.

Los guardias cierran la puerta y la bloquean. El cerrojo está en el exterior. Me muerdo el labio. ¿Por qué la querrán cerrar desde fuera y no desde dentro? Más que evitar que entre algo, es como si no quisieran que saliéramos.

Me quito la idea de la cabeza porque no tiene sentido.

Cuatro se aleja de la valla, donde estaba hablando con una guardia que se apoyaba el arma en el hombro.

—Me preocupa que tengas cierta tendencia a tomar malas decisiones —comenta cuando llega a medio metro de mí.

—Ha sido una conversación de dos minutos —respondo, cruzándome de brazos.

—No creo que por ser más corta resulte menos mala.

Frunce el ceño y me toca el rabillo del ojo morado con la punta de los dedos. Echo la cabeza atrás, pero no aparta la mano, sino que ladea la cabeza y suspira.

—Si aprendieras a atacar primero, quizá lo harías mejor, ¿sabes?

—¿Atacar primero? ¿Y de qué me va a servir?

—Eres rápida. Si consigues dar unos cuantos golpes buenos antes de que sepan lo que está pasando, podrías ganar —responde; se encoge de hombros y deja caer la mano.

—Me sorprende que lo sepas —comento en voz baja—, teniendo en cuenta que te largaste a la mitad de mi única pelea.

—No era algo que deseara ver.

«¿Qué se supone que significa eso?».

—Parece que ya ha llegado el siguiente tren —añade, tras aclararse la garganta—. Hora de irse, Tris.